QUINCE

Se reunió con Víctor y Thomas en el Venus Seafood in the Rough, un local especializado en almejas que había en la calle Sleeper, cerca del puente de la avenida del Norte, porque Thomas conocía a Susan Chused-Still, una de las socias del restaurante, que se autodenominaban «reinas de la almeja». Era evidente que Víctor y Thomas estaban muy afectados por los acontecimientos que habían tenido lugar aquella mañana, pero también se sentían hambrientos, de modo que pidieron almejas fritas y mazorcas de maíz.

Michael no tenía apetito, y le resultaba muy difícil mirar a Thomas a los ojos. No dejaba de recordar a Megan mientras se bajaba torpemente de la silla de ruedas hasta el suelo y se subía con dificultad la falda, con los ojos encendidos por una lujuria que ni siquiera le pertenecía a ella misma. Michael estuvo jugueteando con una cerveza y se comió unos cuantos puñados de almendras ahumadas, pero nada más.

– A Verna Latomba la ataron y torturaron de la misma forma que a Elaine Parker y Sissy O'Brien -comentaba Víctor-; sólo que en el caso de Verna no tuvieron tiempo de llegar demasiado lejos.

Thomas encendió un cigarrillo e intervino secamente:

– Lo que hemos podido deducir hasta el momento es que Ralph Brossard intentó llevar a cabo algún tipo de acción al estilo de Tarzán. Entró en el apartamento de Patrice Latomba colgado de una cuerda desde el balcón del apartamento que hay justo encima. Sólo Dios sabe por qué. Estaba suspendido de empleo por disparar contra el bebé de Latomba. Yo habría jurado que se mantendría bien lejos de la calle Seaver, y sobre todo de Patrice Latomba. Entró hasta la cocina, donde tenían atada a Verna sobre la mesa. Hemos llegado a esa conclusión, aunque no sabemos quién la ató ni por qué. Hubo varios testigos, pero todos ellos se habían largado. Quienquiera que hiciese aquello debió de torturarla, porque encontramos sangre en la mesa, que, en principio, parece pertenecer a Verna.

»Por lo visto, Brossard le disparó a uno de los secuestradores, porque toda la ventana estaba salpicada de sangre, y también había un orificio de bala, probablemente causado por un proyectil del 44, el arma del inspector Brossard. Había otra bala alojada en uno de los armarios de la cocina, también del 44, la cual mostraba considerables signos de aplastamiento y algunas muescas, como si hubiera atravesado un mueble blando o un cuerpo humano.

»Sin embargo, los únicos cadáveres que se han encontrado en el apartamento son el de Verna Latomba y el de Ralph Brossard. Verna había sufrido graves quemaduras en la cara causadas con el quemador de gas de la cocina, y luego le habían disparado a quemarropa con un 45; desde luego, no fue con el arma de Brossard. Éste tenía el brazo izquierdo severamente quemado. Al parecer, él fue el responsable de las quemaduras de Verna. Pero a él también le dispararon con un 45.

– Entonces, ¿qué supones que pasó? -le preguntó Michael al tiempo que tragaba unas almendras, con las que estuvo a punto de atragantarse.

– Que alguien obligó a Brossard a quemar a Verna y luego les disparó a los dos.

– Pero, ¿por qué? -quiso saber Michael-. ¿Cuál fue el móvil?

– ¿Quién sabe? Tal vez por venganza.

– ¿Venganza? ¿Venganza de qué? Comprendo que alguien le disparase al inspector Brossard por lo que le había hecho al bebé de Latomba. Comprendo también que alguien le disparase a Verna. Un antiguo amante, quizás; o un sureño vengativo. Pero, ¿quién iba a querer matarlos a los dos? ¿Por qué?

– Hay otra cosa que me preocupa -intervino Víctor-. ¿De quién es la sangre que encontramos en la ventana? No había la menor señal de que alguien transportara o arrastrara por la cocina un cuerpo envuelto en sangre, y tampoco se encontraron manchas de sangre en el cuarto de estar, ni en el rellano o en las escaleras. Y, sin embargo, quienquiera que fuese la persona a la que hirió Brossard, debía de tener una herida de bala de considerable importancia, y las posibilidades de restañar el flujo de sangre antes de salir del apartamento son prácticamente nulas.

Thomas expulsó el humo del cigarrillo por la nariz.

– Es muy extraño. Todo este puñetero asunto es condenadamente raro. Si yo no tuviera la seguridad de que es imposible, juraría que estamos viéndonoslas con zombis. La maldición de los muertos vivientes.

– Repíteme eso otra vez -le pidió Michael-. Lo de que fue el inspector Brossard quien quemó a Verna.

– Bueno -dijo Víctor-, tenía la mano izquierda quemada hasta el mismo hueso, y la mayor parte de la carne se había carbonizado. Tenía severamente quemado todo el antebrazo, y la piel se le había encogido y llenado de ampollas por toda la parte superior del brazo y por el hombro. También presentaba quemaduras de segundo grado en la axila y en la parte izquierda del torso, y quemaduras de primer grado en el lado izquierdo de la cara. A juzgar por las marcas entrecruzadas que tenía en la cara, a Verna la habían obligado a la fuerza a ponerse justo encima del quemador de gas, y la habían mantenido allí durante casi un minuto.

Michael se frotó lentamente la nuca. Tenía los músculos agarrotados y los hombros completamente rígidos. Ojalá Thomas no le dirigiera aquellas sonrisas de ánimo. Casi habría preferido que Thomas se hubiese mostrado enfadado con él. Así, por lo menos, habría tenido la sensación de que estaba recibiendo algún castigo por lo que había hecho.

– ¿Te has quemado alguna vez? -le preguntó a Thomas.

