Michael acababa de terminar de hacer fotocopias de las fotografías del asesinato de Joe Garboden cuando la puerta de su oficina se abrió sin previo aviso. Metió la última de las fotografías en su correspondiente sobre y apagó la fotocopiadora. Vio con sorpresa que se trataba de Edgar Bedford, el gran anciano de Plymouth Insurance. Edgar Bedford era un hombre macizo, con cuello de toro, y lucía un pelo blanco y crespo. Tenía una cabeza grande y noble, pero el rostro se le había estropeado por unas manchas de colores blanco y carmesí, que a Michael siempre le recordaban el picadillo de carne de vaca enlatada. Demasiado sol, demasiadas quemaduras en la piel, demasiados martinis de gran tamaño.
Llevaba puesto un esmoquin y pajarita negra, y olía a loción para después del afeitado, una fragancia para jóvenes que desentonaba con su aspecto. Asomó la cabeza por la puerta y miró a un lado y a otro; luego esbozó la sonrisa de un hombre que no tiene necesidad alguna de congraciarse con nadie.
– Ah, Rearden -dijo. La voz le sonaba espesa y extrañamente borrosa, como una grabación mal hecha-. Te has quedado a trabajar hasta tarde.
– Sí, señor. He estado acabando la investigación O'Brien, señor.
– Bueno… es un asunto realmente triste, se mire por donde se mire. -Edgar Bedford se situó en el centro de la habitación y comenzó a examinar detenidamente algunas de las notas recordatorias que estaban clavadas en la pared-. Y lo que más siento de todo esto es haber perdido a Joe.
– ¿Se ha enterado usted de lo del doctor Moorpath? -le preguntó Michael intentando que su voz no pareciera provocativa.
Edgar Bedford asintió.
– Yo conocía a Raymond desde hacía veinticinco años. Solíamos jugar al golf juntos. Ha sido una verdadera lástima.
Michael se encogió de hombros y dijo:
– Últimamente estaba sometido a bastante presión, al menos eso es lo que he oído decir. (Contemplaba -con los ojos de la mente- a Raymond Moorpath dando vueltas y ardiendo en el aire, y gritando de dolor.)
Edgar Bedford se volvió hacia Michael y lo miró fijamente con ojos acuosos.
– Sí -dijo al cabo-. Eso me han dicho a mí también. Tú… er… ¿terminarás lo de O'Brien y lo dejarás sobre mi mesa en cuanto te sea posible?
– Me preguntaba si querría usted que me quedase -le preguntó Michael. Edgar Bedford lo miró con el ceño fruncido, como si no comprendiera bien a qué podía referirse Michael con aquello de «quedarse». Éste respiró profundamente y luego añadió-: Ahora que el asunto de O'Brien ya ha terminado, quizás pueda usted encomendarme otra cosa.
– Ah -exclamó Edgar Bedford-. Ése es uno de los motivos por los que quería hablar contigo.
– Bueno, estupendo… Estoy listo para encargarme de otro caso. Creo que, prácticamente, ya he logrado superar mis dificultades sicológicas.
Edgar Bedford no parecía estar escuchándole. Miró a su alrededor hasta que encontró una silla de mecanógrafa, que arrastró al centro de la habitación. Se sentó en ella, cruzó los brazos y miró a Michael con una expresión que éste no había visto nunca en la cara de nadie. Su rostro reflejaba desprecio y posesión, pero también ansiedad, como si no le tuviera el menor respeto y a la vez le preocupase que Michael pudiera perturbar el equilibrio perfectamente orquestado de la vida de los Bedford.
– Voy a decirte una cosa, Michael. Mi familia ha desempeñado un papel predominante en la sociedad de Boston durante casi cien años.
– Ya lo sé, señor.
– ¿Sabes cómo lo hicimos? ¿Sabes cómo conseguimos adquirir tanta influencia?
– No, señor; pero estoy seguro de que usted va a explicármelo.
– Adquirimos esa influencia haciendo los amigos adecuados. Así es cómo lo hicimos. Nos comportábamos bien con las personas que podían sernos útiles y éramos implacables con aquellas personas que querían hundirnos. -Michael asintió, como si comprendiera perfectamente a qué venía aquella lección. Edgar Bedford guardó silencio durante unos instantes y luego dijo-: No soy tonto, Rearden, aunque tú creas que sí. A tu manera también eres uno de nosotros, y eso te convierte en afortunado. Pero ello no quiere decir que seas invulnerable… o que puedas hacer lo que te dé la gana y meter la nariz en asuntos que no te conciernen. Así que te lo digo ahora: da carpetazo de una vez al informe O'Brien, muerte accidental, satisface a los reaseguradores y puede que reconsidere lo de conservarte en la compañía.
Michael se encontraba de pie ante Edgar Bedford, y tenía las fotografías del asesinato de Joe escondidas detrás de la espalda.
– Muy bien, señor Bedford -dijo.
Y Edgar Bedford lo miró fijamente con ojos acuosos, desvaídos, y a Michael le pareció que el suelo estaba abriéndose justo debajo de sus pies, pero se negó a mirar, se negó a caer.
Hubiera notado Edgar Bedford el momento de aprensión de Michael o no, el caso es que se levantó, apartó la silla de mecanógrafa e intentó sonreír.
– Es el hecho de hacer amistades, Rearden, lo que mueve el mundo. Estoy impaciente por leer tu informe sobre el caso O'Brien. Por cierto, el funeral de Joe es el sábado a las once de la mañana en el Crematorio Wakefield. Es raro ¿verdad?, nunca había pensado que fuera un hombre que quisiera que lo incinerasen. ¿Y tú? Bueno, supongo que nos veremos allí.
Cuando Edgar Bedford se hubo marchado, Michael se quedó de pie durante dos o tres minutos en la sala de fotocopias, iluminada por la luz del crepúsculo, y estuvo pensando en Raymond Moorpath, en cómo trepaba por el aire. «Así es cómo lo hicimos -le acababa de decir Edgar Bedford-. Haciendo los amigos adecuados.»
