Capítulo I



Una representación teatral

El público es sumamente olvidadizo. El asesinato de George Alfred Saint Vincent Marsh, cuarto barón de Edgware, que tan intensamente apasionó a la opinión, ha pasado ya al olvido y otros hechos posteriores han acaparado su interés.

Debo confesar que por expreso deseo de mi amigo Hércules Poirot no figuró su nombre en el suceso, ya que si intervino en él no fue por su propia voluntad. Los laureles, por tanto, se los llevaron los demás, como él quería, pues, desde su punto de vista, aquello constituyó uno de sus fracasos, ya que si consiguió ponerse, por fin, sobre la verdadera pista del criminal fue debido a sorprender en la calle cierta conversación que sostenían dos desconocidos.

De todos modos, lo cierto es que él fue quien descubrió al asesino.

Mi opinión personal coincide con la de mi amigo en que, aun no habiendo sido descubierto el culpable, es muy improbable que el crimen le hubiese servido a éste para lograr sus propósitos.

Y ahora creo que ha llegado el momento de explicar cuanto sé del suceso, diciendo también que al relatarlo cumplo los deseos de una de las mujeres más hermosas que he conocido. Me acordaré siempre del día en que Poirot, paseándose a grandes zancadas por la habitación de nuestra casa, nos contó lo ocurrido.

Mi relato empieza en un teatro de Londres, en el mes de junio del pasado año. Por entonces hacía furor la actriz teatral Charlotte Adams. El año anterior debutó con gran éxito y estuvo trabajando unos días. Pero al siguiente actuó durante tres semanas en uno de los más importantes teatros de la capital, siendo aquella noche la de su despedida.

Charlotte Adams era una muchacha norteamericana, de gran talento. Se presentaba en escena sola, sin maquillaje y sin ningún decorado. Su trabajo consistía en imitar a un sinfín de personalidades de todos los países. Hablaba con facilidad varios idiomas. Uno de los números de su repertorio, Una noche en un hotel extranjero, era realmente asombroso. Parodiaba, uno tras otro, a americanos, a turistas alemanes, a toda una familia inglesa de clase media, a muchachas de dudosa moralidad, a nobles rusos arruinados, sin omitir a los serviciales camareros.

Las escenas representadas, unas eran alegres y otras tristes, alternativamente. Por ejemplo, la Muerte de una mujer checoslovaca en un hospital ponía un nudo en la garganta de los espectadores; pero al poco rato se desternillaba uno de risa ante la amabilidad de un dentista con sus futuras víctimas.

La función se terminaba con lo que ella llamaba Algunas imitaciones, en las cuales estaba de nuevo maravillosa. Sin la menor caracterización, sus rasgos parecían deformarse para adquirir los de algún célebre político, o los de alguna actriz famosa, o los de alguna bella mundana. En cada caracterización empleaba la manera de hablar especial que el personaje requería, resultando maravillosamente exacta.

Una de sus últimas imitaciones fue la de Jane Wilkinson, inteligente artista norteamericana, célebre en Londres por su cálida voz. Yo había sido gran admirador suyo. Me entusiasmaban las interpretaciones que hacía de los personajes y muchas veces llegué a pelearme con quienes decían que de hermosa tenía mucho, pero de artista nada.

Jane Wilkinson era una de esas actrices que dejan el teatro al casarse, pero que a los pocos años vuelven a él.

Tres años antes habíase casado con el riquísimo, aunque algo excéntrico, lord Edgware. Corrieron rumores de que le abandonó al poco tiempo. Lo cierto fue que año y medio después del casamiento empezó a trabajar en los estudios cinematográficos de América, y que en aquella temporada interpretó algunas obras en Londres.

Uno de los gestos de Charlotte Adams, imitando a Jane Wilkinson, me hizo soltar una alegre carcajada, que fue seguida por otra que alguien lanzó a mi espalda. Me volví para ver quién era y me encontré ante la propia imitada, lady Edgware, más conocida por Jane Wilkinson.

Al terminar la representación, la actriz aplaudió calurosamente y, riéndose, se volvió hacia su acompañante, hombre de gran belleza física, belleza que recordaba algo de las estatuas griegas, y en quien reconocí a uno de los artistas más famosos de la pantalla, Bryan Martin, el héroe cinematográfico del momento. Él y Jane Wilkinson habían aparecido juntos en varias películas.

—Es maravilloso, ¿verdad? —decía lady Edgware. Él se echó a reír.

—Estás muy entusiasmada. Jane.

—Pero ¡si es estupenda! Lo hace mucho mejor de lo que yo creía.

Lo que ocurrió más tarde fue verdadera coincidencia.

Después del teatro, Poirot y yo fuimos a tomar algo al Savoy. En la mesa próxima a la nuestra estaban lady Edgware, Bryan Martin y otras dos personas que yo no conocía. Le hice notar a Poirot que estábamos al lado de lady Edgware. Mientras se lo estaba diciendo, otras dos personas, un hombre y una mujer, se sentaron en otra mesa cercana. El rostro de ella me era familiar, aunque de momento no pude recordar quién era. De pronto me di cuenta de que se trataba de Charlotte Adams. A su acompañante no le conocía. Era un joven alto, de rostro simpático, pero algo atontado.

—Le dije a Poirot quién era la recién llegada, y mi amigo miró hacia su mesa y también hacia la de Jane Wilkinson.

—¿Es esa lady Edgware? ¡Sí; ahora recuerdo!... La he visto trabajar alguna vez; es una belle femme.

—Y una gran actriz.

—Quizá.

—No parece muy convencido.

