DOS

Se oyeron unos cautelosos golpes en la puerta del despacho; Michael ocultó rápidamente el ejemplar de la revista Mushing y saltó del sofá de cuero. Cuando Jason abrió la puerta y entró, lo encontró sentado ante el escritorio, junto a la ventana, con la cabeza apoyada en la mano y garabateando en un bloc de notas como si llevase horas haciéndolo.

Continuó en ello mientras Jason se aproximaba al escritorio. El muchacho procuraba no hacer ruido, pues sabía que su padre estaba atareado, y en esas ocasiones no le gustaba que le interrumpieran sus pensamientos. Jason tenía trece años y era un chico flaco, suave y bastante alto para su edad. Tenía el pelo rubio, muy corto, semejante a una fregona. Llevaba unas gafas como las de Clark Kent, con montura negra, lo que hacía que le sobresalieran las orejas, pero tenía unos impresionantes ojos azules, transparentes como dos lagos, y un encantador sentido del humor. Llevaba puesta una camiseta en la que se veía escrito en letras rojas el eslogan «La dislexia engaña».

Michael se dio la vuelta en el raído sillón de cuero verde y preguntó con exagerada paciencia:

– Dime, Jason, ¿cuál es el problema?

– Hay un individuo ahí afuera que quiere verte -le indicó Jason.

– Un individuo, ¿eh? -inquirió Michael-. ¿Y te ha dicho qué quiere?

Jason se encogió de hombros.

– No, sólo me ha preguntado si estaba en casa el señor Rearden.

Michael se recostó en el sillón y empezó a darse golpecitos en los dientes con la pluma.

– ¿No ha mencionado la Compañía Games?

– Mmm… no.

– Estoy esperando a alguien de la Compañía Games. ¿Ves todo lo que hay en esta mesa? ¿Todos estos cientos de papelitos? Bueno, pues ésta es mi última fuente de dinero. El proyecto X.

Jason echó una fugaz ojeada por el rabillo del ojo a los montones y montones de anotaciones, recortes de periódico, hojas del bloc de notas escritas y artículos de revistas arrancados, todos ellos removiéndose ligeramente a causa de la brisa que entraba por la ventana entreabierta.

– ¿Es que vas a empezar a reciclar papel? -sugirió.

Michael dejó escapar un brazo y fingió que le propinaba una bofetada en la oreja.

– ¡Reciclar papel! ¡Tú qué sabrás!

Hizo girar de nuevo el sillón y cogió el bloc.

– Esto, amiguito, es un nuevo juego de preguntas y respuestas, el primero que realmente tiene cierta importancia desde que se inventó el Trivial Pursuit. Va a dar millones. No, miento, billones. En los años venideros se va a hablar de este juego de la misma manera que se hoy se habla del Monopoly y del Scrabble. Pero eso será cuando tú y yo estemos viviendo a todo lujo en Palm Beach, manejando lanchas motoras, conduciendo Lamborghinis y rodeados de tantas nenas como podamos. Bueno, todas las nenas con las que tú puedas. Yo estoy muy contento con tu mamá.

Jason contempló muy serio todo aquel desorden y dijo:

– Parece un tanto complicado.

A Michael se le notó el desagrado en la cara.

– Oh, desde luego. Ahora parece complicado, pero piénsalo. Antes de armar un reloj, parece bastante complicado, ¿verdad? Todas esas ruedecillas dentadas y demás. Pero una vez que lo haya terminado… -Recogió algunos papeles y los ordenó-. Bueno, entonces será menos complicado.

– Ese tipo dice que realmente tiene que verte.

– Oh, ese hombre. ¿Te ha dicho cómo se llama?

– Rocky Woods, creo.

Michael lo miró con expresión seria.

– ¿Rocky Woods? ¿Eso es lo que ha dicho?

– Sus palabras exactas fueron: «Tengo que ver a tu padre. Pregúntale si se acuerda de Rocky Woods.»

Michael se tapó la boca con la mano durante unos instantes y guardó silencio. Sólo sus ojos traicionaban lo febril de sus pensamientos. Iban como locos de un lado a otro, como si Michael estuviera leyendo o recordando con toda viveza algo que le hubiese trastornado, recondándolo con más detalle de lo que a la gente le gusta hacerlo.

– ¿Papá? -le preguntó Jason-. ¿He hecho bien? ¿Quieres que le diga que se vaya?

Pero Michael alargó una mano y cogió a Jason por una de las muñecas; se la apretó, hizo un esfuerzo por sonreír y luego le dijo a su hijo:

– Lo has hecho estupendamente. ¿Qué tal si le dices que entre?

– Si tú lo dices, de acuerdo.

Cuando Jason se hubo marchado, dejando la puerta entreabierta al salir, Michael se puso en pie, dio la vuelta alrededor del escritorio y se acercó a la ventana. Su despacho no era más que un reducido invernadero sobre pilares con vistas a las dunas cubiertas de hierba de la playa de New Seabury y las permanentemente azules aguas de Nantucket Sound. El resto de la casa era exactamente igual de espartana: una casa de verano de tres dormitorios que le había comprado a un amigo de Plymouth Insurance. Estaba hecha a base de tabiques de madera desnudos, muebles estilo cuáquero y alfombras indias. Cuando Michael llevó allí a su familia desde Boston para ver qué tal le iba, su amigo se había puesto a bromear y a decir que era como pasar el fin de semana con los Padres Peregrinos: «Todo a base de succotash y tarta de calabaza. Pero, ¿cómo vamos a sobrevivir en invierno?»

Michael era un hombre de treinta y cuatro años, enjuto, de nariz aguileña, cabello ratonil cortado a cepillo y unos ojos azules y opacos, mientras que los de su hijo eran azules y transparentes. Era atractivo del modo que lo había sido Jimmy Dean; o como Clint Eastwood de joven; con cierto aspecto cansado, ligeramente descompuesto y herido por el modo en que miraba a la gente. Bajo aquella camisa a cuadros azules, las muñecas se veían nudosas y de triple articulación, y los pantalones coitos, de color caqui, no le favorecían mucho a aquellas desgarbadas piernas suyas. Sus movimientos eran vacilantes y tímidos, y en ocasiones casi afeminados. Pero no cabía duda acerca de su masculinidad. Aparte de haber cortejado y haberse casado con la muchacha más atractiva de Plymouth Insurance, sus intereses en la vida eran típicamente masculinos: la pesca, el béisbol, beber cerveza y hurgar en todos los aparatos que le caían en las manos intentando arreglarlos.

Su mayor pasión era lo que él llamaba «pensar a favor del viento», lo cual significaba resolver los problemas abordándolos a favor del viento y luego saltar sobre ellos cuando menos se lo esperaban. Desde que se habían trasladado a New Seabury, hacía ya más de año y medio, había inventado unos plomos que se disparaban solos para lanzar los sedales de la caña de pescar a una distancia récord, y había convertido cierta máquina eléctrica para hacer ejercicio en un ingenioso artilugio para quitar percebes, lapas y otros crustáceos del casco de los yates. Del mismo modo que la máquina de hacer ejercicio provoca la contracción de los músculos humanos, la «Limpet-Zapper», que es como llamaba a su invento, provocaba espasmos en el cuerpo de los moluscos bivalvos, de manera que literalmente los hacía saltar del casco del yate.