Llamó por teléfono a Patsy. No le contó lo de Raymond Moorpath. A ella ya estaban resultándole bastante difíciles las cosas tal como eran, con las prolongadas ausencias de Michael, el asesinato de Joe y el doctor Rice herido (todavía no le había dicho que también estaba muerto). Y, por si fuera poco, los informativos de televisión estaban cebándose en los disturbios raciales de Boston, y en cada boletín de noticias mostraban imágenes filmadas de tiroteos, emboscadas, edificios en llamas y niños aterrorizados que corrían para salvar la vida.
El alcalde había pedido la ayuda de efectivos de la Guardia Nacional y de las brigadas especiales, pero cada nueva iniciativa parecía servir sólo para avivar más el fuego de los disturbios. Décadas de ira, de rencor y discriminación se habían acumulado como los troncos de una hoguera, y cualquier intento de reprimirlas era como echar al fuego latas de gasolina.
– Te alegrará saber que Edgar Bedford me ha dicho que dé por concluido este caso -le explicó Michael-. Creo que terminaré antes del fin de semana. Entonces volveré a casa.
– Jason te echa de menos -le dijo Patsy-. Y yo también. Ya sé lo que dije del dinero… pero ahora ya no me parece que tenga tanta importancia.
Michael no sabía qué decir. Pensó en Megan arrastrándose hacia el suelo desde la silla de ruedas. Se acordó de sí mismo limpiándole la cara. Se habría echado a llorar de lo avergonzado que se sentía.
– Es posible que Plymouth me dé más trabajo después. No lo sé. Ya veré.
– Quizás ahora podrías terminar aquel juego de mesa en el que estabas trabajando.
Michael tragó saliva. Los ojos se le habían inundado de lágrimas.
– Sí, claro. Podría hacer eso.
A las tres de la mañana sonó el teléfono. Se sentó en la cama sudando, muy asustado. Había vuelto a soñar. Otra vez el mismo sueño, en el que el presidente se acercaba a él, sonriendo, y le tendía la mano. Y oía su propia voz, sonando muy despacio: «Noooo, señor presidenteeeee, noooo se acerrrrque aaaa míííí…»
El teléfono siguió sonando y Michael tardó un poco en caer en la cuenta de dónde se encontraba, en buscar el teléfono y en contestar.
– ¿Michael? -preguntó una ronca y nasal voz irlandesa de Boston-. Soy el Jirafa.
– ¿Jirafa? ¿Sabes qué hora es?
– Las tres y tres. ¿Puedes acercarte a mi apartamento… digamos que ahora mismo?
– ¿Quieres decir ahora?
– Cuanto antes mejor. Es importante, Mikey. Esto es lo que todos nosotros habíamos estado buscando.
No tenía demasiadas esperanzas de encontrar un taxi a aquellas horas de la noche, de modo que decidió coger el coche para ir al apartamento de Thomas Boyle; al llegar aparcó en la acera de enfrente. El viento de la noche era templado y todavía quedaban algunos noctámbulos que deambulaban por las aceras. Había un hombre parado junto al buzón de la esquina, con la cara oculta por el ala de un sombrero. Tenía los brazos caídos a los costados y no se movía. Michael vaciló un momento, e incluso pensó en acercársele, pero luego decidió que probablemente sería más seguro que no lo hiciera. Al fin y al cabo, ¿qué iba a decirle? «Se parece usted a uno de los hombres de cara blanca, esos que, según cree mi amigo, son los responsables de los asesinatos de personas famosas desde hace mucho tiempo. ¿Qué está haciendo usted aquí?»
Llamó suavemente con la mano a la puerta de Thomas para que el timbre no despertara a Megan si estaba dormida; pero fue ella quien le abrió.
– Hola, Michael, ¿cómo estás?
Él le tendió la mano y Megan se la estrechó. Era como un reconocimiento de que lo que habían hecho juntos había estado inducido por el «señor Hillary», y que no era fruto de la pasión y de la lujuria que sintieran el uno por el otro. Pero era importante para ambos quedar como amigos.
Thomas y Victor se encontraban sentados a la mesa del comedor; estaban tomando café y hablaban con un enorme y guapo hombre negro que iba ataviado con una chilaba verde. Se levantó cuando entró Michael y le tendió la mano.
– Mikey, éste es Matthew Monyatta, del Grupo de Concienciación Negra Olduvai.
– Encantado -dijo Michael-. Me parece que lo he visto por televisión.
Matthew sonrió.
– Espero que así sea. De vez en cuando necesitan a un revolucionario negro que proporcione a los programas cierto equilibrio político.
– ¿Quieres un poco de café? -le preguntó Thomas-. Matthew tiene algo muy importante que contarnos.
– Es un poco temprano para mí -le dijo Michael-. Y, por cierto, creo que me siguen y me vigilan. Hay un tipo merodeando por ahí enfrente… no estoy seguro, pero se parece al individuo que también vigilaba mi apartamento.
– Oh, sí -dijo Matthew-, claro que están vigilándolo. Todo aquel que suponga una amenaza para los hombres blancos blancos está vigilado las veinticuatro horas del día.
– ¿Los hombres blancos blancos? -le preguntó Michael con extrañeza.
– Así es como los llama la gente en África y en Oriente Medio. Es por sus caras. Una vez vistas, nunca se olvidan. Blancas, con los ojos siempre cubiertos con gafas oscuras.
– ¿Qué fue lo que dijiste tú la otra noche? -le preguntó Michael a Víctor-. ¿Algo de unos chicos blancos como azucenas?
– Los chicos blancos como azucenas son los mismos -asintió-. Es lo que podríamos llamar una ironía. Tienen la cara y la piel blancas, pero poseen un alma tan negra como la noche.
– ¿Usted sabe quiénes son? -le preguntó Michael a Matthew. Apenas podía creer lo que estaba oyendo.
Matthew asintió.
– Claro que sí. Por eso llamé por teléfono al teniente Boyle, aquí presente, en cuanto acabé de ver su conferencia de prensa por televisión.
– Cuéntele a Michael lo que me ha contado a mí -le pidió Thomas-. Cuéntele lo de los huesos.
Matthew se metió la mano por el cuello de la chilaba y sacó una bolsa de piel suave de color gris. Aflojó el cordón que la mantenía cerrada y extendió una docena de huesillos blancos sobre la mesa.
