VII

Los amores con la tía Julia continuaban viento en popa, pero la, cosas se iban complicando porque resultaba difícil mantener la clandestinidad. De común acuerdo, para no provocar sospechas en la familia, había reducido drásticamente mis visitas a casa del tío Lucho. Sólo seguía yendo con puntualidad al almuerzo de los jueves. Para el cine de las noches inventábamos diversas tretas. La tía Julia salía temprano, llamaba a la tía Olga para decirle que comería con una amiga y me esperaba en algún lugar acordado. Pero esta operación tenía el inconveniente de que la tía Julia debía pasarse horas en las calles, hasta que yo saliera del trabajo, y de que la mayor parte de las veces ayunaba. Otros días yo iba a buscarla en un taxi, sin bajarme; ella estaba alerta y apenas veía detenerse el automóvil salía corriendo. Pero era una estratagema riesgosa: si me descubrían, inmediatamente sabrían que había algo entre ella y yo; y, de todos modos, ese misterioso invitador, emboscado en el fondo de un taxi, terminaría por despertar curiosidad, malicia, muchas preguntas…

Habíamos optado, por eso, en vernos menos de noche y más de día, aprovechando los huecos de la Radio. La tía Julia tomaba un colectivo al centro y a eso de las once de la mañana, o de las cinco de la tarde, me esperaba en una cafetería de Camaná, o en el Cream Rica del jirón de la Unión. Yo dejaba revisados un par de boletines y podíamos pasar dos horas juntos. Habíamos descartado el Bransa de la Colmena porque allí acudía toda la gente de Panamericana y de Radio Central. De vez en cuando (más exactamente, los días de pago) la invitaba a almorzar y entonces estábamos hasta tres horas juntos. Pero mi magro salario no permitía esos excesos. Había conseguido, luego de un elaborado discurso, una mañana en que lo encontré eufórico por los éxitos de Pedro Camacho, que Genaro-hijo me aumentara el sueldo, con lo que llegué a redondear cinco mil soles. Daba dos mil a mis abuelos para ayudarlos en la casa. Los tres mil restantes me alcanzaban antes de sobra para mis vicios: el cigarrillo, el cine y los libros. Pero, desde mis amores con la tía Julia, se volatizaban velozmente y andaba siempre apurado, recurriendo con frecuencia a préstamos e, incluso, a la Caja Nacional de Pignoración, en la Plaza de Armas. Como, por otra parte, tenía firmes prejuicios hispánicos respecto a las relaciones entre hombres y mujeres y no permitía que la tía Julia pagara ninguna cuenta, mi situación económica llegaba a ser dramática. Para aliviarla, comencé a hacer algo que Javier severamente llamó "prostituir mi pluma". Es decir, a escribir reseñas de libros y reportajes en suplementos culturales y revistas de Lima. Los publicaba con seudónimo, para avergonzarme menos de lo malos que eran. Pero los doscientos o trescientos soles más al mes constituían un tónico para mi presupuesto.

Esas citas en los cafetines del centro de Lima eran poco pecaminosas, largas conversaciones muy románticas, haciendo empanaditas, mirándonos a los ojos, y, si la topografía del local lo permitía, rozándonos las rodillas. Sólo nos besábamos cuando nadie podía vernos, lo que ocurría rara vez, porque a esas horas los cafés estaban siempre repletos de oficinistas lisurientos. Hablábamos de nosotros, por supuesto, de los peligros que corríamos de ser sorprendidos por algún miembro de la familia, de la manera de conjurar esos peligros, nos contábamos con lujo de detalles todo lo que habíamos hecho desde la última vez (es decir, algunas horas atrás o el día anterior), pero, en cambio, jamás hacíamos ningún plan para el futuro. El porvenir era un asunto tácitamente abolido en nuestros diálogos, sin duda porque, tanto ella como yo, estábamos convencidos que nuestra relación no tendría ninguno. Sin embargo, pienso que eso que había comenzado como un juego, se fue volviendo serio en los castos encuentros de los cafés humosos del centro de Lima. Fue ahí donde, sin darnos cuenta, nos fuimos enamorando.

