Se encontró con Arthur Rolbein en The Rat, un antro situado en la avenida Commonwealth que hacía varios años que no pisaba. El sitio tenía todo lo que un buen antro debe tener: un ambiente lleno de humo, música estridente, suelos pegajosos, bebidas baratas y la mezcla precisa de gente que un antropólogo marciano se habría llevado consigo al planeta rojo en su platillo volante para demostrar lo ancho y profundo de la civilización humana, desde el bullicioso universitario de Boston bebedor de cerveza hasta el hermano superatractivo de risa tonta.
Llevaba cuatro horas de retraso. La policía de Hyannis había estado interrogándolos a ambos, a Víctor y a él, durante más de dos horas a cada uno, y únicamente los habían soltado con la condición de que no se alejaran más allá del Hub y de que estuvieran disponibles para volver a Hyannis en cualquier momento para someterse a nuevos interrogatorios.
Al doctor Rice lo habían transportado a toda prisa al Hospital Central de Boston para someterlo a una operación de urgencia de microcirugía. Habían metido los pies en hielo y se los habían llevado junto a él en bolsas de aluminio. Por suerte para Michael y Victor, el doctor Rice le había dado a la policía una descripción precisa de sus atacantes y había insistido en que ni Michael ni Victor lo habían tocado.
– Ellos entraron… me han salvado la vida.
Arthur Rolbein estaba encajonado con grandes apreturas en una mesa situada en el rincón. Era delgado y anguloso, y el pelo, lleno de caspa y ondulado, lo llevaba cortado a tazón. Cada vez que tragaba parecía que fueran a salírsele los ojos, y tenía los labios gruesos y de un rojo profundo, como si los llevase pintados.
Michael le preguntó qué quería beber, y él dijo:
– Seven-Up.
– ¿Seguro?
– No puedo probar el alcohol. Me produce urticaria.
Michael pidió un cerveza de barril. El equipo estéreo atronaba el ambiente con los sones de Perpetual Dawn-The Long Remixe. Dio un trago grande y frío y luego dijo:
– Creo que debería haber hablado contigo antes. Tu informe del caso O'Brien resultó muy ilustrativo.
Arthur Rolbein sorbió por la nariz, se encogió de hombros y miró hacia otra parte.
– Bueno, ya te lo dije ayer. Ahora ya no trabajo en el caso O'Brien.
– No creerás en serio que fue un accidente.
– Creeré lo que sea más conveniente creer.
– ¿Y no te parece que es más conveniente sugerir que fue homicidio premeditado? ¿Que John O'Brien fue asesinado?
– No es un mensaje que yo andaría dejando caer por la oficina, por decirlo de algún modo.
– ¿Por qué?
– Por ciertas personas que van y vienen.
– ¿Ah, sí?*¿Y quiénes son?
Arthur Rolbein echó una ojeada por el abarrotado local con un nerviosismo exagerado, como si estuviera representando una obra y le hubieran dicho que actuara de «nervioso».
– Joe Garboden podrá informarte mejor que yo.
– Joe Garboden también tiene miedo, por lo que yo sé.
– Bueno, no es para menos -dijo Arthur Rolbein-. Quiero decir, ¿es que quieres morir de una muerte horrible o qué?
– Arthur, esto es importante -insistió Michael-. Tienes que decirme de qué se trata.
Arthur Rolbein dejó escapar un profundo suspiro y luego se tapó la cara con la mano de tal manera que con los ojos miraba por entre los dedos, como si llevara puesta una máscara. Cuando habló lo hizo muy rápidamente, con un discurso monótono y atropellado en voz baja, y el golpeteo de Perpetual Dawn hacía que a Michael le resultase casi imposible oír lo que le decía.
– Ya has leído mi informe. Yo le concedía cierto porcentaje de posibilidades a la fatalidad… quiero decir que de eso es de lo que se trata en los seguros. Pero las apuestas en contra de que el helicóptero de O'Brien se estrellase accidentalmente en un punto de la costa donde alguien estaba esperando para matarlos eran demasiadas incluso para un reasegurador razonable. Y, seamos realistas, no existe un reasegurador razonable.
»Fui a ver a Kevin con todo lo que yo sabía… la entrevista con Masky y todas las estadísticas. Kevin se las había arreglado para averiguar algunos de los hallazgos técnicos de la Administración Federal de Aviación y estaba de acuerdo conmigo. Así que fuimos a ver a Joe Garboden y convino en que todo aquel asunto era puñeteramente raro, por no decir más. A simple vista, por lo menos, parecía que el accidente de John O'Brien era una muerte sospechosa, y que quizás pudiera tratarse incluso de una conspiración para cometer homicidio múltiple.
