SEIS

Al salir del coche, Michael vio el humo que se elevaba desde el distrito de Roxbury; permaneció de pie un rato en el aparcamiento contemplándolo y escuchando el distante y apagado ulular de sirenas. Algunos helicópteros revoloteaban en el cielo; describían círculos sobre la Combat Zone, en una especie de danza aérea, y luego se alejaban de nuevo.

Era un día húmedo, no soplaba la brisa y el aire tenía cierto sabor a cobre, como las monedas de penique. El informe meteorológico de aquella mañana había previsto tormentas eléctricas y copiosas lluvias.

Michael cerró el coche y atravesó el aparcamiento hacia la entrada del Hospital Central de Boston haciendo tintinear las llaves. Había llegado en coche desde New Seabury la tarde anterior y había pasado la noche en el sofá de Joe Garboden. Aquella mañana se había presentado en la compañía Plymouth Insurance con un tenue dolor de cabeza producido por la alta presión atmosférica, aunque ayudado e instigado por la botella de whisky que habían apurado entre Joe y él para celebrar el regreso de Michael. Ya le habían dado la bienvenida oficial por su vuelta a Plymouth Insurance, y le habían entregado una carpeta de anillas marrón donde se leía: «O'BRIEN.»

Había estado leyendo la mayor parte del expediente mientras se comía a solas una hamburguesa con queso y se bebía una cerveza en el Clarke's Saloon, enfrente de Faneuil Hall. Había querido estudiar detenidamente todos los antecedentes antes de encontrarse cara a cara con Kevin Murray y Arthur Rolbein, los dos investigadores que habían estado representando los intereses de Plymouth Insurance hasta aquel momento.

Era consciente de que, probablemente, les sentaría mal que lo hubieran metido a él en aquello; Kevin Murray había hecho todo lo que había podido, pero la policía y el forense le habían proporcionado solamente una información superficial, y el portavoz de la Administración Federal de Aviación había respondido invariablemente a todas sus preguntas con un «a partir de este punto, no estamos en situación de hacer especulaciones».

En el expediente había una anotación interesante de Arthur Rolbein. Había hablado con el propietario del yate que se había acercado remando hasta la costa en un bote neumático después de ver cómo se estrellaba el helicóptero de John O'Brien en la playa Nantasket. Era un director de publicidad de Nueva York llamado Neal Masky, y poseía una pequeña casa de veraneo en Cohasset.

«Masky: Después de que el helicóptero se estrelló en la playa, todo quedó sumido en un silencio increíble durante un buen rato. No sé, por lo menos tres o cuatro minutos. Cambié el rumbo y fue entonces cuando vi una camioneta negra o azul oscuro aparcada no demasiado lejos de los restos del helicóptero. No sabía cómo había podido llegar hasta allí… yo no la había visto acercarse después del choque, aunque es posible que no la viera porque estaba muy ocupado virando contra el viento, y el helicóptero me obstruía la visión. De todos modos, yo estaba tan preocupado por la gente del helicóptero que después del accidente seguí mirando todo el rato hacia allí para ver si se veían señales de vida, y estoy seguro de que me habría dado cuenta si entonces se hubiera acercado una camioneta. No comprendo cómo pudo pasarme inadvertida. Yo me imagino que ya se encontraba allí estacionada… ya sabe, desde antes de que el helicóptero se estrellase.

»Rolbein: Dice usted que vio a alguien rondando entre los restos. Alguien que llevaba un abrigo negro.

«Masky: Eso es. No podría darles a ustedes ningún tipo de detalles, se trataba de un abrigo muy abultado. Bueno… no estoy del todo seguro de que abultado sea la palabra apropiada. Puede que voluminoso.

«Rolbein: ¿Qué estaba haciendo esa persona, qué alcanzó usted a distinguir?

«Masky: Aquella persona llevaba cierto tipo de maquinaria, un tipo de herramienta cortante, como la que utilizan los bomberos en los accidentes de tráfico. Entonces oí que el generador se ponía en marcha, y vi a aquel individuo levantar las cizallas como una especie de pinzas de cangrejo metálicas.

«Rolbein: Las mandíbulas de la vida.»

Masky: ¿Es así como las llaman? No lo sabía. A mí me parecieron unas pinzas de cangrejo.

«Rolbein: Entonces, ¿vio usted a esa persona sacar algo de los restos del helicóptero? ¿Estoy en lo cierto?

»Masky: Cierto, así es. No puedo aventurarme a suponer qué era. Grité, pero yo todavía estaba demasiado lejos para que me oyera. Empecé a remar más rápido, pero, naturalmente, cuando uno rema en un bote neumático lo hace de espaldas a la dirección en que viaja, y lo siguiente que noté fue el enorme ruido de una explosión. Después sentí una ráfaga de calor en la nuca, y vi que aquel puñetero helicóptero se había incendiado de punta a punta.

«Rolbein: ¿Y no vio hacia dónde fue la camioneta?

»Masky: Sólo había un camino por donde pudo haberse ido, de vuelta a lo largo de Sagamore Head y luego hacia el norte o el sur por la carretera de Nantasket. Si se va hacia el norte, uno se dirige hacia Hull y hacia la playa Stoney, y luego ya no se puede continuar más, a no ser que se coja el ferry de pasajeros.

«Rolbein: Pero, ¿usted no la vio marcharse?

«Masky: No, señor. No la vi.»

Debajo de la transcripción, Rolbein había escrito con bolígrafo unas observaciones para sí mismo: «Cabe la posibilidad de que la camioneta estuviera aparcada en Sagamore Head simplemente por casualidad, y que el conductor se aprovechase del accidente para saquear los restos. Pero el conductor de la camioneta cargaba con lo que al parecer era una herramienta profesional para cortar metales, una Holmatro o similar, un hecho que los informes que la policía ha proporcionado a la prensa han olvidado mencionar. (¿Por qué?) El conductor utilizó esa herramienta para facilitar el acceso a lo que quiera que fuese lo que quería. Esa persona, por lo tanto, estaba muy bien preparada para lo que debe ser considerado con muchas reservas como un accidente. Según nuestros ordenadores, si alguien se detuviera en un punto cualquiera, elegido al azar, de la línea de la costa de Massachusetts con la esperanza de que por allí cerca ocurriese un accidente de helicóptero, las probabilidades de que ello fuera así serían de 87 234 000 a 1, y la persona en cuestión podría estar allí plantada 239 000 años sin conseguirlo. De modo que podemos suponer que el conductor de la camioneta debía de saber previamente que el helicóptero de O'Brien iba a estrellarse allí. ¿Cómo es posible que lo supiera? Cabe la posibilidad de que lo hicieran estrellarse allí a propósito. ¿Con un misil, algo que hasta ahora no se ha hecho público o no se ha detectado? ¿Con un rifle o con un arma de fuego antiaéreo? (En ese caso, no habría logrado hacerlo con tanta puntería… tan sólo un error de pocos metros y el helicóptero habría ido a caer directamente al mar.) Por medio de un piloto suicida? Nota: comprobar el historial médico personal del piloto… y dudar del informe del forense. Puede que sufriese una enfermedad en fase terminal y quisiera que su familia se beneficiase del seguro de accidentes. Recuérdese el caso de las Líneas Aéreas Pan American contra Roddick.»

Michael había estado hojeando el resto de la carpeta, pero las observaciones de Rolbein eran, con mucho, los pensamientos más ocurrentes de todo el expediente. Había llamado por teléfono a Rolbein y le había dejado un mensaje en el contestador automático pidiéndole una cita en los próximos días. Entretanto fue a visitar el Hospital Central de Boston para entrevistarse con el doctor Raymond Moorpath, quien había llevado a cabo el examen médico de las víctimas del accidente de helicóptero de O'Brien a requerimiento especial del jefe de policía de Boston, Homer T. Hudson.

En otro tiempo, el Hospital Central de Boston había sido un hospital metropolitano sucio y descuidado, lleno de yonquis con la cabeza gacha que pululaban por los pasillos, sangre en los retretes y alcohólicos gritando en todos los pisos. Había cerrado en 1981 por falta de fondos, pero seis años después había ido a caer bajo el control de un poderoso consorcio de financieros, promotores inmobiliarios y médicos acaudalados. Se restauró y volvió a recuperar aquella grandeza gótica de ladrillos rojos. Todas las habitaciones eran de lujo. Para aquellos que podían permitirse pagar, o para quienes poseían pólizas de seguros médicos, el Hospital Central ofrecía tratamientos de vanguardia para enfermedades cardiovasculares, complicaciones diabéticas, cáncer, sida y trasplantes. En el Hospital Central de Boston se podía recibir fotoféresis para combatir ciertas enfermedades, o terapia de neutrones para desintegrar tumores cerebrales, o la implantación de un catéter para regular por frecuencia de radio los latidos irregulares del corazón.

