TRES

La mañana acababa de empezar a templarse. El teniente Thomas J. Boyle salió del Caprice nuevo de color arce oscuro y limpió unas huellas del techo frotando con el puño del abrigo. Cruzó la acera y se hurgó los bolsillos en busca de cigarrillos cuando recordó que se los había dejado sobre la mesilla de noche. El sargento David Jahnke estaba esperándolo a la puerta del viejo edificio de piedra rojiza; iba vestido con una cazadora de algodón y se parecía más a Michael Douglas en Las calles de San Francisco de lo que cualquier sargento tenía derecho a parecerse. Le ofreció a Thomas un Winston; Thomas lo cogió sin dirigirle siquiera una mirada y sin decir palabra. David se lo encendió y esperó a que el otro hablase.

La puerta de la casa estaba abierta, y Thomas vio el papel de la pared del recibidor, que tenía un estampado marrón, y seis o siete láminas enmarcadas colgadas de la misma, aunque la luz se reflejaba en el cristal y no permitía que distinguiera qué representaban.

Expulsó un delgado caudal de humo y miró a su alrededor. Ya habían llegado tres coches patrulla y una ambulancia, que estaban estacionados cuidadosamente junto al bordillo. Aquella forma tan ordenada de estacionar significaba que ya había habido muertos. Resultaba inútil frenar produciendo chirridos a la puerta de la casa, detenerse de cualquier manera y entrar corriendo con un equipo de socorro y las armas desenfundadas por si hubiera problemas.

– Bonita zona -comentó Thomas-. A una manzana de los Public Gardens. ¿De qué estamos hablando? ¿De una propiedad de novecientos mil?

David se encogió de hombros.

– No es mi tipo.

– Estoy pidiéndote que tases la casa, idiota, no que te la compres.

De una forma casi inconsciente, David se pasó la mano por el pelo peinado hacia atrás.

– Milt Jaworski está dentro, si quiere echar un vistazo.

– Dentro de un rato. Cuéntamelo todo.

David sacó el cuaderno y comenzó a pasar las páginas con rapidez. Se detuvo, pasó una página adelante y luego dos páginas atrás. Entonces dijo:

– Vale, aquí está. Hembra caucásica, de unos veinte años. Rubia, de ojos azules, sin marcas de nacimiento. La encontraron boca abajo sobre una cama turca en el dormitorio, atada de pies y manos con alambre, lo que le ha causado graves laceraciones en las muñecas y en los tobillos. Tenía graves contusiones por todo el cuerpo, incluidas unas marcas semejantes a huellas dactilares y otras que parecían quemaduras de cigarrillo; también presenta otras quemaduras causadas por atizadores o hierros de marcar ganado. La cama turca estaba totalmente manchada de sangre y orina.

Thomas aspiró humo del cigarrillo y lo exhaló por la nariz. Odiaba fumar, deseaba ser capaz de no hacerlo. Otros oficiales podían afrontar toda la sangre y olores que hicieran falta, todo el caos de la vida humana, y no necesitaban recurrir al alcohol, al Marlboro ni al crack. Pero Thomas necesitaba una muleta de aquéllas. Necesitaba hacer algo obvio, demostrar que su sique estaba afectada por lo que hacía; y fumar era lo menos peligroso que se le ocurría. Todavía recordaba a su madre agonizando en una sala de cancerosos, hinchada, amarilla y estremeciéndose de dolor. Y cada mañana, Thomas se prometía a sí mismo que fumaría menos. Pero cada mañana lo llamaban de nuevo para ir a mirar víctimas a las que habían disparado, familias quemadas por el fuego o niños muertos y violados. Y, ¿qué otra cosa podía hacer él más que encender otro cigarrillo?

Tenía cuarenta y cuatro años, de manera que ya estaba próximo a la edad de la jubilación. Era un hombre atractivo aunque de un modo desmadejado, y lucía unas cejas muy pobladas, al estilo de Abraham Lincoln. Pero resultaba excesivamente alto, casi un metro noventa y cinco, y aquella estatura le había afectado toda la vida. En el colegio lo había convertido en el blanco de los fanfarrones más despiadados, y en objeto de chistes. Sin embargo, en los primeros años en que había prestado servicio en la. policía de Boston, le había proporcionado respeto y le había ayudado a ascender. Había sido un joven decidido y físicamente imponente. Pero al llegar a la edad madura, aquella estatura lo había convertido en una especie de dinosaurio, fácilmente reconocible por sus jóvenes y agresivos oponentes, tanto policías como políticos, fácilmente localizable por la prensa y también fácilmente localizable por los criminales de Boston. Kevin Cato, que dirigía uno de los más provechosos negocios fraudulentos de importación y exportación desde Rockland a Marblehead, lo llamaba Jirafa.

A veces, Megan le tomaba el pelo y lo llamaba también Jirafa. Megan era su esposa, una irlandesa de Boston de poco más de un metro sesenta de estatura, menuda, morena y vivaracha a pesar de su desgracia. Thomas nunca le demostró que ello le preocupara. Pero algún día alguien diría: «Que venga el Jirafa», y ahí acabaría todo. Neumáticos chirriando sobre Haverhill and Causeway, o abajo, junto al puerto, disparos, el cemento frío de la acera y la oscuridad creciente, y contemplar cómo la sangre de su propia vida se le escapaba del cuerpo.

Thomas dio una última y tensa chupada al cigarrillo y después dijo:

– ¿Alguna identificación? ¿Una cartera, tarjetas de crédito, algo así?

David negó con la cabeza.

– Nada de nada. Y, al decir eso, quiero decir nada de nada. Nada de ropa, ni joyas, ni cosméticos, ni peine, ni cepillo de dientes. Nada. Esta chica estaba totalmente desnuda, en el más amplio sentido de la palabra.

– ¿Has hablado con los vecinos?

– Oh, desde luego. Con los Dallen, que viven a este lado, y con los Gifford, que viven al otro.

– Y no vieron nada. Ni oyeron nada.

David asintió con la cabeza. La calle Byron era una de esas calles donde la gente va y viene y se ocupa solamente de sus propios asuntos; donde nadie admitiría la violencia doméstica, ni los gritos, ni ninguna clase de escándalo. Las únicas ocasiones en que los habitantes de la calle Byron llamaban a la policía era cuando necesitaban el informe de algún atraco para la compañía de seguros, o bien si estaba celebrándose alguna fiesta ruidosa a altas horas de la noche.

– ¿Quiere echar un vistazo? -le preguntó David.

– Oh… claro -convino Thomas-. ¿Quién dio el aviso?

David volvió a pasar las hojas del cuaderno.

