El fracaso del cuento sobre Doroteo Martí me tuvo desalentado unos días. Pero la mañana que oí a Pascual referirle al Gran Pablito su descubrimiento del aeropuerto, sentí que mi vocación resucitaba y comencé a planear una nueva historia. Pascual había sorprendido a unos muchachitos vagabundos practicando un deporte riesgoso y excitante. Se tendían, al oscurecer, en el extremo de la pista de despegue del aeropuerto de Limatambo y Pascual juraba que, cada vez que un avión partía, por la presión del aire desplazado, el muchachito tendido se elevaba unos centímetros y levitaba, como en un espectáculo de magia, hasta que unos segundos después, desaparecido el efecto, regresaba al suelo de golpe. Yo había visto en esos días una película mexicana (sólo años después sabría que era de Buñuel y quien era Buñuel) que me entusiasmó: "Los olvidados". Decidí hacer un cuento con el mismo espíritu: un relato de niños-hombres, jóvenes lobeznos endurecidos por las ásperas condiciones de la vida en los suburbios. Javier se mostró escéptico y me aseguró que la anécdota era falsa, que la presión del aire provocada por los aviones no levantaba a un recién nacido. Discutimos, yo acabé diciéndole que en mi cuento los personajes levitarían y que, sin embargo, sería un cuento realista (“no, fantástico", gritaba él) y por último quedamos en ir, una noche, con Pascual a los descampados de la Córpac para verificar qué había de verdad y de mentira en esos juegos peligrosos (era el título que había elegido para el cuento).
No había visto a la tía Julia ese día pero esperaba verla el siguiente, jueves, donde el tío Lucho. Sin embargo, al llegar a la casa de Armendáriz ese mediodía, para el almuerzo acostumbrado, me encontré con que no estaba. La tía Olga me contó que la había invitado a almorzar "un buen partido": el doctor Guillermo Osores. Era un médico vagamente relacionado con la familia, un cincuentón muy presentable, con algo de fortuna, enviudado no hacía mucho.
– Un buen partido -repitió la tía Olga, guiñándome el ojo-. Serio, rico, buen mozo, y con sólo dos hijos que ya son mayorcitos. ¿No es el marido que necesita mi hermana?
– Las últimas semanas estaba perdiendo el tiempo de mala manera -comentó el tío Lucho, también muy satisfecho-. No quería salir con nadie, hacía vida de solterona. Pero el endocrinólogo le ha caído en gracia.
Sentí unos celos que me quitaron el apetito, un malhumor salmuera. Me parecía que, por mi turbación, mis tíos iban a adivinar lo que me pasaba. No necesité tratar de sonsacarles más detalles sobre la tía Julia y el doctor Osores porque no hablaban de otra cosa. Lo había conocido hacía unos diez días, en un coctail de la Embajada boliviana, y al saber dónde estaba alojada, el doctor Osores había venido a visitarla. Le había mandado flores, llamado por teléfono, invitado a tomar té al Bolívar y ahora a almorzar al Club de la Unión. El endocrinólogo le había bromeado al tío Lucho: "Tu cuñada es de primera, Luis, ¿no será la candidata que ando buscando para matrisuicidarme por segunda vez?".
Yo trataba de demostrar desinterés, pero lo hacía pésimo y el tío Lucho, en un momento en que estuvimos solos, me preguntó qué me pasaba: ¿no había metido la nariz donde no debía y me habían pegado una purgación? Por suerte la tía Olga comenzó a hablar de los radioteatros y eso me dio un respiro. Mientras ella decía que, a veces, a Pedro Camacho se le pasaba la mano y que a todas sus amigas la historia del pastor que se "hería" con un cortapapeles delante del juez para probar que no violó a una chica les parecía demasiado, yo silenciosamente iba de la rabia a la decepción y de la decepción a la rabia. ¿Por qué no me había dicho la tía Julia ni una palabra sobre el médico? En esos diez últimos días nos habíamos visto varias veces y jamás lo había mencionado. ¿Sería cierto, como decía la tía Olga, que por fin se había "interesado" en alguien?
