DIECISIETE

Había habido un accidente en la intersección de la carretera McClellan con Reveré Beach Parkway. Un gran remolque había volcado y yacía de lado como un elefante muerto, aunque perdiendo gasoil en lugar de sangre. El tráfico estaba detenido y se había formado una caravana que llegaba hasta la calle Bennington, de manera que a Michael y a Víctor no les quedó otro remedio que esperar, llenos de frustración, y avanzar lentamente.

Eran casi las cuatro cuando llegaron a Lynn Shore Drive y giraron hacia el sur a lo largo del istmo de la playa Nahant. La tarde era cálida, y la brisa del mar ligera cual una pluma, pero el sol estaba oculto por una densa bruma gris que confería a la playa el aspecto de una borrosa fotografía en blanco y negro.

– Supongo que te das cuenta de que el Jirafa va a ponerse hecho una fiera cuando se entere de que has venido aquí por tu cuenta -comentó Víctor.

– El Jirafa puede hacer lo que le venga en gana. Pero al Jirafa no le han secuestrado la familia una banda de maníacos con la cara blanca.

– ¿Crees de verdad que la voz del teléfono era la del «señor Hillary»?

– He puesto la grabación muchísimas veces. Y estoy seguro de que era él. No sé cómo pude oír una voz real estando bajo hipnosis, pero así fue.

– Bueno… la aurahipnosis es una forma muy poderosa de comunicación humana. No sé si alguien tendrá la suficiente fuerza mental para comunicarse con otra persona a una distancia superior a cincuenta quilómetros con tanta claridad que se le pueda reconocer la voz. Pero, ¿quién sabe? Todo eso está todavía en pañales. Es como la realidad virtual sin necesidad de equipo apropiado.

– Es como volar sin necesidad de alas -intervino Michael-. Tal como hizo el doctor Moorpath.

– Ojalá hubiera podido ver eso -observó Victor.

– Créeme. Sucedió.

– No me malinterpretes… no dudo de tu palabra, pero me gustaría haberlo visto.

– ¿Crees…?

– ¿Qué? -le preguntó Victor.

– Bueno… yo vi al doctor Moorpath caminando por el aire como si nada; y de pronto me acordé de Elaine Parker. Ella cayó miles de metros desde aquel avión y, sin embargo, consiguió sobrevivir. He tenido pesadillas sobre aquel accidente durante meses. Me he caído de aquel L10-11 más veces de las que puedas llegar a contar. He caído una y otra vez, y en cada ocasión he pensado para mis adentros: «Ojalá pudiera volar.»

Victor levantó las cejas.

– ¿Qué quieres sugerir? ¿Que Elaine Parker también voló? ¿Que también caminó por los aires, o lo que fuera que hiciera el doctor Moorpath?

– Es una posibilidad, ¿no? Si Moorpath pudo hacerlo, a lo mejor ella también. Y ya ha habido otras ocasiones en las que alguien ha caído de un avión y ha logrado sobrevivir. Hubo un piloto de bombardero en tiempos de guerra que cayó cinco mil quinientos metros y fue a parar sobre unos árboles.

Pasaron por delante de las casas recién pintadas de la playa de Little Nahant, y luego giraron por el tosco y arenoso camino que conducía al faro de Goat's Cape. El gran Mercury rebotaba sobre la suspensión y daba golpes contra el suelo, y por un momento, las ruedas traseras se quedaron atascadas en un montón de grava y arena. Pero de pronto se encontraron en campo abierto, rodando sobre nudosos terrones de hierba marina, y allí, delante de ellos, se alzaba el achaparrado faro blanco que Michael había visto en sus trances hipnóticos.

– Será mejor que dejemos el coche aquí -sugirió Victor-. Y dale la vuelta por si tenemos que salir huyendo precipitadamente.

Michael maniobró con el Mercury hasta que éste quedó con la parte delantera hacia el norte. Luego se apearon y se acercaron caminando hasta los escalones del faro. No se veía ningún vehículo aparcado por allí, e incluso el faro parecía desierto. La lámpara del mismo estaba mugrienta y agrietada, y las paredes que daban al mar se encontraban gravemente deterioradas.

– Da la impresión de estar vacío -comentó Victor-. Al fin y al cabo, a lo mejor el «señor Hillary» no es más que un producto de tu imaginación.

Michael negó con la cabeza.

– Recuerda que Megan también lo vio.

– Puede que también fuera producto de su imaginación.

– Oh, venga, Víctor. No creerás que dos personas puedan haber visto el mismo personaje imaginario, ¿verdad? Los dos vinimos a Goat's Cape, aunque fuera en un trance, y vimos al «señor Hillary» con tanta claridad como si fuera real.

– ¿Por qué no se lo dijiste al Jirafa'?

– Porque habría dado igual. Además, no quería que se hiciera una idea equivocada.

– ¿Qué idea equivocada?

Víctor estaba perplejo. Michael no contestó, pero pensó: «El hecho de que Megan esté en una silla de ruedas no la hace menos animosa, ni menos atractiva, ni menos sensual.»

Víctor miró a su alrededor y olfateó el aire.

– ¿Por qué no llamas a la puerta? Yo iré a echar un vistazo por la parte de atrás.

