DOCE

Continuó llamando a Joe cada media hora hasta mucho después de medianoche. Llamó también a la patrulla de carreteras, pero no tenía noticias de ningún accidente en el condado de Barnstable ni en el de Plymouth en el que estuviera implicado un Cadillac de color azul metalizado. Un hombre y una mujer habían muerto en la carretera cuatrocientos noventa y cinco, justo al nordeste de West Wareham, en una colisión frontal con un trailer refrigerado, pero viajaban en un Lincoln plateado. También se había encontrado un Cámaro carbonizado en la carretera ciento cincuenta y uno, pero no habían hallado ni rastro de los ocupantes, por lo que la patrulla de carreteras había supuesto que alguien habría prendido fuego a algún vehículo robado o estropeado, ya fuera para ocultar pruebas o para poder reclamar al seguro. Finalmente, Michael decidió dejarlo por aquella noche.

Víctor ya se había acostado en el sofá; estaba tapado con una manta de color verde estanque, y había dejado las gafas dobladas en el suelo, a su lado.

– ¿No ha habido suerte? -preguntó al ver que Michael colgaba el teléfono.

– No sé dónde demonios puede estar.

– Oh, venga… Lo encontraremos mañana en Boston. ¿A qué hora quieres salir?

– Temprano. Se supone que tengo una cita con el doctor Rice a las diez menos cuarto, pero puedo anularlo.

– ¿Te ayuda en realidad, la hipnosis?

– No lo sé. A veces creo que me deja peor de lo que estaba al principio. Pero otras veces… bueno, me da fuerzas para hacer cosas que quizás no hubiera sido capaz de hacer sin ella.

– Esta mañana estábamos hablando de sugestión posthipnó-tica. ¿Te somete a eso el doctor Rice?

Michael recogió y puso juntas todas las fotografías de Kennedy sobre el escritorio.

– Sólo en términos muy generales. Ya sabes, cosas como «hoy vas a sentirte más animado y seguro».

– ¿Y realmente te sientes más animado y seguro?

– Desde luego que sí. Algunos días funciona mejor que otros, pero funciona.

– ¿No te dice que hagas nada concreto… como empezar a bailar en medio de la calle, besar a todas las mujeres que lleven un vestido azul, o algo parecido?

Michael sonrió.

– Será mejor para él que no lo intente.

– Pero, ¿podría hacerlo?

– Oh, seguro que sí. La mayoría de las personas cree que nunca se las podría hipnotizar y que no responderían a la sugestión posthipnótica. Pero es increíble lo que un buen hipnotizador puede conseguir que haga la gente. Y todo eso de que la gente no hace nada que vaya en contra de su naturaleza, ni nada arriesgado o que ponga vidas en peligro… todo eso no son más que tonterías. Un hipnotizador moderno y habilidoso podría inducir a cualquiera a saltar de la torre John Hancock, o a ponerse delante de un autobús, o a lo que quiera que le apeteciese.

– Es lo que yo pensaba.

Michael se volvió hacia él.

– ¿Qué quieres decir?

– He estado pensando en Frank Coward, el tipo que iba pilotando el helicóptero cuando la familia O'Brien resultó muerta.

– ¿Y?

– Siempre que hacemos algún progreso en esta investigación, cualquiera que sea, acabamos volviendo al accidente de helicóptero. Vale. Aceptamos que el grupo de O'Brien probablemente fuera asesinado, y aceptamos también que a Sissy O'Brien la secuestraron. Pero, ¿cómo lo hicieron? ¿Cómo sabía el autor de los hechos en qué lugar iba a caer el helicóptero, a no ser que fuera porque Frank Coward tenía intención de hacerlo caer deliberadamente?

– ¿Crees que Frank Coward pudo hacer que el helicóptero se estrellase porque estaba bajo sugestión posthipnótica? -le preguntó Michael.

