– He vuelto a tener aquella pesadilla -dijo Michael.
El doctor Rice había estado jugando a los palillos. Miró, con los labios muy apretados, por encima de las gafas en forma de media luna, pero no contestó. Estaba esperando que Michael le dijera de qué pesadilla se trataba, porque había varias. Por un lado, la pesadilla acerca del depósito de cadáveres; por otro, aquella del L10-11 que se abría en canal, como un cerdo; y también estaba la pesadilla de los árboles que florecían con manos humanas, y la niña que era sólo media niña.
Y había más… algunas muy gráficas, otras misteriosas y oscuras, terrores que asaltaban, sin nombre ni cara. Michael Rearden era un revoltijo, una mezcolanza de traumas, terrores y experiencias espantosas repetidos incansablemente una y otra vez, hasta que el último hilo de su sique se tensaba tanto que parecía estar a punto de romperse.
Hacía más de un año que el doctor Rice intentaba desenmarañar los traumas de Michael, pero no resultaba tarea fácil. En cuanto conseguía desentrañar una pesadilla, otra se ponía por medio. Sin embargo, el doctor Rice no era sólo un hombre hábil, sino que además poseía una infinita paciencia, y calculaba que con cuatro o cinco años más de terapia conseguiría volver a dejar a Michael en el mismo estado de equilibrio mental en que se encontraba cuando el helicóptero aterrizó en Rocky Woods: un hombre ávido, ambicioso y desprevenido ante uno de los desastres más confusos de la historia reciente de la aviación civil.
Había una ligera diferencia entre revivir las pesadillas y enfrentarse a ellas. De momento, Michael sólo estaba reviviéndolas una y otra vez, aunque los avances emocionales que conseguía eran escasos.
La pesadilla de la caída -explicó Michael-. El cuerpo de la niña. Me refiero a esa pesadilla.
El doctor Rice titubeó en el tablero de los palillos. Luego cogió el último que podía sacar y dijo:
Me quedan tres palillos. ¿Por qué nunca consigo que me queden menos de tres?
– No creo que estemos logrando ningún avance hacia la recuperación -le dijo Michael-. Es la misma pesadilla, y exactamente con la misma claridad. E igual de aterradora, también. Intento manejarla, pero mi mente no quiere hacerlo. Es casi como si estuviera manejándome a mí mismo.
Eso no es nada raro -le explicó el doctor Rice-. Ya hemos hablado de esto antes, ¿no es así? Parte de su problema es el síndrome del superviviente. El síndrome de «por la gracia de Dios», solía llamarlo el doctor Leavis. «Por la gracia de Dios, yo me libré…» ¡Y no me siento culpable por ello!
– Pero es que yo ni siquiera iba de pasajero en ese avión -apuntó Michael.
El doctor Rice movió la cabeza de un lado a otro.
– No importa. Usted vio personas que habían resultado muertas; vio mujeres y niños inocentes hechos pedazos. Caminó entre ellos mientras usted seguía con vida.
Michael se levantó del incómodo sillón de lona y metal cromado. El doctor Rice empezó a colocar sistemáticamente todos los palillos, y Michael, al atravesar el despacho, ni siquiera le dirigió una mirada al médico; se acercó a la ventana y se puso a mirar la calle por entre las tiras verticales de las persianas. Lo único que podía ver era la parte trasera de una furgoneta amarilla con un anuncio en rojo escarlata que decía «Transmisiones Aal» pintado en un costado, y la esquina del restaurante Contented Cod, que tenía cortinas de oropel rojo y un porche blanco que imitaba el estilo colonial. También se veía un perro rojizo que dormitaba al sol, un triciclo con una banderola roja y un cesto lleno de comestibles, pan y lechuga. Era una escena vacía y rara. No pasaban automóviles ni peatones. A Michael le recordaba un cuadro de Edward Hopper.
El doctor Rice lo aguardó pacientemente. Podía permitirse tener paciencia. La terapia de Michael la pagaba Plymouth Insurance como parte del acuerdo de despido, y le correspondía al propio doctor Rice decidir cuándo Michael estaría de nuevo emocionalmente adaptado. El doctor Rice tenía gran fe en la abundancia de fondos. «Lo escaso de un modo regular es mejor o esporádico y espectacular», le había dicho a su agente de bolsa en el quinto green del Dunfey's Hyannis Resort. Pero no era un hipócrita: verdaderamente pensaba que Michael sólo podría curarse mediante una aceptación gradual y bien estructurada de lo que había experimentado.
Algún día, Michael tendría que aceptar que presenciar una tragedia no es lo mismo que causarla. Había llovido gente del cielo, sí, habían muerto niños, todos los detritos íntimos y preciados de cientos de vidas humanas habían quedado diseminados por el campo, pero no había sido culpa de Michael. Y una vez que Michael comprendiera eso, una vez que hubiera aceptado realmente que era inocente, entonces podría empezar el proceso de curación. Y hasta entonces no había nada que el doctor Rice pudiera hacer que no fuese sostener una luz que sirviera de guía mientras Michael se debatía entre los espinos y zarzas de sus propias pesadillas, y esperar que estuviera viajando en la dirección correcta.
– ¿Cree usted que hay algo que ha desencadenado esta pesadilla? -le preguntó el doctor Rice-. ¿Algo que haya leído, algo que haya visto en la televisión? ¿O ha sido simplemente espontáneo?
– Quieren que yo vuelva -le dijo Michael-. Quieren que vuelva a hacerlo.
– ¿Quién? ¿A qué se refiere?
– Joe Garboden, de Plymouth Insurance. Vino a verme ayer sin previo aviso. Me dijo que necesitan ayuda en ese accidente de helicóptero… ya sabe, el accidente donde murió John O'Brien y su familia.
