UNO

Los reflejos de la luz del sol envolvían a John O'Brien, que estaba de pie ante el espejo del vestidor anudándose la corbata de flores carmesíes de Armani. Lo hacía meticulosa y ceremoniosamente, y no sólo porque siempre fuera meticuloso y le complaciera la ceremonia, sino porque sabía que aquélla sería la última ocasión en que se haría el nudo como el común de los mortales.

Se estiró hacia abajo el chaleco azul oscuro para ajustárselo mejor al cuerpo, y luego hacia afuera los puños de la camisa. Le gustaba lo que veía en el espejo. Siempre había vestido bien. Su padre solía decirle: «Nunca se sabe cuándo hay que ir a reunirse con el Creador; de manera que vístete cada mañana como si ése fuese el día señalado.» Cuando su padre murió de un ataque al corazón, hacía ya casi dos años, llevaba puesta una americana deportiva de marca.

Eva apareció reflejada en el espejo detrás de él; tenía un atractivo aristocrático con aquel elegante traje de chaqueta de color amarillo pálido.

– ¿Está preparado ya su señoría el juez del Tribunal Supremo? -le preguntó ella sonriendo.

John echó la mandíbula hacia adelante y giró la cabeza de un lado a otro.

– Su señoría está preparado, pero su señoría no es oficialmente juez del Tribunal Supremo hasta que haya prestado juramento.

– Su señoría, como siempre, no se fija más que en nimiedades -le dijo Eva sin dejar de sonreír. Se acercó a su esposo y le rodeó la cintura con los brazos.

– A fijarme en los detalles es precisamente a lo que me dedico, querida. En eso consiste mi trabajo. Ya sabes lo que reza la decimocuarta enmienda: «Ningún Estado privará a nadie de la vida, la libertad o la propiedad sin analizar cada detalle de aquí a Kalamazoo.»

Eva sonrió de nuevo, se apretó contra él y le besó el hombro.

– Vas a ser el mejor analista de detalles que haya existido nunca.

– Puedes estar segura de que haré todo lo que esté en mi mano para conseguirlo -le indicó John; y ahora se advertía un tono más serio en su voz.

– Tu actuación será brillante -le aseguró Eva-. Vas a revolverle las tripas al Tribunal Supremo.

John se palmeó la barriga y comentó divertido:

– Querrás decir que el Tribunal Supremo va a revolvérmelas a mí. Nunca en mi vida había tenido que asistir a tantos almuerzos. -Hizo una pausa y luego añadió-: ¿Qué te parece esta corbata? ¿No resulta excesivamente llamativa? Quizás sería conveniente que me pusiera otra más formal.

– ¡Es perfecta! Llamativa, sí, pero con gusto. Exactamente igual que tú.

John se echó a reír. Después, durante unos instantes, permanecieron allí de pie mirándose el uno al otro en el espejo, complacidos y orgullosos. Con cuarenta y ocho años, John era uno de los jueces más jóvenes que el Tribunal Supremo hubiera tenido nunca, incluso más que William Rehnquist cuando fue nombrado por Richard Nixon en 1971. John era un hombre alto, medía algo más de un metro ochenta; tenía el pelo ondulado de color gris hierro y el rostro ancho y de facciones generosas. Parecía haber sido esculpido en una única pieza de roble por un escultor que hiciera gala de buen gusto, de exuberancia y de un magnífico talento, pero de nada en absoluto que tuviera que ver con la delicadeza.

A pesar de aquel aspecto tosco, viril y de facciones muy marcadas, las credenciales de la carrera de John eran intachables: lo mejor que se podía comprar con las influencias familiares y una enorme cantidad de dinero del viejo Massachusetts. Su difunto padre, el senador Douglas O'Brien, había sido el político más sincero y acaudalado de Boston después de Joseph Kennedy. John y sus dos hermanos habían crecido en ambientes cultos y privilegiados; siempre habían estado viajando, navegando en yate, jugando al polo, esquiando y haciendo vida social en todos los enclaves importantes desde Monaco a Aspen. Cuando John cumplió dieciocho años, su padre le había regalado un Aston Martin pintado por encargo de color verde O'Brien, que todavía guardaba en el garaje, y también siete millones doscientos mil dólares en acciones y bonos. Al cumplir los veintiuno, su padre le había comprado aquella casa, una mansión inglesa de ladrillo rojo adornado con hiedra que daba al río Charles y que contaba con trece dormitorios, un pequeño salón de baile y una biblioteca enorme.

Dentro de la biblioteca había más de un quilómetro de estanterías de roble llenas de libros de derecho encuadernados en piel. Al entrar en aquella sala por primera vez, John había cerrado los ojos y había comentado: «Si la justicia tiene olor, es éste.»

A los veinticuatro años, John se había graduado summa cum laude en la Facultad de Derecho de Harvard, e inmediatamente había ocupado un puesto seguro e importante en Howell Rhodes Macklin, uno de los bufetes de abogados más ilustres de Boston, y que además se encargaba de los asuntos legales de la familia. A los veintinueve, y tras defender con éxito el bizantino proceso por estafa conocido como «caso Bonatello», se había convertido en socio de pleno derecho del bufete, y durante la administración de Cárter, había llevado a cabo una enérgica campaña en favor de los derechos civiles, que tuvo como consecuencia que el fiscal general, Griffin B. Bell, se fijase en él y lo nombrase ayudante del fiscal general en el departamento de Justicia.

Ahora, tras la reciente muerte del juez del Tribunal Supremo, Everett Berkenheim, a causa de un cáncer de pulmón, y el posterior nombramiento de John para ocupar la vacante, había alcanzado la cima, esa cima adornada de gloria con la que siempre había soñado: ser uno de los nueve hombres que nutrían e interpretaban la Constitución de los Estados Unidos, juez por encima de los demás jueces.

La revista Time, aunque comprensiblemente recelosa de la política liberal de John -y en particular de su entregada oposición a la pena de muerte-, lo había descrito como «valiente» y «enérgico». La mayor parte del tiempo, en efecto, John se sentía valiente. E incluso se podía decir que a veces se sentía enérgico. Amaba a Eva más que nunca; aquel asunto que John había tenido tres años antes con una joven asociada suya llamada Eliza-beth parecía haber servido para fortalecer su matrimonio más que para dañarlo. Era un hombre acaudalado que gozaba de buena salud, tenía una hija preciosa y, literalmente, cientos de amigos, de manera que cada nuevo día se presentaba lleno de desafíos y de nuevas espectativas.

Lo único que de vez en cuando le provocaba cierta inquietud era el «señor Hillary».

El «señor Hillary» no era más que una minúscula mácula en la vida de John, pero aun así no era capaz de borrarla. En apariencia se trataba de algo insignificante, sin más trascendencia que la que pueda tener una pequeña mota de moho en una pared perfectamente pintada, pero no había manera de que lo dejara en paz. Siempre, desde que era niño, John se había sentido atormentado constantemente por aquella única y aterradora imagen, una imagen que se erguía silenciosa y fría en algún recóndito rincón de su mente y que resultaba inalcanzable durante el día. Cerca ya de la treintena, John había recurrido a la hipnosis, y luego se había pasado dos años probando un sicoanálisis absurdamente caro. Pero aquella imagen resultaba inaccesible para su conciencia cuando estaba despierto, aunque él estuviera seguro todo el tiempo de que se encontraba allí.

Era la imagen de un hombre que estaba de pie mirando y esperando, sólo eso, un hombre de facciones tan borrosas como una mancha de tinta. John no podía comprender por qué, pero el aspecto de aquel hombre lo llenaba de una sensación de terror tal, que se despertaba bañado en sudor y jadeante. Aquel hombre nunca se movía; ni siquiera cuando John -dormido, presa del pánico- le imploraba que se moviera. Sentía ganas de gritarle: «¡Venga a cogerme, acabe de una vez! ¡Haga algo, lo que sea, pero hágalo!»