Thomas negó con la cabeza. Pero Víctor dijo:

– Ya sé adonde quieres ir a parar. Las quemaduras son increíblemente dolorosas. Son tan dolorosas que las víctimas a menudo suplican que las maten para no sufrir más.

Michael asintió.

– De modo que, ¿cómo lograron convencer esos misteriosos secuestradores al inspector Brossard para que sostuviera a Verna Latomba sobre el quemador de gas mientras su propia mano estaba consumiéndose por el fuego? No creo que eso sea posible ni siquiera apuntándole con una pistola a la cabeza. No habría podido soportar el dolor.

– A lo mejor lo sujetaron.

– No veo cómo. Cualquiera que lo hubiera obligado a tener la mano puesta sobre la cabeza de Verna Latomba mientras se quemaba también se habría quemado gravemente.

Thomas aplastó la colilla del cigarrillo e hizo un gesto de asentimiento.

– Tienes razón, desde luego. Así que, ¿cuál es tu teoría?

– Creo que es posible que lo hipnotizasen. Brossard pudo quemar a Verna Latomba estando bajo sugestión hipnótica.

– Tenía entendido que la hipnosis no puede obligar a la gente a hacer cosas que vayan en contra de sus principios. -Se volvió hacia Michael y añadió-: Si yo hubiera pensado que eso era posible, ¿crees que habría llevado a Megan a ver al doctor Loeffeer?

Aquello pretendía ser una broma, pero a Michael le produjo una horrible sensación en el estómago, como si hubiera pasado por un cambio de rasante a la velocidad máxima.

– Me temo que esa creencia -dijo Victor- de que no se puede obligar a las personas a hacerse daño a sí mismas, o a hacer algo que vaya en contra de sus principios y que no harían normalmente, es un mito. Una vez que uno está bajo hipnosis no siente el dolor. Se han realizado operaciones quirúrgicas de gran importancia a personas sometidas a hipnosis, sin anestesia de ningún tipo, y no han sentido nada.

– Pero apretar la cara de Verna Latomba contra el quemador de gas encendido…

– Puede que ni se diera cuenta de lo que era. Es posible que tuviera la sensación de que lo que estaba haciendo no era más que llevar a cabo una simple detención. O quizás algo completamente diferente. En realidad, todo depende de lo sugestionable que fuera Brossard.

Thomas consultó el reloj.

– Tengo que volver a la central. He convocado una conferencia de prensa a las tres en punto. Creo que ya va siendo hora de que se le cuenten al público todos los detalles espeluznantes de lo que les ocurrió a Elaine Parker y a Sissy O'Brien, y también a Joe… y a Ralph Brossard y Verna Latomba.

– ¿Vas a revelarlo todo? -quiso saber Victor.

Thomas asintió.

– No puede hacerle daño a nadie. Quiero decir que, ¿qué progresos hemos hecho? Absolutamente ninguno. Hemos estado guardándonos algunos de los detalles más extraños, como los agujeros de la espalda y lo del gato, por si con eso conseguíamos llevar a cabo alguna detención. Pero no nos han llevado a ninguna parte. Y por ahora, la única esperanza que tenemos es que alguien consiga recordar algún detalle que a simple vista parezca irrelevante y que nos sirva para relacionar todos estos homicidios. Como por ejemplo, ¿de dónde sacaron los tubos de metal para perforar las glándulas suprarrenales de las víctimas? ¿Dónde compraron el alambre? ¿A quién le desapareció el gato cuando Sissy O'Brien fue torturada?

– Muy bien -dijo Victor. Dio un trago y se acabó la cerveza-. Entonces ya te veremos más tarde.

Thomas cogió la cuenta. Sin embargo, antes de marcharse, se dio la vuelta para mirar a Michael y dijo:

– Esto de la hipnosis… ¿crees realmente que va a servirle de mucho a Megan?

Michael titubeó y luego se encogió de hombros.

– Supongo que será como cualquier otro tratamiento. Todo depende de la voluntad que tenga el paciente de mejorar. Pero… bueno, por lo que yo he visto, a Megan le sobra voluntad.

Thomas se quedó pensando unos instantes; luego levantó la mano, se despidió sin decir palabra y salió del restaurante.

En cuanto se hubo ido, Víctor le preguntó a Michael:

– Bueno… ¿qué te pasa? ¿Qué es lo que estás guardándote?

Michael sacó el sobre que Joe le había dejado con todas las fotografías de presidentes asesinados.

– No es que no me fíe de Thomas, pero quería que tú les echases un vistazo primero, para que así pudiéramos decidir qué vamos a hacer con ellas. Por mi parte estoy indeciso. Quiero decir que éste es un asunto terriblemente serio. No sé si quemar las fotografías y fingir que no las he visto nunca, o guardarlas y utilizarlas como prueba de que John O'Brien no murió accidentalmente, como tampoco murió accidentalmente Abraham Lincoln.

Víctor examinó las fotografías con una expresión serena en el rostro. Al final se quitó las gafas y las plegó.

– Esto puede significar dos cosas: o bien Joe Garboden padecía una paranoia en grado muy avanzado, o bien se trata del descubrimiento más devastador de la historia en los últimos doscientos años.

Michael asintió con semblante fúnebre.

– Ésa es exactamente la impresión que yo tengo. Pero no acabo de decidirme por ninguna de las dos cosas. Me da miedo pensar que Joe estuviera en lo cierto; pero también me da miedo que se equivocase y que yo pueda acabar como él, viendo extrañas conspiraciones por todas partes. ¡Mira esos tres que cruzan la calle juntos! ¡Es una conspiración!

Víctor se dio la vuelta, se puso las gafas, miró atentamente hacia la acera de enfrente y luego se echó a reír.