Pero dos inventos de discreto éxito no habían generado ni por asomo ingresos suficientes para mantener a Patsy en medias y a Jason en Adidas, de modo que seguían viviendo como los Padres Peregrinos, sólo que comían rollo de carne en lugar de succotash y jalea en lugar de tarta de calabaza, y cómo vamos a llegar a final de mes, no digamos al final del invierno.

Contempló la sombra de las nubes navegar sobre la arena. Le daba la impresión de que fueran pastinacas gigantes deslizándose veloz y silenciosamente por el fondo del océano. Vio a tres niños que hacían volar una cometa roja, y a una mujer ataviada con un bañador rosa y un enorme sombrero a juego que paseaba a un spaniel marrón y blanco. Ojalá fuera posible capturar aquella escena exactamente como estaba y colgarla entera en la pared, con viento, movimiento, sonido y con los visillos agitados por la brisa ante la ventana. Sonrió para sus adentros al caer en la cuenta de que acababa de inventar la televisión.

No llamaron a la puerta, pero Michael oyó cómo ésta se abría un poco más. Dio media vuelta y se encontró con que allí estaba Joe Garboden, el mismo de siempre, con una chaqueta a rayas malvas, verdes, cerezas y amarillas, que parecía haber sido rechazada por los Reyes del Mambo por ser demasiado llamativa. Joe tenía la cabeza grande, el pelo negro espeso y brillante y unas mejillas con la misma textura que la coliflor. Tenía los ojos hundidos y relucientes, pero ello le daba un aspecto bondadoso, y siempre estaba sonriendo -muchísimo más de lo que era normal-, lo que lo convertía en uno de los más aceptables portadores de malas noticias que Michael hubiera conocido nunca.

– Hola, Joe -lo saludó con las manos enterradas en los bolsillos de los pantalones cortos.

Joe se acercó y se quedó de pie a su lado, con una mano extendida. Esperó inútilmente y al final dijo:

– ¿Qué te parece, Michael? ¿Acaso andar jugueteando con el capullo es más importante para ti que saludar a un antiguo colega?

De mala gana, Michael alargó la mano y estrechó la del visitante. Joe sonrió, luego se quedó mirando durante unos instantes la palma de su propia mano y dijo:

– Confío en que en realidad no estuvieras jugueteando con el capullo.

– No parece que esté quedándome ciego, ¿no es así? -repuso Michael.

– Pero eso es sólo porque no lo haces como es debido. -Joe dejó caer el grasiento sombrero que llevaba sobre el escritorio, justo encima del bloc de Michael; luego dio unos pasos, se acercó a la ventana y se puso a admirar la vista-. Un día precioso, ¿no es cierto? Esta casa es el mismísimo cielo en verano. ¿Qué tal resulta en pleno invierno? Apuesto a que se convierte en un infierno. ¿Cómo os calentáis?

– Con mantas.

– ¿Con mantas?

– Eso es. Desde el Día de Acción de Gracias hasta el Memorial Day nos quedamos en la cama.

– Ah, es un buen sistema, especialmente con Patsy, si no te importa que lo diga. Sigue estando tan guapa como cualquier hombre pueda soñar.

– Oh… ¿la has visto?

– Claro, y hemos estado hablando un rato. Está en el jardín lavando el coche. Es decir… ¿cómo lo diría? Está lavando los pedacitos que hacen que toda esa herrumbre se aguante en una sola pieza.

– ¿Qué te trae por aquí? -le preguntó Michael-. Espero que no hayas venido a enseñarme la chaqueta.

– ¿Te importa que acomode el trasero en algún sitio? -le preguntó Joe. Y acto seguido se acomodó en el sofá de cuero. Cogió la revista que Michael había estado leyendo y frunció el ceño al contemplar la portada.

¿Mushing? -preguntó incrédulo.

– Sí, ya sabes -repuso Michael-. ¡Mush, mush! Es como se arrea a los perros esquimales para que tiren del trineo, y esas cosas. ¡Mush, mush!

– ¿La gente se dedica mucho a eso por aquí? -le preguntó Joe con la cara muy seria.

– Olvídalo, Joe… sólo es una idea en la que he estado trabajando.

Muy bien -convino Joe. Sacó un pañuelo arrugado y se limpió con él la frente-. Supongo que será mejor que te diga por qué he venido.

– Has mencionado Rocky Woods. Mi hijo se creyó que te llamabas así.

– Vaya, lo siento. No es un nombre para hacer bromas con él, ¿verdad?

Michael no respondió, sino que se dio la vuelta y se puso a mirar la cometa, que hacía piruetas sobre la línea de la costa. Podía suponer, más o menos, lo que Joe iba a pedirle, y no estaba seguro de querer mirarlo a la cara cuando lo hiciese.

– Me imagino que habrás oído hablar del asunto de John O'Brien -comenzó a decir Joe-. Ese que iba a ser juez del Tribunal Supremo.

– Desde luego. ¿Y quién no ha oído hablar de ese asunto? Era un hombre de suerte, por regla general, ¿no? Al Señor no le importó dársela, pero, desde luego, el Señor se aseguró de quitársela toda de una vez.

– El helicóptero estaba asegurado por nosotros en Plymouth, y reasegurado por Tyrell & Croteau. En realidad era propiedad de Reveré Aeronautic Services, que era la compañía que lo utilizaba, pero aquel día había salido para prestarle un servicio al departamento de Justicia.

– He oído por televisión que fue un fallo del motor.

– Eso es lo que has oído en televisión.

– ¿Quieres decir que no fue exactamente un fallo del motor?

– Quiero decir que eso fue lo que oíste por televisión. El fallo del motor forma parte de la historia, desde luego. Probablemente fue la causa principal de la caída del helicóptero, aunque todavía no sabemos por qué falló el motor, ni siquiera cómo, o si es posible que hubiera algún tipo de sabotaje. Pero es lo que pasó después de caer lo que está dándonos dolor de cabeza.

– Se quemó, ¿no? Los helicópteros que van cargados con ochocientos litros de queroseno de alta graduación, como el que se usa en aviación, tienen, desde luego, tendencia a arder.

– Éste en concreto no se incendió hasta nueve minutos y medio después del impacto.

– ¿Nadie llegó hasta el lugar del impacto hasta nueve minutos y medio después?

– Ahí está el misterio. Los servicios de salvamento no llegaron al lugar del accidente hasta nueve minutos y medio después. La caída tuvo lugar más allá del final de Sagamore Head, sobre la arena, y todavía hay algo más, alguien había abandonado un destartalado Winnebago atravesado en el camino que va desde la playa de Nantasket, de manera que los bomberos perdieron más de cinco minutos tan sólo en apartarlo y dejar despejado el camino. -Dobló el pañuelo y volvió a enjugarse con él la frente-. Sin embargo… alguien salió de entre los restos del helicóptero antes de que hiciera explosión. Los tripulantes de varios yates informaron de que habían visto un Chevy Blazer negro, u otro vehículo parecido, aparcado al lado del helicóptero siniestrado puede que dos o tres minutos después del impacto. Es más, hay un individuo que había anclado el yate a unos setenta metros de la orilla, y dice que estuvo remando hacia la costa en un bote neumático para ver si podía ayudar en algo. Y cuenta que vio con toda claridad un vehículo negro con tracción a las cuatro ruedas, y también a una persona vestida con un impermeable negro que salía de entre los restos acarreando algo parecido a una bolsa o un saco. Unos veinte segundos más tarde, el helicóptero estalló, y se produjo tanto humo y tantas llamas que ya no consiguió ver nada más. Cuando llegó a la orilla, el vehículo ya había desaparecido y el helicóptero estaba quemado casi por completo.

