CATORCE

Thomas les abrió la puerta del apartamento y les indicó:

– Vamos, pasad.

Llevaba puesta una camisa a cuadros rojos, parecida a la de un leñador, que le dejaba al descubierto el canoso vello del pecho. Los condujo hasta el cuarto de estar, que estaba decorado con gracia, aunque sumido en un desorden cómodo. En el ambiente flotaba un aromático olor a canela, a clavo y a tarta de manzana; el sol brillaba a través del humo, parecido al de una iglesia, de un cigarrillo recién apagado.

– ¿Habéis oído la noticia? -les preguntó Thomas al tiempo que quitaba los periódicos del día anterior, que estaban sobre el sofá-. La mitad de Roxbury está ardiendo. Han matado a otros dos hombres de la Guardia Nacional. Parece que la situación está empeorando, en lugar de mejorar.

– Tenemos bastantes cosas que contarte -le indicó Víctor mientras doblaba las gafas y se las metía en el bolsillo de la camisa-. Pero antes que nada vas a tener que dejar durante un rato tu natural incredulidad de policía.

– Sentaos -les dijo Thomas-. Víctor, tú no conoces a Megan, ¿verdad?

Megan entró en el cuarto de estar en la silla de ruedas. Todavía llevaba puesto el delantal de color hueso con bordados ingleses, y tenía la nariz manchada de harina.

– Perdonad -se excusó con una sonrisa-. Estaba intentando hacer una antigua receta irlandesa de tarta de manzana.

– Hola, señora Boyle -la saludó Michael-. Yo soy Michael Rearden. Nos vimos una vez en el mercado de granjeros, en el parque de Cold Spring.

– Sí, ya me acuerdo -repuso Megan a la vez que asentía--¿Cómo le va?

Michael hizo un gesto con la mano.

– Padezco ciertos desequilibrios, pero no me va demasiado mal. Hemos venido a hablar un rato con el Jirafa, si a usted no le parece mal.

– Desde luego. ¿Les apetece un café?

Thomas los condujo con impaciencia hasta su despacho. Allí tenía un sofá de pana verde muy hundido y una mesa de despacho cubierta de montones de carpetas, papeles y revistas. De las paredes colgaban muchas fotografías enmarcadas de reuniones o fiestas del departamento de policía de Boston: inspectores sofocados por la bebida que levantaban las copas hacia la cámara.

– Sentaos -les pidió Thomas; y Michael y Víctor se sentaron el uno al lado del otro en el sofá, bastante incómodos y con los muslos muy juntos. Thomas cerró la puerta, se sentó detrás del escritorio y se recostó en la anticuada silla de madera.

– Esta investigación del caso O'Brien -empezó a decir Michael- está abriendo una gran lata de gusanos.

Thomas levantó una mano.

– Antes de que empieces, he recibido un mensaje del departamento del sheriff del condado de Barnstable. Han encontrado otro cadáver con heridas de pinchazos en la espalda, iguales que los de Sissy O'Brien y los de Elaine Parker. -Dejó escapar un profundo suspiro-. Tú no lo sabes, pero envié boletines por todo el Estado para pedir que cualquier caso de torturas o heridas que se saliera de lo corriente lo comunicaran a la Brigada de Homicidios de Boston inmediatamente. Este informe ha llegado esta madrugada, a las tres y media. -Michael aguardó. Notaba que a Thomas estaba haciéndosele difícil aquello, y él tenía una idea bastante clara del porqué. Con voz tensa, Thomas continuó hablando-: Encontraron el cadáver en un bosque espeso, aproximadamente un quilómetro al norte de la carretera ciento cincuenta y uno, junto a John's Pond. Había señales de actividad sexual, aunque todavía no tengo todos los detalles. El médico que examinó el cuerpo cree que la muerte fue provocada por la inserción de alguna clase de agujas en la espalda, agujas que penetraron en las cápsulas suprarrenales. Exactamente igual que en el caso de Elaine Parker, exactamente igual que en el de Sissy O'Brien. -Thomas tenía la cara grisácea. No había dormido desde que lo llamase el sheriff Maddox a primera hora de la madrugada, y, en cualquier caso, le resultaba odioso tener que darle aquella clase de noticias a nadie-. Por… er… los documentos Personales que se encontraron allí mismo… el sheriff Maddox ha identificado provisionalmente el cadáver como el de Joseph K. Garboden.

Desde el momento en que Thomas había empezado a hablar, Michael sospechó que el cadáver era el de Joe. Pero de todos modos notó que las lágrimas se le deslizaban por las mejillas y que se sentía abrumado por una enorme sensación de dolor y abandono, casi tan dolorosa como cuando se pierde al padre o a la madre. Víctor, sin sentimentalismos, le puso un brazo alrededor del hombro y le dio un apretón a modo de consuelo.

– ¿Cuál es la hora aproximada de la muerte? -quiso saber Víctor.

– Sucedió anteayer, justo antes de mediodía, a juzgar… er… por la actividad de la mosca de la carne.

– Eso significa que lo más probable es que muriera una media hora después de marcharse de la casa de Michael en New Seabury.

Thomas asintió.

– Lo siento mucho, Michael. Yo también conocía a Joe bastante, como a mucha gente de esta ciudad; y me caía muchísimo mejor que la mayoría.

– ¿Lo sabe Marcia? -le preguntó Michael mientras se limpiaba los ojos con los dedos.

– Dick Maddox envió a dos de sus ayudantes para decírselo.

– Jesús -exclamó Michael-. Cuando vi que no contestaba al teléfono móvil y que no regresaba a su casa, comprendí que tenía que haberle sucedido algo malo.

– Lo siento de veras -repitió Thomas-. Yo sé que Joe y tú os conocíais desde hacía mucho tiempo.

Se oyeron unos golpecitos a la puerta y Thomas la abrió. Era Megan, que traía una bandeja con café y barmbrack, un pastel de frutas irlandés que había hecho ella misma. Condujo la silla de ruedas hasta la mesa y colocó allí la bandeja con cuidado sobre un montón de Guns & Ammo.

Estaba a punto de marcharse cuando se dio la vuelta y se quedó mirando a Michael con aquellos ojos de color crema de menta; dijo:

– ¿Qué ha dicho?

Al principio, Michael no comprendió que le estaba hablando a él. Pero luego se quedó mirándola a su vez, confuso, y dijo:

– ¿Perdone?

– Ha dicho usted algo -repitió ella-. Mientras yo estaba dejando ahí la bandeja usted ha dicho algo.

– Lo siento, pero no he dicho una palabra.

– Acabo de decirle lo de Joe Garboden -intervino Thomas al tiempo que le cogía una mano a Megan.

– No, no -insistió Megan-. Desde luego, usted ha dicho algo. Ha dicho «Hillary».

Michael sintió un cosquilleo por las manos, como si las hubiera metido, sin querer, en un tarro lleno de hormigas.

– ¿Hillary? ¿Me ha oído decir «Hillary»?

– Estoy segura -dijo Megan.

– Oh, venga, querida -dijo Thomas poniéndole una mano en el hombro a su esposa-. Yo no he oído que Mirfiael dijera nada en absoluto. -Se volvió hacia Michael y le explicó-: Megan tuvo la primera sesión de hipnosis anteayer… y desde entonces se muestra bastante asustada. Ya sé que tú me lo recomendaste, pero… no sé. No estoy muy seguro.

– ¿La han sometido a hipnosis? -le preguntó Michael con gran interés.

Megan asintió.

– Me he sometido a auroterapia con el doctor Loeffler, de Brigham & Women's. Me ayudó mucho a aliviarme del dolor, pero ahora no hago más que tener alucinaciones. Bueno… no son exactamente alucinaciones, sino pequeñas y extrañas experiencias, como oír hablar a la gente cuando en realidad no están hablando. No dejo de pensar que tengo que ir a algún lugar… que debería prepararme para partir. El problema es que no sé a dónde.

