Capítulo XVIII



El duque de Merton

No me propongo describir la encuesta realizada para el esclarecimiento de la muerte de lord Edgware ni para la de Charlotte Adams. En el caso de Charlotte, el veredicto fue de muerte por imprudencia; el de lord Edgware fue aplazado hasta saberse el resultado de la autopsia. Por el análisis del estómago se determinó que la muerte tuvo lugar, una hora después de la comida; a lo sumo, dos. De lo cual se desprendía que había muerto entre las diez y las once de la noche. Pero lo más probable es que fuese a las diez.

Ninguno de los datos de la suplantación de Jane Wilkinson, llevada a cabo por Charlotte Adams, fue mencionado. Por una declaración del criado, publicada en la prensa, la impresión general fue que éste era el asesino. Su relato acerca de la visita nocturna de Jane Wilkinson se consideró como una impúdica invención, pues nada se dijo de lo que había confirmado la secretaria. Los periódicos llenaron columnas enteras con todo lo referente al crimen. Pero dijeron muy poco verídico.

Entre tanto, Japp trabajaba activamente. Me molestaba un poco la actitud pasiva de Poirot. La sospecha de que el hacerse viejo influía en ello cruzó varias veces por mi mente. Él se excusaba:

—A mi edad deben ahorrarse las molestias.

—Cualquiera diría que eres tan viejo —protesté.

Me pareció que necesitaba un estimulante. Un tratamiento de la voluntad por medio de la sugestión, que, según creo, es el procedimiento más moderno.

—Pero, ¡hombre de Dios, si estás más fuerte que nunca! —dije seriamente—. En pleno vigor. En la flor de la vida. Si tú quisieras, podrías resolver ese caso con la mayor facilidad.

Poirot dijo que prefería resolverlo sentado en casa.

—Pero eso no puede ser, Poirot.

—Del todo no, es verdad.

—Bueno; lo cierto es que nosotros no hacemos nada, mientras que Japp está haciendo demasiado.

—Lo cual me va a mí estupendamente bien.

—Pues a mí no. Yo quisiera que hicieras algo.

—Ya lo estoy haciendo.

—¿Qué haces?

—Espero.

—Esperas, ¿qué?

Pour mon chien de chasse me rapporte le gibier —replicó Poirot.

—¿Qué quieres decir?

—Me refiero al buen Japp, ¿sabes? ¿Para qué pasarse el tiempo ladrando teniendo un perro? Japp nos traerá aquí el resultado de su energía física, que tanto admiras tú. Tiene a su alcance un sinfín de medios de los que yo carezco. No dudes que vendrá muy pronto a traernos noticias.

Era cierto que a fuerza de persistentes investigaciones, Japp nos había proporcionado, lentamente, materiales deductivos.

Algunos días después volvió de París. Parecía muy satisfecho de sí mismo.

—Es un trabajo lento —dijo—; pero al fin hemos conseguido algo.

—Le felicito. ¿Qué han descubierto?

—Parece que una señora rubia depositó una caja de vestidos en la consigna de la estación de Euston a las nueve de la noche del día del crimen. Les han mostrado la caja de miss Adams a los testigos y la han reconocido.

—¡Ah, Euston! Sí, es la estación más cercana a Regent Gate. Sin duda, fue allí para disfrazarse en uno de los retretes, dejando luego la caja en la consigna. ¿Cuándo volvió a buscarla?

—A las diez y media. Dice el empleado que la recogió la misma señora.

Poirot movió la cabeza

—Y también me he enterado de algo más —dijo el inspector—. Charlotte Adams estaba en el Lion's Corner House, del Strand.

Ah, c'est tres bien ça! ¿Cómo se ha enterado?