– La señora Anna Krasilovsky, de la compañía inmobiliaria. Los inquilinos no habían pagado el alquiler desde hacía dos meses, por lo que se acercó para ver qué sucedía. No contestaron al timbre de la puerta, y el teléfono estaba desconectado. Así que usó la llave maestra. Notó cierto olor y subió a la planta superior. Y allí se la encontró.

– ¿Habéis hablado con la señora…?

– Krasilovsky. Sí, desde luego. Están atendiéndola por la impresión sufrida. Pero todo lo que dice encaja.

– ¿Qué sabemos de los inquilinos?

– Es un tal James T. Honeyman, doctor en medicina dental y especialista en cirugía dental; y la señora Honeyman. Por lo visto, el doctor Honeyman quería el local para poner una consulta de cirugía de implantes.

– ¿De dónde eran?

– Todavía estamos comprobando sus antecedentes. Pero los archivos de la inmobiliaria muestran que la dirección original que dieron como permanente está en la urbanización Hawk-Salt-Ash, en Plymouth, Vermont.

– Qué raro -observó Thomas-. ¿Quién, viviendo en Plymouth, Vermont, pone una consulta en Boston?

– Estamos esperando un informe de Plymouth para dentro de una hora aproximadamente -le dijo David con intención de tranquilizarlo-. Mi opinión es que se trata de una dirección falsa. Pero, ya sabe, tenemos que confirmarlo.

– Oh, ¿crees que es una dirección falsa? -le preguntó Thomas con sarcasmo-. A lo mejor eres inspector ya.

Sabía, sin embargo, que el momento más temible y espeluznante había llegado; y tenía que hacerle frente. El porqué de haberse decidido por una carrera en el departamento de Homicidios cuando ni siquiera podía soportar mirar un ciervo atropellado en un camino rural, nunca podría explicarlo. Quizás se había imaginado que no sería más turbador que el Cluedo o leer una novela de Sherlock Holmes. En realidad no se acordaba. Pero había días en que llegaba a casa de la central de policía y se quedaba de pie bajo la ducha con los ojos fuertemente cerrados durante veinte minutos seguidos, intentando quitarse con el agua el olor a muerte e intentando olvidar el ciego y sangriento retorcerse de los gusanos.

Siguió a David escaleras arriba y entraron por la puerta principal, que estaba abierta. Pudo notar el olor a muerte en el mismo momento en que ponía el pie en el vestíbulo. Una joven agente de policía, con la cara pálida, pasó a su lado y le dio un empujón con el hombro. Thomas no le dijo nada, no la reprendió como lo habría hecho si ella le hubiera dado el mismo empujón en el edificio que albergaba la central de policía. En vez de eso, estuvo mirándola mientras ella se alejaba a toda prisa y baiaba los escalones con una mano apretada contra la boca. «Mierda pensó Thomas-, éste va a ser un caso malo de verdad.»

Por aquí, señor -le indicó David.

Pero Thomas repuso:

– Espera.

Estaba observando los cuadros enmarcados del vestíbulo, en parte porque quería posponer el momento de enfrentarse con el finado, y en parte porque siempre le había parecido que los cuadros de los demás resultaban de lo más reveladores. Cualquiera tenía que considerar que una fotografía era muy significativa para él antes de decidirse a enmarcarla y colgarla en la pared. A veces no se daban cuenta de hasta qué punto la elección de fotografías que llevaban a cabo los traicionaba. En especial los desnudos. Y éstas eran todas desnudos: fotografías de desnudos en sepia o en blanco y negro de las épocas victoriana, eduardiana y de los años veinte; desnudos de anchas caderas, cutis pálidos, coquetas y, en cierto modo, provocativas. Sólo una de las fotografías era diferente: un curioso grabado en el que se veían hombres y mujeres, formalmente vestidos, de pie alrededor de una mesa, que estaba cubierta por un pesado tapete de damasco. En el centro de la mesa, yacía una cosa pequeña, oscura y enroscada, que hubiera podido ser un feto humano; pero el cristal de la fotografía estaba mugriento y era imposible saberlo con certeza.

– ¿Qué te parece que es eso? -le preguntó Thomas a David.

Éste, evidentemente, no se había fijado antes en él. Se inclinó hacia adelante y lo observó atentamente.

– No sé… ¿algún tipo de tubérculo o de raíz seca?

– En ese caso, ¿por qué esas personas están mirándolo con tanta atención? Quiero decir, ¿qué es lo que tenemos aquí, el Club del Nabo Gallego de América o qué?

David lo miró y dijo con aspecto desgraciado:

– Pues no lo sé, señor. Lo siento.

– Mi puñetero culo, eso sí que es un tubérculo -se mofó con desdén Thomas.

Azorado, David volvió a mirar rápidamente el cuadro. También podría ser un pájaro muerto. Oh, ya lo creo. Y también podría ser un bizcocho rancio, o podría ser el peluquín de alguien, por el amor de Dios. O cien gramos de queso Linmurgues al que le ha salido pelo.

No lo sé, teniente -reconoció David intentando que el tono de su voz pareciera equilibrado y razonable-. Lo que usted suponga es tan bueno como lo que suponga yo.

Thomas miró en torno a él, a las demás fotografías.

– No quiero suposiciones, David, y, desde luego, no quiero suposiciones que sean solamente tan buenas como las mías. Quiero un buen trabajo de investigación, un trabajo constructivo. Quiero análisis. -David se puso a examinar de nuevo las fotografías, pero por su aspecto se adivinaba que seguía sintiéndose desgraciado-. ¿Qué te dicen estas fotografías? -le preguntó en tono exigente-. Míralas, David. ¿Qué es lo que dicen? ¡Dicen algo! ¿Qué están diciendo? Vamos, David, están diciendo… -Thomas trazó varios círculos en el aire con la mano, como si quisiera sacar las palabras de la laringe de David-. Vamos, están diciéndote algo tan claro como el agua y tan sencillo como el campo.

David se aclaró la garganta.

– Están diciéndome que quienquiera que las pusiera en la pared probablemente era heterosexual.

Thomas juntó las manos dando una palmada al hacerlo.

– ¡Erróneo! ¡Está dando por supuesto que quienquiera que las pusiera ahí era varón! ¡A lo mejor las colgó una mujer!

– Entonces, ¿qué tienen que decirme? -le preguntó David, que empezaba a sentirse considerablemente incómodo.

Thomas descolgó una fotografía de la pared, le dio la vuelta y leyó la etiqueta de enmarcado en el reverso. Volvió a colgarla y luego comprobó las demás.