Michael tragó saliva. El faro permanecía obstinadamente silencioso, y él empezaba a sentir deseos de no haber ido hasta allí. Quizás Thomas tuviera razón en aquello de que no había que precipitarse yendo a Goat's Cape sin tener ninguna prueba de que el «señor Hillary» hubiera raptado a Patsy y a Jason, y, desde luego, todavía no la tenía. La policía del condado de Barnstable estaba buscándolos, pero hasta el momento no habían informado de nada sospechoso. Habían ido a la casa de Michael y la habían encontrado vacía, pero la puerta estaba debidamente cerrada. Ninguno de los vecinos había reconocido haber oído gritos o señales de lucha; y tampoco se habían visto desconocidos rondando por el vecindario.

Pero Michael tenía el terrible presentimiento de que habían desaparecido y de que el «señor Hillary» se los había llevado. Y ello le llenaba la mente como una frase oscura y no expresada con palabras. Como si él lo supiera pero no pudiese comprender por qué.

Y aunque el faro estaba en silencio, sin la menor señal de vida, Michael presentía que allí había algo muy oscuro, algo muy extraño, algo que lo impulsaba a acercarse más, y le hacía que necesitase quedarse.

Víctor le apretó brevemente el brazo y luego se dejó caer resbalando por la cuesta de arena que conducía al lado del faro que daba al mar.

– Aquí hay un par de edificios anexos -le dijo a Michael a gritos-. Voy a echarles un vistazo.

Michael aguardó unos instantes y luego subió hasta la sólida puerta de roble. Había un llamador oxidado de hierro forjado y debajo una placa corroída que decía: «…ARY…ERO.»

Probablemente alguna vez allí hubiera puesto: «Señor Hillary, farero.»

Tiró del llamador y esperó. Ni siquiera oyó el sonido de la campana. Quizás el llamador estuviera estropeado, quizás el faro estuviese abandonado y Patsy y Jason hubieran vuelto ya a casa y estuvieran intentando ponerse en contacto con él. Miró la hora en el reloj de pulsera. Eran las cuatro y veinte. Recordó lo que su madre siempre le había dicho sobre las horas y veinte minutos. Ése era el momento en que los ángeles volaban en lo alto. Se aclaró la garganta y tiró del llamador por segunda vez.

– ¡Hasta ahora nada! -dijo Víctor a voces desde el otro lado del faro-. Sólo la primera bicicleta que se inventó y un gallinero viejo lleno de gallinaza.

Michael levantó la mirada hacia las paredes del faro. Había algunos grafiti grabados justo encima de la puerta, algunos bastante antiguos. «John, febrero 1911.» «Yo amo a Anthea, 1934.» Y, de forma bastante incongruente: «Andover Newton, Facultad de Teología, para siempre.»

Más arriba había otros grafiti, algunos de ellos escritos al revés, como si se vieran en un espejo, y otros que no eran más que triángulos, cuadrados y líneas en zigzag. Michael tuvo que retroceder unos pasos para poder ver algunos de ellos, porque se encontraban muy arriba, a ocho o diez metros del suelo.

De pronto pensó: «¿Cómo demonios es posible que alguien haya podido llegar hasta allí para grabar esas cosas?» Podían haber utilizado una escalera de mano, pero los peldaños que conducían hasta la puerta del faro eran excepcionalmente cortos, demasiado estrechos como para que en ellos cupiera una escalera normal. ¿Y qué farero hubiera tolerado que alguien trepase por el costado del faro y escribiese letras y símbolos a golpes de martillo o de cincel? Una de las frases escritas al revés decía: «Un décimo Ephah.» Otra «Inmundo». Gran parte de las restantes eran simples garabatos ininteligibles.

Michael seguía examinando los grafiti con el ceño fruncido cuando se abrió la puerta del faro sin producir el menor ruido. Al principio ni siquiera advirtió que la habían abierto: estaba demasiado absorto en un grupo de jeroglíficos que semejaban pájaros variados, cuervos, gaviotas, halcones y cigüeñas. También había insectos: cosas que parecían arañas, ciempiés y hormigas.

La puerta del faro se abrió un poco más, y fue entonces cuando la mancha de oscuridad del interior, que iba haciéndose cada vez mayor, le llamó la atención a Michael. Se sobresaltó a causa de la sorpresa, estuvo a punto de dar un traspiés sobre los empinados escalones.

Una joven pálida apareció en la puerta. Tenía los ojos de color verde menta. Llevaba un echarpe de algodón blanco que la hacía parecer todavía más pálida, y un vestido largo hasta el tobillo del mismo tejido y color que el echarpe. Al cuello llevaba colgada una delgada cadena de oro.

– ¿Busca a alguien? -le preguntó a Michael con voz tenue, apenas audible entre el suave murmullo de las olas.

– Busco al «señor Hillary». ¿Está aquí?

– Naturalmente. Está esperándolo.

– ¿Está aquí mi esposa? ¿Está aquí mi hijo?

– Naturalmente. ¿Acaso no esperaba usted que estuvieran?

Michael notó una oleada de ira y pánico que apenas le permitía respirar.

– Dígale al «señor Hillary» que tiene que dejarlos libres ahora mismo. ¡Y digo ahora! ¡Los quiero aquí fuera, ahora!

La muchacha esbozó una sonrisa al ver el enojo de Michael.

– Puede usted entrar a verlos.

– Está bien. Pero voy a llevármelos de aquí ahora mismo.

– ¿Por qué no habla con el «señor Hillary»? Hace mucho tiempo que quiere hablar con usted.