– Sí -asintió el doctor Rice-, ya sé. Pero, ¿por qué lo necesitan a usted?
Michael se encogió de hombros.
– Por lo visto creen que estoy especialmente dotado para ello.
– Pero… venga, hombre. Saben que usted está todavía bajo tratamiento.
– No creo que eso les importe mucho. Lo único que les importa ahora es que quizás se vean obligados a soltar muchísimos millones de dólares.
– Deben de tener investigadores cualificados de sobra que puedan hacer el trabajo tan bien como usted.
Michael echó una última y larga mirada por la ventana.
– Al parecer no piensan así.
El doctor Rice se levantó. Era un hombre muy alto, por lo menos medía un metro noventa, y tan delgado que daba la impresión de que alguna enfermedad estuviese minándolo y amenazando su vida, aunque (aparte de un hígado debilitado a los veintitantos años por el alcohol y las drogas) gozaba de excelente salud. Tenía una cabellera teñida de negro que llevaba peinada hacia atrás y le partía la frente huesuda, semejante a la de un caballo. Los ojos eran tan claros que casi resultaban incoloros, como el mar que baña las piedras, pero resultaban muy expresivos. Fuego, empuje, inteligencia, efusión. Tenía unos pómulos esculpidos con rudeza y la nariz estrecha, complicada y huesuda.
Era un superviviente de los años sesenta. Después de graduarse en sicología en la Universidad de Massachusetts, en Columbia Point, se había dirigido al oeste y había estado viviendo en Sandstone, Carmel y Haight-Ashbury. Había pasado largas noches de excesos con Timothy Leary, Ken Kesey y un místico yaqui que le había mostrado el cráneo que existe detrás de todo rostro humano. En cierto momento, casi había llegado a entender a Dios. Pero una mañana de primavera, en 1974, se había despertado en el parque Balboa, en San Diego, con una sed tremenda y un hambre canina, y entonces comprendió que los días de revelación habían terminado. Era hora de volver a casa en Cape Cod, hora de ocuparse de su madre, hora de poner una consulta respetable y cambiar el VW Camper pintado de flores por un Mercedes Benz nuevo de color dorado metálico. Ahora, veinte años más tarde, era miembro de una asociación muy de moda y altamente rentable en Hyannis, en la que ayudaba a tratar los complejos sicológicos de los ricos, las personas influyentes, los ensimismados, y de aquellos que, sencilla y llanamente, eran aburridos.
Puso los largos dedos sobre el hombro de Michael.
– No pueden obligarle a volver, ¿no es cierto? -le preguntó con voz amable.
Michael hizo una mueca de impotencia.
– No. Pero la pobreza sí que puede.
– ¿Cuánto le ofrecen?
– Treinta mil, más los gastos.
– Yo opino que su bienestar sicológico vale más de treinta mil más los gastos, ¿no le parece?
– No sé. Sí, supongo que sí. Pero también tengo la sensación de que necesito volver… de que nunca me recobraré del todo hasta que no me enfrente a ello.
El doctor Rice levantó una ceja.
– Me parece que no acaba usted de comprender por completo los riesgos. El daño sicológico que puede producirle quizás sea irreversible. Un caso desahuciado, con carnet y pensión de incapacidad total.
Michael no dijo nada. Ya se sentía como un caso desahuciado. Desde el momento en que Joe Garboden le había dicho «Acuérdate de Rocky Woods», su mente había ido sucumbiendo poco a poco bajo su propio y terrible peso.
– ¿Quiere usted someterse a hipnosis ahora? -le preguntó el doctor Rice.
– ¿Cree que resolverá algo?
– Podría ayudarle a sopesar los riesgos. Podría descubrir usted por qué siente necesidad de volver. Pero debe tener en cuenta que el propósito de esta terapia ha sido ayudarle a superar aquello que experimentó en contra de su voluntad, a situarlo en su justa proporción. Créame, que revivir un trauma puede ayudar a superarlo es una falacia, algo que queda estrictamente para las películas. La mejor manera de superar un trauma es localizar el área dañada de su sique y ver qué se puede hacer para repararlo.
Michael se quedó pensando durante un rato. En la calle, en la acera de enfrente, una linda muchacha vestida con unos pantalones cortos a rayas blancas y rojas se subió al hasta entonces abandonado triciclo y se alejó pedaleando lentamente. Daba la impresión de que estuviera cantando, pero Michael no podía oírla. El perro dormido no se movió.
– De acuerdo -dijo Michael-. Me someteré a hipnosis.
– ¿Está seguro?
– Claro que estoy seguro.
Michael se recostó en el sillón de lona y metal cromado. En la pared, a su lado, medio oscurecido por los destellos de luz que se reflejaban en el marco, había un certificado profusamente ilustrado de «Die Akademie der Hypnotismus und Mesmerismus, Wien», fechado en 1981, que daba fe de que David Walden Rice se había graduado en hipnoterapia avanzada. Bajo el certificado se veía colgada una reproducción vagamente inquietante de un cuadro de Charles Sheeler; representaba la cubierta superior de un trasatlántico: estaba vacía, como la calle allí afuera, y tenía unas barandillas meticulosamente pintadas, ventiladores y cables. Un escenario desierto a la espera de que ocurriera algo.
El doctor Rice tiró del cordón que cerraba la persiana y el despacho se inundó de sombras cálidas, marrones.
– ¿Está cómodo? -le preguntó a Michael; aunque ya le había hecho aquella pregunta tantas veces que Michael no sintió necesidad de responder-. Separe un poco los pies, por favor.
Eso es. Ahora coloque la mano izquierda encima de la rodilla izquierda, con la palma hacia arriba, y ponga la derecha encima de la izquierda, también con la palma hacia arriba.