Pero la imagen permanecía inmóvil, a distancia, siempre en silencio, aguardando el momento oportuno. John sabía con toda certeza que tenía intenciones de hacerle daño. Incluso era posible que se tratase de la imagen de su propia muerte. Cuando era más joven, John había intentado convencerse de que quizás podría llegar a entenderse con él, de que a lo mejor lograría irse a la cama por la noche sin el temor de tener que enfrentarse cara a cara con aquello una vez más. Pero el miedo nunca disminuía, la imagen nunca acababa de desaparecer, y, con frecuencia, mientras John dormía, se encontraba dando la vuelta por aquella temblé, gris y familiar esquina, y allí estaba. Mirándolo.

John había decidido llamar a aquella imagen «señor Hillary» cuando todavía era niño. No sabía por qué… como no sabía qué era en realidad el «señor Hillary». Al final había llegado a aceptar que siempre estaría allí mientras él viviera, y que estaría mirando y esperándolo cuando muriera.

– ¿Quieres café? -le preguntó Eva.

John se puso su preciado reloj de pulsera de oro. Faltaba poco para las diez y media. «Mañana por la mañana a esta hora -pensó-, seré el juez del Tribunal Supremo John O'Brien, y entonces comenzará una nueva etapa de mi vida. Los años gloriosos. Los días de éxito y fama.»

– No sé qué tal me sentará el café -repuso al tiempo que daba media vuelta y besaba a Eva en la frente-. No creo que ahora me vaya bien la cafeína. Me parece que ya estoy bastante nervioso sin ella.

– Oh, venga, relájate. El helicóptero tardará por lo menos diez minutos en llegar. Le he dicho a Madeleine que prepare un poco de esa mezcla arábiga de café.

John se puso la americana, se estiró hacia afuera los puños de la camisa y luego echó a caminar tras Eva por la curva escalinata de roble que conducía al vestíbulo. Las paredes estaban igualmente cubiertas de paneles de roble y en ellas había colgados varios paisajes, entre los que destacaba un enorme cuadro de Winslow Homer. Representaba una escena de pesca del tiburón en el Caribe, una escena llena de verdes luminosos y azules resplandecientes. Los zapatos nuevos de Eva resonaban nítidamente sobre el suelo de baldosas blancas. El sol brillaba y penetraba por las cristaleras de colores pálidos. A la puerta de la salita que utilizaban por las mañanas los aguardaba Madeleine, la doncella de pelo oscuro natural de Quebec que les había recomendado Charles Dabney, uno de los socios de John. A éste le habría gustado contratar a una doncella más joven pero, por aquel entonces, Eva se mostraba todavía muy susceptible tras la aventura que él había tenido con Elizabeth, y se había sentido muy satisfecha al tomar a su servicio a una experta doméstica de cierta edad como Madeleine, sobre todo porque cojeaba al andar y ostentaba un lunar peludo en la parte izquierda de la barbilla.

El reloj del vestíbulo, tan alto como la torre de un campanario, dio las diez y media, lo cual significaba que quedaban menos de cuarenta minutos para partir.

– Regresaremos el viernes, Madeleine -le dijo Eva-, a última hora de la tarde. A eso de las siete; y acto seguido saldremos a cenar con los Koch. ¿Le importaría tenerme preparado el vestido verde y decirle a Newton que prepare el esmoquin de su señoría?

– Sí, madame -asintió Madeleine en tono plano y con marcado acento francés.

– Y otra cosa, ¿podría llamar a Bloomingdale's y preguntar qué ha pasado con el jersey de cuello alto verde que encargué? Hable con Lonnie, de Place Elegante. Y no se olvide de los servilleteros nuevos, ¿se acordará? Ya deberían estar listos. Llame a Jackie, en Quadrum. Ya tiene usted el número, ¿verdad?


John se sentó en uno de los elegantes sillones coloniales tapizados a rayas amarillas. El sol, cuyos rayos se reflejaban deslumbrantes en el pulido suelo, inundaba la sala que utilizaban por las mañanas. Madeleine le sirvió una taza de café, y él estuvo observando a la muchacha y se preguntó cómo habrían sido sus padres y qué les habría empujado a tenerla. Quizás su padre hubiese sido un hombre elegante. Violinista, acróbata, barrendero. ¿Quién podía adivinarlo?

Eva se sentó frente a él y cruzó las piernas con elegancia.

– He estado pensando en la fiesta de cumpleaños de Sissy -le dijo.

– ¿Ah, sí?

A John le pareció oír el sonido distante del motor de un helicóptero. O a lo mejor sólo era el viento de verano al soplar entre los arces.

– Quiere una fiesta temática, una especie de fiesta beatnik de los años cincuenta.

John la miró y frunció el ceño.

– ¿Quiere una fiesta beatnik? ¿Quieres decir con boinas y jerseys a rayas?

Era un helicóptero. Ahora se oía con mucha más fuerza. Un palpitante y profundo sonido acompañado del ruido de las aspas de rotor; volaba sobre Riverdale y giraba en dirección este. Allí estaba. Su cita con el destino. Un breve viaje en helicóptero hasta el aeropuerto internacional de Logan y luego un vuelo a Washington en Learjet. Consultó su reloj de pulsera: pasaban siete minutos de las diez y media.

Evidentemente, Eva tenía que estar oyendo por fuerza el helicóptero, pero por alguna extraña razón, parecía estar decidida a ignorarlo.

– El helicóptero -le indicó John al tiempo que levantaba un dedo en el aire.

– Sí -convino ella.

Y eso fue todo. Quizás fuera que de pronto se sentía asustada por la nueva vida a la que los conduciría el helicóptero, o quizás tuviera miedo de que John encontrase a otra Elizabeth, a alguna mujer atractiva y sexualmente más excitante que Elizabeth, pues de todos es sabido cómo son las chicas de Washington. Es posible que les atraigan las estrellas de rock, pero Eva sabía por experiencia que siempre se inclinan por los políticos, los industriales o los jueces, aunque sean hombres de mediana edad, calvos y gordos. A las chicas no les importa la edad, la calvicie ni la gordura. En realidad no. Es el aura de poder lo que las vuelve locas, y un juez del Tribunal Supremo posee no sólo ese aura de poder, sino el aura del poder máximo. Había cientos de estrellas de rock, montones de actores deseables, pero sólo había nueve jueces del Tribunal Supremo, y siete de ellos pasaban de los sesenta y cinco años. Por decirlo con crudeza, aquel nombramiento había convertido a John en uno de los hombres más deseados de América sexualmente hablando.

John le echó una ojeada a Eva y creyó adivinar cuál era el problema. Últimamente le resultaba difícil decirle que la quería. Le daba miedo parecer hipócrita. A decir verdad, ahora la amaba de un modo muy diferente de cuando la había conocido. Pero seguía gustándole, seguía dependiendo de ella, y todavía hallaba una profunda satisfacción en hacerle el amor, aunque en ocasiones, si las lámparas de la mesilla de noche permanecían aún encendidas cuando él alcanzaba el climax, la sorprendía volviéndole la cara y clavando la mirada en la pared como con… ¿desprecio? ¿Desinterés? ¿O quizás dolor? No lo sabía, pero notaba que ya no podía alcanzar el fondo del corazón de Eva. Aunque estaba dispuesto a seguir intentándolo. A lo mejor, algún día, ella volvería a dejarle entrar en su alma.

Al fin y al cabo, su esposa era muy hermosa. Era la única hija de los señores de Hunter Hamilton III, de Lynnfield, y era una mujer esbelta y de un aspecto excelente que hacía que a todos los que la conocían les recordara a Julia Roberts, aunque con más clase. Tenía el cabello de color rubio ceniza, iba siempre impecablemente vestida, hacía gala de unos excelentes modales y era rica por derecho propio. Y, sin embargo, John siempre había tenido la impresión de que en su matrimonio faltaba alguna pieza, como un puzle al que le faltara un último elemento de una pared, del cielo, o del rostro de una mujer que hubiese al fondo. Y después de la aventura que había tenido con Elizabeth, le daba la impresión de estar descubriendo que cada día faltaba alguna pieza más.

El rugido del helicóptero se hizo más fuerte; y un par de minutos después, cuando las cucharillas de café de plata antigua comenzaron a vibrar en los platos, sintieron que pasaba justo por encima de la casa.