—Realmente, ha sido por casualidad. Ya sabe usted que se dijo algo en los periódicos acerca de la cajita con las iniciales de rubíes. Un periodista escribió un artículo acerca de las numerosas artistas, la mayoría de ellas muy jóvenes, que toman drogas. Lo publicó un diario en su edición dominical, ilustrado con la fatal cajita del mortífero contenido y la patética figura de una joven en la flor de la edad. En dicho artículo explicaba cómo pasó la última noche de su vida la infeliz muchacha y una infinidad de detalles más. Parece que una camarera de la Córner House leyó esa información y recordó que una señora a la que sirvió la noche del crimen tenía una caja así en la mano, con las iniciales C. A. en la tapa. Muy excitada, empezó a contárselo todo a sus amigos. Tal vez algún diario le daría algo por aquella noticia. El caso es que un joven periodista se enteró y escribió un artículo que aparecerá esta noche en el Evening Shriek. Serán, seguramente, novelerías como éstas: «Las últimas horas de la inteligente actriz... Esperando al hombre que no llega... Una camarera advierte que algo extraño le pasa.» En fin, ya sabe usted, Poirot, cómo hinchan los sucesos los periodistas.

—¿Y cómo ha llegado a usted tan pronto esa noticia?

—Es que estamos en muy buenas relaciones con el Evening Shriek. Vino a traérmela en persona ese joven periodista, tan pronto como llegó a su conocimiento. Inmediatamente después corrí a la Córner House.

Sentí gran lástima por Poirot. Allí estaba Japp con todas aquellas noticias nuevecitas, cuyos detalles, probablemente, tendrían un gran valor, mientras que Poirot debía conformarse con las noticias ya atrasadas.

—He hablado con la camarera de la Córner House —siguió el inspector—, y no creo que haya motivo para dudar de su declaración. No ha podido reconocer a Charlotte Adams en la fotografía, pues, según dice, no distinguió claramente el rostro de la señora. Asegura que era joven, morena, delicada y que vestía muy bien. Llevaba uno de esos sombreros ladeados de última moda. Ojalá las mujeres se fijaran un poco más en la cara y menos en los sombreros.

—El rostro de miss Adams no era fácil de observar —advirtió Poirot—. Tenía una gran movilidad.

—Creo que tiene usted razón, aunque no me he detenido en tales detalles. Según dice la camarera, la señora iba vestida de negro, y llevaba una caja de las que se emplean para los vestidos. Se fijó particularmente en eso, porque le chocó que una señora tan elegante llevase una caja así. Dice que pidió revoltillo de huevos y café, aunque, en realidad, ella supone que esperaba a alguien, pues no hacía más que mirar su reloj de pulsera Cuando la llamó para abonar el gasto fue cuando se fijó en la cajita de oro. La señora la sacó del bolso, la dejó encima de la mesa y se quedó mirándola. Luego la abrió y la volvió a cerrar, sonriendo pensativamente. La muchacha se fijó en la caja porque le pareció muy linda: «Me gustaría tener una cajita como aquélla, con mis iniciales en rubíes», me dijo. Según parece, miss Adams, después de haber pagado la cuenta, todavía permaneció sentada largo rato. Al fin, miró una vez más el reloj, se levantó y se fue.

Poirot seguía serio.

—Era un rendez-vous —murmuró—, un rendez-vous con alguien que no acudió. ¿Encontró Charlotte Adams más tarde a esa persona? ¿O bien no la halló y entonces se fue a su casa y trató de detenerla? ¡Cómo me gustaría saberlo! ¡Oh, sí, me gustaría mucho!

—Su teoría de que en el fondo de todo esto existe un hombre misterioso es un mito, Poirot. No digo yo que la joven no estuviese esperando a alguien después de terminado satisfactoriamente el asunto que la llevó a casa de lord Edgware. Respecto a ese asunto, ya sabemos el resultado: que perdió la cabeza y lo apuñaló. Pero como no era de las que pierden la cabeza mucho tiempo, se quitó el disfraz en la estación y acudió a la cita. Entonces sufrió la reacción natural, horrorizándose de lo que había

hecho, y al convencerse de que el esperado no iría, se sintió anonadada. Debía de haber alguien más enterado de su visita a Regent Gate aquella noche; por eso, presintiendo la persecución de la Justicia, saca la cajita de veronal, toma una fuerte dosis y todo termina. Por lo menos no la ahorcarán. Esto está claro como el agua.

Poirot se acarició el bigote.