En el colectivo, mientras regresaba a Radio Panamericana, salté de la humillación a la soberbia. Nuestros amoríos habían durado mucho, en cualquier momento iban a sorprendernos y eso provocaría burlas y escándalo en la familia. Por lo demás, ¿qué hacía perdiendo el tiempo con una señora que, como ella misma decía, casi casi podía ser mi madre? Como experiencia, ya bastaba. La aparición de Osores era providencial, me eximía de tener que sacarme de encima a la boliviana. Sentía desasosiego, impulsos inusitados como querer emborracharme o pegarle a alguien, y en la Radio tuve un encontrón con Pascual, que, fiel a su naturaleza, había dedicado la mitad del boletín de las tres a un incendio en Hamburgo que carbonizó a una docena de inmigrantes turcos. Le dije que en el futuro quedaba prohibido incluir alguna noticia con muertos sin mi visto bueno y traté sin amistad a un compañero de San Marcos que me llamó para recordarme que la Facultad todavía existía y advertirme que al día siguiente me esperaba un examen de Derecho Procesal. Apenas había cortado, sonó el teléfono otra vez. Era la tía Julia:
– Te dejé plantado por un endocrinólogo, Varguitas, supongo que me extrañaste -me dijo, fresca como una lechuga-. ¿No te has enojado?
– ¿Enojado por qué? -le contesté-. ¿No eres libre de hacer lo que quieras?
– Ah, entonces te has enojado -la oí decir, ya más seria-. No seas sonso. ¿Cuándo nos vemos, para que te explique?
– Hoy no puedo -le repuse secamente-. Ya te llamaré.
Colgué, más furioso conmigo que con ella y sintiéndome ridículo. Pascual y el Gran Pablito me miraban divertidos, y el amante de las catástrofes se vengó delicadamente de mi reprimenda:
– Vaya, qué castigador había sido este don Mario con las mujeres.
– Hace bien en tratarlas así -me apoyó el Gran Pablito-. Nada les gusta tanto como que las metan en cintura.
Mandé a mis dos redactores a la mierda, hice el boletín de las cuatro, y me fui a ver a Pedro Camacho. Estaba grabando un libreto y lo esperé en su cubículo, curioseando sus papeles, sin entender lo que leía porque no hacía otra cosa que preguntarme si esa conversación telefónica con la tía Julia equivalía a una ruptura. En cuestión de segundos pasaba a odiarla a muerte y a extrañarla con toda mi alma.
– Acompáñeme a comprar venenos -me dijo tétricamente Pedro Camacho, desde la puerta, agitando su melena de león-. Nos quedará tiempo para el bebedizo.
Mientras recorríamos las transversales del jirón de la Unión buscando un veneno, el artista me contó que los ratones de la pensión La Tapada habían llegado a extremos intolerables.
– Si se contentaran con correr bajo mi cama, no me importaría, no son niños, a los animales no les tengo fobia -me explicó, mientras olfateaba con su nariz protuberante unos polvos amarillos que, según el bodeguero, podían matar a una vaca-. Pero estos bigotudos se comen mi sustento, cada noche mordisquean las provisiones que dejo tomando el fresco en la ventana. No hay más, debo exterminarlos.
Regateó el precio, con argumentos que dejaban al bodeguero alelado, pagó, hizo que le envolvieran las bolsitas de veneno y fuimos a sentarnos a un café de la Colmena. Pidió su compuesto vegetal y yo un café.
– Tengo una pena de amor, amigo Camacho -le confesé a boca de jarro, sorprendiéndome de mí mismo por la fórmula radioteatral; pero sentí que, hablándole así, me distanciaba de mi propia historia y al mismo tiempo conseguía desahogarme-. La mujer que quiero me engaña con otro hombre.
Me escrutó profundamente, con sus ojitos saltones más fríos y deshumorados que nunca. Su traje negro había sido lavado, planchado y usado tanto que era brillante como una hoja de cebolla.
– El duelo, en estos países aplebeyados, se paga con cárcel -sentenció, muy grave, haciendo unos movimientos convulsivos con las manos-. En cuanto al suicidio, ya nadie aprecia el gesto. Uno se mata y en vez de remordimientos, escalofríos, admiración, provoca burlas. Lo mejor son las recetas prácticas, mi amigo.
Me alegré de haberle hecho confidencias. Sabía que, como para Pedro Camacho no existía nadie fuera de él mismo, mi problema ya ni lo recordaba, había sido un mero dispositivo para poner en acción su sistema teorizante. Oírlo me consolaría más (y con menos consecuencias) que una borrachera. Pedro Camacho, luego de un amago de sonrisa, me pormenorizaba su receta:
– Una carta dura, hiriente, lapidaria a la adúltera -me decía, adjetivando con seguridad-, una carta que la haga sentirse una lagartija sin entrañas, una hiena inmunda. Probándole que uno no es tonto, que conoce su traición, una carta que rezuma desprecio, que le dé conciencia de adúltera. -Calló, meditó un instante y, cambiando ligeramente de tono, me dio la mayor prueba de amistad que podía esperarse de él:- Si quiere, yo se la escribo.
