DIECIOCHO

Thomas estaba todavía terminando de desayunar cuando sonó el teléfono. Lo cogió, se metió el auricular debajo de la barbilla para sujetarlo y, con la boca llena de bizcocho, dijo:

– Boyle.

– Siento llamarle tan temprano, señor.

Era el sargento Jahnke, que por la voz parecía entusiasta y juvenil de una forma casi enfermiza.

– ¿Qué pasa, David? -le preguntó Thomas. Megan entró en la habitación y levantó la cafetera en un gesto silencioso para ofrecerle más café, pero Thomas le dijo que no con la cabeza.

– Cuando he llegado esta mañana me he encontrado aquí con un fax del departamento de policía de Plymouth, en Vermont. Han estado siguiendo el rastro de James T. Honeyman, doctor en cirugía dental, y de la señora Honeyman… las personas que alquilaron la casa de la calle Byron.

– ¿Y han averiguado algo?

– Eso parece. La casa de los señores Honeyman en la urbanización Hawk-Salt-Ash no la compraron ellos, sino que lo hizo la empresa llamada Inversiones Inmobiliarias White Mountain, cuyas oficinas centrales se encuentran en Manchester, Vermont. En realidad no es ninguna sorpresa, porque los archivos de la Asociación Dental de Estados Unidos muestran que no existe ningún James T. Honeyman inscrito en ella.

– Eso tampoco es ninguna sorpresa -dijo Thomas.

– Ah, pero aún hay más -continuó diciendo el sargento Jahnke-. El presidente de Inversiones Inmobiliarias White Mountain es el señor A. Z. Azel, que tiene como dirección el apartado de correos 335 de Nahant, Massachusetts. Hace unos minutos he llamado a la oficina de correos de Nahant y me han dicho que el caballero que recoge la correspondencia del apartado de correos 335 vive en el faro inutilizado de Goat's Cape.

– El «señor Hillary» -murmuró Thomas en voz baja.

– Pensé que le gustaría saberlo, señor -dijo David Jahnke en tono de presunción.

– Buen trabajo, David. Y envía mi más sincero agradecimiento a la policía de Plymouth. Dile a Warren Forshaw que le debo una caja de puros.

– Por supuesto, señor. ¿Quiere que inicie los trámites para obtener una orden de registro?

– Puedes apostar el trasero a que sí. Llegará a la central dentro de diez minutos.

Colgó el teléfono, apretó el puño y murmuró:

– Ya te tengo, hijo de puta.

Megan, que en aquel momento volvía a entrar en la habitación en la silla de ruedas, no pudo evitar sonreír.

– ¿De qué hijo de puta hablas?

– Del «señor Hillary» -le dijo él-. El principal sospechoso de los homicidios de Elaine Parker y de Sissy O'Brien. David ha encontrado una justificación legal para llevar a cabo un registro de su casa. Más bien de su faro, en Goat's Cape.

Megan se puso pálida.

– ¿Qué vas a hacer?

– Megs… voy a arrestar a ese hijo de puta, eso es lo que voy a hacer. No sé a qué hora volveré. Te llamaré más tarde.

– Thomas… -empezó a decir Megan. Pero, ¿cómo iba a explicarle lo del trance hipnótico autoinducido en el que habían entrado Michael y ella? ¿Cómo iba a explicarle lo que había visto y lo que había sentido, y lo que había ocurrido después entre Michael y ella? Sólo de recordarlo se acaloraba. Todavía fantaseaba con que quizás pudieran volver a hacerlo, Michael eyaculándole en la cara como lluvia templada de verano-. Ten cuidado -le dijo a Thomas cuando éste se marchaba del apartamento.

Se quedó sentada en la silla de ruedas, esperando hasta que oyó el ruido del coche que se ponía en marcha. Luego se acercó al teléfono y se puso a hojear el cuaderno que Thomas había dejado junto al mismo, hasta que encontró las anotaciones que buscaba.

Marcó el número y esperó nerviosa mientras oía la señal. ¿Y si no estaba en casa? ¿Qué iba a hacer ella entonces?

Pero entonces una cautelosa voz respondió.

– ¿Diga? ¿Quién es?

– ¿El señor Monyatta? -preguntó Megan-. Soy Megan Boyle… la esposa del teniente Thomas Boyle. Señor Monyatta, necesito desesperadamente que me ayude.

Michael estaba soñando. Soñaba que se abría paso a empujones entre una muchedumbre de personas. No se movían como la gente corriente; se movían como si alguien los empujase y tirase de ellos de un lado a otro. Se movían como si apenas fueran capaces de tenerse en pie.

Entre la muchedumbre, abriéndose paso poco a poco hacia él, venía un hombre sonriente vestido con un traje. Cuando vio a Michael le tendió la mano y le dijo:

– Encantado de conocerlo… Me alegro de que lo haya conseguido.

Michael intentaba alejarse de él presa del pánico. Pero la inerte muchedumbre continuaba obligándole a avanzar hacia el hombre. Se veía empujado hacia adelante en contra de su voluntad, con los pies apenas rozando el suelo.

– ¡No se acerque a mí! -gritó-. ¡No se acerque a mí, señor presidente!

Se despertó sudando y temblando. Era por la mañana, y la habitación estaba inundada de luz de sol tan brillante que casi era como soñar con el cielo.

Estaba tumbado en un estrecho sofá cama, dentro de una angosta habitación blanqueada. No había más muebles en la habitación, excepto una mesa pequeña con dos candelabros encima y un descolorido grabado colgado de la pared en el que se veía a san Cristóbal, el que llevó a cuestas a Cristo. Cristo iba colgado a hombros de san Cristóbal de un modo más extraño, casi como si fuera volando en lugar de ir sentado, y tenía el rostro oscurecido por una mancha de tinta.

Michael se sentó rígidamente. A través de la ventana entreabierta entraba una constante brisa marina, y podía oír el sonido de las olas y los gritos de las gaviotas. Sólo llevaba puestos los calzoncillos, y no había ni rastro de su ropa. Ni siquiera podía recordar lo que había sucedido la noche anterior. A Jason se lo habían llevado a dormir a otra habitación mientras Patsy y él permanecían sentados en el sofá de la sala de recreo, vigilados por Joseph y Bryan.

Éstos habían estado jugando a las cartas en la mesa de ping pong y no habían dicho ni una palabra. Al avanzar la noche, Patsy se había quedado dormida apoyada en el hombro de Michael, y el monótono sonido de los naipes había hecho que él también se adormilara. Pero había tomado la determinación de mantenerse despierto, aunque sólo fuera para comprobar con sus propios ojos que los muchachos blancos como azucenas nunca dormían.

Por lo que Michael podía recordar, Joseph y Bryan habían continuado jugando en silencio y sin descanso hasta las cuatro de la mañana. Y no era sólo que no hubieran dormido; ni siquiera habían parpadeado.

Michael recordaba haber pensado: «Por Dios, espero que no le hagan daño a Patsy ni a Jason. Por favor. Señor, no permitas que eso suceda.» Pero eso era todo. Los muchachos blancos como azucenas debían de haberlo llevado a aquella habitación y debían de haberlo desnudado, y él ni siquiera se había dado cuenta.

Se puso en pie y, al hacerlo, la estrecha puerta de madera se abrió. Era Joseph, que llevaba puesta una camisa suelta de seda negra. Sonrió, le hizo una indicación con la cabeza y le dijo:

– El «señor Hillary» está dispuesto para desayunar.

– Dile al «señor Hillary» que se joda. ¿Dónde está mi ropa?

– No necesitará la ropa, señor Rearden.

– O me da la ropa o me quedo donde estoy.

La sonrisa de Joseph empezó a desvanecerse como el aliento en una ventana en el frío invierno.

– Señor Rearden, su encantadora esposa ya se encuentra abajo. Creo que sería una buena idea que bajara a reunirse con ella.

– Si se atreven a tocarla…

– Amar y tocar, señor Rearden. Amar y tocar. Todo forma parte de la misma maravillosa experiencia.

De mala gana, Michael lo siguió por la puerta y luego a lo largo de un estrecho rellano encalado con el suelo de tablones de roble. De vez en cuando, Joseph se volvía hacia atrás, le echaba una ojeada y le sonreía.

Pasaron por delante de tres ventanas, y Michael miró hacia fuera, a la bahía de Nahant y la playa en la que soplaba la brisa. Pudo ver su coche, todavía aparcado donde lo había dejado, de cara al norte, por si tenía que salir huyendo. Pero ya no quedaba ninguna esperanza de eso.

Joseph lo condujo escaleras abajo y volvieron a la biblioteca. Allí, en un sillón de alto respaldo, estaba sentado el «señor Hillary», con las piernas perezosamente cruzadas; llevaba el pelo cepillado hacia atrás y atado con una correa de cuero en una cola de caballo. Tenía los ojos de color rojo sangre muy abiertos y la mirada fija, como si estuviera abriéndosele el apetito; los labios tensados hacia atrás dejaban al descubierto los dientes.

Detrás de él, como si estuvieran posando para un retrato de familia, se hallaban de pie ocho o nueve muchachos blancos como azucenas, algunos de ellos vestidos con ropa de cuero negro, otros con trajes negros de Armani, otros con chalecos de brocado negro y camisas negras. De negro: con las caras blancas y los ojos llenos de sangre.

Sentada en equilibrio sobre el brazo del sillón que ocupaba el «señor Hillary» se encontraba la muchacha llamada Jacqueline, que se había recogido el pelo cobrizo en trenzas muy delgadas. Llevaba puesto un vestido blanco de gasa. Sobre ambos pechos se veían en el vestido pequeñas manchas de sangre seca.