– ¿Había oído antes el nombre de «Hillary»?

– No sé. Me resulta familiar, pero no sé por qué.

Michael se dio la vuelta hacia Thomas.

– En mis últimas sesiones de hipnosis he visto a un tipo alto de pelo blanco llamado «señor Hillary». En cada trance me encuentro con él en la playa de la bahía Nahant, y él me lleva al faro. No hace más que repetirme que yo debería unirme a ellos, que soy uno de los suyos. Y, una vez dentro del faro, me presenta a todos esos jóvenes de cara blanca, los mismos que han estado vigilando mi casa en New Seabury, los mismos jóvenes de cara blanca que no nos han perdido de vista a Víctor y a mí desde que regresamos a Boston, y los mismos jóvenes de cara blanca que se fueron siguiendo a Joe cuando él nos dejó hace dos días.

– Yo también los he visto -intervino Víctor por si acaso Thomas pensaba que Michael estaba dando muestras de una excesiva tensión emocional.

– Lo que habíamos venido a decirte -continuó diciendo Michael- es que sorprendimos a dos de ellos amputándole los pies al siquiatra que me somete a hipnosis.

– ¿Que estaban haciendo qué? -le preguntó Thomas lleno de incredulidad.

– Cortándole los pies con unas tijeras de podar. Mataron a la recepcionista y, presumiblemente, tenían intención de matarlo a él también. Afortunadamente, Victor consiguió detener la hemorragia y el equipo de sanitarios se lo llevó a toda prisa al Hospital Central de Boston para que le practicaran microcirugía. Ahora se encuentra allí. Casi estaba inconsciente cuando lo encontramos, pero logró confirmarnos lo que Victor y yo ya suponíamos… que el piloto del helicóptero de John O'Brien estaba pilotando bajo sugestión posthipnótica… y por eso el conductor de la camioneta sabía que iba a estrellarse en la playa de Nantasket.

»También nos dio sus cuadernos y su agenda… Los hemos revisado y hemos visto que hace varias referencias a «H.» Miramos en la agenda y encontramos el nombre de «señor Hillary, Goats's Cape». Goat's Cape está en Nahant, donde se alza el faro.

Megan le tenía cogida la mano a Thomas e incluso sin la nariz manchada de harina estaba muy pálida.

– El faro. Eso es. El faro.

– ¿Usted también lo ha visto?

– Cuando estaba bajo hipnosis. A lo lejos. Un faro blanco, achaparrado.

Thomas frunció el ceño.

– No es posible que dos personas tengan la misma experiencia bajo hipnosis, ¿no es así? La gente no puede soñar las mismas cosas, ¿verdad? ¿Cómo podéis haber visto los dos un faro?

– Puede ocurrir -intervino Victor-. Tanto Michael como Megan han estado sometidos a aurahipnosis, que es diferente de la hipnosis corriente. La aurahipnosis hace que la mente sea accesible a influencias externas: al aura de otras personas. Podría ser que el siquiatra de Michael y el de Megan tuvieran contacto con ese personaje, el «señor Hillary», en cuyo caso sería perfectamente factible que ambos, Michael y Megan, vieran ese faro mientras se encontraban sometidos a hipnosis.

Megan se estremeció.

– Resulta aterrador.

– Lo que resulta todavía más aterrador es esto -dijo Michael. Levantó un portafolios del suelo, lo abrió y les pasó las fotografías de Parrot que Joe había escondido en la revista Mushing.

– ¿Qué es todo esto? -quiso saber Thomas.

Pero Michael le dijo:

– Primero echa un vistazo. Lee las anotaciones que hay en el reverso de las fotografías. Y luego decide por ti mismo de qué se trata todo eso.

Thomas miró las fotografías por un lado y por el otro.

– Están bastante borrosas, ¿no? ¿Plaza Dealey, 22 de noviembre de 1963? Pero eso es…

Después, Thomas se quedó en silencio. Estuvo examinando con atención todas las fotografías y leyó las anotaciones que había por detrás. Megan sirvió café, y todos permanecieron sentados bebiéndoselo a sorbos mientras Thomas miraba fijamente las fotografías de los jóvenes de cara blanca que estaban sobre el montículo de hierba; no decía nada en absoluto.

– ¿Qué sugieres que hagamos? -le preguntó Michael para poner fin al silencio.

– No sé. No sé qué decir. Esta clase de investigaciones se escapa a mi comprensión.

– Pero no vas a decírselo a Hudson, el jefe de policía, ¿verdad? Ni al FBI.

– No sé qué otra cosa puedo hacer.

– Pues puedes ayudarnos a seguir la pista de ese tal «señor

Hillary».

– Eso no será difícil. Tenemos su dirección.

– Puedes traerlo para interrogarlo.

– ¿Ah, sí? ¿Y en qué me baso? ¿En que es sospechoso de aparecer en los trances hipnóticos de otras personas?

Jirafa, esto es serio -le dijo Michael-. Joe ha muerto por ello, Sissy O'Brien murió por ello, Elaine Parker murió por ello. Y todas aquellas personas que perdieron la vida en Rocky Woods; ellos también murieron por culpa de esto. Y lo que demuestran estas fotografías es que J. F. K. también murió por ello.

Thomas movió la cabeza de un lado a otro lentamente. Metió las fotografías en el sobre y se lo devolvió.

– No son más que suposiciones, y suposiciones hechas a lo loco. La autopsia oficial afirma que John O'Brien y su esposa murieron de manera accidental… y, afrontémoslo, la única persona en el mundo que no ha sido acusada en una ocasión u otra de haber asesinado a John F. Kennedy es el Papa.

Sonó el teléfono. Megan contestó en el cuarto de estar y desde allí llamó a su marido.

– ¡Thomas! Es David Jahnke. Dice que es urgente.

– Perdonadme -dijo Thomas; y cogió el teléfono-. Buenos días, David. ¿Qué sucede ahora? -Se quedó escuchando, y el único movimiento que realizó fue un tic en un músculo de a mejilla. Luego dijo-: Quince minutos.

Y colgó el teléfono.

– ¿Qué ocurre? -le preguntó Víctor.

– Será mejor que vengas conmigo -le dijo Thomas. Se puso en pie y se terminó el café, que estaba muy caliente, a sorbos rápidos y bruscos-. Un equipo de asalto ha logrado apoderarse de la mitad de la calle Seaver y han ocupado el apartamento de Patrice Latomba, entre otros.

Se puso la pistolera en el hombro y abrochó la hebilla; luego metió el revólver reglamentario. Víctor le ayudó a ponerse el abrigo de color marrón rojizo.

– Han encontrado dos cadáveres -explicó Thomas-. Uno es el de Verna Latomba, la esposa de Patrice. El otro es el del inspector Ralph Brossard, de la Brigada de Narcóticos, el mismo que mató accidentalmente al bebé de Patrice Latomba y desencadenó toda esta guerra.

– ¿Puedo acompañaros? -preguntó Michael.

– Lo siento -dijo Thomas-. Tal como están las cosas podría cargármela por una cosa así. Un civil más muerto y el Globe nos pondría a parir.

Víctor le dio a Michael un apretón en el hombro.

– Ya me reuniré contigo después. No te preocupes. No voy a permitir que te dejen al margen de esto.

Una vez que Thomas y Víctor se hubieron ido, Megan le preguntó a Michael:

– ¿Quiere un poco más de café?

Michael negó con la cabeza.

– Gracias de todos modos.

– Siento mucho lo de su amigo Joe -le dijo Megan.

– Bueno, yo también. Por eso quiero darle caza a ese «señor Hillary».

– ¿Cómo es posible que alguien aparezca dentro de un trance hipnótico, como le ocurrió a usted con ese «señor Hillary»? -le preguntó Megan.