Hablábamos también mucho de literatura; o, mejor dicho, la tía Julia escuchaba y yo le hablaba, de la buhardilla de París (ingrediente inseparable de mi vocación) y de todas las novelas, los dramas, los ensayos que escribiría cuando fuera escritor. La tarde que nos descubrió Javier, en el Cream Rica del jirón de la Unión, yo estaba leyéndole a la tía Julia mi cuento sobre Doroteo Martí. Se titulaba, medievalescamente, "La humillación de la cruz" y tenía cinco páginas. Era el primer cuento que le leía, y lo hice muy despacio, para disimular mi inquietud por su veredicto. La experiencia fue catastrófica para la susceptibilidad del futuro escritor. A medida que progresaba en la lectura, la tía Julia me iba interrumpiendo:

– Pero si no fue así, pero si lo has puesto todo patas arriba -me decía, sorprendida y hasta enojada-, pero si no fue eso lo que dijo, pero si…

Yo, angustiadísimo, hacía un alto para informarle que lo que escuchaba no era la relación fiel de la anécdota que me había contado, sino un cuento, un cuento, y que todas las cosas añadidas o suprimidas eran recursos para conseguir ciertos efectos:

– Efectos cómicos -subrayé, a ver si entendía y, aunque fuera por conmiseración, sonreía.

– Pero, al contrario -protestó la tía Julia, impertérrita y feroz-, con las cosas que has cambiado le quitaste toda la gracia. Quién se va a creer que pasa tanto rato desde que la cruz comienza a moverse hasta que se cae. ¿Dónde está el chiste ahora?

Yo, aunque había ya decidido, en mi humillada intimidad, enviar el cuento sobre Doroteo Martí al canasto de la basura, estaba enfrascado en una defensa ardorosa, adolorida, de los derechos de la imaginación literaria a transgredir la realidad, cuando sentí que me tocaban el hombro.

– Si interrumpo, me lo dicen y me voy porque odio tocar violín -dijo Javier, jalando una silla, sentándose y pidiendo un café al mozo. Sonrió a la tía Julia:- Encantado, yo soy Javier, el mejor amigo de este prosista. Qué bien guardada te la tenías, compadre.

– Es Julita, la hermana de mi tía Olga -le expliqué.

– ¿Cómo? ¿La famosa boliviana? -se le fueron apagando los bríos a Javier. Nos había encontrado de la mano, no nos habíamos soltado, y ahora miraba fijo, sin la seguridad mundana de antes, nuestros dedos entrelazados-. Vaya, vaya, Varguitas.

– ¿Yo soy la famosa boliviana? -preguntó la tía Julia-. ¿Famosa por qué?

– Por antipática, por esos chistes tan pesados, cuando llegaste -la puse al día-. Javier sólo conoce la primera parte de la historia.

– La mejor me la habías ocultado, mal narrador y peor amigo -dijo Javier, recuperando la soltura y señalando las empanaditas-. Qué me cuentan, qué me cuentan.

Estuvo realmente simpático, hablando hasta por los codos y haciendo toda clase de bromas, y la tía Julia quedó encantada con él. Me alegré de que nos hubiera descubierto; no había planeado contarle mis amores, porque era reacio a confidencias sentimentales (y más todavía en este caso, tan enredado) pero ya que el azar lo había hecho partícipe del secreto, me dio gusto poder comentar con él las peripecias de esta aventura. Esa mañana se despidió besando a la tía Julia en la mejilla y haciendo una reverencia:

– Soy un celestino de primera, cuenten conmigo para cualquier cosa.

¿Por qué no dijiste también que nos tenderías la cama? -lo reñí esa tarde, apenas se presentó en mi gallinero de Radio Panamericana, ávido de detalles.

– ¿Es algo así como tu tía, no? -dijo, palmoteándome--. Está bien, me has impresionado. Una amante vieja, rica y divorciada: ¡veinte puntos!

– No es mi tía, sino la hermana de la mujer de mi tío -le expliqué lo que ya sabía, mientras daba vuelta a una noticia de "La Prensa" sobre la guerra de Corea--. No es mi amante, no es vieja y no tiene medio. Sólo lo de divorciada es verdad.