Le agradecí efusivamente, pero le dije que, conociendo sus horarios de galeote, jamás podría aceptar sobrecargarlo de trabajo con mis asuntos privados. (Después lamenté esos escrúpulos, que me privaron de un texto ológrafo del escribidor.)
– En cuanto al seductor -prosiguió inmediatamente Pedro Camacho, con un brillo malvado en los ojos-, lo mejor es el anónimo, con todas las calumnias necesarias. ¿Por qué habría de quedarse aletargada la víctima mientras le crecen cuernos? ¿Por qué permitiría que los adúlteros se solacen fornicando? Hay que estropearles el amor, golpearlos donde les duela, envenenarlos de dudas. Que brote la desconfianza, que comiencen a mirarse con malos ojos, a odiarse. ¿Acaso no es dulce la venganza?
Le insinué que, tal vez, valerse de anónimos no fuera cosa de caballeros, pero él me tranquilizó rápidamente: uno debía portarse con los caballeros como caballero y con los canallas como canalla. Ése era el "honor bien entendido": lo demás era ser idiota.
– Con la carta a ella y los anónimos a él quedan castigados los amantes -le dije-. Pero ¿y mi problema? ¿Quién me va a quitar el despecho, la frustración, la pena?
– Para todo eso no hay como la leche de magnesia -me repuso, dejándome sin ánimos siquiera de reírme-.
Ya sé, le parecerá un materialismo exagerado. Pero, hágame caso, tengo experiencia de la vida. La mayor parte de las veces, las llamadas penas de corazón, etcétera, son malas digestiones, frejoles tercos que no se deshacen, pescado pasado de tiempo, estreñimiento. Un buen purgante fulmina la locura de amor.
Esta vez no había duda, era un humorista sutil, se burlaba de mí y de sus oyentes, no creía palabra de lo que decía, practicaba el aristocrático deporte de probarse a sí mismo que los humanos éramos unos irremisibles imbéciles.
– ¿Ha tenido usted muchos amores, una vida sentimental muy rica? -le pregunté.
– Muy rica, sí -asintió, mirándome a los ojos por sobre la taza de menta y yerbaluisa que se había llevado a la boca-. Pero yo no he amado nunca a una mujer de carne y hueso.
Hizo una pausa efectista, como midiendo el tamaño de mi inocencia o estupidez.
– ¿Cree usted que sería posible hacer lo que hago si las mujeres se tragaran mi energía? -me amonestó, con asco en la voz-. ¿Cree que se pueden producir hijos e historias al mismo tiempo? ¿Que uno puede inventar, imaginar, si se vive bajo la amenaza de la sífilis? La mujer y el arte son excluyentes, mi amigo. En cada vagina está enterrado un artista. Reproducirse, ¿qué gracia tiene? ¿No lo hacen los perros, las arañas, los gatos? Hay que ser originales, mi amigo.
Sin solución de continuidad se puso de pie de un salto, advirtiéndome que tenía el tiempo justo para el radioteatro de las cinco. Sentí desilusión, me hubiera pasado la tarde escuchándolo, tenía la impresión de, sin quererlo, haber tocado un punto neurálgico de su personalidad.
En mi oficina de Panamericana, estaba esperándome la tía Julia. Sentada en mi escritorio como una reina, recibía los homenajes de Pascual y del Gran Pablito, que, solícitos, movedizos, le mostraban los boletines y le explicaban cómo funcionaba el Servicio. Se la veía risueña y tranquila; al entrar yo, se puso seria y palideció ligeramente.
– Vaya, qué sorpresa -dije, por decir algo.
Pero la tía Julia no estaba para eufemismos.
– He venido a decirte que a mí nadie me cuelga el teléfono -me dijo, con voz resuelta-. Y mucho menos un mocoso como tú. ¿Quieres decirme qué mosca te ha picado?
Pascual y el Gran Pablito quedaron estáticos y movían las cabezas de ella a mí y viceversa, interesadísimos en ese comienzo de drama. Cuando les pedí que se fueran un momento, pusieron unas caras enfurecidas, pero no se atrevieron a rebelarse. Partieron lanzando a la tía Julia unas miradas llenas de malos pensamientos.
– Te colgué el teléfono pero en realidad tenía ganas de apretarte el pescuezo -le dije, cuando nos quedamos solos.
– No te conocía esos arranques -dijo ella, mirándome a los ojos-. ¿Se puede saber qué te pasa?
– Sabes muy bien lo que me pasa, así que no te hagas la tonta -dije yo.
¿Estás celoso porque salí a almorzar con el doctor Osores? -me preguntó, con un tonito burlón-. Cómo se nota que eres un mocoso, Marito.