Michael ya había hecho lo que el doctor Rice estaba diciéndole que hiciera. El médico se le acercó más y Michael percibió el olor a tabaco de cigarrillo que le impregnaba la ropa, y a aquella loción de afeitar con perfume de clavo que siempre llevaba. El doctor Rice tocó la frente de Michael con la punta de los dedos y le dijo:
Está usted más tenso de lo habitual. Relájese. Ponga los codos a los costados, pero no haga fuerza. Mueva la cabeza en sentido circular, deje sueltos los músculos del cuello.
Al cabo de un rato metió la mano en el bolsillo de la camisa de cuadros verdes, semejantes a un damero, y sacó un pequeño disco de metal de tamaño un poco mayor que una moneda de veinticinco centavos. La depositó con cuidado y casi reverentemente en la palma abierta de Michael, como si fuera la hostia de una comunión. El disco era de zinc, de color gris opaco, y tenía un remache central de cobre pulido. El doctor Rice le dijo:
– Fije los ojos en el centro del disco… en el punto de cobre… mantenga los ojos fijos en él y no los deje oscilar.
Cada vez que el doctor Rice empezaba a hipnotizarlo, Michael pensaba que en aquella ocasión no le sería posible. No estaba cansado en absoluto; y aquel día notaba que su resistencia era más fuerte que nunca. ¿Cómo iba el doctor Rice a ponerlo a dormir sólo con hacerle mirar fijamente un disco de zinc y cobre? Sin embargo, era consciente de que el disco había funcionado otras veces. El disco lo había guiado ya cientos de veces al interior de sus sueños; y al interior de la oscuridad que había debajo de sus sueños; y más profundo aún: al fondo de aquel foso de las Marianas que es el subconsciente humano, donde las formas y los sentimientos nadan en una oscuridad casi total…formas y sentimientos que nunca podrían salir a la luz desnuda de la vigilia.
Por ello, el disco había sido investido en la mente de Michael con unas cualidades casi sagradas: un talismán, un objeto mágico. En realidad no creía en él, pero por otra parte lo apreciaba y o respetaba. Tenía cierta aura mística, aunque no podía entender cuál. Era como la canica de vidrio de la suerte, color verde mar con la que había jugado cuando iba al colegio. En realidad no es que Michael creyera que le daba buena fortuna, pero siempre la usaba cuando se trataba de decidir la suerte de la partida; el día que la perdió se había mostrado desconsolado.
– Siente ganas de dormir -le dijo el doctor Rice con voz flemática-. No se resista a esa sensación. Permita que se apodere de usted tan pronto como llegue. Y cuando yo le diga que cierre los ojos, ciérrelos. -Entonces, el doctor Rice empezó a realizar una y otra vez pases hacia abajo con las palmas de las manos extendidas por delante de la cara de Michael. A cada movimiento le acercaba más las manos al rostro, hasta que casi llegaron a rozar las pestañas de Michael-. Ahora está empezando a sentir sueño -continuó diciendo con la voz monótona y tranquila que siempre empleaba cuando estaba hipnotizando a Michael-. Está empezando a sentir sueño. Tiene los ojos muy cansados. Está empezando a perder sensibilidad en las piernas y en los brazos. Comienza a sentir el cuerpo descansado. Va usted a dormirse. Dentro de un minuto ya estará dormido. -Le tocó los párpados a Michael y suavemente se los cerró-. Tiene los ojos cerrados -murmuró-. Le resulta imposible mantenerlos abiertos. Va a dormirse profundamente. Ya está dormido. No puede abrir los ojos. Se le han pegado.
Michael notó que la habitación se oscurecía. Esta vez estaba decidido a permanecer despierto. Pero la oscuridad resultaba muy acogedora y cálida, y, al fin y al cabo, tenía el disco para guiarlo. Además, ¿qué más daba si se dormía unos instantes? El doctor Rice nunca lo sabría. Podía dormirse rápidamente, refrescarse, y luego volver a abrir los ojos. ¿Quién iba a notarlo? De todas maneras, en el fondo, nunca había creído en el hipnotismo. Casi cada vez que el doctor Rice lo sometía a ello, Michael después se sentía mejor, pero la diferencia no era tan grande. Y nunca recordaba nada de lo que había soñado o sobre lo que había fantaseado.
Hizo esfuerzos por abrir los ojos, sólo para demostrarle al doctor Rice que seguía despierto, pero se encontró con que no podía. El cerebro parecía no hallar el resorte que levantaba los párpados. Todavía oía al doctor Rice, que entonaba:
– Ahora ya tiene los ojos bien cerrados; va a dormir profundamente.
Pero por muchos gestos que hiciera, los ojos, sencillamente, se negaban a abrirse. «Dios -pensó-. Cegado, indefenso.» Quería hablar en voz alta, quería decirle al doctor Rice que se detuviera, pero de alguna manera, la boca tampoco le funcionaba. La laringe, simplemente, se negaba a formar palabras.
Aunque Michael tenía los ojos cerrados y no podía abrirlos, veía un levísimo parpadeo de luz rosácea. Lo veía cada vez que el doctor Rice lo hipnotizaba, pero seguía sin comprender qué era.
Durante un momento, aquel parpadeo resplandeció como la aurora boreal, hasta casi llegar a deslumbrarle, pero luego se apagó de nuevo, como ocurría siempre.
Después, tras aquella brillante llamarada de luz, sintió que se hundía. Primero poco a poco, como un hombre cuyos pulmones están llenándose lentamente de agua. Pero luego empezó a deslizarse cada vez a mayor velocidad hacia la indeterminable oscuridad de su subconsciente, hacia el interior de aquel mundo donde su propio terror podía hablarle y donde sus peores temores se encarnaban.