– Sólo es una idea, eso es todo. Ese tipo no era un enfermo terminal. Thomas Boyle me ha contado que la policía investigó todas sus cuentas bancarias, todas las cuentas de ahorro y también todos los gastos que había realizado en los últimos tiempos, y no encontró el menor indicio de que lo sobornasen. No se compró un coche nuevo, ni hizo reservas para marcharse de vacaciones a Acapulco, ni siquiera le regaló a su mujer una nevera nueva. Por supuesto… es posible que lo prepararan para suicidarse después de matar al grupo de O'Brien. Mira esos terroristas de Oriente Medio que hacen chocar camiones llenos de explosivos contra instalaciones del ejército de los Estados Unidos; los conductores se quedan dentro de los camiones. O mira la mujer que mató a Rajiv Gandhi. Pero… no sé, una misión suicida en realidad no encaja demasiado bien, ¿verdad? No en un piloto americano para matar a un juez del Tribunal Supremo. No parece verosímil.

Michael se quedó pensando durante unos instantes y luego hizo una sugerencia.

– Vale, ésa es una teoría interesante. Quizás sea mejor que mantenga la cita con el doctor Rice mañana por la mañana. Puedo preguntárselo a él.

Víctor se acostó de espaldas en el sofá y se santiguó.

Michael estaba a punto de apagar la luz.

– ¿Siempre haces eso?

– Es una costumbre. Mi abuela me enseñó a hacerlo cuando era niño. Mantiene alejados a los niños blancos como azucenas; eso es lo que decía ella.

– ¿Niños blancos como azucenas? ¿Quiénes eran esos niños blancos como azucenas? ¿Cuándo estaban en casa?

– Pues en realidad no lo sé. Alguna antigua leyenda de Polonia. Venían de noche y le robaban el alma a la gente, o algo así. En realidad nunca me lo contó. Siempre hablaba de ellos, y se santiguaba una y otra vez.

Michael apagó la luz.

– Que duermas bien -dijo-. Y… esto… puede que yo también deba santiguarme.

Marcia lo llamó a las seis de la mañana y le dijo con voz temblorosa que Joe todavía no había vuelto a casa. Había llamado a todos sus amigos, a la policía, a la patrulla de carreteras y a todos los hospitales. No había el menor rastro de él.

– Puede que se haya retrasado por alguna razón y haya decidido detenerse en algún hotel -le sugirió Michael, aunque no creía que fuera así.

– Me habría llamado, Michael. Siempre lo hace.

– Bueno, estaré en Boston a la hora de comer. Si no ha vuelto a la oficina para entonces, iré a verte.

– Oh, Dios mío, espero que esté bien -dijo Marcia-. Ha estado bajo una gran tensión con lo del caso O'Brien.

– ¿Tensión? -le preguntó Michael. Estaba realmente sorprendido-. ¿Qué clase de tensión?

– Parecía preocuparle mucho. Daba la impresión de que lo asustaba. Hace un par de semanas me dijo que estaban sucediendo cosas de las que nadie tenía conocimiento. Que había una especie de sociedad secreta, así es como lo llamó. Me dijo que se había dado cuenta hace años y que al principio no se lo había creído realmente, pero que ahora tenía pruebas.

Michael pensó inmediatamente en las fotografías de Kennedy. ¿Qué diantres habría descubierto Joe? ¿Sería quizás alguna relación entre el asesinato de Kennedy y los asesinatos del grupo de O'Brien? ¿Una relación mañosa, quizás, como Sam Giancana o Bugsy Siegel? ¿O una sociedad secreta de políticos influyentes contratados? Fuere como fuere, le dijo a Marcia:

– A mí no me ha dicho nada.

– Ya lo sé -dijo Marcia. Hizo una pausa, y Michael le notó por la voz que estaba llorando-. Lo siento, Michael. Quizás tendría que habértelo contado. Pero me dijo que no iba a decírselo a nadie hasta estar completamente seguro. Por eso no quería que tú intervinieras en el caso. Dijo que seguro que tú descubrirías lo que estaba pasando, y que quizás dieras la alarma antes de que él tuviera suficientes pruebas.

Michael frunció el ceño.

– ¿Qué quieres decir con eso de que no quería que yo interviniese en el caso? Vino aquí a pedírmelo expresamente. Literalmente, me lo suplicó.

– Tuvo que hacerlo. Edgar Bedford quería que intervinieses en el caso, y Joe no tuvo elección.

Michael estaba atónito.

– Marcia, sencillamente no acabo de creerme lo que dices. ¿De verdad que Joe no quería que yo me encargase de hacer esta investigación?