– Éstos son los huesos. Los hechiceros los usaban en Kenia para predecir el futuro y adivinar los secretos del pasado. Hace tres semanas eché los huesos, y éstos me avisaron de que los hombres blancos blancos estaban inquietos.
– ¿Cómo es posible que los huesos hicieran eso? -le preguntó Michael esforzándose por no parecer demasiado escéptico. Pero sólo eran las cuatro de la mañana, y él se esperaba algo más creíble que unos simples huesos.
Matthew pasó la palma de la mano por los huesos y éstos rodaron y cambiaron de disposición.
– Ya sé lo que está pasándole a usted por la cabeza, Michael. Cree que los huesos son una cosa primitiva, una superstición del hombre negro. ¿Quién puede adivinar el futuro a partir de un gallo muerto? ¿Quién puede adivinar el pasado sólo por unos huesos? Pero a mí me enseñó a usarlos un hechicero que vivía cerca de Olduvai, y a este hechicero le había enseñado a utilizarlos el hechicero que le había precedido, y así sucesivamente, remontándonos hacia el pasado durante más de mil años, la misma sabiduría, la misma habilidad sicocinética, incluso antes de que existiera un nombre para designarla.
»Los huesos son lo mismo que las varas que se utilizan para detectar agua subterránea; pero no es agua lo que detectan, sino el espíritu de una persona; y cuando el espíritu de una persona está turbado, o inquieto, los huesos se remueven y saltan, se cambian de lugar por sí mismos. Los hombres blancos blancos tienen espíritus muy poderosos, espíritus que afectan por entero a la sociedad humana, así que cuando los hombres blancos blancos están inquietos… bueno, los huesos avisan en seguida.
– ¿Y eso es lo que ocurrió hace tres semanas? -le preguntó Thomas tomando notas en un bloc de espiral.
– Eso es lo que empezó hace tres semanas -repuso Matthew-, y los huesos se han mostrado cada vez más saltarines desde entonces. Yo sabía que algo malo se avecinaba, sabía que alguien importante iba a morir. Pero los huesos no me daban ninguna pista para saber de quién podría tratarse, estaban muy confusos; así que cuando el helicóptero del señor O'Brien se cayó de ese modo y todos los ocupantes resultaron muertos, no pude hacer nada más que llorar por ellos. No podía asegurar que los hombres blancos blancos fueran los responsables, aunque tenía mis sospechas, porque los huesos estaban literalmente brincando aquel día, bailando sobre la mesa como pequeños hombrecillos muertos. Y luego, por supuesto, los vi.
– ¿Los vio? -le preguntó Thomas-. ¿Vio a los hombres blancos blancos?
Matthew titubeó y bajó la cabeza. Cuando habló de nuevo tenía la voz mucho más apagada.
– Los vi en casa de Patrice Latomba.
El lápiz de Thomas se detuvo sobre el bloc.
– ¿Y eso fue antes de que Verna Latomba fuera asesinada o después?
– Los vi allí, los vi cuando tenían a Verna. La tenían atada, y estaban haciéndole daño. Le dejaban caer cera derretida en la espalda, y la cortaban con cuchillos.
Thomas lo miró fijamente.
– ¿Los vio cuando tenían a Verna, los vio haciéndole esas cosas y no llamó a la policía? Matthew… ¡usted habría podido salvarle la vida!
Matthew le sostuvo la mirada con expresión desafiante.
– Los hombres blancos blancos me dijeron que no me metiera donde no me llamaban. ¿Cree que no resulta doloroso tener que marcharse de aquel modo de allí? ¿Cree que no me dio vergüenza? ¿Vergüenza de mí mismo, de mi raza, de mi cobardía?
– Pero, por Dios, Matthew…
Matthew golpeó la mesa con el puño.
– ¡Ustedes no saben con quiénes están viéndoselas! ¡Esta gente no son mañosos, ni gángsters carcelarios, ni hermandades chinas! ¡Éstos son los hombres blancos blancos!
Michael apartó la mirada. Se sentía violento ante aquel arrebato de Matthew, pero también se avergonzaba de sus propios pensamientos. ¿Los hombres blancos blancos? Por amor de Dios. ¿Para esto lo había sacado Thomas de la cama? ¿Para escuchar toda aquella chachara supersticiosa? Sin embargo, Matthew parecía un hombre muy orgulloso, un hombre de gran fortaleza y carácter.
En un tono muy suave, Thomas dijo:
– Vamos, Matthew, cuéntenos qué es lo que hace a los hombres blancos blancos muchísimo peores que la Mafia.
Matthew respiró profundamente.
– En realidad no lo comprenden, ¿verdad? La Mafia tiene honor, la Mafia tiene religión, la Mafia tiene códigos de conducta. Puede que sean asesinos, puede que se dediquen a las drogas, a la prostitución y al juego, pero tienen orgullo y lealtad a la familia, por muy pervertidos que sean ese orgullo o esa lealtad. Los hombres blancos blancos no tienen nada de eso. Los hombres blancos blancos son culpables de todos los pecados que se puedan imaginar, de todos los excesos, de todas las crueldades. Y por eso son… los seres más crueles de este mundo de Dios, son la verdadera personificación del mal.
– ¿Y vio usted a Verna Latomba en manos de esos hombres y no hizo nada por salvarla?
– No, no hice nada.
– ¿Y se siente orgulloso de eso?
– No, no me siento orgulloso en absoluto. Pero no había nada que yo pudiera hacer para ayudarla; ni que cualquier otra persona hubiera podido hacer. Y si los hubiese contrariado, créanme, también habrían venido a por mí. Intenté engañarme a mí mismo diciéndome que no era más que un asuntillo de drogas entre Patrice Latomba, Luther Johnson y los hombres blancos blancos. Supongo que ustedes ni siquiera están al corriente de esto, pero los hombres blancos blancos están metidos en asuntos de drogas hasta el cuello; y no por las ganancias, fíjense bien, sino por el daño social que producen. Por eso les gusta vendérsela a los estudiantes del Instituto Tecnológico de Massachusetts y a los miembros de la Ivy League… en eso precisamente consiste la Ivy Connection que se tienen montada. ¿Qué importancia creen que puede tener venderle crack a un chiquillo de la avenida Blue Hill? Él no tiene la menor influencia social, no es más que un triste número en una estadística. Pero si se le vende crack a un estudiante de los cursos superiores de la especialidad de Física, a un futuro abogado, o a un prometedor joven político… entonces sí que se puede causar daño. Y así empiezan a destruir cientos de vidas, miles, por el precio de una.
