Capítulo XIX



Una gran señora

La visita que recibimos la mañana siguiente fue para mí una de las cosas más sorprendentes de todo el caso.

Estaba en mi habitación, cuando entró Poirot y me dijo con ojos brillantes:

Mon ami, tenemos una visita.

—¿Quién es?

—La duquesa viuda de Merton.

—¡Qué cosa más rara! ¿Qué quiere?

—Si me acompañas, mon ami, te enterarás.

Me apresuré a hacerlo. Entramos juntos en la habitación donde aguardaba la duquesa. Era ésta una mujer pequeña, sin ser gruesa, de nariz enorme y mirada autocrática. A pesar de ir vestida de manera muy rara, tenía aire de gran señora. También me hizo la impresión de que poseía gran personalidad. Si su hijo era negativo, ella era positiva. Su energía era enorme. Sentía yo corno las olas de poder emanaban de su persona. No cabía la menor duda de que tal mujer domina-ría a cuantos estuvieran en contacto con ella.

Cogió los impertinentes y me estudió primero a mí, y luego, a mi compañero. Después le habló a éste. Su voz era clara y autoritaria, una voz acostumbrada a ordenar y a ser obedecida.

—¿Es usted monsieur Poirot? Mi amigo se inclinó.

—Para servirle, madame la duchesse.

Ella me miró.

—El señor es mi amigo, el capitán Hastings; me ayuda en todos los asuntos.

Los ojos de la duquesa reflejaban la duda. Luego inclinó la cabeza, asintiendo.

—He venido para consultar con usted un asunto muy delicado, monsieur Poirot. Desde luego, todo cuanto le diga ha de tener carácter confidencial.

—Perfectamente.

—Lady Yardly me ha hablado de usted; por la manera de hacerlo y

por la gratitud que expresaba, comprendí que es usted la única persona que puede ayudarme.

—Le aseguro que haré cuanto pueda, señora.

La duquesa aún dudaba. Al fin, con un esfuerzo, entró de lleno en el asunto, y lo hizo con tal sencillez, que me recordó a Jane Wilkinson.

Si Poirot se sorprendió, lo guardó para sí. La miró pensativamente y tardó un momento en contestar.

—¿Puede usted explicarme un poco más claramente lo que desea de mí, señora?

—No es cosa fácil. Presiento que ese matrimonio será un desastre. Arruinará la vida de mi hijo.

—¿Lo cree usted, señora?

—Estoy segura. Mi hijo tiene ideales muy altos. Conoce muy poco el mundo. No se ha fijado nunca en las jóvenes de su clase. Le han hecho siempre el efecto de cabezas vacías y frívolas. Pero esa mujer, que es realmente muy hermosa, hay que confesarlo, tiene el poder de esclavizar a los hombres. Ha embrujado a mi hijo. Yo supuse que el arrobamiento pasaría, pues, gracias a Dios, ella no era libre; pero ahora que su marido ha muerto... —y siguió como si se arrancase algo de dentro—: Tiene intención de casarse dentro de pocos meses. El hecho es que la vida de mi hijo está en peligro —y añadió perentoriamente—: Hay que impedirlo, monsieur Poirot

Poirot se encogió de hombros.

—No digo que no tenga usted razón, señora. Creo que ese casamiento no es conveniente. Pero ¿qué se puede hacer?

—Tiene usted que hacer algo.

Poirot negó lentamente con la cabeza.

—Sí, sí; usted puede ayudarme —continuó la duquesa.

—Dudo que se pueda hacer algo de provecho, señora. Su hijo se negará a escuchar nada en contra de esa mujer. Aunque tampoco creo que pueda decirse mucho en su contra. Dudo que en su pasado haya algún incidente desagradable que pueda servirnos. Ha sido muy cauta.

—Ya lo sé —dijo la duquesa ásperamente.

—¡Ah! Entonces, ¿ya ha hecho usted averiguaciones en ese sentido? Se sonrojó un poco bajo la aguda mirada de Poirot.

—Estoy dispuesta a hacerlo todo, monsieur Poirot, para salvar a mi hijo de ese matrimonio.

Y repitió enfáticamente la palabra «todo». Se detuvo un momento y luego siguió:

—No se asuste por dinero. Pídamelo que quiera, pero el casamiento debe impedirse. Es usted el único hombre que puede hacerlo.

Poirot movió lentamente la cabeza.

—No es cuestión de dinero, madame. No puedo hacer nada..., por una razón que quisiera poder explicarle. No veo que se pueda hacer nada. No puedo ayudarla, madame la duchesse. ¿No tomará usted a mal que le dé un consejo?

—¿Qué consejo?

—No se oponga usted a los deseos de su hijo. Tiene ya edad para obrar por sí mismo. Porque su gusto no es el de usted, no se obstine en creer que el de usted es el bueno. Si es una desgracia, acéptela. Esté dispuesta a ayudarle cuando lo necesite. No le obligue a ser su enemigo.