– No tenías manera de saberlo, pero esos tres trabajan para la oficina del forense de Boston. Así que, en efecto, creo que podría decirse que se trata de una especie de conspiración. Un club para almorzar, para comer almejas fritas y gambas de Misery Island y para hablar de seccionar hígados enfermos.

– Exactamente -dijo Michael-. Me has convencido. Pero estoy realmente preocupado. El caso O'Brien tiene toda clase de implicaciones extrañas que yo ni siquiera quiero comentar con Thomas, de tan raras como son.

Titubeando prolijamente, le contó a Victor todo sobre el trance hipnótico en el que Megan y él se habían sumido a sí mismos. Victor estuvo escuchándolo con la cabeza inclinada, de modo que Michael se dio cuenta de que empezaba a escasearle el pelo en la raya. Le explicó las sensaciones eróticas que el «señor Hillary» había despertado en él; y también le dijo que a Megan había debido de sucederle lo mismo. Pero no quiso llegar a explicarle que Megan y él habían hecho el amor, o que habían estado practicando el sexo, o lo que fuera aquello que habían hecho juntos en el suelo del apartamento de los Boyle. Todavía podía ver la cara de Megan ungida con el producto de su eyaculación, y notó que le ardían las mejillas de la vergüenza.

– ¿Crees que lo que visteis en el trance era real? -le preguntó Victor.

– El «señor Hillary» es real. Vimos su nombre en uno de los cuadernos del doctor Rice.

Victor se quedó pensando durante unos instantes y luego dijo:

– No sé. Me parece que estamos metiéndonos en camisa de once varas. La clave de todo este asunto radica en saber quién está tirando de las cuerdas. ¿Quién insistió para que los restos de la familia O'Brien fueran forzosamente al Hospital Central de Boston para que Raymond Moorpath se encargase de hacer las autopsias? ¿Quién le dijo a Raymond Moorpath cuáles tenían que ser los resultados de esas autopsias? ¿Quién le dio instrucciones a Hudson, el jefe de policía, y a Edgar Bedford para que aceptasen como buenos los descubrimientos de Raymond Moorpath?

– Quizás todo esto sea también obra del «señor Hillary» -sugirió Michael.

Victor hizo una mueca.

– Pero todavía no lo sabemos con certeza, ¿verdad? Yo me creo lo que tú dices haber visto en los trances, y, estoy seguro de que el «señor Hillary» existe realmente. Pero se podría dar el caso, muy fácilmente, de que el «señor Hillary» estuviera alterando tu percepción de lo que es verdad y lo que es fantasía, y que lo haga sólo para desembarazarse de ti. Ahora estamos en el mundo de la hipnosis, Michael. Estás volando en el asiento de tus pantalones sicológicos.

Michael miró el plato de almendras, medio vacío, que tenía delante y decidió no comer más.

– Escucha -le dijo a Víctor-. Creo que deberíamos hablar con Raymond Moorpath.

– ¿Crees que él estará dispuesto a hablar contigo?

– Bueno… Raymond se ha vuelto muy creído últimamente, está muy pagado de sí mismo. Pero él y yo nos conocemos desde hace bastantes años. A lo mejor quiere hablar conmigo, a lo mejor no. Pero vale la pena intentarlo.

– Intentas salvar al mundo, ¿no es eso?

– Eso es. Estoy intentando salvar al mundo. ¡Quiquiriquí!

Salieron del Venus Seafood y cruzaron la calle hacia el lugar donde estaba aparcado el coche de Michael. A aquella hora, justo después de la comida, hacía una temperatura sofocante y el calor se levantaba en rizos desde el asfalto como las olas transparentes de la marea al subir. No se fijaron en los dos jóvenes con gafas oscuras que estaban parados a la entrada del estrecho edificio de ladrillo situado enfrente. Tampoco se fijaron en el Lincoln de color bronce que arrancó el motor al mismo tiempo que ellos, tan sólo a tres coches de distancia, y se metió entre el tráfico hasta situarse detrás, y muy cerca, de ellos.

Víctor se quitó las gafas y se pellizcó con gesto de cansancio el puente de la nariz.

– Me da la impresión de haber estado despierto toda la vida -comentó.

Se dirigieron al Hospital Central de Boston y aparcaron en la zona reservada a los médicos. La entrada al ala de urgencias estaba abarrotada de ambulancias, coches de policía y gente que corría por todas partes. Michael detuvo a un guardia de cara delgada con un bigote caído a lo Wyatt Earp y le preguntó qué sucedía.

– Se ha organizado una verdadera batalla de mierda en la avenida Blue Hill. Ha habido siete heridos por metralleta. Tres policías han caído, y uno ha muerto con toda certeza.

Michael y Victor dieron la vuelta al hospital para entrar por la puerta principal; mientras lo hacían, llegaron tres ambulancias más, cuyas luces lanzaban destellos y cuyas sirenas ululaban. Cada vez más columnas de humo se elevaban al sur de la ciudad, y un olor a goma quemada flotaba en el aire. Los disturbios ya duraban casi una semana, y todos los días el humo se elevaba desde Roxbury. Y como la gente aprende rápidamente a adaptarse a cualquier situación, los habitantes de Boston apenas lo notaban ya, se ocupaban sólo de sus asuntos y dejaban que la mitad de su comunidad se quemase. Llámese adaptabilidad, llámese cinismo, pero, al fin y al cabo, no se trataba de su mitad.

De todos modos, causaba la sensación de que las cosas estaban empeorando en vez de mejorar, y de que los cimientos de la ciudad estaban empezando a removerse. Aquella mañana había aparecido el presidente en televisión, y a lo largo de la entrevista había estado hablando de «una acción fuerte y amplia… que lograra arrancar de raíz el terrorismo urbano… porque eso es lo que es esto, ni más ni menos».