– Eso pienso hacer. Pero no creo que le guste lo que va a oír. ¡Víctor!

– Ah, sí -dijo la chica-. Hemos notado que ha traído usted compañía.

– Sí, así es.

– El «señor Hillary» preferiría que su acompañante se marchase.

– No creo que el «señor Hillary» se encuentre en posición de decirle a nadie lo que tiene que hacer. La policía sabe que estamos aquí.

La chica lo miró directamente a los ojos y dijo sin la menor vacilación:

– No, la policía no lo sabe. -Michael se echó hacia atrás casi imperceptiblemente. Había notado una sensación de frío en alguna parte de su mente, como una aguja que estuviera removiéndosele entre los tejidos del cerebro-. No tiene usted que mentirnos -apuntó la chica sonriendo.

Víctor acabó de dar la vuelta al faro; estaba limpiándose las gafas con el pañuelo.

– Salpicaduras de sal -dijo. Y luego añadió-. Bueno, ¿qué pasa aquí?

– El «señor Hillary» está aquí -le explicó Michael-. Y también Patsy y Jason.

– ¿Los has visto?

– Voy a entrar ahora mismo a verlos.

– Sólo usted -le indicó la muchacha a Michael-. A su acompañante no lo queremos aquí. Su acompañante debe marcharse inmediatamente y no decirle nada a nadie.

– Mira, muñeca, espera un momento… -intervino Víctor-. Ese «señor Hillary» tuyo ha cometido un grave delito, y tú también. Déjanos entrar ahí, y nosotros cogeremos a la esposa y al hijo de este caballero y nos marcharemos. De otra forma, lo único que estáis haciendo es agravar el delito aún más.

– Sólo usted -repitió la chica refiriéndose a Michael.

Víctor subió los últimos dos peldaños y se enfrentó cara a cara con la chica.

– Soy funcionario de la oficina del forense de Boston y le exijo que nos lleve hasta donde se encuentren Patsy y Jason Rearden ahora mismo. ¿Entiende usted el inglés?

La muchacha ni siquiera miraba a Víctor. Aquellos ojos verdes seguían mirando a Michael por encima del hombro de Victor. Había en ellos algo concentrado, como si estuvieran llenos de celos amorosamente destilados, como si cada momento de dolor y martirio que aquella muchacha hubiera sentido se hubiera reducido a dos gotas de infinito verdor.

Le puso una mano a Víctor en el hombro derecho y a Michael ni siquiera se le pasó por la cabeza lo que ella iba a hacer. Pero luego la muchacha le apretó el hombro con más fuerza y tensó los músculos del cuello, y entonces Víctor, de pronto, comenzó a gritar:

– ¡Dios! ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios!

Se dio la vuelta como si estuviera encima de un torno. Tenía la boca abierta de horror. De la parte delantera de la camisa le brotaba la sangre a borbotones, tanta que salpicó los escalones del faro. Michael intentó cogerlo, intentó sujetarlo, pero Víctor perdió el equilibrio y cayó de bruces sobre los escalones, y luego rodó hasta abajo.

Michael, atónito, levantó ambas manos, las dos ensangrentadas. Clavó la mirada en la muchacha y ésta lo miró a su vez, sonriente, completamente tranquila y segura de sí misma. Ella también tenía ensangrentada la mano derecha hasta el mismo codo, como si llevara un guante rojo de fiesta.

Empuñaba un pequeño cuchillo de hoja estrecha. Debía de haber abierto a Víctor desde el ombligo hasta el esternón, y lo había hecho sin la menor vacilación.

– ¡Víctor! -gritó Michael; e hizo ademán de ir a bajar los peldaños. Al instante, la muchacha dio unos pasos y se situó delante de él con el cuchillo levantado-. ¡Quítate de delante, mierda! -le dijo Michael con rabia-. ¡Está herido! ¡Quizás lo hayas matado! ¡Quítate de delante!

Trató de esquivarla y rodearla, pero ella se movió a un lado y a otro de los escalones para impedírselo. Tenía unos ojos completamente inexpresivos, y Michael supo con certeza que a él también lo rajaría.

– ¡Joseph! -llamó la chica con voz penetrante y aguda.

Michael hizo una finta en un desesperado intento de rodear a la muchacha, pero ésta blandió el cuchillo en diagonal delante de él y le hizo un corte en los nudillos de la mano izquierda que casi llegó hasta el hueso. La sangre empezó a brotar y a gotear por los escalones. Michael se vio obligado a sacar el pañuelo para vendarse con él la mano, e inmediatamente se volvió de color escarlata.

– Escucha -le dijo a la chica temblando del susto-. No puedo dejarlo ahí. Se morirá desangrado.

– Me temo que debió pensar en eso cuando le pedí que se marchara -repuso la muchacha. Lo dijo con tanta naturalidad que parecía que ella y Víctor hubieran tenido una pequeña diferencia de opinión acerca de en qué restaurante iban a cenar aquella noche.

Michael miró por encima del hombro de la chica hacia la parte de abajo de los escalones y vio que Víctor intentaba ponerse en pie. Estaba sujetándose con una mano el estómago abierto, y con la otra se agarraba a la barandilla.

– ¡ Víctor! -gritó Michael; pero Víctor no contestó, ni siquiera se volvió hacia él. Lo más probable era que estuviera demasiado conmocionado y no le hubiera oído.

– Tiene que permitirme que lo ayude -insistió Michael.