– Llega antes de tiempo -comentó Eva-. Sólo son las once menos cuarto.

Sissy, su única hija, que contaba catorce años, entró entonces en la sala; llevaba puesto un traje amarillo pálido que hacía juego con el de su madre. Se parecía mucho más a ésta que a su padre, pero John le había conferido a las facciones de la madre una cierta amplitud y generosidad, de modo que la belleza de la muchacha no resultaba tan afilada. Tenía el pelo rubio y lo llevaba cortado a lo garçon, muy alto por detrás, y lucía unos pendientes enormes de cristal y plata hechos a mano en Rio Bahio, en la avenida Commonwealth. Se había rociado más que generosamente con su perfume favorito, L'Insolent, y cualquiera habría calculado que tenía dieciocho años.

– Dios mío, ese ruido se mete hasta el mismísimo fondo del cerebro -se quejó Sissy mientras el helicóptero revoloteaba sobre la zona de césped que había al sur; el motor resonaba y los rotores silbaban. Finalmente hizo algo parecido a una reverencia y se posó en la hierba.

– Al menos no hay que conducir -observó John.

– ¿De verdad tenemos que quedarnos en Washington tres días completos? -preguntó Sissy-. Allí hace mucho calor; y seguro que va a ser muy aburrido.

– No seas ridicula, Sissy, querida -le dijo Eva-. Tenemos un montón de cosas que hacer: fiestas, recepciones, conferencias de prensa. No sucede cada día que a un hombre de la edad de tu padre lo nombren juez del Tribunal Supremo.

– Gracias a Dios -repuso Sissy.

John se puso en pie.

– ¿Quieres quedarte en casa? -le preguntó a Sissy con engañosa suavidad en la voz-. Si quieres quedarte en casa, adelante, quédate. No me importa; la decisión es tuya. -Sissy hizo un puchero y permaneció en silencio. Conocía a su padre lo suficientemente bien como para saber lo que iba a venir a continuación: una regañina moralista y superaburrida-. Puedes quedarte en casa, pero piénsalo bien primero. Con ello herirías mis sentimientos, de eso puedes estar segura, y también los de tu madre. Pero es que hay mucho más. Estarías dándole la espalda a una de las ceremonias más importantes que este país puede ofrecer: el juramento de un hombre comprometiéndose a deliberar y a dar su opinión en todas las cuestiones constitucionales del país. Lo que es la verdadera alma y el verdadero corazón de la vida americana.

– De acuerdo, iré -convino Sissy-. Seguro que lo pasaré bien, ¿vale? Sólo estaba bromeando.

John dejó la taza de café y se sacudió de la manga una mota imaginaria.

– Al parecer no te das cuenta de la importancia del Tribunal Supremo, de su carácter de órgano único.

– Iré, ¿de acuerdo? -repitió Sissy.

– En los últimos cuarenta años es posible que el Tribunal Supremo haya tenido más influencia en la vida de los americanos que toda la legislación que ha salido del Congreso junta.

– ¡Iré! -dijo Sissy casi en un aullido y con fingida desesperación-. ¡No tienes que decir nada más! ¡Iré!

Newton, el mayordomo, corría por el césped pulcramente cortado con las piernas dobladas a causa del peso del equipaje que cargaba: seis maletas y dos sombrereras. John se acercó a la puerta, se quedó mirándolo y pensó, divertido, que el hombre parecía Bill Cosby imitando a Groucho Marx. El helicóptero Sikorsky blanco y gris se encontraba agazapado al sol, con los rotores bajados. El piloto, que llevaba puesto un mono azul claro, estaba charlando con un joven de gafas ataviado con un traje de lino muy arrugado, a quien John reconoció como Dean McAllister, un nuevo ayudante de gran talento del departamento de Justicia.

En cuanto John, Eva y Sissy hicieron su aparición en el porche, Dean le propinó al piloto una rápida palmada en el hombro y se dirigió apresuradamente hacia ellos. Tenía el cabello del mismo color que la arena, y era un hombre gordo y pecoso. El fiscal general solía referirse a él llamándolo Jelly-Bean McAllister, porque el color rosado de la cara del joven era exactamente igual que el de los caramelos Jelly Bellies con sabor a sandía.

– ¡Enhorabuena, señor! -le felicitó Dean al tiempo que le estrechaba la mano a John-. ¡Y enhorabuena también a usted, señora O'Brien! ¡Qué gran día! ¡No puedo expresarlo mucho que nos alegramos por ustedes!

– Ojalá el presidente se alegre la mitad que ustedes -dijo John sonriendo con alegría.

– ¡Bueno! -exclamó Dean-. Hasta al presidente no le queda más remedio que reconocer el oro de veinticuatro quilates cuando lo tiene delante de las narices. -Luego se dirigió a Sissy. y añadió-: Vas a pasártelo en grande esta noche. Los Beaumont dan una fiesta de despedida para Clarissa, y tú estás invitada. ¿Adivinas quién va a asistir a la fiesta? ¿Te creerás si te digo que… va a ir John Travolta?

Sissy levantó lentamente la nariz.

– ¿John Travolta? ¡Debe tener más de ochenta años!

Todos se echaron a reír. Luego Dean continuó hablando.

– De todos modos, estás invitada, aunque vayan también algún que otro vejestorio. Bueno, ¿estamos todos listos? Está previsto que el vuelo despegue a las once y veinticinco, y eso nos deja tiempo de sobra si salimos ahora mismo.

– Claro, ya estamos listos -dijo John. Se volvió hacia Newton, que estaba detrás de él enjugándose la frente con un pañuelo doblado-. Newton, ¿se asegurará usted de que Jimmy se ha enterado de que tiene que cambiarle las herraduras a ese rucio? Y vigile de cerca a los que vienen a limpiar la piscina. La última vez dejaron todos los filtros embozados.

– Muy bien, señor. Que usted y la señora O'Brien tengan un buen vuelo.

Se encaminaron hacia el helicóptero. El piloto les dirigió un saludo militar y luego les tendió la mano.

– Mucho gusto, señor. Me llamo Frank Coward. Bien venidos a bordo.

Frank era un hombre bronceado y curtido, con la nariz hendida en la punta y sin un gramo de carne de más. Llevaba unas impecables gafas de sol de lentes verdes en las que John no consiguió ver más que su propia imagen curvada y los blancos pilares del porche que estaban situados detrás de él. Una larga cicatriz blanca bajaba por la parte interna del brazo izquierdo de Frank, que llevaba en la solapa una pequeña insignia de esmalte en la que se leía: «Semper Fi US Marines.»

– No tardaremos más de diez minutos en llegar a Logan, señor -añadió-. De modo que relájense y disfruten del vuelo.

Cerró la puerta del helicóptero y caminó encorvado hasta el asiento del piloto, donde se acomodó, se puso los auriculares rojos y blancos y empezó a realizar con destreza las comprobaciones previas al vuelo, manteniendo el brazo de la cicatriz levantado para poder accionar los mandos de los paneles situados en el techo. John y Eva se habían sentado uno al lado del otro y estaban abrochándose los cinturones de los asientos de piel gris, mientras Sissy y Dean se instalaban frente a ellos.

– Han llamado del Post -les dijo Dean-. Al parecer tienen interés en llevar a cabo un análisis a fondo de todos los casos que usted defendió en el pasado, así como de todo el trabajo que realizó para Griffin Bell. Sobre todo de aquella legislación escolar.

Y entonces habló Frank:

– Señoras y señores, ya estamos a punto. Sujétense bien.

Y encendió los dos turboejes. Los motores del helicóptero martillearon y los rotores empezaron a dar vueltas. John le apretaba la mano a Eva mientras iban elevándose poco a poco sobre el césped, y casi inmediatamente empezaron a inclinarse y a girar en dirección al río Charles. Vieron girar a sus pies los corrales, toscamente sesgados, de los caballos; luego una panorámica inclinada de la casa, con la hiedra resplandeciente y los tejados de tejas rojas; y finalmente el río, brillante como oro derretido, y tan brillante que los deslumhraba.