– Me dijo que era demasiado peligroso, que había demasiado que perder. Intentaba no manifestarlo, pero estaba absolutamente aterrorizado. Se pasaba las noches despierto, temblando. Por eso estoy preocupada ahora.

– Hablaré contigo más tarde -le aseguró Michael.

Y colgó el teléfono. Todavía estaba sentado a la mesa de la cocina con la mirada fija cuando entró Patsy sin otra cosa encima más que una camisa de cuadros.


– ¿Qué sucede? -le preguntó-. ¿Michael? Parece que hayas visto un fantasma.

Después de desayunar, Michael y Víctor fueron en coche a Hyannis para acudir a la cita de Michael con el doctor Rice. Habían intentando otra vez hablar con Joe, pero seguía sin aparecer por la oficina y el teléfono móvil continuaba sin línea. Era una mañana despejada y calurosa, sin viento, y las calles de Hyannis le daban a Michael la impresión de estar mirándolas en un espejo pulido.

– A lo mejor ha ido a esconderse -dijo Victor con la cabeza recostada en el respaldo y el brazo asomando por la ventanilla abierta del coche.

Michael aparcó delante de la consulta del doctor Rice.

– Eso espero. Estoy muy preocupado.

Entraron en recepción. Dentro estaba oscuro y se sentía frío después del calor de la calle. Una gran planta en una maceta se removía y temblaba en la corriente de aire acondicionado. La mesa de la recepcionista estaba vacía, y las luces de la centralita telefónica parpadeaban avisando de llamadas que llegaban del exterior. La silla giratoria estaba ladeada y separada del escritorio en un agudo ángulo, como si la recepcionista se hubiera levantado apresuradamente; el bolso de mano se encontraba en la alfombra al lado de la silla, junto con un peine, una barra de labios y unas llaves que asomaban por él.

Michael echó una ojeada alrededor.

– Qué raro -comentó.

– A lo mejor ha ido al lavabo -apuntó Victor.

– No… no creo. Cuando las chicas van al cuarto de baño se llevan el peine y la barra de labios.

– Estoy impresionado -dijo Victor mirándolo con asombro-. Deberías haberte dedicado a trabajar de investigador de seguros.

Michael se acercó a la puerta chapada de caoba que daba al despacho del doctor Rice. Estaba entreabierta… sólo cuatro o cinco centímetros, pero de todos modos llamó golpeando con los nudillos y dijo con voz fuerte:

– ¿Doctor Rice? ¿Doctor Rice? Soy Michael Rearden. He venido porque tenemos una cita.

Empujó la puerta, pero estaba atascada y no la pudo abrir. Volvió a empujar, pero había algo en el suelo que impedía abrirla, algo blando y pesado que no le permitía empujar más, como un colchón o un…


Volvió a empujar y esta vez distinguió un pie con una media puesta.

Un pie con media que se ladeó, sin vida, cuando Michael lo empujó.

– Jesús -exclamó.

– ¿Qué pasa? -quiso saber Victor.

– Hay un cuerpo apoyado contra la puerta. Un cuerpo de mujer. Puedo verle el pie.

Victor se asomó por la puerta entreabierta y luego se echó hacia atrás.

– Si el autor de esto la dejó apoyada en la puerta, lo más probable es que aún esté dentro. O eso, o ha huido por la parte de atrás.

Michael notó que el sudor empezaba a resbalarle por la espalda, por dentro de la camisa.

– Quizás tendríamos que llamar a la policía.

– Ah, venga -repuso Victor-. Nosotros somos prácticamente la policía. Por lo menos yo.

Michael titubeó unos instantes y luego volvió a acercarse a la puerta y llamó:

– ¡Doctor Rice! ¿Está usted ahí? ¡Soy Michael Rearden!

Estuvieron esperando casi un minuto, pero seguían sin obtener respuesta. Por fin, Victor dijo:

– No tenemos elección, ¿verdad? Apartemos esta puñetera puerta a patadas.