—No hay ninguna prueba de que en el fondo de este asunto haya ningún hombre —siguió Japp con la ventaja alcanzada en sus últimas pesquisas—. No he descubierto todavía las relaciones que existían entre esa muchacha y lord Edgware, pero lo conseguiré; es sólo cuestión de tiempo. En París no he podido descubrir nada importante; son nueve meses los que han pasado desde que lord Edgware estuvo allí. De todas maneras, he dejado a uno de mis hombres para que haga ciertas investigaciones. Quizá haya descubierto algo ya. Sé que usted no es de mi parecer, pero la verdad es que tiene la cabeza muy dura.

—Hombre, no creo que tenga derecho a insultar a mi cabeza.

—No he querido ofenderle; es una simple expresión —dijo Japp suavemente.

Se levantó para irse, y cuando estaba ya junto a la puerta, se volvió y dijo con irónica suficiencia:

—¿Manda usted algo, Poirot?

Mi amigo, sonriendo, le contestó:

—Hombre, tanto como mandar, no; pero, en cambio, puedo hacerle una indicación:

—Venga, suéltela.

—Haga un llamamiento a todos los chóferes de taxi para que se presente ante usted aquel cuyo coche fue alquilado la noche del crimen, hacia las once menos veinte, por una señora o, probablemente, por dos... Sí, eso es, por dos personas, en las inmediaciones de Covent Garden, para ir a Regent Gate.

Japp le miró atentamente cerrando un ojo. Parecía un vivaracho foxterrier.

—¿Qué se propone usted? —añadió en seguida—: Bueno, bueno, lo haré; no se pierde nada con ello. Después de todo, cuando usted lo dice, será verdad.

En cuanto Japp hubo salido, Poirot se puso en pie y empezó a cepillarse el sombrero.

—¿Quieres alcanzarme la bencina? Esta mañana me ha caído un pedazo de tortilla en la manga de la americana.

Se la di.

—Desde luego —le dije—. No pienso hacerte ninguna pregunta, sé que es inútil; pero ¿crees realmente que se va a lograr algo con ese aviso?

Mon ami, de momento sólo me interesa vestirme. Perdona que te lo diga —añadió poco después—, pero tu corbata no me gusta nada.

—Pues es muy bonita.

—Tal vez; pero te ruego que te la cambies y que te cepilles la manga derecha.

—¿Es que acaso vamos a visitar al rey Jorge? —pregunté irónico.

—No; pero he leído esta mañana que el duque de Merton ha vuelto a Merton House, y como es uno de los principales miembros de la aristocracia inglesa, creo que debes concederle ese honor.

—¿Por qué vamos a visitar al duque de Merton?

—Necesito verle.

Fue lo único que pude sacar de él. Cuando mi atavío fue lo suficientemente elegante para el crítico ojo de Poirot, salimos.

En Merton House el portero preguntó a Poirot si había sido citado por el duque. Poirot contestó negativamente. En vista de lo cual, el portero fue a llevar la tarjeta. Poco después volvió, diciendo que su excelencia lo sentía mucho, pero que estaba muy cansado aquella mañana. Poirot se sentó en una silla.

Tres bien! —dijo—. Esperaré todo el tiempo que sea necesario.

No fue preciso, porque, como el medio más rápido de verse libre del importuno visitante era recibirlo, Poirot fue introducido a presencia del caballero a quien deseaba ver.

El duque tendría unos veintisiete años. Era delgado, enfermizo, y su aspecto, sumamente simpático. Tenía un cabello inverosímilmente fino y unas entradas tan enormes, que hacían el efecto de prematura calvicie; su boca era pequeña, con un amargo rictus, y sus ojos, vagamente soñadores. En la habitación veíanse diversos crucifijos y distintas obras de arte religioso. Un estante de libros parecía no contener más que obras teológicas. Daba la impresión de ser un tendero más bien que un duque. Sabíamos que había sido educado en su propio hogar, debido a lo deficiente de su naturaleza. Tal era el hombre que estaba a punto de ser presa de Jane Wilkinson. Era un tipo realmente cómico.

Fue muy poco cortés el recibimiento que nos hizo.

—Tal vez conozca usted mi nombre —empezó Hércules Poirot.

—NO me es familiar.

—Pues me dedico a estudiar la psicología del crimen.

El duque guardaba silencio. Estaba sentado ante una mesa escritorio, sobre la cual había una carta sin terminar, y golpeando la mesa con la mano, impacientemente.

—¿Por qué razón tiene usted tanto empeño en verme? —preguntó fríamente.