– Control Logan, aquí helicóptero Justicia Tres -comenzó a decir Frank con voz lenta y monótona-. Rumbo sesenta grados este-nordeste sobre Riverdale, altitud trescientos metros, duración estimada del vuelo ocho minutos quince segundos.

Estaban volando a escasa altura por encima de la autopista uno y de los brillantes bloques rectangulares del Centro Médico VA, y podían ver cómo la sombra del helicóptero saltaba y correteaba debajo de ellos.

– ¿Qué opinión le merece a usted? -le preguntó John-. Me refiero a lo del Post.

Dean se inclinó hacia adelante y dijo:

– Mi opinión, después de meditarlo detenidamente, es que debería usted negarse a cooperar. Y si quieren saber por qué, dígales que será por sus futuras deliberaciones en el Tribunal Supremo por lo que deberán juzgarlo a usted, no por sus antiguas intervenciones como abogado. Es posible que el derecho se funde en los precedentes, pero el derecho avanza, y usted precisamente va a ser el hombre que lo haga avanzar.

John le dirigió una sonrisa irónica.

– Creo que eso es precisamente lo que preocupa a la mayoría de mis críticos.

– Bueno, eso seguro -repuso Dean-. Pero sólo tiene usted que recordar lo que dice al respecto el juez decano Charles Evans Hughes: «La Constitución no es ni más ni menos que lo que los jueces dicen que es.» Y ahora usted es uno de esos jueces.

– Estoy a punto de ser uno de esos jueces -lo corrigió John.

– Siempre serás un detallista -apuntó Eva; y le apretó todavía más la mano.

– ¡John Travolta! ¡Apenas puedo esperar…! -dijo Sissy.

Iban volando por encima de los límites del condado de Norfolk cuando, sin previo aviso, el helicóptero pareció estremecerse y dio un tirón a estribor. Eva sofocó un grito y Sissy dejó escapar un chillido. John preguntó alzando la voz:

– ¡Frank! ¿Qué demonios pasa?

– No es más que una ligera anomalía del motor, nada que yo no pueda solucionar -le contestó Frank desde su sitio. Durante unos instantes dio la impresión de que estuviese en lo cierto. El helicóptero continuó volando hacia adelante a gran velocidad, aunque los turboejes chirriaban y traqueteaban de un modo diferente de como lo habían hecho hasta entonces.

– ¿No le parece que sería conveniente aterrizar? -le gritó John.

Pero antes de que Frank pudiera contestar, se escuchó un ensordecedor chirrido producido por engranajes metálicos al chocar unos con otros, y el helicóptero cayó con el morro hacia arriba seiscientos u ochocientos metros en una encabritada e incontrolada espiral. A John le pareció que el estómago se le había quedado en algún lugar allá arriba, en el cielo. Apretó con fuerza el brazo de su asiento y buscó la mano de Eva. Justo enfrente de él vio el rostro de Sissy, que tenía los músculos de la mandíbula rígidos a causa del terror, y la boca se le inundó de café templado y venenosa bilis. Creyó oír que Eva le gritaba algo, pero el helicóptero no paraba de dar sacudidas y de rugir con tanto estruendo que era imposible saberlo con certeza.

Justo cuando John creía que iban a estrellarse contra el suelo, Frank se las arregló para estabilizar la cola del helicóptero y ladear los rotores, de manera que consiguió ganar unos cuantos y desesperados metros de altitud. De todos modos, el fuselaje se puso a vibrar implacablemente, salpicado por un sonido profundo y desigual, al tiempo que un denso humo marrón comenzaba a filtrarse por las ventanas.

– ¡Jesús, Jesús, Jesús! -gritaba Dean con la boca tensa hacia atrás como la de un sapo.

– ¡Vamos a estrellarnos! -chilló Sissy-. ¡Papá, vamos a morir!

John, impotente y aterrado, bramó en la nuca de Frank:

– ¡Frank! ¿Me oye, Frank? ¡Por amor de Dios, aterrice de una vez!

Eva le apretaba la mano a John con tanta fuerza que le clavaba el anillo de boda en un nervio; pero él casi se alegraba de aquel dolor, porque le indicaba que continuaba vivo; y que mientras estuviera vivo seguía teniendo alguna oportunidad de sobrevivir.

Vacilante, mareado, John se esforzó por escudriñar a través de los chorreos casi transparentes de aceite marrón que caían por las ventanas, en un intento de averiguar dónde se encontraban. Le pareció reconocer el lago Jamaica Pond, y luego el parque Franklin. Se dio cuenta de que estaban girando hacia el este, en un círculo lento y amplio, en dirección al mar, hacia la bahía Quincy, con toda probabilidad. Vio edificios, zonas de agua brillante, árboles, y luego la oscura cinta de asfalto de la autopista del Sudeste. El helicóptero se agitaba arriba y abajo como un ballenero de Boston entre olas agitadas. El rugido y el rechinar de los motores era tan fuerte que, aunque sobreviviera, John no creía que pudiera volver a oír nada de nuevo.

Eva se aferraba a él, le cogía la chaqueta, le cogía el brazo. Sissy se agarraba con fuerza al brazo de Dean, y éste miraba a John presa del pánico, mientras una mancha oscura se le extendía por la entrepierna del traje de lino. John trató de gritarle algo a Frank otra vez, pero el piloto se debatía por la supervivencia en un infierno propio, pequeño aunque ensordecedor, y no tenía tiempo para nada más.

Ahora volaban ya tan bajo que John podía distinguir a la gente en las calles y playas situadas por debajo de ellos; todo el mundo se protegía los ojos haciendo visera con la mano y se daba la vuelta para seguir con la vista al helicóptero que traqueteaba y tartamudeaba por encima de sus cabezas. Observó que algunas personas corrían temerosas de que el aparato fuese a estrellarse justo sobre ellos. No acababa de creer que todavía estuvieran en él aire. Volaban a una altura inferior a la de los tejados y los tendidos eléctricos, pero se las arreglaron, dando bandazos, para conseguir elevarse unos cuantos metros más y cruzar la línea gris y arenosa de la playa Wollaston, de modo que se encontraron volando sobre las aguas astilladas de sol de la bahía Quincy.

A través de la ventanilla empañada de aceite, John distinguió las velas de algunos yates, que brillaban como sábanas recién lavadas. Durante unos instantes estuvo convencido de que finalmente lo conseguirían, de que Frank, el piloto, iba a arreglárselas para conseguir posarse suavemente en el mar, y de que todo iba a acabar bien.

Se inclinó hacia adelante, le cogió también una mano a Sissy, y dijo:

– Vamos a conseguirlo, ya lo veréis. Vamos a conseguirlo. Conseguirá aterrizar en la bahía, y seguro que salimos bien parados de ésta.

Dean no era capaz de hacer nada que no fuera mirarlo fijamente, lleno de horror, y abrir y cerrar la boca. John se volvió hacia Eva, pero ésta se apretaba el rostro con la mano derecha y parecía estar rezando.

John también se puso a rezar. «Dios mío, salva a mi familia de la muerte. Aunque sólo sea por esta vez, Dios mío, permítenos vivir a todos.»

Los turboejes del helicóptero Sikorsky emitieron un último ruido, tan espantoso como el bramido de un toro al que estuvieran arrancándole las entrañas, y luego, simplemente, cayó. Dio en el agua a una velocidad de más de ciento cincuenta nudos, y John sintió que algo se le clavaba con fuerza en la. espalda. Eva lanzó un grito tan agudo y sobrenatural que él pensó durante una fracción de segundo que lo había producido el metal al rasgarse, y que todo el fuselaje estaba partiéndose en dos. Luego, el helicóptero dio un brinco y fue a chocar con algo mucho más duro que el mar, a pesar de que la ventanilla del lado de John se abrió violentamente y una lluvia de agua salada le salpicó la cara.

¡Jesús! ¿Es que aquello no dejaría nunca de rebotar, de estrellarse, de rodar y de dar saltos? Vio el mar, la luz del sol, la viva imagen del terror que era la rosada cara de Sissy, el borrón tembloroso del brazo izquierdo de Dean. Y durante todo el tiempo, Eva no dejaba de gritar:

– ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios mío! Vamos a morir todos. Vamos a morir todos. Vamos a morir todos.

