Capítulo XXIII



La carta

—Ahora —dijo Poirot— vamos a comer —y cogiéndome del brazo añadió, sonriendo—: Renace la esperanza.

Me alegré que hubiera vuelto a su antigua idea. Aunque yo no estaba muy convencido de la culpabilidad del joven Ronald, creí que tal vez se había dejado convencer por las palabras de Japp respecto a lo acertado de sus antiguas observaciones. De ser así, todo lo referente a encontrar al comprador de la cajita de oro no sería más que un simple modo de salvar el orgullo de mi amigo.

Una vez sentados amigablemente en una mesa del restaurante, vi con gran asombro, al otro extremo del salón, a Bryan Martin y a Jenny Driver comiendo juntos. Recordando las palabras de Japp, sospeché un posible idilio amoroso entre ellos.

Al vernos, Jenny movió la mano, saludándonos.

Cuando estábamos tomando el café, Jenny se levantó, y dejando a su compañero vino hacia nuestra mesa. Mostrábase tan vivaz como siempre.

—¿Puedo sentarme y hablar unos instantes con usted, monsieur Poirot?

—¡No faltaba más, señorita! Me alegro de verla. Parece que su amigo no quiere acompañarnos.

—He sido yo quien le ha dicho que no viniese, pues quiero hablarle a usted de Charlotte.

—¡Ah!

—Usted deseaba saber si tenía algún amigo, ¿no es cierto?

—Sí.

—Desde el día que me hizo esa pregunta no he dejado de pensar en ello y han acudido a mi memoria algunas palabras y frases sueltas que, si bien al oírlas por primera vez no les di importancia, al recordarlas ahora me han hecho llegar a una conclusión.

—¿Qué conclusión es esa, señorita?

—La de que el hombre por quien Charlotte se interesaba, o empezaba a interesarse, era Ronald Marsh.

—¿Y qué le ha hecho creer tal cosa?

—Lo siguiente: Un día, Charlotte comentaba la mala suerte que tienen algunos hombres, que siendo muy decentes van cada vez de mal en peor. Vamos, se expresaba como cualquier mujer cuando empieza a interesarse por un hombre. ¡Hola!, pensé, ya tenemos algún amor de por medio. No aludió a nadie, pero casi inmediatamente se puso a hablar de Ronald Marsh y de lo mal que se había portado con él su tío. El tono con que habló de esto último fue de completa indiferencia, y, claro, no se me ocurrió asociar las dos cosas. Pero ahora, al recordar aquella conversación, he pensado que tal vez el hombre por quien se interesaba Charlotte era Ronald Marsh. ¿No le parece a usted, monsieur Poirot?

Después de decir todo aquello se quedó mirando a mi amigo.

—Creo, señorita, que me ha proporcionado usted una información muy valiosa.

—¡Qué bien! —dijo Jenny palmoteando. Poirot la miró, riendo.

—Quizá no sepa usted que el caballero a quien se acaba de referir, o sea, el capitán Ronald Marsh, ha sido detenido.

—¡Oh! Entonces mi noticia ha llegado tarde.

—No, nunca es tarde; por lo menos para mí. Muchas gracias por todo, señorita.

Jenny se levantó y volvió a reunirse con Bryan Martin.

—Supongo que esto te hará dudar de tus ideas —le dije a Poirot.

—Por el contrario, me hace afirmarme más en ellas —contestó.

A pesar de sus afirmaciones, yo estaba convencido de que empezaba a debilitarse su convicción.

En los días que siguieron no volvió a mencionarse el caso Edgware. Si alguna vez hablaba yo de él, sólo recibía por contestación algún monosílabo. Parecía no interesarle en absoluto. Sin duda, se había visto obligado a desechar las fantásticas ideas que pasaron por su cerebro y admitir que la primera había sido la real y que el verdadero asesinó era Ronald Marsh. Pero como yo conocía muy bien a Poirot, sabía que antes de reconocer que se había equivocado prefería simular que ya no le interesaba el asunto.

Yo interpreté así su actitud, y mi idea parecía confirmada por los hechos, pues Poirot no se interesó por ninguno de los trámites judiciales que siguieron al crimen. En cambio, se ocupaba de otros asuntos, no mostrando, como ya he dicho, el menor interés por el caso Edgware.

Quince días después de los sucesos narrados en el último capítulo me convencí de que la interpretación que daba yo a su actitud era completamente equivocada.

Era la hora del almuerzo. Como siempre, la correspondencia se amontonaba ante Poirot. Fue mirando las cartas una tras otra, y de pronto lanzó una exclamación de alegría, al mismo tiempo que separaba de las demás cartas una con sellos norteamericanos.

La abrió con una pequeña plegadera Le miré con interés al verle mostrar tanta alegría. Había una carta y un anexo.