– Te he prohibido que me llames Marito -le recordé. Sentía que la irritación me iba dominando, que me temblaba la voz y ya no sabía lo que le decía-. Y ahora te prohíbo que me llames mocoso.
Me senté en la esquina del escritorio y, como haciendo contrapunto, la tía Julia se puso de pie y dio unos pasos hacia la ventana. Con los brazos cruzados sobre el pecho, se quedó mirando la mañana gris, húmeda, discretamente fantasmal. Pero no la veía, buscaba las palabras para decirme algo. Vestía un traje azul y unos zapatos blancos y, repentinamente, tuve ganas de besarla.
– Vamos a poner las cosas en su sitio -me dijo al fin, dándome siempre la espalda-. Tú no puedes prohibirme nada, ni siquiera en broma, por la sencilla razón de que no eres nada mío. No eres mi marido, no eres mi novio, no eres mi amante. Este jueguecito de cogernos de la mano, de besarnos en el cine, no es serio, y, sobre todo, no te da derechos sobre mí. Tienes que meterte eso en la cabeza, hijito.
– La verdad es que estás hablando como si fueras mi mamá -le dije yo.
– Es que podría ser tu mamá -dijo la tía Julia, y se le entristeció la cara. Fue como si se le hubiera pasado la furia y, en su lugar, quedara sólo una vieja contrariedad, una profunda desazón. Se volvió, dio unos pasos hacia el escritorio, se paró muy cerca de mí. Me miraba apenada:- Tú me haces sentir vieja, sin serlo, Varguitas. Y eso no me gusta. Lo nuestro no tiene razón de ser y mucho menos futuro.
La cogí de la cintura y ella se dejó ir contra mí, pero, mientras la besaba, con mucha ternura, en la mejilla, en el cuello, en la oreja -su piel tibia latía bajo mis labios y sentir la secreta vida de sus venas me producía una alegría enorme-, siguió hablando con el mismo tono de voz:
– He estado pensando mucho y la cosa ya no me gusta, Varguitas. ¿No te das cuenta que es absurdo? Tengo treinta y dos años, soy divorciada, ¿quieres decirme qué hago con un mocoso de dieciocho? Ésas son perversiones de las cincuentonas, yo todavía no estoy para ésas.
Me sentía tan conmovido y enamorado mientras le besaba el cuello, las manos, le mordía despacito la oreja, le pasaba los labios por la nariz, los ojos o enredaba mis dedos en sus cabellos, que a ratos se me perdía lo que iba diciéndome. También su voz sufría altibajos, a veces se debilitaba hasta ser un susurro.
– Al principio era gracioso, por lo de los escondites -decía, dejándose besar, pero sin hacer ningún gesto recíproco-, y sobre todo porque me hacía sentirme otra vez jovencita.
– En qué quedamos -murmuré, en su oído-. ¿Te hago sentir una cincuentona viciosa o una jovencita?
– Eso de estar con un mocoso muerto de hambre, de sólo cogerse la mano, de sólo ir al cine, de sólo besarse con tanta delicadeza, me hacía volver a mis quince años -seguía diciendo la tía Julia-. Claro que es bonito enamorarse con un muchachito tímido, que te respeta, que no te manosea, que no se atreve a acostarse contigo, que te trata como a una niñita de primera comunión. Pero es un juego peligroso, Varguitas, se basa en una mentira…
– A propósito, estoy escribiendo un cuento que se va a llamar "Los juegos peligrosos" -le susurré-. Sobre unos palomillas que levitan en el aeropuerto, gracias a los aviones que despegan.
Sentí que se reía. Un momento después me echó los brazos al cuello y me juntó la cara.
– Bueno, se me pasó la cólera -dijo-. Porque vine decidida a sacarte los ojos. Ay de ti que me vuelvas a colgar el teléfono.
– Ay de ti que vuelvas a salir con el endocrinólogo -le dije, buscándole la boca-. Prométeme que nunca más saldrás con él.
Se apartó y me miró con un brillo pendenciero en los ojos.
– No te olvides que he venido a Lima a buscarme un marido -bromeó a medias-. Y creo que esta vez he encontrado lo que me conviene. Buen mozo, culto, con buena situación y con canas en las sienes.
– ¿Estás segura que esa maravilla se va a casar contigo? -le dije, sintiendo otra vez furia y celos.
Cogiéndose las caderas, en una pose provocativa, me repuso:
– Yo puedo hacer que se case conmigo.
Pero al ver mi cara, se rió, me volvió a echar los brazos al cuello, y así estábamos, besándonos con amor-pasión, cuando oímos la voz de Javier:
– Los van a meter presos por escandalosos y pornográficos. -Estaba feliz y, abrazándonos a los dos, nos anunció:- La flaca Nancy me ha aceptado una invitación a los toros y hay que celebrarlo.
