Capítulo XV



Sir Montagu Córner

Eran cerca de las diez cuando llegamos a la magnífica mansión de sir Montagu Córner, en Chiswick. Nos introdujeron en un vestíbulo de bellísimo artesonado. A la derecha vimos el comedor, cuya brillante mesa estaba alumbrada con candelabros.

—¿Tienen ustedes la bondad de seguirme?

El criado nos hizo subir una magnífica escalera y nos guió hasta una amplia habitación del primer piso.

—Monsieur Hércules Poirot —anunció.

Nos encontrábamos en una vasta y hermosa habitación. Las lámparas, cuidadosamente veladas, le daban un aspecto de acogedora antigüedad. En un ángulo, y cerca de una de las abiertas ventanas, había una mesa de bridge, alrededor de la cual estaban sentadas cuatro personas. Al entrar nosotros, una de ellas se levantó y vino a nuestro encuentro. Era sir Montagu Córner.

—Me alegro mucho de conocerle personalmente, monsieur Poirot.

Yo miré con interés al aristócrata. Tenía aspecto de verdadero judío, con sus ojos menudos e inteligentes y su tupé cuidadosamente arreglado. Era de estatura mediana (mediría metro sesenta y cinco, aproximadamente) y de afectuosos modales.

—Les presento a míster y a mistress Widburn...

—Ya nos conocemos —dijo orgullosamente mistress Widburn.

—...y a míster Ross —siguió haciendo presentaciones sir Montagu. El llamado Ross era un joven de unos veintidós años, de rostro simpático y rubios cabellos.

—Les pido mil perdones por haber interrumpido su juego —dijo Poirot.

—De ninguna manera. No habíamos hecho más que preparar las cartas.

—Tomará usted un poco de café, ¿verdad, monsieur Poirot?

Poirot se excusó, pero aceptó un coñac añejo, que nos fue servido en unas altísimas copas.

Cuando las hubimos vaciado, sir Montagu Córner empezó a hablar de distintas cosas, de pintura japonesa, de lacas chinas, de tapices persas, de los pintores impresionistas franceses, de música moderna y de las teorías de Einstein.

Cuándo terminó su peroración, se recostó en la butaca y paseó sobre el auditorio su bonachona mirada. Se le veía encantado de su gran talento. En la tenue luz parecía como una especie de genio medieval. A su alrededor veíanse por todas partes exquisitos detalles de arte y cultura.

—Ahora, sir Montagu —dijo Poirot—, si no fuera abusar de su bondad, quisiera que habláramos del asunto que ha motivado mi visita.

Sir Montagu movió la mano, diciendo:

—Pero eso no corre prisa. Además, hay tiempo de sobra para ello.

—Siempre hay tiempo para todo en esta casa —suspiró mistress Widburn—. ¡Se encuentra uno tan bien en ella!

—Yo —dijo sir Montagu— no viviría en Londres ni por un millón de libras. Tengo en esta casa una sensación de agradable apartamiento, de paz. ¡Ay!, de esa paz que hemos alejado de nosotros en estos tristes días de grosero materialismo.

Un impío pensamiento cruzó por mi mente. Me hizo el efecto de que si alguien se llegaba a sir Montagu y le ofrecía un millón de libras, aquel bendito apartamiento y aquella deliciosa paz se irían al diablo. Pero en seguida alejé de mí aquellas heréticas ideas.

—Después de todo, ¿qué es el dinero? —murmuró mistress Widburn.

—¡Ah! —murmuró pensativamente su marido, haciendo sonar distraídamente algunas monedas en su bolsillo.

—¡Archie! —dijo ceñudamente la señora.

—Perdonen ustedes —dijo el increpado Archie, y guardó silencio.

—Realmente —dijo Poirot—, hablar de un crimen en esta atmósfera de arte sería una falta imperdonable.