– ¿Y qué pasó? -le preguntó Michael-. Kevin y tú estabais sobre la pista. ¿Por qué os quitó Joe de pronto del caso y me lo ofreció a mí? Él mismo me ha dicho que, personalmente, no quería que yo lo hiciera.
Arthur Rolbein dio un trago de Seven-Up sin quitarse la mano de la cara.
– Edgar Bedford le dijo que lo hiciera.
– Pero… Venga, Arthur, eso no tiene ningún sentido. Edgar Bedford sabía que yo me había retirado, que había dejado los seguros. Sabía que estaba sometiéndome a tratamiento. ¿Por qué iba a creer que yo estaba en condiciones de llevar una investigación importante mejor que vosotros?
– A mí no me preguntes -dijo Arthur Rolbein-. Pero Joe dijo que incluso Edgar Bedford tiene que obedecer órdenes.
– ¿Edgar Bedford? ¿El gran autócrata billonario de Boston? Debes de estar de broma.
– Pues Joe estaba seguro de ello. Dio muchos rodeos para explicarlo. Nos dijo que había ciertas personas que iban y venían por todas partes. Los había visto en el despacho de Edgar Bedford, en el despacho del alcalde, y en todas partes.
– ¿Qué personas?
– Yo qué sé. Personas. Dijo que una vez que uno se daba cuenta de quiénes eran, siempre se les reconocía con facilidad. Por lo visto, estaba confeccionando una especie de expediente sobre el tema. Es posible que estuviera paranoico, que el exceso de trabajo lo hubiese sobrepasado, pero es el jefe, así que no quise hacer conjeturas sobre ello. Pero lo de O'Brien fue un homicidio múltiple, un asesinato, eso te lo puedo asegurar. No tengo ni idea de cómo lo hicieron. Puede que se las arreglaran para hacer que el helicóptero se estrellase por control remoto. ¿Quién sabe? Vivimos en la era de la tecnología, ¿no? Si hasta un niño de nueve años es capaz de llegar al nivel máximo en un videojuego, ten la seguridad de que un ingeniero adulto encontrará la manera de hacer que un helicóptero se estrelle donde él quiera. Siempre hay una manera de arreglarlo todo. El cómo no importa.
– Entonces, ¿qué es lo que importa? -le preguntó Michael.
– Lo que importa es que la misma tarde en que Joe Garboden nos dijo a Kevin y a mí que nos relevaba de la investigación de O'Brien, nos pasó un papel por encima del escritorio para que pudiéramos leerlo mientras hablaba con nosotros.
– Sigue.
Resultaba evidente que Arthur Rolbein estaba asustado y trastornado. Se apartó la mano de la cara y Michael vio que tenía lágrimas en los ojos.
– Nunca podré olvidarlo. El papel decía: «Por favor, mostraos de acuerdo conmigo en todo lo que diga, nada de discusiones, ¿de acuerdo? Si no os matarán.» Luego le dio la vuelta a la hoja, y en la parte de atrás había escrito: «Lo digo en serio.»
– De modo que accedisteis -le dijo Michael con un sentimiento lúgubre. Pensó que ojalá Joe estuviera en casa para poder hablar con él.
– ¿No habrías hecho tú lo mismo?
Se dieron la mano a la puerta de The Rat y acordaron mantenerse en contacto. La noche era cálida y la avenida Commonwealth estaba abarrotada de peatones. Delante de la fachada de ladrillo, de la que colgaba un letrero escrito en letras germánicas, «Rathskeller», todavía podían oír el insistente aporrear de la música que sonaba en su interior. Arthur Rolbein le dijo que probablemente haría caminando parte del trayecto hasta su casa, pues tenía intención de ir a visitar a un amigo que vivía en la calle Boylston. Luego Michael detuvo un taxi.
– ¿Adonde quiere ir? -le preguntó el taxista.
– A la Cantina Napoletana, en la calle Hanover.
Se metieron entre el denso tráfico de última hora de la tarde. Ya era casi de noche, y todas las calles eran un bullicio de automóviles y bocinas. Las luces parpadeaban en lo alto del Prudential Center y en la calle Sixty State. Se oían dos helicópteros de la Guardia Nacional que volaban en lo alto. El taxista echó una mirada por el espejo retrovisor y Michael observó que el hombre tenía uno de los ojos inyectado en sangre oscura.