El Hospital Central se había convertido en el templo dorado de la medicina moderna, y el doctor Raymond Moorpath era uno de sus más excelsos sacerdotes.

Michael tuvo que esperar en el vestíbulo de la planta baja durante casi quince minutos; se entretuvo paseando por el brillante suelo de mosaico; luego examinó los retratos al óleo de eminentes médicos de Boston que había colgados de las paredes, y finalmente se sentó en un enorme sofá de cuero tostado y se puso a hojear folletos sobre liposucción que ofrecían «un modelado de cuerpo para que usted sea más deseable… eliminamos las "cartucheras" de los muslos, el abdomen "protuberante”, las “asas del amor", la doble papada y agrandamos el pecho de los varones.

La recepcionista, una muchacha morena con ojos de resplandeciente color violeta a la luz de la lámpara que había sobre su mesa, y que iba ataviada con una pequeña cofia que imitaba las que suelen llevar las enfermeras, se inclinó de pronto hacia adelante y le dijo:

– ¿Señor Rearden? El doctor Moorpath lo recibirá ahora. Octavo piso, puerta 8202.

El suelo del hospital estaba cubierto con una mullida moqueta y olía como los hoteles más que como los hospitales. De las paredes colgaban cuadros abstractos, enrevesados y vacilantes que daban la impresión de haber sido pintados por neuróticos y adquiridos por filisteos. Michael pasó junto a un hombre de pelo blanco que estaba en una silla de ruedas. El hombre le dirigió una mirada llena de furia y le preguntó con voz exigente:

– ¿Es usted Lloyd Bridges?

Encontró al doctor Moorpath jugando al golf en un enorme despacho de techo alto que hacía esquina. La vista a través de las ventanas era borrosa, pero Michael consiguió distinguir a tan sólo unos quilómetros de distancia el terrible resplandor naranja del fuego, un humo marrón que se levantaba densa y perezosamente en el aire, y helicópteros que revoloteaban como libélulas. Nada de aquello parecía perturbar al doctor Moorpath, si es que se había percatado de ello. A Michael le dio la impresión de que aquello al médico le producía, hasta cierto punto, un malicioso gozo. Cualquier cosa que los pobres y los desamparados hicieran para hundirse más en la miseria sólo servía para poner en evidencia aún más su estupidez. Ésa era la opinión del doctor Moorpath.

– Nadie ha tenido nunca en cuenta que quizás disfruten realmente sintiéndose desvalidos. Eso les proporciona cierta sensación de importancia.

El despacho estaba amueblado en un estilo que se suponía que reflejaba la grandeza y solidez de una casa de campo inglesa, con paredes cubiertas de paneles de roble, una imponente chimenea de piedra y un escritorio con el sobre de piel, que era casi lo bastante grande como para albergar a una de aquellas familias pobres y desamparadas de las que siempre estaba quejándose el doctor Moorpath. En la pared de enfrente había un vasto cuadro al óleo de la caza del zorro en Inglaterra, una llamarada de chaquetas rojas, brillantes sombreros y botas, lustrosas.

El doctor Moorpath era un hombre gigantesco, el tipo de hombre capaz de llenar un ascensor él solo. Tenía el rostro grande, y las cejas negras y muy pobladas; llevaba el brillante pelo negro, del mismo color que los cuervos, solemnemente peinado hacia atrás desde la frente. La negrura del cabello era tan intensa que hacía sospechar que era teñido: una vanidad tan cruda y evidente que chocaba de lleno con su compleja personalidad, y que Michael nunca había sido capaz de comprender. El doctor Moorpath iba enfundado en una cara chaqueta de punto marrón de cuello grande, llevaba pantalones de pana muy holgados y unas sandalias de monje con calcetines verde oscuro.

El doctor Moorpath se había licenciado en la Facultad de Medicina de Harvard con matrícula de honor en patología, y durante dos décadas había sido uno de los médicos forenses más dedicados a su trabajo de todo el Estado. Había escrito el libro definitivo sobre entomología forense, en el que explicaba con precisión cómo se podía averiguar la fecha y hora de la muerte por el desarrollo de las moscas de la carne en el interior del cadáver. El ciclo vital de los sarcophaga carnara en el establecimiento de la hora de defunción, más conocido por los estudiantes de medicina como Las moscas de Moorpath.

Pero la feroz política interna que existía en la oficina del forense le había impedido el ascenso repetidamente; doce años atrás, enfadado y frustrado, había decidido aceptar una oferta de Brigham & Women's para pasar a formar parte de su departamento de Patología; y cuando se inauguró el Hospital Central de Boston, había tomado posesión en él como jefe de patología. Se había hecho rico y respetado, se había ganado la aversión total de algunos y hablaba mucho y más fuerte que nunca.

– ¡Michael! -exclamó con una voz que retumbó por toda la habitación-. ¡Qué maravillosa sorpresa! ¡Debe de hacer por lo menos cinco años!

– Casi -dijo Michael. Estrechó la enorme mano del doctor Moorpath y, como siempre había ocurrido, aquellos dedos del tamaño de un plátano le hicieron sentirse como un niño.

– Había oído decir que lo habías dejado -le comentó el doctor Moorpath, como si dejar el trabajo fuese algo de tan mal gusto como orinar en público.

Bueno, sí, en cierto modo -repuso Michael al tiempo que echaba un vistazo por la habitación-. He tenido algunos problemas con los nervios.

– También he oído decirlo, sí. Supongo que hay siques que son capaces de soportar la tensión y otras que no. La muerte no resulta atractiva ni siquiera en el mejor de los casos, ¿no es así? En estos momentos estoy llevando a cabo un trabajo muy interesante sobre la gangrena, sobre todo me ocupo de la gangrena producida por aplastamiento o causada por quemaduras. Fascinante… pero nada atractivo.

– Menudo despacho tiene usted aquí -comentó Michael

– Vaya, gracias. Me gusta pensar que le confiere cierta dignidad a una profesión que carece notoriamente de ella. Las proporciones son ligeramente diferentes y el techo algo más bajo pero aparte de eso, es una réplica casi exacta del salón principal de Foxley Hall, en Huntingdonshire, Inglaterra. A excepción, claro está, del equipo de alta tecnología.

Se acercó a un magnífico aparador de estilo jacobino, lo abrió y se convirtió en un escritorio. Dentro había tres teléfonos, un ordenador de sobremesa y un fax.

– Y mira esto -dijo riendo. Abrió un estrecho armario de roble que había al lado y dejó a la vista un lector interactivo de discos compactos-. Me gusta el golf interactivo… y puedo practicarlo entre un caso y otro.

– Estoy impresionado -observó Michael.

El doctor Moorpath cerró las puertas y le preguntó:

– ¿Quieres algo de beber? Tengo un jerez seco muy bueno. También hay whisky escocés. O cerveza, si lo prefieres. ¿Has probado la cerveza de Tailandia? Es muy buena. Te tomas seis botellas y entiendes el tailandés sin necesidad de ningún aprendizaje. «No te dejes deslumbrar por el honor», es un buen proverbio tailandés antiguo.

– En estos momentos intento mantener la cabeza clara -respondió Michael.

– Bien… probablemente sea una sabia decisión -convino el doctor Moorpath. De todos modos, él se sirvió una buena dosis de whisky y se la acercó a la nariz durante unos instantes, como si fuera una máscara de oxígeno, para respirar los vahos. Luego dijo-: Ahhh… no hay nada como esto.

– Estará preguntándose por qué quería verlo -empezó a decir Michael.

– Mi secretaría me ha explicado que se trata de repasar algunos de mis viejos casos. ¿Estás escribiendo tus memorias? ¿O reviviendo tus pesadillas? ¿Qué casos concretos tienes en mente?

Ninguno, me temo. No le dije la verdad del todo.

El doctor Moorpath instaló su enorme trasero en el brazo del sofá.

– Sin embargo, hemos trabajado en algunos verdaderamente buenos, ¿no es cierto? ¿Cuál fue el último? Aquel accidente de motora en aguas de la isla Spectacle, ¿no? El de la encantadora señora de Deerhart III, que era lo bastante rica como para comprarse cualquier cosa excepto sus pies amputados.

– Michael sonrió tristemente y asintió.

Consiguió más de siete millones de dólares, cosa que casi compensaba los pies. Y ahora puede bailar muy bien.