Se encontraban de pie el uno al lado del otro en la zona de recepción, sujetándose el uno en el hombro del otro para mantener el equilibrio. Por primera vez desde la época en que trabajaba con su padre calafateando cubiertas y barnizando montantes, Michael sintió una fuerte sensación de compañerismo: aquello era algo que estaban haciendo los dos juntos, y eso no admitía discusión. Victor era flaco y mañoso. No era el tipo de hombre del que normalmente Michael se hubiera hecho amigo. Pero tenía algo alarmantemente directo. Uno sabía que Victor no iba a andarse con tonterías, y uno sabía también que si alguna vez necesitaba acudir a él, Victor le prestaría ayuda sin pensarlo.

O no, según de qué humor estuviese.

– ¿Preparado? -le preguntó Victor-. Uno, dos, tres, preparado o no… ¡patada!

Dieron una patada a la puerta al unísono. La fuerza combinada de ambos resultó ser mucho mayor de lo que se esperaban. La puerta se arrancó violentamente de las bisagras y se partió completamente por la mitad; cayó, en forma de tienda de campaña rota, hacia el lado del pasillo que estaba detrás, y cubrió el cuerpo de la mujer que yacía justo al otro lado.

Michael pasó, no sin dificultad, por encima de la puerta, y Victor fue detrás. La levantaron entre los dos y volvieron a ponerla en la zona de recepción, apoyada en la mesa de la recepcionista, donde quedó ladeada como un borracho que se tambalea pero que se resiste a caerse.

En el suelo yacía el cuerpo de la recepcionista del doctor Rice. Michael la reconoció inmediatamente por la melena larga y morena. Le habían levantado la blusa de color melocotón por la espalda y le habían bajado las medias hasta dejarle al descubierto la cintura, el trasero y la parte superior de los muslos. La muchacha tenía la piel tan blanca como la manteca de cerdo. Se veían dos heridas de pinchazos en la zona de la cintura, heridas sin excesiva sangre, pero muy profundas, como si la hubieran atacado con una grapadora de oficina.

– Ellos otra vez -dijo Michael con voz apagada a causa de la impresión.

Victor examinó atentamente las heridas.

– Exactamente iguales.

Michael estaba a punto de decir que iba a llamar a Thomas Boyle cuando las oficinas se llenaron de un terrible y agudo grito de agonía. Era un grito masculino, y eso hacía que fuera aún peor: el grito de un hombre que se esfuerza por no admitir que está sufriendo un dolor insoportable, pero que al final tiene que dejar escapar el grito.

Sin mediar palabra echaron a correr hacia la puerta, y Michael la abrió de par en par de una patada. Golpeó contra la pared, vibró, y allí estaba el doctor Rice, sentado en el sillón Oggetti, con la cara rígidamente arrugada hacia arriba como un pañuelo viejo y asqueroso, con las uñas tan profundamente clavadas en las palmas de las manos que la sangre roja le manaba por entre los nudillos. Tenía todo el cuerpo doblado y encogido.

Parecía un lisiado medieval, un leproso de los que se arrastraban de mercado en mercado y se sentaban en las escalinatas de las iglesias suplicando compasión, implorando limosnas. A su lado se hallaban de pie dos jóvenes de cara blanca, altos y cautelosos, con los ojos ocultos tras gafas oscuras. Aquellos jóvenes iban vestidos de negro, como si fueran curas, enterradores, músicos de jazz o agentes de alguna secta satánica. Resultaban atractivos, pero de un modo espantoso. Jason hubiera dicho que eran fenomenales. El de la derecha sostenía un par de tijeras industriales de mango largo, unas de esas grandes y puñeteras tijeras capaces de cortar barras de acero del diámetro de los tobillos de un hombre; o incluso los tobillos de un hombre.

Y así había sido.

Los ensangrentados pies del doctor Rice yacían en el suelo, a unos veinticinco centímetros por debajo de los tobillos. Todavía llevaban puestos los zapatos de color castaño y los calcetines verdes y amarillos. Un pie estaba caído de lado, el otro seguía en posición vertical. Veinticinco centímetros por encima de los pies, los huesos de las piernas sobresalían de la carne retraída, color escarlata, de los amputados tobillos, y la sangre salía bombeada de las arterias tibiales en terribles y rítmicos chorros.

Michael se oyó decir a sí mismo:

– ¿Qué estáis haciendo? ¿Qué estáis haciendo?