– No lo sé. Pero, por lo que me ha explicado Víctor, la aura-hipnosis es muy poderosa. Yo ni siquiera sabía que mi siquiatra estaba usándola hasta que Víctor me lo dijo.

– A mí, el doctor Loeffeer me lo explicó un poco -le dijo Megan-. Me explicó que todos tenemos un aura… dice que es como una brillante luz de color que puede alcanzar hasta dos o tres veces el tamaño del cuerpo físico de cada uno. Los que son muy sensibles sicológicamente pueden verla de verdad. Me dijo que cuando me hipnotizase, yo percibiría una luz blanca o rosa, y que ésa sería su aura, que seguiría a la mía hacia el interior de mi subconsciente. -Sonrió-. Supongo que, en realidad, es algo muy personal… dejar que un desconocido entre en el subconsciente de una. Es peor que dejarle registrar la cómoda.

– Yo también vi esa luz rosa cuando el doctor Rice me hipnotizaba -dijo Michael-. Nunca supe lo que era. Supongo que el doctor Rice no quería que yo supiera que estaba siguiéndome.

– ¿Quedó usted gravemente traumatizado? -le preguntó Megan-. Espero que no le parezca mal que se lo pregunte.

Michael dijo que no con un gesto de la cabeza.

– Estuve en la luna durante meses. -Sacó el disco de cobre y zinc del doctor Rice del bolsillo y lo sostuvo en alto-. Si no hubiera sido por esto, creo que habría acabado por volverme loco. Y quiero decir verdaderamente loco, de manera irreversible.

– Déjeme ver eso -le pidió Megan; cogió el disco y lo sostuvo en la palma de la mano. Estuvo examinándolo durante un buen rato, le dio la vuelta y finalmente dijo-: ¿Por qué no lo intentamos los dos juntos?

– No la comprendo.

– ¿Por qué no miramos a ver si podemos meternos los dos en un trance hipnótico? Quiero decir en el mismo trance hipnótico. Así podríamos buscar al «señor Hillary» juntos. Si verdaderamente existe en los trances además de en el mundo real, entonces quizás podríamos encontrarlo sin ni siquiera tener que salir de esta habitación.

Michael miró a Megan con precaución. Esperaba que su invalidez no la hubiese desequilibrado mentalmente haciéndole anhelar una libertad de movimientos que ya nunca podría volver a experimentar. Pero ella le sonrió, y Michael no pudo evitar devolverle la sonrisa. Aquella mujer le caía bien. Era brillante, inteligente y auténtica. No estaba molesta por el hecho de estar paralítica, y tampoco parecía deseosa de compasión.

Michael cogió el disco, lo puso en la mesa entre los dos, luego acercó una de las sillas y se sentó.

– No sé si esto funcionará o no -dijo-. Pero creo que vale la pena que lo intentemos. Nos cogeremos de la mano, ¿de acuerdo? Y luego fijaremos la mirada en el disco y nos induciremos al sueño el uno al otro. Y más tarde veremos si podemos lograr que nuestras auras se junten.

– ¿Y si no podemos? -le preguntó Megan.

– Entonces lo peor que puede pasar es que los dos nos echemos una bien merecida siesta.

– Muy bien -convino ella-. Vamos a probar.

Michael le cogió la mano izquierda.

– ¿Preparada? -le preguntó-. Mire fijamente al disco. El disco nos ayudará a dormir.

– Queremos dormir -dijo Megan-. Queremos dormir y ver el interior de nuestras mentes.

Michael empezó a describir círculos suavemente con el pulgar sobre el dorso de la mano de Megan.

– Queremos dormir. Nuestra voluntad es hundirnos cada vez más en la oscuridad. Nuestra voluntad es bajar cada vez más.

– Queremos dormir -repitió Megan-. Queremos descansar. Queremos flotar; queremos dejar atrás el mundo de la vigilia.

Michael no se dio cuenta de que estaba quedándose dormido. Todavía podía ver a Megan sentada frente a él; todavía podía sentir la suave y cálida piel del dorso de la mano de la mujer. Pero su pulgar seguía dando vueltas y vueltas. Notó que una cálida oscuridad se alzaba dentro de él, una oscuridad profunda y acogedora. El disco, que seguía sobre la mesa, le lanzaba guiños brillantes, y por mucho que se esforzase, no conseguía apartar la mirada de él. Oía helicópteros a lo lejos; oía el tráfico; pero todo aquello no lo distraía. Le recordaba a su infancia, cuando estaba enfermo y tenía que permanecer en la cama todo el día, dormitando y soñando mientras el sol recorría toda la trayectoria alrededor de su dormitorio, para acabar por dejar paso a la oscuridad.

– Queremos dormir ahora -repitió Megan con una voz que parecía sonar muy lejana-. Queremos hundirnos hacia el fondo de nuestras mentes.

Michael estaba a punto de repetir lo que ella había dicho, pero entonces se encontró con que estaba cayendo lentamente, muy lentamente, entre una suave y asfixiante oscuridad. Ya no podía oír nada: ni a Megan, ni el tráfico, ni siquiera el sonido de su propia respiración. Iba deslizándose hacia abajo, cada vez más abajo, aunque -al contrario que en sus pesadillas sobre Rocky Woods- no tenía miedo de chocar contra el suelo. Estaba cayendo demasiado lentamente, como si estuviera deslizándose por la ladera de un precipicio de terciopelo negro.

Con movimientos lentos y exagerados se dio la vuelta, y se encontró con que estaba resbalando por una duna de arena, de espaldas. Poco a poco, la duna fue haciéndose cada vez más llana, hasta que Michael se detuvo y miró hacia arriba, hacia un cielo negro sin interrupción. El sol daba en la arena, pero el cielo estaba totalmente negro. No podía entenderlo. Las gaviotas, de un blanco deslumbrante en contraste con la oscuridad, pasaban volando.

Vio a lo lejos a una mujer que se encontraba junto a la orilla del mar. Contemplaba las olas que le bañaban los tobillos. Su imagen se reflejaba en el agua, de manera que a Michael le dio la impresión de que fueran dos mujeres, una de pie y la otra cabeza abajo, como un naipe. El cabello de la mujer se alborotaba movido por la salada brisa marina.

Michael se puso en pie y echó a andar hacia ella. Al hacerlo, ella se dio la vuelta, y él vio que se trataba de Megan. Ya no estaba paralítica. Se encontraba de pie mirándolo con ojos pesarosos aunque triunfantes. «Las cosas que han pasado han pasado. Piensa en las cosas que aún han de pasar.»

Mientras se acercaba a ella, Michael recordó que las personas que pierden la capacidad de movimiento a menudo sueñan durante muchos años que todavía son capaces de caminar. Ahora, él iba al encuentro de Megan tal como era ella antes del accidente… cosa que ni siquiera Thomas sería capaz de hacer nunca. Se acercó a ella, le dio la mano y pudo sentirla, era real. A Michael le resultaba imposible creer que estuviera en un profundo trance hipnótico autoinducido.

– Hola, Michael -lo saludó ella con una sonrisa. La voz no parecía estar sincronizada con el movimiento de los labios-. De manera que los dos lo hemos hecho. Aquí estamos.

– Nuestras auras están aquí -le recordó Michael-. Pero nuestros cuerpos están durmiendo en tu apartamento. Espero que el Jirafa no sea celoso.

Megan se puso de puntillas y le dio un beso en la mejilla.

– Me fío de ti -le dijo.

Michael miró a su alrededor. A lo lejos, a bastante distancia hacia la izquierda, divisó el resplandeciente tocón blanco que era el faro del «señor Hillary». No había ni rastro de él por ninguna parte, aunque se veía un bulto grisáceo sobre la orilla a unos ochocientos o mil metros del lugar donde ellos se encontraban, un bulto que podía ser el cuerpo de una joven. Las gaviotas caminaban majestuosamente alrededor del mismo, y de vez en cuando una de ellas se acercaba danzando y lo picoteaba.