Oyó que el doctor Rice decía:
– Más profundamente… más profundamente, más profundamente dormido.
Le sonaba como un hombre que estuviera hablando hacia el interior de un pozo de treinta metros de profundidad.
Michael sabía perfectamente dónde se encontraba: sentado en la consulta del doctor Rice, en el sillón de lona y metal cromado del doctor Rice. Sin embargo, también estaba de vuelta en casa, de pie en medio de la cocina, bebiendo café en su taza, la que tenía la inscripción «Ross Perot for President», mientras el sol de la mañana caía en diagonal sobre la mesa. A través de la ventana se veían volar cometas rojas y blancas remolineando en un trabado frenesí sobre la playa de New Seabury, y el marco de la ventana traqueteaba… dudó… traqueteaba a causa de la brisa. Su hijo Jason estaba inclinado sobre un tazón lleno de cereales, con el pelo revuelto y brillante. Su esposa Patsy llevaba puesta la bata de algodón rosa, la del cuello de encaje roto, y se hallaba delante del fregadero.
– ¿Has vuelto a pensar en ello? -le preguntaba Patsy con voz borrosa. Ello significaba la muerte. Ello significaba el cadáver de John O'Brien… Ello significaba más gente cayendo como una densa lluvia del cielo, y un helicóptero quemado. Patsy se daba la vuelta y, por alguna razón, él no podía enfocar su cara, aunque sabía con certeza que era ella.
Michael asentía con la cabeza.
– He estado pensando en ello toda la noche.
Jason levantaba la mirada, y a Michael también le resultaba imposible enfocar siu cara.
– Papá… cuando vuelvas de Hyannis, ¿puedes arreglarme el freno trasero? Roza con la rueda. -Luego levantaba la cabeza otra vez y decía-: Roza con la rueda… -Levantaba la cabeza de nuevo y decía-: Roza con la rueda…
Michael pensó: «Sí, debería mantener la bicicleta de Jason en buen estado de funcionamiento.» Pero antes de que pudiera responder, Patsy decía:
– ¿Has vuelto a pensar en ello?
Y Michael empezó a tener la sensación de que estaba atrapado en un bucle de memoria que repetía lo mismo una y otra vez sin solución de continuidad.
Estaba a punto de decirle algo a Patsy acerca de Joe Garboden cuando se encontró con que no estaba en la cocina, sino viajando hacia Hyannis por la carretera de la playa de Popponosset. No sabía por qué había escogido aquella ruta. Tendría que haberse dirigido directamente a South Mashpee e ir a dar a la carretera veintiocho. Pasar por Popponosset implicaba un innecesario y brusco rodeo. De cualquier forma, tenía la vaga impresión de que se suponía que iba a ver a alguien en Popponosset, aunque no sabía de quién podría tratarse.
Lo raro era que estaba de pie mientras conducía, como si siguiera en la cocina. Veía pasar junto a él, brillante y bidimensional, en colores desvaídos como los efectos especiales de una película barata de los años sesenta, la línea de la costa iluminada por el sol de la bahía de Popponosset.
En la radio del coche, una voz seca y débil decía: «Se encontrará con usted más tarde, sí. Eso es. No dijo nada más.»
Pasaba junto al hotel Popponosset, una enorme casa en la playa cubierta de tejas, con porche y sombrillas a rayas que se inclinaban a causa de la brisa. Le pareció ver, de pie junto a la barandilla, un hombre alto, ataviado con un traje, que lo miraba, pero cuando volvió la cabeza para mirar de nuevo, el hombre se había esfumado. Las únicas personas que había en el porche era una pareja joven con polos blancos.
Pero algo había cambiado. Había algo que lo hacía sentirse intranquilo. Y aunque no podía comprender cómo se había hecho consciente de ello, tenía la certeza de que el hombre vestido de gris lo había visto, y de que estaba empeñado en perseguirlo Michael daba vueltas y más vueltas, pero no conseguía ver más al hombre en ninguna parte. De todos modos, aquel hombre iba tras él e intentaba causarle grave daño.
Empezó a sentirse alarmado. El cielo sobre la bahía de Popponosset iba oscureciéndose rápidamente, y el blanco de las olas al romper en la orilla comenzaba a brillar en la penumbra como los dientes de los perros fieros y hambrientos. Se había levantado viento y Michael podía sentirlo realmente en la cara, salado, cálido y abrasivo por la arena que transportaba.
El hombre estaba esperándolo en la playa. Por extraño que parezca, aquélla ya no era la playa de Popponosset, sino algún otro lugar; algún otro lugar que Michael tenía la seguridad de haber visto antes, pero que no lograba ubicar del todo. A lo lejos e veía un promontorio cubierto de maleza, una hilera de casas típicas de Nueva Inglaterra pintadas de verde y una curva de rocas que le recordaba mucho a Popponosset. Pero también había un faro pequeño y blanqueado, y en Popponosset no había ningún faro, nunca lo había habido.
El coche parecía haberse derretido. Se encontró caminando por la arena seca con zapatillas deportivas Adidas. Podía oír el sonido del oleaje con bastante claridad, y el agudo silbido de un hombre que llamaba a su perro.
Me reuniré contigo luego -decía una voz muy cerca de su oído; y Michael estaba demasiado asustado como para volver la cabeza y ver quién era-. Me reuniré contigo luego… Roza con la rueda.
A su derecha, el cielo atlántico se había vuelto de un malévolo color negro, y el viento era ahora tan fuerte que la arena le azotaba los tobillos como si se tratara de serpientes. Podía oír los latidos de su propio corazón, notaba cómo los pulmones le subían y bajaban, e incluso podía oír el leve crepitar de la electricidad en el extremo de sus nervios. El hombre alto vestido de gris seguía esperándolo al final de la playa, y Michael empezó a sentirse seriamente asustado. Al fin y al cabo, aquello era hipnotismo; una terapia de sugestión. Era consciente de que sólo era hipnotismo, aunque estuviese experimentando de manera tan vivida el paisaje costero, sabía que seguía sentado en la consulta del doctor Rice.