– Yo voy a explicarte qué te dicen. Te dicen que las enmarcaron en un establecimiento local, aquí, en Chestnut Hill. Y te dicen, también, que las enmarcaron todas a la vez, cosa que puede significar que el que las colgó en esta casa simplemente era un decorador y que, por tanto, pertenecen a la propia compañía inmobiliaria y no al doctor Honeyman ni a su esposa. También están diciéndote que a quienquiera que las colgara seguramente le gustaba la carne con patatas. Fíjate en esto, estamos hablando de mujeres realmente abundantes. ¿Se te ha ocurrido preguntarle a la señora Krovilavsky si estas fotografías las pusieron los inquilinos anteriores o si pertenecen a la compañía inmobiliaria?

– Señora Krasilovsky, señor. No Krovilavsky.

– Da igual. Y no, no se lo has preguntado, ¿verdad?

– No, señor. No se me ocurrió.

Thomas levantó un dedo en el aire.

– Siempre que en una investigación intervenga algún elemento sexual, pregunta. El sexo constituye un motivo por sí mismo __Volvió a examinar atentamente las fotografías-, especialmente cuando alguien tiene unos gustos sexuales tan excéntricos como éstos.

Todavía estaba examinando la fotografía del grupo que se hallaba en pie en torno a la mesa cuando el inspector Jaworski bajó las escaleras procedente del dormitorio. El inspector Jaworski era un hombre bajo y corpulento, con el pelo rubio, semejante a la felpa, cortado a cepillo, y unos ojos tan pequeños como dos escarpias de acero clavadas a un rábano. Lo habían trasladado a Homicidios hacía tan sólo cinco semanas. Se le veía grisáceo y sudoroso, y no hacía más que tragar saliva.

¿Qué cree usted que es esto? -le preguntó Thomas señalando el objeto peludo que aparecía sobre la mesa del grabado.

El inspector Jaworski lo examinó sin ningún entusiasmo.

No podría decirlo, señor -repuso al tiempo que negaba con la cabeza.

– ¿Animal, vegetal o mineral?

– De veras no lo sé, señor. Nunca antes había visto nada parecido.

– No… -dijo Thomas-. Yo tampoco. En cierto modo, parece algo malsano, ¿no cree?

Sin decir palabra, el inspector Jaworski dio de pronto media vuelta, caminó dos o tres pasos, muy rígido, por el vestíbulo, abrió la puerta del retrete y la cerró con fuerza tras de sí. Thomas y David se quedaron esperando con el rostro impasible mientras el otro vomitaba ruidosamente.

Salió limpiándose la boca con papel higiénico. Dijo, como si aquello lo explicara todo:

– El zumo de naranja.

– Esa es una de las razones por las que yo nunca desayuno -le comentó Thomas.

– ¿Y nunca se acostumbra uno a ello? -quiso saber el inspector Jaworski.

Se lo diré si alguna vez me acostumbro -repuso Thomas-. Venga… será mejor que echemos un vistazo.

Subieron por un empinado tramo de escaleras cubiertas con moqueta marrón hasta el primer rellano. Delante de ellos apareció un gran ventanal de cristal, de colores amarillo y sepia, que representaba un dibujo de orquídeas y lirios silvestres. Ello le onrería al rellano la misma luz desvaída y de tono marrón de las fotografías del vestíbulo.

A la derecha había una puerta de caoba cerrada. Thomas le preguntó al inspector Jaworski:

– ¿Qué hay ahí dentro?

– El cuarto de baño, señor.

Thomas abrió la puerta y miró el interior. El cuarto de baño estaba helado y olía a humedad. Las paredes se encontraban cubiertas de azulejos hasta media altura, cerámica italiana esmaltada y decorada en tonos marrón, y la parte superior de las paredes estaba esmaltada en amarillo ocre y moteado de puntitos negros de moho. Una enorme y anticuada bañera se alzaba justo en la mitad de la pared del fondo. Estaba muy manchada por dentro con círculos de grasa grisácea, y tenía unas manchas marrón oscuro. El agujero del desagüe estaba taponado con cabellos humanos de color gris.

– ¿El forense ha examinado esto? -quiso saber Thomas.

– Todavía no, teniente. Están muy ocupados con lo que hay en el dormitorio.

– Encargúese de que tomen muestras de ese cabello. -Se dirigió hacia el espejo moteado de marrón que había encima del lavabo y pasó la punta de un dedo por el estante que había debajo del espejo. Estaba incrustado de jabón de afeitar rancio y de diminutas motas negras. Puso el dedo bajo la nariz del inspector Jaworski-. Barba humana. Dígales que tomen una muestra de esto también.

El inspector Jaworski examinó aquello con un desagrado mal disimulado.

– Lo que usted diga, señor.

Thomas echó una ojeada por todo el cuarto de baño: paredes, suelo, techo y luces. Luego se quedó mirando su propia imagen reflejada en el espejo durante un momento largo y pensativo. Por fin dijo:

– Vale.

Y salió de allí con David y el inspector Jaworski pisándole los talones.

El dormitorio era la segunda puerta del rellano. En la parte exterior estaba apostado un guardia corpulento y pelirrojo que tenía los brazos cruzados sobre la barriga. Del interior de la habitación llegaba el parpadeo de los flashes como relámpagos de verano, y Thomas oyó a alguien que decía:

– Coge un par de tomas más de los pies. De los pies, por amor de Dios.

Thomas le dio una palmada en el hombro al guardia.

– ¿Cómo va eso, Jimmy? ¿Eres ya abuelo?

– Todavía no, teniente. Para el diez de agosto -repuso el guardia-. Y es una niña.

– Bueno, dale un beso de mi parte a Eileen -le dijo Thomas-. Y no te olvides de los puros.

Antes de que Thomas pudiera dar un paso más, el guardia levantó una mano para que se detuviera y le hizo una seña con la cabeza indicándole la puerta del dormitorio.

– Respire hondo, teniente. Éste es uno de los malos.

Thomas lo miró. Si Jimmy O'Sullivan decía que era malo, es que era malo.

– Gracias, Jimmy.

Inspiró profundamente y entró en la habitación.

Cuatro focos de luz habían convertido el dormitorio en un escenario deslumbrante y surrealista. Dos funcionarios del forense se hallaban a gatas en el rincón más alejado cepillando con mucho cuidado la peluda alfombra blanca en busca de cabellos, fibras y otras menudencias de interés. Un joven fotógrafo de la policía que lucía un tupé untado de brillantina estaba ajustando el trípode para tomar algunos primeros planos desde los pies de la cama. Y un hombre delgado y con gafas, vestido con una bata de laboratorio de color azul claro, se hallaba de pie junto a la cama, con un tablero para escribir metido debajo del brazo, un lápiz detrás de la oreja, parecida a la de un duende, y aspecto pensativo.