Una vez en recepción solicitaron hablar con el doctor Moorpath. La agobiada recepcionista les pidió que esperasen, porque no sabía dónde se encontraba en aquellos momentos. No se hallaba en su despacho; quizás hubiese ido abajo, a patología. Se sentaron y estuvieron esperando durante casi diez minutos, hasta que Michael señaló hacia los ascensores con un gesto de la cabeza y le dijo a Víctor:

– Ya es hora de que emprendamos la acción por nuestra cuenta, mon ami.

La recepcionista, que estaba contestando dos llamadas telefónicas al mismo tiempo mientras intentaba explicarle a una enorme nigeriana cómo llegar al departamento de liposucción, ni siquiera los vio marcharse.

Subieron en el ascensor hasta el octavo piso y luego echaron a andar silenciosamente por el enmoquetado pasillo hasta llegar a la puerta 8202. Michael llamó con los nudillos a la puerta, aguardó un rato y después la abrió. El grandioso despacho se encontraba desierto, aunque todavía flotaba en el aire un fuerte olor a humo de puro y había un vaso medio vacío de whisky escocés en la mesa del doctor Moorpath.

– ¿Raymond? -llamó Michael. Luego entró y echó una ojeada a su alrededor.

– Vaya despacho -observó Víctor lanzando un silbido.

– Esto es lo que proporciona el ejercicio privado de la profesión -le indicó Michael. Se puso a examinar los papeles que había sobre el escritorio, pero no eran más que cálculos del coste de un juego nuevo de unidades de refrigeración para la conservación de restos humanos, una carta del Reader's Digest para recordarle al doctor Moorpath que debía renovar la suscripción, y una factura por la última puesta a punto del Porsche.

Estaban ya a punto de marcharse cuando un médico de enorme mandíbula y aspecto heleno llamó a la puerta y entró sin esperar respuesta.

– ¿Están buscando al doctor Moorpath? -les preguntó.

– Eso es. ¿Lo ha visto usted?

– Hace sólo dos o tres minutos, en el décimo piso. Probablemente siga todavía allí.

– Oh, gracias -le dijo Michael.

– Décimo piso -repitió el médico de aspecto heleno-. Eso es recuperación.

– ¿ Recuperación?

– Eso es. Donde van los pacientes para recuperarse después de las intervenciones quirúrgicas importantes.

– No parece lugar para el doctor Moorpath -observó Michael sonriendo-. Creía que a él sólo le interesaban los pacientes que ya no pueden recuperarse.

El médico se echó a reír bruscamente y puso una carpeta de papel manila verde en la mesa del doctor Moorpath.

– Sin embargo… hay un caso muy interesante que todos hemos ido a ver… un hombre que perdió los dos pies, que se amputó accidentalmente. Se los han reimplantado mediante microcirugía, y, desde luego, a todos nos fascina ver cómo transcurre la recuperación. El doctor Ausiello ha sido quien ha dirigido el equipo de cirujanos… es el mejor.

Como si se tratara de una pequeña y bien engrasada rueda de reloj, algo encajó dentro del cerebro de Michael. Era el doctor Rice quien había perdido los pies, era el doctor Rice quien había sido mutilado por los hombres de cara blanca. ¿Y el doctor Moorpath había ido a echar un vistazo? ¿El doctor Moorpath, el mismo que había asumido la responsabilidad del encubrimiento de los asesinatos ocurridos en el helicóptero de John O'Brien?

– Vamos -le indicó con urgencia a Víctor.

– ¿Qué? -le preguntó éste.

– ¡Vamos, eso es todo! ¡Puede que lleguemos demasiado tarde!

El médico se quedó parado, y los miró, muy confuso, mientras ellos salían corriendo hacia los ascensores. Michael apretó el botón de subida y luego estuvieron esperando rato y rato mientras los velocísimos ascensores pasaban de largo, o se detenían solamente los que iban hacia abajo y abrían las puertas mostrando una multitud de enfermeras charlatanas e internos de aspecto urbano. Por fin, al cabo de casi dos minutos de impaciente espera, se detuvo un ascensor que subía, sonó la campanilla y se abrieron las puertas. En su interior sólo había un único médico, ya mayor, que llevaba un traje con chaleco.

– ¿Han ido ustedes alguna vez al Famous Atlantic? -les preguntó sin que viniera a cuento mientras el ascensor subía hasta el décimo piso.

– No puedo decirle que sí -repuso Michael.

– Yo hoy he tomado schrod, y era realmente excelente. Traído directamente del muelle al plato. De la única manera que se puede encontrar pescado más fresco es nadando por el puerto con la boca abierta.

Las puertas del ascensor se abrieron y, antes de que el médico tuviese tiempo de abrir la boca, Michael y Victor ya habían salido. Echaron a correr por el pasillo hasta llegar al mostrador de recepción de la planta. A la luz de una lámpara fluorescente de escritorio, una enfermera rubia de pecho prominente y ataviada con una pequeña y coqueta cofia almidonada se encontraba leyendo el National Enquirer. El titular decía: «Nace un niño con cuatro piernas.» La enfermera levantó la vista y les dirigió una deslumbrante mirada con los ojos muy abiertos.

– ¿El doctor Rice? -le preguntó Michael-. Somos amigos suyos. Amigos íntimos.

– Lo siento -repuso la enfermera-. El doctor Rice no puede recibir visitas en estos momentos, ni siquiera de familiares. Acaba de salir de una importante operación y se encuentra todavía en un estado muy delicado.

– Pero algunos médicos han venido a verlo -insistió Michael.