Pero allí estaba aquel hombre alto, que no se parecía a nadie que Michael hubiera conocido nunca, ni a nadie que Michael hubiera podido imaginar. Aquel individuo no había aparecido jamás en ninguno de los sueños hipnóticos de Michael. Pero su presencia era tan nítida que Michael casi podía saborearla. Era como cobre, truenos y algo más: el sabor metálico de la sangre humana. Michael nunca lo había visto antes, estaba seguro de eso, aunque le parecía reconocer el faro bajo blanco y la playa desierta y con brotes de hierba. «Me reuniré contigo luego.»
Lo que enervaba a Michael más que ninguna otra cosa era que no lograba impedirse a sí mismo caminar a toda velocidad para ir a reunirse con aquel hombre. Daba la impresión de que las piernas hubiesen adquirido una urgencia propia, una urgencia que él no era capaz de controlar y que le obligaba a apresurarse, siempre hacia adelante, le obligaba a ir a toda prisa hacia adelante, aunque la mente estaba llenándosele poco a poco de temor, como una botella que se llenara de sangre negra.
El hombre tenía el pelo blanco, más bien de color hueso, largo, sedoso y peinado hacia atrás, aunque una parte del mismo ondeaba al aire movido por el viento de la playa. Tenía el rostro largo y como esculpido, con una nariz recta y estrecha, pómulos muy pronunciados y unos ojos oscuros y autoritarios. De hecho, resultaba aterradoramente atractivo, de esa clase de hombres cuya presencia hace que los maridos agarren del brazo a sus esposas en actitud protectora. Llevaba un abrigo largo, caro, de suave lana gris claro, que ondeaba y se revolvía a causa del viento, lo que le producía a Michael la impresión de que aquel hombre estuviera flotando a unos cuantos centímetros por encima de la arena, impresión que se veía acentuada por la completa ausencia de huellas en la arena en sus proximidades. «Por supuesto -se decía Michael mientras seguía corriendo y se acercaba cada vez más-, lo que sucede es que el viento habrá borrado las huellas.» Pero así y todo, aquel hombre alto y gris seguía dando la impresión de estar flotando. Y no sólo flotaba, sino que reculaba, como si estuviera arrastrando a Michael cada vez más lejos por la playa, hacia las dunas, las rocas y el faro blanco y achaparrado que había al borde del acantilado.
Michael apretó los dientes y tensó los músculos de los hombros, haciendo un enorme esfuerzo físico por impedirse a sí mismo seguir caminando. Se daba cuenta de que estaba atravesando la playa a toda velocidad, pero al mismo tiempo también se daba cuenta de que estaba doblando los brazos del sillón del doctor Rice en su lucha por quedarse donde estaba.
– Vamos, Michael -le decía el hombre. La voz era tan suave que Michael no estaba seguro de si realmente estaba hablándole a él o si no era más que el seductor susurro del oleaje-. Deberías unirte a nosotros, Michael; tendrías que unirte a nosotros. Nosotros podríamos aliviar tu dolor, Michael. Podríamos proporcionarte el olvido. Incluso podríamos concederte la absolución.
Michael gruñó a causa de los esfuerzos que hacía por impedirse seguir corriendo. Tenía los músculos tan rígidos y tensos que le dolía la espalda, y le parecía que la mandíbula se le iba a quedar trabada para el resto de su vida.
Pero a pesar de todos los esfuerzos en sentido contrario, medio resbalaba, medio se tambaleaba justo hasta la duna donde el hombre se encontraba de pie; y sólo cuando estaba a menos de un metro de distancia lograba por fin detenerse.
El hombre, estaba pelando una lima con sus afiladas uñas. Se hallaba de pie y miraba a Michael con una expresión en parte curiosa, en parte despreciativa y en parte compasiva. Michael trató de retroceder, pero no logró hacer suficiente acopio de fuerzas. El hombre alto lo quería allí, y ya estaba. Michael abrió v cerró la boca, y se dio cuenta de que nunca había tenido tanto miedo de ningún otro ser humano en toda su vida. Aquel hombre lo espantaba tanto que ni siquiera podía respirar.
Quienquiera que fuese, cualquier cosa que quisiera ser, aquel hombre era la propia Muerte. Y la parte más espantosa de todo aquello era que Michael tenía la absoluta certeza de que se trataba de la Muerte.
¿Quieres vivir como medio hombre el resto de tu vida?
Susurraba el hombre con una voz que casi sonaba triste-.¿Quieres que todos tus sueños y todas tus ambiciones se te escapen entre los dedos, como si fueran arena? -Terminó de pelar la lima y levantó la corteza verde oscuro en forma de espiral para que la brisa la hiciera ondear. Luego mordió profundamente la lima; y ni siquiera se inmutó-. Deberías conocerme, Michael -le decía el hombre mientras el jugo le resbalaba por la barbilla-. Me llamo…
Michael se tapó los oídos con las manos. No quería oír cómo se llamaba aquel hombre. Si oía el nombre, sabría con certeza que era real. Y si era real, podría perseguirle no sólo en sueños, en pesadillas y en trances hipnóticos, sino en los coches, en los autobuses e incluso por la acera, hasta que llegase a su puerta, Michael la abriese y allí estuviera el otro, alto, gris y aterrador.
Michael pensó: «Va a matarme. De algún modo, en algún lugar, voy a encontrarme a este hombre alto y gris, y cuando ello ocurra va a matarme. Probablemente me mataría aquí mismo si pudiera, en esta playa, en esta consulta, con el sonido del mar al fondo y el tráfico zumbando ahí, en la calle.»