– No se preocupe… Joseph y Bryan lo ayudarán -le indicó la chica sonriendo. Y en aquel momento, como respondiendo a un pie teatral, dos jóvenes vestidos de negro salieron por la puerta del faro; tenían la cara blanca y los ojos ocultos detrás de impenetrables gafas de sol negras. Apenas le dirigieron una mirada a Michael antes de bajar apresuradamente por las escaleras.

– ¡Por amor de Dios, trátenlo con suavidad! -les gritó Michael. Luego le dijo a la chica-: Tiene que llamar en seguida a una ambulancia. ¡Vamos, hay que llamar a una ambulancia ahora! ¿Tienen teléfono aquí?

– Deje de preocuparse -le dijo la chica sin dejar dé sonreír-. Pase al interior y vaya a ver a su esposa y a su hijo. Nosotros nos ocuparemos de su acompañante.

– ¡Necesita una ambulancia! -le dijo Michael a voz en grito-. ¡Está muriéndose, usted lo ha matado! ¡Necesita una ambulancia!

Victor, que estaba al pie de los escalones, miró hacia arriba y vio que los dos hombres de cara blanca se acercaban rápidamente hacia él. Michael no pudo adivinar qué estaría pasándole por la cabeza a su amigo. Debía de haber sufrido una impresión tan fuerte y un dolor tan grande que posiblemente no supiera dónde se encontraba ni qué le había sucedido. Puede que creyera que era pequeño y que su abuela estuviera advirtiéndole otra vez sobre los chicos blancos como azucenas, los chicos de cara pálida que llegaban cuando uno estaba durmiendo y le chupaban el alma. Sea como fuere, Victor dejó escapar tal grito de desesperación que a Michael se le pusieron de punta los pelos de la nuca. Victor soltó la barandilla, se apretó el estómago con las dos manos y empezó a alejarse cojeando por la grumosa hierba.

– ¡Victor! ¡Victor, no corras!

Pero no había nada que hacer. Intentó apartar a un lado a la muchacha de un empujón, pero ella le lanzó una cuchillada contra la chaqueta de lino que le cortó la hombrera y llegó a penetrarle en el músculo.

Victor iba saltando y cojeando hacia la orilla del mar, casi doblado sobre sí mismo. Michael oía cómo su amigo sollozaba mientras intentaba huir. Los jóvenes de cara pálida ni siquiera se molestaron en correr tras él; lo seguían a paso vivo aunque sin pausa, a unos seis metros de distancia. Aquella escena le recordó a Michael a Zybigniew Cybulski en Cenizas y diamantes, cuando se tambaleaba herido a causa de los disparos e iba sangrando por las yermas tierras de Varsovia. Él tuvo la misma sensación de heroísmo desperdiciado. Y sentía la misma sensación de irrealidad, como si ahora también estuviera mirando una película.

Victor casi había conseguido llegar hasta la playa. Pero entonces cayó de rodillas, y cuando tras muchos esfuerzos se puso de nuevo en pie, los intestinos empezaron a salírsele de pronto y le quedaron colgando entre los muslos.

Michael se dio cuenta de que Víctor iba a morir. Lo más probable era que ya estuviera clínicamente muerto. Pero de algún modo consiguió dar un paso sobre la arena y luego otro, con la cabeza echada hacia atrás y la mirada clavada en el cielo gris de la tarde. Arrastraba por la arena todo el contenido de sus intestinos, grasientos, grises, y viscosos por la sangre. Se detuvo unos instantes mientras los dos hombres de cara pálida se quedaban de pie a su lado. Luego cayó de bruces sobre la arena.

Sin la menor vacilación, los dos hombres se arrodillaron junto a él, le levantaron la chaqueta y la camisa y le dejaron la espalda al descubierto. Uno de ellos sacó dos largos y delgados tubos de metal, que hundió en la carne de Victor. Luego los dos se inclinaron sobre él y Michael pudo ver cómo sorbían cuidadosamente.

Miró de nuevo a la muchacha incrédulo. Se le había revuelto el estómago y estaba a punto de vomitar.

– Así que es cierto -le dijo-. Existen.

– ¿Los chicos blancos como azucenas? Claro que existen.

– Si llegáis a tocarle un solo pelo de la cabeza a mi esposa… si le hacéis daño a mi hijo… -Se interrumpió. Sabía cuan estúpido sonaba aquello.

– Entre -le pidió la chica-. En realidad no está usted en situación de amenazar a nadie, ¿no le parece?

Michael le dirigió una última mirada a Victor, que estaba tumbado en la playa con aquellos dos cuervos carroñeros humanos inclinados sobre él. Luego entró en el faro, y la muchacha lo siguió muy de cerca. Ella cerró la puerta con cuidado y durante unos instantes quedaron sumergidos en una oscuridad casi absoluta. Luego se abrieron unos cortinajes y Michael vio las estrechas escaleras de piedra que conducían en espiral hacia arriba. Conocía el camino. Ya había visitado el faro en un trance.