– Bueno, claro. Los médicos son los médicos.

– Es que yo soy uno de sus pacientes.

– Lo siento, señor. Pero no puede verlo.

– Tengo que verlo. ¡El doctor Moorpath lo ha visto!

– Acabo de decírselo, señor. El doctor Moorpath es médico. Tiene derecho a verlo. No cree usted problemas o tendré que llamar a seguridad.

En aquel momento llegó un recadero con unas flores: irises, margaritas y lirios.

– ¿Rice? -preguntó.

– Habitación 1011 -le dijo la enfermera; y eso era todo lo que Michael necesitaba. Sin decir palabra se alejó corriendo del mostrador de recepción y empezó a avanzar por el pasillo, siguiendo el indicador que rezaba «1000-1020».

«¡Más rápido, por el amor de Dios, más rápido!» Dio la vuelta a la esquina del pasillo precipitadamente y allí estaba la puerta 1011, tan sólo a diez metros de distancia. El motivo por el que pudo ver el número con tanta claridad fue que la puerta se encontraba ligeramente entreabierta.

– ¡Señor! -le decía la enfermera-. ¡Señor! ¡No se puede entrar ahí!

Jadeando, Michael aminoró el paso y continuó caminando, aunque a toda prisa. Pero mientras lo hacía se abrió aún más la puerta de la habitación 1011 y Raymond Moorpath apareció por ella. Llevaba puesta una chaqueta de lana de color oscuro y un jersey de cuello alto del mismo color; el cabello, que solía llevar alisado y muy brillante, lo tenía ahora todo alborotado. Miró a Michael con una mezcla de sorpresa y desagrado.

– Doctor Moorpath -empezó a decir Michael. Pero en un extraño gesto de precaución, el doctor Moorpath se tapó la cara con la mano y echó a andar apresuradamente por el pasillo-. ¡Raymond, por amor de Dios! -le gritó Michael.

Víctor lo alcanzó.

– ¿Qué ha pasado?

– Raymond Moorpath. Ha actuado como un perro que hubiese robado el asado del domingo.

Víctor se asomó a la habitación 1011 y luego se volvió hacia Michael con una grave expresión reflejada en el rostro.

– Más bien como un patólogo que ha acabado con el doctor Rice.

Michael entró en la habitación. Era una de las más sofisticadas habitaciones de recuperación que existían en el Hospital Central de Boston; contaba con todos los equipos de asistencia y recuperación que cualquier persona pueda necesitar. El doctor Rice se encontraba tendido en la cama en el centro de la habitación, con una especie de jaula que le cubría las piernas. Estaba conectado a un gotero nasal y a un monitor que controlaba las constantes vitales. Tenía la cara de un color entre amarillo y gris. El monitor emitía un sonido, una especie de pitido, para avisar de que el pulso, la respiración y la actividad cerebral del doctor Rice habían cesado ya por completo, y de que la presión sanguínea iba descendiendo en picado de manera irremediable.

– Mierda -exclamó Michael. Se dio la vuelta con intención de salir en persecución del doctor Moorpath, pero se topó con dos médicos vestidos de azul, una enfermera y un guardia de seguridad del hospital.

– ¿Qué demonios sucede aquí? -exigió uno de los médicos-. ¿Quiénes son ustedes?

– ¡Víctor! -gritó Michael-. ¡Explícales quiénes somos y qué demonios estamos haciendo aquí!

El médico se echó hacia atrás sobresaltado. Michael le dio un empujón en el pecho con la mano plana, empujó asimismo con el hombro al guardia de seguridad y luego echó a correr por el pasillo tras el doctor Moorpath.

– ¡Alto! -le gritó el guardia de seguridad-. ¡Alto!

Pero Michael ya había llegado a la esquina del pasillo. Hizo una finta hacia la derecha, que a punto estuvo de hacerle tropezar con sus propios pies, y luego salió corriendo a toda velocidad pasillo adelante, jadeando a causa del esfuerzo. Los pies golpeaban con fuerza sobre la moqueta, las puertas vibraban a su paso, y también las luces. Alguien abrió una puerta justo cuando Michael pasaba ante ella y le gritó:

– ¡Eh!

Michael se hizo el razonamiento de que el doctor Moorpath no intentaría llegar al grupo principal de ascensores. Ello habría significado volver sobre sus propios pasos y correr el riesgo de que Víctor y él se hubieran separado con intención de acorralarlo uno por cada dirección.

Fue entonces cuando llegó a las escaleras de emergencia, cuya puerta, provista de un amortiguador neumático, estaba cerrándose justo en aquel momento.

Le dio un empujón a la puerta hasta abrirla de nuevo de par en par y se encontró en una escalera de cemento muy oscuro, cuya barandilla estaba pintada de azul. Se quedó inmóvil y se puso a escuchar; desde luego, podía oír con toda claridad cómo resonaban los pasos del doctor Moorpath al subir por las escaleras hasta el siguiente piso.

– ¡Raymond! -le gritó con la voz ronca de tanto correr-. ¡Raymond! ¡Tengo que hablar con usted! -No hubo respuesta. Sólo el sonido de los pasos del doctor Moorpath al subir cada vez más arriba por las escaleras-. ¡Maldita sea! -dijo Michael resoplando.

Pero no tenía donde elegir. Empezó a subir las escaleras de dos en dos, agarrándose a la barandilla para darse impulso. Pasó por el piso undécimo y luego por el duodécimo. Todavía podía oír las pisadas del doctor Moorpath, que debía de estar dos o tres pisos más arriba, aunque cada vez subía más despacio. Cuatro tramos de escaleras de veinticuatro peldaños cada uno eran ya bastante para una persona joven que estuviera en forma, pero el doctor Moorpath era un hombre de mediana edad y le sobraban veinte quilogramos de peso.