—Creo, amigo mío, que su triunfo es debido a los que la rodean; sí tiene el principal papel de la obra, si todos se mueven a su alrededor como sombras..., claro que puede destacarse; pero dudo que pudiese hacer un papel de los que se llaman de carácter. Además, la obra se escribe para ella. A mí me hace el efecto de que es una mujer egocéntrica —se detuvo un momento y luego añadió—: Las personas así corren en la vida un gran peligro.

—¿Un peligro?

—Por lo que veo, he usado una palabra que te sorprende, mon ami

y repitió—: Sí, peligro. Porque una mujer semejante no ve más que una cosa: su persona. Esas mujeres no se dan cuenta de las penas que existen, de los infinitos dolores que las rodean, de los conflictos de la vida No tienen presente más que sus propias preocupaciones. Y tarde o temprano..., un desastre.

Su apreciación era interesante, y me pregunté por qué no se me había ocurrido a mí pensar en ello.

—¿Y la otra, qué te parece?

—¿Miss Adams? —miró hacia su mesa—. Bien —dijo sonriendo—. ¿Qué quieres que te diga de ella?

—Pues lo que te parece.

—Mon cheri, ¿soy acaso esta noche un echador de la buenaventura, que lee en la palma de la mano el carácter?

—Lo harías mejor que muchos —dije.

—Hermosa fe la que tienes en mí, Hastings; cree que me emociona. Tú sabes, amigo mío, que cada individuo es un oscuro misterio, un laberinto de conflictos, pasiones, deseos y aptitudes. Mais oui, c'est vrai. Uno se forma una idea, hace un juicio; pero de diez veces, nueve está equivocado.

—Pero no Hércules Poirot.

—También Hércules Poirot. Ya sé que piensas que soy un vanidoso; sin embargo, yo te aseguro que soy sumamente humilde. Reí.

—¿Tú, humilde?

—Así es. Menos en lo que se refiere a mi bigote, lo confieso; porque he observado que no hay otro en Londres que se pueda comparar con él.

—Ya puedes estar seguro —dije secamente. Y añadí—: ¿No quieres decirme el juicio que te merece Charlotte Adams?

Elle est artíste —respondió Poirot sencillamente—. Esto es todo.

—Bueno; pero ¿no sabes si corre también algún peligro?

—Todos lo corremos —dijo Poirot con gravedad—. La desgracia pende siempre sobre nuestras cabezas. Y respecto a tu pregunta

—añadió—, te diré que me parece astuta y algo más. Supongo que te habrás fijado en que es judía, ¿verdad?

No me había fijado; pero al decírmelo él advertí, en efecto, en la artista rasgos de su ascendencia semítica.

—Eso es una ventaja, pero al mismo tiempo es un peligro.

—¿Qué quieres decir? ¿A qué te refieres?

—Al amor al dinero; porque el amor al dinero es lo que hace a veces olvidar la prudencia.

—Eso es general —dije yo.

—Cierto; pero, afortunadamente, a la mayoría de las personas, según por qué medio, no les interesa obtener dinero, mientras que para los judíos lo importante es el dinero, cueste lo que cueste el obtenerlo.

En aquel momento llamaron mi atención las cuatro personas sentadas en la mesa vecina.

—Me parece que has hecho una conquista, Poirot. La hermosa lady Edgware no te quita ojo.

—Sin duda le habrán dicho quién soy —dijo Poirot, aparentando modestia.

—Me parece que es por tu famoso bigote. Debe de estar asombrada de su belleza.

Poirot se lo acarició, sonriendo:

—Realmente, es único, amigo mío; «el cepillo de dientes», como tú dices, a veces causa efectos sorprendentes.

—¡Caramba! Lady Edgware se levanta, al parecer, con intención de hablarnos, Bryan Martin se opone, pero ella no le hace caso.

Jane Wilkinson se había levantado impetuosamente de su silla y venía hacia nosotros. Poirot se puso en pie y yo hice lo mismo.

—Es usted monsieur Hércules Poirot, ¿verdad? —preguntó con su armoniosa voz.

—Servidor de usted, señora

—Monsieur Poirot, deseo hablarle, necesito hablarle.

—Estoy a sus órdenes. ¿Quiere usted sentarse?

—No; aquí, no. Quisiera hablarle reservadamente... Podemos subir a mis habitaciones.

Bryan Martin se había acercado a nosotros y dijo, riendo:

—Espera un poco, Jane; ten en cuenta que estamos a medio cenar.

—¿Y eso qué importa, Bryan? Pueden subirnos la cena a mis habitaciones, ordénalo tú mismo y... Oye, Bryan...

Fue tras él y le dijo algo en voz baja. Mientras hablaban miraron varias veces hacia donde estaba Charlotte Adams, por lo que supuse que se ocupaban de ella.

Después, Jane vino hacia nosotros, radiante.

—Ahora ya podemos irnos arriba —dijo.

La idea de que nosotros podríamos no aceptar su invitación ni siquiera pasó por su cerebro.

—Ha sido una suerte que le viese a usted esta noche —dijo mientras nos dirigíamos al ascensor—. Parece mentira lo bien que me salen a mí las cosas. Estaba preocupada con lo que debía hacer, y de repente le veo a usted en la mesa próxima y me digo: «Monsieur Poirot me aconsejará» —se detuvo para decir al encargado del ascensor—: Segundo piso.

—Si en algo puedo serle útil... —empezó Poirot.

—Estoy segura de que usted puede serme de gran utilidad; he oído decir que usted es el hombre más maravilloso que existe. Yo creo que es el único que puede sacarme del enredo en que estoy.

Llegamos al segundo piso, y siguiendo el corredor se detuvo ante una de las habitaciones más lujosas del Savoy.

Abandonó sobre una de las sillas su blanco abrigo y se dejó caer en una butaca

—¡Oh! —exclamó—, de una manera u otra quiero verme libre de mi marido.

Загрузка...