– ¿Qué le ha hecho llamar al teniente Boyle esta noche? -le preguntó Victor.
– El sentimiento de culpa, supongo, y los hechos que expuso en esa conferencia de prensa, que me convencieron por completo de que habían sido los hombres blancos blancos los que mataron a John O'Brien y a Elaine Parker, y a ese amigo de ustedes, el que trabajaba en la compañía de seguros. Dijo que todos tenían marcas idénticas, con agujeros profundos de pinchazos en la espalda. Se me heló la sangre en las venas, porque nadie hace eso más que los hombres blancos blancos; igual que el conde Drácula deja los famosos agujeros de colmillos en el cuello de las mujeres.
– ¿De dónde son esos hombres blancos blancos? -quiso saber Michael-. Es decir, ¿quiénes son, exactamente? ¿Son extraterrestres o qué?
Matthew soltó una amarga carcajada, como un bramido, y dio un golpe en la mesa del comedor con el puño.
– ¡Podría decirse así! ¡Podría decirse así! ¡Extraterrestres, me gusta eso!
– Vamos, Matthew -le indicó Thomas-. Esto no es una broma.
– Oh, sí que lo es -repuso Matthew-. Es una broma que están gastándoles a ustedes. Si pensaban ustedes que su civilización occidental blanca se había librado de todas las obligaciones contraídas en tiempos pasados, eso quiere decir que están gastándoles una broma. ¿Cuántos americanos judíos vuelven a Israel a meditar y a rezar? ¿Cuántos americanos negros vuelven a Nigeria o a Sierra Leona para meditar sobre sus raíces? ¿Cuantos irlandeses vuelven a Irlanda, y alemanes a Alemania, y napolitanos a Napóles? Todos, cada uno de nosotros, estamos implicados de manera intrincada en aquello que somos, y en lo que fueron nuestros antepasados, y eso es lo bueno de la humanidad, y de la raza, y todos deberíamos estar orgullosos de ello, y no avergonzados.
– Pero, ¿qué pasa con los hombres blancos blancos? -insistió Thomas.
Matthew tomó un sorbo de café y luego otro de agua. Se inclinó hacia adelante sobre la mesa y adoptó una expresión seria. A Michael le pareció que aquella cara era casi como un paisaje: ancha y con cicatrices de viruela, con sabanas por mejillas, altas sierras por pómulos y cavernas por orificios nasales, y por encima de todo ello, una meseta que le formaba la frente.
– La existencia de los hombres blancos blancos se remonta a los tiempos del Levítico, que es el tercer libro de Moisés, y que fue escrito hace mil seiscientos años. El libro del Levítico nos muestra el modo en que los hombres podrían deshacerse de sus pecados y de las consecuencias de éstos. ¿Y saben ustedes cómo? El Señor le ordenó a su sumo sacerdote Aarón que «seleccionase una cabra para Azazel» en el día de la expiación de los judíos. «Aarón pondrá ambas manos sobre la cabeza de la cabra viva, y confesará sobre ella todas las iniquidades de los hijos de Israel, y todas las transgresiones concernientes a sus pecados; y pondrá los pecados sobre la cabeza de la cabra y luego ordenará que ésta sea llevada hasta el interior de la maleza de la mano de un hombre que esté preparado para ello.» Y cuando en aquellos tiempos se hablaba de pecados, se referían a toda clase de pecados… desde tocar a una mujer que estuviera menstruando o destapar la desnudez de la mujer del prójimo, hasta yacer con un hombre como se yace con una hembra, lo cual es una abominación, y será mejor que lo crean así.
»En otras palabras, Aarón tenía que escoger un chivo expiatorio e investirlo con los pecados de todos los hombres y mujeres, y luego arrastrarlo al desierto y arrojarlo por un precipicio, y desde aquel momento en adelante todo el mundo sería puro, todo el mundo sería blanco como las azucenas. Es decir, todos los pecados se iban precipicio abajo junto con la cabra, ¿no?
– Chivo expiatorio -repitió Michael; y no conseguía recordar por qué aquellas palabras le sonaban tan familiares-. Chivo expiatorio.
– El Levítico -continuó diciendo Matthew- proporciona muchos detalles sobre qué clase de cabra había que usar, y qué partes podían comerse y qué partes debían quemarse. Pero lo que el Levítico no dice es que Aarón no utilizó una cabra auténtica. Si miramos los testamentos egipcios, si leemos las historias sumerias, vemos que Aarón empleó un hombre, no una cabra. Aarón empleó un hombre que se suponía que era Azazel, el ángel caído, que por aquellos tiempos caminaba por la tierra del mismo modo que ustedes y yo podemos caminar por la tierra hoy, sólo que, naturalmente, Azazel era verdaderamente aterrador.
– Perdone. ¿Ha dicho un ángel? -le preguntó Victor.
Matthew se encogió de hombros.
– Así es como los llamaban entonces los hombres, aunque lo que fueran en realidad nadie lo sabe. Tenían forma humana y hablaban lenguas humanas, aunque a veces podían cambiar de forma y hablar lenguas extrañas que nadie había oído nunca. No obstante, se les podía reconocer con bastante facilidad, porque tenían unas tremendas auras personales y además solían presentar alguna diferencia significativa que los caracterizaba, como por ejemplo un pezón de más en el pecho o el cabello de algún color extraño. A Azazel lo llamaban Cabra porque tenía los ojos muy rasgados y, realmente, parecía una cabra.
Victor movió la cabeza con escepticismo, pero Thomas levantó la vista y dijo:
– Continúe.