Jacqueline le sonrió soñadoramente a Michael cuando éste entró en la biblioteca, y le señaló con la cabeza hacia el lado izquierdo de la habitación. Allí habían colocado una cama con la cabecera junto a las estanterías. Otros tres muchachos blancos como azucenas estaban de pie al lado; dos de ellos llevaban las gafas oscuras todavía puestas. El otro se llevaba continuamente el puño a la boca, tosía, y sorbía por la nariz.

Habían cubierto la cama con una colcha mohosa de brocado amarillo y rojo; y encima de la colcha yacía Patsy completamente desnuda; le habían atado las muñecas y los tobillos con cordones de cortina de seda negra.

– ¡Patsy! -gritó Michael con voz estremecida-. Patsy… ¿estás bien?

– Michael… ¡no me han hecho daño!

Michael avanzó con paso enérgico hacia el «señor Hillary» y le dijo:

– Suéltela. No estoy dispuesto a llegar a ningún acuerdo con usted si no la suelta.

– Michael -le comentó el «señor Hillary»-, tú eres uno de nosotros.

Llevaba en la mano una larga y delgada fusta de montar con mango de plata, el cual había perdido el brillo. Al hablar, golpeó con ella el muslo de Jacqueline, para poner énfasis. A cada golpe, Jacqueline hacía un gesto de dolor, pero no retiraba la pierna.

– Suéltela -repitió Michael.

El «señor Hillary» negó lentamente con la cabeza.

– Tú has leído esas historias vuestras de vampiros, ¿verdad, Michael? ¿Drácula, las brujas de Salem y todo lo demás? ¿Cómo extiende el vampiro su contaminación por toda la comunidad? Lo hace chupando sangre y contagiando a las víctimas su propia enfermedad, que también, se convierten en No Muertos. -Sonrió y golpeó aún más bruscamente con la fusta el muslo de Jacqueline-. Desde luego, no existen esos seres, los vampiros. El Señor, tu Dios, prohibió beber sangre, y ni el más rebelde de sus mensajeros se habría atrevido a desobedecer tal mandato. Lee vuestro Levítico.

»Pero las historias de vampiros tienen ciertos visos de realidad. Una vez que uno de los seirim te ha chupado la adrenalina, te conviertes en una especie de esclavo, en una especie de adicto. Quieres dar más adrenalina. ¡Sientes que te pican los ríñones del deseo que tienes de dar más! Mira a Jacqueline, aquí presente; a ella le encanta hacerlo, ahora mismo le gustaría darme un poco si la golpeara con la suficiente fuerza. Enséñale a Michael tus remaches, Jacqueline, enséñale lo dispuesta que estás a que yo chupe de tus glándulas.

Los ojos de Jacqueline comenzaron a lanzar destellos verdes. Pero, sin decir palabra, se levantó, dio media vuelta y se subió el vestido de gasa blanca para que Michael le viera la pálida espalda desnuda.

Michael sabía qué iba a ver -ya lo había visto en un trance hipnótico-, pero aquellos dos remaches de oro en la parte baja de la espalda volvieron a horrorizarlo. Significaban que ella se había entregado al «señor Hillary» deliberada y voluntariamente, con pleno conocimiento de que le haría daño y la torturaría, y de que probablemente la mataría al final. La había visto con gatitos que le arañaban los pechos desnudos. Dios sabe qué otros sufrimientos le tendrían preparados.

– Ya puedes bajarte el vestido, Jacqueline -le dijo el «señor Hillary». Pero no antes de haberle dado un golpe rápido, de los que escuecen, en el desnudo trasero.

El «señor Hillary» alzó la mirada hacia Michael y esbozó una sonrisa lobuna.

– Tu primera reacción cuando averiguaste lo que le había sucedido a Elaine Parker y a Cecilia O'Brien fue pensar que ellas habían sido torturadas contra su voluntad. ¡Naturalmente! ¿Quién querría ser torturado de ese modo? Pero tu primera reacción fue errónea. Elaine Parker nos suplicó que la mantuviéramos viva durante más tiempo para poder sufrir más dolor y darnos más adrenalina. Incluso sugería las torturas ella misma, como que le quemáramos los párpados con cigarrillos, que le chamuscásemos el vello púbico, o que le atravesáramos los pezones con agujas. Era una persona que se entregaba por completo, Michael, quería dar mucho. Exactamente igual que Cecilia O'Brieh.

»No fui yo quien ideó la tortura que finalmente mató a Cecilia. Yo habría querido mantenerla con vida mucho más tiempo… al menos tanto como a Elaine. Pero ella nos suplicó que lo hiciéramos, nos imploró, lloró. No podía ocurrírsele nada que le resultase más doloroso. -Delicadamente, el «señor Hillary» se lamió el dedo corazón y se humedeció las cejas-. Estaba preciosa en los dolores de la agonía. Absolutamente preciosa. Y sabía a… bueno, eso tú nunca lo sabrás. No debo hacer que te dé envidia.

Michael dijo llanamente:

– Tiene que dejarnos en libertad.

– ¡Y así será! -exclamó el «señor Hillary»-. Pero no antes de que tu bella esposa y tú sintáis el mismo anhelo que siente Jacqueline… y que sintió Elaine, y que sintió también Cecilia. Oh, bueno, y tantos otros.

– ¡No toques a mi esposa, cabrón de mierda! -le dijo Michael en un grito.

Pero el «señor Hillary» se levantó del sillón, se irguió por completo y se puso el largo abrigo de lana gris al tiempo que se encogía despreciativamente de hombros; miró furioso a Michael con aquellos espantosos ojos rojos. Y éste, con una terrible sensación de acuosa impotencia, comprendió que no tenía nada que hacer.

– Ven conmigo -le ordenó el «señor Hillary»; lo cogió por el brazo, clavándole los dedos como si fueran garras, y tiró de él hasta la cama.

Michael se sentía rabioso, avergonzado y profundamente humillado. Allí, en la cama, estaba Patsy desnuda, para que todos los que se hallaban presentes en la habitación pudieran ver sus turgentes pechos, los pezones de color rosa pálido y el terciopelo rubio claro que era su vello púbico. La desnudez de Patsy era algo íntimo, era algo que los dos compartían en la cama, cuando Jason ya dormía, la luna estaba prendida en la ventana de la habitación y el mar los arrullaba susurrándoles una nana.

– Patsy -dijo esforzándose por explicar lo que sentía, que nunca hubiera deseado que aquello sucediera. Dios, ¿a quién le importaba que el mundo estuviera gobernado por muchachos blancos como azucenas, y que mataran a presidentes, y que existieran las guerras, y que se destrozaran barrios enteros? ¿A quién le importa cuando la mujer que uno ama está siendo mancillada?

– Vas a disfrutar con esto, Michael -le indicó el «señor Hillary»-. No sé hasta qué punto asocias el dolor con el placer, pero de hoy en adelante vas a hacerlo. -Les hizo una indicación a Joseph y a Bryan, y ambos se adelantaron llevando entre los dos una manta de color carmesí-. Enseñádselo -dijo; y ellos levantaron la manta y le enseñaron una gran guirnalda circular de rosas de color rojo sangre a las que se había despojado de las hojas, pero no de las espinas.

Michael se quedó mirando fijamente al «señor Hillary».

– ¿Qué demonios va a hacer?

– Voy a mirar cómo haces el amor con tu bella esposa, eso es lo que voy a hacer. Y voy a saborearte a ti, Michael, para que sepas lo que es expiar los pecados de los demás, para que sepas lo que es sufrir. Tú ya tienes sangre seirim… ahora vas a unirte a nosotros en cuerpo y alma.

Agitó la fusta en el aire y, sin previo aviso, Joseph y Bryan sujetaron a Michael por los brazos. Éste se puso a gritar:

– ¡Soltadme! ¡Soltadme, mierda!

Pero entonces, el «señor Hillary» se adelantó y le cruzó la mejilla de un golpe de fusta, un golpe punzante y feroz que hizo que a Michael le ardiera el lado de la cara; luego volvió a azotarlo en la frente, y a punto estuvo de sacarle un ojo.

– Tú eres uno de nosotros, Michael. No lo olvides.

Michael se estremeció de dolor y de miedo. Sentía que las rodillas le flaqueaban, pero los dos muchachos blancos como azucenas lo mantuvieron en pie. Otro muchacho dio la vuelta y le bajó los calzoncillos; a continuación le levantó un talón y luego el otro para sacárselos por los pies.

Con gran ceremonia, Joseph depositó la corona de rosas en el vientre desnudo de Patsy. Luego miró a Michael y sonrió maliciosamente.

– Tu segunda luna de miel -dijo con aquel acento de Marblehead zumbón y lento-. Que la disfrutes.

El «señor Hillary» se adelantó.

– Tu papel consiste únicamente en hacer el amor con ella. Tú la amas, ¿no? Pues demuéstraselo.

Acarició con los dedos el cabello de Michael como hubiera podido hacerlo una mujer; y a pesar del miedo, Michael sintió la emoción de la atracción erótica. El «señor Hillary» le acarició el cráneo y le alborotó el pelo, y luego se inclinó y besó a Michael en la boca.

A éste le supo a saliva, a flores y a muerte. Pero notó que el pene empezaba a ponérsele erecto y no pudo hacer nada por impedirlo. A tan sólo cinco centímetros de distancia, los ojos de color rojo sangre del «señor Hillary» -hipnóticos, poderosos,-eróticos, exigentes- se habían clavado en los suyos, y Michael estuvo tentado de devolverle el beso.

El «señor Hillary» se apartó ligeramente. Miró el pene de Michael, que iba poniéndose rígido, y sonrió. Le acarició la punta con la fusta y luego se lo recorrió con la misma en toda su longitud hasta abajo, le hizo cosquillas y la hundió en el escroto cada vez más duro de Michael.