– Parece ser que estamos en guerra -comentó el taxista.
– No he oído las últimas noticias -le dijo Michael-. ¿Aún continúan los disturbios?
– La policía sigue disparando contra inocentes viandantes, si es a eso a lo que se refiere.
– Eh -le dijo Michael-, no quiero hablar de política.
– ¿Y quién está hablando de política? -repuso el conductor-. Éste es el día de la expiación, ¿no es así? Esto no es político, es bíblico.
– Sea lo que sea, es una vergüenza para echarse a llorar-dijo Michael.
– Es el día de la expiación -repitió el taxista-. Yo siempre supe que iba a llegar, y ahora está aquí.
Dejó a Michael a la puerta de la Cantina Napoletana. Le devolvió el cambio mirándolo fijamente con el ojo bueno y el otro inyectado en sangre.
– Es una ofrenda de fuego, eso es lo que es -dijo con agresivo y exagerado énfasis-. Una ofrenda por medio del fuego de un aroma apaciguador del Señor.
– ¿Un qué?
– Un aroma a-pa-ci-gua-dor -repuso el taxista. Y se metió de nuevo entre el tráfico.
De pie en la acera, delante de la Cantina Napoletana, en medio de la normalidad de un atardecer de verano en la calle Hanover, con el aire lleno de variados aromas de guisos italianos, vapores de gasolina, del puerto de Boston, de aceite diesel y de perfume de mujer, Michael tuvo la certeza de que Joe tenía razón, y de que se había descubierto algo raro y terrible en la fibra de la vida cotidiana.
Debía de ser parecido a descubrir una cara espantosa en el dibujo de un papel de pared muy conocido. Una vez que uno se fija en ella, es imposible volver a mirar el papel de la pared sin ver aquella misma y espantosa cara repetida interminablemente.
Subió por las escaleras hasta el apartamento y abrió la puerta con llave. Todas las luces estaban encendidas, y Nice Work if You Can Get It, de Thelonious Monk, sonaba en el compact-disc. Victor ya estaba allí, con los pies puestos encima del sofá, dando sorbos alternativamente de una taza de café expreso y de un vaso corto de Jack Daniels.
– He estado esperándote -le dijo al tiempo que se quitaba las gafas y dejaba el cuaderno que estaba leyendo. A su lado en el sofá estaban los otros libros que Michael había cogido del despacho del doctor Rice: su agenda y el volumen encuadernado en verde que se encontraba en el estante al lado del cuadro de Sheeler. Mientras la policía de Hyannis ayudaba a los enfermeros a transportar al doctor Rice hasta la ambulancia, Michael había aprovechado para meterlos en un sobre grande de papel manila que lucía el membrete «Hospital diaconista de Nueva Inglaterra», y había salido del despacho con el sobre bajo el brazo-. Por lo visto, Frank Coward había sido paciente del doctor Rice durante bastantes años -comentó Víctor-. El doctor Rice lo sometía a hipnosis porque tenía pesadillas recurrentes y ataques de pánico. Al parecer, el pobrecillo Frank no hacía más que ver a dos viejos amigos de los días del servicio militar. Lo que le excitaba era que él era veinte años más viejo, mientras que ellos no habían envejecido en absoluto.
– ¿Hay algo que indique que a Frank Coward estuvieran sometiéndolo a sugestión posthipnótica?
Victor se mojó el dedo y comenzó a pasar rápidamente las hojas del cuaderno hacia atrás.
– Esto me ha parecido que quizás fuera un indicio -dijo; y le entregó el cuaderno.
Había una entrada garabateada con la propia letra del doctor Rice en tinta púrpura brillante: «6 de abril, H. llamó a las 11 a. m. para saber si Frank hacía progresos y para interesarse por su estado general. Naturalmente le he dicho que me satisface el hecho de que Frank esté listo para ayudarnos, y que será aún más fácil de manejar que Lesley Kellow.»
Michael bajó el libro y le dirigió una mirada a Victor con los ojos muy abiertos.
– ¡Lesley Kellow! ¿Sabes quién era Lesley Kellow?
– ¿Tendría que saber]o?
– Lesley Kellow era el copiloto del L10-11 que hizo explosión y se estrelló sobre Rocky Woods.
– Estás tomándome el pelo.