– No querrás vivir como medio hombre, ¿verdad? -susurraba el hombre con una sonrisa.
Entonces oyó decir al doctor Rice:
– Despierte.
Nosotros podemos limpiarte de toda la culpa, ya lo sabes.
– ¡Despierte, Michael! Cuando yo cuente hasta seis, quiero que abra los ojos y me mire; después se sentirá totalmente despierto. Recordará todo lo que ha pasado, y me lo contará inmediatamente.
– ¿Qué? -preguntó Michael. No comprendía.
– Despierte -insistió el doctor Rice.
Entonces fue cuando Michael miró a su alrededor y comprendió cuál de aquellas existencias paralelas era la real. El sonido del mar se apagó por completo y el hombre gris se desvaneció. La última cosa que tuvo conciencia de ver fue el achaparrado faro blanco, que permaneció en su retina como una oscura imagen triangular durante casi diez segundos antes de desvanecerse también.
El doctor Rice parecía preocupado.
– ¿Michael? ¿Se encuentra bien?
Michael parpadeó. Aunque las persianas estaban cerradas, el despacho seguía pareciéndole incómodamente lleno de luz.
– Sí, claro… creo que sí. Ésta ha sido una de las sesiones más raras que he tenido.
– No hace falta que me lo diga. Mire los brazos del sillón.
Michael levantó con cautela ambas manos y examinó los brazos del sillón. El derecho estaba retorcido, hacía una curva, cuando antes había sido completamente recto. El izquierdo no estaba tan doblado, pero tenía un doble pliegue bien perceptible. Parte de la lona del asiento estaba rasgada también.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó incrédulo-. ¿Qué he hecho?
– Ha tirado, ha retorcido y ha gritado -le explicó el doctor Rice-, y ha intentado convertir mi mejor sillón Oggetti en una rosquilla, eso es lo que ha hecho.
Michael cogió uno de los brazos del sillón con ambas manos e intentó doblarlo de nuevo, pero no pudo hacerlo. Miró al doctor Rice lleno de perplejidad y apuro.
El doctor Rice se encogió de hombros.
– No creo que sea usted capaz de enderezarlo. La mayoría de las personas hacen gala de un cierto grado de fuerza física extra cuando se hallan bajo hipnosis profunda, pero usted ha batido todos los récords. Esa silla está hecha con tubo de acero de seis milímetros. Normalmente se necesita una llave muy potente para poder doblar esos brazos.
– Yo estaba intentando detenerme -le explicó Michael-. Estaba tratando de impedirme a mí mismo… caminar, caminar hacia aquel…
De pronto se percató de que, a pesar del aire acondicionado, tenía la espalda y la camisa empapadas de sudor, y de que estaba tiritando como un hombre que acabara de sobrevivir a un accidente de tráfico.
El problema era que no comprendía por qué le había provocado tanta tensión aquel trance; ni por qué había resultado tan traumático. Había soñado que se encontraba con un hombre gris, que le recordaba al coco, en una playa, pero eso era todo. Ni siquiera recordaba por qué aquel hombre lo había aterrorizado tanto, pero aún era perfectamente consciente de que así había sido. En realidad esperaba no volver a soñar con él nunca más.
– ¿Quiere contármelo? -le preguntó el doctor Rice al tiempo que se sentaba al borde de su escritorio.
__No lo sé… no sé si tiene algo que ver con Rocky Woods.
– Sin embargo, lo cierto es que ha conseguido alterarlo a usted por completo. No dejaba de tirar de los brazos del sillón y de gritar como un loco.
– ¿Gritaba? ¿Qué gritaba?
El doctor Rice se levantó, se acercó a la grabadora y rebobinó la cinta.
Ha sido algo fuera de lo habitual en usted… hablaba con varias voces distintas. Tengo bastantes pacientes que hablan con tres o cuatro voces diferentes. Es un síntoma común de trauma emocional agudo. Mucha gente se encuentra tan alterada por lo que ha experimentado que sólo puede enfrentarse a ello actuando a través de los ojos de otros; o a través de sus propios ojos cuando eran niños. Por eso usan una gran variedad de voces. Pero hasta ahora, usted había sido un paciente de una sola voz.
– Eso me hace parecer muy mediocre y respetable, ¿no?
El doctor Rice sonrió.
– Créame, eso facilita el tratamiento. Cuando un terapeuta se encuentra con una situación de voces múltiples, puede tardar años en distinguir una voz de otra. El año pasado tuve un caso, un individuo blanco, que siempre que estaba bajo hipnosis solía hablar como Eddie Murphy. Resultaba que creía que alguien como Eddie Murphy veía el lado gracioso de lo que él había hecho, mientras que él mismo era incapaz de reírse de ello.
– ¿Y qué había hecho? -le preguntó Michael.
– Oh… había rociado a su esposa e hijas con gasolina y les había prendido fuego.
– Jesús.
En aquel momento el doctor Rice localizó en la cinta el comienzo de la sesión.
– Aquí está. Escuche.
Hubo un breve siseo, y luego Michael reconoció su propia aspiración, que se notaba muy profunda. La respiración contiguo durante dos o tres minutos, después se oyeron los pasos del doctor Rice mientras caminaba por el despacho y arreglaba los papeles.
Luego, sin previo aviso, oyó una extraña y aguda voz, casi como una voz de mujer, pero ligeramente más ronca.
«¿Has vuelto a pensar en ello?»
Michael se volvió y miró fijamente al doctor Rice.
– ¿Quién demonios era ése?
– Era usted.
– ¿Ése era yo? Pues no se parecía a mí lo más mínimo.
