Capítulo XXX



El relato

Nos miró.

—Ahora, amigos míos —dijo amablemente—, voy a contaros la verdad de cuanto sucedió aquella noche. Charlotte Adams salió de su casa a las siete, en un taxi, y se fue al Piccadilly Palace.

—¿Qué? —exclamé yo.

—Al Piccadilly Palace. Durante el día había tomado una habitación en dicho hotel a nombre de mistress Van Deusen. Se había puesto unas gafas, las cuales, como sabemos, alteran mucho las facciones. Alquiló la habitación diciendo que aquella noche tomaría el tren para Liverpool y que su equipaje estaba en consigna. A las ocho y media llega lady Edgware y pregunta por ella. La acompañan al cuarto de mistress Van Deusen. Allí cambian de vestidos. Con la peluca rubia, el traje de tafetán blanco y el abrigo de armiño, es Charlotte Adams, y no Jane Wilkinson, quien abandona el hotel y parte para Chiswick. Sí, sí; es perfectamente posible. He estado en casa de sir Montagu Córner por la noche y me he fijado. La mesa está solamente alumbrada por candelabros; las demás luces están veladas por pantallas. Hay que tener en cuenta que ninguno de los presentes conoce bien a Jane Wilkinson. Ven la caballera y oyen su armoniosa voz. ¡Oh, qué facilísimo! Y de no haber salido bien, si alguien hubiese advertido el cambio, ya estaban preparadas. Lady Edgware, con una peluca negra, el traje de Charlotte y las gafas, paga la cuenta, toma un taxi, ya con la caja de vestidos, y se dirige a la estación de Euston. En el lavabo se quita la peluca y deja la caja en consigna. Antes de ir a Regent Gate telefonea a Chiswick y pide comunicación con lady Edgware. Esto ya estaba convenido entre ellas. Si todo había ido bien, si Charlotte no había sido reconocida, tenía que contestar «Muy bien». Estoy seguro de que miss Adams no sabía la verdadera causa de la llamada telefónica. Después de oír esta contestación, Jane Wilkinson se dirige a Regent Gate, pregunta por lord Edgware, proclama su identidad y se dirige a la biblioteca, donde comete el primer asesinato. Claro que no sabe que miss Carroll la está mirando desde arriba. Ella estaba segura de que el único que la acusaría sería el criado. ¿Y qué vale la palabra de un criado, que nunca la había visto, contra la de doce personas distinguidas? Después de cometido el hecho, sale de la casa, se dirige a Euston, se vuelve a poner la peluca negra y recoge la caja. Entonces tiene que hacer tiempo hasta que Charlotte Adams vuelva de Chiswick. Entre tanto, va a la Córner House, mira a menudo su reloj, pues el tiempo pasa muy lentamente, y entonces se prepara para un segundo asesinato. Mete en el monedero de Charlotte, que lleva consigo, la cajita de oro que ha encargado a París. Mientras realiza esto, encuentra la carta dirigida a Lucy Adams. Quizá la encontró antes. De todas maneras, al ver la dirección, presiente un peligro. La abre y ve que sus sospechas son justificadas. Quizá su primer impulso es destruir la carta en seguida. Pero pronto encuentra una solución mejor. Arrancando una hoja de ella, ésta se convierte en una acusación contra Ronald Marsh, hombre que tiene motivos poderosos para cometer el crimen. Aun en el caso de que Ronald Marsh pueda probar su inocencia, la carta se convierte en una acusación contra un hombre, ya que ha suprimido el «ella» del principio de la página. Una vez hecho esto, vuelve a meter la carta en el sobre, y éste, en el monedero. Ha llegado el momento de marcharse. Sale; se dirige al Savoy y entra, sin que, desgraciadamente, la vea nadie. Una vez arriba, se dirige a su habitación, en la que ya está Charlotte Adams. La camarera, como de costumbre, ya se ha acostado. De nuevo cambia de ropa y entonces, seguramente, lady Edgware le propone un brindis para celebrar el buen éxito de la broma En la copa de Charlotte está el veronal. Felicita a su víctima y la dice que al día siguiente le enviará el cheque... Charlotte Adams se va a su casa... Está muy cansada, tiene mucho sueño. Trata de telefonear a un amigo, tal vez el capitán Marsh o Bryan Martin, ya que ambos tienen números de Victoria, pero lo deja para el día siguiente. ¡Se encuentra tan rendida...! El veronal empieza a obrar. Se acuesta para no despertarse más. El segundo crimen ha sido cometido felizmente. Ahora vamos con el tercer crimen. La escena tiene lugar en un banquete. Sir Montagu Córner hace referencia a una conversación que sostuvo con lady Edgware la noche del crimen. Eso es fácil. Ella no tiene más que murmurar algunas frases de alabanza. Pero, desgraciadamente, se menciona el Juicio de Paris y ella toma a «Paris» por el único París que conoce, el París de los trajes y de los sombreros. Pero frente a ella está un joven que asistió a la cena de Chiswick, un joven que aquella noche oyó a lady Edgware discutir de Homero y de la civilización griega. Charlotte Adams era una muchacha muy culta; Ross no comprende aquello. Está asombrado. Y de pronto la verdad se abre paso en su cerebro. Aquélla no es la misma mujer. Las dudas le embargan. No está seguro de sí mismo. Quiere que le aconsejen y piensa en mí. Habla con Hastings. Pero lady Edgware le oye y se entera también de que no estaré en casa hasta las cinco. A las cinco menos veinte va a casa de Ross. Éste abre la puerta y se sorprende mucho al verla, pero no se asusta. Un muchacho alto y fuerte no siente miedo de una mujer. La hace entrar en el comedor. Mientras hablan, ella se coloca detrás de él y, en completa seguridad, le apuñala. Quizá él lanza un grito ahogado, nada más.