Empezó a subir por las escaleras y notó el sonido de los pasos de la chica, que le seguía unos escalones más atrás. Por fin llegó al rellano y la chica le dijo:

– Deténgase. -Y Michael se detuvo. La muchacha pasó muy cerca junto a él, tan cerca que le rozó el brazo con los pechos, y no apartó de él ni un instante sus ojos verdes. Abrió con una llave la puerta que tenían delante y le indicó a Michael-: Vamos, ya. Sígame. Ya va siendo hora de que conozca al «señor Hillary». -Michael intentó tragar saliva, pero tenía la boca demasiado seca. Se sentía mareado por la impresión del momento y por haber presenciado la terrible muerte de Victor-. Vamos -le urgió la chica-. Esto es un privilegio para usted. Éste es el momento más importante que usted haya podido tener en toda su vida.

Michael avanzó de mala gana arrastrando los pies y se encontró en el interior de una enorme biblioteca que estaba débilmente iluminada. El techo abovedado de piedra debía de llegar prácticamente hasta la parte más alta, hasta la misma plataforma de la bombilla del faro. Las paredes curvas estaban forradas de miles de libros, muchos de ellos nuevos, pero otros tan viejos que no eran más que fajos de papel polvoriento y lleno de gusanos. Se veían allí algunos sofás, mesas y sillas, todos dispuestos de un modo curiosamente arbitrario, y el suelo se hallaba cubierto de diferentes alfombras, unas sobre otras, y la mayoría de ellas raídas. El sillón más grande de todos se encontraba colocado de espaldas a la puerta, de modo que a Michael le resultaba imposible ver quién estaba sentado en él. Pero sí podía ver un único brazo que colgaba a uno de los lados, un brazo cuya manga estaba hecha de la más suave lana gris, un brazo con una mano demacrada de largos dedos.

Las puntas de los dedos se rozaban unas con otras, en persistentes círculos, del mismo modo en que los hombres suelen frotar la seda o el pelo de una mujer.

La muchacha dio la vuelta alrededor del sillón hasta quedar de cara al hombre que estaba sentado en él.

– Aquí está -anunció en voz baja. El hombre debió decir algo así como: «¿Qué es esa sangre que tienes en la mano?», porque la muchacha contestó-: Trajo un acompañante. No esperábamos que lo hiciera. Joseph y Bryan se han encargado de él.

El hombre añadió algo más, y la muchacha apartó la mirada, como si se sintiera avergonzada.

Michael esperaba sin saber qué hacer. El estómago empezaba a asentársele y él iba sintiéndose cada vez más descarado. Al fin y al cabo, si hubieran querido asesinarlo, ya lo habrían hecho. Lo necesitaban por algún motivo.

– ¡Exijo ver a mi esposa y a mi hijo! -dijo en voz alta, lo más fuerte que pudo.

La muchacha le dirigió una cortante mirada de desaprobación con aquellos ojos verdes. Pero el brazo de la manga gris hizo un gesto tranquilizador y el hombre volvió a decir algo.

Finalmente, se levantó del sillón, dio la vuelta al mismo y, por primera vez, se enfrentó en carne y hueso con Michael. Un gato gris se escabulló furtivamente alrededor de las botas negras del hombre y miró a Michael con cauteloso odio.

– Azazel -dijo Michael. Y estaba seguro de ello.

El «señor Hillary» avanzó con las manos apoyadas en las caderas y los faldones del abrigo echados hacia atrás. Era más alto en realidad de lo que parecía en el trance hipnótico duchad Pero tenia el mismo pelo blanco y sedoso, la misma cara cincelada, los mismos ojos rojos como la sangre. Y también tenía la misma presencia; si acaso, aún más poderosa. Era la presencia del poder que no tiene edad, de la extraordinaria riqueza y producia la erótica pero aterradora sensación de estar cerca del mismo corazón de la amoralidad más absoluta

Los labios se le estiraron lentamente hacia atrás sobre los dientes en una complicada mueca de burla

– Me parece que no conozco ese nombre. Para ti soy el «señor Hillary». Ahora estamos en un mundo secular y, por lo tanto tenemos que usar nombres seculares

Se acercó un poco más. Medía por lo menos un metro noventa, y Michael se vio obligado a retroceder un poco para no tener que alargar el cuello al mirarlo.

– ¿Con quién has estado hablando? -le preguntó el «señor Hillary».

– ¿Quién te ha hablado de Azazel?

– Quiero que me devuelva a mi esposa y a mi hijo-repuso

Michael-. No tenía usted derecho a llevarselos y tampoco tiene derecho a retenerlos aquí.

El «señor Hillary» hizo una mueca

– Me parece que tengo derecho a protegerme, ¿no crees?

– Amenazando a mi familia, no

– Oh, vamos Michael -le dijo el «señor Hillary»; y alargó una mano para acariciarle suavemente el pelo con los nudillos De nuevo, Michael tuvo aquella alarmante sensación homoerótica Le recorno a columna vertebral como un ciempiés y comenzó a hormiguearle en la entrepierna. Aquel hombre no era corriente, no parecía un hombre en absoluto. Era otra cosa, algo completamente diferente, como si hombre, mujer y bestia estuvieran combinados en un solo ser. El aura que mostraba era mucho más vibrante ahora de lo que había sido en el trance hipnóico de Michael. El «señor Hillary» continuó hablando:- No es que te considere una amenaza, Michael, pero tu insistencia en llevar a cabo la investigación sobre la desafortunada muerte de John OBrien esta resultando bastante inconveniente para muchos de mis amigos. La persecución a que has sometido al pòbre Raymond Moorpath ha sido la gota que colma el vaso. A mí me caía bien Raymond, casi lo amaba. Era maravillosamente corrupto para ser un hombre que había prestado juramento hipocrático. Tenia un sentido de la fragilidad humana altamente desarrollado

– Quiero ver a mi mujer y a mi hijo -repitió Michael con tozudez-. Y no creo que vayan a salirse con la suya al haber asesinado a Víctor Kurylowicz. Yo soy testigo de ello. Veré cómo todos esos chicos blancos como azucenas van a la silla eléctrica junto con su amiguita, aquí presente.