– Bueno -dijo Matthew-, pues la gente escogió a Azazel para que expiase todos los pecados, porque era diferente y porque le tenían miedo. Aarón puso las manos sobre la cabeza de Azazel, luego un hombre se lo llevó a rastras hasta el interior del desierto atado al extremo de una cuerda y lo arrojó por un precipicio. Todo el mundo bailó, cantó y gritó en hebreo algo así como: «Estupendo, es el final, todos nuestros pecados han sido expiados.» Pero resultó que no era así, porque Azazel sobrevivió. Estaba herido, maltrecho, pero todavía con vida. Y Azazel se pasó veinte años vagando por el desierto como un nómada, como un vagabundo, y durante todo ese tiempo tuvo los pecados combinados de todas aquellas personas, de toda la tribu de Israel, encerrados dentro de él. Sin haber cometido ninguna falta propia, Azazel era la encarnación de la maldad. Mataba ovejas y camellos, violaba a mujeres, a niñas pequeñas, perros, a muchachos; pero no se le puede culpar por ello. Hay que culpar a Dios, hay que culpar a Aarón, porque Azazel había hecho que la tribu de Israel quedara absuelta de toda culpa, fuera lo que fuese. Azazel había asumido todos sus vicios, todas sus perversiones, todas sus culpas.
»Además era inmortal, o por lo menos tenía una vida larga sobrenatural. Pueden ustedes hacer gestos de extrañeza al oír esto, amigos míos, pero la cuestión es, sencilla y llanamente, que los ángeles existen. No los ángeles de los libros de cuentos, con alas, halos y arpas, pero sí hombres que estuvieron presentes en los tiempos mágicos, cuando el Señor Dios, fuera quien fuese, campeaba a sus anchas, y los milagros y la magia se llevaban a cabo abiertamente todavía.
«Incluso se supone que podían volar… aunque la expresión que siempre se encuentra en las antiguas escrituras es «caminar por los aires». Por Dios, yo no quiero hacerles creer a ustedes que lo sé todo, pero sí sé que Azazel era auténtico. Se le menciona una y otra vez en diversos textos procedentes de toda clase de tribus y culturas diferentes.
«Según estas historias, se embarcó en un barco griego hacia el país que ahora llamamos Marruecos y empezó a vivir en un castillo aislado que daba el estrecho de Gibraltar. Desde allí hizo correr la voz de que quería reunir a su alrededor a todas aquellas personas mágicas, marginadas, proscritas, extrañas y perversas procedentes de todo el mundo conocido.
»En aquellos tiempos, las comunicaciones eran muy lentas pero efectivas. Lo que se susurraba al oído en un bazar de El Cairo en septiembre se lo susurraban al oído al emperador de China en el mes de mayo siguiente. Los hombres blancos blancos fueron llegando desde toda Europa, desde África y de algunas partes de Asia Menor. Algunos llegaron por mar, otros en caravanas de comerciantes, otros caminaron cientos de quilómetros.
– Pero, ¿quiénes eran? -le preguntó Víctor-. ¿De dónde procedían?
– No lo sé -respondió Matthew-. Y no creo que lleguemos a saberlo nunca con certeza. El Libro de Enoch sugiere que eran ángeles diseminados por el Diluvio que habían estado ocultándose desde entonces… se les perseguía porque eran diferentes. Se les acosaba porque eran mágicos.
»Puede que sea cierto, puede que sólo sea un mito. Fueran lo que fuesen, se trataba de seres condenadamente raros, eso seguro. Para empezar, no dormían nunca. ¿Pueden imaginarse eso? ¡Nunca dormían! Permanecían despiertos año tras año y por eso los ojos acabaron por inyectárseles totalmente en sangre. En El Libro de Enoch se les llama los Vigilantes, porque siempre están vigilando, nunca duermen, nunca se cansan… o quizás estén eternamente cansados, ¡vayan ustedes a saber!
»En dialecto africano, en Nigeria, Sierra Leona y Senegal, y también en Haití y en la Martinica, los llaman los hombres blancos blancos. Ojos como rubíes, piel como la nieve. En Europa se les ha olvidado en gran medida desde hace ya mucho tiempo, pero todavía se recuerdan: «Dos, dos, los niños blancos como azucenas, vestidos todos de verde, oh, oh.»
Thomas, completamente en serio, intervino:
– ¿Lo que está intentando decirnos, Matthew, es que estos hombres blancos blancos tienen siglos de edad? ¿Que nunca duermen? ¿Que nunca mueren?
– ¡Hombre, usted sabe que no duermen nunca! -repuso Matthew y, al hacerlo, se le movió la papada-. ¡Nunca mueren! ¡Sólo mueren cuando Azazel dice que mueran!
– Continúe -le dijo Michael. No tenía ganas de meterse en una discusión violenta, en especial cuando tenía muy poca idea de aquello de lo que estaban hablando.
– Los hombres blancos blancos hicieron todo lo que pudieron para servir a Azazel. Pero no era fácil, porque Azazel no tomaba ningún alimento, ya que era un ángel. De todos modos, estaba aquí, en la Tierra, en la tercera roca a partir del Sol, y ciertamente necesitaba alguna clase de alimento.
»E1 sustento que necesitaba era adrenalina humana. Al fin y al cabo, andaba por ahí llevando en su interior todas aquellas maldades humanas, todos aquellos crímenes humanos, que ardían siempre dentro de él y lo consumían. Y necesitaba alguna energía humana que lo mantuviera vivo.
«Bueno… siempre ha existido la errónea creencia de que los hombres blancos blancos beben sangre. Ello se debe principalmente a que tienen los ojos rojos y todo eso. Los hombres blancos blancos hicieron surgir los mitos del vampirismo y la historia de Drácula. Pero, en realidad, los vampiros no han existido nunca. ¿Saben lo que dice Dios en el Levttico? «Me volveré contra aquella persona que coma sangre, y la apartaré de entre su gente. Nadie de entre vosotros debe comer sangre. Porque la sangre es la vida de toda la carne.»
»Hasta el más oscuro de los demonios obedece esa ley. Pero necesitan adrenalina para sobrevivir; la necesitan desesperadamente. Y por eso secuestran y torturan a las muchachas jóvenes: para asustarlas, para provocarles sufrimiento y conseguir así que produzcan enormes cantidades de adrenalina extra. Los hombres blancos blancos siempre llevan consigo esas finos tubos de metal, para poder introducirlos en la espalda de alguien, llegar con ellos hasta los ríñones y chuparle la adrenalina antes de que el sujeto se dé cuenta.
– Entonces, Matthew… ¿cómo sabe usted todo esto? -le preguntó Victor.
Matthew se dio la vuelta lentamente hacia él y le sostuvo la mirada con seguridad y firmeza.