Michael se frotó las sienes con la punta de los dedos, como cualquier hombre que siente que se le avecina una migraña.

– ¿De manera que lo que estás diciéndome es que una o varias personas desconocidas llegaron al helicóptero antes de que lo hicieran los servicios de salvamento y sacaron un bulto o algo así de entre los restos?

– Eso es exactamente lo que estoy intentando decirte. Exactamente eso.

Michael permaneció pensativo y en silencio durante un buen rato. Joe lo miraba, se enjugaba el sudor y, de vez en cuando, se aclaraba la garganta.

– ¿Quién lleva el caso?

– Kevin Murray y un tipo nuevo, Rolbein.

– Kevin es bueno -observó Michael-. Él os lo resolverá.

– Kevin es bueno, sí, pero no es un hombre inspirado.

Michael se volvió de nuevo hacia él.

– ¿Y por eso es por lo que has hecho este viaje en coche hasta aquí, hasta Ningún Sitio del Mar? ¿Para verme? ¿Para obtener inspiración gratis?

Joe abrió los brazos exageradamente.

– Lo admito. -Tenía las axilas de la chaqueta a rayas manchada con semicírculos de sudor-. ¿No soy una mierda?

– Nada cambia -observó Michael.

Vale. De acuerdo, Michael. Pero procura mirarlo desde mi punto de vista. En esta reclamación hay por medio cientos de millones de dólares. Tendrías que ver hasta dónde alcanza la póliza del seguro de vida de O'Brien; solamente ella constituye el doble de las reservas nacionales de Haití y de la República Dominicana juntas, y también parte de las de Cuba, si me apuras. Además están las pólizas del seguro de vida de su esposa, Eva O'Brien, y de la hija de ambos, Sissy; por no hablar de todas las restantes reclamaciones por pérdidas, daños y negligencia. -Se sonó ruidosamente la nariz-. Todo esto no sería tan grave si las cosas estuvieran claras, si fuesen tan sólo algo rutinario. Pero todo este asunto tiene un olor muy sospechoso. ¿Sabes esa sensación que se tiene cuando se investiga el incendio de un edificio de apartamentos, y uno tiene la impresión de que hay flotando en el aire un ligero tufillo a gasolina, o a disolvente de pintura, o a alcohol? Pues yo ahora noto esa misma clase de olor. Y es que existen demasiadas inconsistencias, demasiadas cosas raras en este asunto. No esa clase de inconsistencias normales con las que uno se tropieza en la vida diaria, sino inconsistencias que le hacen pensar a uno y decir… «Espera un momento, ¿cómo ha podido ser eso?»

– Ponme un ejemplo.

– Bueno, piénsalo. El helicóptero tiene un fallo de motor, se estrella en la playa de Nantasket y, al parecer, hay alguien que está esperando a que caiga precisamente allí. Si el fallo del motor es auténtico, ¿cómo es que ese alguien sabe exactamente dónde va a caer el helicóptero?

– Parece que estáis en un buen atolladero -comentó Michael al tiempo que se sentaba en el sillón giratorio y comenzaba a balancearse adelante y atrás.

– No me digas. Y están presionándome para que llegue rápidamente a una solución. Tengo a Henry Croteau encima de este caso diecisiete veces al día. Y nuestro amado presidente Edgar Bedford está encima de mí casi setenta veces al día.

– ¿Y la policía? ¿Coopera?

– Ése es otro aspecto raro. Cuando Hudson, el jefe de policía, habló por primera vez con la prensa prometió una «completa, franca y valiente investigación». Pero, hasta el momento, la policía parece estar tratando este caso con aproximadamente tanta seriedad como si el G. I. Joe se cayese de su Huey de plástico.

– ¿Y la Agencia Federal de Aviación?

– Silencio absoluto. Se niegan a hablar aunque sólo sea de los hallazgos preliminares. Dicen que tienen que recomponer todos los restos del accidente antes de poder averiguar cualquier por qué o por lo tanto. Están actuando con tanta cautela que ni siquiera admiten que tengan hallazgos preliminares.

– ¿Quién se encarga de la reconstrucción?

– Tu viejo amigo Jorge da Silva.

– ¿En serio? No es propio de Jorge mostrarse reservado. ¿Y qué hay de la oficina del forense?

– Lo mismo. -Joe hizo como que se cerraba la boca con una cremallera-. Lo único que el forense está dispuesto a decirnos hasta ahora, y cito más o menos textualmente, es que «el grupo de O'Brien se vio implicado en un fatal accidente de helicóptero y aparentemente no hubo supervivientes».

Michael se quedó pensando durante unos instantes y luego dijo:

– «El grupo de O'Brien.» ¿Cuántas personas lo formaban exactamente?

– Si tú no lo sabes, yo tampoco -repuso Joe al tiempo que un destello le aparecía en los ojos-. El hecho llano y simple es que nadie quiere decirlo. En aquel helicóptero habrían podido ser hasta ocho personas. ¿Y qué demonios es eso de que «aparentemente no hubo supervivientes»? No hay nada aparente en la supervivencia, por lo menos no que yo sepa. Si alguna vez tengo la desgracia de sufrir un accidente de helicóptero, Dios no lo quiera, no quiero sobrevivir aparentemente. Quiero estar allí mismo, en las noticias de la noche de la NBC, vivito y coleando, con un tiznón en la nariz y una tirita en la frente, alabando la pericia y el valor del piloto.

– Entonces -quiso saber Michael-, ¿nadie ha confirmado oficialmente el número de muertos?

– Exacto. ¿Sabes lo que me dijeron? «El trauma físico que sufrieron fue tan severo que todavía no se ha conseguido una identificación completa.» Y un huevo, no se ha conseguido. Tú y yo estuvimos en Rocky Woods, y allí no había que conseguir nada. Si uno quería saber los cadáveres que tenía, bastaba con contar las cabezas, como hicimos nosotros, estuvieran pegadas a algo o no.

Michael, pensativo, dijo:

– Estaba John O'Brien, ¿verdad? Y su esposa Eva O'Brien. Y su hija. ¿Estoy en lo cierto?

– Eso es. Sissy O'Brien, de catorce años.

Michael iba contando con los dedos.

– Y, por supuesto, también habría un piloto. ¿Sabes si había un copiloto?

– No, no. Pero había un joven pez gordo del departamento de Justicia, un tal Dean McAllister. Había volado desde Washington la noche anterior para poder acompañar al señor O'Brien en el viaje para la ceremonia del juramento.

– Entonces eran cinco. Eso no debería de ser muy difícil de averiguar, incluso después de un incendio. ¿Quién es el médico forense?

– Raymond Moorpath, del Hospital Central de Boston.

– ¿Moorpath? Ahora ejerce la medicina privada.

– De todos modos, allí es donde llevaron los cadáveres, y Moorpath se dedicó a hacer los honores, a petición de alguien de muy, muy, arriba. Pero no me puedes negar que Moorpath fue siempre el mejor, especialmente con las víctimas de incendios.

Michael se quedó pensando un rato. Luego dijo:

– ¿Quieres una cerveza?

Joe se encogió de hombros.

– Si tú te tomas otra.

– Vamos a la cocina.