El «señor Hillary» comenzó a pasearse alrededor de Michael pensativamente, mientras el gato se frotaba en las suaves botas negras.

– A lo mejor te gustaría hablar con Hudson, el jefe de policía. Es un buen amigo mío. Yo tengo una casa en Amherst, en la urbanización Holyoke, y viene a visitarnos a menudo. O quizás prefieras hablar con la oficina del fiscal del distrito de Boston. Allí tengo toda clase de amigos. Y también tengo amigos jueces, y propietarios de periódicos, y policías.

»La ventaja de haber vivido mucho tiempo, Michael, es que uno puede mantener las influencias de una generación a otra, de abuelo a padre, de padre a hijo. Se llega a atraer una devoción por parte de amigos y colegas que es única. Y por parte de vuestras mujeres también. Mira a la pobre Jacqueline, aquí presente. Es capaz de sufrir gran dolor sólo para complacerme. Jacqueline nunca sabe si al minuto siguiente estará viva o muerta. Podría matarla ahora. ¡Abrirla en canal y hurgarle un poco las visceras! ¿Crees que yo no lo haría? ¡Y mira cómo se le iluminan los ojos! -La sangre que manaba del corte de la mano de Michael ya había empapado el pañuelo y empezaba a gotear sobre las alfombras. El «señor Hillary» se quedó muy quieto durante un rato mirándolo. Luego dijo-: Está escapándosete la vida en ese goteo, Michael. -Se quitó una bufanda blanca de seda que llevaba al cuello y se la dio a Michael para que éste se la pusiera alrededor de la mano. La bufanda estaba cargada de electricidad estática, y comenzó a crepitar mientras Michael se la ponía. El «señor Hillary» miró directamente a Michael a los ojos, y éste sintió toda clase de extrañas sensaciones dentro de la mente y del cuerpo, una momentánea pérdida de equilibrio, como un leve temblor de tierra-. Vas a ver a tu mujer y a tu hijo, y luego tú y yo hablaremos del camino que hay que seguir en el futuro.

Hizo un casi imperceptible gesto con la cabeza y la muchacha de cara blanca llamada Jacqueline se acercó a la chimenea y tiró de un llamador.

– Ni siquiera sé qué es lo que quiere -observó Michael.

– ¿Qué es lo que quiere cualquiera? -le preguntó el «señor Hillary». Un matiz de melancolía se le reflejaba en la voz-. Amor, emoción, aprecio, comodidad, supervivencia.

– ¿Tiene usted todas esas cosas?

– La supervivencia, sí. Lo del amor tendrías que preguntárselo a los que me rodean. En cuanto al aprecio… sí, bueno, hay muchos que me aprecian. Quizás me aprecien más por mis influencias que por mí mismo, pero…

La puerta se abrió y entraron cinco jóvenes, todos ellos vestidos de negro, todos con gafas oscuras. Tenían la cara tan blanca como la tiza, y tres de ellos llevaban puestos guantes. Se agruparon en torno al «señor Hillary» en actitud protectora.

Tenían un aura que no se parecía a ninguna otra que Michael se hubiera encontrado hasta entonces. Mortal y fría, como flores marchitas envueltas en papel de tela de funerario color negro.

– Mis hijos -le dijo sonriendo el «señor Hillary»-. Mis muchachos blancos como azucenas. Pálidos de tez y perfectamente negros de espíritu. Reza porque nunca te despiertes por la noche, Michael, y te encuentres con que uno de estos jóvenes picaros se halla en tu habitación.

Michael respiró profundamente para coger ánimos. Le dolían los nudillos de una manera infernal.

– ¿Puedo ver ahora a mi esposa y a mi hijo? -repitió.

– Desde luego. ¿Por qué no vienes conmigo? Visitar el faro es un privilegio. Oficialmente está fuera de servicio, ya sabes, pero tengo algunos amigos entre los guardacostas. Yo lo llamo mi retiro. Tengo casas por todas partes, por supuesto. Poseo una maravillosa mansión de antes de la guerra cerca de Charlotte, en Carolina del Norte. Deberías venir a visitarme allí alguna vez. -El «señor Hillary» le hizo una seña con la cabeza y Michael lo siguió por la biblioteca hasta una pequeña puerta cubierta por una cortina que se encontraba en el lado opuesto al que ellos estaban. El «señor Hillary» abrió la puerta y le dijo-: Ven. -Y empezó a subir por el siguiente tramo de las escaleras de caracol. Tres de los chicos blancos como azucenas los seguían a poca distancia. Uno de ellos se quitó las gafas oscuras, y cuando Michael se dio la vuelta para echarle una mirada fugaz, vio que tenía los ojos inyectados en sangre-. Me has preguntado qué es lo que quiero -iba diciéndole el «señor Hillary» a medida que subían. Pasaron por un ventanuco que daba a la orilla del mar, y Michael vio a dos niños que hacían volar una cometa, y, a lo lejos, un yate-. Sólo quiero que los hombres acepten las consecuencias de sus actos, que asuman la culpa que les corresponde en lo que hacen. Y hasta que eso suceda, este mundo seguirá siendo un lugar malvado y caótico.