De pronto, el helicóptero se detuvo con el morro hacia abajo, lleno todavía de impulso, lleno todavía de empuje hacia adelante. Luego, el aparato rodó sobre el vientre produciendo un pesado crujido y cayó sobre la arena. Al hacerlo, el piso se combó hacia adentro y les prensó despiadadamente a todos los pies bajo los asientos, donde ellos se había agazapado en posición fetal. John sintió que una extraña fuerza le empujaba los talones hacia arriba, contra la rejilla de aluminio que sujetaba el cinturón de seguridad. Después, los tobillos de todos se quebraron casi al unísono produciendo unos chasquidos semejantes al traqueteo de un arma de fuego; se miraron fijamente unos a otros y comenzaron a gritar a causa del dolor.

Aparte del sonido que producía la marea al subir, el lastimero silbido del viento y el esporádico chasquido del metal al enfriarse, no hubo más que silencio. Toda la cabina apestaba a queroseno, pero el humo parecía haberse extinguido y no se oía crepitar de fuego. Eva no dejaba de tirarle de la mano a John y de decir en un susurro:

– Dios, oh, Dios, John. Oh, Dios.

La cara se le había puesto gris y tenía una grave contusión en la frente. Dean estaba temblando y no dejaba de darse masaje en las rodillas, presa del dolor. Sissy tenía la mirada perdida, simplemente, y John supuso que estaba sufriendo un trauma síquico.

En cuanto a él, los pies le ardían. Nunca antes había experimentado un dolor semejante, ni siquiera cuando, el año anterior, se cayera del caballo jugando al polo y se dislocara el hombro. Todos los nervios de los tobillos le latían, y le daba la impresión de que estaban encogiéndosele; si en aquel preciso momento alguien le hubiera preguntado si deseaba que le amputasen los pies, habría pagado porque así lo hiciesen.

– Oh, Dios, John -dijo Eva llorando-. Creo que tengo rotos los dos tobillos.

– Creo que todos tenemos los tobillos rotos -precisó John-. No pierdas de vista a Sissy… Ha sufrido una impresión tremenda.

– ¿Dónde estamos? -preguntó Dean con una voz irreal y entrecortada. Miró, sin enfocar la vista, hacia la bahía-. Creía que estábamos por encima del agua.

– Lo estábamos -le indicó John-. Pero debemos de haber ido a caer en la playa de Nantasket. Es una especie de lengua de tierra que penetra en la bahía.

– Entonces, ¿cree que pueden llegar hasta nosotros? ¿Podrán llegar hasta nosotros las patrullas de salvamento?

– Seguro -le tranquilizó John al tiempo que sufría un estremecimiento-. Lo hemos conseguido, no se preocupe. Podrán llegar hasta nosotros.

– ¿Y Frank? -quiso saber Dean-. ¿Cree que habrá podido enviar una llamada de socorro?

John se inclinó ligeramente en el asiento hacia un lado. Fue todo lo que consiguió hacer antes de que sus tobillos se vieran inmersos en una agonía insoportable. Sólo pudo distinguir la parte posterior del casco de Frank, y también parte del hombro, cubierto con la camisa azul.

– ¡Frank! -comenzó a llamarlo John desesperado-. Frank, ¿se encuentra bien? ¡Por el amor de Dios, tenemos los pies atrapados!

Frank no respondió.

– Puede que haya sufrido una conmoción -sugirió Dean.

– Es posible -dijo John.

Pero a juzgar por el ángulo tan poco natural que formaba la cabeza de Frank, sospechaba que éste estaba algo más que conmocionado. Daba la impresión de que tuviera el cuello roto. Pero John no quería alarmar a Eva, e incluso él mismo estaba sufriendo demasiados dolores como para estar en disposición de hacer suposiciones. Por lo que a él concernía, lo que resultaba prioritario era levantar aquellos asientos que tenían encima de las piernas, para que la presión que estaban sufriendo los tobillos rotos se aliviara y pudieran liberarse aunque fuera a rastras.

A rastras, no caminando. No cabía la menor duda sobre lo de caminar. Podía sentir cómo los huesos fracturados le arañaban la piel por dentro.

Eva, con una curiosa nota de resignación en la voz, dijo:

– John, ¿me oyes? No puedo soportarlo más. Me duele muchísimo.

– Tranquilízate, cariño -la animó John-. Vendrán a rescatarnos dentro de un momento. No creerás que van a dejar a su recién estrenado juez del Tribunal Supremo varado en la playa de Nantasket, ¿verdad? -Hizo una mueca de dolor y la boca se le llenó del sabor agrio y metálico de la sangre; pero consiguió volver la cara hacia el otro lado y escupir la sangre junto al asiento. Aquel golpe en la espalda debía de haberle roto algunas costillas, hasta podía ser que le hubiera pinchado un pulmón.

– Con tal de que esto no se ponga a arder -apuntó Dean. El hedor del queroseno se había hecho ahora aún más fuerte, y John veía cómo el humo describía volutas que se llevaba la brisa-. No podría soportar arder.

– Tranquilo -le dijo John-. Todo saldrá bien.

– Una vez vi a una persona ardiendo dentro de un Volkswagen en Rockville Pike. No quiero volver a ver una cosa así nunca más. El chico se puso negro, como la carne de buey.

La voz de Dean oscilaba de los tonos agudos a los bajos, y John pensó que aquel hombre también había sufrido una fuerte impresión. A Sissy se le habían puesto los ojos en blanco y la respiración se le había hecho fatigosa y lenta.

– Por el amor de Dios, ¿cuánto van a tardar los de salvamento? -despotricó John sin dirigirse a nadie en absoluto.

Pero casi en el mismo momento en que decía aquello vio pasar la sombra de un hombre junto a la ventanilla.

– ¡Eh! -gritó-. ¡Eh, estamos aquí dentro!

– ¿Ha llegado alguien? -le preguntó Eva haciendo una mueca de dolor-. ¿Ha llegado ya alguien?

La sombra volvió a pasar junto a la ventanilla. Aunque la imagen resultaba borrosa a causa del sol, que se reflejaba en el mar, John pudo ver que llevaba un largo impermeable oscuro. Gracias a Dios, debía de ser un bombero del Servicio de Incendios y Salvamento.

– ¡Eh! -le gritó con voz ronca-. ¡Eh, estamos aquí dentro! ¡Estamos atrapados! ¿Puede sacarnos de aquí, por amor de Dios?

Hubo una larga pausa, pero no obtuvo ninguna respuesta. John oía algunas sirenas a lo lejos, seis, siete o incluso más, que ululaban a coro. El dolor de los tobillos era tan intenso que notaba cómo le palpitaban las piernas y los muslos, y una bruma de color escarlata le emborronaba la visión. «No te desesperes ahora -Se ordenó a sí mismo-. Tu familia te necesita; Dean te necesita. Tu país te necesita.»

Oyó que alguien apartaba un fragmento retorcido del marco de la ventanilla. Luego, un hombre moreno y delgado apareció por la ventanilla rota, un hombre con el pelo de punta, y unas gafas de sol intensamente negras. Por extraño que parezca, a John le dio la impresión de que lo conocía, pero probablemente no era debido más que a la abrumadora sensación de alivio que sentía por haber sobrevivido al choque del helicóptero y por el hecho de que alguien hubiera acudido por fin a sacarlos de allí.

El hombre apartó a puntapiés los últimos fragmentos de plástico con el talón de la bota, alta y atada con cordones. El marco de la ventanilla se había doblado hasta hacer que ésta fuera demasiado estrecha para poder entrar por ella, pero aquel hombre metió con cuidado la cabeza y se puso a escudriñar toda la cabina, olfateando secamente de vez en cuando.

– Todos estamos atrapados por los tobillos -le indicó John-. El suelo se ha roto y se ha doblado. Es preciso que alguien saque los asientos para que podamos salir, quizás levantándolos con un gato o algo así. ¿Puede darse prisa, por favor? Mi hija se encuentra en muy mal estado.