Salieron del estudio. Una súbita ráfaga de viento levantó una pequeña ventisca de papel en el escritorio de Michael y la puerta se cerró con un golpe tras ellos. Echaron a andar en fila india por la estrecha pasarela de madera que llevaba hasta la puerta de la cocina, produciendo en los tablones un sonido hueco con los pies. A su izquierda no había nada más que la playa llena de hierba y el mar, muy brillante. A la derecha, un empinado tramo de peldaños blanqueados por el sol conducía hasta el patio delantero de cemento, que hacía cuesta, donde Patsy estaba lavando con una manguera el Mercury Marquis del 69, color verde desvaído, mientras Jason, con las piernas colgando al aire, miraba cómo trabajaba su madre encaramado a la pared de ladrillo. Patsy levantó la cabeza, los miró y los saludó con la mano; Michael le devolvió el saludo de la misma manera y le gritó alegremente:

– ¿Cómo va el lavado del coche, cariño?

Al mismo tiempo, sin embargo, le hizo un sutilísimo gesto con la cabeza y abrió mucho los ojos, para indicarle que la presencia de Joe no le hacía ninguna gracia.

Patsy sonrió y continuó trabajando con la manguera. Michael no se había sentido nunca tan cerca de nadie, hombre o mujer, en toda su vida. Patsy y él reían juntos, se preocupaban juntos, prácticamente respiraban al unísono. Él la quería, pero el modo como convivían día a día era mucho más complicado que cualquier cosa a la que él hubiera llamado amor antes. Era un completo entrelazado físico, emocional e intelectual.

Patsy medía escasamente un metro sesenta centímetros; llevaba una melena irregular y descuidada de cabello descolorido por el sol y tenía cara de muñeca, con ojos azules de porcelana, nariz respingona y los labios rosados y gruesos. Aquel día llevaba puesta una camiseta a rayas rosas y blancas muy ceñida que le resaltaba los escasos pechos, el más diminuto par de pantalones cortos de algodón que se puedan imaginar y unas botas de goma de color rosa fluorescente.

El presidente de Plymouth Insurance, Edgar Bedford, en cierta ocasión, la había llamado despreciativamente «la muñequita de Michael». Pero a pesar de aquel aspecto de muñeca Barbie, Patsy era una persona culta, divertida y decidida; y era de estas cualidades de las que se había enamorado Michael. Desde luego, era una mujer que llamaba la atención, y también resultaba sexualmente atractiva, por supuesto, y todo ello contribuía a que a Michael le encantase. Pero Patsy era capaz de mantener una conversación sobre Mozart, Matisse o Guy de Maupassant en cualquier cena; o de hablar sobre la teoría del Big Bang; o sobre política y censura; o sobre rock and roll; o sobre la ordenación de las mujeres; o sobre si la Tierra está calentándose realmente o no.

Michael y Joe entraron en la cocina; en ella se encontraban una mesa lisa y limpia, el fregadero, grande y anticuado, y unos móviles tintineantes construidos con cisnes, yates y verduras. Michael abrió la nevera, sacó dos cervezas y le lanzó una a Joe. Luego se sentó a horcajadas en una silla, desenroscó el tapón de su botella, echó la cabeza hacia atrás y dio un trago largo rápido.

– Decididamente, todo esto suena como si alguien estuviera intentado ocultar algo -dijo Michael-. La cuestión, desde luego, es averiguar por qué, y si significa algo en términos de reclamaciones de seguros.

– La póliza de John O'Brien cubre la muerte por accidente exclusivamente -le explicó Joe-. Excluye de forma específica el suicidio y el homicidio.

– ¿Y en cuánto está valorada exactamente?

– En doscientos setenta y ocho millones de dólares.

– De manera que, evidentemente, a Plymouth Insurance le interesa demostrar que lo mataron deliberadamente o que planeó su propia muerte.

Joe dio un trago y se limpió la boca con el revés de la mano.

– Para no andarnos con demasiadas sutilezas, sí.

Michael se quedó pensando durante un rato y, de vez en cuando, daba algunos tragos de la botella. Luego miró a Joe y dijo:

– Pues buena suerte.

– Supongo que te habrás dado cuenta de que estoy pidiéndote que te metas en esto -le dijo Joe.

– Joe, eso ya lo he dejado correr. No quiero meterme en ello. Patsy y yo nos salimos de ese negocio y somos muy felices tal como estamos.

Joe dijo suavemente:

– Tienes un descubierto en el banco de seis mil trescientos cincuenta y ocho dólares, y prácticamente ninguna perspectiva de conseguir dinero hasta finales de octubre, que será cuando cobres tus próximos derechos de patente de Marine Developments Incorporated, y puedo hacer un cálculo por adelantado y afirmar que será algo menos de mil quinientos dólares.

Michael se quedó mirándolo.

– ¿Cómo demonios has averiguado eso?

– Oh, venga, Michael, ya conoces la rutina. No se va a cazar patos sin escopeta, ¿no?

Michael sabía exactamente de qué estaba hablando Joe. Para los investigadores de reclamaciones de seguros, comprobar las cuentas bancarias, el crédito y los informes médicos confidenciales de los clientes era un procedimiento común. Al contrario que la policía, ellos no tenían que mantener un comportamiento tan estricto en lo que se refería a las órdenes de registro o a las reglas de evidencia. Durante los nueve años que había durado su carrera en Plymouth Insurance, Michael había pagado regularmente a empleados de los bancos para que le dejaran echar un vistazo a los informes bancarios confidenciales. Pero ahora que él era la víctima, se sentía descubierto, enojado y humillado por el hecho de que Joe hubiera averiguado que estaba sin blanca.

– Escucha -le dijo-, no tenías ningún derecho a hacer eso, ningún puñetero derecho.

– Lo siento -se excusó Joe, aunque no parecía sentirlo en absoluto-. Pero sabes perfectamente que si hubiera visto que andabas sobrado de dinero, no me habría tomado la molestia de conducir hasta aquí.

Créeme -le dijo Michael-, ha sido una pérdida de tiempo Por tu parte y también por la mía. Es posible que me haga falta el dinero, pero no hasta ese punto.

Michael… estoy haciendo un esfuerzo muy especial por resultar agradable. ¿A ti te parece que me habría tomado la molestia de venir hasta aquí para nada? Odio la playa, el mar y toda esa jodida arena. Mira, será un trabajo esporádico, único, si quieres. Entras en el asunto, lo solucionas, coges el dinero y te vienes a casa. Eso es todo lo que te pido. -Hizo una pausa para ver qué impresión había causado, luego se santiguó y añadió-: Será la primera y última vez, te lo prometo.

– Joe -le respondió Michael-, debes de tener al menos media docena de personas que son, evidentemente, tan buenos como pueda serlo yo. Y no sólo eso, sino que yo ya llevo fuera de todo ese negocio cerca de dos años. La mayoría de mis contactos se han trasladado a otra parte, o han muerto, o han ascendido. Mi agenda se ha convertido en una pieza de museo. La mitad de los números suenan una y otra vez y nadie contesta.

Joe dio un trago de cerveza y comenzó a tamborilear con aquellos gordinflones dedos suyos encima de la mesa al tiempo que miraba por la ventana. Se aclaró la garganta. Era obvio que algo le rondaba por la cabeza, pero no iba a decir de qué se trataba, a menos que le obligasen a ello.

Por fin, Michael continuó hablando:

– Hay algo más, ¿no es cierto? ¿Algo que no me has dicho?