Bien, mejor para ella -dijo el doctor Moorpath-. Eso es más de lo que yo puedo hacer. Mi cuarta esposa dice que bailo como Godzilla. Tú no conoces a Jane, ¿verdad? Nos casamos en abril en Santa Cruz Huatullo. Una chica preciosa… lista, joven, y brillante anfitriona. Quedó finalista para el Playmate del mes.

Se quedó pensando durante unos instantes y luego carraspeó ruidosamente-. A mí no me habría importado que lo hiciera, quiero decir lo del Playmate del mes, no me malinterpretes, pero me alegro de que al final no lo hiciera.

– La verdadera razón por la que estoy aquí -comenzó a explicarle Michael- es porque Plymouth Insurance me ha contratado para que investigue el accidente de John O'Brien. -El doctor Moorpath se tapó los ojos con la mano derecha. Permaneció así durante casi un minuto, sin decir nada, pero cuando retiró la mano, miró a Michael fijamente y con profunda revulsión y desconfianza, como si éste acabara de denunciarle al departamento de Bienestar Social por abusar de sus hijas. Michael, esforzándose por mantener el ritmo de la respiración dentro de los límites de la normalidad, continuó hablando-: Me gustaría hacerle un par de preguntas, si me lo permite.

El doctor Moorpath empezó a mostrarse hostil.

– Ya he hablado con alguien de la Plymouth. ¿Cómo se llamaba? Ballpen, o algo así.

– Rolbein -le corrigió Michael-. Estupendo, sí. Rolbein inforrnó de que usted se había mostrado dispuesto a cooperar, Pero sólo hasta cierto punto. El problema fue que usted no estaba dispuesto a llegar muy lejos. Ha retenido muchísima información importante. Como, por ejemplo, el informe preliminar de la autopsia, o algunas copias de los certificados de defunción, o cuántos individuos murieron en ese accidente, y si había alguna diferencia entre el número de cadáveres que fueron hallados en el siniestro y el número de personas que habían subido a bordo del helicóptero en casa del señor O'Brien. Es decir, que estamos hablando de una reclamación de seguro muy sustanciosa, Raymond, un auténtico quebradero de cabeza, y necesitamos esa información.

– ¿Por qué crees que el jefe de policía me pidió a mí que me ocupara de la autopsia? -le preguntó Moorpath-. Y con ello quiero decir que me lo pidió personalmente.

Se llevó una mano a la oreja con el pulgar y el meñique extendidos, imitando una llamada telefónica.

– Confío en que se lo pidiera por discreción -repuso Michael-. Si hubieran llevado esos cuerpos al depósito municipal, el Globe habría sacado fotografías en portada de los cadáveres en sus respectivas camillas. «La familia O'Brien unida en la muerte», habría sido el titular. O algo así.

– Exacto -dijo el doctor Moorpath-. Me envió a mí aquellos restos porque los cuerpos de la familia de John O'Brien no son carroña, no son sólo carne de la calle. John O'Brien era juez del Tribunal Supremo, y el padre de John O'Brien fue amigo de mi padre; y toda esta tragedia exige cierta dosis de intimidad, y dignidad, y comedimiento, y hay que evitar todo tipo de comentario apresurado hecho a tontas y a locas.

– Algunas personas piensan que sólo se insiste en salvaguardar la intimidad cuando se tiene algo que ocultar.

El doctor Moorpath se quedó pensando durante unos instantes y luego dejó escapar un gruñido, una especia de zumbido hecho con la laringe. Michael advirtió que el médico se había irritado profundamente. Pero resultaba muy difícil resistir la tentación de irritarlo aún más. El doctor Moorpath nunca había mirado con buenos ojos a los tontos ni a los disidentes; y nunca había podido contener la rabia cuando alguien ponía en tela de juicio alguno de sus diagnósticos clínicos. Pero Michael se había dado cuenta en seguida de que cuanto más se enfadaba el doctor Moorpath, menos seguro estaba del terreno que pisaba; y aquel arrebato de furia era precisamente la señal para no retroceder, sino para insistir más y continuar profundizando.

– ¿Ha terminado el examen preliminar? -le preguntó.

– Cuando lo haya hecho, lo haré llegar por los conductos apropiados.

– Entonces, ¿no lo ha terminado todavía?

– No he dicho eso.

– Entonces, ¿lo ha terminado?

– Tampoco he dicho eso.

– Raymond… por el amor de Dios. Usted tiene un trabajo que hacer y yo tengo otro. Ese hombre está muerto; toda su familia está muerta. ¿A quién va a hacerle daño?

El doctor Moorpath le lanzó una de aquellas fulgurantes miradas suyas.

– En realidad, tú no lo entenderías.

– Póngame usted a prueba, Raymond. Mis jefes se enfrentan a la perspectiva de tener que pagar millones y millones y millones de dólares, lo que significa que tendrán muchísimo menos interés en invertir dinero en beneficio de otros clientes, y mucho menos dinero aún para comprarse Maseratis y jacuzzis fabricados con baldosas de mármol. Van a coger un buen cabreo, y yo también voy a cogerlo, porque ellos no van a estar seriamente cabreados con usted, estarán seriamente cabreados conmigo.

El doctor Moorpath dio un trago de whisky y se estremeció ligeramente, como si alguien hubiese pasado junto a su tumba, se hubiera detenido allí y hubiese sonreído.

– No has cambiado, ¿verdad? -le preguntó a Michael con una sonrisa exenta de humor.

– Déjeme ver el informe -le pidió Michael, aunque en realidad no deseaba verlo. No hacía más que pensar en cuerpos carbonizados y encogidos. Muecas como la sonrisa de una máscara, dientes descubiertos por el fuego.

El doctor Moorpath negó con la cabeza.

– Realmente no lo comprenderías, Michael. Cuando un hombre como John O'Brien resulta muerto repentinamente… bueno, el hecho tiene repercusiones políticas, legales, financieras… No se trata de cualquier familia de domingueros que vuelve a casa en su furgoneta por la autopista, o de un borracho cualquiera que muere en un callejón. Es un tema muy delicado. Un tema que hay que tratar a muchos niveles diferentes.

– Eso lo entiendo -dijo Michael-. Pero Plymouth Insurance tiene tanto interés en John O'Brien como cualquiera. O quizás más.

El doctor Moorpath se encogió de hombros. Se comportaba como si estuviera ligeramente borracho, y resultaba evidente que no se sentía útil. Michael permaneció sentado mirándolo y pensó: «Hay que ver cómo son las personas abnegadas cuando caen. No hay nadie más resentido, testarudo y encerrado en sí mismo que un idealista que ha abandonado sus ideales.»

Pasaron algunos minutos. Por la ventana se veía el humo que seguía subiendo hacia el cielo de verano. Parecía un montón de coliflores sucias. El doctor Moorpath se terminó el whisky y ni siquiera se tomó la molestia de hablar. Michael continuó sentado observándolo; era consciente de que no iba a hacer ningún progreso, pero, extrañamente, se sentía reacio a marcharse. Como si el doctor Moorpath de repente fuese a ceder y decidiera contárselo todo. O como si fuera a presentarse alguna señal extraordinaria, una reluciente paloma caída del cielo, por ejemplo.

– Tienes un chico, ¿no? -le preguntó el doctor Moorpath en un tono inesperadamente coloquial.

– Sí, se llama Jason. Es estupendo. Ahora tiene trece años. Ha sufrido algunos problemas de lectura, pero…

– Yo también tengo hijos -dijo el doctor Moorpath-. Juniper, la mayor, tiene ya veintisiete, es mayor que Jane. Creo que, en resumen, me odia. Bueno, es feminista. Resulta extraña la manera en que las feministas odian a los hombres. Soy de la opinión de que la primera tarea de una feminista tendría que ser hacerse amiga de los hombres… convertirlos en sus aliados, más que en sus enemigos.

– ¿Va a dejarme ver ese expediente? -le preguntó Michael.

El doctor Moorpath levantó la vista, alzó una ceja y dijo:

– ¿Qué?

Y entonces es cuando Michael comprendió que no era que el doctor Moorpath estuviera borracho, sino que estaba dejando las cosas claras. Estaba diciéndole a Michael, sin demasiadas palabras, que el tema de John O'Brien quedaba fuera de los límites, que bajo ningún concepto estaba dispuesto a hablar de ello y que no deseaba que le hiciesen preguntas al respecto.

– Me parece -dijo Michael- que voy a probar esa cerveza tailandesa.