De repente, por encima de él, en lo más alto, Michael oyó un brusco traqueteo. Al mirar hacia arriba por el hueco de la escalera vio que la luz del sol entraba a raudales. El doctor Moorpath debía de haber llegado a la azotea, y debía de haber abierto la puerta de acceso. Michael siguió subiendo cada vez más aprisa por las escaleras, casi sin resuello y empapado de sudor frío, hasta que por fin llegó al último tramo.

Titubeó unos instantes. Las dos puertas de acceso estaban batiendo lentamente adelante y atrás movidas por el cálido viento de la tarde, de manera que el paralelogramo de luz de sol se balanceaba también adelante y atrás por las paredes de cemento del hueco de las escaleras. Michael vislumbró edificios, tejados y humo a través de ella. Pero no había la menor señal del doctor Moorpath. Quizás hubiera saltado ya del tejado. Pero el doctor Moorpath nunca había dado la impresión de ser el tipo de hombre que se suicida: era demasiado orgulloso, demasiado arrogante, estaba demasiado seguro de sí mismo. Lo más probable era que estuviera escondido detrás de las puertas, esperando allí para sorprender a Michael, golpearlo y dejarlo sin sentido.

– ¿Raymond? -llamó Michael-. Raymond, ¿me oye?

Las puertas seguían batiendo adelante y atrás, pero Michael no obtuvo respuesta. Se limpió con el pañuelo el sudor de la cara y luego se sonó la nariz. Notaba como si le hubieran frotado con Ajax los pulmones y los senos nasales.

Oyó sirenas a lo lejos y el profundo golpeteo de helicópteros volando. También oyó que se abría una puerta, bastante lejos por debajo de él, y voces distorsionadas de gente que gritaba. No pasaría mucho tiempo antes de que los guardias de seguridad averiguasen dónde se encontraba, y eso echaría a perder la oportunidad de hablar con el doctor Moorpath acerca de la autopsia de O'Brien; y del «señor Hillary»; y de los jóvenes de cara blanca. Eso por no mencionar la muerte del doctor Rice.

Lentamente, con cautela, aguzando el oído para poder oír el más leve ruido de pisadas, Michael subió el último tramo de escaleras hasta la azotea. Las puertas batían y golpeaban, y él alargó un pie y las detuvo con el talón. Podía salir con cautela a la azotea o dar un potente salto. Decidió que, en conjunto, un gran salto sería lo mejor. Por lo menos tendría la ventaja de la sorpresa.

Contó hasta tres… y no saltó. Luego contó otra vez hasta tres y saltó. En el mismo instante en que lo hacía, la puerta de la derecha batió hacia atrás movida por el viento y el pomo de empujar lo alcanzó en un codo, que le quedó entumecido a causa del fuerte golpe. Perdió por completo el equilibrio, resbaló, y se encontró rodando por la granulosa superficie negra de la azotea; al caer se rozó las dos manos y se rasgó las rodilleras de los pantalones: dos sietes, como un colegial.

Jadeante, presa del pánico, se puso en pie atropelladamente.

Miró a su alrededor, pero el doctor Moorpath no estaba acechando detrás de las puertas. Retrocedió un poco, con cautela, para poder mirar detrás de la caja del hueco de las escaleras, pero tampoco allí había el menor rastro del doctor Moorpath. Miró por encima del brocal hacia la parte trasera del hospital, situada dieciséis pisos más abajo, y vio que salía vapor de los ventiladores de la cocina, y que varías personas, diminutas por la distancia, caminaban por los senderos. Allí abajo tampoco había señales del doctor Moorpath ni ninguna otra cosa que indicase que la gente fuera corriendo a ver un cuerpo caído, de modo que debía de continuar aún allí, en la azotea.

Cojeando un poco, con el codo resentido todavía de dolor, Michael dio la vuelta alrededor de la caja de los ascensores, de la maquinaria del aire acondicionado y de los depósitos de agua, pintados de gris. Vio a lo lejos el brillo del sol, que se reflejaba en el interior del puerto, y el tráfico que cruzaba el puente de la avenida del Norte. Un murmullo animado y cálido se elevaba desde la ciudad, y a Michael le dio la impresión de que podía oír voces individuales: una mujer que llamaba a su perro en el parque Boston Common; un marido de pie ante la ventana de un apartamento en la calle Branch que le decía a su mujer que la quería; una chica en una cabina telefónica en Boylston que discutía con su novio.

Sin embargo, al sudeste, sobre el horizonte, el humo negro seguía saliendo hacia arriba, espeso y marrón, como el humo de los sueños incinerados.

Michael casi había completado una vuelta completa por la azotea cuando, al doblar la esquina de los depósitos de agua, se encontró con que allí estaba el doctor Moorpath. Michael estuvo a punto de gritar el nombre del médico, pero la voz se le murió en los labios.

El doctor Moorpath se hallaba de pie en lo alto del blasón esculpido en piedra que coronaba el brocal en el lado nordeste. Tenía los brazos extendidos, como para guardar el equilibrio o simular una crucifixión. Tenía los pies situados al mismo borde del blasón, y por debajo de él no había nada más que una caída de cien metros hasta los curvados peldaños de piedra que había a la entrada de la puerta principal del hospital. Le daba la espalda a Michael, y se había puesto de cara al viento. Los faldones de la chaqueta revoloteaban y se retorcían.

Michael se acercó en silencio hasta donde se atrevió. En cuanto se percató de que el doctor Moorpath era consciente de su presencia, se detuvo.

– Raymond -dijo intentando que su voz tuviera un tono de ánimo-. No irá usted a hacer una insensatez, ¿verdad, Raymond?