– Vayamos hacia el faro -sugirió Michael-. A lo mejor podemos encontrar a Hillary allí.

– ¿Estás seguro de que no será peligroso? -le preguntó Megan-. Lo que quiero decir es que si alguien le hace daño a tu aura, ¿qué le pasa a tu cuerpo viviente?

Michael miró a su alrededor y se pasó la mano por entre el pelo escaso y pardusco.

– No lo sé -respondió-. Pero sólo hay una manera de averiguarlo con toda certeza. -Megan titubeó y le apretó la mano con más fuerza-. No tienes que hacer esto si no lo deseas. Siempre podemos despertarnos.

Ella lo miró fijamente, con ansiedad, y luego asintió.

– Hagámoslo -convino-. Tenemos que hacerlo.

Empezaron a caminar por la playa cogidos de la mano, y luego subieron por las suaves crestas grises de las dunas de arena. Detrás de ellos, el mar se arrastraba fatigosamente hacia atrás desde la orilla. En lo alto, las gaviotas seguían volando en círculos, buscando peces, buscando carroña. Caminaron por la hierba hasta llegar al faro, y una vez allí fueron dándole la vuelta hasta que encontraron la puerta. Una puerta baja, sólida, de roble macizo, y con unas enormes bisagras de hierro.

– Quizás deberíamos llamar -dijo Megan.

– Estamos dentro de nuestras mentes -le recordó Michael-. No tenemos que llamar a la puerta.

– Pero supongamos que no estamos dentro de nuestras mentes. ¿Y si esto es real?

– ¿Habías visto alguna vez un cielo negro como la boca de un lobo en un día soleado?

Megan lo miró con el ceño fruncido y luego alzó la mirada al cielo.

– El cielo es azul, Michael. El cielo está completamente normal.

– Pues yo lo veo negro del todo. Puede que el doctor Rice tuviera razón. A lo mejor mi aura está estropeada.

– Es de un azul precioso, Michael. Me sorprende que no puedas verlo.

Michael se acercó a la puerta y puso la mano en la pesada argolla de hierro que hacía de pomo.

– Veamos si hay alguien en casa.

Torció la argolla, convencido de que la puerta estaría cerrada con llave, pero la puerta se abrió sin hacer el menor ruido, y se encontraron ante una entrada oscura, helada y fétida como una caverna. Escudriñaron el interior, pero lo único que consiguieron ver fue parte de una barandilla de hierro y el primero de varios escalones de madera.

– Estoy empezando a preocuparme -dijo Megan-. Presiento algo malo.

Michael no contestó, sino que le apretó la mano y se puso a escuchar. Le pareció oír que alguien cantaba o gemía… muy, muy débilmente, y con eco.

– Hay alguien aquí dentro -le dijo a Megan-. Tendríamos que echar un vistazo.

– Michael, no me importa confesar que estoy asustada.

Se quedaron escuchando otra vez. Al principio no pudieron oír nada en absoluto, sólo los gritos de las gaviotas y el persistente y sordo batir del viento, pero luego volvieron a oír los gemidos, y esta vez eran gemidos, sin lugar a dudas.

– Alguien está herido -dijo Michael.

– Pero, ¿y el «señor Hillary»?

– No sé. A lo mejor no aparece si estamos los dos aquí.

– No quiero entrar, Michael.

– ¿Quieres quedarte aquí?

– Tampoco quiero que entres tú.

– Tengo que hacerlo, Megan. Han matado a uno de mis mejores amigos. Además han matado a muchísima más gente. Sencillamente, no puedo dejarlos escapar.

Megan le cogió la mano con fuerza. Por fin dijo:

– Tienes razón, desde luego. Quizás me haya vuelto más cobarde desde el accidente. La idea de sufrir más daño…

– No permitiré que nadie te haga daño, te lo prometo.

Michael abrió la puerta poco a poco y entraron con gran cautela. El interior del faro estaba sumido intensamente en las tinieblas, y se notaba un fuerte olor a flores marchitas y a algo más, a canela, potasa y alcohol, algunos de los ingredientes con que se hace el líquido de embalsamar. Olía como un lugar de muerte.

Subieron juntos por las escaleras de madera que se alzaban en espiral hacia la derecha. La pared blanqueada junto a ellos estaba helada y húmeda, como si hubiera absorbido años de agua de mar. En lo alto de las escaleras se veía otra puerta de roble que se abría hacia afuera, de modo que Michael tuvo que girar el pomo y bajar algunos escalones para abrirla.

Entraron y se encontraron en una enorme biblioteca circular, con miles y miles de volúmenes colocados sobre estantes semicirculares. Algunos de los libros eran tan viejos que las encuademaciones se habían desgastado hasta dejar ver el refuerzo de lino, y los lomos de vitela estaban comidos por los gusanos. Otros libros estaban completamente nuevos, algunos parecían recién publicados: Los orígenes del pecado, de William Charteris; Conciencia social, de Leah Brightmuller.

La biblioteca estaba iluminada por una única bombilla eléctrica que colgaba del techo. Era una bombilla de luz de día, del tipo que usan los artistas para pintar de noche, y emitía una luz fría, helada. En medio de la habitación se encontraba un sofá tapizado en cuero marrón, muy agrietado, y sobre él, a gatas, se hallaba agazapada una joven muy delgada con un sorprendente cabello rojo y pecas rojas, también sorprendentes. Debía de ser a quien habían oído gemir poco antes, porque ahora, el entrar Michael y Megan en la habitación, gimió de nuevo. Mientras Michael recorría las paredes de la biblioteca, de repente se dio cuenta de por qué la muchacha gemía. Dos gatitos de color rojizo le colgaban de los pechos, y cada uno de ellos se sujetaba con las uñas, cada uno de ellos mamaba ávidamente de los pezones de la muchacha.

Cada vez que la chica gemía, los gatitos de balanceaban y le hincaban las uñas con más fuerza. Michael vio lágrimas en los ojos de la joven; pero, a pesar de tener los ojos muy abiertos, ella parecía no verlo.

– ¿Qué es esto? -le susurró Megan presa del miedo y del pavor-. ¿Qué se supone que está haciendo?

Michael movió lentamente la cabeza de un lado a otro.

– No tengo ni idea, de verdad que no.

– Dios mío, cómo debe de doler eso -observó Megan.

Miraron a la muchacha unos instantes más, sin saber qué hacer. Luego Michael susurró:

– No creo que el «señor Hillary» esté aquí. A lo mejor deberíamos dejarlo por hoy.

Pero al darse la vuelta para marcharse, se oyó que una voz fría y poco clara decía:

– ¿Qué motivo hay para dejarlo por hoy? Al contrario, a mí me gustaría tenerlos aquí.

Detrás de ellos, alto, esquelético, con aquella huesuda cara blanca y los ojos rojos, se encontraba el «señor Hillary». El largo abrigo gris se arrastró por el suelo cuando se acercó a ellos; daba la impresión de que el propio abrigo tuviera miedo de molestarle.

Le puso una mano a Michael en el hombro y otra a Megan. Michael advirtió que Megan no pudo reprimir un estremecimiento.

– ¿Por qué os vais tan pronto -les dijo el «señor Hillary»-. La fiesta apenas ha empezado.

– Gracias, creo que ya hemos visto bastante -repuso Michael; y le cogió la mano a Megan en actitud protectora.