De pronto notó que tenía la garganta seca. Le sobrevino cierta sensación de peligro… de un peligro procedente de alguna dirección inesperada, como si fuera un nadador y algo muy grande, oscuro y amorfo estuviera acercándose a él por debajo, algo así como un enorme pulpo negro que emergiera de las profundidades del mar.

El doctor Moorpath abrió una nevera que por fuera parecía un pequeño escritorio Victoriano de nogal, un pequeño escritorio para «señoritas de cultura». Sacó una botella de cerveza cubierta de escarcha y la abrió.

– Parece Armagedón, la lucha final, ¿verdad? -comentó indicando con la cabeza hacia el lugar del centro de la ciudad donde se elevaba el humo-. ¿Qué era lo que solían decir? «Armagedón, Armagedón, Armagedón, fuera de aquí.»

– Tenemos ciertos problemas que nos impiden avanzar en la investigación del caso O'Brien -continuó diciendo Michael sin dejar de mirar atentamente al doctor Moorpath mientras éste le servía la cerveza.

– Bueno… teniendo en cuenta las circunstancias, es lo que cabe esperar.

– Ni siquiera estoy seguro de cuáles son en realidad las circunstancias.

– Las circunstancias son que el nombramiento de John O'Brien iba a inclinar por fin la balanza en contra de los jueces del ala derecha que Richard Nixon había instalado con anterioridad. E incluso mucho más que eso. El nombramiento de John O'Brien iba a cambiar América para siempre.

– ¿Usted lo apoyaba? -quiso saber Michael.

La verdadera expresión del rostro del doctor Moorpath quedaba oculta entre luces y sombras.

– Yo soy patólogo -repuso-. Yo me ocupo de la carne, no de ideales políticos.

Michael estaba a punto de seguir acosando al doctor Moorpath cuando se oyeron unos golpes rápidos y rutinarios a la puerta y un médico moreno, con barba y aspecto preocupado entró apresuradamente en la oficina.

– Doctor Moorpath, siento interrumpirle, pero acaban de traer algunas víctimas de las luchas callejeras. El jefe de policía y el ayudante del fiscal del distrito tienen mucho interés en que usted los vea, por lo visto hay ciertas…

Vio a Michael y se interrumpió a media frase. Pero Michael adivinó que el médico iba a decir: «Por lo visto hay ciertas dudas acerca de quién los mató y cómo.» Los policías de la Combat Zone eran muy dados a disparar contra los yummies.

– Muy bien -dijo el doctor Moorpath; y se puso en pie. Se volvió hacia Michael y le preguntó con el tono de quien da el asunto por terminado-: ¿Sí, Michael? ¿Algo más?

– Pues en realidad, sí -repuso Michael-. Quería hacerle algunas preguntas sobre tiempos y procedimientos. Qué hizo usted cuando llegaron aquí los cadáveres, y quién los manejó.

– ¿No podríamos esperar hasta mañana? -le preguntó el doctor Moorpath con impaciencia al tiempo que se ponía rápidamente la bata blanca.

– Si quiere le invito a comer -dijo Michael.

– Te lo agradezco, Michael, pero tengo compromiso para todas las comidas.

– ¿En Jasper's?

– Gracias. Me tienta, pero no. Lo siento.

– De acuerdo… -dijo Michael mientras se ponía en pie-.

No sé cómo se lo tomará el viejo Bedford, pero… ¿qué? ¿Siguen ustedes jugando al golf juntos, no?

El doctor Moorpath consultó su reluciente reloj de pulsera.

– Escucha, Michael… no tardaré mucho. Dame veinte minutos. Lee unas revistas mientras tanto. Janice te traerá café.

Michael volvió a sentarse.

– Raymond… estoy seguro de que Edgard sabrá apreciarlo.

Pero el doctor Moorpath ya había salido por la puerta como un torbellino dejando a Michael solo en aquella casa de campo en un octavo piso, sin otra compañía que el silencio, la frialdad del aire acondicionado y una panorámica de Boston en llamas.

Se dio una vuelta por la habitación. Cogió una figura de porcelana que representaba una pastora y leyó la etiqueta que había en la base. «Antigüedades Oliver Sutton, Londres. Staffordshire, 1815. Garantía de autenticidad.» Con mucho cuidado volvió a dejarla donde estaba. No le gustaban demasiado las antigüedades. No le gustaba pensar que la gente que las había creado y aquellos que las habían comprado por primera vez llevaban largo tiempo muertos y olvidados, sin que se recordasen sus nombres, y que sus vidas habían volado como el polvo.

Se acercó a la ventana y se quedó contemplando el humo que se elevaba hacia el cielo y el intenso tráfico. Ocho pisos más abajo, en el aparcamiento del hospital, vio a dos médicos, que parecían en miniatura desde donde él se encontraba, que se acercaban el uno al otro caminando y entablaban una conversación. Observó cómo ambos volvían la cabeza para ver pasar una enfermera a paso vivo.

Todavía estaba mirando por la ventana cuando se abrió la puerta a sus espaldas.

– Oh, perdone… -dijo una voz femenina-. Estoy buscando al doctor Moorpath.

Entonces Michael dio media vuelta. Una muchacha morena y alta, vestida con un traje de chaqueta a rayas grises, se encontraba de pie junto a la puerta; llevaba en la mano tres sobres de papel manila.

– No se preocupe… -dijo Michael-. Al doctor Moorpath lo han llamado para que baje a urgencias.

– Es que tengo que entregarle estas fotografías. Las quería con urgencia.

– Puede dejarlas aquí. Volverá en un par de minutos.

La muchacha apretó los sobres contra el pecho en actitud protectora.

– No sé… me han dicho que se las entregue al doctor Moorpath en persona.

– Bueno… Si quiere, puede esperar. No tardará mucho.

La muchacha consultó ansiosamente el reloj; luego entró en el despacho y se dispuso a esperar con impaciencia, sin dejar de trasladar el peso de su cuerpo de un pie a otro; se le notaba muy nerviosa. Michael pensó que era muy atractiva: se parecía bastante a Linda Cárter cuando actuaba en Wonder Wornan. El traje de chaqueta estaba un poco sucio, pero ella tenía un gran tipo y los ojos de color azul jacinto brillante.

– Tengo una cita a las doce para comer -dijo ella con una sonrisa que se esfumó rápidamente.

– El doctor Moorpath no tardará demasiado -le aseguró Michael para tranquilizarla.

– Son ampliaciones, ¿sabe? -le explicó la chica-. El doctor Moorpath pidió unas ampliaciones contrastadas por ordenador.

Michael hizo un gesto de asentimiento. En realidad no le interesaba.

– Vaya guerra está desarrollándose allá abajo -comentó al tiempo que hacía un gesto con la cabeza hacia el humo que se elevaba y hacia los helicópteros que volaban en círculo.

La chica sonrió, se removió inquieta y miró el reloj por segunda vez. Por ñn dijo:

– Escuche… voy verdaderamente justa de tiempo. Si dejo las ampliaciones aquí, ¿podría usted encargarse de entregárselas al doctor Moorpath? Quiero decir en mano. Es realmente importante.

– Desde luego -aceptó Michael-. Déjelas ahí, sobre la mesa. Me encargaré de entregárselas.

– Gracias -dijo la chica aturrullada-. Me ha salvado usted la vida.

Y dicho esto, dejó los sobres encima de la mesa del doctor Moorpath, le tiró un beso con la mano a Michael y se marchó. Michael dio un sorbo de cerveza y sonrió para sus adentros. Si hubiese estado soltero, le habría preguntado a aquella chica si quería salir con él. O al menos le habría preguntado cuál era su signo del zodíaco. Sagitario, supuso. Indecisa y atolondrada.

Transcurrieron diez minutos, luego veinte, y el doctor MoorPath no regresaba. Michael oyó sirenas abajo, y vio que llegaban tres ambulancias más con las luces encendidas. Se abrieron las puertas y algunos sanitarios en miniatura se apresuraron a trasladar a las víctimas, también en miniatura. Michael no quería mirar. De pronto le invadió una sensación de vértigo, como si estuviera a punto de caerse a la pista de hormigón que había cuarenta metros debajo de él. Súbitamente le invadió el recuerdo de cuerpos destrozados y de árboles de los que brotaban manos humanas.