– Ni pensarlo. No es que quedara mucho de él. Literalmente, pedacitos, como un puzle, sólo que de carne y hueso. En realidad sufrió más heridas que cualquier otra de las personas que viajaban en el avión.
– ¿Cómo se cayó el avión? -le preguntó Victor.
– Nunca lo averiguamos con certera. Pero la teoría más plausible es que alguien puso una bomba en algún punto de la sección central. No en la bodegas -sino en el compartimento de pasajeros, entre la fila veinte y la veintitrés, justo entre las alas. El fondo del avión se abrió exactamente igual que si Dios estuviera desenvainando un guisante, y todo el mundo se cayó.
Victor asintió con la cabeza.
– Recuerdo haberlo visto en televisión.
– Mira esto -le indicó Michael-: una relación definitiva.
Frank Coward y Lesley Kellow estaban siendo sometidos a hipnosis por el doctor Rice. Y hay otra conexión, además, que Joe ya mencionó. Es sólo una posible conexión, pero es una conexión, al fin y al cabo. John O'Brien resultó muerto en el accidente de helicóptero, y en el desastre de Rocky Woods murió Dan Margolis. Te acuerdas de Dan Margolis, ¿verdad? El tipo aquel que iba a acabar con el tráfico de drogas colombiano. Dos políticos liberales, los dos muertos en accidentes aéreos en los que los pilotos eran pacientes del doctor Rice.
– Y existe otra relación además -apuntó Victor-. Los hombres que se encontraban detrás de la valla en el montículo cubierto de hierba cuando asesinaron a Kennedy. Otro político liberal.
Ambos permanecieron en silencio durante unos instantes, reacios a pronunciar en voz alta la evidente conclusión. Era demasiado remota, demasiado dramática. Era como descubrir que el polo sur estaba en realidad en la parte de arriba del mundo, y que el polo norte estaba en la de abajo.
– ¿Una conspiración? -preguntó Victor por fin.
– Es una especie de conspiración muy rara -repuso Michael-. Y, además, ¿cuál es el móvil? ¿Cuál es la agenda política?
– Eso es lo que tenemos que averiguar -afirmó Victor.
Michael se puso a leer los apuntes del doctor Rice por segunda vez.
– Podríamos empezar por averiguar quién es H. Si a H. le interesaba saber si Frank Coward estaba listo para entrar en acción, en ese caso parece probable que H. sea el contacto del doctor Rice con los conspiradores. Eso suponiendo que en realidad haya conspiradores.
Victor pasó las hojas de la agenda del doctor Rice.
– Mmm… Conoce a mucha gente cuyos apellidos empiezan por H. Julius Habgood, cirujano dental. Kerry Hastings, florista. Norman T. Henry.
Michael se acercó a la mesa y cogió el teléfono.
– Voy a llamar otra vez a Marcia, a ver si ha tenido noticias de Joe.
– Masón Herridge, corredor de fincas. Ruth Hersov, corredora de fincas. Jacob Hertzman, siquiatra.
Michael marcó el número de teléfono de Joe y Marcia contestó al instante.
– ¿Joe? -preguntó la mujer con la voz desencajada por la preocupación.
– No, lo siento, Marcia. Soy yo, Michael. ¿Sigues sin tener noticias?
– Nada. Nadie lo ha visto, nadie ha tenido noticias de él.
– Seguro que está bien. Lo más probable es que ni siquiera se dé cuenta de lo preocupada que estás.
– Eso no te lo crees ni tú, ¿verdad? Joe no se esfumaría así, por las buenas, sin decírmelo. A veces está irritable, a veces impaciente, pero nunca cruel.
– ¿Puedo hacer algo? -le preguntó Michael.
– Joe Hesteren, reparación de automóviles -entonó Victor-. Joyce Hewitt. Leonard Heyderman.
– Sólo mantente en contacto conmigo -le suplicó Marcia-. Mi hermana viene mañana, pero me siento muy sola.
Michael colgó el teléfono. Estaba seriamente preocupado por Joe. Tenía la terrible y agobiante impresión de que Joe ya estaba muerto, y de que no volvería a verlo nunca, nunca, a no ser metido en el ataúd.
– Aquí hay uno raro -dijo Víctor.
– ¿Por qué? -le preguntó Michael.
– Porque es la única anotación sin nombre de pila, sólo por eso. Probablemente no signifique nada.
Michael dio la vuelta alrededor del sofá y miró por encima del hombro de Víctor. Éste estaba señalando un nombre y una dirección claramente escritos: «Señor Hillary, Goat's Cape.» Luego había un número de teléfono que empezaba ‹por 508.