E inmediatamente se lanzó contra el hombre que tenía en la mano las tijeras industriales y le hizo darse la vuelta violentamente, de tal modo que el hombre chocó de espaldas contra el archivador del doctor Rice. El joven de cara blanca era ridiculamente liviano, y Michael se asombró de haber podido empujarlo con tanta fuerza. El archivador se tambaleó unos instantes sobre su base, aunque no llegó a caerse. El joven, sin embargo, debió de romperse la espalda a causa del golpe, porque se quedó tumbado en el suelo con la cara apretada contra la moqueta de color brezo, temblando como una ternera desnucada.

Con apenas un segundo de vacilación, Michael tiró lejos las tijeras y propinó al segundo joven un tajante golpe oblicuo en un lado del cuello, justo debajo de la oreja. El otro se tambaleó, perdió el equilibrio y cayó sobre una rodilla, agarrándose al equipo estéreo en busca de apoyo. Estaba a punto de levantarse de nuevo cuando Victor se adelantó con toda la habilidad de un boxeador entrenado y le dio un puñetazo en el puente de la nariz y luego otro en el pómulo derecho, y a continuación otro en la sien izquierda y otro en la sien derecha de nuevo. El joven hizo otro intento de ponerse en pie, pero luego se tambaleó de lado y cayó al suelo al lado de su compañero.

El doctor Rice había dejado de gritar, pero la sangre no se había detenido en aquel desbocado bombeo hacia afuera. La moqueta que había debajo del sillón estaba oscura y empapada de sangre. El doctor Rice estaba temblando. En realidad casi se podía decir que saltaba sin parar arriba y abajo en el sillón.

– ¡Llama a una ambulancia! -dijo con urgencia Victor.

Se arrancó la corbata y la enrolló alrededor del tobillo izquierdo del doctor Rice, hizo un nudo con ella y lo apretó con una fuerza feroz. El flujo de sangre disminuyó del regular bombeo arterial hasta convertirse en un tenue y espeso goteo de color carmesí. Victor le quitó la corbata estampada de flores al doctor Rice y le hizo también un torniquete en el tobillo derecho, hasta que dejó de sangrar.

– La ambulancia está en camino -le dijo Michael.

El primero de los jóvenes ya estaba a gatas, intentando ponerse en pie. Michael le gritó:

– ¡Quédate donde estás!

– Oh… ¿es eso? -le dijo el joven en tono de mofa-. ¿Tengo derecho a guardar silencio? ¿Tengo derecho a que me represente un abogado? ¿Tengo derecho a no quedarme aquí mientras tú me sueltas todas esas aburridas y flatulentas tonterías anticuadas?

– Tú quédate donde estás -le advirtió Michael.

Con actitud desafiante, el joven se dirigió hacia la puerta, pero Michael inmediatamente se cruzó en su camino, le agarró por un brazo y lo aplastó contra la pared.

Inmediatamente se avergonzó de sí mismo. No había necesidad de actuar con tanta violencia. Él quizás pareciera demasiado delgado, y posiblemente no hubiera podido igualar a alguien que hubiese albergado serias intenciones de hacerle daño; pero se encontraba en buena forma física y tenía cierta grado de dureza. Aparte de eso empezaba a asimilar todos aquellos cadáveres humanos que habían caído del cielo en Rocky Woods. Estaba descubriendo un sentido de la valentía que estaba muy por encima de cualquier cosa que le hubiesen podido pedir en Plymouth Insurance, ojalá lo hubieran comprendido a su debido tiempo.

Echó una rápida mirada a Victor; éste tenía los ojos resplandecientes, y Michael comprendió que también sentía lo mismo que él. Extraoficialmente se habían nombrado a sí mismos Equipo de Limpieza.

– ¿Quién os ha enviado aquí? -le preguntó con exigencia Michael al primer joven.

– Nadie… nadie -repuso el joven. Tenía un acento extrañamente afectado, con un matiz como de Salem o de Marblehead, o incluso puede que de más al norte, prácticamente inglés.

– Vuelve a llamar a la ambulancia -le pidió Victor mientras apretaba una mano sobre la frente del doctor Rice-. Está perdiendo el sentido.

– Quédate ahí -le dijo Michael al joven en tono de advertencia. Cogió el teléfono y marcó el número. Repitió la llamada pidiendo la ambulancia.

– ¿Quiere otra ambulancia?