– ¿Quiere usted volver a oírlo?
El doctor Rice se acercó y rebobinó un poco la cinta. La respiración volvió a oírse, y luego la misma voz tensa y aguda.
«¿Has vuelto a pensar en ello?»
– Ahora recuerdo eso -dijo Michael-. Creí que había vuelto a mi casa. Patsy me preguntaba si pensaba aceptar ese trabajo de la compañía de seguros o no.
– Pues… puede que usted creyera que era Patsy -le dijo el doctor Rice-. Pero el hecho es que era usted.
– No lo entiendo. ¿Por qué iba yo a intentar hablar con la voz de Patsy?
– No es una cosa poco corriente. Es una manera de comentar el problema con usted mismo, nada más. Como si estuviera intentando ver la situación desde el punto de vista de ella al tiempo que desde el de usted.
La cinta continuó. Ahora, Michael hablaba con una voz mucho más parecida a la suya, sólo que parecía somnoliento o drogado… como parecen la mayoría de las personas cuando están bajo hipnosis profunda.
«He estado pensando en ello toda la noche.»
Pero luego la voz volvió a cambiar: se hizo más aguda, más ligera.
«Papá… cuando vuelvas de Hyannis, ¿puedes arreglarme el freno trasero? Roza con la rueda.»
– Jason -dijo Michael-. Ahí estoy intentando hablar como mi hijo Jason.
A continuación oyó sonar el teléfono y el doctor Rice lo cogió en seguida.
«¿Diga? Sí, soy yo. Oh, doctor Fellowes. Sí. Claro. Me reuniré con usted después, sí. Eso es. No, el doctor Osman no me habló de ello. No me dijo nada en absoluto.»
– Recuerdo remotamente algo de esa conversación desde mi trance -observó Michael-. Pero no toda. Creí que formaba parte de lo que estaba ocurriendo.
Luego hubo una ligera pausa, aunque Michael oía su propia respiración con toda nitidez. Primero, la respiración era lenta y mesurada. Pero de pronto se hizo más ronca, como si se hubiera puesto a hacer jogging; después todavía era más ronca, como si estuviera corriendo. Oyó el crujido de sus manos sobre los brazos del sillón y el sonido de la lona al rasgarse.
– «Vamos, Michael», oyó que le urgía una voz en un susurro sin aliento.
Frunció el ceño y se inclinó hacia adelante en el sillón para poder oír mejor.
– Ése también era usted -le dijo el doctor Rice.
Michael movió negativamente la cabeza.
– Ese no se parece a mí en nada. Ni siquiera se parece a mí imitando la voz de otro.
Créame -irisistió el doctor Rice-, era usted el que movía los labios.
Jadeos, carraspeos y luego:
«Deberías unirte a nosotros, Michael; tendrías que unirte a nosotros.»
– Ése no puedo ser yo -protestó Michael.
«Nosotros podríamos aliviar tu dolor, Michael. Podríamos proporcionarte el olvido. Incluso podríamos concederte la absolución.»
– Esto es increíble -dijo Michael-. Estaba ese tipo en mi trance… era un tipo realmente alto, con una especie de abrigo grisáceo… Ésa no es mi voz… ésa es su voz, lo juro. Escúchela… ¡no se parece nada a mí!
El doctor Rice se echó hacia atrás y cruzó las piernas.
– Ya sé que cuesta creerlo, pero cuando uno está bajo hipnosis es capaz de toda clase de cosas extraordinarias. La gente a menudo pone de manifiesto cualidades que normalmente no se atreven a mostrar, pues se sienten demasiado inhibidos para hacerlo. O ni siquiera saben que las poseen. También son capaces de cambiar las cuerdas vocales para poder hablar con voces diferentes.
«¿Quieres vivir como medio hombre el resto de tu vida?», Preguntó la voz.
«¡No!», se oyó gritar Michael a sí mismo. «¿Quieres que todos tus sueños y todas tus ambiciones se te scapen entre los dedos como si fueran arena?»
«¡No!», chilló Michael en la grabación; y no podía creer que él hubiera gritado de aquel modo. No tenía conciencia de haberlo hecho; sólo de haber luchado por mantenerse alejado del hombre alto y gris del abrigo largo.- «¡No me toque! ¡No me toque!
– ¡Quiero despertar! ¡Quiero despertar! ¡Quiero despertar!»
Se oyó un ruido confuso, como algo que golpeaba. Oyó decir al doctor Rice:
«¡Despierte, Michael! Cuando yo cuente hasta seis, quiero que abra los ojos y me mire; después se sentirá totalmente despierto.»
«¡No me toque! ¡No me toque!», chilló Michael una y otra vez.
Se oyeron más sonidos, extraños e impulsivos. Luego la voz susurró:
«Deberías conocerme, Michael. Me llamo…»
Pero el nombre del hombre no se escuchó, pues otro sonido confuso lo ocultó.
El doctor Rice apagó la grabadora. Se quedó observando durante largo rato a Michael sin decir palabra. Éste sacó con esfuerzo un pañuelo del bolsillo y se limpió con él el sudor de la cara y el cuello.
– ¿Dice usted que vio a un tipo realmente alto con un abrigo de color gris?
Michael se aclaró la garganta y asintió.
– Estaba allí, en la playa.
– ¿Era alguna playa concreta?
– No, no la reconocí. Había un faro al fondo, es todo lo que recuerdo.
– ¿Pero no era ningún lugar donde usted hubiera podido estar antes? ¿Ningún lugar donde hubiera llevado a cabo alguna investigación, pongamos por caso? ¿Algún muerto ahogado en el mar, o algo así?
Michael negó con la cabeza.
– He tenido ahogados, pero ninguno en un sitio así.
– ¿Había algo en ese tipo del abrigo gris que le resultara familiar?