– Vieja quería decir mayor que tú, y lo de rica no era crítica sino felicitación, yo soy partidario de los braguetazos -se rió Javier-. ¿Así que no es tu amante? ¿Qué, entonces? ¿Tu enamorada?

– Una cosa entre las dos -le dije, sabiendo que lo irritaría.

– Ah, quieres hacerte el misterioso, pues te vas a la mierda ipso facto -me advirtió-. Y, además, eres un miserable: yo te cuento todos mis amores con la flaca Nancy y lo del braguetazo tú me lo habías ocultado.

Le conté la historia desde el principio, las complicaciones que teníamos para vernos y entendió por qué en las últimas semanas le había pedido dos o tres veces plata prestada. Se interesó, me comió a preguntas y acabó jurándome que se convertiría en mi hada madrina. Pero al despedirse se puso grave:

– Supongo que esto es un juego -me sermoneó, mirándome a los ojos como un padre solícito-. No se olvide que a pesar de todo usted y yo somos todavía dos mocosos.

– Si quedo encinta, te juro que me haré abortar -lo tranquilicé.

Una vez que se fue, y mientras Pascual entretenía al Gran Pablito con un choque serial, en Alemania, en el que una veintena de automóviles se habían incrustado uno en el otro por culpa de un distraído turista belga que estacionó su auto en plena carretera, para auxiliar a un perrito, me quedé pensando. ¿Era cierto que esta historia no iba en serio? Sí, cierto. Se trataba de una experiencia distinta, algo más madura y atrevida que todas las que había vivido, pero, para que el recuerdo fuera bueno, no debería durar mucho. Estaba en estas reflexiones cuando entró Genaro-hijo a invitarme a almorzar. Me llevó a Magdalena, a un jardín criollo, me impuso un arroz con pato y unos picarones con miel, y a la hora del café me pasó la factura:

– Eres su único amigo, háblale, nos está metiendo en un lío de los diablos. Yo no puedo, a mí me dice inculto, ignaro, ayer a mi padre lo llamó mesócrata. Quiero evitarme más líos con él. Tendría que botarlo y eso sería una catástrofe para la empresa.

El problema era una carta del embajador argentino dirigida a Radio Central, en lenguaje mefítico, protestando por las alusiones "calumniosas, perversas y psicóticas" contra la patria de Sarmiento y San Martín que aparecían por doquier en las radionovelas (que el diplomático llamaba "historias dramáticas serializadas"). El embajador ofrecía algunos ejemplos, que, aseguraba, no habían sido buscados ex-profeso sino recogidos al azar por el personal de la Legación "afecto a ese género de emisiones". En una se sugería, nada menos, que la proverbial hombría de los porteños era un mito pues casi todos practicaban la homosexualidad (y, de preferencia, la pasiva); en otra, que en las familias bonaerenses, tan gregarias, se sacrificaba por hambre a las bocas inútiles -ancianos y enfermos- para aligerar el presupuesto; en otra, que lo de las vacas era para la exportación porque allá, en casita, el manjar verdaderamente codiciado era el caballo; en otra, que la extendida práctica del fútbol, por culpa sobre todo del cabezazo a la pelota, había lesionado los genes nacionales, lo que explicaba la. abundancia proliferante, en las orillas del río de color leonado, de oligofrénicos, acromegálicos, y otras sub-variedades de cretinos; que en los hogares de Buenos Aires -"semejante cosmópolis", puntualizaba la carta- era corriente hacer las necesidades biológicas, en el mismo recinto donde se comía y dormía, en un simple balde…

– Tú te ríes y nosotros también nos reíamos -dijo Genaro-hijo, comiéndose las uñas-, pero hoy se nos presentó un abogado y nos quitó la risa. Si la Embajada protesta ante el gobierno nos pueden cancelar los radioteatros, multar, clausurar la Radio. Ruégale, amenázalo, que se olvide de los argentinos.