Joe levantó una ceja.

– ¿Qué quieres decir?

– No me hagas perder el tiempo, Joe. Tú y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo.

– Bueno, de acuerdo -admitió Joe-. Hay algo que no te he dicho.

– Bien, ¿y qué es?

– Es absolutamente confidencial. A mí me lo contó uno de los de arriba, de muy arriba. Tuve que jurar que no te diría de qué se trata a menos que estuvieras dispuesto a encargarte de la investigación sobre O'Brien.

– Y si me lo dijeras ahora, ¿crees que cambiaría de opinión?

– Sin ninguna duda.

– Entonces, ¿qué problema hay? ¿No te fías de mí o qué? Quiero decir, ¿a quién piensas que voy a decírselo?

– Michael, Michael… claro que me fío de ti, por supuesto. Pero… ya sabes, a veces, hasta las «playas» tienen oídos. Si te lo dijera y, aun así, tú no accedieras a trabajar en esta investigación, y luego, por cualquier circunstancia, esa información concreta se filtrase y saliese a la luz, a mí se me caería el pelo. Y no estamos hablando sólo de reprimendas, sino que me refiero a algo mucho más serio.

Michael se puso en pie y rodeó la mesa. Joe lo miró sin parpadear.

– Lo siento, Joe -le dijo Michael-. No quiero parecer desagradecido ni nada por el estilo. Te agradezco que te hayas acordado de mí, pero, por lo que a mí respecta, Rocky Woods supuso el final. Aquello fue el fin. Prefiero un descubierto de seis mil trescientos cincuenta y ocho en el cielo a tener una cuenta de gastos en el infierno.

Joe se mostró implacable.

– Estoy dispuesto a pagarte veinticinco mil y la mitad del uno por ciento de la cantidad que nos ahorres. Doce mil quinientos de adelanto, ahora mismo, en la moneda que quieras: rublos, zlotys, o, si lo prefieres, en kwachas de Zambia, que están a dos dólares y dieciséis centavos.

– Joe… he dicho que no.

– Dirfie por lo menos que vas a pensarlo.

La cara de Joe era una máscara de sudor reluciente.

– No quiero pensarlo. La respuesta es no. Y nada de lo que digas o hagas me hará cambiar de opinión.

– ¿Treinta mil, con un adelanto de quince mil? Y digo quince mil aquí y ahora, al contado, en mano. Se acabaron las deudas y las preocupaciones, y luego os llevaré a todos a celebrarlo a Lobster Shack.

Michael movió la cabeza con énfasis en sentido negativo. De todos modos, tenía que admitir que la oferta lo tentaba. Patsy y él habían bregado mucho desde que él dejara el empleo y se trasladaran allí y, sin embargo, lo único que habían logrado era volverse más pobres y desarrapados. Últimamente se había visto agobiado cada mañana por las más molestas dudas acerca de sí mismo. ¿Qué estaba haciendo en realidad, sino beber cerveza, acariciar sueños y ser el dueño de poco más que una casa de vacaciones vieja y destartalada en la costa, dos pares de vaqueros y un Mercury oxidado que sufría hemorragias de aceite? En el fondo de su corazón sabía que nunca tendría el empuje necesario para acabar y comercializar aquel juego de mesa, al menos no del modo en que Horne y Abbot se habían afanado por desarrollar el Trivial Pursuit. Y, probablemente, tampoco viajaría nunca por el hielo para alcanzar el polo norte magnético. Era consciente de que nunca lograría nada de importancia y de que moriría aún más pobre de lo que era entonces.

Pero los recuerdos que tenía de Rocky Woods eran sangrientos y oscuros, semejantes a una de esas pesadillas de infancia que no dejan de acecharle a uno incluso durante las horas del día. Ni siquiera podía confiar en sí mismo para pensar en ello «a ravor del viento». Rocky Woods había sido el Hades en la tierra; la masacre de los inocentes; fuego, azufre y cubos de sangre. Dos años atrás, el diecisiete de marzo, a las cinco y cinco de la tarde, un L10-11 de las líneas aéreas Midwest había hecho explosión sobre Westwood, al sudoeste de Boston, justo tres minutos después de despegar del aeropuerto internacional de Logan. El fuselaje se había abierto en sentido longitudinal y trescientas doce personas, entre hombres, mujeres y niños, habían caído ochocientos metros y habían ido a estrellarse en la reserva de Rocky Woods.

Durante más de un minuto y medio había estado, literalmente, lloviendo gente.

Joe y Michael habían sido asignados por Plymouth Insurance para investigar la causa del accidente. Habían pasado la noche y la mayor parte del día siguiente detrás de los distintos equipos y de las ambulancias, de un cadáver a otro, contándolos, identificándolos y marcando las posiciones. Michael había encontrado un abedul que desde lejos parecía que estaba florecido. Al acercarse se dio cuenta de que estaba florecido con manos humanas.

Después de aquello no había conseguido dormir bien durante más de seis semanas. Después, una mañana, mientras mantenía una conversación telefónica con los bomberos de Boston acerca de los puntos de fusión, había colgado el aparato, se había marchado de las oficinas y no había regresado nunca más. Al principio, Edgar Bedford había intentado demandarlo por incumplimiento de contrato, pero más tarde, cuando Joe le hubo enseñado a Edgar unas cuantas de las peores fotografías de Rocky Woods, se había convencido (aunque de mala gana), y se lo había tomado con más calma.

Incluso ahora, dieciocho meses más tarde, Michael seguía soñando que se abría paso a través de aquellos bosques oscuros y llenos de humo mientras las luces de las linternas zigzagueaban por todas partes y los helicópteros rugían por encima de ellos. Seguía soñando con la niñita que había encontrado, sentada bajo un árbol y con los ojos abiertos, como si siguiera viva. Y, de hecho, entonces él había gritado: «¡Aquí hay uno vivo!», al tiempo que se daba cuenta de que era imposible que nadie sobreviviera a una caída libre de ochocientos metros, y que lo que estaba mirando en realidad era sólo media niña, de la cintura para arriba. La pequeña, cuyo cabello era sedoso y de color maíz, todavía sostenía una muñeca en sus manos.

Más que cualquier otra cosa, el recuerdo de aquella niñita había hecho que Michael no pudiera volver a ejercer nunca en su antiguo trabajo. Hasta había averiguado el nombre y la dirección de la pequeña: Sarah-May Williams, de Alsace Drive, Indiana, de cuatro años. Sus padres también habían muerto.

Entre los dos, Joe y él, habían examinado a cada una de las víctimas; a todas menos a una, una muchacha de dieciséis años llamada Elaine Parker. Habían encontrado su bolso y su equipaje y uno de los zapatos, pero Elaine Parker se había desvanecido para siempre en Rocky Woods, como si no hubiera existido nunca.

– Dame un respiro, ¿quieres, Michael? -le dijo Joe-. Dime que lo pensarás.

– Lo siento, Joe. No necesito hacerlo.

– ¿Ni siquiera por los viejos tiempos?

En aquel momento se abrió la puerta de la cocina y entró Patsy, acalorada y sofocada, con un cubo de plástico vacío en una mano.

– Ya está -dijo. Y luego añadió-: ¿Ni siquiera qué, por los viejos tiempos?

– Ni siquiera nada por los viejos tiempos -respondió Michael al tiempo que le rodeaba los hombros con el brazo-. Joe y yo sólo estábamos poniendo al día algunos recuerdos.