Michael sintió que un pinchazo helado le recorría la espalda, y no pudo reprimir un estremecimiento involuntario.
– El «señor Hillary» -repitió-. Ése es el hombre que yo vi cuando estaba bajo hipnosis. Ése es el nombre que me dijo el viejo junto a la plaza Copley.
Víctor se volvió hacia él.
– Jesús, te has puesto blanco como el papel -observó.
– Pero es que no me di cuenta de que el «señor Hillary» existiera realmente.
– ¿Qué te preocupa? Es perfectamente explicable. El doctor Rice te puso ese nombre en la mente mientras te tenía hipnotizado. Puede que ni siquiera te haya mencionado el nombre directamente… o que simplemente estuviera hablando por teléfono con él mientras tú estabas en trance.
– Pero es que yo vi al «señor Hillary». Sé exactamente qué aspecto tiene.
– Eso no significa algo necesariamente. Lo que probablemente sucedería es que tú oirías el nombre del «señor Hillary»
mientras estabas en trance, y tu imaginación le dio forma. Apuesto a que si volvieras atrás en tus recuerdos, te acordarías de alguien que conociste en otro tiempo y que tenía precisamente ese aspecto; o puede que algún personaje de un libro, o de la televisión… alguien con un nombre parecido a «señor Hillary».
– Nunca he conocido a nadie que se parezca a ese tipo. Y, de todos modos, ¿cómo es que el ciego me mencionó ese nombre?
– No lo sé. A lo mejor lo entendiste mal. O quizás fuera la resaca de tu trance hipnótico.
– ¿Tú quién eres, el señor Escéptico o algo así? -le preguntó Michael.
Victor sonrió.
– Soy forense. Me enseñaron a ser escéptico. No me importa seguir pistas y conexiones e intentar sumar dos y dos. Pero no creo en la magia y no creo que uno pueda ver a personas bajo hipnosis sin haberlas visto nunca antes en la vida real.
Michael cogió la agenda.
– Señor Hillary, Goat's Cape. ¿Dónde demonios estará ese Goat's Cape?
– No lo sé. ¿Tienes un mapa?
Michael bajó a la calle y cogió un maltrecho mapa de carreteras que tenía en la guantera del coche. Las aceras estaban bulliciosas, llenas de gente, y en la acera de enfrente un joven con el pelo largo y negro estaba tocando el violín; tocaba uno de esos pasajes agudos y hambrientos que a Michael siempre le traían a la memoria las películas góticas, en las que mujeres pálidas recorren atemorizada y apresuradamente una habitación tras otra en mansiones desiertas.
Michael estaba cerrando el coche cuando se fijó en otra persona que se hallaba también en la acera de enfrente. Un hombre con gafas muy oscuras que estaba de pie a la puerta de la panadería italiana DiLucca, que a aquellas horas estaba cerrada. Michael sintió un pinchazo de aprensión. Era imposible saber si el hombre estaba mirando fijamente a Michael o no, pero se hallaba totalmente inmóvil, con los brazos caídos a los lados. Y era precisamente esa inmovilidad, en contraste con el ajetreo y las prisas de la calle, lo que le daba un aspecto tan amenazador.
Lentamente, Michael retrocedió por la acera y volvió a la Cantina Napoletana. Se volvió a mirar sólo en una ocasión antes de entrar, y el hombre seguía allí, igual de inmóvil.
De vuelta en el apartamento se acercó a la ventana que daba a la calle Hanover, pero una gran furgoneta azul había aparcado delante de la panadería DiLucca y era imposible comprobar si el hombre seguía allí o no.
– ¿Qué ocurre? -le preguntó Víctor. Se había servido otro trago de whisky y estaba leyendo el cuaderno del doctor Rice.
– No sé… había un individuo parado ante una puerta en la acera de enfrente. Tenía la cara muy pálida y llevaba gafas oscuras. Era exactamente igual que uno de esos tipos que merodeaban por New Seabury.
– ¿Sigue ahí todavía?
– No lo sé… creo que debe de haberse ido ya.
– Bueno… no nos pongamos paranoicos -dijo Víctor.
Michael desdobló el mapa y lo extendió sobre la mesa. Recorrió con el dedo toda la línea de la costa desde Acoaxet, en el sur, hasta la playa de Salisbury, en el norte.