Fue la propia cama lo que impresionó a Thomas más que ninguna otra cosa. A primera vista pensó que se encontraba cubierta con una sábana de color marrón oscuro. Pero cuando vio las moscas azules que hormigueaban por toda la superficie cayó en la cuenta de que no se trataba de una sábana marrón oscuro, sino de una sábana blanca que estaba completamente empapada de sangre, sangre que debía de haber sido de un vivo color escarlata en el momento en que fue derramada, pero que ahora se había oxidado hasta adquirir el aspecto de una extensa costra llena de manchas.

En medio de la cama, boca abajo, yacía el cuerpo desnudo de una joven. La habían atado de pies y manos con tres vueltas de alambre oxidado; tenía las manos a la espalda y las rodillas levantadas. El largo cabello estaba tan densamente cuajado de sangre seca que Thomas fue incapaz de determinar cuál habría podido ser el color natural. Se hallaba en un estado de putrefacción muy avanzado, de modo que la piel había adquirido cierta palidez de un color verde grisáceo, casi luminoso, pero se encongaba también llena de golpes, cicatrices y quemaduras, más allá incluso de lo que cualquiera pudiera llegar a creer.

De uno de los bolsillos, Thomas sacó el pañuelo, lo desdobló y lo extendió sobre la palma de la mano. De otro bolsillo sacó un frasquito de esencia de clavo, que Megan le compraba con regularidad en una pequeña tienda de delicatessen situada cerca de Faneuil Hall. Echó esencia en el pañuelo, volvió a doblarlo y luego se tapó con él la nariz y la boca.

Se acercó al hombre de la bata de laboratorio azul pálido, que no llevaba ninguna clase de máscara.

– Teniente Boyle -se anunció a sí mismo con la voz amortiguada por el pañuelo-. Creo que no nos conocemos, ¿verdad?

– Victor Kurylowicz -repuso el médico-. He llegado hace un mes de Newark, Nueva Jersey. No voy a darle la mano.

Thomas miró el cadáver de la joven. Tenía la cara medio tapada por el cabello, de manera que sólo podía verle la parte inferior de la nariz y la boca. Debajo de la barbilla había una masa de gusanos. Parecía como si estuviera hirviendo.

– No sé cómo es usted capaz de soportar el olor -le indicó a Kurylowicz.

El médico se encogió de hombros.

– No es cuestión de si soy capaz de soportarlo o no. El olor es importante. Me dice cosas. ¿Recuerda lo que decía Coleridge acerca de Colonia? «¡Conté dos y setenta hedores, todos bien definidos, y varios tuyos!»

– Oh… es usted un erudito en literatura -observó Thomas.

– Soy médico forense -repuso Kurylowicz. Detrás de las gafas de montura negra tenía unos ojos agudos y oscuros-. Lo que yo conozco son los cadáveres y todo lo que tiene que ver con ellos. En particular cadáveres que hayan sufrido un trato de este tipo.

Thomas miró a Kurylowicz por encima del pañuelo. El hedor de sangre seca y de la carne en descomposición era tan fuerte que incluso empezaba a sobrepasar los olores aromáticos del pañuelo empapado de clavo. Tenía una espantosa madurez que siempre le recordaba el olor a gas, a manzanas y a alcantarilla. Pensó que iba a asfixiarse o que, aunque no fuera así, nunca podría volver a oler otra cosa que no fuera la muerte.

– ¿Quiere decirme usted algo sobre la víctima? -preguntó con la garganta tensa.

Kurylowicz echó un vistazo a las notas que había tomado.

– Desde luego. Esta desafortunada señorita es caucasiana, de unos veinte o veintiún años, pelo rubio y ojos azules. Pesaba unos cincuenta quilogramos, creo yo, cuando murió, lo cual significa que su peso estaba un poco por debajo de la media para su edad y estatura, aunque no de un modo drástico. En otras palabras, quienquiera que la mantuviera cautiva la alimentaba bien. Basándome en un examen superficial, yo diría que perdió la vida hace poco más de un par de semanas.

¿Alguna idea de cómo murió?

Oh, sí. La ataron con alambre, como usted mismo puede ver. Luego le seccionaron con gran maestría las arterias carótidas, mesentérica inferior y poplítea, lo que significa que murió desangrada en menos de diez minutos.

¿Qué entiende usted por «maestría»?

Kurylowicz se frotó la punta de la nariz.

Alguien que sabía qué cojones estaba haciendo.

– ¿Un médico?

Puede ser. Parecen heridas hechas con escalpelo, más que con cuchillo.

– ¿Un dentista?

– Puede ser, quién sabe. Incluso un mecánico de motores habría podido hacerlo siempre que supiese anatomía.

– Pero, ¿el que lo ha hecho sabía anatomía?

– Ya lo creo. Todos los cortes son limpios y finos, no hay la menor señal de vacilación.

Thomas se obligó a sí mismo a examinar el cuerpo de la chica. Se veían en él muchísimas quemaduras de cigarrillos y, literalmente, cientos de golpes, cortes, cicatrices e incluso toscos tatuajes: triángulos, círculos y algún garabato. Alguien le había dibujado con quemaduras un Happy Face en la paletilla.

– Esto es sadismo en grado sumo -observó Thomas,

Kurylowicz asintió.

– Puede ser. Pero, por otra parte, a lo mejor se trata de masoquismo en grado sumo. Yo me he tropezado con muchísimas chicas que disfrutan con esta clase de cosas. Y muchísimos hombres también. Mi último trabajo antes de venir aquí fue un tipo que se había cortado su propio escroto y andaba por ahí con las pelotas metidas en una bolsa de plástico.

Thomas no quería oír nada como aquello, sobre todo en aquellos momentos.

No todo se ha hecho recientemente, ¿verdad? -comentó Algunas de estas cicatrices parecen más antiguas que otras.

Kurylowicz pasó ligeramente el dedo sobre las cicatrices de la espalda desnuda de la chica.

Es difícil de decir una fecha exacta; pero sí, algunas de estas marcas podrían ser de hace seis meses, o incluso más.

¿De manera que han estado torturándola sistemáticamente desde Navidad, o puede que desde antes?

– Oh, sí, desde antes. De eso no cabe duda. Puede que hasta haga un año o año y medio.

– ¿Y no hay nada que indique quién era, o qué estaba haciendo aquí?

Kurylowicz movió negativamente la cabeza.