Hubo una pausa. Luego Japp dijo roncamente:

—Pero ¿por qué hizo todo eso, si su marido estaba dispuesto a concederle el divorcio?

—Porque el duque de Merton es uno de los más firmes sostenes del catolicismo inglés. Porque no hubiese pensado nunca en casarse con una mujer cuyo marido viviese todavía. Es un joven fanático. En cambio, con una viuda podía casarse inmediatamente. Sin duda, ella le debió sugerir varias veces la solución del divorcio, pero él no debió picar el cebo.

—Entonces, ¿para qué le envió a usted a ver a lord Edgware?

Ah, parbleau! —Poirot, que hasta entonces había estado muy correcto, volvió a su naturaleza exaltada—. ¡Para ponerme una venda en los ojos! ¡Para hacer de mí un testigo que demostrase que ella no tenía ningún interés en cometer el crimen! ¡Para hacer de mí, Hércules Poirot, su salvaguardia! ¡Ma foi, que lo logró! ¡Y qué cerebro el suyo! ¡Cómo se hizo la sorprendida cuando lo de la carta que le había escrito su esposo y que ella juró no haber recibido! ¿Sintió algún remordimiento por alguno de los tres crímenes cometidos? Seguramente que no.

—Ya le dije a usted lo que era ella —dijo Bryan Martin—. Bien se lo advertí. Sabía que mataría a su marido. Es una mujer mala. Diabólicamente mala. Ojalá pague caro lo que ha hecho. Ojalá la condenen y ahorquen.

Su rostro estaba rojo como la grana. Su voz era ronca.

—¡Vamos! ¡Vamos! —dijo Jenny Driver.

Hablaba como las institutrices cuando se dirigen a un chiquillo.

—¿Y la cajita de oro con la inscripción «París, noviembre» en el interior de la tapa? —preguntó Japp.

—La encargó por carta a París y mandó a Ellis, su camarera, a buscarla. Naturalmente, Ellis sólo vio el paquete. No tenía la menor idea de lo que había dentro. También lady Edgware cogió unas gafas de Ellis para ayudar a Charlotte en la caracterización de mistress Van Deusen. Se las olvidó en el monedero de Charlotte Adams. Esa es su única equivocación. Todo esto se me ocurrió mientras permanecía en medio de la calle. ¡Ellis! ¡Las gafas de Ellis! ¡Ellis yendo a buscar la cajita a París! ¡Ellis y, por tanto, Jane Wilkinson! Además, es muy posible que le quitase a su camarera algo más que las gafas.

—¿Qué?

—Un bisturí de los callos.

Me estremecí. Hubo un silencio momentáneo. Luego Japp dijo con una extraña confianza:

—Poirot, ¿es eso cierto?

—Certísimo, mon ami.

Entonces empezó a hablar Bryan Martin, y sus palabras fueron dignas de él.

—Vamos a ver —dijo de mal humor—. ¿Por qué se me ha hecho venir aquí? ¿Por qué se me ha dado un susto mortal?

Poirot le miró fríamente.

—Para castigarle. Para castigarle por haber sido impertinente. ¿Quién le mandó jugar con Hércules Poirot?

Entonces Jenny Driver se echó a reír a carcajadas.

—Que te sirva de lección, Bryan —dijo al fin, y se volvió hacia Poirot—: Me alegro muchísimo de que no sea culpable Ronnie Marsh —dijo—. Me es muy simpático. Estoy contentísima de que la muerte de Charlotte no quede impune. En cuanto a Bryan, le voy a decir a usted una cosa en confianza, monsieur Poirot: me caso con él. Y si cree que podrá divorciarse de mí para casarse dos o tres veces más, a estilo Hollywood, se equivoca lamentablemente. Si se casa conmigo, me tendrá que aguantar.

Poirot la miró, observando su mentón audaz y su rojo cabello.

—Es muy posible que sea así, señorita —dijo—. Aseguraría que tiene usted valor para todo, hasta para casarse con un actor de cine.

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