– ¿Sabías que el doctor Rice practicaba la aurahipnosis? -le preguntó Víctor.
– Sí, me lo dijo esta mañana. Y habló de mi «aura» un par de veces en alguna de nuestras sesiones de terapia. Supuse que se refería a vibraciones personales. Me dijo que mi aura estaba en unas condiciones deplorables.
– ¿Nada más? ¿No te explicó qué intentaba hacer?
Michael lo miró y frunció el ceño.
– Intentaba volver a poner mi aura en debida forma. Una especie de entrenamiento a lo Cindy Crawford, sin exageraciones al estilo de Woody Alien.
– Pero, ¿no te explicó nunca en qué consiste realmente la aurahipnosis?
Michael frunció los labios. Le parecía importante que Víctor le hiciese preguntas con tanta insistencia sobre un tratamiento de terapia que él, al fin y al cabo, llevaba experimentando de primera mano durante casi un año.
– La aurahipnosis es un tipo de hipnosis que arregla el aura de las personas, eso es.
– Bueno, claro, en cierto modo sí. Pero actúa de manera diferente a la hipnosis normal. Tiene la misma finalidad terapéutica… pero la técnica es diferente. Leí un artículo sobre ello en New Psychology hace un par de meses, y si uno entiende de conjuros avanzados, está todo explicado aquí, en este libro.
– ¿Ah, sí? -inquirió Michael tratando de no ponerse de mal humor. Había llegado con el dedo en el mapa hasta la playa Priscilla, justo al sur de Plymouth-. Pensaba que no creías en la hipnosis. Creí que habías dicho que la única hipnosis que habías presenciado en tu vida era en el escenario, gente a la que convencían para que se quitara los pantalones y cosas así.
– A lo mejor te mentí.
Michael lo miró.
– ¿A lo mejor me mentiste? ¿Por qué ibas a mentirme en una cosa así?
Victor se quitó las gafas. Tenía los ojos sonmolientos y desenfocados.
– Yo sé lo que la hipnosis hizo por mí. Sólo quería averiguar lo que había hecho por ti.
– ¿Y qué hizo por ti?
– A mí nunca me han hipnotizado. En eso no te mentí. Pero a mi hermana sí, repetidamente, durante varios meses. Estaba muy enferma, ¿comprendes? Parece que le ahorró muchísimos sufrimientos. Supongo que lo que yo quería saber era sólo si eso era cierto, y si realmente le alivió el dolor.
– Bueno, funciona, te lo puedo garantizar -le dijo Michael.
Victor había doblado la esquina de una de las páginas del libro del doctor Rice.
– Escucha esto: «La aurahipnosis fue descubierta originalmente por el marqués de Puysegar en 1782. Fue discípulo de Mesmer, el médico vienes que inventó la hipnosis. Mesmer utilizaba toda clase de elaborado material magnético para hipnotizar a las personas, alambres, imanes y recipientes con agua, pero el marqués de Puysegar demostró que todo ese material no es necesario… que lo único que hace falta es un foco óptico, como una luz o una moneda, y una voz suave.» Y escucha esto también: «Viajó a Sudamérica en la década de 1780 y allí descubrió que los indios peruanos se hipnotizaban a sí mismos sin otro propósito que permitir que sus auras salieran de sus cuerpos y bailasen alrededor de los fuegos de campamento para divertir a los niños.» ¿Puedes creerlo? ¡Televisión primitiva! «Incluso celebraban duelos hipnóticos unos con otros… sumiéndose en trances hipnóticos para que el aura de un guerrero pudiera físicamente dejar su cuerpo y luchar con el aura de otro.» Da la impresión de que en todo esto hubiera de por medio cierta cantidad de hojas de coca masticadas, pero básicamente en eso consiste la aurahipnosis. El aura del propio hipnotizador sale de él durante un tiempo y se reúne con el aura del paciente dentro del trance. Lo que se podía llamar hipnotismo «personal».
– Sigue -le pidió Michael, que había abandonado la lectura del mapa.
– El doctor Rice se refiere a la aurahipnosis dos o tres veces aquí-continuó diciendo Víctor-. Esto es de… ¿cuándo…? Octubre del año pasado. «Michael Rearden tiene un trauma de tratamiento tan complicado que he decidido someterlo en esta sesión a aurahipnosis. La experiencia ha resultado aterradora. Su estado es tal que su cuerpo etéreo ha adoptado la forma de oscuros nudos de tensión y terror, parecidos a espasmos musculares extremos. Es uno de los peores casos con los que me he tropezado, incluso más difícil de llevar que el de Frank Coward. Si fuera posible radiografiar su aura, se podrían identificar una a una las experiencias traumáticas que sufrió aquella noche, pero tal como son las cosas tengo que hacerlo mediante «tocar» y «sentir». Nunca me había encontrado con un cuerpo etéreo tan oscurecido y deformado.»