– Nunca lo había visto antes. Jamás.
– Él dijo: «Deberías conocerme, Michael.»
– No lo conocía.
– Pero usted le tenía miedo, ¿no es así? ¿Por qué le tenía usted miedo?
Michael dobló el pañuelo meticulosamente y se limpió otra vez la cara y el cuello.
– No lo sé. Creo que sería una de esas cosas irracionales que suceden bajo hipnosis. Ya sabe… como en las pesadillas.
– Él le dijo cómo se llamaba.
– No lo oí. Creo que no quería oírlo. Me tapé las orejas con las manos.
– ¿Por qué no quería oírlo? ¿Tenía miedo de que pudiera conocerlo, en resumidas cuentas?
No lo conocía, ¿me entiende? Era un personaje fantasmal salido de un sueño, nada más.
El doctor Rice se puso a garabatear unas notas en el bloc; luego dijo:
Muy bien. Creo que eso es todo por hoy. Parece ser que esta oferta de empleo que ha recibido ha despertado en usted algunos sentimientos que tenía bien escondidos. Es posible que puedan conducirnos en alguna nueva dirección… que nos ayuden a abordar su trauma desde otro ángulo.
¿Qué quiere decir eso?
Todavía no estoy seguro. En cierto modo depende de quién sea ese tipo alto del abrigo en realidad, o quién fue… y, como usted dice, si tiene que ver con Rocky Woods o no.
– ¿Significa eso que debería aceptar el trabajo?
El doctor Rice se dio golpecitos con el lápiz en los dientes y miró a Michael con expresión seria.
– ¿Usted quiere aceptar el trabajo?
– No lo sé. Sí y no. Por una parte me gustaría, por el dinero y el respeto. También tengo la impresión de que podría volver a ponerme en contacto con el mundo real, no sé si usted me comprende. Cuando uno se pasa un día tras otro completamente solo, sin nadie a quien explicarle las ideas que se tienen… bueno, uno tiende a volverse un poco chiflado.
– Ésos son los puntos a favor -indicó el doctor Rice-. ¿Cuáles son los puntos en contra?
Michael se dio la vuelta y se quedó mirando el cuadro de las barandillas en la cubierta, las tuberías de ventilación y los mástiles. Un barco a la espera de pasajeros. Un momento esperando para empezar.
– Tengo miedo -dijo en voz tan baja que el doctor Rice apenas pudo oírlo.
– ¿De qué tiene miedo en particular?
– De todo. De nada. Jesús… me da miedo ir a echarles un vistazo a esos muertos y que mi cerebro se venga abajo y no sea capaz de pensar, ni de hablar, ni de moverme, ni de hacer absolutamente nada nunca más.
El doctor Rice permaneció callado durante un largo rato. Al final anotó algo en el bloc y luego dijo:
– ¿Qué hay de ese hombre alto del abrigo gris? ¿Cree que podría representar ese miedo en concreto? Lo que quiero decir es, ¿cree usted que podría ser una especie de figura simbólica? ¿La encarnación de su propio trauma?
Michael lo miró de nuevo.-¿Supondría eso alguna diferencia?
– Podría ser. Al fin y al cabo, usted me ha demostrado claramente que es capaz de resistirse a él, que lucha contra él con toda la fuerza física y mental de que dispone… que no es poca. El hecho de visualizar su único miedo con el aspecto de un hombre real podría ser el paso más importante que haya dado usted hacia su curación desde que sufrió el trauma.
– Entonces, ¿cree usted que debo aceptar el trabajo?
– ¡Ah! Lo siento, Michael. En eso no puedo ayudarlo. Nadie puede tomar esa decisión más que usted.
De regreso en casa, y una vez sentado ante el tablero de dibujo, Michael esbozó una imagen de la playa, donde el hombre se encontraba de pie, y del faro blanco. Con aquel suelo salpicado de hierba, los acantilados erosionados por el océano y las dunas ondeantes, habría podido ser cualquiera de las bahías existentes desde Pigeon Cove hasta la playa de Horseneck. A lo mejor ni siquiera se encontraba en Massachusetts, aunque él estaba convencido, de una manera irracional, de que sí. Incluso podría ser que ni siquiera se tratase de una playa normal.
En otra hoja de papel trató de dibujar al hombre alto y gris del abrigo largo. Curiosamente, le resultó muy difícil hacerlo, a pesar de que recordaba con toda claridad qué impresión le había producido aquel hombre; y que era alto. Y recordaba el pelo gris y la nariz estrecha. Pero le resultaba casi imposible ensamblar todos aquellos rasgos en un rostro reconocible. Estuvo haciendo trazos con el lápiz y sombreando durante casi dos horas, y al final consiguió producir una figura que tenía un vago parecido con el hombre, aunque Michael no quedó satisfecho, ni mucho menos.
Con el ceño fruncido, se recostó en el asiento y se puso a mirar las nubes que cruzaban la playa de New Seabury. Las arenas de la misma estaban desiertas. No se veían bañistas ni paseantes; no había nadie que hiciera volar cometas. Era un paisaje esperando a que algo sucediese.
Durante todo el trayecto de regreso de Hyannis había tenido la completa certeza de lo que iba a hacer. Levantó un fajo de papeles bajo los cuales había estado oculto el teléfono, como un cangrejo excavador de madrigueras, y levantó al auricular. Tecleó el número que ni siquiera la hipnoterapia habría podido borrar nunca de su memoria: 617-9999999.
Cuando la señorita contestó: «Plymouth, los primeros y los mejores. ¿En qué puedo servirle?», Michael titubeó sólo un momento antes de decir:
Joe Garboden, por favor.
Oyó sonar la extensión de Joe, y entonces supo que no había manera de volverse atrás.