– No hay marcas de identificación de ningún tipo. Ni sortijas, ni pendientes, ni lunares. Desde luego, comprobaremos el trabajo del dentista, pero si no era de esta parte del Estado o si venía de otro Estado, podríamos tardar una eternidad hasta encontrar algo que encaje.

– ¿La atacaron sexualmente?

– Yo diría que cientos de veces. Sufrió graves traumas vaginales y anales. Véalo usted mismo. Hay docenas de quemaduras de cigarrillo alrededor de la zona genital, y algunas otras quemaduras que encajan con ciertas prácticas sadomasoquistas que son raras de ver, pero que ya me he encontrado antes alguna vez.

Thomas respiró entre el clavo y la muerte, clavo y muerte. Kurylowicz lo miraba con ojos brillantes.

– ¿Quiere usted explicarme cuáles son esas ciertas prácticas sadomasoquistas? -le preguntó Thomas-. Ya sabe, como si yo fuera una persona tonta e inocente, de esas que no saben una palabra de ese asunto.

Los delgados labios de Kurylowicz casi consiguieron esbozar una sonrisa.

– Estamos hablando de sodomía con una vela encendida, teniente, ya sea por la fuerza o haciéndolo uno mismo. Y estamos hablando de no apagar la vela cuando el dolor se hace insoportable.

Thomas movió la cabeza lentamente de un lado a otro.

– Había oído cosas muy raras, doctor, pero esto no lo había oído nunca.

Kurylowicz miró el cuerpo de la chica y, durante un momento, Thomas pensó que casi parecía triste.

– Las personas se hacen cosas a sí mismas que usted no puede ni imaginar. Yo soy católico, ¿sabe usted? «El cuerpo humano es un templo.» Pocas personas tratan a su cuerpo como a un templo. Un dos por ciento. Pero la mayoría de la gente trata a su cuerpo como a un retrete. Y luego tenemos a los que quieren hacer más que tratarlo como a un retrete, quieren tratarlo como vándalos, quieren hacerlo añicos, demolerlo ladrillo a ladrillo.

Se hizo un largo silencio entre ellos. El fotógrafo acabó de tomar fotografías de los pies y recogió todo su equipo, les hizo un saludo con la mano y se marchó. Thomas nunca había visto a nadie moverse tan convulsivamente y con tanta rapidez. Los dos investigadores forenses seguían impertérritos a pesar del hedor, y continuaban laboriosamente caminando a gatas por la alfombra. De vez en cuando sacaban unos sobres pequeños de plástico e introducían en ellos cabellos, pelusa o fragmentos de fibra; luego los etiquetaban y escribían en las etiquetas con rotulador.

Irving… Aquí hay una fibra de lana azul que no había encontrado antes -observó uno de ellos.

El otro la cogió y la examinó con mucha atención.

– Aja -dijo. La dejó caer en un sobre y la marcó.

– Hay una cosa más -dijo Kurylowicz-, algo que aún no logro comprender del todo.

– Dígame -le pidió Thomas.

Estaba intentando por todos los medios tener paciencia, pero no creía que fuera capaz de aguantar el hedor de aquella desconocida más de dos o tres minutos.

– Permítame que le pida que mire usted justo aquí -le dijo Kurylowicz; y señaló con el dedo dos pequeñas heridas situadas en mitad de la espalda de la chica; estaban separadas entre sí no más de quince centímetros.

– ¿Más torturas? -le preguntó Thomas no muy seguro de qué se suponía que estaba buscando o qué se suponía que tenía que pensar en caso de encontrarlo.

– Hablando con franqueza, no sé lo que son. Pero parecen heridas muy profundas, heridas de pequeño diámetro o agujeros de hipodérmica que se han abierto, se han dejado curar, luego se han abierto de nuevo para dejarlas curar otra vez, y así sucesivamente en múltiples ocasiones.

– ¿Por qué iba alguien a querer hacer eso?

– No lo sé… Puede que el que lo hiciera le inyectase repetidamente algo en la espalda para mantenerla quieta, o para aliviarle el dolor… algo parecido a una epidural. Posiblemente no formase parte de la tortura.

– Jesús -exclamó Thomas-. No hay manera de imaginar ni remotamente esa clase de sufrimiento, ¿no es cierto? Ni siquiera se puede pensar en ello.

– Hay una cosa más -le dijo Kurylowicz.

– ¿Qué es?

– Tendré que comprobarlo en el laboratorio, pero mírele la parte inferior de las piernas.

Thomas hizo lo que se le pedía, aunque intentó no enfocar las pantorrillas golpeadas y laceradas de la muchacha.

– Yo no veo nada.

– Es el modo en que sobresalen esos huesos. No voy a hacer suposiciones extrañas, pero creo que ambas piernas han estado rotas, no recientemente, pero no hace más de dieciocho meses. Las han arreglado, pero el trabajo no lo ha hecho un cirujano muy experimentado. Vea cómo la pantorrilla izquierda queda un poco torcida.

– ¿Y eso qué significa? -le preguntó Thomas desconcertado.

Kurylowicz se golpeó los dientes con el lápiz y luego se encogió de hombros.

– No lo sé. Voy a tener que trabajar mucho más en esto.

Uno de los investigadores forenses se puso en pie y se acercó hasta ellos. Era un hombre bajo y gordo, llevaba un tupé a lo Kookie Byrnes y tenía los ojos muy juntos. El labio superior se le había perlado de sudor.

– ¿Cómo va eso, Irving? -le preguntó Thomas.

– Lento pero seguro -le contestó el investigador con un pitido asmático en la voz-. Hasta ahora hemos encontrado siete fibras de ropa diferentes y pelo suficiente como para rellenar un colchón. Además hay cera de vela, ceniza de cigarrillo, nueve colillas, varias agujas y broquetas, librillos de cerillas medio quemados y algunos anzuelos de pesca.

Thomas asintió. La esencia de clavo empezaba a ponerle los ojos lacrimosos, y el estómago se le estaba rebelando contra el hedor de la putrefacción, de modo que no se atrevía a quitarse el pañuelo de la cara. Soltó un gruñido audible que pareció salir de debajo de la camisa, por lo que Irving lo miró muy sorprendido.

– No es más que hambre -dijo Thomas-. No he desayunado.

– Muy prudente por tu parte -repuso Irving-. Lo primero que yo hice cuando llegué aquí fue vomitar tres tazas de café y una ración doble de huevos revueltos.

Thomas volvió a mirar a Kurylowicz, y éste dijo:

– Está bien, señor. No tengo nada más que mostrarle por ahora. Debe de haber otro montón de cosas que usted tenga que hacer. Yo daré prioridad a esto, y se lo dejaré encima de la mesa lo más pronto posible.