Estuvo deambulando por el despacho del doctor Moorpath durante algún tiempo más, procurando mantenerse alejado de la ventana. Por fin, y quizás de forma inevitable, fue a parar a la mesa del doctor Moorpath, sobre la cual reposaban los sobres. El de encima tenía una etiqueta en la que estaba escrita la palabra «Roosa» seguida de un largo número de serie. Michael ya lo sabía todo acerca de George Roosa, senador del Estado por el partido demócrata. Lo habían encontrado colgado con una toalla en los servicios de caballeros de una gasolinera en New Brighton, Watertown. Algunos decían que había sido un homicidio, otros que se trataba de suicidio, otros aseguraban que se trataba de cierta rareza sexual. Michael decidió que no tenía el menor interés en examinar fotografías ampliadas de George Roosa, ni vivo ni muerto.

Levantó el sobre etiquetado «Roosa»; debajo había otro cuya etiqueta rezaba «Zerbey». Michael nunca había oído hablar de nadie llamado Zerbey, y llegó a la conclusión de que posiblemente podría vivir cómodamente el resto de su vida sin averiguar quién era Zerbey… sobre todo si aquella persona había sufrido una muerte horrible.

Oyó el distante ulular de ambulancias. Luego levantó el tercer sobre y vio que en la etiqueta decía «O'Brien».

Sostuvo el sobre durante bastante rato en la mano, que le temblaba como si hubiera estado transportando una pesada maleta.

«O'Brien, 343/244D/678E/01X.» Hasta sabía lo que significaban aquellos números. Eran los números de archivo de la oficina del forense, y el sufijo «01X» significaba que el contenido de aquel sobre y todo lo relacionado con el caso O'Brien era estrictamente confidencial, que sólo podía consultarlo el personal autorizado. «01X» significaba: «Si habla usted de esto con cualquiera -incluida su propia esposa-, acabará sin empleo, sumido en la pobreza y puede que aún peor.»

Michael echó una mirada a su alrededor, y se puso a escuchar atentamente. El despacho se encontraba en el más absoluto silencio; podía oír el chirrido de los ascensores, pero no se oían pasos.

Aguardó unos instantes, respirando superficial y lentamente, y manteniendo el más absoluto silencio. No se oía a nadie. Con un sudor helado que se le escurría hacia el interior de la camisa, le dio la vuelta al sobre O'Brien y empezó a desatar el hilo encerado que sujetaba la solapa.

Se detuvo de nuevo y se puso a escuchar. Oyó que se aproximaba alguien a toda prisa por el pasillo, pero con la misma rapidez las pisadas pasaron de largo y el despacho quedó de nuevo sumido en el silencio.

Sacó con cuidado las fotografías en color del sobre. Eran once en total, y las dispuso en forma de abanico sobre el escritorio del doctor Moorpath. Allí, de pie, estuvo examinándolas con detenimiento, y durante unos instantes creyó que iba a perder el equilibrio, que el suelo iba a abrirse bajo sus pies como el vientre del L10-11 en Rocky Woods, y que iba a zambullirse en la oscuridad entre árboles y rocas para aplastarse finalmente y convertirse en una amalgama de huesos y sangre.

Vio a un hombre quemado, encorvado hacia adelante, un hombre al que le faltaban las piernas. Vio a una mujer quemada con el cuerpo abierto desde la entrepierna hasta la punta del cráneo. Vio a un hombre quemado que yacía entre los asientos también quemados de un helicóptero, un hombre sin cabeza.

Vio a un hombre con el casco de piloto roto, lo que quedaba de un hombre, con la cara extraña y horrorosamente desfigurada, como en un horripilante cuadro de Picasso, con los pómulos en carne viva y tiznados por el fuego.

«Jesús, Jesús, Jesús…»

Michael cerró los ojos. Seguía viendo aquellas imágenes incluso con los ojos cerrados. Veía ojos abiertos de par en par, quijadas al descubierto, brazos y piernas retorcidos. Se dijo a sí mismo: «Firme, por el amor de Cristo, mantente firme.»

Examinó de nuevo cada una de las fotografías, una a una, comparándolas, manteniendo todo el tiempo el ceño fruncido. La respiración le sonaba ronca e irregular, y le temblaban las manos. Sentía que aquella forma indefinida se alzaba por debajo de él. Sentía que aquel horrible pulpo salía del océano para enredarse en su cordura. Pero consiguió detenerse, contuvo la respiración durante un momento y se dijo: «No pierdas el control de ti mismo… esto es importante.»

Continuó estudiando las fotografías con el cuidado y analítico esmero de alguien que sabe muy bien lo que tiene que buscar. ¿En qué posición estaban tumbados los cuerpos? ¿Cómo habían caído en aquellas posiciones? ¿Habían sido mutilados a causa del impacto, por la explosión o por el fuego? ¿Por qué estaba uno encogido sobre sí mismo en el suelo? ¿Debido a qué el cuerpo de la mujer se había abierto tan violentamente? ¿Qué había sido de la cabeza del hombre decapitado?

Michael pudo ver de inmediato que las quemaduras de los cadáveres eran obviamente mucho menos graves de lo que se había hecho creer a la prensa. Pensó que no se podía hablar de cadáveres «irreconocibles». Que no se podía hablar de «monos negros y apergaminados». Aquello que él estaba viendo eran cuatro cadáveres distintos y del todo identificables, que habían sido momentáneamente chamuscados por la explosión de varios cientos de litros que queroseno, pero no estaban incinerados por completo. Cualquiera hubiera podido contar cuántos cadáveres había allí. Aquellos primeros informes oficiales, que afirmaban que «el trauma físico ha sido tan severo que la identificación todavía no resulta concluyente», no decían la verdad. Michael podía distinguir fácilmente cuatro cuerpos separados; y también era capaz de distinguir con facilidad quién era cada uno de ellos. Frank Coward, el piloto. Dean McAllister, el ayudante del departamento de Justicia. Eva Hamilton O'Brien, la esposa de John O'Brien; y, a pesar de que le faltase la cabeza, el propio John O'Brien, que nunca llegó a ser juez del Tribunal Supremo.

Para Michael, había otra cosa que resultaba evidente sin lugar a dudas: aquellos cadáveres debían de haber sido ya cadáveres antes de quemarse. Los muñones de las piernas de Dean McAllister habían quedado en parte cauterizados por las llamas. Los intestinos de la señora O'Brien se habían secado a causa del calor, lo cual era una clara indicación de que había sido abierta en canal antes de que prendiera fuego el helicóptero. La cara de Frank Coward presentaba un color escarlata chamuscado… pero sólo aquellas partes de su cara que habían quedado al descubierto después del aplastar el casco.

John O'Brien estaba decapitado, en efecto, pero sólo tenía quemada la espalda del traje, lo cual era una prueba de que se encontraba doblado sobre el asiento cuando los restos del helicóptero hicieron explosión.

Michael examinó una fotografía tras otra, comprobándolas y comparándolas. No era de extrañar que hubiera tanta cautela alrededor del accidente. No era de extrañar que Murray y Rolbein hubieran topado con un muro de evasivas en el departamento de policía y en la oficina del forense. Él había visto aquella clase de «accidente» docenas de veces antes, en edificios incendiados y automóviles que habían sido pasto de las llamas.

No cabía la menor duda al respecto: alguien había matado a toda la familia O'Brien; y los había matado de una manera tan horripilante que era casi más de lo que Michael se sentía capaz de soportar.

Cerró los ojos durante un momento. Oyó varias sirenas estridentes que sonaban a coro en la calle. Luego, con determinación, recogió las fotografías, las puso todas juntas en un montón y las llevó hasta el aparador de imitación de estilo jacobino del doctor Moorpath. Abrió la parte frontal del mueble y conectó el fax. Rápidamente marcó el número de su propio fax en Plymouth Insurance. Hacía rato que tenía la boca seca, pero ahora la sequedad se le acentuó todavía más. Las manos no dejaron de temblarle mientras insertaba la fotografía del decapitado cuerpo de John O'Brien y se ponía a esperar la primera transmisión.

El fax emitió un chirrido, gorjeó y aceptó la llamada. Michael notaba el sudor cada vez más frío en su espalda. La primera fotografía pasó lentamente por el escáner. A él le pareció que tardaba horas. Comenzó a tamborilear con los dedos sobre el borde del aparador y rezó en voz baja para que el doctor Moorpath no regresara hasta que él hubiese terminado.

Justo cuando la primera transmisión ya había terminado y Michael estaba sacando la fotografía, la puerta del despacho se abrió de golpe y apareció un médico negro y alto vestido con una bata blanca.

– ¿Y el doctor Moorpath? -preguntó perplejo.

– Abajo, en urgencias -repuso Michael.

El médico echó una ojeada por el despacho. Luego dijo:

– ¿Puedo preguntarle qué hace usted aquí?