Poirot la leyó dos veces, me miró y dijo:

—¿Quieres hacer el favor de mirar esto, Hastings? Yo cogí el papel, que decía lo siguiente:


Monsieur Poirot:

Me ha conmovido profundamente su amabilísima carta. ¡Me sentía tan abrumada por todo! Además de mi terrible dolor, me he sentido afrentada por las cosas que se han insinuado respecto a Charlotte, la mejor de las hermanas. No, monsieur Poirot; ella no tomaba drogas, estoy segura. Sentía un verdadero horror por ellas. Se lo he oído decir muchas veces. Si tomó parte en algo relacionado con la muerte de ese pobre hombre, fue ingenuamente; bien claro lo prueba su carta. Le envío adjunta dicha carta, que me escribió la pobre y que usted me pide. Estoy segura de que la conservará usted y que me la enviará cuando ya no la necesite. Deseo que, como usted cree, le ayude a descubrir el misterio de su muerte.

Me pregunta usted si Charlotte se refería en sus cartas a algún amigo en particular. En su correspondencia me hablaba de un sinfín de personas, pero no mencionaba a nadie especialmente. De los únicos que hablaba a menudo era de Bryan Martin, a quien conocía hacía muchos años; de una muchacha llamada Jenny Driver, y del capitán Marsh.

Quisiera poder hacer algo por ayudarle, pues se muestra usted conmigo muy bondadoso y parece comprender lo mucho que Charlotte y yo éramos la una para la otra.

Suya, agradecida,

Lucy Adams.


«P. S.: Un policía acaba de venir a buscar esta misma carta. Le he dicho que se la había enviado a usted. Esto, desde luego, todavía no era verdad, pero me ha parecido mejor que fuese usted el primero en verla. Parece ser que Scotland Yard la necesita como prueba contra el asesino. Haga el favor de entregársela. Pero procure que se la devuelvan cuando sea. Tenga en cuenta que son las últimas palabras que me dirigió Charlotte.»

—¡Conque escribiste a Lucy Adams! —dije al dejar la carta sobre la mesa—. ¿Por qué has hecho eso, Poirot? ¿Por qué has pedido el original de la carta?

Estaba sacando el anexo que ya he mencionado.

—En realidad no sabría decírtelo, Hastings; sólo porque podría, tal vez, explicar lo que para mí resulta inexplicable.

—No sé qué podrás sacar del contenido de esa carta. Charlotte misma se la entregó a la camarera para que la echase al correo. No pudo haber ninguna trampa en ella.

—Ya lo sé, ya lo sé. Y esto es lo que hace el caso tan difícil. Porque, Hastings, tal como está redactada, esta carta es absurda.

—Eso es una tontería.

Sí, sí. Fíjate bien, hay cosas en este asunto que pueden ser; van unidas las unas a las otras con orden y método, de una manera lógica. Pero esta carta resulta incongruente. ¿Quién está equivocado, Hércules Poirot o la carta?

—Desde luego, tú no crees posible que el equivocado sea Hércules Poirot —dije de la manera más delicada que fui capaz. Poirot me reconvino con la mirada.

—A veces, en efecto, me he equivocado; pero no en esta ocasión. La carta parece absurda y lo es... Hay algo en ella que se nos escapa y quiero descubrirlo a todo trance.

Y de nuevo se enfrascó en el examen de la dichosa carta, empleando un pequeño microscopio de bolsillo.

Después de repasarla hoja por hoja, me la entregó. Yo, claro está, no pude advertir nada anormal. Estaba escrita con una letra firme y elegante, y palabra por palabra era la misma que había sido cablegrafiada.

Poirot lanzó un profundo suspiro.

—No hay la menor falsificación: toda está escrita por la misma mano. Pero te digo que esto es incomprensible.

Se levantó, pidiéndome con gesto impaciente la carta. Se la entregué, y de nuevo se enfrascó en su estudio.

De pronto lanzó un grito.

Yo me había apartado de la mesa y estaba mirando la calle por la ventana. Al oír el grito me volví rápidamente.

Poirot parecía agitadísimo. Sus ojos brillaban como los de un felino y le temblaban las manos.

—Fíjate, Hastings; ven aquí, ¡pronto!... Mira.

Me acerqué. Ante él estaba extendida una de las hojas manuscritas. No vi nada raro en ella.

—¿No lo ves? Las demás hojas tienen los ángulos perfectos; son hojas sueltas. Pero ésta no, fíjate; uno de los ángulos se ve que ha sido roto. ¿Comprendes lo que significa? Ésta era una hoja doble, un pliego. Por tanto, falta una de las hojas de la carta.

—Pero ¿cómo puede ser? Es incomprensible.

—Sí, sí, es incomprensible. Aquí está ese algo raro que digo yo. Lee y lo verás. ¿Lo ves? —dijo Poirot—. La hoja termina cuando ella está hablando del capitán Marsh y expresa la pena que por él siente. Luego sigue: «y le gusta mucho mi trabajo». Ahora viene la otra hoja, que empieza: «me dijo». No cabe la menor duda de que una de las hojas se ha perdido. El «me dijo» de la nueva hoja no puede referirse al capitán Marsh. Ha de aludir, por fuerza, al otro hombre, el organizador de la farsa. Fíjate que después de esto ya no se menciona ningún nombre. Ah, c'est épatant! De una manera o de otra, el asesino se debió apoderar de la carta, acaso con intención de destruirla; pero de repente, al leerla, vio la manera de aprovecharse de ella. Entonces suprimió una de las hojas y la carta se convirtió en una acusación contra un hombre que tiene sobrados motivos para desear la muerte de lord Edgware. ¡Ah!, aquella carta era un verdadero regalo para él. Por tanto, corta la hoja en que se le nombra y devuelve la carta.