– Antes me ha dicho que tenía que hacerte una proposición interesante -comentó Patsy. Apartó la cortinilla que había debajo del fregadero y guardó allí el cubo. Luego se sentó y estiró la pierna izquierda para que Michael la ayudara a quitarse la bota de goma rosa. Él puso la mano bajo el talón y dio un fuerte tirón. Patsy comenzó a doblar una y otra vez los dedos de los pies-. Tengo los pies sudados. ¿Era algo bueno?

Michael movió la cabeza en un gesto de negación.

– Nada, sólo que Joe pensaba que yo podría ayudarle a salir de un apuro.

– ¿Con qué? Vamos, Michael, no nos vendría nada mal un poco de dinero en estos momentos, ¿no? Jason necesita camisetas nuevas, y si no llevamos pronto el coche a arreglar, va a entregar el alma para siempre.

¡Bravo! -dijo Joe levantando la botella en un gesto de saludo-. Así se habla.

No quiero hacerlo, eso es todo -insistió Michael poniéndose a la defensiva.

Bueno, ¿de qué se trata? No creo que pueda ser tan desagradable. ¿O sí?

Mira -dijo Michael-, yo dejé el trabajo en el negocio de os seguros porque no quería hacerlo más. He acabado con eso aehnitivamente. ¿No lo entiendes?

– Ya te lo he dicho -repitió Joe astutamente-. Es sólo un trabajo aislado. Lo haces y te vas. Ninguna atadura, nada.

– No, Joe -le respondió Michael-. Definitiva y terminantemente, no.

Patsy lo cogió del brazo. Unas diminutas gotas de sudor le perlaban el labio superior. Le dio un apretón en el brazo a su marido y preguntó:

– ¿Cuánto pagan?

– Michael está poniéndose duro -repuso Joe-. Le he ofrecido treinta de los grandes más la mitad del uno por ciento de la cantidad que nos ahorre. Pero déjalo. Un principio moral es un principio moral. Un no es un no.

Patsy se quedó mirando a Michael con incredulidad.

– ¿O sea, que te ha ofrecido treinta mil dólares y los has rechazado?

Michael notó que se ruborizaba.

– Vamos, cariño. Lo dejé definitivamente. Si no puedo tener éxito haciendo lo que quiero hacer, ¿qué clase de hombre se supone que soy? Es como admitir que no soy capaz de hacerlo. Es como arrojar la toalla.

– ¿De qué estás hablando? -le exigió Patsy-. Joe está ofreciéndote una oportunidad de trabajar en algo en lo que eres muy bueno. ¿Cómo puedes llamar a eso arrojar la toalla? Y hablando de toallas, nos vendría muy bien un juego nuevo. La mayoría las tenemos hechas harapos de lo gastadas que están.

Joe dio un sorbo de cerveza y esbozó una sonrisa irónica.

– ¿Sabes una cosa, Michael? -dijo-. Nunca se puede ganar contra una mujer.

Pero Michael negó lentamente con la cabeza.

– No voy a hacerlo, Joe. Ni por treinta millones de dólares.

– Michael… -empezó a decir Patsy; pero Michael levantó la mano y continuó hablando.

– Luego, ¿vale? Hablaremos de ello más tarde.

Joe se puso en pie y dejó la botella vacía sobre la mesa. Cogió el sombrero, se quedó mirando el interior del mismo como si esperase encontrar algo interesante, quizás dinero o la respuesta a todos sus problemas, y luego se lo puso.

– No puedes decir que no lo he intentado -dijo con sincero pesar en la voz.

– Me ha gustado verte, de todos modos -le dijo Michael-. ¿Por qué no te traes algún domingo a Marcia a comer?

– Bueno, gracias por la invitación, pero no creo que lo haga. Marcia odia la playa tanto como yo. Además… no me gustaría quitarles la comida de la boca a un inventor medio muerto de hambre y a su familia.

– Joe… -le advirtió Michael.

Pero Joe le cogió la mano, le dio una palmada en la espalda y dijo:

– Era una broma. Sólo una broma.

Michael lo acompañó hasta el coche, un Cadillac Seville recién estrenado de un brillante azul oscuro metalizado. Patsy se quedó esperando en la pasarela de tablones, mientras la brisa le alborotaba los rizos rubios. Una gaviota volaba en lo alto, lamentándose y chillando.

– Ya sabes lo que se dice de las gaviotas -comentó Joe al abrir la puerta del coche-. Se supone que son un augurio. Que son portadoras de malas noticias.

– Eso también se dice de ti, Joe -repuso Michael. Y no estaba bromeando del todo.

Joe movió el coche hacia atrás en el camino arenoso, les hizo un saludo de despedida con la mano y luego se marchó. Michael permaneció en la acera un rato largo contemplando cómo se alejaba, hasta que un destello de sol salió despedido del retrovisor de la puerta y finalmente el coche se perdió de vista. Subió lentamente por los peldaños de madera hasta donde se encontraba Patsy, y puso cara de resignación.

– Lo siento -dijo-. Quería que yo le ayudase a investigar un accidente de helicóptero, ése en el que resultaron muertos John O'Brien y su familia.

– ¿Y no has podido enfrentarte a ello? -le preguntó Patsy. Michael frunció los labios e hizo un rápido gesto negativo con la cabeza-. Pero no hubieras tenido que mirar los cadáveres, ¿verdad?

– Claro que sí. Tienes que averiguar cómo murieron, dónde murieron… tienes que comprobar hasta la postura en que fueron hallados.

– ¿Y realmente no puedes hacerlo?

Michael se puso a su lado y se sujetó al astillado pasamanos de madera.

– Desde aquella noche en que Joe y yo tuvimos que rastrear Rocky Woods, mi cabeza ha estado en todo momento tan cerca del límite como sea posible estar. Dejé el trabajo porque tenía que elegir entre eso o volverme completamente loco. No puedo explicar bien lo que esa experiencia me hizo, y realmente no espero que comprendas por qué no puedo aceptar un trabajo que solucionaría todos nuestros problemas de dinero en un instante.

Patsy le cogió un brazo y le dio un beso.

– Michael… yo no tengo que comprender nada. No podría comprenderlo, ¿no es cierto? No, a menos que hubiera estado allí, a menos que hubiera visto todo aquello con mis propios ojos. Pero no hace falta que comprenda nada porque confío plenamente en ti. Sé que habrías aceptado el trabajo si pudieras. Confío en ti y te quiero, y lo último que deseo en este mundo es hacerte daño bajo ningún concepto. No estoy dispuesta a vender tu salud mental por unas toallas nuevas.

Michael la besó en el pelo, luego en la frente y luego en los labios.

– Algo se presentará -le dijo-. Lo noto en el aire.

La gaviota daba vueltas y revoloteaba en lo alto, equilibrándose contra el viento. De vez en cuando lanzaba un grito como el de un bebé; o como un niño que llevara mucho tiempo perdido; o como un portador de malas noticias.

Aquella noche estaba tumbado en la cama cuando el mundo se abrió debajo de él y Michael cayó a plomo sumergiéndose en la oscuridad. Durante un largo rato quedó colgando en el aire, mientras el oscuro paisaje daba vueltas lentamente debajo de él y unas luces semejantes a puntas de alfiler brillaban a lo lejos. No oía pasar el aire velozmente junto a sus oídos, sólo silencio, pero sabía que estaba cayendo, y que estaba cayendo de prisa.