Se detectaba cierto tono paternalista en la voz de Kurylowicz. ¿Qué clase de teniente de Homicidios era aquel que no era capaz de soportar el olor de la muerte? Pero Thomas se sentía demasiado aliviado ante la idea de poder marcharse como para preocuparse de reprenderlo. Y, de todos modos, habría sido bastante irrisorio intentar hacer valer el rango con un pañuelo empapado de clavo delante de la cara.

Muy bien, Kurylowicz. Buen trabajo. El sargento Jahnke estará por aquí por si necesita usted alguna cosa.

¿Perdone? -preguntó Kurylowicz.

Thomas se quitó el pañuelo de la boca y tomó aliento dispuesto a repetirle lo que había dicho. Pero el nauseabundo olor dulzón que inmediatamente le llenó por completo la nariz y los pulmones fue tan denso que no logró decir nada en absoluto. Se despidió de Kurylowicz haciéndole un gesto con la mano, al estilo del teniente Columbo, y salió del dormitorio.

– ¿Todo bien, señor? -le preguntó el agente Jimmy mientras él bajaba a toda prisa las escaleras.

Thomas no contestó. No podía. Tenía la boca inundada de saliva salada y tibia, y el estómago empezaba a verse sacudido por los espasmos.

Con la mano apretada contra la parte inferior del rostro atravesó a toda velocidad el vestíbulo, vislumbrando las imágenes revueltas de aquellos desnudos Victorianos con forma de jarrón, de un sombrero y de su propia cara blanca reflejada en el espejo que había junto a la puerta. Bajó los peldaños de tres en tres y una vez que se encontró en la acera, en el tibio viento matinal, comenzó a respirar profundamente una y otra vez.

El inspector Jaworski había estado hablando con uno de los agentes apostados en la acera de enfrente. Se le acercó y le preguntó solícitamente:

– ¿Se encuentra bien, teniente?

– No, no me encuentro bien -repuso Thomas-. Estoy muy, muy lejos de encontrarme bien.

El inspector Jaworski se metió la mano en el bolsillo y sacó un paquete nuevo de Marlboro.

– Es el peor caso que he visto en mi vida. Es incluso peor que aquella familia de la calle Otis. ¿Se acuerda usted de aquello?

Thomas trató de encender el cigarrillo que el inspector Jaworski le había dado, pero no fue capaz de hacerlo. Por fin, el inspector Jaworski le sujetó la mano y Thomas pudo encenderlo. Aspiró profundamente el humo del tabaco.

– Ha tenido usted suerte de haber vomitado -dijo; y lo decía en serio.

– Todas esas cicatrices, todas esas quemaduras… -dijo el inspector Jaworski-. ¿A qué le parece que se deben? ¿A un asesinato ritual? ¿Puede que sean adoradores de Satanás o algo por el estilo?

Thomas echó una breve ojeada a la casa.

– Es demasiado pronto para decirlo. Primero tenemos que averiguar quién es ella, cómo la torturaron y cómo murió exactamente.

– ¿Se acuerda de lo que me dijo usted mi primer día en Homicidios? -comentó el inspector Jaworski-. Me dijo que el homicidio no es más que otra clase de robo; sólo que el asesino le quita a alguien el tiempo en vez de robarle propiedades.

– ¿Yo dije eso?

– Seguro. A mí me pareció un modo increíble de considerarlo, por eso me acuerdo. Usted dijo: «Encontremos ese tiempo robado y habremos encontrado al asesino.»

– ¿De verdad dije eso?

– Claro que sí -insistió el inspector Jaworski con una ávida sonrisa.

– ¿Y qué quería decir? -le preguntó Thomas.

Muy lentamente, la sonrisa se desvaneció de la cara del inspector Jaworski.

– Quería decir… bueno, lo que usted quería decir… o sea… como diciendo que si alguien roba ese tiempo, ¿sabe…? Y uno puede volver a encontrarlo… pues como si…

Thomas le puso amistosamente una mano en el hombro al inspector Jaworski.

– Usted no sabe lo que eso quiere decir. Yo tampoco sé lo que eso quiere decir. Y si en alguna ocasión vuelvo a decir una bobada semejante, tiene usted mi permiso para tirarme el café por encima de la camisa.

– Sí, señor -dijo el inspector Jaworski perplejo-. Sí, señor, lo que usted diga.

Se fue a casa a las tres y cuarto. Sabía que le aguardaba una larga noche por delante, y quería asegurarse de que a Megan no le faltaba nada. Maniobró con el Caprice para meterlo en la complicada rampa, muy inclinada, situada delante del edificio de apartamentos donde vivían, y abrió la puerta con cuidado para no rayarla con la pared de cemento.

Estaba subiendo por la escalera que se encontraba entre los espléndidos parterres de geranios, cuando se abrió la puerta principal de vidrio y el señor Novato, el conserje del edificio, salió a su encuentro; llevaba una chaqueta de algodón azul y una corbata de color verde fangoso, y parecía más que nunca un hermano menos dotado artísticamente de Plácido Domingo. De cerca olía a ajo, a lavanda y a algo que Thomas no acababa de precisar bien, pero que a lo mejor era queso.

¿Va usted a dejar mucho tiempo el coche ahí, señor Boyle? Le preguntó. Y uno no tenía que ser doctor en Filosofía, especializado en Sociología, para detectar los derroteros que iba a tomar la conversación.

Veinte minutos como máximo -respondió Thomas.

El señor Novato miró hacia el coche por encima del hombro de Thomas.

– Es que está usted impidiendo el paso.

Si alguien quiere usar la rampa, lo único que tiene usted que hacer es avisarme y moveré el coche.

– Bueno… no sé, señor Boyle. Va en contra de la reglamentación contra incendios. Ya sabe, el hecho de que cualquier vehículo bloquee la rampa.

Haciendo gala de un enorme control de sí mismo, Thomas dijo:

– Escuche lo que voy a decirle, señor Novato. Yo soy un funcionario de policía que se encuentra trabajando en una importante investigación de homicidio. Voy a dejar el coche justamente en el lugar donde está. Si alguien desea usar esa rampa para algún propósito legítimo durante los próximos veinte minutos, entonces con sumo gusto lo moveré de ahí.

– Yo no quiero líos, señor Boyle.

– ¿Usted no quiere líos?

– Eso digo, señor Boyle, que no quiero líos.

– Si no quiere líos, señor Novato, la solución es muy fácil: no diga nada más.