Le prometí hacer lo posible, pero sin muchas esperanzas porque el escriba era un hombre de convicciones inflexibles. Yo había llegado a sentirme amigo de él; además de la curiosidad entomológica que me inspiraba, le tenía aprecio. Pero ¿era recíproco? Pedro Camacho no parecía capaz de perder su tiempo, su energía, en la amistad ni en nada que lo distrajera de "su arte", es decir su trabajo o vicio, esa urgencia que barría hombres, cosas, apetitos. Aunque es verdad que a mí me toleraba más que a otros. Tomábamos café (él menta y yerbaluisa) y yo iba a su cubículo y le servía de pausa entre dos páginas. Lo escuchaba con suma atención y tal vez eso lo halagaba; quizá me tenía por un discípulo, o, simplemente, era para él lo que el perrito faldero de la solterona y el crucigrama del jubilado: alguien, algo con qué llenar los vacíos.

Tres cosas me fascinaban en Pedro Camacho: lo que decía, la austeridad de su vida enteramente consagrada a una obsesión, y su capacidad de trabajo. Esto último, sobre todo. En la biografía de Emil Ludwig había leído la resistencia de Napoleón, cómo sus secretarios se derrumbaban y él seguía dictando, y solía imaginarme al Emperador de los franceses con la cara nariguda del escribidor y a éste, durante algún tiempo, Javier y yo lo llamamos el Napoleón del Altiplano (nombre que alternábamos con el de Balzac criollo). Por curiosidad, llegué a establecer su horario de trabajo y, pese a que lo verifiqué muchas veces, siempre me pareció imposible.

Empezó con cuatro radioteatros al día, pero, en vista del éxito, fueron aumentando hasta diez, que se radiaban de lunes a sábado, con una duración de media hora cada capítulo (en realidad, 23 minutos, pues la publicidad acaparaba siete). Como los dirigía e interpretaba todos, debía permanecer en el estudio unas siete horas diarias, calculando que el ensayo y grabación de cada programa durasen cuarenta minutos (entre diez y quince para su arenga y las repeticiones). Escribía los radioteatros a medida que se iban radiando; comprobé que cada capítulo le tomaba apenas el doble de tiempo que su interpretación, una hora. Lo cual significaba, de todos modos, unas diez horas en la máquina de escribir. Esto disminuía algo gracias a los domingos, su día libre, que él, por supuesto, pasaba en su cubículo, adelantando el trabajo de la semana. Su horario era, pues, entre quince y dieciséis horas de lunes a sábado, y de ocho a diez los domingos. Todas ellas prácticamente productivas, de rendimiento 'artístico' sonante.

Llegaba a Radio Central a las ocho de la mañana y partía cerca de medianoche; sus únicas salidas a la calle las hacía conmigo, al Bransa, para tomar las infusiones cerebrales. Almorzaba en su cubículo, un sandwich y un refresco que le iban a comprar devotamente Jesusito, el Gran Pablito o alguno de sus colaboradores. Jamás aceptaba una invitación, jamás le oí decir que había estado en un cine, un teatro, un partido de fútbol o en una fiesta. Jamás lo vi leer un libro, una revista o un periódico, fuera del mamotreto de citas y de esos planos que eran sus 'instrumentos de trabajo'. Aunque miento: un día le descubrí un Boletín de Socios del Club Nacional.

– Corrompí al portero con unos cobres -me explicó, cuando le pregunté por el libraco-. ¿De dónde podría sacar los nombres de mis aristócratas? Para los otros, me bastan las orejas: los plebeyos los recojo del arroyo.

La fabricación del radioteatro, la hora que le tomaba producir, sin atorarse, cada libreto, me dejaba siempre incrédulo. Muchas veces lo vi redactar esos capítulos. A diferencia de lo que ocurría con las grabaciones, cuyo secreto defendía celosamente, no le importaba que lo vieran escribir. Mientras estaba tecleando su (mi) Remington, entraban a interrumpirlo sus actores, Batán o el técnico de sonido. Alzaba la vista, absolvía las preguntas, daba una indicación churrigueresca, despedía al visitante con su sonrisita epidérmica, lo más opuesto a la risa que he conocido, y continuaba escribiendo. Yo solía meterme al cubículo con el pretexto de estudiar, de que en mi gallinero había mucho ruido y gente (estudiaba los cursos de Derecho para exámenes y olvidaba todo después de rendirlos: que jamás me suspendieran no hablaba bien de mí sino mal de la Universidad). Pedro Camacho no ponía objeción y hasta parecía que no le desagradaba esa presencia humana que lo sentía 'crear'.

