Capítulo XI



Egoismo y vanidad

No creo que Poirot esperase otra contestación. De todas maneras, movió la cabeza contrariado y quedóse un rato pensativo. Jenny Driver se inclinó hacia adelante, apoyando los codos sobre la mesa.

—Bueno —dijo—. ¿Van, por fin, a contarme algo ustedes?

—Señorita —dijo Poirot—, ante todo, permítame que la felicite. Sus respuestas a todas mis preguntas han sido muy interesantes. Dice usted que si voy a contarle algo, y debo contestarle que muy poco, únicamente le referiré unos hechos.

Se detuvo un momento, y luego siguió hablando muy despacio:

—Anoche, lord Edgware fue asesinado en su biblioteca. A las diez, una señora, supongo que su amiga, miss Adams, llegó a casa de lord Edgware preguntando por él. Dicha señora se presentó como si fuese lady Edgware. Llevaba una peluca rubia y vestía exactamente igual que la verdadera lady Edgware, quien, como usted debe saber ya, es la conocida actriz Jane Wilkinson. Miss Adams, suponiendo que fuese ella, permaneció en la casa sólo un momento. Salió de allí a las diez y cinco, y hasta pasada la media noche no volvió a su domicilio, donde se acostó, después de tomar una dosis excesiva de veronal. Ahora, señorita, ya sabe usted a qué obedece mi interrogatorio.

Jenny dejó escapar un profundo suspiro.

—Sí —dijo—, ya lo comprendo. Creo que tiene usted razón al suponer que fue Charlotte quien se presentó en casa de lord Edgware. Y lo creo porque ayer estuvo en mi tienda para comprarse un nuevo sombrero.

—¿Un nuevo sombrero?

—Sí; me dijo que quería un sombrero que le tapase el lado izquierdo de la cara.

Debo dar ahora algunas explicaciones referentes a los sombreros, ya que no sé cuándo se leerá este relato.

Por aquella época estaban de moda varias formas de sombreros: el cloche, que ocultaba el rostro tan por completo, que le era a uno difícil reconocer a una amiga; otro de los modelos en boga era uno que se colocaba en equilibrio, inverosímilmente ladeado; se usaba también la boina, entre varias más. «June», el sombrero que hacía furor, era algo así como un plato sopero invertido. Aquel sombrero, llamémosle así, puede decirse que iba colgado de una oreja, dejando uno de los lados del rostro completamente descubierto.

—Esos sombreros se llevan corrientemente al lado derecho, ¿verdad? —preguntó Poirot. La sombrerera asintió.

—Sin embargo —añadió—, hacemos algunos para llevarlos al izquierdo, pues hay quien prefiere más el perfil izquierdo que el derecho, o que se peina siempre de la misma manera. Ahora bien: para que Charlotte desease que ese lado de la cara le quedase cubierto, tendría sus razones.

Aquellas palabras me hicieron recordar que la puerta de la casa de Regent Gate se abría a la izquierda, de modo que todo el que entrara quedaba plenamente visible al criado. Recordé que durante la cena del Savoy advertí que Jane Wilkinson tenía en el ángulo del ojo izquierdo un lunar. Me apresuré a poner en conocimiento de Poirot ese detalle, por si él no se había fijado.

—¡Eso es, eso! —exclamó mi amigo—. Vous avez parfaitement raison. Hastings; ya está explicada la adquisición del sombrero.

—Monsieur Poirot —exclamó Jenny, levantándose—. Usted no creerá ni por un momento que Charlotte lo..., que Charlotte lo... mató. No puede usted creer tal cosa. El que hablara con tanta acritud de él, no...

—No, no lo creo —la tranquilizó—; pero es raro, muy raro. ¿Qué le haría lord Edgware o qué sabía de él para que hablarse así?

—No lo sé, pero estoy segura de que no fue ella quien lo mató. ¡Oh!..., era... demasiado refinada. Poirot movió la cabeza, aprobando.

—En eso tiene razón. Es un detalle psicológico que hay que tener en cuenta, pues el asesinato fue un asesinato científico, pero no refinado.

—¿Científico?

—El asesino conocía exactamente el lugar donde debía dar el golpe para encontrar el centro vital de la base del cráneo, donde éste se une con la espina dorsal.

—Como si fuese un médico —dijo Jenny pensativa.

—¿Sabe usted si conocía mis Adams a algún médico? Mejor dicho, si era amiga de algún médico. La joven hizo un gesto negativo.