Poirot estaba sentado frente a él, de espaldas a la ventana.

—Actualmente investigo las circunstancias que concurrieron en la muerte de lord Edgware.

Ni un músculo del enfermizo lord se movió.

—¿Sí? Pues yo no estoy relacionado en absoluto con ese crimen.

—Es verdad; pero, en cambio, lo está con la esposa de lord Edgware, Jane Wilkinson, ¿verdad?

—Así es.

—También debe estar enterado de que se supone que ella tenía grandes motivos para desear la muerte de su marido.

—No estoy enterado de nada semejante.

—Quisiera hacerle a usted una pregunta, excelencia, que acaso sea un poco indiscreta. ¿Puede usted decirme si piensa casarse con Jane Wilkinson?

—Cuando vaya a casarme con alguien, el hecho se anunciará en los periódicos. Considero su pregunta como una impertinencia —y levantándose, dijo—: Muy buenos días.

Poirot también se levantó. Parecía turbado; inclinó la cabeza, murmurando:

—No he querido decirle... Je vous demmande pardon...

—Buenos días —repitió el duque.

Esta vez Poirot se irguió, hizo un gesto de desesperación y salimos.

Era una retirada ignominiosa. Lo sentí por mi amigo; su orgullo no quedaba muy bien parado. Para el duque de Merton, un detective era, sin duda, menos que un escarabajo.

—No ha salido muy bien la cosa —dije con simpatía—. Ese hombre es testarudo como un tártaro. ¿Qué querías saber de él realmente?

—Pues si es verdad que va a casarse con Jane Wilkinson.

—Ella ya nos lo dijo.

—Ella lo dijo, sí; pero esa mujer es de las que dicen cualquier cosa para lograr lo que les conviene. Podía muy bien haber decidido casarse con él sin que el pobre hombre estuviera enterado de ello.

—Pues te ha echado de casa con un buen rapapolvo.

—Me ha contestado como lo hubiese hecho a un periodista —Poirot se rió entre dientes—. Pero yo he logrado lo que quería. Ahora ya sé exactamente lo que hay de cierto respecto a ese matrimonio.

—¿Cómo lo sabes? ¿Lo has adivinado por sus maneras?

—No, hombre, no. ¿Te habrás fijado que estaba escribiendo una carta?

—Sí.

Eh bien, en mi juventud, cuando estaba en la Policía belga, aprendí, porque es utilísimo, a leer la letra manuscrita puesta al revés. De modo que puedo repetirle lo que decía esta carta. Óyelo: «Queridísima mía: No puedo, me es imposible esperar tantos meses. Jane, ángel mío, adorada mía, ¿cómo voy a decirte lo que tú eres para mí? ¡Y has sufrido tanto!... Tu hermosa alma...»

—¡Poirot! —grité escandalizado.

—Calla, hombre, que ya termino: «Tu hermosa alma, que sólo yo conozco...»

Me indignó verle tan satisfecho de su hazaña.

—¡Poirot! —exclamé—. No puedes hacer una cosa así, leer una carta privada, una carta íntima.

—Estás diciendo una tontería, Hastings; es absurdo decir que «no puedo hacer» una cosa que he hecho ya.

—Eso es hacer trampa en el juego.

—No; ni hago trampas ni juego. Ya sabes que un crimen no es un juego, es una cosa muy seria.

Guardé silencio. No podía soportar lo que Poirot había hecho con tanta tranquilidad.

—No era necesario obrar así —dije—. Si le hubieses dicho al duque tan sólo que habías ido a visitar a lord Edgware por encargo de Jane Wilkinson, te hubiese tratado de manera distinta.

—¡Ah! Pero no podía hacerlo, porque Jane Wilkinson es cliente mía. Yo no puedo hablar a nadie de los asuntos de mis clientes. Cuando me confían una misión, hablar de ella no es decente.

—¿Decente?

—Sí, decente.

—Pero se va a casar con él.

—Eso no quiere decir que para él no tenga secretos. Tus ideas acerca del matrimonio son muy anticuadas. No, no podía hacer lo que tú dices, pues tengo que pensar en mi honor de detective. El honor es una cosa muy seria.

—Por lo visto, hay muchas clases de honor.

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