– Ahora ya estás listo para ella, ¿verdad? -le susurró en voz baja; y la voz sonó como seis o siete voces grabadas una encima de otra. Cogió el pene erecto de Michael con la mano izquierda y tiró de él hacia adelante. Luego metió la mano entre las piernas de Patsy y le separó los labios de la vulva con la mano derecha-. Venga. Ahora. ¡Enséñame cuánto la amas! ¡Enséñame cuánto te excita!

Michael se plantó e intentó echarse hacia atrás.

– ¡No! ¡No la toque!

Pero Joseph se arrodilló al lado de la cabecera de la cama, sacó un largo y afilado cuchillo de deshuesar y lo colocó junto a la mejilla de Patsy. Ésta temblaba y sollozaba, y los ojos se le habían inundado de lágrimas.

– Hazlo, Michael, hazlo, haz lo que quieran.

Michael cerró los ojos unos instantes, lo cual era algo que los muchachos blancos como azucenas nunca podrían hacer. No rezó ninguna oración, pues no conseguía acordarse de ninguna, pero le pidió a Dios que mantuviese a salvo a Patsy, y a Jason, y que no permitiera que el «señor Hillary» les hiciese demasiado daño. Luego subió a la cama y miró a Patsy a los ojos, y le pidió a Dios que lo matara en aquel preciso momento. Un ataque al corazón, una apoplejía, que le cayera encima un rayo. Daba igual. «Mátame, Dios mío. No permitas que Patsy sufra.»

Pero el «señor Hillary» le metió la mano a Michael entre las piernas, le arañó el escroto con aquellas largas y afiladas uñas suyas, y luego le cogió el pene y lo metió en la vagina de Patsy. Incluso metió dentro de la vagina de Patsy dos o tres de sus propios dedos junto con el pene de Michael para poder acariciarlos a los dos a la vez. Michael notó que Patsy estaba rígida como una piedra a causa de la revulsión que aquello le causaba, y que tenía los músculos de la pelvis cerrados; pero entonces, el «señor Hillary» comenzó a azotarle los muslos a Patsy con la fusta de montar, y ella se encogió y se relajó.

– Se supone que disfrutáis con esto -dijo en voz baja el «señor Hillary»-. De todo el dolor y de todo el placer.

Puso el extremo de la fusta entre las nalgas de Michael y se la metió por el ano.

– De todo el dolor, Michael, y de todo el placer. Ahora… échate hacia adelante.

El estómago y los pechos de Patsy estaban completamente tapados por la guirnalda de rosas rojas. Si se echaba hacia adelante, Michael se la apretaría contra la carne y le clavaría las espinas.

– No puedo -dijo en un susurro.

– ¿Qué? -le preguntó el «señor Hillary».

– No puedo. No puedo hacerle daño.

El «señor Hillary» retrocedió y miró fijamente a Michael con fingida incredulidad.

– ¿Que no puedes? ¡Entonces tendremos que ayudarte! ¡Joseph! ¡Bryan! ¡Ayudadle!

Riéndose, Joseph y Bryan se acercaron a la cama y obligaron a Michael a echarse sobre los pechos de Patsy. Los pinchazos de las espinas de las rosas eran una agonía. Se les desgarró la piel, se les laceraron los nervios. Pero ahí no acabó todo. Joseph y Bryan obligaron a Michael a cabalgar adelante y atrás sobre Patsy, empujándolo hacia abajo a cada embestida, cada vez con más fuerza. Patsy chillaba de dolor y Michael se mordía las mejillas por dentro con tanta fuerza que la sangre le salía por las comisuras de los labios.

– ¡Dentro! ¡Fuera! ¡Dentro! ¡Fuera! -cantaban a dúo Joseph y Bryan; y empujaban a Michael cada vez más abajo, hasta que su pene estuvo arremetiendo bien dentro de Patsy y las espinas de las rosas hicieron trizas ensangrentadas el pecho de ambos-. ¡Dentro! ¡Fuera! ¡Dentro! ¡Fuera!

Ahora, el «señor Hillary» volvió a avanzar y extendió la mano como si esperase que Jacqueline supiera exactamente lo que él deseaba. Y así era: ella le pasó dos largos tubos de metal.

– ¡Dentro! ¡Fuera! ¡Dentro! ¡Fuera! -seguían entonando Joseph y Bryan.

Y a pesar de las lágrimas, a pesar de la sangre, a pesar de la angustia que sentía por Patsy, Michael empezó a sentir que iba a alcanzar el climax.

– ¡Más aprisa! -les urgió el «señor Hillary»-. ¡Más fuerte!

Le azotó las nalgas desnudas a Michael con la fusta, y le azotó el escroto hasta que Michael no pudo distinguir qué era dolor y qué era éxtasis sexual.

Michael sintió una sensación de agarrotamiento entre las piernas. Se le arqueó la espina dorsal, y luego eyaculó de un modo como nunca lo había hecho antes. Sintió como si estuvieran sacándole la espina dorsal de la espalda, vértebra a vértebra, y estuviera saliéndole por el pene.

Se dejó caer pesadamente sobre Patsy, y ésta lanzó un grito de dolor. Se debatió, se retorció e intentó quitárselo de encima a empujones, pero los muchachos blancos como azucenas lo mantenían echado sobre ella. Lo mantenían echado con fuerza y no lo dejaban moverse.

Permanecieron tumbados sobre la cama, sangrando, temblando y llorando, y los muchachos blancos como azucenas continuaban apretándolos uno contra el otro cada vez con más fuerza. El «señor Hillary» dio la vuelta a la cama y se detuvo sobre ellos; golpeaba suavemente un tubo contra el otro, de modo que producían un tintineante y agudo ritmo.

– Y ahora, ¿qué me decís? -les preguntó, aunque Michael apenas lo oía-. ¿Es dolor o es placer? ¿Quién me lo sabe decir?

Metió la mano entre las piernas de Michael y sacó de la vagina de Patsy el pene, que iba ablandándose, con un dedo doblado en forma de gancho. Luego metió los dedos en la vagina de Patsy con curiosidad obscena y obstétrica, estirándola, mirando cómo salía de ella el semen con una lascivia remota, roja como la sangre.

– Sois hermosos los dos -murmuró, y pasó los dedos arriba y abajo por los muslos de Patsy; y también por los muslos de Michael; y fue entonces probablemente cuando éste comprendió realmente lo que era el «señor Hillary». Un ser perfecto, perfectamente corrupto. Un entendido en todas las cosas hermosas, de las cuales una era hacer el amor, cuyos gustos se habían vuelto totalmente depravados.

El «señor Hillary» era un ángel. O, por lo menos, el verdadero reverso de un ángel.

Patsy estaba mordiéndose los labios de dolor, y sollozaba. Michael, sangrando, dijo:

– Dejad que me levante. En el nombre de Dios, ¿quieren dejar que me levante, por favor?

El «señor Hillary» le pasó a Michael la palma de la mano por la espalda y por las nalgas.

– Primero, Michael, tengo que saborearte. Primero tengo que contaminarte.

Michael forcejeó e intentó liberarse, pero los muchachos blancos como azucenas eran mucho más fuertes que él. Sintió la punta del tubo de metal del «señor Hillary» hundiéndosele en la parte inferior de la espalda, y apretó los músculos.

– Esto va a gustarte -le dijo el «señor Hillary» con voz extraña. Luego siguió hundiendo el tubo en la espalda de Michael, y éste sintió un dolor como no lo había experimentado nunca, tan fuerte que se encogió y se retorció encima de Patsy, y las espinas le desgarraron a ésta los pechos aún más salvajemente, y le cruzaron el pecho de arañazos sangrientos.

– ¡No! -gritó Michael, que estaba llorando como un niño-. ¡No! ¡No! ¡No! ¡No!

Pero el tubo del «señor Hillary», frío como el hielo, se hundió aún más a través de músculos, membranas y extremos de nervios, hasta que tocó en el riñon izquierdo; y luego buscó más arriba, hasta que localizó la glándula suprarrenal. Michael sintió el agudo tubo en lo más profundo de la espalda. Ahora ni siquiera deseaba morir, porque ya no comprendía qué significaba morirse. Yacía encima de Patsy como un peso muerto, mientras el «señor Hillary» sorbía y sorbía, y luego se incorporaba con la cara transformada y el pecho henchido de satisfacción.

Jacqueline estaba de pie muy cerca de él; le acariciaba el brazo, y de vez en cuando levantaba la rodilla y se la frotaba contra el muslo, tocándolo, apretándose contra él. «Hazme daño a mí también. Tómame a mí también.» Pero el «señor Hillary» sacó los tubos de la espalda de Michael, luego cruzó la habitación, se estiró, se pasó la punta de los dedos por el pecho y por el estómago, y sonrió. Parecía satisfecho.

Los muchachos blancos como azucenas levantaron cuidadosamente a Michael, que seguía encima de Patsy, y lo trasladaron hasta uno de los sillones. Apartaron la guirnalda de rosas y la dejaron caer en el suelo. Luego le soltaron las ataduras a Patsy y la ayudaron a levantarse, tan solícitos y suaves como si ella hubiese sufrido un accidente de automóvil en lugar de un deliberado acto de perversión sádica.

Patsy no dijo nada, excepto:

– La ropa, por favor, denme mi ropa.

Sin volverse, el «señor Hillary» sonrió y dijo:

– Una auténtica hija de Eva. «Luego los ojos de ambos se abrieron, y se dieron cuenta de que iban desnudos» -citó.

Patsy, histérica, le gritó:

– ¡No! ¡No! ¿Qué clase de monstruo es usted?

El «señor Hillary» se volvió con mirada flamígera. Pero luego vio a Patsy, desnuda, arañada y sangrante, y volvió la cara hacia otra parte.

– No soy un monstruo, Patsy, los monstruos no existen.

Ella se puso los tejanos; temblaba y lloraba.

– ¡Es usted malvado!