Thomas dejó plantado al señor Novato y se encaminó al interior del edificio. En general, a Thomas le gustaba casi todo lo italiano: la comida, la música, el vino, la moda… pero le había cogido una inmediata ojeriza al señor Novato nada más trasladarse a vivir allí, hacía ahora tres años. Y el señor Novato no había hecho nada que le empujara a cambiar de opinión. Era un hombre rutinario, vago y creativamente estúpido. De no ser por el hecho de que Thomas necesitaba de vez en cuando la ayuda del señor Novato para meter a Megan en el coche, Para coger algún recado o para vigilar a Megan mientras él se contraba ausente, hacía mucho tiempo que habría protestado enérgicamente a los propietarios y habría hecho que lo encerrasen.

Bueno, que lo encerrasen quizás no, pero sí que le metieran un buen susto. Aunque incluso los conserjes italianos irritantes tienen que ganarse la vida.

Una vez en el ascensor, Thomas apretó el botón del tercer piso y las puertas se cerraron. Por primera vez desde hacía semanas se encontraba realmente cansado. Estaba tan agotado y vacío como si se hubiera pasado dos noches seguidas sin dormir; la vista se le nublaba, los oídos parecían estar llenos de bolas de algodón, y la sinusitis le había atascado y resecado las vías respiratorias. Cerró los ojos y se apoyó de espaldas contra la pared, que estaba cubierta con un espejo, mientras el ascensor lo conducía hacia arriba.

Abrió la puerta del apartamento 303 y llamó a su esposa con voz espesa:

– ¡Megan!

Se quitó el abrigo, lo colgó en el atiborrado perchero que había en el recibidor, cerca de la lámina enmarcada de Jesús y María Magdalena y del paisaje de Lough Oughter, y luego pasó al cuarto de estar. Allí estaba ella: sentada en la silla de ruedas junto a la ventana, para poder contemplar la calle Commercial y el parque de juegos del barrio norte; estaba escribiendo en su cuaderno. De pelo rojizo, pecosa, de ojos verdes, con la nariz respingona y una ligerísima insinuación de excesiva mordacidad, Megan llevaba puesta una blusa blanca de manga corta, y -como siempre- un crucifijo colgado del cuello.

Thomas se acercó y le dio un beso.

– ¿Cómo ha ido la recuperación? -le preguntó.

– Oh… como siempre -repuso ella al tiempo que cerraba el cuaderno y lo ponía sobre la mesa. «Como siempre» significaba dolorosa, tediosa y, a fin de cuentas, inútil-. El doctor Saúl me ha recetado un calmante nuevo.

Thomas acercó una de las dos sillas de respaldo recto, que había a ambos lados de la vitrina, y se sentó junto a su esposa. Desde que quedara confinada a la silla de ruedas, él rara vez se sentaba en sillones, porque siempre eran demasiado bajos y además le hacían sentirse como si estuviera disfrutando de comodidad mientras a Megan no le quedaba más remedio que sufrir la rigidez de los refuerzos del respaldo.

– Éste va a ser un caso complicado -observó-. Quizás fuera mejor que te marcharas una temporada con Shirley.

Megan hizo un gesto negativo con la cabeza.

– Estoy bien. Y a veces me gusta estar sola.

– Pero yo voy a preocuparme por ti. Ya lo sabes.

Ella le acarició la muñeca en un gesto circular con la punta de un dedo con aire ausente.

– Antes nunca te preocupabas. ¿Por qué has de hacerlo ahora? Soy igual de capaz.

Eres más capaz -puntualizó Thomas-. Pero ésta es una de esas investigaciones que va a necesitar muchas horas extras, puede que incluso algunas noches fuera de casa.

Oh, estás dándole demasiada importancia -dijo ella con una súbita y radiante sonrisa-. Tengo la televisión, la música, mi libro de cocina.

A lo mejor, Shirley puede venirse aquí.

A lo mejor, Shirley no quiere quedarse aquí.

Thomas le dirigió una mirada de cariño y no pudo evitar sonreír a su vez.

Eres una muchacha irlandesa muy testaruda.

Oh, en realidad, no soy tan testaruda -dijo ella-. Lo que pasa es que valoro mi independencia.

– Claro -convino él.

Y tuvo una fugaz visión de aquella anónima chica, atada de pies y manos con alambre, tumbada boca abajo en aquella cama empapada de sangre oxidada. Y le vino el olor.

– ¿Qué te pasa? -le preguntó Megan.

– Nada -repuso él.

– Es un caso de los malos, ¿no es así?

– Es… sí, es malo. Y no tengo ganas de hablar de ello.

– A lo mejor te aliviaría, Tommy. Siempre ha ocurrido así otras veces.

Thomas bajó los ojos.

– No creo, Megs. Esta vez no.

Ella dejó de acariciarle y le apretó la muñeca con fuerza.

– Cuéntamelo -le pidió.

– Ahora no, por favor.

– Cuéntamelo.

Sorprendiéndose a sí mismo, Thomas descubrió de pronto que estaba llorando. Se encontraba sentado, en una posición muy erguida, en una de las sillas del comedor, cara a cara con Megan, y las lágrimas empezaron a resbalarle por las mejillas. Hasta aquel momento, nunca había llorado por un homicidio, ni por la víctima ni por sí mismo. Pero allí estaba ahora, llorando como un niño. Era la primera vez en diecisiete años que le ocurría.

Si pudieras ver lo que le hicieron… -comenzó a decir entre sollozos. Inclinó la cabeza y Megan lo rodeó con los dos brazos- Empezó a acariciarle el pelo y a consolarlo con la voz-. No comprendo cómo pudieron…

Su esposa lo abrazó con fuerza contra el pecho y siguió consolándolo mientras la silla de ruedas crujía ligeramente al mecer a su esposo. Megan se había preguntado muchas veces cuándo ocurriría aquello, cuándo por fin Thomas se vendría abajo. Lo había visto tantas veces con los ojos empañados, guardándoselo todo dentro; o mirándose fijamente en el espejo del cuarto de baño mientras se mordía los labios. Ella siempre se daba cuenta de cuándo el caso era malo, cuándo se trataba de una mujer, de un niño o de algo particularmente brutal. Thomas solía fumar más en esas ocasiones y no podía estarse quieto sentado; se ponía a mirar por la ventana con el feroz aturdimiento de un animal enjaulado.

– Cuéntamelo -le dijo ella consolándolo.

Thomas se irguió en la silla y se frotó los ojos con los dedos y luego con el dorso de la mano.

– No puedo. Primero tengo que comprenderlo y, de momento, no lo comprendo. No lo comprendo en absoluto. No encaja con nada que yo haya visto. Se escapa a cualquier experiencia anterior. No ha sido un crimen doméstico, ni tampoco han sido yummies. Es todo tan raro. Es como encontrar un cadáver con mordeduras de tiburón en medio de la ciudad.