Michael le señaló el fax con un movimiento de cabeza.

– Mantenimiento -dijo.

– Oh… -aceptó el médico-. De acuerdo.

Y se marchó cerrando la puerta tras de sí.

Con toda la rapidez de que fue capaz, Michael insertó una segunda fotografía en el fax.

Tardó casi quince minutos en transmitir las once fotografías, Pero el doctor Moorpath no regresó de urgencias hasta al cabo de media hora, y para entonces él ya había desconectado el fax y había vuelto a meter las fotos en el sobre.

– ¿Todo va bien? -le preguntó Michael.

– Eso de ahí afuera es como el Vietnam -dijo el doctor Moorpath. Se acercó al mueble bar y se sirvió otro escocés largo. Se lo bebió de tres tragos y luego tosió.

– Quizás sea más conveniente que yo vuelva mañana -sugirió Michael.

– Sí. ¿Por qué no? Ponte de acuerdo con Janice en la hora. Creo que estoy libre a partir de las cuatro.

– Eso haré. Gracias por su tiempo.

Michael le estrechó la mano al doctor Moorpath y, durante una fracción de segundo, éste le dirigió una mirada penetrante a los ojos y frunció el ceño.

– ¿Te ocurre algo, Michael? -le preguntó apretándole todavía con fuerza la mano.

– No, nada. Sólo estoy un poco cansado, eso es todo. He perdido la costumbre de trabajar de nueve a cinco.

El doctor Moorpath siguió sin soltarle la mano durante unos instantes; Michael advirtió que el médico sospechaba algo, pero resultaba evidente que no sabía qué.

– Cuídate -dijo por fin. Y se acercó a la mesa y cogió los sobres de fotografías.

– Oh… una chica vino justo después de que le vinieron a buscar, y ha dejado eso para usted.

El doctor Moorpath examinó las etiquetas.

– O'Brien -dijo mientras cogía el último sobre-. Éstas estaba esperándolas.

– ¿Va a permitirme usted verlas? -le preguntó Michael descaradamente.

El doctor Moorpath hizo un gesto negativo con la cabeza.

– Todavía no. Todo a su tiempo.

Michael se encogió de hombros y salió del despacho cerrando la puerta sin hacer ruido tras de sí.

Patrice Latomba se terminó los cereales de pasas y frutos secos y dejó el bol encima de la pila del fregadero, con los demás cacharros sucios. Separó las persianas con los dedos y se quedó observando un rato por la ventana cómo se elevaba el humo. Había cierta calma en los disturbios. La policía había rodeado la mayor parte del vecindario, pero los bomberos se habían mantenido alejados y habían dejado que los incendios se apagasen por sí solos, y únicamente un helicóptero o dos pasaban de vez en cuando haciendo círculos, algo muy distinto de los enjambres que habían estado rugiendo en lo alto el día anterior durante horas y horas, hasta el punto de que Patrice creyó que iba a volverse loco. Verna se había escondido detrás del sofá de vinilo blanco y había estado chillando sin parar con toda la potencia que tenía en la voz.

No se le podía reprochar. Había contemplado cómo disparaban al pequeño Toussaint delante de sus propios ojos. Él no había visto el cuerpo, pero sí el cochecito, una carcasa destrozada con un colchón de espuma hecho jirones, empapado en sangre de tal manera que parecía una tarta de cabello de ángel de fresa. Un médico blanco le había dicho algo en voz tan baja que no había podido entenderlo. Pero luego un enfermero negro le había repetido las palabras del médico con horrible claridad.

– Nadie hubiera podido sobrevivir nunca a aquel disparo, ni siquiera Mike Tyson. Lo único que podemos decir es que no se enteró de nada. De nada en absoluto.

– ¿Ningún dolor? -le había preguntado Patrice; y el enfermero había movido con énfasis la cabeza de un lado al otro negando, y aquello había sido lo peor de todo. A Toussaint tenían que haberlo herido de una manera tremenda para que el enfermero estuviera tan seguro al respecto. Patrice se había marchado y una vez en el aparcamiento del hospital había estado aullando, chillando y llorando como un lobo herido.

Aquella noche había estado corriendo con aquellas largas piernas suyas histérica e incansablemente por las calles de la Combat Zone, rompiendo parabrisas de automóviles con un bate de béisbol de aluminio, arrojando ladrillos y adoquines rotos y ayudando a las multitudes enloquecidas y vociferantes a volcar camiones. Los focos de los helicópteros habían serpenteado por las calles, y había habido un momento, poco después de medianoche, en que la calle Seaver se había visto inundada de gas lacrimógeno. Patrice, a punto de asfixiarse, lo había encontrado estimulante, un alto punto de tensión natural. ¡Terminator! ¡Soldado Universal! ¡New Jack City! Los rifles habían resonado en la oscuridad y las balas habían rebotado por todas partes. De todos los apartamentos salía una música palpitante y martilleante, música que era como un grito de guerra: «¡Esto es, hermano, esto es la revolución!» Se habían roto lunas de escaparates, y los vidrios habían tintineado como el repiqueteo de campanas discordantes. Algunos jóvenes se habían metido entre el humo y la oscuridad y habían salido acarreando cámaras de vídeo, bambas Adidas, batidoras eléctricas, montañas de comPact-discs y todas las cazadoras de cuero que eran capaces de transportar. Hermanos de cara terrible habían arrancado con Palancas las rejas de seguridad que protegían los escaparates de las tiendas de licores, y luego se habían desbocado por entre los estantes, robando todo lo que podían y haciendo añicos lo que no podían llevarse. El whisky había corrido en riachuelos por las aceras y el vodka se había colado por las alcantarillas. También habían irrumpido en la lavandería de la plaza Seaver, habían arrancado las lavadoras y las habían lanzado a la calle. En medio de aquella gozosa rabia incontrolable, incluso habían prendido fuego a sus propios edificios de apartamentos y a sus propios automóviles, y habían roto miles y miles de ventanas.

Aquella misma mañana, por televisión, el alcalde había afirmado: «No alcanzo a comprender la mentalidad de unas personas que expresan sus sentimientos de injusticia social destruyendo su propio vecindario.»

Pero Patrice sí que lo comprendía. Patrice sabía que lo que querían era derribar todo lo que la historia en América los había forzado a ser. Patrice sabía lo oprimidos que se sentían, lo pobres que se sentían, lo impotentes y agotados que se sentían pasando la vida en aquel pobre suburbio de una próspera ciudad del hombre blanco. Patrice sabía que ellos querían volver a ir desnudos y libres, que necesitaban respirar, que necesitaban danzar. Patrice sabía que querían construir su propia civilización, desde el mismo principio si era necesario. Habían destruido el vecindario, sí, pero no estaban destruyendo su propio vecindario. Estaban destruyendo el vecindario que los blancos creían que era conveniente para ellos.

Patrice tenía treinta y tres años; había sido boxeador y su cuerpo, que había sido duro y ágil, empezaba a ablandarse por la edad y la falta de entrenamiento habitual. Llevaba el pelo casi afeitado, con la parte de arriba plana y los costados de la cabeza muy cortos, pero tenía el rostro lo bastante atractivo y fuerte como para poder llevar aquel corte de pelo. Le habían roto la nariz en dos ocasiones, pero seguía teniéndola recta, y aunque tenía las cejas abultadas por los constantes puñetazos, no ocultaban el brillo y la oscura intensidad de sus ojos. El boxeo lo había convertido en un héroe del barrio. En 1986 había vencido por fuera de combate a Gary Montana, el Relámpago, en el quinto asalto en medio de chorros de sangre y sudor. Había salido por televisión, y se había dicho para sus adentros: «Ya está: la fama, la fortuna.» Pero luego había descubierto el libro de Matthew Monyatta, Identidad negra, y de la noche a la mañana se había convertido en revolucionario activo, en un luchador en las calles, en un negro con una actitud tan feroz que incluso los periodistas de The National se habían negado a hablar con él si no iban acompañados de guardaespaldas. En el Madison Square Garden, después de vencer por fuera de combata a Lenny Fassbinder en dos devastadores asaltos, había aporreado con ambos puños las cámaras de televisión y les había gritado: «Uno fuera. ¡Ahora faltáis el resto!» Le habían prohibido la práctica del boxeo profesional de por vida… pero aquello lo había convertido en un santo en la calle Seaver; y desde entonces había vivido como un líder político con autoridad, como un excéntrico y, al menos en lo que concernía al Globe, como una útil fuente de citas negras extremistas.