El «señor Hillary», con infinita tranquilidad, dijo:

– «Los hijos de Dios vieron que las hijas de los hombres eran hermosas; y tomaron esposas, las que ellos quisieron. Y engendraron hijos en ellas. Y éstos fueron los poderosos hombres que existieron antaño, hombres de renombre. Luego el Señor vio que la maldad del hombre era grande sobre la tierra, y que cada propósito, cada pensamiento de su corazón no era más que mal, continuamente. Y Dios dijo: "El final de toda la carne ha llegado ante Mí; porque la tierra está llena de violencia por causa de los hombres."»

– El «señor Hillary» guardó silencio durante unos instantes y luego añadió-: Génesis, capítulo seis, tres mil años antes del nacimiento de Cristo. Y aun así, parece que fue ayer.

Y fue entonces cuando se oyó un sonido distante, agudo y ululante.

– ¿Qué es eso? -le preguntó el «señor Hillary» a Bryan.

Éste se acercó a la ventana de la biblioteca y miró hacia el exterior.

– No es nada -dijo-. No veo nada en absoluto. -Pero luego añadió-: Un momento, es la policía. Cuatro coches de la policía. Cinco. Vienen hacia aquí.

– ¿La policía? -dijo el «señor Hillary» incrédulo.

Thomas llamó varias veces con la mano a la puerta del faro y aguardó.

– ¿Puedes creer que exista semejante lugar?

David estaba atusándose el pelo.

– Está aislado y es barato. ¿Qué más podría pedir un maníaco homicida?

– No te hagas el listo -le conminó Thomas-. Este tipo, Hillary, es mucho más de lo que parece a primera vista.

Miró a su alrededor y se cercioró de que los seis agentes de uniforme estuvieran en sus puestos, así como los dos ayudantes del sheriff del condado de Essex que le había proporcionado su viejo amigo el sheriff Protter, en parte por cortesía y en parte para poder vigilar de cerca todo lo que hiciera. Luego aporreó la puerta por segunda vez.

– Hay llamador -le indicó David.

– Los llamadores son para los vendedores -repuso Thomas-. Los policías llaman con la mano.

Al parecer, los golpes habían sido oídos, pues la puerta se abrió silenciosamente y dos hombres de cara blanca aparecieron en la entrada, ambos con gafas de sol, ambos vestidos de negro.

El sargento Jahnke les mostró la orden de registro.

– ¿Hay aquí alguien llamado «señor Hillary»?

Los hombres de cara blanca dijeron que no con la cabeza.

– Bien, aunque no se encuentre aquí ese «señor Hillary», tenemos una orden para registrar este lugar, y eso es precisamente lo que vamos a hacer. Así que hagan el favor de apartarse.

Sin pronunciar palabra, los jóvenes le cerraron la puerta en las narices a Thomas. Éste y el sargento Jahnke se miraron atónitos.

– Ni siquiera han dado un portazo -dijo David.

Thomas tiró del llamador y se puso a aporrear la puerta con el puño.

– ¡«Señor Hillary»! ¡«Señor Hillary»! ¡O quienquiera que sea usted! ¡Es la policía! ¡La P-O-L-I-C-í-A, la policía! ¡Se lo advierto! ¡Abra ahora mismo esta maldita puerta antes de que la echemos abajo a patadas!

Continuó aporreando la puerta una y otra vez y luego se echó hacia atrás, jadeando, para tomarse un respiro. Estaba a punto de ponerse a dar golpes otra vez cuando la puerta se abrió y un hombre alto de pelo blanco apareció ante ellos; llevaba gafas oscuras y un abrigo gris largo.

– ¿El «señor Hillary»? -le preguntó Thomas-. Soy el teniente Thomas Boyle, de la Brigada de Homicidios de Boston. Tengo una orden para registrar esta casa… es decir… este faro.

– ¿Puedo verla? -le preguntó el «señor Hillary».

El sargento Jahnke se la pasó y él la estudió cuidadosamente. Luego se la devolvió.

– ¿Qué me dice? -preguntó Thomas.

– Esta orden parece auténtica. Desgraciadamente, no puedo dejarlos entrar. Estamos en cuarentena. Meningitis.

Casi había cerrado la puerta cuando Thomas metió el pie para impedírselo.

– «Señor Hillary…» con meningitis o con dolores menstruales, de todos modos vamos a entrar.

– No pueden hacerlo.

– ¿Quiere que me abra paso a la fuerza? Tengo un montón de refuerzos ahí afuera. No me gustaría que nadie resultase herido. ¿Le gustaría a usted?

El «señor Hillary» parecía malhumorado.

– Teniente Boyle, ésta es mi casa y tengo derecho a preservar mi intimidad.

Thomas movió en al aire la orden de registro.

– Hay un juez del condado de Essex que no cree que tenga usted derecho a su intimidad.

El «señor Hillary» permaneció en silencio unos instantes y se quedó completamente inmóvil. Luego le hizo una seña a Thomas para que se acercase, para poder hablarle al oído.

– Teniente -le susurró-, tengo arriba a Michael Rearden, a la señora Rearden y al joven Rearden. Creo que es mejor que continúen sanos y salvos, ¿no le parece? Así que dé media vuelta y vuélvase por donde ha venido. Yo hablaré directamente con Hudson, el jefe de policía, y a la hora de comer, usted podrá dar por concluido este caso y seguir con otra cosa que realmente sea importante, como quién escribe con aerosol todos esos grafiti en la torre Hancock, o quién se dedica a escupir en el puerto, por ejemplo.

Thomas miró de cerca al «señor Hillary». Lo miró directamente a los ojos, a pesar de que éste llevara las gafas oscuras puestas.

– ¿Está usted amenazándome? -quiso saber.

El «señor Hillary» sonrió.

– Sí, estoy amenazándolo.

– ¿Cómo puede demostrarme que ellos están aquí?

El «señor Hillary» hizo un movimiento con la cabeza y le señaló hacia el noroeste.

– El coche de Michael se encuentra ahí fuera. ¿Qué más pruebas necesita?

– Me gustaría verlo y hablar con él.

– No creo que eso sea posible, teniente. Creo que lo mejor que puede hacer usted es marcharse. Dejemos esto en un pequeño malentendido.

Thomas permaneció de pie ante la puerta y no dijo nada. Pero luego se dio la vuelta e hizo señas a dos de los agentes de uniforme; los llamó:

– ¡Agente Wilson! ¡Agente Ribeiro! ¡Vengan aquí! ¡Vamos a llevar a cabo un registro!

El «señor Hillary» retrocedió y se puso rígido.

– No es una buena idea, teniente. Podría usted echar a perder su carrera.

– Bueno, tendré que correr el riesgo -le dijo Thomas-. Sargento Jahnke, regístrenlo todo de arriba abajo, y que no salga nadie de aquí.

– Sí, teniente -repuso David. Pero sin decir nada más, el «señor Hillary» cerró la puerta del faro, y la cerró con llave. Thomas miró a David, y éste exclamó-: ¡Oh!

Wilson y Ribeiro subieron corriendo por las escaleras con las pistolas desenfundadas. Wilson era gordo y mofletudo, Ribeiro lucía un poblado bigote negro. Thomas dijo:

– De acuerdo, haremos el registro en cuanto consigamos abrir esta puerta.

– Tenemos un mazo grande en el coche, señor -dijo Ribeiro.

– Esto es de roble macizo de más de cien años de antigüedad -le indicó Thomas-. Vamos a necesitar algo más que un mazo, vamos a necesitar dinamita.

– A lo mejor podemos sitiarlos y hacer que se rindan por hambre -sugirió Wilson.

– ¿Ah, sí? ¿Y cuánto tiempo llevará eso? Probablemente tendrán provisiones hasta el invierno.

– Quizás sería conveniente llamar a los bomberos -observó David-. Son muy buenos en esto de echar puertas abajo. Además tendrán escaleras. Podríamos subir y tomar el tejado.

Thomas miró hacia arriba y negó con la cabeza.

– Tenemos que pensarlo. Si realmente tienen como rehenes a los Rearden, estamos en serias -dificultades. Vamos a tomarnos un poco de tiempo, hagamos varias llamadas telefónicas primero, y ya veremos qué hacemos después. De nada sirve intentar un ataque frontal: este faro está construido como una fortaleza.

Se dieron la vuelta, bajaron por las escaleras y cruzaron por la hierba arenosa hasta el coche de Michael.

– Wilson, tú mantente en contacto telefónico -le ordenó Thomas-. Ribeiro, llama a los bomberos. Diles que necesitamos escaleras largas y algo que sirva para echar abajo puertas de roble macizo.

– Délo usted por hecho -dijo Ribeiro a la vez que hacía un gesto con la mano.

Thomas se metió en el coche y encendió un cigarrillo. David le dijo:

– Esto va a ser una pérdida de tiempo, usted ya lo sabe, ¿verdad, teniente?

– ¿Ah, sí? ¿Y por qué cree usted eso?

– Porque este tipo goza del favor de todo el mundo, de todas las personas importantes, incluido el jefe de policía Hudson. Aunque podamos presentar cintas de vídeo que demuestren que está involucrado personalmente en todos esos homicidios, aunque presentemos ocho mil testigos, todos dispuestos a jurar sobre la Biblia que fue él, ¿cree que conseguiremos que lo procesen, y no digamos ya que lo condenen?

– Eso ya lo veremos -respondió Thomas al tiempo que echaba el humo del cigarrillo.

En ese momento, un enorme Lincoln negro apareció dando botes sobre los montículos llenos de hierba. Era un modelo antiguo, del 72 o del 73, muy pulido y brillante, con cristales ahumados. Se detuvo junto al coche de Thomas, se abrió la puerta y Matthew Monyatta bajó de él de un salto. Llevaba puesta una amplia chilaba verde y un fez de color verde con tachuelas. Dio la vuelta al coche, abrió el maletero y sacó una silla de ruedas. Luego se acercó a la puerta del pasajero, la abrió, y allí estaba Megan. Matthew la ayudó a sentarse en la silla de ruedas con mucho cuidado, mientras la chilaba le aleteaba movida por la brisa marina.