—Que yo recuerde, nunca habló de ninguno.

—Otra pregunta: ¿usaba gafas miss Adams?

—¿Gafas? No, no.

—¡Ah! —Poirot frunció el ceño.

Una extraña visión pasó entonces por mi cerebro. Vi un médico muy corto de vista y unas gafas muy fuertes, oliendo a ácido fénico, algo absurdo.

—Otra cosa aún. ¿Conocía miss Adams a Bryan Martin, el actor de cine?

—¡Ya lo creo! Le conocía desde pequeña, según me dijo. De pronto miró el reloj y lanzó una exclamación:

—¡Caramba! Me voy volando. ¿Le he servido de algo, monsieur Poirot?

—¡Ya lo creo! Quizá algún día solicite de nuevo su ayuda.

—Estoy a su disposición.

Nos estrechó las manos, al mismo tiempo que iluminaba su rostro una hermosa sonrisa, y se marchó.

—Una muchacha interesante —dijo Poirot mientras pagaba las consumiciones—. Tiene verdadera personalidad.

—A mí también me ha gustado.

—Siempre es grato encontrar una persona con cerebro.

—Un poco dura de corazón. La muerte de su amiga no parece haberle impresionado mucho.

—Sí; parece que no es muy impresionable.

—¿Has sacado de esta entrevista lo que esperabas?

Negó con la cabeza. Después dijo:

—No, esperaba mucho más; esperaba descubrir a D., la persona que le regaló a Charlotte la cajita de oro, y me ha fallado. Por desgracia, Charlotte Adams era una muchacha reservada, no de las que cuentan a las amigas sus asuntos amorosos. Por otra parte, el organizador de la farsa pudo no ser amigo suyo, sino simplemente un conocido que le propusiera la suplantación por mero pasatiempo. Siempre, claro está, a base de dinero, y pudo muy bien ser la cajita de oro la que llevaba su contenido.

—Pero ¿cómo diablos se lo hizo tomar? ¿Y cuándo?

—Quizá mientras estuvo abierta la puerta del piso..., al ir la criada a Correos a echar la carta. Pero no, esto no me convence, deja demasiado margen a la casualidad —y añadió—: Bueno, ahora a trabajar; tenemos dos posibles pistas.

—¿Cuáles?

—En primer lugar, esa llamada telefónica al número de Victoria. Es probable que Charlotte Adams, al volver a su casa, quisiera telefonear para notificar su éxito; pero, por otro lado, ¿dónde estuvo entre las diez y cinco y las doce de la noche? Quizá estuviera citada con el autor de la farsa. En tal caso, la llamada telefónica no tiene importancia, pues sería simplemente a un amigo cualquiera.

—¿Y la segunda pista?

—¡Ah!, de esa espero más; se trata de la carta, Hastings, la carta a su hermana; puede que en ella haya referido toda la broma, no juzgándolo como una falta al silencio prometido, ya que esa carta no sería leída hasta una semana más tarde y en país extranjero.

—Ojalá fuese así.

—De todos modos, no nos hagamos demasiadas ilusiones, amigo mío. Es tan sólo una probabilidad; por ahora debemos dirigir nuestras pesquisas hacia otro lado.

—¿A qué lado te refieres?

—Sí; debemos hacer un minucioso estudio de todos aquellos a quienes de algún modo favorece la muerte de lord Edgware. Me encogí de hombros y dije:

—Si no es a su mujer y a su sobrino...

—Te olvidas del individuo con quien ella quería casarse.

—¿El duque? Pero ¡si está en París!...

—Perfectamente. Pero no me negarás que es uno de los interesados. Además, hay otras personas en la casa: el mayordomo, las criadas. Quién sabe los resentimientos que podían tener contra el viejo. Aunque creo que nuestro primer punto de ataque debe de ser Jane Wilkinson. Es una mujer astuta; tal vez ella pueda sugerirnos algo.

Y una vez más nos dirigimos hacia el Savoy.

Encontramos a la viuda rodeada de cajas, papeles de seda y de sillas sobre cuyos respectivos respaldos descansaban algunos lindos trajes negros. Jane tenía una expresión absorta mientras se probaba otro sombrerito negro ante el espejo.

—¿Usted por aquí, monsieur Poirot? Siéntese, es decir, si es que encuentra algún sitio para hacerlo —y dirigiéndose a la camarera, dijo—: Ellis, ¿quieres hacer el favor de arreglar un poco todo esto?