Aquel día iba vestido con una sencilla camisa negra, un pañuelo negro, unos vaqueros y un amuleto alrededor del cuello hecho de especias, hierbas y de las cenizas de su hermano Aaron. Iba de luto por el pequeño Toussaint, fallecido a los setenta y ocho días de edad, que no había tenido la menor oportunidad cuando la bala del calibre 44 del detective Ralph Brossard había ido a dar contra su cochecito, y que ahora estaba en el cielo cantando con los demás bebés muertos, dulce y tranquilo.

Verna también iba de luto; llevaba un sencillo vestido negro por los tobillos y el pelo cepillado hacia atrás y sujeto con una peineta de ébano. Era delgada y muy guapa, y el dolor la hacía parecer más bella todavía.

– ¿Vas a comer? -le preguntó Patrice.

Ella se encogió de hombros, y luego levantó uno de ellos, agudo y anguloso como el cuadro de Picasso que representa una mujer planchando.

– Tienes que comer, Verna -le dijo.

– Lo haré -le prometió ella-. Pero todavía no.

– ¿Quieres que llame al médico?

– El médico no vendrá. Nadie querrá venir hasta que acabe la lucha.

– Están luchando por el pequeño Toussaint, cariño. Están luchando en memoria de nuestro pequeño. Cada disparo que oigas es un hermano que dice: «No más niños muertos, no más niños muertos.»

Verna levantó la mirada. Tenía los ojos empañados.

– Al pequeño Toussaint no le habría gustado esta lucha, ¿verdad? Él no habría querido que se produjeran todos estos incendios, matanzas y saqueos.

– Han asesinado a nuestro hijo, Verna. La policía tendió una maldita encerrona en una calle de los suburbios, donde sabían que con toda seguridad, habría mujeres y niños transitando por la calle, y lo asesinaron. No hay más vuelta de hoja.

Verna bajó la cabeza y se puso a trazar un dibujo con el dedo sobre la mesa de fórmica roja, una vez, y otra, vueltas y vuelta: siempre el mismo dibujo.

– No hay diferencia, ¿verdad? -le preguntó ella-. Ya está muerto, y nada va a devolvérmelo nunca.

Patrice estaba de pie con las manos en las caderas, y miró la cocina a su alrededor. No era gran cosa después de tanto entrenamiento, de tantas peleas y de tantos años de lucha política. Era estrecha y oscura, pintada de color amarillo girasol en un intento de hacerla alegre, pero en cierto modo, el amarillo la hacía parecer aún más lóbrega y deprimente. En los armarios baratos de fórmica naranja había clavadas algunas fotografías de pequeño Toussaint, y el mordedor en forma de elefante del bebé estaba al lado de la nevera. Patrice sintió un estremecimiento como si el pequeño fantasma de Toussaint hubiera pasado me momentáneamente por la cocina, tocando por última vez a su padre y a su madre antes de dejarlos para siempre.

– A lo mejor te vendría bien irte con tu madre una temporada -le sugirió Patrice.

Verna meneó la cabeza distraída.

– No puedo marcharme ahora, cariño. Sería como abandonar a Toussaint. Lo que quiero decir… supon que, desde donde quiera que esté, el pequeño mire hacia abajo… y vea que yo ni siquiera me encuentro en casa. -Patrice le puso una mano en el hombro. Comprendía muy bien lo que su esposa quería decir- ¿Es que no podemos detener toda esta lucha? -le preguntó Verna-. A Toussaint no le habría gustado.

– «El negro americano nunca puede dejar de luchar -repuso Patrice con voz inexpresiva citando un pasaje de Identidad negra-. El negro americano tiene que luchar y luchar y luchar todos los días de su vida, sólo para conservar lo que ya tiene; y ni digamos para ganar algo más.»

– ¡Pero no ahora, Patrice! -le suplicó Verna con los ojos empañados en lágrimas-. ¡No ahora y no así, y no por culpa del pequeño Toussaint!

Patrice movió la cabeza de un lado a otro, de forma rápida negativa, como un perro que estuviera sacudiéndose de encima una avispa. Oyó el chirrido de unos neumáticos en la calle y, a lo lejos, el pesado e insistente traqueteo de un rifle de largo alcance, tres disparos en total. Odiaba a los blancos más de lo que podría llegar a expresar nunca. Detestaba a los que le ponía mala cara, y no podía soportar a los que le miraban sin prestarle atención y a los que sonreían e intentaban ser cordiales. Si Boston ardía de punta a punta, él le enseñaría al hombre blanco de una vez por todas que sus días de supremacía estaban contados, y se sentiría lleno de regocijo y contento.

– Patrice -le suplicó Vefha-. ¡Éste no es el camino! ¡Queremos justicia, no venganza!

– ¿Ah, sí? ¿La justicia de quién? ¿Su justicia?

– Patrice, hazlo por mí. Esto no va a solucionar nada. Patrice, por favor… si no es por mí, hazlo por el pequeño Toussaint.

Patrice sabía que su esposa tenía razón. Saquear y provocar disturbios sólo iba a servir para empeorar aún más las cosas. La causa de Identidad negra ya había perdido la poca simpatía pública que hubiera podido tener. Y tras unos días de incendios, disparos y vandalismo contra la propiedad, ¿dónde encontrarían un jurado que estuviese dispuesto a declarar culpable al inspector Brossard de algo más que negligencia? Si es que llegaban a juzgar al inspector Brossard alguna vez. Lo más probable era que el jete de policía le echase un rapapolvo y luego lo invitase a una copa en el Brendan Behan Club donde se morirían de risa contando chistes que trataran de hacer saltar por los aires a bebés negros.

– No sé… -le dijo a Verna-. Tengo que pensarlo.

En aquel momento llamaron al timbre de la puerta. Se miraron inquisitivamente, pero luego Patrice dijo:

– Será Bertrand, quiere que me reúna con un hermano de Los Ángeles. Por lo visto ayudó a hacer estallar aquel asunto de Rodney King.

– Patrice -repitió Verna-. No más peleas, te lo suplico por el corazón roto de nuestro hijo muerto.

Patrice tenía razón: era Bertrand, un tipo nervioso, saltarín y con trenzas rastafarianas; llevaba unas gafas tan negras como el carbón y una chaqueta vaquera de ante de color carmesí con flecos. Pero Bertrand venía por otro asunto.

– Matthew Monyatta quiere verte, tío.

– ¿Matthew Monyatta? ¿Qué hace él por aquí abajo?

– Estuvo aquí anoche, tío; te buscó, pero nadie sabía dónde estabas. Dice que quiere hablar contigo de lo que está pasando.

Patrice le echó una mirada rápida a Verna y luego miró otra vez a Bertrand.

– ¿Dónde está? ¿No puede venir aquí?

– Está esperándote en el Palm Diner. Dice que no va a esperarte mucho.

– ¿Por qué no sube aquí?

Bertrand no contestó, pero ambos sabían muy bien cuál era la respuesta. Era una cuestión de categoría, cuestión de protocolo. La calle Seaver era territorio de Patrice Latomba, pero Matthew Monyatta era un hombre de estado de más edad, y Patrice tenía que mostrarle respeto.

– ¿Y el otro hermano? -quiso saber Patrice.

– Ése puede esperar -le dijo Bertrand.

– De acuerdo, entonces… Vamos a estirar las piernas.

Patrice le dio a Verna un beso rápido, le apretó la mano como para asegurarle que tendría cuidado y salió del apartamento. Unos segundos después volvió a abrir con la llave y le advirtió a su esposa:

– ¡No te olvides de poner la cadena! ¡Y no le abras la puerta a nadie!

Volvió a cerrar la puerta de golpe, pero segundos después la abrió de nuevo. Verna lo oyó cruzar el cuarto de estar, abrir el cajón del buró y sacar algo que tenía un sonido metálico. Sabía lo que era: la pistola automática del 34.

Matthew Monyatta se encontraba sentado en la parte trasera del Palm Diner. Iba ataviado con una gorra de terciopelo marrón y una amplia chilaba del mismo color. El restaurante estaba oscuro, porque, después de que la multitud había roto todas las ventanas, habían tenido que taparlas con tablones; aun así, había veinte o treinta jóvenes jugando a las cartas, fumando y riendo, y Kenny, el propietario, continuaba sirviendo costillas a la brasa y pollo frito al estilo del sur; el ambiente retumbaba con el ritmo de la música reggae.

– Cuánto tiempo, Matthew -dijo Patrice a modo de saludo mientras se acercaba con la mano tendida. Matthew permaneció con los brazos cruzados. Miró a Patrice de arriba abajo con cauto reproche-. ¿Qué pasa, tío? -Patrice se detuvo y giró sobre sus talones-. No hay necesidad de que la tomes conmigo, ¿eh? Ya sabes lo que esos hijos de puta le han hecho a mi hijo.