– ¿Megs? -dijo Thomas-. ¿Qué demonios estás haciendo aquí?

Matthew empujó a Megan en la silla justo hasta el lugar donde estaba Thomas, y éste no pudo evitar fijarse en la expresión que se reflejaba en la cara de ambos. Decididos, serios… pero también inspirados.

– Thomas, sé lo que está pasando aquí -le dijo Megan-. Sé quién es el «señor Hillary» y cómo llegar hasta él. Y creo que también puedo destruirlo.

Thomas se arrodilló delante de ella y le cogió las manos.

– Megs, ese hombre es un maníaco homicida. Hemos llamado pidiendo refuerzos, y lo sacaremos de ahí. No creo que haya nada que tú puedas hacer.

– Oh, sí que lo hay -repuso Megan-. Con la ayuda de Michael y de Matthew, puedo hacer cualquier cosa que yo quiera.

– Pero Michael está ahí dentro. El «señor Hillary» lo retiene como rehén, junto con Patsy y Jason.

– Ya lo sé. Lo sentí cuando veníamos por la carretera de la costa, a unos siete quilómetros de aquí. Es el aura, Thomas. Es la hipnosis. Eso nos unió. Nos proporcionó un entendimiento mental. Matthew también lo comprende.

Thomas se puso en pie y se enfrentó a Matthew; éste se mostró impasible.

– ¿Es cierto eso? -le preguntó Thomas.

– Creo que sí -repuso Matthew-. Como Dios es cierto, como Olduvai es cierto y como es cierto todo el condenado universo.

– Entonces, ¿qué os proponéis? -preguntó Thomas.

– Entrar en contacto con Michael; Matthew y yo juntos -le dijo Megan-, y luego usar nuestras auras combinadas para sacar al «señor Hillary» del faro.

– ¿Crees que puedes hacerlo sin que nadie resulte herido? ¿Sin que tú sufras daño?

Megan le cogió una mano y se la apretó; los ojos se le habían inundado de lágrimas.

– Thomas, cariño, yo nunca haría nada que te causara dolor. Nunca, al menos voluntariamente.

Thomas presintió que Megan estaba hablando de otra cosa, pero no se le ocurrió de qué podría tratarse. Sacó el pañuelo y le limpió los ojos.

– Bueno, de acuerdo -le dijo-. Si crees que puede funcionar, inténtalo.

Megan le cogió la mano a Matthew y luego sacó del monedero el disco de zinc y cobre que Michael le había dejado. Thomas se apartó de forma instintiva, y empujó a David Jahnke para que se apartara también. No creía en nada de aquello, pero tampoco creía que fuera conveniente agobiar a la gente cuando ésta estaba intentando hacer lo que podía.

Megan sostuvo el disco en la palma de la mano y la luz del sol se reflejó en él y lo hizo brillar, como una ventana distante.

– Mira la luz, Matthew, y relájate… mira la luz y relájate. La luz es lo único que existe. La luz es el centro del universo. La luz lo es todo. Nos sentimos somnolientos, nos sentimos cansados. Toda nuestra aura va saliéndose de nosotros, toda nuestra fuerza… estamos entrando poco a poco en un trance, Matthew, tú y yo juntos, cogidos de la mano… estamos metiéndonos en el sueño, Matthew, solos tú y yo… siguiendo el punto de luz, siguiéndolo, pasando a través de él…

Thomas lo observó todo con perplejidad creciente mientras los ojos de Megan se cerraban, e igualmente los de Matthew. Los dos permanecían allí, como un extraño retablo viviente, Matthew de pie al lado de la silla de ruedas de Megan, dándole la mano, muy naturales en todos los sentidos, excepto que ambos se hallaban profundamente dormidos. Thomas se acercó a ellos con cautela, dio una vuelta caminando a su alrededor, y miró detenidamente la cara de Matthew a sólo unos centímetros de distancia.

– Mierda -exclamó-. Se ha ido. Quiero decir que está completamente ido. Y Megan también. No sabía que la hipnosis funcionase con tanta rapidez.

David Jahnke no sabía qué decir. Aquello no era un procedimiento normal. Ni siquiera era una exhibición. Aquello era, sencillamente, raro.

Megan y Matthew caminaron de la mano por la hierba y luego subieron por los escalones hasta la puerta del faro. El día era gris y descolorido, como una fotografía en blanco y negro perdida desde hace mucho tiempo. La puerta del faro estaba cerrada, pero ellos pasaron a través de ella con un roce de moléculas disturbadas, y penetraron en el interior. Megan llamó:

– ¿Hola, Michael? ¿Hola?

No hubo respuesta.

Subieron por la escalera de caracol hasta la puerta de la biblioteca y la abrieron. Michael estaba sentado, encorvado y desnudo, en un sillón, con las rodillas dobladas hacia arriba y el pecho lacerado y cubierto de sangre seca. Pero levantó lentamente la cabeza cuando ellos entraron y les dirigió una amplia sonrisa de reconocimiento.

– Megaannn… -los llamó con una voz lenta y borrosa-. Mattheewww…

Éstos vieron que el aura de Michael parpadeaba alrededor de éste rosada y brillante. Sus propias auras se pusieron a danzar por la biblioteca como fantasmas, sin equilibrio, furtivas como llamas. Unieron sus auras a la de Michael y los tres sintieron una oleada de enorme poder, de enorme calor. Michael se levantó del sillón, desnudo, herido, pero casi flotando por encima del suelo.

– ¡Azazel! -gritó con voz atronadora y resonante-. ¡Azazel!

El «señor Hillary» apareció en la puerta, acompañado por Joseph y Jacqueline. A Megan y a Matthew les pareció diferente: podían ver la oscuridad de su aura, el torbellino negro y resplandeciente que rodeaba su silueta física.

Pero también pudieron verle los ojos, que eran aún más brillantes: llameantes y rojos. Durante un momento sintieron un miedo terrible y auténtico, especialmente porque el «señor Hillary» pareció notar de inmediato que Michael estaba diferente.

– ¿Quién eres tú? -le preguntó el «señor Hillary» a Michael lleno de sospechas, y ello fue una involuntaria revelación. Debía de haber notado que Michael tenía en sí más de un aura.

– Soy el que ha venido a capturarte -le dijo Michael-. Soy el amigo de Aarón, el amigo del hombre, el amigo de todas las mujeres que has ultrajado.

El «señor Hillary» se echó a reír. Una risa dura como un golpe, burlona, profunda, como quien tira un barril de cerveza vacío por una chimenea. Pero entonces, Michael fue a por él; se lanzó por las polvorientas alfombras y lo agarró por el pelo, retorciéndoselo, y luego comenzó a darle patadas en las piernas hasta que el «señor Hillary» cayó pesadamente al suelo.

Michael tenía dentro de sí la fuerza de Megan y de Matthew. Una fuerza mágica, martirizada. Ardía de energía, iba a hacer explosión de tanta energía.

El «señor Hillary» rugió y como pudo se puso en pie de nuevo, lleno de furia. Azotó a Michael con la fusta una vez, dos veces, tres veces, pero Michael era demasiado rápido para él, del mismo modo que Megan había sido muy ágil en otro tiempo. Luego, con la fuerza que Matthew tuviera antaño, golpeó repetidamente al «señor Hillary» con el puño, y volvió a golpearlo, propinándole tremendos puñetazos fuertes como mazazos que le aplastaron las costillas y le rompieron el esternón.

El «señor Hillary» gritaba de rabia y de dolor, y la sangre le manaba de la boca. Estaba histérico, furioso y lleno de adrenalina humana. Pero tres auras dentro de un solo cuerpo era más de lo que podía manejar. Se tambaleó hacia atrás, se tropezó con las alfombras, se volvió a tambalear, corrió hacia la puerta y se tiró escaleras abajo.

Michael fue tras él. No le importaba estar desnudo. Ahora era angélico, era sobrehumano, era tres en uno. Saltó por las escaleras en persecución del «señor Hillary» y abrió la puerta del faro. Pudo ver los coches patrulla apostados alrededor del mismo, con las luces azules y rojas lanzando destellos. Pudo ver a Megan, con la cabeza gacha, en la silla de ruedas, y pudo ver a Matthew Monyatta. Y pensó: «Dios os bendiga.»

Porque ahora podía ver al «señor Hillary», que corría por la hierba arenosa con el pelo blanco alborotado por el viento y el abrigo gris aleteando detrás de él, y Michael emprendió una acalorada persecución.

Oyó que uno de los policías le gritaba al «señor Hillary»:

– ¡Alto! ¡Policía!

Pero, naturalmente, el «señor Hillary» no dejó de correr.

El policía disparó una sola vez, y el abrigo del «señor Hillary» se abrió por la parte de atrás, pero él siguió corriendo hacia la orilla del mar. Uno de los coches patrulla arrancó y avanzó por la hierba, cada vez a mayor velocidad, hacia él.

Michael corría tras el «señor Hillary» crmo nunca había corrido. Desnudo, corría como un atleta griego, con todos los músculos en tensión, con todas las arterias bombeando sangre.

El «señor Hillary» se adentró en el oleaje, salpicando con los pies entre la espuma. Ahora el coche patrulla patinó y giró sobre la arena, a sólo quince metros de distancia.

Y fue entonces cuando ocurrió lo imposible.

El «señor Hillary» seguía corriendo, pero sus pisadas chapoteaban cada vez con menos fuerza en la creciente marea. Luego dejó de chapotear del todo y empezó a elevarse por el aire. Seguía corriendo, pero ahora corría a dos metros por encima del agua. Luego a tres metros, luego a seis metros, luego todavía más alto.