Le contemplé con gran admiración. No estaba completamente convencido de su teoría. Me parecía más natural que Charlotte hubiese usado una hoja cualquiera, que por casualidad estaba rasgada.

Pero Poirot parecía tan transfigurado por la alegría, que no tuve valor para sugerirle aquella vulgar posibilidad. Después de todo, podía tener razón.

Me aventuré, sin embargo, a exponerle una o dos objeciones a su teoría:

—Pero ¿cómo pudo ese hombre, sea quien sea, apoderarse de la carta? Miss Adams la sacó de su monedero y se la dio ella misma a su criada para que la echase al correo. La misma mujer nos lo dijo.

—Pues tenemos que creer una de esas dos cosas: o que la criada ha mentido o que durante aquella noche Charlotte se encontró con el asesino.

Moví la cabeza.

—Para mí —continuó Poirot—, lo último es lo más probable. Todavía no sabemos dónde estuvo Charlotte Adams durante el tiempo que pasó desde que salió de su casa hasta las nueve, hora en que fue a depositar la caja a la estación de Euston. Creo que durante ese tiempo se encontró con el asesino en algún lugar convenido, donde probablemente cenaron juntos. Él le debió de dar las últimas instrucciones.

En cuanto a lo que sucedió con la carta, eso no lo sabemos; sólo se pueden hacer conjeturas. Tal vez la llevase en la mano para echarla al correo y la dejó sobre la mesa del restaurante. Él debió leer la dirección, y presintiendo un peligro se apoderó de ella hábilmente; después, con cualquier excusa, abandonó la mesa y fue a leerla; rasgó la hoja y la volvió a dejar sobre la mesa o se la entregó al marcharse, diciéndole que se le había caído sin ella darse cuenta. La forma en que esto ocurrió no tiene importancia; lo que se ve claro es que Charlotte estuvo con el asesino aquella noche, antes del crimen o después, puesto que cuando salió de la Córner House había tiempo suficiente para una corta entrevista. Me figuro, aunque tal vez me equivoque, que fue el asesino quien le entregó la cajita de oro, quizá como recuerdo de su primer encuentro. Si así fue, el asesino es «D».

—No veo qué papel puede jugar en este asunto la cajita de oro.

—Óyeme, Hastings: Charlotte Adams no tomaba veronal. Lo afirma así su hermana, y yo lo creo. Era una muchacha inteligente y sensata, que no sentía ninguna inclinación por esas cosas. Ninguna de sus amigas ha visto esa caja. Ni siquiera su criada. Entonces, ¿cómo es que se encontró en su poder después de muerta? Sencillamente, para dar la impresión de que había tomado veronal y de que lo venía tomando desde hacía por lo menos seis meses. Pues bien: hay que suponer que se encontró con el asesino, aunque sólo fuese cinco minutos. Que bebieron juntos para celebrar el éxito de la broma y que en el vaso de la muchacha puso el suficiente veronal para impedir que se despertase a la mañana siguiente.

—Es horrible —dije estremeciéndome.

—Sí; no es muy agradable —afirmó Poirot secamente.

—¿Le vas a contar todo eso a Japp?

—De momento, no. ¿Qué podría decirle en concreto? El excelente Japp me contestaría que era un exceso de imaginación y que la muchacha había escrito en una hoja cualquiera. C'est tout.

Miré hacia el suelo. Poirot continuó:

—¿Qué le contestaría yo? Nada, puesto que es una cosa muy verosímil, aunque yo sé positivamente que no fue así, porque, sencillamente, es imposible —se detuvo un momento. Su rostro reflejaba preocupación—. Si ese personaje fuese metódico y ordenado, hubiese cortado la hoja en lugar de arrancarla, y de ese modo no nos hubiéramos dado cuenta de nada en absoluto.

—De lo cual tenemos que deducir que es un hombre descuidado —dije sonriendo.

—No; únicamente que debía de tener prisa ¡Oh! El tiempo le apremiaba de seguro —se detuvo otra vez, y luego prosiguió—: Supongo que te habrás fijado en una cosa. Ese «D» debe haberse procurado una excelente coartada para el caso de ser descubierto.

—No veo cómo se podía procurar una coartada si pasó el tiempo en Regent Gate cometiendo el crimen y luego con Charlotte.

—Precisamente —dijo Poirot—. Esto es lo que yo quiero decir. Necesita forzosamente una coartada, así es que debió de preparar una. Además, digo yo: ¿empieza realmente su apellido con D o simplemente esa D es la inicial de un sobrenombre por el cual ella le conocía? —se detuvo un momento y luego dijo lentamente—: Un individuo cuyo nombre o apellido empieza con D. Tenemos que encontrarlo, Hastings, tenemos que encontrarlo a toda costa

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