Al principio, el doctor Moorpath no contestó, pero inclinó la cabeza. Luego repuso:

– ¿De qué sirve vivir, Michael, si de vez en cuando no podemos concedernos alguna insensatez?

– He venido para hablar con usted -le dijo Michael.

– Pues realmente has ido a elegir un buen momento. Dos o tres segundos más tarde y nadie se habría enterado.

– ¿Quiere decir que usted lo ha matado? ¿Ha matado de verdad al doctor Rice?

El doctor Moorpath no se dignó darse la vuelta para mirarlo.

– Digamos que lo he salvado de algo mucho peor.

– No comprendo.

– Quinientos miligramos de cloruro potásico han detenido su corazón casi instantáneamente. Eso es mejor que meses de tortura, ¿no te parece? Meses de tortura con esos pegajosos jóvenes chupándote la mismísima alma.

– Entonces, ¿usted lo sabe todo sobre ellos? ¿Sabe usted quiénes son? -El doctor Moorpath no respondió-. Ellos asesinaron a John O'Brien, ¿verdad? -le dijo Michael-. Vi las fotografías. -El doctor Moorpath continuaba sin decir nada-. Dígame si ellos asesinaron a John O'Brien -insistió Michael-. El doctor Rice hipnotizó a Frank Coward, y éste hizo caer el helicóptero en Sagamore Point. Eso es lo que sucedió, ¿verdad? Y por eso querían matar al doctor Rice, para que no pudiera decirle a nadie cómo lo habían hecho.

– Puesto que sabes tanto al respecto, ¿por qué me lo preguntas? -le dijo el doctor Moorpath-. ¿Por qué no vas directamente a ver a Edgar Bedford o al jefe de policía Hudson? ¿Por qué no vas directamente a la oficina del fiscal del distrito, o a ver a su señoría el alcalde? Habla con el Globe, o con el Herald, o con las emisoras de televisión.

Michael esperaba que el doctor Moorpath dijera algo más, pero no fue así. En vez de ello permaneció en equilibrio sobre aquellos quince centímetros de piedra arenisca, con los brazos en cruz, como una gruesa torre de ajedrez negra.

Pero lo que el doctor Moorpath le había dado a entender era ya suficientemente espantoso. Con una terrible sensación de frialdad, Michael se dio cuenta de que no serviría absolutamente de nada hablar con Edgar Bedford acerca del «señor Hillary» y de los hombres de cara blanca; ni con el jefe de policía, ni con el fiscal del distrito, ni con el alcalde, ni con los medios de comunicación.

En realidad, si trataba de llegar más lejos en la investigación del asesinato de John O'Brien entonces, probablemente estaría poniéndose a sí mismo en lo que Plymouth Insurance solía denominar «una posición calculada y premeditada de extremo peligro». En otras palabras, sus oportunidades de supervivencia serían tan reducidas que nadie querría acceder a hacerle un seguro.

Lo que el doctor Moorpath estaba diciéndole era que Joe Garboden había estado acertado en sus suposiciones, y que aquellos hombres de cara blanca tenían una influencia que iba mucho más allá de lo imaginable. Ellos susurraban al oído de todas las personas importantes, recompensaban a quienes merecían su aprobación, y eran capaces de cualquier cosa para librarse de aquellos que los disgustaban.

– Raymond -le rogó Michael-, tiene usted que decirme quiénes son esos hombres.

El doctor Moorpath hizo un ligero gesto de negación con la cabeza.

– No. Yo no voy a hacerlo, Michael. Y, créeme, será mejor para ti que no lo sepas.

– ¿No va a bajar de ahí?

– ¿Para qué?

– Nadie va a hacerle daño, Raymond. Y si es cierto lo que dice de la oficina del fiscal del distrito, ni siquiera van a procesarlo, ¿no es cierto?

– No he hecho lo que me dijeron que hiciera -le confesó el doctor Moorpath-. He interferido.

– ¿Y qué? ¿Qué pueden hacerle?

– ¿Qué te parece lo que le hicieron a Elaine Parker? ¿Y lo que le hicieron a Sissy O'Brien? ¿Y lo que le han hecho a tu amigo Joe Garboden? Créeme, Michael, ahora van a por mí, y es mejor que acabe de este modo, con gran diferencia. -Se acercó cautelosamente un par de centímetros más hacia el borde del blasón. Después levantó la cara hacia el cielo-. Me han enseñado algo que yo no creía posible -continuó diciendo-. Me han mostrado el poder del aura humana en toda su gloria.

– ¿Se refiere a la hipnosis? ¿Es de eso de lo que está hablando, de hipnosis?

– La hipnosis no es más que el comienzo. La hipnosis es sólo el camino para entrar, como el agujero del zócalo por donde se escurren los ratones para descubrir las maravillosas riquezas de la despensa. El aura humana es mágica, infinita, pasmosa… y aquellos que aprenden a utilizarla pueden llegar a dominar hasta la mismísima sustancia de la vida.

El doctor Moorpath estaba ya casi histérico. Michael le tendió una mano con cautela y le dijo:

– Vamos, Raymond… baje de ahí. Quiero que me cuente más cosas, necesito saberlas. Pero, francamente, no puedo hacerlo mientras esté usted ahí tambaleándose al borde.

El doctor Moorpath volvió la cabeza y miró fijamente a Michael por encima del hombro derecho. Tenía una expresión en la cara que ponía los pelos de punta. Los ojos miraban fijamente y tenía los músculos de la mandíbula apretados con tanta fuerza que parecía que iba a hacer explosión desde dentro.

– ¡Mira! -dijo.