– Lo sé porque yo procedo de Olduvai, y porque he estudiado religión y antropología durante treinta años, y he separado lo que es real de lo que es simple fantasía. Lo sé porque yo creí cuando los tradicionalistas y los escépticos no quisieron creer; y porque tengo algo de magia dentro de mí. ¿Quieren que eche
los huesos y veamos lo que les espera a ustedes en sus vidas?
Victor le dedicó una sonrisa angulosa.
– Déjelo, Matthew… prefiero no hacerlo.
– Hábleme más de ese personaje que fue el chivo expiatorio -le dijo Thomas.
Matthew acabó de tomarse el café y se limpió la boca.
– Bueno… siempre, desde que Aarón arrojó a Azazel por el precipicio y éste sobrevivió, Azazel se ha jurado a sí mismo que nos devolvería todos nuestros pecados… los mismos pecados que Aarón colocó sobre él el día de la expiación. Para ello mantendría al mundo en un perpetuo estado de contiendas, eliminando a todo aquel que pareciera capaz de traer paz y buen entendimiento. Sus hombres blancos blancos procrearían con mujeres humanas, para que los linajes de sangre del mundo estuvieran constantemente contaminados. Como se dice en la Biblia: «Él y sus seguidores vieron que los hijos de los hombres se habían multiplicado y que de ellos nacían hijas hermosas y bellas. Entonces ellos empezaron a mezclarse con las mujeres y a deshonrarse a sí mismos con ellas.»
»Los hombres blancos blancos enseñaron a sus esposas toda clase de sortilegios y hechizos, así como la ciencia de cortar raíces y de la botánica; y Azazel les enseñó a sus hijos el arte de la guerra, y a fabricar espadas y escudos. También enseñó a las mujeres a usar cosméticos, «el arte del engaño mediante el adorno de sus cuerpos», y les reveló los secretos de la brujería.
«Azazel ha estado provocando el caos, las guerras y los disturbios sociales durante siglos, enfrentando hermano contra hermano, raza contra raza. ¿A qué creen que se deben todos esos disturbios de la calle Seaver? A los hombres blancos blancos, que están haciendo añicos nuestra comunidad. ¿A qué creen que se debió el asesinato de John O'Brien? Cada vez que algún ser humano ha sido favorecido por Dios y muestra señales de intentar aliviar algún problema importante en la condición del mundo, Azazel hace que lo maten. No que lo maten hombres blancos blancos, eso no ocurre a menudo… sino algún hombre de paja, como Sirhan Sirhan, que mató a Bobby Kennedy; o James Earl Ray, que le disparó a Martin Luther King.
»Azazel es la Gran Cabra, Azazel es todos los pecados de Israel elevados a la enésima potencia, porque va a devolvernos con intereses aquel día de la expiación.
Thomas se recostó en el respaldo de la silla y se golpeó los dientes con el bolígrafo en actitud pensativa.
– Se dará usted cuenta de lo absurdo que suena todo eso.
– Claro que suena absurdo -dijo Matthew-. Pero eso es porque los hombres blancos blancos se han mantenido bien ocultos durante mucho tiempo. Yo tengo que llamarlos ángeles, porque así es como los llamaba la gente en tiempos del Levítico, y no sé qué otra cosa podrían ser. Antes se pensaba que los esquizofrénicos estaban poseídos por Satanás, y el hecho de que hayamos aprendido que no es así no impide que sigan estando locos. A lo mejor, estos hombres blancos blancos no están más que «capacitados de manera diferente…» puede que padezcan algún desajuste genético que les impide dormir y les produce una extraordinaria sed de adrenalina. Hasta que tengamos oportunidad de estudiarlos, nunca lo sabremos con certeza.
– ¿Usted cree realmente que Azazel sigue vivo? ¿El mismo Azazel que Aarón condujo al desierto?
– No lo sé. ¿A usted qué le parece? ¿Es posible para un ser terrenal de cualquier clase vivir 1600 años? No creo que eso tenga importancia. Aunque el propio Azazel no esté vivo, su nombre, su obra y sus rituales sí lo están. Siempre que los hombres blancos blancos asesinan a alguien, se llevan una parte vital del cuerpo de esa persona para que la resurrección les resulte imposible.
Victor intervino para decir:
– No sabía que la resurrección fuera posible.
Matthew se volvió hacia él y no hizo ningún esfuerzo por ocultar el desdén que se le reflejaba en la voz.
– Es evidente, amigo mío, que usted no ha estado nunca en Haití, ni ha estudiado la religión vudú, porque la resurrección no sólo es posible, sino que además es bastante corriente… y no sólo en el Caribe. Hay hombres muertos que caminan por Boston, amigo mío. Hay hombres muertos que caminan por Manhattan. Si empieza usted a buscarlos, los verá.
– ¿De manera que hicieron eso con todas las víctimas de los asesinatos? -le interrumpió Thomas intentando retomar el hilo de la conversación.
– Eso es. Con todas y cada una de ellas. Se llevaron el corazón de Abraham Lincoln, el cerebro de John F. Kennedy, los ojos de Martin Luther King y los pulmones de Anwar El-Sadat. Si no pueden llevarse nada en la misma escena del crimen, tienen a montones de médicos y de empresarios de pompas fúnebres a su servicio.
Michael tuvo una vivida imagen mental del doctor Moorpath mientras intentaba trepar precariamente por el aire. Quizás Matthew Monyatta estuviera exagerando. Puede que estuviera mezclando hechos reales con supercherías. Pero había tenido oportunidad de ver el poder de los hombres blancos blancos con sus propios ojos, los llamados muchachos blancos como las azucenas, y sabía que aquello era espantosamente real.
Un poder que procedía de los tiempos del Antiguo Testamento. Un poder que llevaba implícitos toda la magia y todo el misterio de la propia Biblia.
– ¿Qué parte se llevaron de John O'Brien? -le preguntó Matthew-. En las noticias no se hizo mención de que sufriera ningún tipo de mutilación.
– ¿Cómo sabe usted que estaba mutilado?
– Porque fueron los hombres blancos blancos los que lo eliminaron y, como digo, los hombres blancos blancos siempre se llevan algo de la víctima.
Thomas permaneció en silencio durante un rato, aún recostado en la silla, aún pensativo.