– ¿Bastante? -repitió el «señor Hillary»-. No habéis visto nada. Esta chica es mi aperitivo antes de que empiece la verdadera juerga. -Rodeó el sofá y examinó a la chica desde todos los ángulos. Ella lloraba abiertamente ahora, y tenía una docena de marcas de arañazos color escarlata en los pechos, pero los gatitos seguían allí colgados-. Eres una preciosidad -le dijo el «señor Hillary». Se metió la mano en el bolsillo del voluminoso abrigo y sacó dos o tres barras de labios. Examinó cada una de ellas cuidadosamente y luego se decidió por Strawberry Crush. Con gran concentración, se inclinó hacia adelante y comenzó a pintarle los labios a la chica, aunque ella estaba temblando a causa del dolor y la concentración, y lloraba-. «Y los hijos de Azazel pintarán a sus mujeres y las vestirán con grandes galas, y las convertirán en sus divinas rameras, y ellas enseñarán a sus hijas a ser rameras; y todas las mujeres serán rameras hasta el día final, en que el mundo se consumirá en el enfurecido infierno; y ellas se someterán a todos quienes las quieran, y se deleitarán en ello.»

– Eso no está en la Biblia -observó Megan en actitud desafiante.

– ¡Tienes toda la razón! -dijo el «señor Hillary». Había sacado un lápiz de ojos y estaba maquillándole los párpados a la muchacha-. Tienes unos ojos preciosos -observó con palpable cariño-. Tenemos que pintártelos para poder verlos mejor.

La muchacha seguía llorando y temblando, y los gatitos temblaban también. Juguetonamente, el «señor Hillary» le dio una palmada a cada uno, y ellos clavaron más las uñas y se balancearon, lo que hizo que la chica gritara con fuerza.

– ¡No haga eso! ¡No haga eso!

Sin decir más, el «señor Hillary» hizo una seña con la cabeza, y un joven de cara blanca y delgada apareció de la nada. Llevaba puesto un traje negro y gafas oscuras.

– Éste es Joseph -le indicó el «señor Hillary»-. Es uno de mis hijos más queridos. ¿Verdad, Joseph?

Joseph no dijo nada, pero se metió la mano en el bolsillo y sacó dos largos tubos de metal muy delgados. Se los entregó al «señor Hillary» y luego se acercó al sofá y, sin la menor vacilación, sujetó a la chica por las muñecas. Ella debía de saber lo que se avecinaba, porque dejó de gemir y se puso a gritar repetidamente, una y otra vez, aunque parecía hacer muy pocos esfuerzos por liberarse. Ninguno, en realidad. Michael tenía la impresión de que Joseph no estaba sujetándola porque pensase que ella pudiera escaparse, sino porque la muchacha estaba dispuesta a sufrir dolor voluntariamente y necesitaba que alguien la sostuviera mientras lo hacía.

Megan miró a Michael impresionada; pero éste se puso el dedo en los labios. Tenía que haber un motivo para que el «señor Hillary» estuviera mostrándoles aquello. Con la misma facilidad habría podido capturarlos a ellos, o perseguirlos y echarlos de allí… si es que era posible hacerle daño al aura de las personas.

El «señor Hillary» se puso en pie al lado del sofá y echó un vistazo por la espalda desnuda de la chica como un experto. Recorrió con un dedo los estrechos hombros y luego los pasó a lo largo de la huesuda columna vertebral, hasta llegar a la hendidura del trasero. Entonces fue cuando Michael se dio cuenta de que la chica tenía dos remaches de oro en la espalda, uno a cada lado: dos remaches de oro, cada uno con un agujero en el centro. No le dijo nada a Megan, pero de pronto cayó en la cuenta de para qué servían aquellos remaches. Actuaban como los «separadores» de oro que las mujeres se ponen en las orejas después de habérselas perforado y que impiden que el orificio se cierre de nuevo. Esta chica tenía dos agujeros en la espalda que conducían directamente a las glándulas suprarrenales, y se los mantenían abiertos para que el «señor Hillary» pudiera catar su adrenalina una y otra vez.

El «señor Hillary» levantó el primero de los delgados tubos de metal, insertó el extremo en el remache de la izquierda y luego lo hizo entrar en el cuerpo de la chica, buscando con pericia la glándula suprarrenal. La muchacha se estremeció y dejó escapar otro grito, y Joseph azotó a los gatitos para que le clavaran las uñas aún con mayor ahínco.

El «señor Hillary» se inclinó sobre la espalda de la muchacha y tomó entre los labios el extremo del tubo de metal. Cerró los ojos y empezó a sorber por él. Michael vio cómo al hacerlo a aquel hombre se le hundían las mejillas regular y rítmicamente. El cabello de color blanco hueso le caía sobre la frente; bajó una mano y se puso a frotarse la entrepierna. Tenía una expresión en la cara de tremendo éxtasis.

Michael y Megan contemplaban aquella escena de alimentación con creciente horror. A medida que succionaba de los tubos implantados en la espalda de la chica, el «señor Hillary» iba excitándose cada vez más. Empezó a erizársele el pelo de la coronilla, cargado de electricidad estática. Parecía una cacatúa. El rostro empezó a adquirir un brillo blanco motivado por el placer, un blanco deslumbrante y algo borroso que Michael apenas podía obligarse a sí mismo a mirar.

El «señor Hillary» fue adquiriendo paulatinamente un espantoso atractivo, esa clase de atractivo capaz de hipnotizar tanto a hombres como a mujeres. Tomó un último sorbo del tubo de metal que había insertado en el lado derecho, se limpió los labios con la mano y luego se incorporó por completo, hasta alcanzar aquella altura suya de más de un metro ochenta. Finalmente se encaró con Michael y Megan al tiempo que esbozaba una sonrisa.

El cabello blanco le brillaba igual que la seda. Tenía los ojos de color rojo sangre resplandecientes de satisfacción y vigor. Aunque estaba muy pálido, la piel le brillaba sobre los pómulos, perfectos, una piel tan suave que Michael sintió un fuerte y subversivo impulso de alargar la mano y acariciarla. La nariz del «señor Hillary» era recta y estrecha, agudamente definida; y sus labios no eran más que dos curvas delgadas aunque sensuales, como las curvas de un violín Stradivarius.

Se volvió hacia la chica e hizo un gesto con la mano de largos dedos para despedirla. Joseph inmediatamente la levantó, la arrastró fuera del sofá y la ayudó a ponerse en pie. Luego cogió a los dos gatitos por la piel del cuello y se los arrancó uno tras otro de los pechos a la muchacha. Ésta no gritó, pero se cubrió los pechos con los brazos y la cara con las manos. Sin la menor vacilación, Joseph les retorció el cuello a los gatitos, a los dos a la vez, como si estuviera escurriendo una toalla mojada. Tiró los cuerpos al fuego y ni siquiera se molestó en mirar cómo ardían. El pelo de los gatos se prendió y Michael pensó: «¿Hasta qué punto puede ser esto real? ¿Es un trance o no lo es? ¿Cómo es que huelo a pelo chamuscado, si se supone que esto es fantasía?»

Joseph le cubrió los hombros a la muchacha con un amplio chal marrón y la acompañó fuera de la biblioteca. El «señor Hillary» se volvió de nuevo hacia Michael y Megan; seguía sonriendo, como si algo le hubiera hecho gracia.

– Bien venido -le dijo a Michael-. Esta vez has venido por tu propia voluntad.

– Esta vez he venido para ver si ha sido usted quien ha matado a Joe Garboden -repuso Michael.

El «señor Hillary» movió la cabeza negando.

– No acabas de comprenderlo, ¿verdad? Parece que no quieras comprender. Un pecado es un pecado, y tiene que recibir su castigo. No existe una cosa llamada expiación. Tu amigo estaba interfiriendo en el destino; y los que interfieren en el destino tienen que pagar un precio por ello.

– Mi amigo estaba investigando el asesinato de un juez del Tribunal Supremo.

El «señor Hillary» movió lentamente la cabeza a ambos lados. Despedía un atractivo sexual que resultaba casi tangible, una atracción que hacía que a Michael le hormigueara la punta de los nervios y que el pelo de la nuca se le pusiera de punta. Hasta entonces, Michael no se había sentido excitado por un hombre, y la idea de que pudiera tener, aunque fuera la más mínima inclinación homosexual, lo llenó de oscuro asco. Pero al mismo tiempo sintió un fuerte pinchazo entre las piernas, como si alguien con las uñas muy afiladas estuviera sosteniéndole delicadamente los testículos y acariciándole la punta del pene.