Era consciente de que había más gente cayendo a su alrededor, como una silenciosa granizada de gente. Nadie chillaba, nadie gritaba. Simplemente caían juntos en medio de la oscuridad, esperando el momento en que se precipitaran de pronto contra los árboles y chocaran contra el suelo.

Esperó y esperó. Tenía tanto miedo que apenas podía respirar. Quizás el suelo no viniera a su encuentro. Quizás él siguiese cayendo eternamente, sin parar, en medio de la noche. Pero podía ver las luces que se apagaban, primero una a una, luego más aprisa, a medida que las montañas se elevaban en torno a él. Entonces supo con certeza que iba a morir.

Aterrado, movió ambos brazos en el aire en un intento de sujetarse a cualquier cosa que pudiera salvarlo, o con la esperanza de echar a volar. Notó algo que chocaba con su mano izquierda y se aferró a ello; se le escapó, y lo cogió otra vez. Era una niña, que también caía a su lado. Ella no podía salvarlo; los dos estaban condenados a caer juntos. Pero él la abrazó, la abrazó tan fuerte como pudo.

Sólo entonces se dio cuenta de que ella lo miraba fijamente en medio de la oscuridad. Pudo ver el ávido brillo de aquellos ojos, muy abiertos. Pensó: «Oh, Dios, ya está muerta.» Luego bajó la mano y se percató de que estaba abrazando sólo media niña, el torso de una niña sin otra cosa debajo de la cintura que no fuesen harapos ensangrentados.

Michael gritó y se retorció pero, de algún modo, el torsojie la niña logró mantenerse aferrado a él, y no pudo soltarlo. Sintió cómo la sangre helada de la pequeña le bajaba por los muslos. Oyó el hueco sonido del viento al filtrarse por el cuerpo vacío. Sintió el frío y húmedo contacto de su mejilla.

La pequeña acercó los labios al oído de Michael, y éste oyó con toda claridad cómo le susurraba: «¡No me dejes caer! ¡No me dejes caer!»

Entonces, los dos fueron a chocar con fuerza contra el suelo. Michael abrió los ojos y se encontró hecho un ovillo sobre la cama, tenso y mojado a causa del sudor, con los dientes apretados y los músculos tan tensos que las pantorrillas se le habían agarrotado por un calambre.

Permaneció inmóvil bastante rato, respirando profundamente y tratando de relajarse. Gracias a Dios, no había despertado a Patsy. Hacía mucho, mucho tiempo que había tenido aquella pesadilla por última vez, pero nunca antes de un modo tan vivido como ahora. A duras penas podía creer que no hubiera caído verdaderamente y que siguiera aún vivo.

Se bajó con cuidado de la cama. Sintió bajo los pies descalzos la tosca alfombra de pita. Desnudo, atravesó la habitación de puntillas y poniendo buen cuidado en no tropezar con la mecedora del rincón, sobre la que tenía la costumbre de colgar la ropa. Eran poco más de las cuatro de la madrugada, y las primeras y tenues luces del amanecer empezaban a filtrarse a través de las floreadas cortinas de algodón.

Entró en la cocina y se sirvió un gran vaso de agua fría. De pie, con la mano en el grifo, se lo bebió a largos tragos sin respirar. Luego se acercó a la ventana que daba a Nantucket Sound y subió las persianas. Apenas conseguía distinguir las pálidas jorobas prehistóricas que eran las dunas de arena y la resplandeciente línea blanca del oleaje.

Se sentía tremendamente deprimido. ¿Acaso aquella pesadilla de Rocky Woods iba a atormentarlo eternamente? ¿No podría nunca quitársela de encima? Aquella terrible sensación con a que siempre empezaba -justo como si la cama se abriese debajo de él- era más de lo que podía aguantar. Otra pesadilla más tan clara y realista como la de aquella noche y estaba seguro de que se desmoronaría y se dejaría llevar por la locura.

Puede que hubiera cometido un error al abandonar el trabajo e intentar huir de aquello. Puede que hubiera sido mejor continuar en Plymouth Insurance y afrontar todos sus miedos hasta que hubiese aprendido a controlarlos. Puede que algún tipo de terapia le hubiese servido de ayuda. Pero Michael procedía de una familia que siempre se había mostrado autosuficiente y muy orgullosa de su intimidad; una familia que nunca le pedía ayuda a nadie, fuese financiera o emocional.

Durante veintiocho años, el padre de Michael había dirigido su propio negocio de fabricación de pequeñas embarcaciones en el puerto de Boston, y las barcas de remos y las lanchas neumáticas que fabricaba habían gozado de una fama excelente, que se extendía desde Rockland a Marblehead, por su fina y tradicional artesanía. Pero a principios de los años sesenta, cuando las barcas de fibra de vidrio empezaron a sustituir a la madera, muy pocos de los constructores de barcas habían sido capaces de llevar a cabo la transición, incluido Rearden Chandlers.

Michael aún recordaba los tiempos en que uno podía pasear por los muelles de Boston mientras oía la cacofonía que formaban los golpes de martillo al armar los cascos. También recordaba a su padre, agotado, sentado en una caja de madera en el cuarto de estar, totalmente vacío, mientras los encargados de las mudanzas se llevaban lo poco que quedaba de sus muebles. Él, que se encontraba de pie al lado de su padre, le había puesto una mano en el hombro y le había dicho:

– El banco te habría ayudado, ya lo sabes.

Pero su padre se había limitado a darle unas palmaditas en la mano y a decirle:

– ¿Es que crees que quiero que algún puñetero banquero me posea en cuerpo y alma? Nadie que no sea yo mismo va a poseer mi cuerpo ni mi alma.

Michael había heredado mucho de aquella autodestructiva terquedad; aquel sentimiento de que si uno no puede lograrlo por sí mismo, de alguna manera es menos hombre.

Continuaba pensando en su padre sin dejar de contemplar la línea donde rompen las olas cuando de repente sonó el teléfono. Lo cogió inmediatamente para que el timbrazo no despertase a Patsy o a Jason.

– ¿Michael?

– ¿Quién es?

– Michael, soy Joe. ¿Te he despertado?

No, no. No estaba dormido.

Escucha… siento llamarte tan tarde. O puede que sea mejor decir que siento llamarte tan temprano, no estoy muy seguro. Pero acabo de recibir un fax que me autoriza a comunicarte todo lo que sabemos del accidente de O'Brien. No es mucho, pero creo que te dará que pensar.

Michael se apretó la frente con la mano.

Joe… he estado hablando de esto con Patsy y la respuesta sigue siendo no.

– Déjame decirte lo que hemos averiguado.

– No me interesa. No quiero saberlo.

– Pero esto es de veinticuatro quilates, te lo prometo. Lo sabemos directamente por Roger Bannerman, de Boston Life & Trust. Edgar y él juegan juntos al golf.

– Como si se duchan juntos, no me importa. La respuesta sigue siendo no.

Se hizo una prolongada pausa. Michael empezaba a sentir frío, y sintió deseos de marcharse otra vez a la cama. Pero oía todavía la respiración de Joe al otro lado de la línea, y era como la firme respiración de Némesis, la helada respiración de un hado implacable. Sabía que Joe iba a contarle todo lo que Edgar había averiguado; y también estaba seguro de que él iba a escucharlo. Sabía, igualmente, que lo más probable era que ello acabara convenciéndolo de que abandonase aquella vida caprichosa que llevaba allí, en New Seabury, y de que volviera a afrontar las consecuencias espeluznantes de Rocky Woods.