– Acabamos de tener nuestra primera gran pelea y nos pescaste en plena reconciliación -le conté.
– Cómo se nota que no me conoces -me previno la tía Julia-. En las grandes peleas yo rompo platos, araño, mato.
– Lo bueno de pelearse son las amistadas -dijo Javier, que era un experto en la materia-. Pero, maldita sea, yo vengo hecho unas pascuas con lo de la flaca Nancy y ustedes como si lloviera, qué clase de amigos son. Vamos a festejar el acontecimiento con un lonche.
Me esperaron mientras redactaba un par de boletines y bajamos a un cafecito de la calle Belén, que le encantaba a Javier, porque, pese a ser estrecho y mugriento, allí preparaban los mejores chicharrones de Lima. Encontré a Pascual y al Gran Pablito, en la puerta de Panamericana, piropeando a las transeúntes, y los regresé a la Redacción. Pese a ser de día y estar en pleno centro, al alcance de los ojos incontables de parientes y amigos de la familia, la tía Julia y yo íbamos de la mano, y yo la besaba todo el tiempo. Ella tenía unas chapas de serrana y se la veía contenta.
– Basta de pornografía, egoístas, piensen en mí -protestaba Javier-. Hablemos un poco de la flaca Nancy.
La flaca Nancy era una prima mía, bonita y muy coqueta, de la que Javier estaba enamorado desde que tenía uso de razón y a la que perseguía con una constancia de sabueso. Ella nunca había llegado a hacerle caso del todo, pero siempre se las arreglaba para hacerle creer que tal vez, que pronto, que la próxima. Ese prerromance duraba desde que estábamos en el colegio y yo, como confidente, amigo íntimo y celestino de Javier, había seguido todos sus pormenores. Eran incontables los plantones que la flaca Nancy le había dado, infinitas las matinés de domingo que lo había dejado esperándola a las puertas del Leuro mientras ella se iba al Colina o al Metro, infinitas las veces que se le había aparecido con otro galán en la fiesta del sábado. La primera borrachera de mi vida la tuve acompañando a Javier, a ahogar sus penas con capitanes y cerveza, en un barcito de Surquillo, el día que se enteró que la flaca Nancy le había dicho sí al estudiante de Agronomía Eduardo Tiravanti (muy popular en Miraflores porque sabía meterse prendido el cigarrillo a la boca y luego sacarlo y seguir fumando como si tal cosa). Javier lloriqueaba y yo, además de ser su paño de lágrimas, tenía la misión de ir a acostarlo a su pensión cuando hubiera llegado a un estado comatoso (“Me voy a mamar hasta las cachas”, me había prevenido, imitando a Jorge Negrete). Pero fui yo el que sucumbió, con ruidosos vómitos y un ataque de diablos azules en el curso del cual -era la versión canallesca de Javier- me había encaramado al mostrador y arengado a los borrachitos, noctámbulos y rufianes que constituían la clientela de El Triunfo.
– Bájense los pantalones que están ante un poeta.
Siempre me reprochaba, que en vez de cuidarlo y consolarlo en esa noche triste, lo hubiera obligado a arrastrarme por las calles de Miraflores hasta la quinta de Ocharán, en un estado tal de descomposición, que entregó mis restos a mi asustada abuela con este comentario desatinado:
– Señora Carmencita, creo que el Varguitas se nos muere.
Desde entonces, la flaca Nancy había aceptado y despedido a media docena de miraflorinos, y Javier había tenido también enamoradas, pero ellas no cancelaban sino robustecían su gran amor por mi prima, a la que seguía llamando, visitando, invitando, declarándose, indiferente ante las negativas, malacrianzas, desaires y plantones. Javier era uno de esos hombres que pueden anteponer la pasión a la vanidad y le importaban realmente un comino las burlas de todos los amigos de Miraflores, entre quienes su persecución de mi prima era un surtidor de chistes. (En el barrio un muchacho juraba que lo había visto acercarse a la flaca Nancy, un domingo, a la salida de misa de once, con la siguiente propuesta: "Hola Nancyta, linda mañana, ¿nos tomamos algo?, ¿una Coca-Cola, un champancito?") La flaca Nancy salía algunas veces con él, generalmente entre dos enamorados, al cine o a una fiesta, y Javier concebía entonces grandes esperanzas y entraba en estado de euforia. Así estaba ahora, hablando hasta por los codos, mientras nos tomábamos unos cafés con leche y unos sandwiches de chicharrón, en ese café de la calle Belén que se llamaba El Palmero. La tía Julia y yo nos tocábamos las rodillas bajo la mesa, teníamos entrelazados los dedos, nos mirábamos a los ojos, y, mientras, como una música de fondo, oíamos a Javier hablando de la flaca Nancy.