Notó que empezaba a tener una erección y se apartó ligeramente del «señor Hillary» lleno de asco y revulsión.

– No me culpes a mí, Michael -le dijo el «señor Hillary»-. Yo soy el mismísimo pecado, cualquier pecado imaginable, pero eres tú quien me ha hecho así. Yo fui tu chivo expiatorio. Yo fui quien te redimió. ¡A vosotros, débiles y confundidas personas! ¡Mirad qué malicia habéis ideado, mirad cómo gimoteáis, os quejáis y suplicáis piedad cuando vuestra malicia produce sus amargos frutos!

Sus ojos se posaron en Michael un momento, se arrastraron por la cara de éste como una red llena de peces ensangrentados, y Michael sintió un estremecimiento de fría sensualidad que le recorrió toda la columna vertebral y le encogió la próstata. Tenía el pene completamente erecto, duro, a punto de reventar, y el «señor Hillary» ni siquiera le había tocado.

Luego el «señor Hillary» le dedicó su atención a Megan.

– Ésta no es la verdadera Megan, ¿verdad? -le preguntó-. Ésta no es la misma Megan a la que el doctor Loeffeer ha estado intentando ayudar, ¿verdad?

– ¿Qué quiere decir? -le preguntó Megan con la voz muy tensa a causa del susto. De todos modos se había ruborizado, la parte superior del pecho se le había enrojecido y los pezones le abultaban rígidos por la fina seda gris de la blusa.

El «señor Hillary» se cubrió taimadamente la cara con la mano para que Megan sólo pudiera verle los ojos de color rojo sangre, que brillaban detrás de la protectora jaula que eran sus dedos.

– La verdadera Megan no puede andar. La verdadera Megan es un pobre desecho paralítico que tiene que buscar la realización en el buen humor, en las tartas y los pasteles. -Miró a Michael y dijo-: Eres un buen discípulo, Michael. Deseo ardientemente seguir viéndote. -Luego se volvió otra vez hacia Megan e hizo un gesto negativo con la cabeza-. No te engañes a ti misma, Megan. Hay demasiado engaño en el mundo. ¡Demasiado, y con mucho! Y ya está próximo el día en que habrá que pagar por tanto engaño, por todo junto. ¡Con dos mil años de intereses!

Alargó las dos manos y sujetó a Megan por los hombros. Michael le gritó:

– ¡No la toque!

Pero el «señor Hillary» le dirigió una furibunda mirada llena de tan sangrienta ferocidad que hizo que Michael titubeara sólo un instante, pero a Megan aquel instante le bastó para venirse abajo. Las rodillas se le doblaron, cayó de lado sobre el suelo de la biblioteca y se golpeó el hombro con un pequeño taburete para poner los pies, que se volcó.

– ¡Ésta es la Megan que nosotros conocemos y amamos! -dijo sonriendo el «señor Hillary»; y se arrodilló a su lado como un amante junto a su amada, como alguien que suplica de rodillas junto a su reina caída. Con infinita suavidad le levantó la cabeza con la palma de la mano derecha y la besó en los labios. Al mismo tiempo comenzó a pasarle la mano izquierda por el costado, rozándole apenas el pecho, rozándole apenas la cadera, rozándole apenas la parte superior del muslo.

Michael se lanzó hacia adelante decidido a tirarlo al suelo, pero el «señor Hillary» se dio la vuelta, alzó la mano y le dijo simplemente y en el más suave de los tonos:

– Detente. -Y luego-: Despierta.

– ¿Despierta? -preguntó Michael-. ¿Despierta?

– Se acabó todo, Michael. Despierta.

Michael miró a su alrededor: hacia los estantes de la biblioteca, hacia el techo blanqueado, al «señor Hillary», ataviado con aquel suave abrigo gris, que estaba agachado sobre Megan, apuesto y maligno, con la mano todavía puesta en la cadera de la mujer.

Oyó un sonido como el de un espejo en tensión un instante antes de romperse.

Sintió que el mundo se deslizaba por debajo de él, y cada vez a mayor velocidad.

Vio luces, oscuridad y paredes que pasaban muy aprisa junto a él.

Oyó voces y murmullos, espesos y lentos.

Abrió los ojos y se dio cuenta de que estaba sentado a la mesa del comedor de Megan, parpadeando a causa de la luz del sol. Megan se encontraba sentada frente a él, y apretaba con las manos los brazos de la silla de ruedas, con mucha fuerza. Lo miraba fijamente. Tenía los ojos y la boca abiertos. Las mejillas eran dos brillantes puntos de color rosa.

Michael no sabía qué decir. Nunca se había sentido presa de una febril pasión sexual como aquélla. El pecho le subía y le bajaba, la respiración se le había acelerado como si hubiera estado corriendo, y corriendo mucho.

Sin decir palabra, Megan se levantó de la silla de ruedas y, con dificultad, se deslizó sobre la alfombra. Con una mano retiró la silla de ruedas, y con la otra se levantó la falda.

Michael se desabrochó de un tirón los botones de la camisa y el cinturón, y se quitó los pantalones. Se daba cuenta de que lo que hacía no estaba bien. Estaba traicionando a Patsy, estaba traicionando al Jirafa. Pero la sangre le bombeaba a través de las arterias como el agua de lluvia cuando cae por los canalones, y la cabeza le retumbaba a bausa de la excitación.

Megan gritaba como un pájaro herido. Bajó las dos manos y se quitó las bragas de encaje. Tenía la vulva hinchada y sonrosada, y muy brillante a causa de la excitación. Desnudo, Michael se puso encima de ella, con el pene erecto en la mano, y se lo introdujo a la mujer hasta que el vello púbico de ambos quedó entrelazado y él ya no pudo empujar más.

La besó, le lamió el cuerpo y le mordió los lóbulos de las orejas. De un tirón abrió los botones de la blusa, le metió la mano dentro de las copas del sujetador y le apretó los pezones. Y durante todo el tiempo la penetraba con fuerza, una y otra vez, con la erección más enorme e indomable que había experimentado en toda su vida. Megan no tenía el uso de las piernas, pero tenía el uso de los labios y de los dedos, y le besaba, le mordía los labios y le recorría la espalda con las manos. Le separó las nalgas y empezó a tocarlo, a arañarlo y a hacerle cosquillas hasta que Michael comprendió que no iba a poder contenerse más.

Megan debió de notarlo también, porque dijo:

– ¡Trae!

Y cogió el pene de Michael con la mano, y le urgió para que se moviera hacia arriba hasta que consiguió tenerlo montado encima. Comenzó a besarle el pene y a frotárselo con la mano, cada vez más fuerte, cada vez más rápido. La lujuria combinada de los dos era como dos trenes expresos lanzados el uno contra el otro por la misma vía. Cada vez más fuerte, cada vez más rápido.

Michael llegó al climax, un climax bombeante, espeso y blanco, chorro tras chorro. Megan, presa del éxtasis más extraño, dirigió la eyaculación hacia su propia cara: las pestañas, las mejillas, el pelo, los labios. Cuando todo hubo terminado parecía que la hubiesen decorado con temblorosas, perlas.

En ese momento, Michael, vacío después de la eyaculación, se inclinó hacia adelante y la besó. Megan le devolvió el beso muy lentamente, con mucha lascivia, y le acarició el cabello con los dedos.

– Sabes lo que ha ocurrido, ¿verdad? -le susurró ella echándole el aliento caliente y ensordecedor en la oreja. Michael dijo que no con la cabeza-. Ha sido él. Ha sido el «señor Hillary», él nos ha poseído a ambos.