Megan sabía a qué se refería al decir «yummies». Era el acrónimo que Mike Barnicle, del Boston Globe, había ideado para denominar a los «jóvenes gusanos urbanos», una clase de airados jóvenes negros e hispanos a los que le sobraban razones, les faltaba esperanza y sentían una endemoniada inclinación por destruirse a sí mismos y entre ellos con Uzis y crack.

– ¿Quieres que te prepare algo para llevarte esta noche? -le preguntó Megan-. He comprado un poco de ese salami de Genova que te gusta tanto.

Thomas negó con la cabeza.

– Ya me tomaré un perro caliente si me da hambre.

– ¿Estás seguro? ¿Y si comieras algo ahora? ¿Un poco de pan con queso tostado? ¿Un sandwich rápido de pollo?

De nuevo, Thomas dijo que no con la cabeza. Todavía percibía aquel terrible hedor de carne descompuesta. En realidad casi podía saborearlo. Si comía algo en aquellos momentos, seguro que no sería capaz de distinguir entre queso, pollo y cadáver.

– No te preocupes, de veras. -Le señaló el cuaderno con un gesto de la cabeza-. Vamos… no hablemos de mí. Olvidémonos de los homicidios al menos durante cinco minutos. ¿Cómo va el libro de cocina?

– Oh, muy bien. Gina me llamó justo antes de que yo saliera y me dio esta maravillosa receta de asado al vapor.

– ¿Ésa será la cena de mañana?

Tengo que experimentar las recetas.

Thomas le cogió una mano y se la apretó.

Sabes muy bien que no me quejo. Soy el hombre mejor alimentado de todo el cuerpo de policía.

Megan sonrió, y a él le encantó aquella sonrisa. Desde que su esposa tuvo el accidente, Thomas la quería más que nunca, aunque siempre le daba un poco de miedo decírselo, por si ella pensaba que lo decía empujado por la lástima en lugar de por el auténtico cariño. Se había dado cuenta, también, de que si le decía que la amaba con demasiado entusiasmo, a Megan se le ocurriría sospechar que él tenía alguna aventura… o que sentía ganas de tenerla, o que había conocido a una mujer que le había llamado la atención.

Él la amaba y sabía que nunca dejaría de amarla, pero siempre estaba de por medio aquella silla de ruedas, y la terapia, y el dolor. Hubo una época en que ella esquiaba, nadaba, hacía jogging, bailaba y trabajaba fuera de casa. Pero un día, hacía ahora tres años, Megan había ido al mercado rural que se había instalado en el aparcamiento de la calle Webster, en Brookline, y, feliz y despreocupada, había bajado de la acera. Un camión agrícola completamente cargado la había atropellado y le había pasado por encima de la espalda. Thomas había tenido la certeza de que ella iba a morir.

No había muerto, por supuesto, aunque había quedado irreversiblemente paralítica de cintura para abajo. Megan le había confesado, aunque sólo una vez, que hubiese preferido haber muerto; pero nunca había vuelto a decírselo, y después de aquello simplemente había tratado de tomarse las cosas del mejor modo posible.

Thomas nunca habría podido imaginar antes del accidente de Megan la lucha que suponía tener una esposa paralítica en un mundo hecho para personas capaces de caminar. Incluso las salidas más insignificantes para ir de compras habían de planearse por adelantado. (¿Dónde aparcarían? ¿Y si había puertas giratorias? ¿Habría aseos?) El primer día que habían salido juntos, Thomas descubrió, como si fuera una pesadilla, el hecho de que mas de dos tercios del mundo civilizado se habían convertido de pronto en inaccesible para ellos.Sus amigos íntimos -sus amigos del departamento de policía, los habían apoyado en buena medida. Pero su vida social había ido disminuyendo poco a poco, hasta que finalmente podían darse por afortunados si los invitaban una o dos veces al año. Incluso Joan, la hermana de Meg, y Ray, su alegre marido, raras veces les pedían ya que fueran a visitarlos a Framingham. ¿Quién deseaba realmente tener que arrastrar a una mujer en una silla de ruedas hasta la mesa del comedor? Y casi nadie aceptaba tampoco las invitaciones que ellos les hacían. Megan seguía cocinando como un ángel, pero los invitados siempre parecían sentirse violentos al ver que ella traía el asado de carne en una tabla especial colocada sobre los brazos de la silla de ruedas, como si aquello le proporcionara un sabor diferente a la comida. Thomas no tenía tiempo de amargarse por ello. Estaba demasiado ocupado viéndoselas con homicidios espeluznantes, yendo a la compra e intentando hacer llevadera la vida para los dos. Nunca había estallado en lágrimas hasta aquel día. Más de una vez se había preguntado si la vida era justa, pero nunca se había contestado.

Se detuvo en el aparcamiento de Newmarket, en la esquina que formaban la avenida Massachusetts con la plaza Newmarket. Eran las cuatro, y la tarde era agobiantemente húmeda. El cielo estaba brillante aunque algo nuboso, y el tráfico tenía un sonido amortiguado. Había algo extraño, algo onírico, en aquella humedad: como si todo el mundo anduviese pululando en una película surrealista, atareado porque sí.

Aparcó el coche, lo cerró meticulosamente y se acercó al carro de humeantes perritos calientes, que ocupaba un lugar de difícil acceso entre un viejo Lincoln y un Winnebago cubierto de pegatinas de parques nacionales. Ezra Speed Anderson ya le tenía preparado un perrito caliente, y estaba regándolo con todas aquellas salsas especiales suyas. En las gafas de sol de Speed, llenas de huellas de dedos, Thomas vio dos diminutas imágenes de sí mismo acercándose y alargando un brazo curvado por la lente.

– Marchando un Speed Dog -dijo Speed lacónicamente-. Parece que le hace falta un poco de nutrición, teniente.

Thomas sacó un par de billetes y le pagó.-He tenido un caso de los malos, eso es todo.

– El mundo es un lugar asqueroso, teniente.

Thomas tomó un bocado del perrito. Las salsas de Speed eran lo bastante ricas y picantes como para ocultar el sabor de la muerte. Comenzó a masticar y, aunque no sentía hambre, siguió masticando igualmente.

– ¿Cree usted que yo tendría que abrir una cadena de puestos? -le preguntó Speed.

¿Para qué? -inquirió Thomas-. Este carrito tuyo es uno de los mayores tesoros culinarios de Hub. ¿Quierbs echarlo todo a perder abriendo una cadena?

– No se-dijo Speed-. A veces sueño con riquezas fabulosas.

La vida es una riqueza fabulosa -le dijo Thomas-. No necesitas nada más.

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