»Tú tienes cierto recelo sobre mí. Me tienes miedo. Me injuriías, pero también te atraigo, ¿no es así? ¿Y sabes por qué? Porque yo soy la personificación de todos tus pecados, Michael, la personificación de los pecados de todo el mundo. Yo soy el chivo expiatorio. -Se dio la vuelta según subía por las escaleras; los ojos le brillaban-. ¿Tú me amas? ¿Yo te asusto? ¡Bien! ¡Pues entonces puedes tenerme!

Michael se apoyó contra la sólida pared de piedra. Se sentía aterido y exhausto, y la mano le dolía tanto que apenas era capaz de resistir el dolor. La bufanda de seda del «señor Hillary» se había empapado de sangre, que luego se había coagulado, de modo que la tela se le pegaba a la herida abierta. Ni siquiera se atrevía a desprenderla.

El «señor Hillary» le tocó el hombro a Michael y luego continuó conduciéndolo hacia arriba. Por fin llegaron a un rellano estrecho y curvo, donde se encontraba otra puerta. El «señor Hillary» la abrió y acompañó a Michael y a sus muchachos blancos como azucenas hasta el interior.

Aquélla era una habitación sencilla, blanqueada, con una ventana grande de marco metálico que daba al océano. En principio debía de haber sido la sala de recreo de los fareros, porque había en ella un sofá desvencijado, dos sillones que no hacían juego y una mesa de ping pong con el sobre cubierto de fieltro, que ahora estaba atestada de vasos de vino, platos y revistas. Algunos pedazos de papel roto en la pared atestiguaban que allí había habido una gran colección de carteles, a pesar de que todos habían sido arrancados excepto uno, muy descolorido, de los años cincuenta, que era un fotografía de una chica rubia con los labios muy pintados que se sujetaba los pechos como si estuviera sopesándolos.

Patsy y Jason se hallaban sentados en el sofá, a un metro de distancia la una del otro. Tenían los ojos vendados y estaban fuertemente atados con cuerdas. Les habían tapado la boca con esparadrapo y les habían rellenado los oídos con algodón. Patsy llevaba puesta una blusa de cuadros rosa y unos téjanos azules; Jason vestía pantalón corto y la camiseta de Red Sox. Cuando Michael, el «señor Hillary» y los muchachos blancos como azucenas entraron en la habitación, Patsy y Jason no dieron señales de haberse percatado de su presencia. Sordos, mudos y ciegos.

Inmediatamente, Michael hizo ademán de acercarse a Patsy, pero el «señor Hillary» lo sujetó por la manga y tiró de él hacia atrás.

– ¡Desátenlos! -dijo bruscamente Michael-. ¡Quítenles esas mordazas! ¿Qué demonios le pasa? ¡No son más que una mujer y un niño! ¡No tiene por qué tenerlos atados de ese modo!

El «señor Hillary» tiró otra vez de Michael y se lo acercó más a él.

– Es bueno para su nivel de ansiedad -murmuró-. Y también para el tuyo.

Michael respiró profundamente dos o tres veces. Podía notar cómo se abría el suelo, y ahora no deseaba de ninguna manera que eso le ocurriera, no en aquel momento precisamente. Necesitaba estar calmado, sentirse fuerte y conservar el control. Se acabó lo de hundirse en la noche. Se acabó lo de Rocky Woods. La vida de Patsy y Jason dependía de que él conservase el juicio.

– ¿Qué quiere que haga? -le preguntó al «señor Hillary».

Éste le soltó la manga y echó a andar; dio la vuelta al sofá hasta quedar justamente detrás de la cabeza de Patsy. Alargó una mano y, con mucha suavidad, comenzó a acariciarle los desordenados rizos rubios; lo hacía soñadora y lentamente, con los párpados bajados sobre los ojos rojos como la sangre. Patsy movió la cabeza bruscamente e intentó sacudírselo de encima. Emitió un apagado sonido de protesta, pero no pudo hacer nada más.

– Lo que quiero que hagas es muy sencillo -le dijo el «señor Hillary». Quiero que no hagas nada. Quiero que vuelvas a Plymouth Insurance y archives un informe que diga que la muerte de John O'Brien, en tu experta opinión, fue un accidente. Quiero que archives ese expediente y lo olvides.

– ¿Y si no lo hago? ¿O no quiero hacerlo?

El «señor Hillary» siguió acariciándole los rizos a Patsy un poco más, y luego levantó la mano; la expresión que había en su angulosa y atractiva cara era aterradora.

– Ya sabes de qué nos alimentamos. Y sabes cómo lo obtenemos.

Uno de los muchachos blancos como azucenas soltó una carcajada aguda y entrecortada.

– De acuerdo -dijo Michael-. Parece que se ha salido usted con la suya. Accederé a eso. John O'Brien y su familia murieron accidentalmente. Y ahora, por favor, quíteles a mí esposa y a mi hijo esas vendas de los ojos y esas malditas mordazas.

El «señor Hillary» les hizo un gesto con la mano a Joseph y a Bryan, que inmediatamente sacaron unos cuchillos y se pusieron a liberar a Patsy y a Jason. Cuando Bryan le quitó la venda de los ojos, Patsy miró fijamente a Michael y se echó a llorar, a pesar de tener todavía la boca tapada. Bryan le arrancó el esparadrapo y ella dijo entre sollozos:

– ¡Gracias a Dios, Michael! ¡Creí que iban a matarnos!