Dio un paso fuera del blasón y se puso a caminar. Dio largos pasos por el aire con dificultad… elevándose cada vez más desde el brocal de la azotea, como un hombre que intentase avanzar en medio de una ventisca.

Michael era incapaz de moverse. No podía creer lo que estaban viendo sus ojos. Pero allí, a unos tres metros de distancia, cada vez más lejos y más arriba, el doctor Moorpath seguía avanzando despacio pero sin pausa e iba alejándose de él… a dieciséis pisos por encima del suelo.

Michael no era capaz de llamarlo, no era capaz ni de hablar. Estaba aterrado y presa de la emoción al mismo tiempo.

El doctor Moorpath no miró hacia atrás, pero arqueó más los hombros. Daba la impresión de que le resultase cada vez más difícil avanzar. Empezó a moverse hacia adelante más lentamente, y una o dos veces se tambaleó. Se encontraba ya a casi diez metros de distancia de las paredes del hospital, y a unos tres metros por encima del nivel de la azotea. Michael vio un destello de luz rosada que zigzagueaba por la espalda del doctor Moorpath, el mismo destello que había visto cuando el doctor Rice lo hipnotizara a él. Su cuerpo etéreo, su aura. Y a medida que el doctor Moorpath luchaba por subir cada vez más alto, el destello se hacía más brillante y más frecuente, hasta que toda aquella voluminosa silueta negra se vio rodeada por deslumbrantes y danzarines estallidos de energía.

Levantó una pierna, y titubeó; luego levantó la otra… y titubeó un poco más.

Delgadas columnas de humo empezaron a salirle por la parte de atrás de la chaqueta.

Levantó la mano izquierda, como si estuviera intentando aferrarse al suelo en una empinada cuesta. Una cegadora luz amarilla le salió violentamente de la manga, y el humo empezó a manarle de las muñecas como si fuera sangre. Levantó la mano derecha y se impulsó un poco más arriba, pero estaba claro que no podría seguir aguantando aquella escalada en el aire durante mucho más tiempo.

Hubo un momento en que quedó colgado en el aire, agarrándose desesperadamente a la nada, mientras de la ropa le salía humo negro. Luego empezó a gritar una y otra vez, y el fuego lo engulló de pies a cabeza. Se oyó un chisporroteo semejante al de los fuegos artificiales, hubo una densa lluvia de chispas, y el doctor Moorpath empezó a dar vueltas y vueltas, con la boca abierta de un modo imposible, sin dejar de rugir por el sufrimiento.

Durante unos instantes, Michael pensó que el doctor Moorpath no llegaría a caer, que seguiría dando vueltas en el aire hasta que el fuego lo consumiera del todo. Algunos fragmentos de ropa quemada cayeron de los hombros del doctor Moorpath y grasa llameante salió escupida de sus pies, que no paraban de patalear. Pero de pronto se hundió de lado y cayó. Michael dio tres rígidos pasos hacia el borde del brocal y lo miró mientras caía dando volteretas, hasta que fue a dar contra el suelo como un saco de ardientes cenizas de barbacoa.

Michael seguía de pie junto al brocal mirando cómo ardía cuando apareció Victor seguido de los guardias de seguridad.

– Jesús -exclamó Victor mirando hacia abajo, a la multitud y las cenizas esparcidas-. ¿Qué demonios ha sucedido?

– Se prendió fuego a sí mismo -le dijo Michael sombríamente-. Saltó. Lo mismo que aquellos estudiantes japoneses que se suicidaban, ¿te acuerdas? Lo dijeron en las noticias.

Victor le puso a Michael una mano en el hombro.

– ¿Tú estás bien?

– Desde luego -repuso Michael, aunque se sentía totalmente vacío, totalmente plano, como si estuviera por última vez en una casa de la que fuera a marcharse para siempre. Sin muebles, sin alfombras, sin teléfono y, sorprendentemente, sin recuerdos.

Victor echó una rápida ojeada hacia abajo, hacia donde se encontraba el humeante cuerpo del doctor Moorpath; luego levantó la mirada hacia el brocal.

– ¿Desde dónde saltó? -le preguntó a Michael.

Éste le indicó el lugar con un gesto de la cabeza.

– Desde lo alto de ese blasón. Ya estaba allí subido cuando yo llegué. Estuve hablando con él. Le pedí que bajase, pero no he podido hacer nada.

Víctor miró una vez más hacia el cuerpo que yacía abajo.

– ¿Estaba de pie en lo alto de ese blasón? ¿Y cómo es posible que haya saltado toda esa distancia hasta allí? Venga, Michael, por lo menos hay…

– ¿Sí? -le interrumpió Michael.

Y miró fijamente, con intención, a Víctor; y después, sin mover los labios, le susurró: «Más tarde»; intentaba hacerle ver que no quería hablar de lo que le había ocurrido al doctor Moorpath delante de aquellos dos guardias de seguridad.

– Oh -dijo Víctor a la vez que volvía a mirar hacia el suelo-. Ya sé lo que quieres decir.

Dos sanitarios, que desde allí arriba parecían tener el tamaño de dos muñecos, hacían rodar apresuradamente una camilla hacia el lugar donde había caído el doctor Moorpath. Los guardias les dijeron a Michael y a Victor:

– Vosotros dos, muchachotes, venga. La policía querrá hablar con vosotros.

– Escuche, amigo -les dijo Victor-. Usted no tiene por qué llamarnos muchachotes. Usted nos llama «señor» a mi amigo y «doctor» a mí.

El guardia de seguridad dejó escapar un prolongado suspiro, como si en realidad aquello le importase una mierda.

– Venga, entonces, doctor y señor. Los polis están esperando para hablar con vosotros dos, muchachotes, ahí abajo.

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