– Lo he oído y lo siento.

– ¿Lo sientes? ¿Lo sientes? Si lo sintieras de verdad, no habrías venido hasta aquí para traer algún recado de cualquiera de esos fantasmas.

– ¿Traer recados? -repitió Matthew con voz exigente-. Me conoces bien para saber que yo no hago eso. Yo no le hago recados a nadie, ni fantasmas ni hermanos, a nadie. Yo trabajo por el orgullo negro, trabajo por la identidad negra y trabajo para que el hombre negro tenga un lugar en la historia; ¿cómo le llamas tú a esto? Quemáis vuestras casas, saqueáis vuestras propias tiendas, jodéis vuestro propio barrio, y luego os quejáis de que os molestan, de que os oprimen, de que nadie os da una oportunidad. Han matado a tu hijo, tío, eso ha sido una tragedia, pero una tragedia así… no es más que un síntoma de lo que has consentido que suceda aquí, por tu propio descuido, por tu propia estupidez. Por tu propia y deliberada rebeldía.

– Has abandonado, tío -le dijo Patrice con aire de rechazo-. Estás completamente rendido.

– Siéntate -le pidió Matthew; pero Patrice permaneció de pie-. Muy bien, quédate así si quieres. Déjame decirte una cosa. Ayer vine hasta aquí para hablar contigo porque me lo pidió el alcalde y nadie pudo encontrarte. Estabas por ahí haciendo el salvaje, ¿verdad? Querías ver unas cuantas hogueras ardiendo, ¿eh? Querías ver todo el cielo iluminado, para que todo el mundo supiera que Fly Latomba estaba sufriendo y que Fly Latomba había sido víctima de un agravio. Bueno, pues yo vi el cielo iluminado y no me impresionó en absoluto. Pero aquí estoy otra vez, y quiero pedirte que todos estos juegos, todos estos desmanes y todo este maldito follón acabe de una vez; y con ello me refiero a que quiero que acabe ahora. Estás herido, ya lo sé, pero no hieras a tus amigos y a tu gente sólo para que sepan lo mal que tú estás pasándolo. Ahora ellos te miran a ti, Fly, como antes me miraban a mí. -Patrice sorbió por la nariz, un sorbido seco, como una nariz que esnifa cocaína; y miró a otra parte-. ¿Estás oyéndome? -le preguntó Matthew.

Patrice se dio la vuelta bruscamente y lo miró con furia, con los ojos muy abiertos.

– ¿Qué eres tú, Matthew? ¿Algún maldito santurrón, o algo parecido?

Matthew bajó la vista y dijo con tristeza:

– Soy un negro, Fly, eso es lo que soy. Mi alma nació en Olduvai y mi cuerpo fue transportado hasta aquí.

– Tonterías -se mofó Patrice.

– Escucha, Fly… -dijo Matthew-. Lo he visto en las profecías… lo he visto en los huesos.

Bertrand empezó a ponerse nervioso. Para él, el nombre de Matthew Monyatta era legendario, como lo era para la mayoría de los negros jóvenes, pero no le gustaba el sonido de la brujería africana; no tan cerca de casa.

– Olvídalo, Matthew -dijo Patrice-. No son más que tonterías. Las dos únicas cosas que lo sacan a uno adelante en este mundo son el dinero y la piel blanca. Mira a Michael Jackson, por amor de Dios. Consiguió lo primero y sigue intentando con ahínco lo segundo. ¿Cuál de las dos cosas es más importante?

– Estás tentando al destino, Fly -le avisó Matthew-. Hay gente en este mundo que lo que más desea es ver cómo te destruyes a ti mismo. Yo lo sé. -Se tocó la frente con los dedos-. Lo sé porque algo me lo dice aquí dentro.

– Bobadas -repitió Patrice.

Matthew se encogió exageradamente de hombros, como si estuviera decepcionado pero no sorprendido.

– Yo soy un hombre negro, Fly, exactamente igual que tú. Pero ésa no es la cuestión.

– Entonces, ¿cuál es la cuestión? -le preguntó Patrice en tono desafiante-. ¿Quieres que paremos los disturbios? ¿Quieres que dejemos de incendiar? ¿Quieres que seamos buenos negritos domesticados, y que cantemos suave y bajito? ¿Quieres que rodemos con los golpes, negrito, es eso? ¿Quieres que rodemos con los golpes?

Matthew bajó la cabeza sin decir nada, pero había apretado los puños y aquel voluminoso pecho suyo subía y bajaba. Bertrand empezó a retirarse hacia atrás, como si esperase una explosión de primera magnitud.

– Fly -dijo Matthew-, estás rebelándote contra muchas más cosas de las que crees. ¿Por qué piensas que se encontraban aquí esos policías?

Patrice sorbió nerviosamente por la nariz.

– Para hacer un arresto por tráfico de drogas, eso es lo que he oído decir.

– Un arresto por tráfico de drogas… -repitió Matthew-. ¿Un simple y vulgar arresto por tráfico de drogas?

– ¿Cómo demonios voy a saberlo? Mataron a mi bebé.

Matthew Monyatta miró fijamente a Patrice durante unos instantes llenos de tensión. Luego dijo:

– Tendrías que hacer que se acabasen los disturbios, Patrice. Díselo a tu gente, callad, volved a casa. No lo hagas por el alcalde, ni por la Cámara de Comercio de Boston, y tampoco lo hagas por mí. Limítate a ponerles fin, por tu propio bien y por el de todos nosotros. Tú no te levantas contra la sociedad blanca. No te levantas contra los blancos.

– ¿Ah, no? -preguntó desafiante Patrice-. Si no es contra los blancos, ¿contra quién lo hago, entonces?

Contra los que son más blancos que los blancos -dijo Matthew crípticamente-. Los auténticos blancos.

Patrice lo miró con ojos entornados. Bertrand no se estaba quieto y parecía evidentemente incómodo.

– Venga ya, tío -intervino-. Esto sí que es realmente karma del malo.

– No sé qué demonios quieres decir -le dijo Patrice.

Matthew levantó un dedo.

– Ya lo averiguarás, Fly, ya lo averiguarás. Pero cuando lo hagas, ya te dará lo mismo. Te lo advierto ahora.

– ¿Intentas asustarme o qué? -quiso saber Patrice.

– Yo no puedo asustarte, pero ellos sí que lo harán. Muchacho… te asustarán a base de bien.

Patrice miró fijamente a Matthew durante casi un minuto, temeroso, sin acabar de comprender. Luego, lentamente, retrocedió entre las mesas, entre el humo de ganja y la palpitante música reggae, y Bertrand retrocedió con él.

Sólo cuando hubo llegado a la puerta dio media vuelta y le chilló a Matthew:

– Estás loco, ¿sabes? Antes eras mi héroe. ¡Y mírate ahora! ¡Más blanco que los jodidos blancos!

Matthew permaneció donde estaba y observó cómo se marchaba Patrice. Al cabo de un momento, el teniente de alcalde Kenneth Flynn salió de entre las sombras, junto a la máquina de discos, y se acercó a Matthew con las manos en los bolsillos.

– No hay nada que hacer, ¿eh? -le preguntó.

– No sé -dijo Matthew-. Quizás entre en razón.

– ¿Qué quería decir con eso que te gritaba? ¿Más blanco que los jodidos blancos?

– Tú no eres de Tierra Santa -le dijo Matthew-. Nunca has caminado al lado de Aarón.

Dicho esto echó hacia atrás la silla y luego salió del restaurante. Kenneth se acercó al mostrador y sacó tres billetes de veinte dólares.

– No vuelvas tú solo por aquí, tío -le advirtió el dueño.

Una vez en la calle, Matthew se dirigió de nuevo hacia el Buick azul oscuro de Kenneth y subió a él; al hacerlo, la suspensión rebotó arriba y abajo. Luego se armó de paciencia y aguardó a que Kenneth lo llevara a casa.

Kenneth se detuvo un momento a la puerta del restaurante y se quedó mirando cómo ardía Roxbury; oyó a media distancia el plano traqueteo de las armas de fuego semiautomáticas y los sonidos armónicos que producían los rebotes. Por primera vez en toda su carrera política se daba cuenta de que no entendía en absoluto qué estaba ocurriendo en Boston; ni en ningún otro lugar de América. Por primera vez en su vida, Kenneth tuvo una auténtica sensación de miedo.

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