– Faltaba la hija de John O'Brien -le dijo Joe.

– ¿Qué? -exclamó Michael.

– La hija de catorce años de John O'Brien, Cecilia… viajaba con sus padres a Washington, D. C, para la ceremonia del juramento. Encontraron su bolso y su equipaje en el helicóptero. Y lo que es más extraño, encontraron también sus zapatos debajo del asiento. Pero de la propia Cecilia no había ni rastro.

– Creía que en la oficina del forense te habían dicho que el trauma físico había sido tan severo que ni siquiera sabían de cuántos cadáveres se trataba -dijo Michael.

Eso es lo que dijeron. Pero estaban intentando ganar tiempo.

– Los hechos eran algo diferentes.

¿Cómo descubrió eso Roger Bannerman? Muy fácil. La señora Bannerman trabaja como voluntaria en el servicio de urgencias. Estuvo presente en la escena del accidente.

¿Y está segura de que la chica no se encontraba allí? ¿No cabe la posibilidad de que saliera despedida a causa del impacto, o algo por el estilo?

– Debía de estar muy segura, de lo contrario, no se lo habría comentado a su marido.

– De todos modos, una opinión que llega de segunda mano procedente de un voluntario del servicio de urgencias no se puede decir que sea exactamente una prueba.

– Yo no he dicho que sea una prueba -repuso Joe-. Lo que he dicho es que da que pensar.

Michael titubeó y sintió que empezaba a tiritar. El amanecer estaba ya avanzado y se podía ver el horizonte, el mar de un color gris pizarra y un fondo de cielo de un gris más claro. Más allá, hacia Nantucket Island, parecía como si estuviera lloviendo.

– ¿Qué más sabes? -preguntó.

– Eso es todo. El helicóptero se estrelló, y se vio a una o varias personas desconocidas sacando algo de entre los restos. Con posterioridad, cuando llegó la brigada de rescate, no había ni rastro de Cecilia O'Brien, aunque se sabía con certeza que viajaba en compañía de sus padres.

– Sigo sin entender por qué me necesitas.

Joe dejó escapar un profundo suspiro.

– Te necesito, Michael, porque me hace falta alguien que sea sensible, alguien que esté un poco loco. No necesito a una persona muy aplicada, ni a un analista. Necesito a alguien que pueda llegar a conclusiones de un salto. ¿Cómo era eso con lo que siempre andabas dándome la lata? «Pensar a favor del viento.» Eso es lo que necesito.

– ¿Qué dice la policía acerca de Cecilia O'Brien?

– Siéntate antes. Ni siquiera quieren admitir que no se hallaba entre los restos.

– Entonces, ¿quién está encubriendo esto y por qué?

– Dame tú alguna idea.

Michael se pasó una mano por entre el enredado pelo.

– O'Brien era liberal, ¿no es cierto? No aprobaba la pena de muerte, ni aprobaba el racismo, ni la segregación, ni la discriminación policial contra las minorías étnicas. Hizo campaña a favor del aborto; y también en contra de la censura. Odiaba los sobornos y odiaba el subvencionismo. Apoyaba la legalización de las drogas blandas; pero estaba en contra del crack, de la heroína y de la nieve, y se oponía enérgicamente a las armas. En realidad, había conseguido hacer de sí mismo un blanco de primera para cualquier traficante de drogas, cualquier político retorcido, cualquier patán racista del sur o cualquier excéntrico religioso en todo Estados Unidos.

Exactamente -convino Joe. Y luego añadió-: Acuérdate de Rocky Woods.

No pensarás en serio que puedo olvidarme de Rocky Woods.

No, claro que no. Perdona. Pero acuérdate de quién murió en Rocky Woods.

Trescientas cuarenta y cinco personas desprevenidas, entre hombres, mujeres y niños. Ésos son quienes encontraron la muerte en Rocky Woods.

– Incluido Dan Margolis.

– ¿Dan Margolis?

– Eso es, Michael. Dan Margolis, que acababa de ser elegido por William Webster para dirigir la Agencia Ejecutiva contra la Droga y tenía intenciones de acabar con el mercado de coca colombiana antes de que ésta tuviera tiempo de salir de la cuna.

– Me acuerdo de Dan Margolis -dijo Michael-. Trabajaba en la oficina del fiscal del distrito, ¿no? Todo fuego, mierda y pimienta, por lo que yo recuerdo.

– El mismísimo.

– Bueno, ¿qué intentas decirme? -le preguntó Michael.

– No intento decirte nada. Si supiera las respuestas, no estaría preguntando, ¿no te parece? Sólo estoy intentando pensar a favor del viento, como haces tú.

– ¿Y?

– Y… bueno, nada. Excepto que tenemos dos accidentes de aviación fatales con dos años de diferencia entre uno y otro, y en los dos casos hay implicado un conocido propagador de las ideas liberales; y en ambos casos se produce, además, la muerte de personas inocentes; y en ambos se da la circunstancia de la inexplicable desaparición de una mujer. En el caso de Rocky Woods fue Elaine Parker. Ahora ha sido Cecilia O'Brien.

– Joe -protestó Michael-, eso no es pensar a favor del viento. Eso es construir castillos en el aire. La explicación más lógica para la desaparición de Elaine Parker en Rocky Woods es que cayó a mucha distancia del área de búsqueda. Una ráfaga de aire se la llevó, un pedazo de escombro la golpeó y la desvió… ¿quién sabe? Aquella gente cayó en un área de quince quilómetros cuadrados. Y en cuanto a Cecilia O'Brien… bueno, aún no podemos decir nada con seguridad. Además, en Rocky Woods por lo menos murieron otras tres personas que pudieron haber sido el blanco de algún ajuste de cuentas o estafas a compañías de seguros. Eso dejando aparte el hecho de que nunca llegamos a descubrir qué fue lo que originó la explosión de aquel L10-11.

– Michael -dijo Joe en plan revancha-, estoy intentando hacerte pensar. Estoy intentando implicarte en esto.

– Por el amor de Dios, Joe, yo no quiero implicarme. No quiero saber cómo se estrelló el helicóptero, y no quiero saber por qué se estrelló; y, por encima de todo, no quiero ver a las personas que murieron en él. -Esta vez, Joe no contestó, sino que permaneció en silencio-. Todo ha terminado -continuó diciendo Michael-. Ahora soy inventor, por mucho que tú pienses que me va muy mal. Soy inventor y estoy haciendo cosas. No me dedico a meter la nariz entre los restos de las catástrofes; no me gano la vida a costa del dolor de otras personas. No soy una corneja negra. Hago cosas sencillas, pero cosas honradas.

– Muy bien -convino Joe-. Siento haberte molestado.

Y colgó el teléfono. Michael se quedó solo, desnudo, con aquel solitario pitido continuo que producía el teléfono. Al cabo de un rato colgó el aparato, miró a su alrededor y volvió al dormitorio sin hacer ruido.

Justamente estaba cerrando la puerta tras de sí cuando Patsy abrió los ojos, se quedó mirándolo y le preguntó:

– ¿Qué haces levantado? ¿Qué hora es?

– Las cuatro y media -repuso él al tiempo que se metía de nuevo en la cama.

Patsy se abrazó a él.

– Dios, qué frío estás -le dijo.

– En la cama -repuso él- puedes llamarme Michael.

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