Capítulo XXXI



Un documento humano

Unos días más tarde tuve que salir inesperadamente para la Argentina. Por tanto, no volví a ver a Jane Wilkinson. Por los periódicos me enteré de que en el juicio oral había sido condenada a muerte. Al ver que toda la verdad había sido descubierta, su ánimo decayó. Mientras se creyó a salvo, no cometió ninguna imprudencia; pero en cuanto perdió la confianza en sí misma, se desmoronaron su altivez y serenidad y se portó como una criatura.

Como ya he dicho, la última vez que la vi fue en la comida que dieron los Widburn. Pero siempre que pensé en ella me la imaginé tal como la había visto en su habitación del Savoy, moviéndose absorta entre un montón de elegantísimos vestidos negros. Tengo la convicción de que aquella tranquilidad suya no era una pose, sino completamente natural. Su plan había salido perfectamente y no tenía el menor remordimiento. No creo que ninguno de los crímenes que cometió la preocupasen en absoluto. A continuación reproduzco una carta que escribió antes de morir, ordenando que después de la ejecución se la entregasen a Poirot. Es un documento que retrata maravillosamente el carácter de aquella hermosísima mujer:


Querido monsieur Poirot:

Después de pensarlo mucho, me he decidido a escribirle. Sé que algunas veces publica usted los reportajes de los casos interesantes en que ha intervenido. No creo que en ninguno de los libros que ha escrito haya añadido documento alguno de los interesados. Por tanto, le envío esta carta, pues deseo que todo el mundo sepa cómo llevé a cabo mis propósitos.

Sigo creyendo que todo estaba estupendamente planeado y que, de no haber intervenido usted en el asunto, todo hubiera terminado bien. Espero que en su libro concederá gran importancia a esta carta. Me gustaría mucho que la gente se acordase de mí y que se publicasen mis hazañas. Porque estoy segura de que he sido única. Por lo menos, aquí, en la cárcel, todos me lo dicen.

El origen de todo viene de cuando conocí a Merton en América. Yo comprendí en seguida que sólo enviudando lograría que se casase conmigo. Ha sido una verdadera lástima que ese hombre tuviese tantos prejuicios contra el divorcio. Todo cuanto hice por convencerle fue inútil. Viviendo mi marido, no se casaría conmigo jamás. Es un verdadero chiflado.

Entonces decidí que mi marido muriera. Pero no veía la manera de lograrlo. La verdad es que en los Estados Unidos los hombres no son tan idiotas como en Inglaterra. Si Merton hubiese sido americano, las cosas se habrían arreglado mucho mejor. En fin, como iba diciendo, me pasé días enteros procurando descubrir la manera de enviudar. Pero ante cada solución surgía un enorme inconveniente. Empezaba ya a perder la esperanza, cuando, estando en Inglaterra, vi a Charlotte Adams en un teatro y comprobé lo maravillosamente que me imitaba. Entonces vi el cielo abierto. Con su ayuda conseguiría una coartada perfecta. Empecé a reflexionar de qué medio me valdría, y se me ocurrió enviarle a usted a visitar a mi marido, pidiéndole, en mi nombre, el divorcio. En seguida empecé a alardear de los deseos que sentía a veces de ir a pegar cinco tiros a mi marido. Cuando me presentaron a Charlotte, le expuse mi idea, claro está que sin explicarle la verdad. Le dije sólo que era con el fin de ganar una apuesta, y que ella recibiría diez mil dólares. Ante la seguridad que tenía de ganar ese dinero, se entusiasmó tanto, que algunos de los detalles fueron idea suya. Como el cambio de ropa no podíamos hacerlo en mi casa por estar Ellis, ni en la suya por su camarera, pensé hacerlo en el hotel.

Desde el momento en que empecé a planear el asesinato, decidí que Charlotte Adams también tenía que morir. Era una lástima, pero no había otro remedio. Yo tenía en casa un poco de veronal, pues solía tomarlo algunas veces. Gracias a él la cosa resultaba sencillísima, pero era preciso que se creyese que Charlotte acostumbraba tomarlo. Entonces encargué la cajita de oro con una inicial cualquiera y la inscripción «París, noviembre». Así, me figuré que se complicaría más la cosa. Encargué la cajita por carta y mandé luego a Ellis a buscarla. Claro que ella ignoraba lo que contenía el paquete.

Mientras Ellis estuvo en París, me apoderé de uno de los bisturís que ella usaba para los callos, que fue el que empleé para matar a Edgware. Escogí aquel bisturí por lo agudo de su filo. Un doctor de San Francisco me había enseñado dónde se tenía que clavar el arma para que la muerte fuese instantánea. Le pedí una explicación clara y repetida por si algún día podía serme útil. Al doctor le dije que esperaba emplear su idea en una película. Fue una mala jugada la que me hizo Charlotte Adams escribiendo a su hermana, siendo así que me había jurado que no diría una palabra a nadie. Cuando vi la carta pensé en destruirla, pero después reflexioné y me pareció mucho mejor rasgar una de las hojas. Eso fue idea mía, y creo que puedo enorgullecerme de ella más que de las demás. Todos tendrán que reconocer que demostré poseer talento al ocurrírseme una cosa así.

Todo se desarrolló como yo había pensado. Cuando vino aquel inspector de Scotland Yard, temí que me detuviese; pero, aun siendo así, me habría dejado en libertad ante la declaración de las personas que me vieron en la cena de sir Montagu Córner y que no sospechaban que la mujer que vieron cenando allí no era lady Edgware.

Cuando pasó aquel pequeño peligro me sentí la más feliz de las mujeres. Es cierto que la duquesa me odiaba; pero en cambio Merton estaba loco por mí y quería que nos casásemos lo antes posible. Nunca me había sentido más feliz que durante aquellas semanas. La detención del sobrino de mi marido me salvaba de toda sospecha. Cada día estaba más orgullosa de la magnífica idea que tuve al rasgar la hoja de la carta de Charlotte.

En lo de Donald Ross creo que intervino la mala suerte. Todavía no me explico cómo llegó a sospechar de mí. Por lo que me han dicho, parece ser que fue por algo referente a «París», que en lugar de ser una población es un personaje. Aunque no sé exactamente quién es ese París, supongo que será un señor historiador.

Desde luego, Ellis me contó que la había usted llamado, pero únicamente respecto a Bryan Martin. Como no le preguntó siquiera si había ido a buscar un paquete a París, no sospechó nada. Seguramente creyó usted que si le preguntaba eso, ella me pondría en guardia y podría escaparme. No puedo explicarme la maravillosa manera que ha tenido usted de descubrir todo lo referente al crimen.

Pero, monsieur Poirot, usted no se portó bien conmigo. Tengo la seguridad de que lamentará siempre su comportamiento en este asunto. Lo único que yo deseaba era ser dichosa. ¡Y pensar que si no llega a ser por mí, usted no hubiera intervenido en el asunto! Pero, la verdad, nunca creí que fuera usted tan listo. Por su aspecto, nadie lo diría. No ahorcan en público, ¿verdad? Es una lástima, porque ahora, aunque pálida, estoy muy guapa, y además me dicen que soy muy valiente. Seguramente, nunca ha habido un criminal como yo.

Me despido de usted, porque tengo que ver al capellán, perdonándole por todo el mal que me ha hecho, pues, según dicen, hay que perdonar a los enemigos.

Jane Wilkinson.

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