El coche patrulla frenó en el punto donde rompen las olas haciendo que se elevara un abanico de agua, y dos agentes salieron del vehículo y se metieron en el agua hasta las pantorrillas. Se protegieron los ojos con la mano y miraron con incredulidad al «señor Hillary» mientras éste se elevaba pesadamente hacia el cielo moviendo los brazos, moviendo las piernas, corriendo sin parar cada vez más alto.

Michael llegó hasta las olas, pero no se detuvo.

«Ahora -les dijo a Megan y a Matthew-. ¡Ahora, por el amor de Dios, ahora!»

Corría y se adentraba cada vez más entre las rompientes olas, hasta que el agua le llegó por las pantorrillas, por las rodillas, por los muslos.

«¡Ahora! -gritó con el pensamiento-. ¡Ahora!»

Y se elevó, sintió que se elevaba. Notó que tenía capacidad para mantenerse en el aire, se sentía liviano. Las rodillas le emergieron de la espuma, y luego las piernas. Luego sus pies pisotearon la superficie del agua y, en medio de una última salpicadura de espuma, Michael se encontró en el aire, elevándose, subiendo cada vez más alto.

Era desesperadamente difícil. Era como correr por la ladera de una montaña hacia arriba, sólo que no había montaña. Tenía que seguir corriendo, tenía que seguir moviendo sin parar las piernas y los brazos, porque cada vez que avanzaba hacia arriba notaba que volvía a caer.

Era su aura lo que lo hacía elevarse, su aura humana, y podía sentir la fuerza y la capacidad de elevarse que Megan y Matthew le conferían también. Estaban compartiendo la energía de los tres, toda su fe. Era el mayor acto combinado de valor y confianza que se hubiera experimentado nunca, tres desconocidos trabajando juntos y dándolo todo de sí mismos.

Pudo ver al «señor Hillary», que trepaba por el aire muy por encima de él; corría con pies rápidos y furtivos, con la cabeza encogida, y el abrigo le aleteaba. Intentaba correr más, intentaba trepar más alto. El mar resplandecía a quince metros por debajo de él, luego a veinte, mientras que el «señor Hillary» seguía luchando por elevarse más.

«¡Vamos! -suplicó-. ¡Ahora!»

Y abajo, en el suelo, vigilados de cerca por un serio y ceñudo Thomas, Megan y Matthew bajaban la cabeza, se apretaban la mano con más fuerza y le daban a Michael todo de lo que eran capaces. Matthew se estremecía de la tensión y a Megan le brotaban lágrimas de los ojos, que tenía cerrados con fuerza. Pero Thomas sabía perfectamente que no había que despertarlos.

Por encima de la bahía de Nahant, a cincuenta metros de altura en el aire, Michael se hallaba ya cerca de los faldones del abrigo del «señor Hillary». Alargó la mano e intentó agarrarlos, pero falló en el intento. El «señor Hillary» se volvió hacia él con ojos feroces y le sonrió irónicamente, como un lobo, y luego saltó adelante, saltó adelante.

– ¡Azazel! -le gritó Michael. Pero el «señor Hillary» encorvó la espalda y subió aún más alto, pataleando en el aire con los talones de las botas.

A sesenta metros de altura y a casi un quilómetro de la costa, Michael pensó que iba a escapársele. Subía tan alto, corría tan aprisa. Pero entonces, Michael hizo un último intento, le agarró el abrigo, y dejó de correr para dejarse caer.

– ¡No! -vociferó el «señor Hillary»-. ¡No, cabrón! ¡No, loco! ¡Tú eres uno de nosotros! ¡Tú eres uno de nosotros!

Tiraba del abrigo, luchaba, pataleaba e intentaba ganar altura. Pero ni siquiera el aura de Azazel, el chivo expiatorio, era suficiente para transportar a dos personas por el cielo, al menos no sobre un planeta donde la gravedad es tan fuerte y el peso de los pecados humanos tan grande.

El abrigo del «señor Hillary» empezó a chamuscarse y las botas se pusieron a echar humo. El aura, literalmente, estaba sobrecalentándosele. Gritaba y se retorcía, y azotaba a Michael con los puños. Dio vueltas y vueltas, echando humo, ardiendo y sin dejar de patalear.

– ¡Tú eres uno de nosotros! ¡Tú eres uno de nosotros!

Pero Michael seguía aferrado a los faldones del abrigo del «señor Hillary» y se negaba a soltarlos. Y su pesadilla de caer por el aire se hizo realidad. Se vio lanzado hacia abajo en dirección al mar, y el «señor Hillary» se hundía con él, hasta que se separaron y cayeron a plomo dando vueltas y vueltas sobre sí mismos, dos pequeños puntos negros contra la luz de la mañana.

A quince metros por encima del océano, el «señor Hillary» estalló. Se oyó un terrible ruido, se vio un breve resplandor de llamaradas blancas, y luego comenzaron a caer pedazos de cuerpo y ropa chamuscados.

El abrigo gris fue lo último que cayó, y quedó flotando al viento de un lado a otro, como una hoja al caer; ardía lentamente según caía. Por fin fue a dar sobre la superficie del mar y cubrió los quemados restos del «señor Hillary» igual que hubiera hecho una madre.

A su lado, Michael nadaba, magullado y sin rumbo, entre el oleaje, esforzándose por respirar por la boca.

Inmediatamente, Thomas se acercó a uno de los ayudantes del sheriff del condado de Essex, que estaba de pie boquiabierto al lado de su coche, y le dijo bruscamente:

– Llame a los guardacostas, rápido. Quiero que los saquen a los dos del agua inmediatamente, al muerto y al otro que no está tan muerto.

Luego se acercó a Megan y dio unos chasquidos con los dedos justo delante de su cara. Ella no reaccionó al principio, pero entonces él volvió a chasquear los dedos y le palmeó las mejillas.

– ¡Megs! ¡Megs! ¡Soy yo! ¡Sea lo que sea, lo hayas hecho como lo hayas hecho, lo has conseguido!

Megan asintió con la cabeza y sonrió.

– Ahora solamente nos queda un pequeño asunto sin terminar, cariño. Los hombres blancos blancos. Los muchachos blancos como azucenas.

Michael encontró a Jason encerrado en una de las pequeñas habitaciones blanqueadas que había al final de la escalera de caracol. En cuanto abrió la puerta, Jason atravesó la habitación corriendo y lo abrazó con fuerza. Se negaba a soltarlo.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó Michael-. No te han hecho daño, ¿verdad?

Jason dijo que no con la cabeza. No lloraba, pero no tenía intención de soltar a su padre.

– Hueles a hospital -le dijo.

– Me he hecho unos arañazos, nada más. Los sanitarios me los han desinfectado.

– ¿Está bien mamá?

– Mamá también tiene arañazos. Pero está bien.

Jason lo miró a la cara.

– Te he visto por la ventana. Te he visto elevarte por el aire. ¿Cómo has hecho eso?

– Uno puede hacer lo que sea si lo intenta con el empeño suficiente.

– Pero tú estabas allí arriba, en el aire.

– No lo he hecho yo solo. Me han ayudado Megan y un hombre negro llamado Matthew. Lo hemos hecho juntos.

– ¿Y los otros hombres? -le preguntó Jason.

– La policía los tiene a todos encerrados abajo, en la biblioteca. No tendrás que volver a ver a ninguno de ellos.

Jason lo abrazó aún con más fuerza.

– Vamos -dijo Michael al tiempo que le revolvía el pelo a su hijo-. Vamos a ver a mamá.

Bajaron por la escalera de caracol. En la biblioteca habían reunido a los muchachos blancos como azucenas y los tenían bajo vigilancia policial; eran trece en total. Jason apartó la mirada cuando Michael lo condujo a través de la habitación hasta la otra puerta.

– Adiós, Jason -dijo Joseph mientras se quitaba las gafas oscuras; pero Jason no se volvió a mirarlo.

Michael estaba bajando con Jason por las escaleras de la entrada cuando Thomas salió y dijo:

– ¡Michael! ¿Tienes un momento?

Michael le dio un beso a Jason y le dijo:

– Cuida de mamá, ¿quieres? -Luego se dirigió a la mujer policía que estaba al pie de los escalones-: ¿Quiere hacer el favor de llevarlo a la ambulancia?

– No tardes mucho, ¿eh? -le pidió Jason.

– No -le dijo Michael; y le dio un beso-. No tardaré mucho.

Volvió a entrar en la biblioteca. Thomas, Megan y Matthew se encontraban junto a la chimenea, con la cara muy sería. Thomas dijo en voz baja:

– Matthew ha hecho una sugerencia.

– ¿Ah, sí? ¿Qué?

– Dice que lo más probable es que los muchachos blancos como azucenas salgan de esto indemnes, que no paguen por lo que han hecho. Son inmortales a todos los efectos. No se les puede matar, y tampoco se les puede hacer daño. Aunque consiguiéramos llevarlos ante un tribunal, tienen demasiados amigos en puestos de importancia que se encargarían de que salieran libres.

– Entonces, ¿qué propones?

– Yo propongo que intentemos hipnotizarlos -dijo Matthew-. Ponerlos a dormir.

– Pero si lo hacemos, se marchitarán, ¿no es así? Eso es lo que dijiste.

Matthew asintió.

Michael miró a Thomas.

– ¿Qué opinas tú al respecto? ¿No infringiremos sus derechos legales? Quiero decir, si los matamos, ¿no seremos nosotros también culpables de homicidio?

– No son humanos, en el sentido normal de la palabra -dijo Matthew-. Sólo son cosas, sólo son una enfermedad. Un virus no tiene derechos legales, y ellos tampoco.