– Desde luego que no, por amor de Dios, pero dígale a la primera ambulancia que espabile.

– Créame, señor, siempre lo hacen.

Michael colgó el teléfono. Mientras lo hacía, el primer joven dijo:

– Nosotros tenemos que irnos ya.

– ¿Qué? -preguntó Michael con extrañeza-. Vosotros os quedáis aquí.

– Lo siento, tenemos que irnos.

– Vosotros vais a quedaros y no hay más que hablar.

El joven bajó la cabeza y volvió la espalda. Durante una fracción de segundo, Michael creyó de veras que iba a hacer lo que le había dicho. Pero entonces el joven se dio la vuelta tan bruscamente que Michael ni siquiera lo advirtió, y golpeó a éste en la clavícula con algo duro y pesado, un pisapapeles o un tope, algo que había podido coger por allí.

El dolor hizo explosión en el hombro de Michael como la expansión de una bomba. Cayó hacia atrás contra el escritorio del doctor Rice, intentó recobrar el equilibrio, no lo consiguió, y luego cayó sobre una rodilla. Casi simultáneamente el segundo joven le propinó a Victor una patada en las costillas. A continuación, los dos salieron del despacho agazapados y se escabulleron hacia la parte trasera del edificio.

Victor le gritó:

– ¡Cuida de él! ¡Vigila la respiración!

Y salió en persecución de los dos jóvenes como un terrier. Michael oyó que abrían la puerta trasera del edificio de una patada, seguida inmediatamente del sonido de una alarma. Oyó carreras y gritos.

Frotándose el hombro magullado, se puso en pie y se quedó junto al doctor Rice. Éste había estado parpadeando con la mirada perdida, pero ahora abrió los ojos y miró fijamente a Michael, al que reconoció en medio del sufrimiento.

– La ambulancia está en camino -le dijo Michael para tranquilizarlo al tiempo que le cogía una mano.

– Confío en que traigan pegamento -le dijo en un susurro el doctor Rice.

– No se preocupe… saldrá de ésta. Incluso es posible que no pierda los pies. Es increíble lo que se puede hacer con la microcirugía.

El doctor Rice se estremeció. Tenía las uñas largas y cortantes, y se las clavaba a Michael en los dedos.

– Me dijeron que en el lugar adonde iba a ir no necesitaría los pies.

– ¿Querían matarlo?

– Claro que querían matarme. Exactamente igual que a todos aquellos que descubren lo que se proponen.

– ¿Y qué se proponen?

El doctor Rice le dedicó a Michael una sonrisa enfermiza y titubeante.

– Créame, Michael, mejor que no lo sepa.

– Pero, ¿por qué la han tomado con usted?

– ¿Usted qué cree? Me eligieron a mí porque yo era el mejor, porque yo podía usar mi aura.

Hizo una mueca de dolor y tosió. Durante unos instantes, Michael creyó que el médico iba a morirse allí mismo y en aquel momento, justo delante de él.

Pero el cabo de un rato el doctor Rice levantó una mano temblorosa, se limpió la boca y dijo:

– Sólo somos seis o siete… al menos que yo sepa.

Michael le apretó la mano. No podía soportar mirar los tobillos, que goteaban.

– ¿Seis o siete qué? -le preguntó.

– Hipnotizadores con aura. ¿No lo sabía? Yo soy un hipnotizador con aura. Una cosa que aprendimos allá en los años sesenta, algo que no se puede comprender a menos que uno se haya visto a sí mismo desde fuera.

Hubo un silencio muy largo. El doctor Rice yacía de espaldas en el sillón y era evidente que empezaba a sentir el dolor de la amputación realmente por vez primera. Le apretó la mano a Michael como un buitre en rigor mortis, y la respiración se le hizo superficial e irregular.

A lo lejos oyeron el ulular de una sirena.

– Escuche -le dijo Michael-. Ya llegan.

El doctor Rice le apretó aún más la mano.

– No puedo explicárselo todo… no hay tiempo. Pero coja mi cuaderno… coja mi agenda… está en el cajón del escritorio, el de arriba a la derecha. Y coja ese libro del estante que está al lado del Sheeler… el verde… -El ruido de la ambulancia disminuyó hasta detenerse del todo al llegar a la puerta del despacho. Michael podía ver las luces rojas parpadeando a través de las persianas medio cerradas-. Una cosa más -susurró el doctor Rice.