—Usted no entiende nada de esto.

Se puso en pie. Le temblaban los labios. Notábase su indignación.

—Sí, madame la duchesse; comprendo muy bien. Comprendo el corazón de una madre. Nadie mejor que Hércules Poirot lo comprende. Sin embargo, le digo a usted, con conocimiento de causa, que sea paciente. Sea paciente y serena y disfrace sus sentimientos. Hay todavía la esperanza de que el asunto se resuelva por sí mismo. La oposición sólo serviría para aumentar la obstinación de su hijo.

—Adiós, monsieur Poirot —dijo fríamente—. Me he llevado un desengaño.

—Siento mucho, señora, no poder hacer nada en su servicio. Estoy en una situación difícil. Lady Edgware me concedió, hace algún tiempo, el honor de consultarme.

—¡Ah, comprendo! —su voz era cortante como un cuchillo—. Está usted en el campo contrario. Esto explica que lady Edgware no haya sido detenida por haber asesinado a su marido.

Comment, madame la duchesse?

—Creo que ha oído usted perfectamente lo que he dicho. ¿Por qué no ha sido detenida? Estuvo allí aquella noche. La vieron entrar en la casa...; luego, en la biblioteca. Nadie más se acercó a él y fue hallado muerto. Y todavía no está arrestada. Nuestros policías están completamente corrompidos.

Con mano temblorosa se arrolló el chal al cuello, y con la despreocupación de un chiquillo, salió de la habitación.

—¡Caray! —dije—. ¡Qué mujer! De todas maneras, la admiro. ¿Y tú?

—¿Por qué quiere arreglarlo todo según su modo de pensar?

—Al fin y al cabo, lo único que ella quiere es salvar a su hijo. Poirot inclinó la cabeza.

—Eso es verdad, Hastings. ¿Tú crees que sería realmente tan malo para el duque casarse con Jane Wilkinson?

—¡Cómo! ¿No creerás que esté realmente enamorada de él?

—Seguramente, no; pero adora su posición. Se comportaría correctamente. Es una mujer que tiene tanto de ambiciosa como de bella, lo cual no significa una catástrofe. El duque pudiera haberse casado muy fácilmente con alguna muchacha de su misma clase que le hubiese aceptado por las mismas razones...; pero entonces nadie hubiera dicho ni una palabra.

—Eso es verdad, pero...

—Y supongamos que se case con una muchacha que le ame apasionadamente. ¿Es acaso esto gran ventaja? A menudo he observado que es una verdadera desgracia para un hombre casarse con una mujer que le adore. Le hace escenas de celos, le pone en ridículo, insiste en solicitar a cada momento toda su atención. ¡Ah, mon ami, no es un camino de rosas! La experiencia me lo hace decir.

—Poirot —dije—, eres un viejo cínico.

Mais non, mais non; sólo expongo algunas reflexiones. Fíjate que, en realidad, yo estoy de acuerdo con la excelente mamá.

No pude contener la risa al oír calificar así a la altiva duquesa. Poirot permaneció muy serio.

—No hay por qué reír. Todo esto es de la mayor importancia. Tengo que reflexionar, tengo que reflexionar mucho.

—No veo qué puedes hacer en ese asunto —dije. Poirot no me hizo caso.

—¿Te has fijado, Hastings, en lo bien informada que estaba la duquesa? ¡Y qué vengativa! Conoce todas las pruebas que hay en contra de Jane Wilkinson.

—Todas las que hay en contra; pero no las que hay a favor —dije sonriendo.

—¿Cómo se habrá enterado?

—Jane se lo habrá dicho al duque, y el duque a ella —sugerí.

—Sí, es posible.

El teléfono sonó estridentemente. Cogí el receptor. Mi única palabra fue «sí», a intervalos regulares. Al final, colgué el aparato y me volví, muy excitado, hacia Poirot:

—Era Japp. Primero, que eres, como de costumbre, el «mejor». Segundo, que tiene un cable de América. Tercero, que ha encontrado al chófer. Cuarto, otra vez que eres el «mejor» y que tuviste una inspiración genial al decir que había un hombre en todo esto. Me olvidé de contarle que habíamos tenido una visitante que dice que la Policía está corrompida desvergonzadamente.

—Conque, al fin, Japp está convencido, ¿verdad? —murmuró Poirot—. Es curioso que la teoría de haber un hombre en el asunto se confirme en el mismo momento en que me inclino por otra.

—¿Por cuál?

—Por la de que el motivo del asesinato de lord Edgware puede no tener nada que ver con lord Edgware mismo. Imagínate que alguien odie a Jane Wilkinson, que la odie tanto que desee verla ahorcada por asesinato... C'est une idee, ça —suspiró. Luego, levantándose, dijo—: Vamos, Hastings, vamos a oír lo que nos tiene que decir Japp.

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