– La invitación la ha dejado impresionada -nos contó-. Porque, ¿quieres decirme qué pelagatos de Miraflores invita a una chica a los toros?
– ¿Cómo has hecho? -le pregunté-. ¿Te sacaste la lotería?
– He vendido la radio de la pensión -nos dijo, sin el menor remordimiento-. Creen que ha sido la cocinera y la han despedido por ladrona.
Nos explicó que tenía preparado un plan infalible. En media corrida, sorprendería a la flaca Nancy con un regalo persuasivo: una mantilla española. Javier era un gran admirador de la Madre Patria y de todo lo que se relacionaba con ella: los toros, la música flamenca, Sarita Montiel. Soñaba con ir a España (como yo con ir a Francia) y lo de la mantilla se le había ocurrido al ver un aviso del periódico. Le había costado su sueldo de un mes en el Banco de Reserva pero estaba seguro que la inversión tendría frutos. Nos explicó cómo iban a ocurrir las cosas. Llevaría la mantilla a los toros discretamente envuelta y esperaría un momento de gran emoción para abrir el paquete, desplegar la prenda y colocarla sobre los hombros delicados de mi prima. ¿Qué pensábamos? ¿Cuál sería la reacción de la flaquita? Yo le aconsejé que redondeara las cosas, regalándole también una peineta sevillana y unas castañuelas y que le cantara un fandango, pero la tía Julia lo apoyó con entusiasmo y le dijo que todo lo que había planeado era lindo y que la Nancy, si tenía corazón, se emocionaría hasta los huesos. Ella, si un muchacho le hacía esas demostraciones, quedaría conquistada.
– ¿No ves lo que te digo siempre? -me dijo, igual que si estuviera riñéndome-. Javier sí que es un romántico, enamora como se debería enamorar.
Javier, encantado, nos propuso que saliéramos los cuatro juntos, cualquier día de la próxima semana, al cine, a tomar té, a bailar.
– ¿Y qué diría la flaca Nancy si nos ve de pareja? -le puse los pies en la tierra.
Pero él nos echó un baldazo de agua fría:
– No seas tonto, sabe todo y le parece muy bien, se lo conté el otro día. -Y al ver nuestra sorpresa, añadió, con cara de travieso:- Pero si con tu prima yo no tengo secretos, si ella, haga lo que haga, terminará casándose conmigo.
Me quedé preocupado al saber que Javier le había contado nuestro romance. Éramos muy unidos y estaba seguro que no iría a delatarnos, pero se le podía escapar algo, y la noticia correría como un incendio por el bosque familiar. La tía Julia se había quedado muda, pero ahora disimulaba dando bríos a Javier en su proyecto taurino-sentimental. Nos despedimos en la puerta del Edificio Panamericano y quedamos con la tía Julia en que nos veríamos esa noche, con el pretexto del cine. Al besarla, le dije al oído: "Gracias al endocrinólogo, me he dado cuenta que estoy enamorado de ti". Ella asintió: "Así estoy viendo, Varguitas".
Me la quedé viendo alejarse, con Javier, hacia el paradero de los colectivos, y sólo entonces advertí la gente aglomerada a las puertas de Radio Central. Eran sobre todo mujeres jóvenes, aunque había también algunos hombres. Estaban en filas de a dos, pero, a medida que llegaba más gente, la formación se descomponía, entre codazos y empujones. Me acerqué a curiosear porque supuse que la razón tenía que ser Pedro Camacho. En efecto, eran coleccionistas de autógrafos. Por la ventana del cubículo, vi al escriba, escoltado por Jesusito y por Genaro-papá, rasguñando una firma con arabescos en cuadernos, libretas, hojitas sueltas, periódicos, y despidiendo a sus admiradores con un gesto olímpico. Ellos lo miraban con embelesamiento y se le acercaban en actitud tímida, balbuceando palabras de aprecio.
– Nos da dolores de cabeza, pero, no hay duda, es el rey de la radiotelefonía nacional -me dijo Genaro-hijo, poniéndome una mano en el hombro y señalando el gentío:- ¿Qué te parece esto?
Le pregunté desde cuándo funcionaba lo de los autógrafos.
– Desde hace una semana, media hora al día, de seis a seis y media, hombre poco observador -me dijo el empresario progresista-. ¿No lees los avisos que publicamos, no oyes la radio en la que trabajas? Yo era escéptico, pero mira cómo me equivoqué. Creí que sólo habría gente para dos días y ahora veo que esto puede funcionar un mes.
