Capítulo XXV



Un banquete

Al día siguiente fuimos al banquete que daban los Widburn en el Claridge. Ninguno de nosotros dos sentía el menor deseo de ir, pero aquélla era, por lo menos, la sexta invitación que recibíamos de mistress Widburn, y se trataba de una mujer tenaz, a la que le encantaba sentar a su mesa a las celebridades. Impertérrita ante nuestras negativas, nos ofreció al fin que fijásemos nosotros mismos el día que nos conviniera. Ante esto, la capitulación era inevitable, y lo mejor era terminar lo antes posible.

Poirot se había mostrado muy reservado desde que recibió las noticias de París.

A mis observaciones sobre el particular, siempre contestaba lo mismo:

—Hay algo aquí que no puedo comprender —y murmuraba para sí varias veces: «Gafas, gafas en París. Gafas en el bolso de Charlotte Adams.»

Por lo único que me alegró la comida fue porque por lo menos nos serviría de distracción.

Entre los invitados estaba el joven Donald Ross, quien me saludó cordialmente. Había más hombres que mujeres, y a él le correspondió estar a mi lado.

Jane Wilkinson estaba al otro lado de la mesa, y casi enfrente a nosotros, a su lado, se sentaba el joven duque de Merton.

Tal vez me equivoque, pero me pareció que éste no se encontraba muy a gusto. Sin duda, la compañía de los que le rodeaban le debía

parecer impropia de él. Era un joven de ideas conservadoras y reaccionarias. Daba la sensación de que por algún lamentable error había nacido en este siglo, en lugar de haberlo hecho en la Edad Media. Su pasión por Jane Wilkinson era uno de esos anacronismos con los que a veces parece distraerse la Naturaleza.

Viendo la belleza de Jane y apreciando el encanto que su cálida voz prestaba a las más vulgares expresiones, comprendí la capitulación de él. Es indudable que una belleza perfecta y una voz arrebatadora pueden llegar a vencer al más indiferente. Pero tal vez entonces ya el sentido común del duque empezaba a disipar los intoxicantes vapores del amor.

En aquellos momentos alguien, no recuerdo quién, dijo algo acerca del Juicio de París. En seguida se oyó la encantadora voz de Jane:

—¿París? —dijo—. Pero ¡si París ya no representa nada en nuestros días! Son Londres y Nueva York los que imperan.

Pronunció estas palabras en una ocasión en que casualmente nadie hablaba. Fue un momento embarazoso. A mi derecha oí que Donald Ross lanzaba una exclamación, y mistress Widburn empezó a hablar precipitadamente de ópera rusa. Los invitados empezaron a hablar entre sí. Sólo Jane siguió mirando tranquilamente a su alrededor, sin la menor idea de que pudiese haber dicho una tontería.

Entonces me fijé en el duque. Estaba con los labios apretados y rojo como una grana. Me hizo el efecto de que aquellas palabras de Jane le habían alejado mucho de ella. Había sido una prueba de que para un hombre de su posición casarse con Jane Wilkinson era un verdadero perjuicio.

Como ocurre a menudo, pregunté lo que primero se me ocurrió a mi vecina, una corpulenta señora que se dedicaba a preparar representaciones teatrales infantiles. Recuerdo que le pregunté: «¿Quién es aquella señora tan rara, vestida de rojo, que está allí, al final de la mesa?» Dio la casualidad de que aquella señora rara era hermana de mi vecina. Después de pedirle mil perdones, me volví hacia Ross y le dirigí algunas preguntas, a las que solamente respondió con monosílabos. Fue entonces cuando al verme rechazado por mis dos vecinos, me fijé en Bryan Martin. Sin duda debió de llegar a la fiesta con retraso, pues no le había visto antes. Estaba en el mismo lado de la mesa que yo, y se inclinaba hacia adelante para conversar animadamente con una bellísima rubia. Hacía algún tiempo que no le había visto, y me sorprendió que hubiese mejorado tanto de aspecto. Su expresión macilenta había desaparecido. Parecía más joven y más satisfecho, y su risa demostraba cuan alegre estaba. No pude observarle mejor, porque en aquel momento mi voluminosa vecina se dignó perdonarme y me permitió graciosamente escuchar una larga diserta-ción acerca de las bellezas que encerraba una función teatral infantil que estaba organizando para una fiesta de caridad.