—Está usted encantadora vestida así —dijo Poirot galantemente. Jane le miró muy seria.

—Yo no soy hipócrita, monsieur Poirot; pero se deben guardar las apariencias, ¿no le parece a usted? Debo andarme con cuidado. ¡Oh!, a propósito: el duque me ha enviado un telegrama dulcísimo.

—¿Desde París?

—Sí, dándome el pésame; pero yo he leído entre líneas todo su gran amor.

—La felicito, señora

—¡Oh, monsieur Poirot! —juntó las manos y su cálida voz descendió de tono; tenía una expresión angelical—. He reflexionado sobre todo lo ocurrido, que es milagroso. De pronto todas mis preocupaciones se han alejado. Ya no son necesarios lo enfadosos trámites del divorcio. No tendré la menor molestia. Mi camino se ha despejado y todo va viento en popa. Esto hace que hasta me sienta religiosa.

Me quedé sin aliento. Poirot la miró un poco cabizbajo. Ella estaba seria.

—Pero ¿eso es todo lo que a usted se le ocurre?

—¡Las cosas han sucedido de un modo tan estupendo para mí! —dijo Jane en un murmullo—. La de veces que yo había pensado: «¡Si Edgware se muriese!», y Edgware ha muerto. No sé..., parece una respuesta a mis oraciones...

Poirot tosió.

—No veo yo las cosas del mismo modo, señora. Tenga usted en cuenta que alguien mató a su marido.

Ella movió la cabeza.

—Desde luego.

—¿No ha pensado usted en quién puede ser ese alguien? La actriz le miró.

—¿Qué puede importarme eso? ¿Qué tiene que ver conmigo? El duque y yo queremos casarnos, de todas maneras, dentro de cuatro o cinco meses...

Poirot contuvo su indignación con dificultad.

—Sí, señora; ya lo sé. Pero descontando eso, ¿no se le ha ocurrido a usted pensar en quién puede haber matado a su marido?

—No, no —parecía muy sorprendido por aquella pregunta.

—¿Es que no le interesa a usted saberlo? —preguntó Poirot.

—Creo que no —admitió ella—. Supongo que ya lo descubrirá la Policía. La Policía es muy inteligente, ¿verdad?

—Eso dicen. Yo también voy a trabajar por mi parte para encontrar al asesino.

—¿Usted? ¡Qué gracia!

—¡Cómo qué gracia!

—Bueno, no sé —su mirada se posó en los vestidos. Se puso por encima, desde los hombros, un traje de seda y se miró al espejo.

—No tiene usted nada que objetar, ¿verdad? —dijo Poirot con los

ojos brillantes.

—¡Claro que no, monsieur Poirot! Al contrario, le estoy agradecidísima por ello y le deseo mucha suerte.

—Yo, señora, más que sus deseos, quisiera su opinión.

—¿Mi opinión? —dijo Jane, ausente, inclinando la cabeza sobre su hombro para ver el vestido—. ¿Para qué?

—¿Quién cree usted que puede haber matado a lord Edgware?

Ella movió la cabeza

—No tengo la menor idea.

Encogióse de hombros y tomó el espejo de mano.

—Señora —repitió Poirot enfáticamente—. ¿Quién cree usted que mató a su marido?

Jane le miró un poco asustada.

—Supongo que Geraldine —dijo.

—¿Quién es Geraldine?

Pero la atención de la actriz se había alejado otra vez.

—Ellis —dijo a su camarera—, ¿quieres arreglarme un poco este hombro izquierdo? —y después, mirando a Poirot—: ¿Qué decía usted? ¡Ah, sí! Geraldine es su hija —y de nuevo a la camarera—: No, Ellis; el hombro derecho, así. ¡Oh, perdóneme, Poirot! ¿Podría usted retirarse? Le estoy muy agradecida por todo cuanto ha hecho por mí. Me refiero a lo del divorcio, aunque ya no es necesario. De todos modos, siempre me acordaré de usted con simpatía.

Sólo vi a Jane dos veces más: una, en el teatro, y otra, en cierta comida a la que yo también estaba invitado. Siempre que pensé en ella me la imaginé tal como la vi en aquel momento, entregada en cuerpo y alma a los vestidos, pendiente por completo de sí misma, mientras sus labios dejaban escapar inconscientemente las palabras que tanto habían de influir en las futuras pesquisas de Poirot.

Epatant —dijo mi amigo cuando salimos al Strand.

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