Michael no sabía qué decir. Se sentía desesperadamente culpable. Lo único que deseaba era levantarse del suelo, ponerse los pantalones y fingir que aquello no había ocurrido jamás. Jesús, le había sido infiel a Patsy por primera vez en su vida… y con la esposa inválida de un inspector de la Brigada de Homicidios. No podía creer que hubiera hecho una cosa así. No podía creer que él hubiera deseado hacerlo.Se incorporó y se sentó. Alargó una mano y buscó el pañuelo en el bolsillo del pantalón. Le limpió con suavidad la cara a Megan; luego la besó otra vez.

– Lo siento -se excusó-. Lo siento de veras.

– ¿Por qué lo sientes? Has hecho lo que tenías ganas de hacer. No era amor.

– Lo siento porque me caes bien. Lo siento porque eres la esposa de Thomas. Lo siento porque soy el marido de Patsy.

– ¿Me ayudas a volver a la silla? -le pidió ella.

Michael le abrochó la blusa, volvió a subirle las bragas y le alisó la falda. Luego la cogió en brazos y la sentó de nuevo en la silla de ruedas.

– Ha sido él -le dijo Megan-. No hemos sido ni tú ni yo. Ha sido él. Estaba enseñándonos cuáles son nuestros pecados.

– Sigo sin entenderlo.

Alargó la mano con intención de coger los pantalones, pero Megan le dijo:

– No, antes de vestirte ven aquí. -Desnudo, se acercó y se detuvo delante de la mujer. Megan levantó una mano y le cogió el pene, que estaba poniéndose flaccido; le frotó el glande con el pulgar y le acarició todo el pene-. Esto no volverá a ocurrirme nunca -le dijo ella-. No soy una adúltera, y sé que tú tampoco lo eres. -Los ojos le brillaban por las lágrimas-. No hemos sido nosotros, ha sido él, y estaba lleno de pecado. Pero no lo lamento. No puedo lamentarlo. Me has hecho sentir completa. Por primera vez desde que tuve el accidente, has hecho que me sintiera completa.

Michael se inclinó y la besó en la frente.-Será mejor que me vaya ya. Hay un montón de cosas que tengo que hacer.

Ninguno de ellos lo notó, pero un débil resplandor rosáceo de luz pasó entre ellos en el momento en que un aura se separaba de mala gana de la otra. Lo que ambos sintieron, mientras Michael se vestía lentamente y se peinaba, fue una clara sensación de pérdida y separación.

Michael recogió el disco de cobre y zinc, y cuando estaba a punto de guardárselo en el bolsillo, cambió de idea y volvió a dejarlo sobre la mesa.

– Un recuerdo -le dijo a Megan; y al marcharse cerró cuidadosamente la puerta tras él.

Estaba maniobrando el gran Mercury verde para sacarlo de la inclinada rampa de entrada que había delante del edificio de apartamentos donde vivían Thomas y Megan cuando se fijó en tres jóvenes de cara blanca que llevaban gafas oscuras y que lo observaban desde la acera de enfrente. Detuvo el coche y encendió las luces de estacionamiento.

Al instante, un hombre de aspecto italiano, vestido con una bata de algodón azul, salió apresuradamente del edificio y se puso a aporrear furiosamente la ventanilla del coche. El señor Novato, el conserje al que a Thomas le encantaba odiar.

– ¿Sucede algo? -le preguntó Michael.

– No puede detenerse aquí, señor; ésta es una entrada particular de coches.

– No estoy parado aquí; estoy a punto de marcharme.

– Entonces márchese.

– Ya me habría marchado si usted no me hubiera detenido.

El hombre levantó un dedo y señaló hacia arriba, hacia el bloque de apartamentos.

– ¿Ha estado usted de visita?

– Eso es, he estado de visita. Soy amigo del teniente Boyle, si es que a usted eso le importa.

– Vaya, ése sí que es un hombre triste.

– ¿Quién? ¿De quién habla? ¿Del teniente Boyle?

– Eso es. Ése sí que es un hombre triste.

– Escuche, amigo, puede que usted sea el conserje, o lo que sea, pero no pienso hablar de los sentimientos personales del teniente Boyle ni con usted ni con nadie.

– ¿Y quién no estaría triste en su lugar? Su mujer está muy enferma. No puede caminar, no puede ir de compras, no puede hacer nada.

Michael volvió la cabeza hacia el otro lado y respiró profundamente. Luego se dio la vuelta de nuevo y dijo: -El teniente Boyle no es un hombre triste, ni mucho menos, se lo aseguro. Y también le puedo asegurar otra cosa: la señora Boyle vale cien veces más que la mayoría de las mujeres que me vienen a la cabeza ahora.

El señor Novato lo miró fijamente con aquellos ojos pequeños y brillantes.

– Eh… perdone. No tenía intención de ofenderle.

Se apartó y se quedó mirando cómo Michael salía marcha atrás de la cuesta con un pequeño chirrido de neumáticos mojados. Antes de alejarse, Michael echó un vistazo a la acera de enfrente, al portal desde donde los tres jóvenes de cara blanca habían estado vigilándolo, pero ya no se encontraban allí. Era muy posible que se hubiera imaginado que los había visto, sobre todo después de aquella sesión de aurahipnosis con Megan.

Por otra parte, era igualmente posible que estuvieran siguiéndolo y que pensaran aplicarle a él el mismo tratamiento que habían utilizado con Joe.

Condujo hacia el sur por la calle Margin, en la que había mucho tránsito y circulaba muy lenta, y luego hacia el oeste por Copper. En la radio sonaba Happy Together, de los Turtles: «Nos imagino a ti y a mí, pienso en ti día y noche.»

Jesucristo, ¿qué había hecho con su honor? ¿Qué le había hecho a su matrimonio?

Se detuvo para dejar que un hombre con gafas oscuras cruzara la calle, pues creyó que era ciego. Cuando ya casi había llegado a la otra acera, se levantó las gafas oscuras en señal de saludo y le sonrió.

Marcia estaba hiperactiva. Tenía la cara hinchada y el cabello aplastado por detrás. Lo más probable era que no se hubiese sentado desde que los ayudantes del sheriff del condado de Barnstable le dieran la noticia de que habían encontrado a Joe en el bosque, al norte de la carretera ciento cincuenta y uno, desnudo, violado y muerto a causa de un paro cardíaco.

Marcia hablaba como si Joe todavía estuviera vivo. No decía «cuando vuelva Joe» exactamente con esas palabras, pero sus palabras llevaban implícito en cierta manera que el departamento del sheriff del condado de Barnstable había cometido un tremendo y doloroso error, y que cuando Joe volviera… bueno, probablemente rodarían cabezas.

Michael estaba sentado en el cuarto de estar con una taza de café, que no le apetecía, en la mano, mientras Marcia caminaba a grandes pasos de una habitación a otra, hablando, discutiendo y protestando sin parar. En cuanto se detuviera un instante tendría que aceptar el hecho de que Joe estaba muerto, y todavía no estaba preparada para ello. Ya era muy duro para Michael aceptarlo. Había fotografías de Joe dondequiera que mirase: encima del televisor, encima de la chimenea. Incluso cuando Michael fue al cuarto de baño comprobó que también allí había una fotografía de Joe con un traje de bucear amarillo levantando un centollo para que él lo admirase.

– Le advertí que no se metiera en eso -dijo Marcia.

– ¿En qué le dijiste que no se metiera?

– En el asunto de la conspiración. No hablaba mucho de ello, pero yo notaba que estaba preocupado.

– ¿A ti qué te contó?

Marcia hizo un gesto negativo con la cabeza.

– Casi nada. Nada. Decía que era más seguro que yo no supiera nada. Intenté convencerlo para que se olvidase de aquello. Le dije que apostaba cualquier cosa a que nada de aquello era cierto, y que aunque lo fuera, tendría gente persiguiéndolo, porque les preocuparía que fuera verdad, así que era mejor que lo dejara.