Me invitó a tomar un trago al Bar del Bolívar. Yo pedí una Coca-Cola, pero él insistió en que lo acompañara con un whisky.
– ¿Te das cuenta lo que significan estas colas? -me explicó-. Son una demostración pública de que los radioteatros de Pedro calan en el pueblo.
Le dije que no me cabía duda y él me hizo poner colorado recomendándome que, como yo tenía "aficiones literarias", siguiera el ejemplo del boliviano, aprendiera sus recursos para conquistar a las muchedumbres. "No debes encerrarte en tu torre de marfil", me aconsejó. Había mandado imprimir cinco mil fotos de Pedro Camacho y a partir del lunes los cazadores de autógrafos las recibirían como obsequio. Le pregunté si el escriba había amortiguado sus descargas contra los argentinos.
– Ya no importa, ahora puede hablar pestes contra quienquiera -me dijo, con aire misterioso-. ¿No sabes la gran noticia? El General no se pierde los radioteatros de Pedro.
Me dio precisiones, para convencerme. El General, como las cuestiones de gobierno no le daban tiempo para oírlos durante el día, se los hacía grabar y los escuchaba cada noche, uno tras otro, antes de dormir. La Presidenta en persona se lo había contado a muchas señoras de Lima.
– Parece que el General es un hombre sensible, a pesar de lo que dicen -concluyó Genaro-hijo-. De modo que si la cumbre está con nosotros, qué más da que Pedro se dé gusto contra los ches. ¿No se lo merecen?
La conversación con Genaro-hijo, la reconciliación con la tía Julia, algo, me había estimulado mucho y regresé al altillo a escribir con ímpetu mi cuento de los levitadores, mientras Pascual despachaba los boletines. Ya tenía el final: en uno de esos juegos, un palomilla levitaba más alto que los otros, caía con fuerza, se rompía la nuca y moría. La última frase mostraría las caras sorprendidas, asustadas de sus compañeros, contemplándolo, bajo un tronar de aviones. Sería un relato espartano, preciso como un cronómetro, al estilo de Hemingway.
Unos días después, fui a visitar a mi prima Nancy, para saber cómo había tomado la historia de la tía Julia. La encontré todavía bajo los efectos de la Operación Mantilla:
– ¿Te das cuenta el papelón que pasé por ese idiota? -decía, mientras correteaba por toda la casa, buscando a Lasky-. De repente, en plena Plaza de Acho, abrió un paquete, sacó una capa de torero y me la puso encima. Todo el mundo se quedó mirándome, hasta el toro se moría de risa. Me hizo tenerla puesta toda la corrida. Y quería que saliera a la calle con esa cosa, figúrate. ¡Nunca he pasado tanta vergüenza en mi vida!
Encontramos a Lasky bajo la cama del mayordomo -además de ser peludo y feo, era un perro que siempre quería morderme-, lo llevamos a su jaula y la flaca Nancy me arrastró a su dormitorio a ver el cuerpo del delito. Era una prenda modernista y hacía pensar en jardines exóticos, en carpas de gitanas, en burdeles de lujo: tornasolada, anidaban en sus pliegues todos los matices del rojo, desde el bermellón sangre hasta el rosáceo arrebol, tenía nudosos y largos flecos negros y sus pedrerías y oropeles brillaban tanto que producían mareos. Mi prima hacía pases taurinos o se envolvía en ella, riéndose a carcajadas. Le dije que no le permitía burlarse de mi amigo y le pregunté si por fin le iba a hacer caso.
– Lo estoy pensando -me repuso, igual que siempre-. Pero como amigo me encanta.
Le dije que era una coqueta sin corazón, que Javier había llegado al robo para hacerle ese regalo.
– ¿Y tú? -me dijo, doblando y guardando la mantilla en el ropero-. ¿Es cierto que estás con la Julita? ¿No te da vergüenza? ¿Con la hermana de la tía Olga?
Le dije que era cierto, que no me daba vergüenza y sentí que me ardía la cara. Ella también se confundió un poco, pero su curiosidad miraflorina fue más fuerte y disparó hacia el blanco:
– Si te casas con ella, dentro de veinte años serás todavía joven y ella una abuelita. -Me tomó del brazo y me despeñó por las escaleras hacia la sala-. Ven, vamos a oír música y allá me cuentas tu enamoramiento de pe a pa.