Michael gruñó divertido.
– Hace que me sienta como Quasimodo.
– El jorobado de Hyannis -dijo Víctor sonriendo-. De todas formas… al parecer creía que la aurahipnosis estaba ayudándole a ponerte en forma. Me parece que deberías estar agradecido, teniendo en cuenta lo peligroso que puede resultar.
– ¿Peligroso? ¿A qué te refieres?
– En la hipnosis corriente, el hipnotizador te coloca en un trance ligero que tiene el efecto de abolir temporalmente algunas de tus funciones corticales. Te convierte en alguien muy sugestionable, y así el hipnotizador puede hacerte regresar a la infancia o al momento en que empezara tu problema… lo cual en tu caso fue el desastre aéreo de Rocky Woods. Te ayuda a localizar y comprender tu ansiedad, y él se limita a sugerirte que no tienes que preocuparte más. Despierta, pías, fin del problema.
– ¿Y la aurahipnosis no es así?
– La aurahipnosis es más parecida a la fisioterapia… ya sabes, lo que se hace cuando uno tiene un accidente o algo así y el fisioterapeuta te mete en una piscina y te masajea los músculos. En la aurahipnosis, el hipnotizador te coloca en un trance tan profundo que los latidos del corazón se hacen lentos y el ritmo respiratorio se reduce casi a la mitad. Y justo cuando estás entrando en trance, su cuerpo etéreo entra contigo, al mismo tiempo. Su aura está realmente dentro de tu trance, contigo. Entonces, él puede «visitar» tus ansiedades contigo y ayudarte a ver que no tienes nada de qué preocuparte.
– ¿Y qué hay de peligroso en eso?
– Para empezar, tus ansiedades podrían ser muchísimo más horrorosas de lo que el aura del hipnotizador fuera capaz de manejar. Sean cuales fueren los traumas que han estado distorsionando tu aura, podrían distorsionar también la suya. El peligro reside en que el médico puede acabar tan enfermo como el paciente. E incluso más, puesto que el aura está fuera de su cuerpo y es mucho más vulnerable de lo que suele ser.
– ¿Tú crees algo de todo esto? -le preguntó Michael.
Victor asintió.
– Tendrías que haber visto a mi hermana Ruth. En 1967 enfermó de cáncer de estómago. Padecía unos dolores que no te puedes ni imaginar. La única persona que consiguió hacerle soportables los últimos días fue quien la sometía a hipnosis. Pudo haber pasado semanas sumida en la agonía y el sufrimiento; pero, en cambio, él le proporcionó semanas de dicha. La llevó de nuevo a su infancia, al día de su boda. Le hizo vivir los momentos más felices de su vida. Cuando murió no estaba postrada en una cama de hospital en Newark, estaba paseando a su perro en casa de nuestro tío, en Cos Cob, Connecticut. -Se dio unos golpecitos en la frente-. Aquí dentro, claro. -Se detuvo unos instantes, con los ojos empañados de lágrimas. Luego añadió-: Eso fue aurahipnosis, y de lo que yo no me enteré hasta años más tarde es que cuando aquella persona estaba sometiendo a Ruth a trance hipnótico, él sufría casi tanto dolor como la propia Ruth estaba sufriendo. Después de morir Ruth, se pasó siete meses ingresado en el hospital con úlceras perforadas. Casi le cuesta la vida.
– Es sorprendente que las personalidades de dos personas puedan estar tan entrelazadas -dijo Michael-. Ya sabes, ser tan… ¿cómo diría yo…? Tan simbióticas.
– Bueno, no sé si yo creo en el subconsciente colectivo -dijo Victor-. Pero en lo que sí creo es en que dos personas puedan llegar a estar tan magnéticamente unidas que consigan compartir las mismas experiencias subconscientes. Tú quieres a tu mujer. Deberías saber eso.
– Sí -convino Michael hablando lentamente-. Creo que sí. Puede que lo olvide más a menudo de lo que debería.
Victor cerró los libros del doctor Rice y se levantó del sofá en un intento deliberado de cambiar los ánimos.