– Lo siento -dijo Michael-. No sé qué más decir.

Marcia dejó de pasear un momento y luego dijo:

– No ha dejado nada para ti, si es eso lo que piensas.

– No pensaba eso.

– Dejó un sobre, pero nada más.

– ¿Un sobre? ¿Te importa que lo vea?

– Oh… claro.

Marcia desapareció en la habitación que Joe usaba de despacho y luego, al cabo de dos o tres minutos, volvió con un grueso sobre de tamaño grande. En la parte delantera, con letra de Joe, se leían las palabras: «Para Michael Rearden. Abrir sólo en caso de muerte repentina.»

Michael abrió el sobre y sacó la carta.

– La fecha es de hace dos años -dijo sorprendido.

– Fue entonces cuando Joe salió con esa teoría de la conspiración -le explicó Marcia-. Desde entonces, nuestra vida ha sido muchísimo menos armoniosa. Dios mío, ojalá hubiera sido barrendero, o conserje de un colegio, o mecánico de coches. ¿Por qué no se quedaría de investigador de seguros corriente y moliente? ¿Por qué tendría que creer que él iba a cambiar el mundo?

Michael dejó de oír a Marcia Garboden durante unos instantes. Sabía cómo se sentía ella, pero aquella actitud suya no ayudaba en absoluto. Además, él estaba intentando encontrarle sentido al contenido de la carta que Joe le había dejado. En el sobre había una hoja de papel que no llevaba escrito nada más que una serie de nombres y números, sin ninguna anotación que explicara de qué se trataba; y luego había veinte o treinta fotocopias de grabados y fotografías, sobre todo de fotografías.

Los nombres eran: «Lincoln 65, Alexander 81, Garfield 81, Umberto 00, McKinley 01, Madero 13, George 13, Ferdinand 14, Michael 18, Nicholas 18, Carranza 20, Collins 22, Villa 23, Obregon 28, Cermak 33, Dollfuss 34, Long 35, Bronstein 40, Gandhi 48, Bernadotte 48, Hussein 51, Somoza 56, Armas 57, Faisal 58, as-Said 58, Bandaranaike 59, Lumumba 61, Molina 61, Evers 63, Diem 63, Mansour 65, X 65, Verwoerd 66, King 68, Tal 71, Noel 73, Park 74, Davies 74, Ratsimandrava 75, Faisal 75, Rahman 75, Ramat Mohamed 76, Jumblat 77, Ngoubai 77, Al-Naif 78, Dubs 79, Neave 79, Mountbatten 79, Park 79, Tolbert 80, Debayle 80, Ali Rajr 81, El-Sadat 81, Gemayel 82, Sartawi 83, Aquino 83, Gandhi 84…»

Le costó un par de minutos, pero poco a poco, Michael empezó a comprender lo que la carta intentaba decirle. Cada uno de aquellos nombres era de un político, un dignatario o un jefe de Estado que había sido asesinado, y los números representaban el año en que los habían matado.

Luego examinó las fotografías. Cada una de ellas era del asesinato o del funeral de alguna de las personas de la lista, o de la ejecución de sus asesinos. En todas ellas se veían dos o tres personas de cara blanca a las que Joe había rodeado con un círculo hecho con rotulador rojo.

Allí estaba el ahorcamiento, el siete de julio de 1865, de los cómplices de John Wilkes Booth, después del asesinato de Lincoln. La señora Mary Surratt, David Herrold, Lewis Paine y George Atzerodt colgaban del patíbulo con las cabezas cubiertas con sacos y las piernas atadas para impedir que pataleasen. Y allí también, protegiéndose de la luz bajo grandes sombrillas, había dos de aquellos hombres de cara blanca; llevaban unos pequeñísimos lentes ahumados, y ambos sonreían.

Allí estaba Charles J. Guiteau, el que mató al presidente Garfield disparándole en la estación de ferrocarril de Washington, cuando llegaba esposado al juicio el catorce de noviembre de 1881; entre la multitud aparecían tres hombres de cara blanca, justo detrás del hombro derecho del asesino.

También había una fotografía del tiroteo que mató al presidente egipcio Anwar El-Sadat el seis de octubre de 1981 en un desfile militar en El Cairo. La mayoría de los espectadores se habían escondido debajo de los asientos, pero un único hombre de cara blanca estaba contemplando el tiroteo del presidente El-Sadat desde el extremo izquierdo de la fotografía, con una débil sonrisa en la cara.

– ¿Me permites? -le preguntó Michael. Y extendió las fotografías sobre la mesa del comedor de Marcia. Examinó una fotografía tras otra, y aunque variaban en cuanto a calidad y era evidente que algunas de ellas habían sido ampliadas por ordenador, no cabía la menor duda de que eran los mismos hombres los que aparecían una y otra vez, sin cambios en su aspecto, desde el tiroteo que mató a Lincoln en el Ford's Theater de Washington, hasta el asesinato de Rajiv Gandhi durante un mitin político en el sur de la India; había una diferencia de más de ciento veinticinco años entre ambas fotografías. Sin otra cosa más que nombres, fechas y círculos identificativos, Joe estaba proporcionándole a Michael pruebas incontrovertibles de que los hombres de cara blanca habían estado asesinando a políticos y jefes de Estado un año tras otro sin tener en cuenta sus ideas políticas.

Algunas víctimas eran de extrema derecha. Otras eran terroristas de izquierdas. Se trataba de asesinatos sin ton ni son desde el punto de vista político. Pero lo que Joe estaba explicándole con aquello era que John F. Kennedy no había sido la única víctima de los hombres de cara blanca. Y que ellos eran quienes habían organizado todos aquellos asesinatos.

Michael se apartó un poco y se quedó mirando las fotografías, tan sumido en sus pensamientos que ni siquiera oyó a Marcia cuando ésta le preguntó si quería una copa.

¿Qué demonios iba a hacer ahora? No había ninguna duda de que los hombres de cara blanca se echarían tras él si averiguaban lo que sabía, lo mismo que habían ido tras Joe y el doctor Rice, y quizás tras todos aquellos que a lo largo de la historia hubiesen presenciado alguno de sus asesinatos, o que hubieran atado cabos, como Joe, y se hubieran dado cuenta de que las mismas caras aparecían con mucha más frecuencia de lo que sería normal para tratarse de una mera coincidencia.

Se vio invadido por tal pánico e indecisión que apenas lograba respirar. Aquello era más de lo que podía manejar. Porque, ¿a quién podía recurrir? ¿En quién podía confiar? En la policía no. El jefe de policía Hudson había aceptado la autopsia descaradamente falsa del doctor Moorpath sobre John O'Brien diciendo «gracias de todo corazón por un trabajo tan difícil, llevado a cabo con tanta delicadeza». Tampoco podía acudir a los medios de comunicación, porque ellos también parecían haber aceptado la autopsia sin hacer el menor esfuerzo por investigar el asunto; incluso el Boston Globe, incluso Darlene McCarthy, del canal 56.

Tampoco podía acudir a Edgar Bedford. Al fin y al cabo, Joe llevaba ya varios años sospechando que estaba profundamente implicado con aquellos hombres de cara blanca. Lo que resultaba aún más amenazador era el modo en que Edgar Bedford había aceptado la autopsia del doctor Moorpath, también, a pesar de que ello iba a costarle a Plymouth Insurance y a sus reaseguradores decenas de millones de dólares.

Le daba la impresión de que sí podía confiar en Thomas Boyle, aunque se sentía lacerado por la culpabilidad a causa de lo que le había hecho a Megan. Que Dios no permitiera nunca que Thomas se enterase de aquello. Y Victor… en Victor sí que podía confiar, eso seguro.

Recogió lentamente las fotografías y volvió a meterlas en el sobre. Quizás, más que ninguna otra cosa, lo que Michael esperaba era poder confiar en sí mismo.

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