El hombre se limpió la nariz con el dorso de la mano, enfundada en un guante negro. Luego, con un suave pero más bien entrecortado acento de la costa norte, dijo:

– ¿Es éste el grupo del señor O'Brien?

– Yo soy John O'Brien. Ésta es mi familia. Vamos, por favor, sáquenos de aquí cuanto antes.

El hombre se entretuvo un poco más examinándolo todo, desde el techo hasta el suelo.

– Va a ser necesario utilizar cizallas -anunció tras pensar unos instantes, como un pintor de casas que intentase decidir qué color de pintura había que utilizar.

– Haga lo que sea -le pidió John-. Pero hágalo ya.

Podía notar cómo la sangre le caía por la comisura de los labios y le goteaba en el cuello de la camisa. Tosió, e inmediatamente deseó no haberlo hecho, porque sintió un tremendo dolor y la boca se le llenó todavía más de sangre.

El hombre sacó con cuidado la cabeza por el marco de la ventanilla y desapareció otra vez inmerso en la luz del sol. Eva le tiró a John de la manga y le preguntó:

– ¿Qué pasa? ¿Qué hace? ¿Podrá sacarnos de aquí?

– Tiene que cortar algunas cosas para sacarnos.

– Oh, Dios mío, me duelen las piernas, John. No puedo soportarlo. Oh, Dios, ¿dónde están los sanitarios?

Dean no decía nada. Tenía los ojos vidriosos y las mejillas se le habían puesto de color gris. Respiraba entrecortadamente, como a pequeños sorbos dolorosos. Esperaron en lo que pareció una agonía interminable. ¿Adonde habría ido ahora aquel hombre? ¿Qué estaría haciendo? ¿Por qué no intentaba sacarlos ya? ¿Y dónde estaban los demás bomberos? ¿Y los sanitarios? ¿Dónde estaban los goteros, las máscaras de oxígeno y la anestesia?

John cerró los ojos y comenzó a pensar que probablemente iba a morir. Y cuando cerró los ojos se dio cuenta de la presencia del «señor Hillary», que estaba allí, esperando y vigilando, muy, muy al fondo de su cerebro, como un escarabajo gris que esperara inmóvil dentro de una nuez hueca, aunque dispuesto a salir precipitadamente al menor contratiempo.

«Así que estás aquí, hijo de puta -pensó-. Estuviste aquí al principio y ahora estás aquí al final. Sólo espero que cuando yo muera, tú mueras también conmigo. Casi valdrá la pena.»

John empezó a sumirse en la inconsciencia, como si estuviera deslizándose por una pendiente grasienta y gris hacia las aguas también grasientas y grises de un canal silencioso.

Quizás fuera mejor dormirse. Si estuviera dormido, aquel dolor de los tobillos se desvanecería, y él se encontraría de pie ante el Tribunal Supremo prestando juramento, y todo lo que había ocurrido aquella mañana no sería nada más que un sueño.

Pero, bruscamente, el aire de la mañana se vio sacudido por un estruendo fuerte y rasposo, más fuerte que el de una motocicleta al arrancar. Casi inmediatamente, el hombre reapareció por la ventanilla; llevaba unas enormes cizallas de acero, muy brillantes, que parecían la parodia grotesca del pico de un loro gigante.

– ¿Qué es eso? -le preguntó John-. ¿Qué demonios es eso?

Con un siseo hidráulico, aquel pico de loro se abrió lentamente y puso de manifiesto varias hileras de dientes de acero en forma de sierra. El hombre miró a John y sonrió sin decir nada. Luego, con lacónica pericia, colocó la punta de las cizallas sobre la esquina inferior del marco de la ventanilla y torció la palanca del mango. Las cizallas cortaron el marco con el mismo ruido que hace una lata de cualquier bebida al aplastarse y retorcerse. Después, el hombre sacó aquella especie de pico de loro, lo colocó más abajo y volvió a torcer la palanca del mango. Estuvo cortando una y otra vez, y en menos de un minuto, todo aquel costado del fuselaje del helicóptero estuvo abierto de par en par, de manera que la cabina se llenó de viento y de la luz del sol.

El hombre saltó al interior de la cabina, entre ellos, con las cizallas levantadas en la mano izquierda.

– Han tenido suerte de aterrizar aquí, señor O'Brien -le dijo-. Están justo en la punta de Sagamore Head, junto a la playa de Nantasket. Si hubieran caído sólo veinte metros antes, lo más seguro es que ya se habrían ahogado.

John se estremeció; rechinó los dientes e hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

– ¿Tardará usted mucho? Saque primero a mi hija, y luego a mi esposa.

– Bien, ya veremos cómo están las cosas -le dijo el hombre. Luego le dedicó a John una sonrisa torcida y desigual-. Pero no tardaremos nada.

– Por favor, apresúrese -le suplicó John.

Dean empezó a quejarse y a toser.

– Primero vamos a echarle un vistazo al piloto -sugirió el hombre. Agachó la cabeza y se abrió paso hasta la cabina arrastrando el cable hidráulico tras de sí. Examinó la cara de Frank y le palmeó las mejillas-. Sigue vivo -anunció-. Aunque no por mucho tiempo. Y debe de estar sufriendo terriblemente. Vaya, vaya, tendría que verle usted las piernas, señor O'Brien. Están totalmente aplastadas, las tiene hechas papilla. -El hombre se quedó mirando pensativamente a Frank durante unos momentos. A John le resultaba imposible adivinar qué podría estar pensando detrás de aquellas minúsculas gafas oscuras-. Odio ver sufrir a la gente -dijo por fin-. ¿Y usted, señor O'Brien? ¿No odia ver sufrir a la gente?

La visión de John estaba emborronada de colores escarlata y gris. Asintió con un convulsivo movimiento de cabeza. Cualquier cosa con tal de acabar con todo aquello. Cualquier cosa con tal de sacar de allí a Eva y a Sissy.

– Vamos, pues -dijo el hombre. Levantó las cizallas de pico de loro y las colocó cuidadosamente a ambos lados del casco rojo y blanco de Frank-. Mire esto y le traerá suerte. Casi encaja perfectamente. Estas hojas cortantes tienen una apertura de doscientos sesenta y siete milímetros y el casco no debe de tener más de doscientos sesenta y tres.

John se quedó mirándolo. Le resultaba difícil enfocar la mirada con precisión.

– ¿Qué hace? -le exigió a través de una crepitante bocanada de sangre.

– ¿Ha oído usted alguna vez eso de sacar a la gente de su infortunio? -quiso saber el hombre-. Vamos, hombre, usted es abogado; y uno de los mejores. Debería saberlo todo acerca de la clemencia. Como «la cualidad de la clemencia no es forzada, cae como una suave lluvia del cielo».

– ¿Qué demonios está haciendo? -le preguntó John con una voz que parecía un bramido.

Ahora oía muchísimas sirenas; y se encontraban mucho más cerca, por lo que le proporcionaron una renovada esperanza de que todos saldrían de allí con vida. Pero, sencillamente, no comprendía a aquel excéntrico de hablar despreocupado, ataviado con aquellas gafas oscuras y que llevaba unas cizallas semejantes al pico de un loro gigante.

El hombre levantó las cizallas como si le hubiera leído el pensamiento a John.

– Éstas son unas cizallas Holmatro 2009U para metales de gran grosor. Se utilizan para tareas generales de salvamento -le explicó como si estuviera contándole a un niño pequeño cómo funciona un tren de juguete-. Pueden cortar una barra de acero de veinticinco milímetros de diámetro, y también láminas de metal pesado. Son de fabricación holandesa, pero las utilizan los bomberos en todo el mundo porque son las mejores que hay. Las Mandíbulas de la Vida, así es como las brigadas de salvamento suelen llamar a estas cizallas. Sin embargo, lo que más va a interesarle a usted es que estas hojas que ve aquí tienen una fuerza de corte de… bueno, ¿adivina de cuánto?

– Por el amor de Dios, sáquenos de aquí de una vez -le pidió John. Veía que Sissy estaba empezando a parpadear, y se puso a rezar para que su hija no recuperase el sentido y así no empezara a sentir el dolor.