– Muy bien -dijo finalmente-. Se llevaron la cabeza. Lo decapitaron con unas cizallas, la misma herramienta que utilizan los bomberos para sacar a la gente de entre los restos de los accidentes automovilísticos. Había sangre por todas partes, pero la cabeza no estaba. Lo único que pudimos hacer fue suponer que el asesino se la había llevado como trofeo.
– Bueno, eso es cierto hasta cierto punto -asintió Matthew-. Se la llevaron en parte como trofeo, en parte como precaución.
– Permítame que le pregunte una cosa -dijo Víctor-. ¿Se sabe de algún hombre blanco blanco que haya muerto alguna vez?
Matthew hizo un gesto negativo con la cabeza.
– Mantienen sus secretos muy bien guardados: cómo viven, cómo sobreviven. Tienen muchísimos amigos en las altas esferas, amigos que son generosamente recompensados por proporcionarles ayuda. También cuentan con muchísimos enemigos en esas mismas esferas, pero casi todos sus enemigos se encuentran demasiado asustados como para meterse con ellos. Es mejor mirar hacia otra parte, si saben a qué me refiero.
»Sin embargo, existe una historia que habla de un mercader de Marruecos que fue a visitar a los hombres blancos blancos porque le habían raptado a su hija favorita para ultrajarla. Le suplicó al hombre blanco blanco que la había secuestrado que se la devolviera, pero éste se negó.
«Pero es una norma de cortesía árabe que al que viene de visita a la casa de uno no puede pedírsele que se marche. Así que el mercader se quedó todo el día y toda la noche en la casa del hombre blanco blanco suplicándole que no mancillase la pureza de su hija, y naturalmente, el hombre blanco blanco no tuvo más remedio que quedarse sentado escuchándolo. El mercader se quedó allí otro día y otra noche, apenas conseguía mantenerse despierto, pero claro, el hombre blanco blanco nunca dormía. El mercader tenía claro que pronto tendría que dormirse, y entonces el hombre blanco blanco tendría la oportunidad de dejarlo solo y de tomar a su hija. Así que empezó a entonar una canción que su abuela solía cantarle cuando era niño para que se durmiera, y se puso a mover un medallón delante de los ojos del hombre blanco blanco, adelante y atrás.
»El hombre blanco blanco se quedó dormido y entonces empezó a acusar su verdadera edad, y comenzó a secarse, a encogerse, hasta que no fue más que…
– Una cosa pequeña, enroscada y peluda parecida a una gamuza -le interrumpió Thomas.
Matthew lo miró fijamente.
– ¿Cómo sabe usted eso?
– Porque la he visto en una fotografía. Estaba colgada en el recibidor de la casa donde encontramos a Elaine Parker. En la fotografía se veía a varias personas con aspecto Victoriano de pie en torno a una mesa, y encima de ésta había una de esas cosas.
– Entonces, ¿empieza usted a creerme? -le preguntó Matthew.
– Me parece que necesitamos más café -observó Víctor.
Thomas garabateó algunas notas más. Luego le dijo a Matthew:
– Hay algo que subyace en todas estas cosas míticas. No estoy seguro de creer que los hombres blancos blancos sean los responsables de todos los asesinatos importantes que se hayan cometido en la historia, pero creo que lo que usted ha estado contándonos encaja con los hechos en la medida suficiente como para que merezca la pena seguir investigando.
– Y lo que hizo aquel mercader fue hipnosis -observó Michael-. Y las únicas ocasiones en que yo he visto a ése personaje llamado «señor Hillary» ha sido cuando estaba hipnotizado.
– ¿Qué nombre ha dicho? -le preguntó Matthew. Se le notaba una auténtica ansiedad en la voz.
– «Señor Hillary» -repitió Michael-. Han estado sometiéndome a hipnosis, y en las dos últimas ocasiones en que me han hipnotizado he visto a ese hombre alto, de cabello blanco, llamado «señor Hillary».
Matthew se llevó una mano a la frente, un gesto para ahuyentar el mal.
– San Hilario fue el único papa del que se dice que se avino con los hombres blancos blancos. Eso fue en el siglo quinto. Hay historias que cuentan que se le vio con Azazel. Se decía que procedía de Cerdeña, pero algunos creen que era originario de Marruecos.
– ¿Coincidencia? -preguntó Thomas.
– No lo creo -dijo Michael-. Ha habido demasiadas puñeteras coincidencias en este caso, y todas ellas apuntan hacia un mismo individuo. El «señor Hillary», de Goats's Cape, Nahant.
– Muy bien -dijo Thomas mientras estiraba los brazos para desperezarse-. Me parece que a mí también me vendría bastante bien un poco más de café.
– ¿Qué vas a hacer? -le preguntó Michael.
– Voy a pensar largo y tendido sobre todo esto -le respondió Thomas.
– ¿Nada más? ¿Y el «señor Hillary»?
– ¿Qué pasa con él? Tiene un nombre que suena igual que el de un papa del siglo quinto. Ha hecho acto de presencia en tres trances hipnóticos. También aparecía su nombre en uno de los cuadernos de tu siquiatra. Y un hombre ciego te mencionó ese nombre en la calle. No creo que tengamos motivos suficientes para detenerlo, ¿no crees?
– Podrías vigilar su casa -sugirió Michael.
Thomas negó con la cabeza.
– Tampoco podría justificar eso, ni legal ni financieramente.
– Entonces lo vigilaré yo.
– Tú te mantendrás alejado de su casa. Sigue hurgando, sigue metiendo la nariz, y cuando encuentres algo, comunícamelo.
– ¿Va a ir tras los hombres blancos blancos, teniente? -quiso saber Matthew.
– Si existen… y si han hecho lo que usted dice que han hecho, entonces iré tras ellos.
Matthew levantó su voluminosa humanidad de la silla y se alisó la chilaba.
– En ese caso, ahí va un mensaje para los prudentes. Nunca le abran la puerta de su casa a los hombres blancos blancos, no hablen con ellos bajo ningún concepto y no los miren a los ojos jamás. Y si se encuentran con uno de ellos de noche, asegúrense de llevar con ustedes una linterna o una vela, y no les den nunca la espalda.
Thomas lo acompañó hasta la puerta.