—Eso, no —aseguró sir Montagu, haciendo un gracioso movimiento con su mano—. Un crimen puede ser muy bien una obra de arte, y, desde luego, el detective, un artista. No hablo, claro está, de la Policía. Precisamente, hoy ha estado a visitarme un inspector, un tipo la mar de curioso. Figúrese que nunca había oído hablar de Benvenuto Cellini.

—Supongo que habrá venido para hablar de Jane Wilkinson, ¿verdad? —preguntó curiosamente mistress Widburn.

—Ha sido una verdadera suerte para esa señora haber estado anoche aquí —dijo Poirot.

—Así parece —asintió sir Montagu—. Estuve hablando con ella, y además de hermosa, es inteligente. Haré por ella cuanto pueda; aunque estaba dispuesta a ser su propia empresaria, parece que al fin seré yo quien se preocupe de su carrera.

—La verdad es que esa mujer tiene mucha suerte —dijo mistress Widburn—. Se hubiera muerto sin verse libre de su marido, y de pronto alguien va y le quita esa preocupación. Ahora sí que podrá casarse con el duque de Merton. Ese casamiento es la comidilla del día. Por cierto, que la madre del duque está indignadísima.

—Jane Wilkinson me produjo una excelente impresión —dijo sir Montagu—. Hizo algunas observaciones muy inteligentes sobre arte griego.

Sonreí. Me imaginaba a Jane diciendo: «Sí.» «No.» «Es realmente

maravilloso», con su calidad y mágica voz. Sir Montagu debía de ser de esas personas para quienes la suprema inteligencia consiste en seguir con gran atención y meticulosidad sus propias observaciones.

—Lord Edgware era un tipo muy raro —dijo míster Widburn—. Estoy seguro que ha dejado un sinfín de enemigos.

—¿Es verdad, monsieur Poirot, que alguien le clavó un cuchillo en la nuca? —preguntó mistress Widburn.

—Nada más cierto. Fue un trabajo realizado con la mayor destreza y eficacia, algo verdaderamente científico.

—Ya aparece en usted el artista, monsieur Poirot —dijo sir Montagu.

—Ahora le agradecería que tratásemos del objeto de mi visita —dijo Poirot—. Al parecer, llamaron por teléfono a lady Edgware mientras estaba cenando. Respecto a esa llamada, quisiera algunos informes y espero que me permitirá interrogar a sus criados.

—¡No faltaba más! Ross, ¿quiere hacer el favor de tocar usted mismo ese timbre? —y le indicó un pequeño botón que estaba al alcance de la mano del joven.

Inmediatamente apareció un criado. Era un hombre de cierta edad, de aspecto eclesiástico.

Sir Montagu le explicó lo que se esperaba de él. El sirviente se volvió hacia Poirot con atenta cortesía.

—¿Haría usted el favor de decirme quién contestó a la llamada telefónica? —preguntó mi amigo.

—Yo mismo. El teléfono está en el vestíbulo, en una cabina.

—La persona que llamó por teléfono, ¿con quién dijo que deseaba hablar, con lady Edgware o con miss Jane Wilkinson?.

—Con lady Edgware, señor.

—¿Me podría decir con exactitud cuáles fueron sus palabras?

El criado reflexionó un momento.

—Al ponerme al aparato, recuerdo que dije: «Dígame.» Una voz preguntó si era Chiswick 43434. Contesté afirmativamente. Entonces me dijeron que aguardase un momento. Inmediatamente, otra voz volvió a preguntar si era Chiswick 43434, y volví a decir que sí. Entonces me preguntó: «¿Está lady Edgware?» Yo contesté que la señora estaba cenando. La voz añadió: «¿Quiere hacer el favor de llamarla? Deseo hablar con ella» Fui al comedor a avisar a la señora, que se levantó y vino al teléfono.

—¿Y luego?

—Cogió el aparato y dijo: «Dígame. ¿Con quién hablo?» Luego la oí decir «Sí, muy bien; yo soy lady Edgware.» En aquel momento iba yo a retirarme, pero la señora me llamó y me dijo que habían cortado la comunicación, y añadió que al colgar el aparato se habían reído. Me preguntó si la persona que había telefoneado había dado su nombre. Le contesté que no. Eso fue todo.