– De treinta toneladas -continuó diciendo el hombre al tiempo que esbozaba una maliciosa sonrisa de triunfo-. De treinta aterradoras toneladas.

– ¿Qué? -preguntó John confuso.

– Lo único que tengo que hacer es oprimir el mango de las cizallas y este pobre hombre que está sufriendo descubrirá en un instante qué se siente cuando, por ejemplo, un camión de treinta toneladas te pasa por encima de la cabeza.

– ¡Por el amor de Dios, basta ya! -le dijo John con una voz que más bien era un gemido. Ya no le quedaba más energía para luchar, no le quedaban más fuerzas.

El hombre alzó la cabeza y se puso a escuchar el viento, el océano y las sirenas que se acercaban.

– Tiene usted razón -dijo-. Estoy actuando con demasiada lentitud, ¿no es cierto?

Y entonces, con la mayor naturalidad, tiró de la palanca del mango de las cizallas. John vio cómo se tensaban los cables hidráulicos. Las gruesas hojas del pico de loro de acero se cerraron sin ninguna vacilación sobre el casco de Frank. Se oyó un crujido agudo y quebradizo, y todo el contenido de la cabeza de Frank salió despedido contra el tablero de mandos del helicóptero como cuando se arroja al fregadero un puñado de viscosas tripas de pescado. John sólo alcanzó a verlos una fracción de segundo antes de que cayeran al suelo y desaparecieran de su campo visual, pero aquella fracción de segundo le bastó para distinguir el tejido blanco y brillante del cerebro y algunos coágulos de músculos ensangrentados, así como unos cuantos fragmentos de la mandíbula inferior, todo ello entrelazado con varias membranas filosas.

El hombre hizo una pausa, y luego sacó las hojas cortantes, dejando el casco de Frank con una extraña forma de óvalo roto, como dos platos soperos apretados uno contra otro. Le dio unas palmadas en el hombro a Frank y dijo:

– Vamos, hombre, que no hace falta ir por ahí con la cara por el suelo.

Luego soltó un silbante resuello asmático que, incluso en su agonía, John pudo interpretar como una carcajada.

El hombre volvió a pasar salvando obstáculos hasta la cabina de pasajeros. Miró primero a Dean, luego a Eva, a Sissy, y por último a John.

– Escuche -le dijo John en un susurro-, puede usted tener lo que quiera. Puede tener todo el dinero que quiera usted pedir. Un millón de dólares. Soy rico, tengo muchas acciones. No le delataré y no le diré a nadie lo que ha pasado.

El hombre sorbió por la nariz.

– Está usted equivocando la cuestión, señor O'Brien.

– Bien, ¿y cuál es esa maldita cuestión?

– ¿No sabe usted cuál es ese maldito punto? ¿Por qué no intenta pensar en ello? Usted es un hombre de muchas luces. -Se golpeó la frente con un dedo-. Tiene usted todo lo que hace falta aquí arriba. Mientras tanto, mientras usted delibera, continuemos.

Se abrió paso entre ellos hasta situarse agazapado sobre Dean. John intentó casi sin fuerzas agarrar el impermeable negro de aquel hombre, pero sin previo aviso, el individuo se dio la vuelta rápidamente y le propinó a John una bofetada del revés con los dedos flojos en una de las mejillas. John se quedó totalmente quieto, casi ciego de dolor.

El hombre se volvió otra vez hacia Dean.

– Vamos ya, amigo -le dijo-, vamos a liberarte las piernas. Todo saldrá bien.

Dean lo miraba fijamente, sin comprender. Estaba sentado de espaldas a la cabina del piloto y no había podido ver lo que le había hecho a Frank.

El hombre abrió las hojas del pico de loro y las colocó a ambos lados del muslo derecho de Dean, que estaba doblado hacia atrás, contra el chaleco. Le sonrió a Dean directamente a la cara, y éste le devolvió la sonrisa.

«Dios mío -pensó John-, va a cortarle la pierna derecha a Dean.»

Dean levantó una mano y la colocó sobre el hombro de aquel individuo.

– Me duelen las piernas -le dijo en un susurro.

– No por mucho tiempo, se lo prometo -lo tranquilizó el hombre; y comenzó a apretar la palanca del mango de las cizallas. Con un crujido suave, treinta toneladas de cortante fuerza hidráulica atravesaron la pierna derecha de Dean. El hombre abrió las hojas y levantó las cizallas.

El organismo de Dean sufrió una impresión tan tremenda que al principio no comprendió lo que había ocurrido. Al fin y al cabo seguía sentado en su asiento y seguía teniendo las piernas allí, justo delante de él, aunque los pantalones de lino color beige de pronto se le inundaron de sangre. Miró hacia arriba, hacia el hombre, con la boca abierta, y tartamudeó:

– ¿Qué…? ¿Qué…?

Pero el individuo se limitó a sonreír; luego ajustó las hojas sobre el muslo izquierdo de Dean, y apretó, y cortó la piel, los músculos y el hueso con el mismo esfuerzo con que se corta el queso con galletas.

Dean se puso a gritar, pero el hombre le dio una bofetada en la cara y le dijo:

– ¿Por qué gritas? Eres libre para irte. No tienes más que saltar de ese asiento y marcharte.

Tras haber dicho eso, le dio a Dean un diestro empujón con la mano abierta; Dean cayó de bruces desde el asiento con los dos ensangrentados muñones de las piernas agitándose en el aire como alguien que estuviera haciendo juegos malabares con dos cuartos de carne de buey recién cortados. La sangre salió a borbotones hacia todas partes; dos densos chorros arteriales que salían proyectados en todas direcciones mientras Dean se retorcía, forcejeaba y chillaba en el suelo de la cabina. Un Dean que no era más que un tronco humano con dos brazos que azotaban el aire, mientras las piernas cercenadas permanecían pulcramente una junto a la otra en el asiento lleno de sangre.

El hombre apartó a Dean de una patada. Éste tenía la cabeza en parte empotrada debajo del asiento, al lado de sus propios zapatos, y se quedó allí tumbado, tiritando entre espasmos y muriéndose ante los ojos de John. El hombre se dio la vuelta lentamente hacia Eva, que permanecía en silencio ahora, pero John le tenía cogida la mano y podía notar cómo temblaba, cómo se estremecía literalmente de la cabeza a los pies.

– No me mate -le rogó.

El hombre hizo un movimiento negativo con la cabeza.

– Si usted quiere, rezaré por su alma. Pero es todo lo condescendiente que estoy dispuesto a ser.

John sollozaba abiertamente. Era incapaz de contenerse.

– ¡No la toque, por favor! Yo la amo, no la toque.

Pero el hombre le dijo a Eva:

– Tengo que averiguar de qué están hechas las damas como usted, ¿no lo comprende?

Abrió el pico de loro de las cizallas todo lo que daban de sí. Luego forzó la hoja inferior por entre las piernas de Eva, moviéndola obscenamente de un lado a otro para asegurarse de que penetraban lo más profundamente posible. Las hojas tenían dientes en los bordes interiores y en los exteriores, y éstos le rasgaron la falda a Eva, le rompieron las medias y engancharon el asiento de cuero. El hombre dirigió la punta de la hoja superior hacia el interior de la chaqueta de color amarillo pálido que llevaba Eva, justo por debajo de las costillas.

Eva apretó la mano de John en un espasmo de terror. Estaba tan asustada que ni siquiera podía gritar. John clavó la mirada en aquel hombre y dijo con la voz más mortal y amenazadora que fue capaz de pronunciar:

– Sea quien sea, se Ib advierto. Si tan sólo se atreve…

Pero eso fue todo lo que logró decir. Sabía que aquel hombre iba a hacerlo dijera lo que dijese. Cualquier amenaza era inútil. Cualquier súplica de piedad sólo serviría para añadir humillación a lo que ya era una absoluta pesadilla. El hombre le dirigió a John una mueca de fingido pesar. Luego apretó el mango de las cizallas y las hojas desaparecieron dentro del vientre de Eva, partiéndole por la mitad la pelvis y abriéndole el estómago como si fuera un maletín color carmesí. Los grasientos intestinos cayeron y resbalaron suavemente sobre el regazo de Eva, pero lo único que ésta pudo hacer fue mirarlos fijamente, presa del más completo horror, perpleja al ver que así era como se veía ella por dentro.