Michael se adelantó para abrazarla, pero el «señor Hillary» le dirigió una mirada de advertencia para que se quedase donde estaba. A Jason también lo desataron, y también se echó a llorar.

– ¡Papá, me duelen las muñecas!

– Espero que esté contento -le dijo Michael al «señor Hillary». Se sentía tan lleno de rabia que apenas podía hablar-. Lo único que habría tenido que hacer usted era tener una conversación amenazadora conmigo… no hacía falta aterrorizar a mi familia.

Patsy sollozó.

– Nos dijeron que iban a abrirnos en canal… dijeron toda clase de cosas horribles.

– Muy bien -dijo Michael-. ¿Está ya satisfecho? Acabaré mi informe sobre el caso O'Brien esta noche y lo pondré sobre la mesa del señor Bedford a primera hora de la mañana.

El «señor Hillary» esbozó una sonrisa.

– Oh, venga, Michael, no te enfades tanto. Yo sólo estaba protegiendo a mi pequeña prole. Nadie ha recibido ningún daño. No se ha roto ninguna piel, al menos de momento.

– ¿Qué quiere decir con eso de «al menos de momento»?

– No pensarás que yo voy a dejar que, simplemente, salgáis de aquí y os marchéis a casa en el coche, ¿verdad?

– Entonces, ¿qué? -exigió Michael-. ¿Qué más quiere?

– Michael… al parecer no acabas de comprender lo que eres, ni siquiera ahora.

– Puede que no, pero le aseguro que sé lo que es usted.

El «señor Hillary» se pasó una mano por el cabello blanco y sedoso, como si fuera una actriz.

– Tú no tienes la menor idea de lo que yo soy. No sabes nada de lo que fui en un principio, y tampoco sabes qué soy ahora.

– He visto lo que le ha hecho a Víctor Kurylowicz, a John O'Brien y a su familia, y a todas las víctimas del desastre aéreo de Rocky Woods. Cualquier persona que sea capaz de hacer cosas como ésas es un maníaco y un sádico, y eso es lo que es usted.

Al «señor Hillary» le brillaron los ojos de ira.

– Yo era un peregrino y un ser de total pureza. Yo era un mensajero de Dios. En aquellos tiempos, los mensajeros de Dios podían caminar abiertamente entre los hombres, cosa que hoy en día no hacen porque tienen demasiado miedo. Entonces, aquellos supersticiosos e ignorantes levitas me capturaron y me escogieron para que expiase todos sus pecados; y mi pureza fue corrompida, y mi inocencia fue manchada hasta hacerse tan negra como la sangre. ¿Crees que tu amigo Victor, Sissy O'Brien, o alguna de las personas que murieron en Rocky Woods han sufrido? Tú no tienes idea de lo que significa sufrir, Michael. No sabes lo que supone cargar con las mezquindades de toda una nación. -Se detuvo y se limpió los labios con la punta de los dedos-. Durante veinte años viví como un paria, un verdadero infierno sobre la tierra. Nadie me aceptaba entre ellos, nadie me acogía. Pero una mañana en que yo iba caminando hacia el sol, me encontré con que alguien caminaba a mi lado. Y al día siguiente otro se unió a nosotros, a cierta distancia. Al cabo de una semana éramos muchos.

«Eran los seirim. La más primitiva de las tribus semíticas, llamados los demonios-cabras, a los que solían ofrecer sacrificios en una hoguera. Desde luego no eran auténticos demonios-cabras; en realidad se trataba de estas personas, los hombres blancos blancos, los muchachos blancos como azucenas. Los hijos bastardos de aquellos seres que vosotros llamabais ángeles. Insomnes y corruptos, los seirim también eran parias y chivos expiatorios. Había habido un tiempo en que Rehoboam había nombrado sacerdotes para que los sirvieran, pero con la venida de Moisés y Aarón se los persiguió y se los vilipendió, y Josías destruyó todos sus campamentos y sus lugares de culto.

«Ellos son mi familia -continuó diciendo el «señor Hillary» en voz aún más baja-; ellos son mi tribu. Ellos me acogieron cuando nadie quería acogerme, y ellos caminaron a mi lado cuando todos los demás me volvían la espalda y hacían la señal del mal de ojo.

«Vivimos juntos, y los seirim tomaron esposas, y sus esposas tuvieron hijos. La sangre de los muchachos blancos como azucenas corre por las venas de muchas personas, Michael. Cualquiera que sueñe conmigo, cualquiera que sepa que la muerte anida como una araña gris en el fondo de su mente, es porque es descendiente de los muchachos blancos como azucenas.

»John O'Brien me veía en sus sueños; y tú también. Porque yo puedo decirte quién eres tú, Michael, eres un descendiente lejano de aquellas personas. Quizás de Joseph, quizás de Bryan. O podría ser de Thomas. Pero esa sangre que te mana de la mano es también nuestra sangre.

Michael se quedó en silencio un momento. Luego dijo:

– ¿Qué va a hacer con nosotros?

El «señor Hillary» le dirigió una sonrisa burlona.

– Voy a enseñarte lo que es expiar tus pecados y los pecados de otras personas. Voy a proporcionaros el gozo del exquisito sufrimiento.

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