—¿Cree usted, monsieur Poirot, que la llamada telefónica tiene que ver algo con el asesinato? —preguntó mistress Widburn.

—No se puede decir de momento. No es más que un detalle.

—A lo mejor fue alguien que quiso gastarle una broma; a mí me pasó una vez.

C’est toujours possible, madame.

—¿Se fijó usted si la voz de la persona que llamó era de hombre o de mujer?

—Creo que era de mujer.

—¿Qué clase de voz era, fuerte o suave?

—Era suave y clara —se detuvo un momento—. Tal vez me equivoque, pero me hizo el efecto de que era extranjera por lo que arrastraba las erres.

—A lo mejor era una voz escocesa, Donald —dijo mistress Widburn dirigiéndose al joven Ross.

—No puedo ser yo el culpable; estaba en el banquete —replicó éste.

Poirot se dirigió de nuevo al criado.

—¿Cree usted que reconocería aquella voz si la oyese de nuevo? El hombre dudó.

—No puedo asegurarlo, señor. Sin embargo, creo que la reconocería

—Muchas gracias.

—A sus órdenes, señor.

El fámulo inclinóse y se retiró majestuosamente.

Sir Montagu siguió desempeñando su papel de viejo hidalgo. Nos pidió que nos quedásemos a jugar al bridge. Yo me excusé por mi desconocimiento del juego, ya que es una cosa que nunca me ha tentado. El joven Ross cedió su puesto a Poirot y la velada terminó con un excelente beneficio financiero para Poirot y sir Montagu.

Dimos las gracias a nuestro huésped y nos retiramos. Ross vino con nosotros.

—¡Qué hombrecillo más extraño es ese sir Montagu! —dijo Poirot mientras caminábamos por la carretera.

La noche era muy hermosa y decidimos ir andando hasta encontrar un taxi, en lugar de pedirlo por teléfono.

, es un hombrecillo extraño —repitió Poirot.

—Es un riquísimo hombrecillo —dijo Ross.

—Lo supongo.

—Parece que se interesa algo por mí —habló el joven—. Su ayuda me serviría de mucho; con la protección de un hombre como ese se puede hacer fortuna

—¿Es usted actor, míster Ross?

Respondió afirmativamente. Pareció ofenderle que su nombre no nos fuese conocido. Al parecer, recientemente había logrado algún renombre en la interpretación de cierta obra tenebrosa traducida del ruso.

Cuando, por fin, le hubimos calmado, Poirot le preguntó distraídamente:

—Sin duda, usted conocería a Charlotte Adams, ¿verdad, míster Ross?

—No, no la conocía. Me he enterado de su muerte, esta noche, por los periódicos, debida a una excesiva dosis de no sé qué droga. Es realmente estúpido lo que les pasa a todas las artistas jóvenes con las drogas.

—Es una verdadera lástima... Era una muchacha muy inteligente.

—Creo que sí.

Fuera de sí mismo, al joven no le preocupaban gran cosa los demás.

—¿La vio usted trabajar alguna vez? —le pregunté yo.

—No. La clase de trabajo que hacía no me interesaba Ahora parece que le ha dado a la gente por entusiasmarse por él, pero supongo que no durará mucho.

—Aquí viene un taxi —dijo Poirot, y le hizo seña para que se detuviese.

—Yo seguiré andando —dijo Ross—. En Hammersmith tomaré el Metro hasta mi casa —de pronto, se echó a reír nerviosamente—: Mala cosa esa cena de anoche.

—¿Por qué?

—Fuimos trece a la mesa porque alguien faltó. Hasta el final de la cena no nos dimos cuenta.

—¿Quién será, pues, el primero que se irá al otro mundo? —le pregunté.

Soltó una risita nerviosa y contestó:

—Yo.

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