– Está bien -le tranquilizó Michael-. Ya me lo dirá más tarde. Ahora vamos a llevarle al hospital.

– No, Michael… hay otra cosa… una cosa que usted tiene que saber…

– Escuche… olvídelo. Ya me lo dirá cuando se ponga bien.

Pero el doctor Rice se agarró a él e incluso intentó incorporarse en el sillón.

– El piloto… -susurró.

– Doctor Rice…

– ¡Escúcheme! -le interrumpió el doctor Rice-. El piloto, Frank Coward…, era uno de mis pacientes… lo mandaron aquí para que recibiera aurahipnosis, para que yo pudiera decirle lo que había que hacer… para que el «señor Hillary» pudiera decirle lo que había que hacer.

– No comprendo -dijo Michael.

– Lea mi diario… lea los libros… entonces lo entenderá.

– Victor dice que entra dentro de lo posible que Frank Coward hiciera que el helicóptero se estrellase porque así se lo ordenaran bajo hipnosis.

– Bien, Victor tiene razón… sea quien sea ese Victor. En cualquier caso, está sobre la pista correcta. Pero escuche…

En aquel momento llamaron a la puerta principal, y se oyó a un sanitario que decía:

– ¿Hola? ¿Hay alguien ahí? ¡La ambulancia!

– ¡Aquí dentro! -gritó Michael.

– ¡Por favor! -siseó el doctor Rice-. ¡Tiene que escucharme!

– Bill, la mujer está muerta -se oyó que decía una voz en el pasillo.

– ¡Por favor! -le suplicó el doctor Rice agarrando con fuerza la manga de Michael y moviendo arriba y abajo los ensangrentados muñones de los tobillos a causa de la ansiedad-. ¡Le he hecho lo mismo a usted!

– ¿Qué? -le preguntó Michael mirándolo perplejo.

– Le he hecho lo mismo a usted. Lo mismo que le hice a Frank Coward.

– ¿Qué quiere decir? -le exigió Michael.

Pero el doctor Rice no contestó. En lugar de hacerlo se puso a rebuscar en el bolsillo con la mano libre y sacó algo. Un objeto pequeño, del tamaño de un cuarto de dólar, pero más grueso. Se lo apretó a Michael en la palma de la mano y luego cerró los dedos sobre ello.

En aquel momento, dos fornidos sanitarios irrumpieron en el despacho.

– ¡Dios mío! -exclamó uno de ellos-. Ha perdido los dos pies.

Michael sacudió frenéticamente el brazo del doctor Rice.

– ¿Qué quiere decir con lo de Frank Coward? -repitió-. ¿Qué quiere decir con que me ha hecho lo mismo a mí?

Pero los ojos del doctor Rice parpadearon varias veces y finalmente se cerraron, y la cabeza se le cayó hacia un lado, con el labio superior enganchado en los colmillos en una débilísima parodia de un gruñido.

– Vamos, amigo -dijo el sanitario apartando a Michael con suavidad-. Este tipo necesita toda la ayuda experta que se le pueda proporcionar.

El otro sanitario se arrodilló en el suelo y con desagrado cogió los pies del doctor Rice.

– Tendremos que ponerlos en hielo -observó-. E inmediatamente tendremos que llevar a este desgraciado al hospital, no podemos perder más tiempo.

Michael oyó que se acercaba otra sirena por la calle; y luego otra; y a continuación el sonido que producían algunas puertas, de coche que se cerraban. Alguien había llamado a la policía. Al mismo tiempo entró Víctor por la puerta de atrás, jadeando y esforzándose por recuperar el aliento.

– No he podido alcanzarlos -le dijo a Michael-. Torcieron por la esquina, al lado del Copper Kettle, y entonces, sencillamente, desaparecieron.

Un policía tripón que llevaba el uniforme muy planchado entró también en la habitación. Parpadeó al ver a Victor, luego parpadeó al mirar a Michael, y luego parpadeó de nuevo al fijarse en el doctor Rice.

– Dios Todopoderoso -exclamó. Y luego añadió-: Buen Dios Todopoderoso.

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