– Bueno, venga -dijo-. ¿Dónde está ese Goat's Cape que estás buscando?
Michael continuó recorriendo con el dedo la línea de la costa de Massachusetts en el mapa. Más allá del puerto de Boston, más allá de la playa Winthrop, de la playa Reveré y de Lynn Harbor. Y, de pronto, allí estaba, y quedó sorprendido de que nunca se hubiera fijado en aquel punto hasta entonces. Goat's Cape, situado en el extremo más meridional de la costa del promontorio de Nahant, era un fragmento de tierra que sobresalía y entraba en la bahía de Massachusetts, al final del istmo de cinco quilómetros.
Nahant. Donde habían encontrado el cadáver torturado de Sissy lanzado a la playa por el mar; y cuyo faro, Michael había visto en sueños en su profundo trance hipnótico.
– Vaya, vaya, vaya -dijo Víctor a la vez que se levantaba las gafas hasta la frente y sometía el mapa a un atento escrutinio-. Todo esto empieza a cobrar sentido.
Michael volvió la cabeza. Su sombra en la pared parecía enorme y amenazadora.
– Es real, ¿verdad? -preguntó con voz tensa-. Todo esto de la conspiración. Es real.
– Habrá que hacer más investigaciones, por decirlo de algún modo.
– Sí -dijo Michael. Y casi pudo notar cómo el suelo se abría bajo sus pies.
No había mucho más que pudieran hacer aquella noche aparte de beber un poco, mirar la televisión y pensar qué harían al día siguiente por la mañana.
A las diez, la CBS emitió un boletín de noticias en directo desde la calle Seaver. Al principio no había sonido, pero las imágenes hablaban por sí solas. Un periodista negro estaba de pie en un bar lleno de escombros con automóviles y camiones ardiendo al fondo. Luces azules y rojas de la policía parpadeaban y se le reflejaban en la cara sudorosa.
Le oyeron decir: «…siete hombres de la Guardia Nacional muertos al estrellarse el helicóptero en el que viajaban sobre Grove Hall, dieciocho civiles desaparecidos, los disturbios ya fuera de todo control, el gobernador ha decretado el estado de emergencia…»
– El fin del mundo tal como nosotros lo conocemos -comentó secamente Victor.
Una vez hecha la conexión con el estudio, el presentador, John Breezeman, anunció:
– Acabamos de recibir un comunicado de la Casa Blanca; en él se afirma que el presidente está «profundamente preocupado» por los disturbios de Boston y que le ha prometido al gobernador su «apoyo personal de todo corazón».
Michael se levantó y apagó el televisor.
– Vamos a dormir un poco. No quiero enfrentarme al fin del mundo con resaca.
Pero aquella noche, a altas horas de la noche, Michael tuvo la más extraordinaria y espantosa de las pesadillas. Caía en medio de la oscuridad, como caía siempre, y era consciente de que los demás cuerpos caían a su alrededor.
Pero al sumergirse en la noche sintió que alguien lo empujaba. De pronto ya no estaba cayendo, sino abriéndose paso entre una apretada multitud, y todos le daban empujones. Pero no lo hacían como se hace en una multitud normal, sino que lo hacían rígidamente y de modo irregular, como si no fueran capaces de mantenerse en pie por sí mismos, como si alguien estuviera empujándolos y tirando de ellos para hacer que se movieran.
Como si estuvieran muertos.
En medio de la multitud divisó a un hombre vestido con traje, que estaba sonriendo. No dijo nada, se limitó a saludarlo con la mano; y al acercarse a él abriéndose paso a empujones, el hombre le tendió ambas manos, como si quisiera sujetar a Michael, abrazarlo, tomarlo entre sus brazos.
– ¡No! -le gritó Michael-. ¡No se acerque a mí! ¡No se acerque a mí!
No tenía miedo de los cuerpos que bailoteaban a su alrededor, ni del hombre del traje.
Tenía miedo del daño que iba a infligir él mismo. Estaba aterrado de sus propias intenciones asesinas.
Si el hombre del traje se le acercaba más, Michael estaba seguro de que no le quedaría más remedio que matarlo. Abrirlo en canal, como un melón maduro.
Pero el hombre seguía sonriendo y empujando para acercarse más, y Michael era incapaz de darse la vuelta, no podía escapar a causa de todos aquellos cuerpos muertos.
Gritó con fuerza:
– ¡No, señor presidente, no se acerque a mí! ¡No, señor presidente, no!