Seleccionó un alto de discos -Nat King Cole, Harry Belafonte, Frank Sinatra, Xavier Cugat-, mientras me confesaba que, desde que Javier le contó, se le ponían los pelos de punta pensando en lo que pasaría si se enteraba la familia. ¿Acaso nuestros parientes no eran tan metetes que el día que ella salía con un muchacho distinto diez tíos, ocho tías y cinco primas llamaban a su mamá a contárselo? ¡Yo enamorado con la tía Julia! ¡Qué tal escándalo, Marito! Y me recordó que la familia se hacía ilusiones, que yo era la esperanza de la tribu. Era verdad: mi cancerosa parentela esperaba de mí que fuera algún día millonario, o, en el peor de los casos, Presidente de la República. (Nunca comprendí por qué se había formado una opinión tan alta de mí. En todo caso, no por mis notas del colegio, que nunca fueron brillantes. Tal vez porque, desde chico, les escribía poemas a todas mis tías o porque fui, al parecer, un niño revejido que opinaba de todo.) Le hice jurar a la flaca Nancy que sería una tumba. Ella se moría por saber detalles del romance:
– ¿La Julita sólo te gusta o estás templado de ella?
Alguna vez le había hecho confidencias sentimentales y ahora, puesto que ya sabía, se las hice también. La historia había comenzado como un juego, pero, de repente, exactamente el día en que sentí celos por un endocrinólogo, me di cuenta que me había enamorado. Sin embargo, mientras más vueltas le daba, más me convencía que el romance era un rompecabezas. No sólo por la diferencia de edad. Me faltaban tres años para terminar abogacía y sospechaba que nunca ejercería esa profesión, porque lo único que me gustaba era escribir. Pero los escritores se morían de hambre. Por ahora, sólo ganaba para comprar cigarros, unos cuantos libros e ir al cine. ¿Me iba a esperar la tía Julia hasta que fuera un hombre solvente, si alguna vez llegaba a serlo? Mi prima Nancy era tan buena que, en vez de contradecirme, me daba la razón:
– Claro, sin contar que para entonces a lo mejor la Julita ya no te gusta y la dejas -me decía, con realismo-. Y la pobre habrá perdido su tiempo miserablemente. Pero, dime, ¿ella está enamorada de ti o sólo juega?
Le dije que la tía Julia no era una veleta frívola como ella (lo que realmente le encantó). Pero la misma pregunta me la había hecho yo varias veces. Se la hice también a la tía Julia, unos días después. Habíamos ido a sentarnos frente al mar, en un bello parquecito de nombre impronunciable (Domodossola o algo así) y allí, abrazados, besándonos sin tregua, tuvimos nuestra primera conversación sobre el futuro.
– Me lo sé con lujo de detalles, lo he visto en una bola de cristal -me dijo la tía Julia, sin la menor amargura--. En el mejor de los casos, lo nuestro duraría tres, tal vez unos cuatro años, es decir hasta que encuentres a la mocosita que será la mamá de tus hijos. Entonces me botarás y tendré que seducir a otro caballero. Y aparece la palabra fin.
Le dije, mientras le besaba las manos, que le hacía mal oír radioteatros.
– Cómo se nota que no los oyes nunca -me rectificó-. En los radioteatros de Pedro Camacho rara vez hay amores o cosas parecidas. Ahora, por ejemplo, Olga y yo estamos entretenidísimas con el de las tres. La tragedia de un muchacho que no puede dormir porque, apenas cierra los ojos, vuelve a apachurrar a una pobre niñita.
Le dije, volviendo al tema, que yo era más optimista. Con fogosidad, para convencerme a mí mismo al tiempo que a ella, le aseguré que, fueran cuales fueran las diferencias, el amor duraba poco basado en lo puramente físico. Con la desaparición de la novedad, con la rutina, la atracción sexual disminuía y al final moría (sobre todo en el hombre), y la pareja entonces sólo podía sobrevivir si había entre ellos otros imanes: espirituales, intelectuales, morales. Para esa clase de amor la edad no importaba.
– Suena bonito y me convendría que fuera verdad -dijo la tía Julia, frotando contra mi mejilla una nariz que siempre estaba fría--. Pero es mentira de principio a fin. ¿Lo físico algo secundario? Es lo más importante para que dos personas se aguanten, Varguitas.
¿Había vuelto a salir con el endocrinólogo?
– Me ha llamado varias veces -me dijo, fomentando mi expectación. Luego, besándome, despejó la incógnita:- Le he dicho que no voy a salir más con él.
En el colmo de la felicidad, yo le hablé mucho rato de mi cuento sobre los levitadores: tenía diez páginas, estaba saliendo bien y trataría de publicarlo en el Suplemento de "El Comercio" con una dedicatoria críptica: Al femenino de Julio