Michael bajó la vista hacia Megan.

– ¿A ti qué te parece?

Ella se encogió de hombros.

– Ya has visto lo que hemos hecho en la playa. Los tres unidos te hemos hecho volar. Podríamos volver a hacerlo con los muchachos blancos como azucenas. Al fin y al cabo, no es ningún crimen hipnotizar a alguien para que duerma.

– Lo es si uno sabe que eso va a matarlos.

– Tú quieres librarte de ellos tanto como yo, ¿no? -le preguntó Thomas.

– Más -respondió Michael-. Pero nosotros no somos vigilantes; y tampoco somos asesinos.

Thomas consultó el reloj.

– Entonces considéralo de este modo. Tienes diez minutos para poner a dormir a estos personajes. Hazlo en recuerdo de Elaine Parker y de Sissy O'Brien. Hazlo por Victor y por todas aquellas personas que murieron en Rocky Woods.

Megan alzó una mano y le cogió la suya a Michael.

– Yo creo que es nuestro deber, Michael. Lo creo realmente.

– Muy bien -convino Michael-. Intentémoslo.

Michael se acercó a Joseph, que estaba de pie con las manos juntas a la espalda y una expresión de paciente resignación en el rostro.

– Así que esto es el fin -le dijo Michael.

Joseph se encogió de hombros.

– ¿El fin? Esto no es el final. Esto no es ni siquiera el principio del fin. Aquí sólo estamos unos cuantos, pero hay cientos más como nosotros. Nos reconocerás una y otra vez.

– Tú ya sabes lo que vamos a hacer, ¿no es así? -le preguntó Michael.

Joseph asintió.

– Sí, desde luego. Y lo agradeceremos. Ninguno de nosotros sabe lo que es dormir. -Hizo una pausa y luego añadió-: No deberías sorprenderte tanto. El deseo de descansar es igual de fuerte que cualquier otro deseo: igual que la lujuria, el hambre, la avaricia o la venganza.

– Venganza -dijo-. ¿Por qué tengo la sensación de que la venganza es algo en lo que estáis estafándome?

– Porque la venganza es un castigo que se le impone a alguien que nos ha ofendido de alguna manera. Lo que tú vas a hacernos ahora a nosotros… eso no es un castigo, sino que es la consecuencia natural de todo lo que ha sucedido, y nosotros lo aceptamos. Podríamos haber escapado, vuestras armas de fuego no habrían podido detenernos, tú ya lo sabes. Nosotros somos los que hemos tomado la decisión de que nuestras vidas terminen, no vosotros. Y aunque hubierais conseguido detenernos, vuestras prisiones no habrían podido retenernos allí, y eso suponiendo que alguno de vuestros jueces hubiera estado dispuesto a condenarnos. Puede que el «señor Hillary» haya desaparecido, Michael… pero la influencia de los seirim durará toda la eternidad.

Michael miró muy de cerca a Joseph. Éste estaba burlándose de él, tratando de quitarle mérito a lo que había hecho. En realidad, Michael sentía en su interior un profundo cansancio y una desesperación aún más profunda. La muerte de Azazel se había llevado consigo todo el significado de la extraña existencia de aquellos seres. Habían perdido a su líder, a su mentor y a su inspiración, al ser en el interior de cuyo cuerpo habían ardido los pecados del mundo como asfalto en llamas. Sin él, sin Azazel, ¿qué quedaba en el mundo moderno para un atajo de extraviados anacrónicos y malvados?

– Yo sé por qué no habéis escapado -le dijo a Joseph en voz tan baja que nadie más pudo oírlo-. No habéis escapado porque no hay ningún lugar adonde podáis escapar, no tenéis ninguna finalidad, ningún futuro, ningún apocalipsis. No tenéis nada.

Joseph continuó sonriéndole.

– Eres más complicado de lo que pareces, ¿verdad, Michael?

– Ahora sí -repuso Michael.

Se fue cojeando hasta el centro de la biblioteca y sostuvo en alto el disco de zinc y cobre, para que todos los muchachos blancos como azucenas pudieran verlo claramente.

– Mirad esto -les ordenó; y el disco destelló y brilló a la luz del sol-. Mirad esto y pensad en dormir. Ninguno de vosotros ha dormido nunca… pero pensad en ello ahora. Pensad en descansar, en la paz. Pensad que la oscuridad os inunda los ojos.

– Se movió de un lado a otro sosteniendo el disco levantado para que todos pudieran verlo-. Ahora vais a dormir, después de meses, después de años y siglos de vigilia. Vais a dormir ahora y a descansar para siempre… Os sentís cansados, vais a dormir. Os sentís cansados, vais a dormir…

Al recitar aquellas monótonas palabras, un extraordinario escalofrío recorrió la biblioteca. Los libros crujieron, el polvo se levantó de los estantes, que llevaban largo tiempo sin que nadie los limpiara. Se percibió en el aire un aroma fuerte y seco a desierto, a interminables llanuras saladas y a estanques vencidos por el sol. Se produjo un cegador estremecimiento de luz de sol, y se percibió la sequedad.

Michael sintió que él mismo empezaba a deslizarse hacia la oscuridad de un profundo trance hipnótico. Al hacerlo advirtió que Matthew se hallaba junto a él. Podía sentir el carácter de aquel hombre, orgulloso, primitivo y fuerte. También podía sentir a Megan, más suave, pero igualmente decidida. Los tres se hundieron cada vez más profundamente en aquel trance, y al hacerlo sus auras parpadearon con un ligero resplandor blanco y rosado. Era el aura combinada de los tres, una carga de alto voltaje de electricidad etérea. Bailó y resplandeció de uno a otro, y luego fue desvaneciéndose poco a poco. Después sobrevino la oscuridad: una oscuridad fría y submarina en la cual las auras de los tres se hundieron silenciosas y transparentes como medusas.

Michael se encontró caminando por la playa. El sol era cegador, pero el cielo estaba negro. Brillantes gaviotas blancas estaban clavadas en el aire inmóviles. Sus pies producían un sonido suave, como de azúcar cayendo sobre la arena.

Entre las dunas yacían cientos de cadáveres diseminados por todas partes, con la ropa moviéndose por la brisa del mar. Eran los cuerpos de todas aquellas personas que habían caído víctimas de los muchachos blancos como azucenas generación tras generación: políticos, diplomáticos, médicos y juristas, hombres de paz y mujeres de devoción.

Michael descubrió que estaba llorando, que las lágrimas le caían libremente por las mejillas y que tenía un nudo en la garganta producido por la pena. Por primera vez veía la tragedia en toda su magnitud. Los muchachos blancos como azucenas habían matado sin piedad a cualquiera que hubiese intentando luchar para traer calma y entendimiento al mundo. Y, al mismo tiempo, también habían masacrado a miles y miles de personas inocentes. Y todo ello en nombre del caos, todo ello en nombre de la disensión, de los celos, de la crueldad y de la guerra.

Se percató de que Matthew iba caminando a su lado, y luego, al otro lado, vio a Megan. Intercambiaron miradas, pero no dijeron nada. Continuaron caminando hacia la orilla del mar por la arena seca; a lo lejos podían ver las siluetas negras, que reverberaban a causa del calor, de los muchachos blancos como azucenas.

Ellos no caminaban ahora por la playa, no, estaban caminando por un desierto vasto y cegador. El mar, de alguna manera, se había encogido, se había retirado, y la arena se había vuelto plana y dura. El sol caía a plomo sobre la cabeza de Michael, quien, a medida que caminaba, empezó a sentir que el desierto iba estirándose, iba haciéndose cada vez más extenso, y que ellos tres nunca conseguirían llegar vivos al final de aquel desierto. Caminaron y caminaron sin decir nada; pero, poco a poco, las imágenes de los muchachos blancos como azucenas empezaron a empequeñecerse a lo lejos y finalmente desaparecieron.

– Los hemos perdido -dijo Megan en el interior de la cabeza de Michael.

– Están engañándonos -dijo Matthew-. Son más fuertes que nosotros… están tirando de nosotros para alejarnos.

– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó Megan con ansiedad.

– No tenemos elección -dijo Michael-. Ya estamos aquí y tenemos que ir tras ellos.

Matthew hizo un signo con la mano izquierda, un signo complicado y extraño que había sido utilizado por los hombres de las tribus de Olduvai para protegerse del mal de ojo.

– Tienes razón -dijo-. No tenemos elección. Éste es nuestro destino. Éste es el camino que tenemos que recorrer.

Caminaron durante horas, pero el tiempo no pasaba. El sol seguía fijo en la misma posición. Las gaviotas continuaban inmóviles. Al cabo de un rato, sin embargo, vieron humo en el horizonte lejano. Una mancha negra y espesa contra un cielo negro. Vieron chispas que formaban remolinos y gente que corría y bailaba. Con una rapidez fuera de lo normal, se encontraron, de pronto, caminando entre multitudes de hombres y mujeres, todos vestidos con túnicas, turbantes y chilabas: ropas apagadas y simples.

– Tiempos bíblicos -dijo Matthew-. Nos han devuelto a los días de Aarón.

Siguieron caminando entre humo, polvo y gente que bailaba hasta que llegaron a la enorme y burda estatua de una cabra, hecha con barro y paja y pintada de oro. Había sido construida sobre un gran pedestal de ladrillo y se elevaba diez o doce metros contra el cielo negro azabache. Los ojos de la cabra eran dos fuegos de alquitrán que arrojaban humo y chispas. Tenía los cuernos retorcidos, y de ellos colgaban cientos de calaveras humanas de adultos y de niños. Daban golpes unas contra otras y traqueteaban movidas por el viento del desierto.

Los muchachos blancos como azucenas estaban de pie sobre el pedestal, en silencio, esperando, con los ojos de color rojo sangre y las caras blancas como el caolín.