– Quiero darle las gracias por todas las molestias que se ha tomado.
– Usted todavía no sabe lo que es una molestia, teniente.
– Pues… por lo que dice usted, me parece que voy a averiguarlo pronto.
– Que los buenos espíritus lo libren de todo mal, se lo deseo de verdad.
Michael se fue del apartamento de Thomas pasadas las ocho, después de que Megan les diera de desayunar a todos y hablar de las implicaciones de la historia que Matthew Monyatta acababa de contarles. Los tres se mostraron de acuerdo en que las fotografías del asesinato de Joe constituían una prueba prima facie de que había alguna clase de conspiración tras la mayoría de los asesinatos de políticos importantes sucedidos en los últimos ciento veinte años. Pero no estaban seguros de si aquellos hombres de cara pálida que aparecían en las fotografías eran los mismos hombres, si eran los llamados hombres blancos blancos de los que hablaba Monyatta, o si realmente eran los insomnes descendientes de los ángeles del Antiguo Testamento.
– Tened en cuenta que Matthew es un revolucionario -intervino Thomas-. Podría estar utilizándonos para sus fines políticos particulares, o, sencillamente, podría estar intentando hacernos quedar como idiotas supersticiosos.
– A mí no me ha dado esa impresión -dijo Michael-. A mí me ha parecido que estaba realmente atemorizado.
Megan entró en la habitación en la silla de ruedas; traía tostadas recién hechas. Puso una mano sobre la de Michael y éste pudo notar físicamente el calor del aura de la mujer.
– ¿Ya no quieres más? -le preguntó.
Él miró a Thomas y éste sonrió; y Michael se sintió verdaderamente mal.
Cuando estuvo de regreso en su apartamento, se quitó con cansancio el jersey y lo tiró sobre el sofá. Luego se sentó para quitarse los zapatos. La luz roja del contestador automático del teléfono estaba parpadeando, así que apretó el botón para oír los mensajes. Se oyó un chasquido y un prolongado siseo, y luego sonó débilmente una música, una música extraña y discordante, como si alguien intentara expresar una migraña con el violín.
Luego, a todo volumen, tan alto que parecía que estuviera a su lado, se oyó una voz áspera y jadeante.
«Has ido demasiado lejos y estás acabando con nuestra paciencia, Michael. Hemos intentado darte ánimos y ser tolerantes. Habrías podido disfrutar de una vida tranquila y próspera sólo con que hubieras accedido a mirar hacia otra parte. Mirar hacia otra parte no es pecado, Michael. Tenemos que protegernos, compréndelo. Todo orden social tiene derecho a protegerse a sí mismo. Por eso hemos cogido prestados a tu esposa y a tu hijo, Michael… por ningún otro motivo, sólo para protegemos a nosotros mismos. Lo único que tienes que hacer, Michael, es mirar hacia otra parte, y nunca, nunca, dirigir la vista hacia nosotros.»
Y eso fue todo. La estridente música continuó sonando un poco más y luego se extinguió, y el mensaje terminó. Michael cogió inmediatamente el teléfono y marcó el número de su casa de New Seabury. La primera vez se equivocó al marcar los números y respondió un tono continuo semejante a un relincho. La segunda vez oyó cómo sonaba el teléfono de su casa, pero estuvo sonando durante casi un minuto y nadie contestó.
Llamó por teléfono a Thomas.
– Cuando he llegado aquí me he encontrado un mensaje en el contestador automático. Alguien dice que han «cogido prestados» a Patsy y a Jason. Los he llamado a casa, pero nadie ha contestado al teléfono.
– ¿Estás seguro de que no habrán salido un rato?
– Normalmente, Patsy suele estar en casa a estas horas de la mañana. Y Jason en el colegio.
– ¿Por qué no llamas al colegio para comprobar si hoy ha asistido a clase? Si no está, llamaré a mi buen amigo Walt Johnson, de Hyannis, y le diré que vaya a echar un vistazo a tu casa. Lo principal es no dejarse dominar por el pánico.
– Jirafa…
– ¿Qué hay, Mikey?
– Creo que era él. La voz del teléfono. Me parece que la he reconocido.
– Ése es un buen comienzo. ¿Quién crees que era?
– Estoy prácticamente seguro de que se trataba del «señor Hillary».
Hubo un prolongado silencio. Luego Thomas dijo:
– Oh, mierda.
– ¿Por qué dices «oh, mierda»? -quiso saber Michael.
– Escucha -dijo Thomas-, sabemos dónde vive ese «señor Hillary», ¿verdad?
– Así es… de modo que si ha raptado a Patsy y a Jason…
– Es posible que él haya raptado a Patsy y a Jason, sí. Si está implicado en el asesinato de John O'Brien, ciertamente tenía motivos suficientes para raptar a Patsy y a Jason, y tratar de impedirte que escarbes más en ello. Pero yo no puedo registrar su casa sin una orden judicial, y para obtener la orden tengo que demostrar que existe un motivo justo.
– ¡Pero yo he reconocido su voz! ¿Qué más «motivo justo» necesitas?
– ¿Has conocido alguna vez al «señor Hillary»?
– Bueno, desde luego que no. Pero…
– Mikey… ¿Dónde has oído su voz para poder reconocerla?
– ¡Ha hablado conmigo, por amor de Dios! Habló conmigo mientras me encontraba bajo hipno…
Se interrumpió. De pronto comprendió lo que Thomas intentaba decirle. Ningún juez concedería una orden de registro basándose en que alguien había reconocido una voz que solamente había oído antes en un trance hipnótico.
– Llama al colegio -le urgió Thomas-. Llama al colegio y luego vuelve a llamarme.
– De acuerdo -dijo Michael. Y colgó.
Buscó en el cuaderno de direcciones hasta que encontró el número de teléfono del colegio, y lo marcó. Pero antes de hablar con el tutor de la clase de Jason ya sabía cuál iba a ser la respuesta. A Patsy y a Jason se los habían llevado… el «señor Hillary» y los muchachos blancos como azucenas… y lo único que le venía a la cabeza eran las quemaduras de cigarrillo que había en la piel de Elaine Parker y el viscoso gato que todavía le sonreía en sus pesadillas desde el destrozado cuerpo de Sissy O'Brien.