Poirot tuvo que irse pronto. Estaba investigando la misteriosa desaparición de los zapatos de un embajador, y a causa de ello debía acudir a una cita a las dos y media. Me encargó que le despidiese de mistress Widburn. Mientras aguardaba el momento oportuno para cumplir su encargo, que no era cosa fácil, pues en aquel momento mistress Widburn estaba rodeada de amigos, alguien me tocó en el hombro.

Era el joven Ross.

—¿Está aquí monsieur Poirot? Quisiera hablar con él.

Le dije que Poirot acababa de marcharse.

Ross pareció contrariado. Le miré más atentamente y noté que estaba conmovido.

—¿Es que desea hablar particularmente con él?

—No sé... —contestó lentamente.

Era una contestación tan extraña, que le miré sorprendido.

—Parece raro, ya lo sé —dijo sonrojándose—. Pero es que me ha ocurrido algo muy raro. Algo que no entiendo. Me gustaría conocer la opinión de monsieur Poirot acerca de ello. No sé qué hacer...

Estaba trastornadísimo.

—Poirot ha ido a una cita —dije—, pero sé que piensa estar en casa a las cinco. ¿Por qué no telefonea a esa hora o va a verle?

—Muchas gracias; me parece que iré. A las cinco, ¿verdad?

—Sí; pero será mejor que antes telefonee —dije—; así sabrá con seguridad si ha llegado.

—Muy bien, así lo haré... Muchas gracias, capitán Hastings; me parece que puede ser de mucha importancia.

Me incliné y me dirigí al sitio donde mistress Widburn estaba distribuyendo apretones de manos.

Una vez cumplido mi deber de cortesía, me dirigía hacia fuera cuando una mano me cogió del brazo.

—¿Es que no quiere saludarme, capitán Hastings? —dijo una voz alegre.

Era Jenny Driver. Iba elegantísima.

—¿Cómo está usted? ¿De dónde sale?

—Estaba comiendo en una mesa cerca de usted.

—Pues no la había visto. ¿Y qué? ¿Cómo le van los negocios?

—Viento en popa. Gracias.

—Esos «platos» que vende usted, ¿tienen éxito?

—Los «platos», como usted dice, se venden a montones. Bueno, sólo quería saludarle; ahora me voy, pues tengo mucho trabajo.

Me fui paseando por el parque. Llegué a casa a las cuatro. Poirot aún no había vuelto. A las cinco menos veinte llegó. Los ojos le brillaban y parecía estar de un humor excelente.

—Ya veo que has hallado el rastro de los zapatos del embajador.

—Se trataba de un ignominioso medio de contrabando de cocaína. A última hora estuve en un salón de belleza, y, por cierto, que había una muchacha que hubiese robado en seguida tu sensible corazón. Tenía unos cabellos castaños maravillosos.

Poirot tiene una manía de que tengo debilidad por las mujeres de cabellos castaños.

En aquel momento sonó el teléfono.

—Seguramente será Donald Ross —dije mientras me dirigía hacia el aparato.

—¿Donald Ross?

—Sí; el joven que encontramos en Chiswick. Quiere verte acerca de no sé qué asunto —descolgué el receptor—. Dígame, soy el capitán Hastings.

—¡Ah! ¿Es usted Hastings? Soy Donald Ross. ¿Ha vuelto ya monsieur Poirot?

—Sí; ya está aquí. ¿Quiere usted hablar con él, o bien vendrá a verle?

—Como es una cosa muy corta, prefiero decírsela por teléfono.

—Entonces aguarde un momento.

Poirot se puso al aparato. Me quedé tan cerca de él, que podía oír perfectamente la voz de Ross.

—¿Es usted, monsieur Poirot? —la voz parecía muy excitada.

—Sí, soy yo.

—No quisiera molestarle, pero me ha ocurrido algo muy extraño que está relacionado con la muerte de lord Edgware. Poirot se irguió.

—Siga, siga.

—Tal vez a usted le parezca falto de sentido.

—No; y aunque así fuera, debe decírmelo.

—Fue la palabra «París» la que ha motivado mi... —en el otro extremo del hilo se oyó claramente el sonido de un timbre—. Un momento —dijo Ross.

Se oyó el ruido que produjo el teléfono al chocar contra la mesa.

Pasaron dos minutos, tres minutos, cuatro minutos, cinco minutos. Poirot golpeaba nerviosamente el suelo.

Al fin cortó la comunicación y llamó a la central. Después de unos momentos se volvió hacia mí:

—El teléfono de Ross está descolgado, no contesta nadie. Pronto, Hastings, busca la dirección de Ross en la guía telefónica. Tenemos que ir allí en seguida.

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