Joseph avanzó hasta el borde del pedestal.

– Creíste que podrías derrotarnos, que nos habíamos dado por vencidos. Pero nosotros no existimos en el tiempo. Somos indestructibles. Eres tú, ahora, quien va a convertirse en cenizas. Eres tú, ahora, quien va a ir a reunirse con su Creador.

Levantó ambas manos y un enorme y orgiástico clamor se elevó de entre la multitud de semitas. Michael se dio la vuelta y vio que se arrancaban la ropa unos a otros y luchaban entre sí. Vio a un hombre desnudo que le sacaba los ojos a una mujer con los dedos, se los metía enteros en la boca y luego se ponía a danzar una danza obscena, triunfante y frenética. Vio a seis hombres que obligaban a una muchacha a tumbarse sobre la arena, y los seis la penetraron mientras ella pataleaba, manoteaba y les clavaba las uñas.

Los tambores retumbaban, las trompetas sonaban estridentes y el polvo, muy denso, se elevaba sobre el desierto mezclándose con el humo de alquitrán de los ojos del ídolo caprino.

– ¡Tú! -gritó Michael-. ¡Eres tú quien va a ir a reunirse con su Creador!

La tierra tembló. El griterío se hizo más fuerte. Entre el humo y el polvo, Michael contempló violaciones, apuñalamientos, estrangulamientos. La sangre volaba por el aire en una lluvia fina y pegajosa.

Los muchachos blancos como azucenas bajaron por los escalones que había a un lado del enorme pedestal; cada uno de ellos llevaba en la mano dos delgados tubos de metal. Los golpeaban uno contra el otro en un ritmo constante e insistente.

– Van a torturarnos -dijo Megan-. Van a chuparnos hasta dejarnos secos.

Michael se dio la vuelta, pero la orgiástica muchedumbre los presionaba y los rodeaba muy de cerca, demasiado cerca como para que pudieran escapar, igual que hacía la muchedumbre en sus pesadillas. Los muchachos blancos como azucenas se acercaban cada vez más sin dejar de golpear los tubos. Sonreían con la cara tan blanca como un espantajo, y tenían los ojos de un rojo brillante, insomnes y llenos de ansia de venganza.

Joseph se aproximó a Michael y le empujó el pecho con uno de los tubos de metal.

– ¿De verdad creías que ibas a poder hacernos dormir tan fácilmente? Tú eres demasiado pecador, y también lo es esta mujer, con la que tú has pecado, e igualmente lo es este hombre, Matthew. Los pecadores nunca pueden vencer a otros pecadores.

Los muchachos blancos como azucenas se congregaron en torno a ellos; los rozaban y susurraban, y Michael sintió tanto miedo de lo que aquellos muchachos podrían hacerle que ni siquiera era capaz de abrir la boca.

El tamborileo fue haciéndose más fuerte y el griterío se había vuelto casi insoportable. Michael vio a una mujer con el pelo en llamas, rodando y rodando, y a un hombre castrado gritando de dolor y desesperación.

El grasiento humo se extendió sobre ellos y los ocultó, y de él salió la más brillante de las luces, una luz incandescente que a Michael apenas le resultaba posible mirar.

Al principio pensó: «Ésta es el aura de ellos, ahora es cuando nos matan.» Pero luego se dio cuenta de que los muchachos blancos como azucenas iban cayendo de rodillas, uno a uno, y de que intentaban protegerse los ojos. Hasta Joseph terminó por arrodillarse sobre la arena y postrarse apretando la cara contra ella.

La luz revoloteó sobre ellos, deslumbrándolos a todos, y luego se oyó una voz clara que decía:

– Dormid… tenéis que dormir. -Michael levantó la vista atónita. Todos y cada uno de los nervios de su cuerpo se emocionaron de orgullo y reconocimiento. Era Jason, su hijo, fiero y brillante, la fuerza de la inocencia, la fuerza de la ausencia de pecado. Había venido a hacer lo que su padre era incapaz de hacer-. Dormid -dijo, y le sonrió a Michael con afecto-. Dormid, todos vosotros, dormid.

Uno a uno, los muchachos blancos como azucenas fueron cerrando los ojos de color sangre y se durmieron. Al hacerlo cayeron primero de rodillas, y luego cuan largos eran al suelo. El polvo se levantó formando olas y llenó toda la habitación, polvo de siglos, polvo de momia, el polvo de las cosas que habían vivido durante demasiado tiempo. Los trajes se vaciaron, las chaquetas cayeron al suelo, las perneras de los pantalones quedaron vacías y planas.

No duró todo ello más que unos cuantos minutos; pero en esos pocos minutos, Michael había tenido la sensación de sentir el paso de los siglos. Había visto pirámides y esfinges, zigurats y antiguas tumbas. Había visto soles rojos salir y soles rojos ponerse. Ahora no quedaba más que ropa desechada, polvo que iba asentándose y unas cosas encogidas y marchitas que parecían vegetales.

Volvían a estar en la biblioteca, en Goat's Cape, y los muchachos blancos como azucenas se habían dormido y se habían desmoronado por completo.

Jason estaba sentado en el sillón del «señor Hillary», con el pelo electrizado y los ojos abiertos de par en par.

Michael se acercó a él, le cogió la mano y notó que le chisporroteaban los dedos, cargados de electricidad estática.

– Lo has hecho -dijo-. Tú lo has hecho.

Jason lo miró con los ojos muy abiertos, infantilmente triunfante.

Michael recorrió la habitación cojeando y tocó una de aquellas cosas secas con el pie. Ésta se abrió y se desmoronó en forma de polvo ocre.

Se acercó y le cogió la mano a Megan.

– Gracias -le dijo; y la besó. Ella se alzó y le rodeó el cuello con el brazo para prolongar el beso.

Y fue justo entonces cuando entró Thomas.

Fuera, en la ambulancia, Patsy estaba esperándolos. Los sanitarios la habían atendido, le habían curado las heridas y le habían administrado un tranquilizante; el sargento Jahnke estaba tomándole declaración. Jason aceptó una Coca-cola y se la bebió de pie junto a la ambulancia, con aspecto cansado y extremadamente adulto.

David Jahnke salió de la ambulancia al ver que Michael se acercaba y lo saludó con un dedo y una divertida mirada.

– Vaya persecución que ha hecho. Va a tener que enseñarme cómo se hace.

– Lo haré -le contestó Michael-. Cualquiera puede hacerlo, si lo intenta de verdad. ¿Estás preparada para marcharnos ahora? -le preguntó a Patsy-. Todo ha terminado. No verás nunca más a esos hombres. Jamás.

Matthew Monyatta se acercó y le dio una palmada a Michael en la espalda.

– Ha sido algo estupendo y mágico lo que hemos hecho ahí, ¿no? Tú, la señora Boyle, ese hijo tuyo y yo.

Michael le apretó la mano y asintió. No había necesidad de decir nada más. Una vez que dos hombres han compartido la mente, la intimidad es absoluta, no importa la edad que tengan, no importa de qué raza sean.

Mientras los sanitarios ayudaban a Patsy a salir de la ambulancia, alguien más se acercó: era Jacqueline, que llevaba una chaqueta de policía echada sobre los hombros. Una mujer policía no la perdía de vista.

– Adiós -dijo dándole a Michael un beso en la mejilla-. Espero que puedas perdonarme.

Michael se limpió la mejilla con el dorso de la mano.

– No creo que sea cosa mía perdonarte. Además, no creo que pueda. Al menos, todavía no.

– Te he dejado una cosa -le dijo Jacqueline-. Algo que te va a hacer falta.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué es?

– Vuelve a la biblioteca. Lo he metido en el respaldo del sillón del «señor Hillary».

La mujer policía cogió a Jacqueline por el brazo y se la llevó. Ésta se dio la vuelta, le dirigió una sonrisa a Michael por encima del hombro y le gritó:

– ¡No lo olvides! ¡Es algo que vas a necesitar!

– ¿Qué dice? -quiso saber Matthew.

– A mí que me registren -repuso Michael. Pero le tiró las llaves del coche a Jason y le dijo-: Ábrele el coche a tu madre, ¿quieres, Jason? Yo voy a buscar algo que me he dejado.

Volvió al faro y subió por las escaleras. En la biblioteca, Thomas estaba de pie observando los restos polvorientos de los muchachos blancos como azucenas, mientras un fotógrafo de la policía tomaba fotografías. Miró fugazmente a Michael y dijo:

– Hola, Mikey.

Pero había poco afecto en su voz.

Michael se acercó al sillón del «señor Hillary», y cuando Thomas estaba de espaldas, metió la mano por el respaldo. Al principio no palpó nada, pero luego, de pronto, se tropezó con un acero frío y afilado, y a punto estuvo de rebanarse los dedos.

Con mucha cautela sacó el objeto por una grieta de la parte de atrás de la tapicería. Era el cuchillo de deshuesar que tenía Jacqueline, el mismo cuchillo que ella había usado para abrir en canal a Víctor.

Michael miró rápidamente a su alrededor para asegurarse de que Thomas no miraba y se metió el cuchillo en la manga. No sabía por qué. Ni siquiera quería pensar por qué.

Al salir, Thomas le dijo:-Ahora ten cuidado.

– Sí -dijo-. Tú también.

– ¿Vas a quedarte en Plymouth Insurance? -le preguntó Thomas.

– No lo sé. Es posible que empiece a buscar algo menos emocionante.

Michael tenía la impresión de que Thomas quería decirle algo más, pero al final no lo hizo: simplemente le volvió la espalda, sacó un cigarrillo y lo encendió.

Michael bajó cojeando por los escalones y fue a reunirse con Patsy y Jason. A lo lejos, dos niños hacían volar una cometa. Ésta se hundía y ondeaba movida por la brisa marina como si intentase escalar por la ladera de una montaña invisible.

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