John no podía hablar, incapaz de obligarse a mirar. Sentía como si el cerebro le estuviera reventando hacia dentro poco a poco. Pero todavía apretaba la mano de Eva, y ella seguía apretando la suya. John notó cada estremecimiento y cada espasmo mientras el hombre empezaba a trabajar con las cizallas a una velocidad vertiginosa. Le oyó respirar roncamente por la boca mientras levantaba más la punta de las cizallas y le cortaba a Eva el esternón y le abría la cavidad torácica. John oyó una especie de jadeo y no pudo evitar mirar. Los pulmones ensangrentados e inflamados con el último y desesperado aliento le colgaban a Eva en la cavidad torácica como botellas llenas de agua caliente que estuvieran colgadas en la parte de atrás de la puerta de un armario.

Luego, el hombre hundió el pico de loro en la oscura y ensangrentada tráquea, cortó dentro del cuello y después le hendió la mandíbula. Para terminar, dispuso la hoja inferior bajo el paladar de Eva y la superior en la parte de arriba de la cabeza, en la raya del pelo, y con un único crujido cuidadosamente calculado le partió la cabeza en dos. La mano de la mujer estaba ya flaccida, y John, por fin, la soltó. Era incapaz de mirar a su esposa, no podía hacerlo, pero oyó el ruido glutinoso del cráneo dividido en dos que se separaba y caía, y no pudo evitar respirar el olor gaseoso y como a pólvora de las entrañas humanas.

El hombre se puso ahora justo delante de él y dijo:

– ¡Míreme!

John levantó la vista hacia él, parpadeando y apretando los ojos como un perro que espera una azotaina.

– Acabe de una vez -le dijo en un susurro.

– Todavía no comprende de qué se trata, ¿verdad? -le preguntó el hombre-. Lo que usted ha visto aquí esta mañana es un hombre que se creía extraordinariamente listo, una persona de las que llegan realmente alto. Pero, ¿hasta qué punto puede ser lista una persona cuando le separan las piernas del cuerpo? Lo que usted veía aquí era una dama rica, hermosa, superior y algo especial… Pero mira uno dentro y, ¿qué ve? Sangre, tripas, hígado y un sucio revoltijo general. Lo mismo que todo el mundo. A usted lo han hecho juez de hombres, señor O'Brien, le han confiado el control de millones de vidas, de millones de destinos humanos. Y, ¿sabe una cosa? Yo estoy seguro de que usted sería un estupendo juez del Tribunal Supremo: honrado, generoso y justo. Pero ahora voy a comprobar hasta qué punto es usted realmente honrado, generoso y justo.

– ¿Qué quiere decir? -le preguntó John tristemente haciendo burbujas de sangre al hablar.

El hombre se inclinó hacia él, de manera que aquella pálida cara suya picada de viruelas llenó todo el campo de visión de John, nublado a causa del dolor. Casi estaba convencido de que si el hombre se acercaba un poco más, su alma desaparecería dentro de los agujeros negros sin fondo que eran aquellas gafas de sol. El hombre dijo con suavidad:

– Puede oírlo usted mismo… La policía, los sanitarios y los bomberos ya están llegando aquí. De manera que sólo tengo tiempo de ocuparme de uno de los dos… o de usted o de su hija.

– No… comprendo.

Pero, en realidad, John sí que comprendía, sólo que no podía soportarlo.

– Entonces preste atención, señor O'Brien. Estoy pidiéndole que emita un juicio. Ése es su trabajo, ¿no es así? Emitir juicios. Sólo dispongo de tiempo para ocuparme de uno de ustedes, de manera que uno va a morir y el otro va a vivir. Y usted tiene que decidir cuál va a vivir.

John tosió sangre.

– ¡Maldito maníaco! ¡Escoria! Si le pone un dedo encima a mi hija…

– Tse, tse, tse. No se trata de eso, señor O'Brien. Estamos haciendo una comparación entre el valor tan salvajemente desigual que tienen las distintas vidas humanas. No todos somos iguales, ya sabe usted. Pongámoslo de este modo: si sobrevive y va al Tribunal Supremo, estará usted en situación de influir en la vida de todas las personas en los Estados Unidos; y no sólo ahora, sino también durante los siglos venideros. Podrá usted influir en la historia. Por otra parte, si usted muere y su hija sobrevive, ¿qué va a hacer ella? ¿Ir a fiestas continuamente hasta que se tropiece con la herencia de su viejo? ¿Destrozarse con algunas drogas caras? ¿Casarse con algún rico imbécil de Newport y hacerse con algunos pequeños imbéciles para quienes el abuelito no será más que una lápida en el cementerio? -Hizo una pausa y, lentamente, esbozó aquella sonrisa carnívora-. Todo depende de usted, señoría. La decisión está en sus manos. Pero será mejor que se dé prisa en tomarla o me veré obligado a decidirlo por usted.

Durante unos catastróficos instantes, John se vio realmente tentado por los argumentos del hombre. Si moría, cualquier idea radical con la que alguna vez hubiera soñado moriría con él. Había injusticias sociales y legales en América que estaban clamando porque las reformaran. En todos los niveles de la vida pública había prejuicios, discriminación, corrupción y brutalidad. La primera enmienda estaba siendo asfixiada por el fanatismo, los dogmas políticos y la intolerancia, y la única forma en la que un hombre podía decirle su opinión a la nación era comprando millones de dólares de tiempo en antena.

Y él podía ser la nota discrepante. Sólo una discrepancia entre nueve, quizás, pero una discrepancia. Mientras que, ¿qué haría Sissy si fuese ella la única que sobreviviese? Dilapidaría todo el dinero en fiestas; y la casa, la herencia de la familia y la biblioteca, que tenía el mismo olor que la justicia, se venderían, se desmantelarían y desaparecerían.

A John le costó una milésima de segundo pensar aquello. Fue como si se le clavara una astilla en el cerebro. Pero, al igual que la astilla del espejo roto en La reina de las nieves, que se le clavó en el ojo a un joven e hizo que éste pervirtiera todo lo que veía, aquella astilla estuvo a punto de volver a John loco de vergüenza. Sissy era su hija. Sissy era su niña. Se parecía tanto a Eva… Y él, ¿qué le había hecho? Precisamente en el último momento de la vida de su hija la había traicionado.

– Cójame a mí -dijo con voz borrosa y espesa.

– ¿Qué? -le preguntó el hombre. Las sirenas estaban ya muy cerca, y estaba levantándose viento.

– Cójame a mí -repitió John.

– Usted elige, señoría -repuso el hombre.

Dio la vuelta hasta situarse a uno de los lados del asiento de John, puso la mano derecha entre los omóplatos de éste y lo empujó hacia adelante de tal manera que la cara le quedó apretada entre las rodillas. Luego colocó las hojas de las cizallas a ambos lados del cuello de John.

Éste intentó no pensar en nada. No le venía a la cabeza ninguna oración. Veía hasta el menor detalle de la alfombra moteada de gris del helicóptero, con una brillante mancha negra de chicle, y los oscuros dibujos rococó que formaba la sangre arterial de Dean. Sintió los dientes metálicos de las hojas pellizcándole la piel, pero fue más una irritación que otra cosa. Distinguió la sombra de una nube cruzando la alfombra; quizás fuera humo.

Luego oyó el siseo hidráulico, y todo su ser detonó en un cegador dolor blanco, blanco, blanco, blanco… y oyó, realmente oyó, su propia cabeza al caer al suelo.

Pero no oyó cómo se abría camino el pico de loro a través de los soportes de aluminio del asiento de Sissy. Ni oyó saltar al hombre salvando obstáculos del helicóptero; ni las ululantes sirenas y gritos que siguieron inmediatamente después.

Ni tampoco oyó el estruendo ligeramente sordo que produjo el queroseno al prenderse y al hacer explosión el helicóptero en medio de un enorme globo de fuego.

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