Me sentaba en el alféizar de la ventana y hundía la nariz en algún Código. En realidad, lo espiaba. Escribía con dos dedos, muy rápido. Lo veía y no lo creía: jamás se paraba a buscar alguna palabra o contemplar una idea, nunca aparecía en esos ojitos fanáticos y saltones la sombra de una duda. Daba la impresión de estar pasando a limpio un texto que sabía de memoria, mecanografiando algo que le dictaban. ¿Cómo era posible que, a esa velocidad con que caían sus deditos sobre las teclas, estuviera nueve, diez horas al día, inventando las situaciones, las anécdotas, los diálogos, de varias historias distintas? Y, sin embargo, era posible: los libretos salían de esa cabecita tenaz y de esas manos infatigables, uno tras otro, a la medida adecuada, como sartas de salchichas de una máquina. Una vez terminado el capítulo, no lo corregía ni siquiera leía; lo entregaba a la secretaria para que sacara copias y procedía, sin solución de continuidad, a fabricar el siguiente. Una vez le dije que verlo trabajar me recordaba la teoría de los surrealistas franceses sobre la escritura automática, aquella que mana directamente del subconsciente, esquivando las censuras de la razón. Obtuve una respuesta nacionalista:

– Los cerebros de nuestra América mestiza pueden parir mejores cosas que los franchutes. Nada de complejos, mi amigo.

¿Por qué no utilizaba, como base para sus historias limeñas, las que había escrito en Bolivia? Se lo pregunté y me repuso con esas generalidades de las que era imposible extraer nada concreto. Las historias, para llegar al público, debían ser frescas, como las frutas y los vegetales, pues el arte no toleraba las conservas y menos los alimentos que el tiempo había podrido. De otra parte, necesitaban ser "historias comprovincianas de los oyentes” ¿Cómo, siendo éstos limeños, se podían interesar en episodios ocurridos en La Paz? Pero daba estas razones porque en él la necesidad de teorizar, de convertir todo en verdad impersonal, axioma eterno, era tan compulsiva como la de escribir. Sin duda, la razón por la cual no utilizaba sus viejos radioteatros era más simple: porque no tenía el menor interés en ahorrarse trabajo. Vivir era, para él, escribir. No le importaba en absoluto que sus obras durasen. Una vez radiados, se olvidaba de los libretos. Me aseguró que no conservaba copia de ninguno de sus radioteatros. Éstos habían sido compuestos con el tácito convencimiento de que debían volatilizarse al ser digeridos por el público. Una vez le pregunté si nunca había pensado publicar:

– Mis escritos se conservan en un lugar más indeleble que los libros -me instruyó, en el acto-: la memoria de los radioescuchas.

Hablé con él sobre la protesta argentina el mismo día del almuerzo con Genaro-hijo. A eso de las seis caí por su cubículo y lo invité al Bransa. Temeroso de su reacción, le solté la noticia a pocos: había gente muy susceptible, incapaz de tolerar ironías, y, de otro lado, en el Perú, la legislación en materia de libelo era severísima, una Radio podía ser clausurada por una insignificancia. La Embajada argentina, dando pruebas de poco mundo, se había sentido herida por algunas alusiones y amenazaba con una queja oficial ante la Cancillería…

– En Bolivia llegó a haber amenaza de rompimiento de relaciones -me interrumpió-. Un pasquín incluso rumoreó algo sobre concentración de tropa en las fronteras.

Lo decía resignado, como pensando: la obligación del sol es echar rayos, qué remedio si eso provoca algún incendio.

– Los Genaros le piden que, en lo posible, evite hablar mal de los argentinos en los radioteatros -le confesé y encontré un argumento que, supuse, le haría mella:- Total, mejor ni se ocupe de ellos, ¿acaso valen la pena?

– La valen, porque ellos me inspiran -me explicó, dando por cancelado el asunto.

De regreso a la Radio me hizo saber, con una inflexión traviesa en la voz, que el escándalo de La Paz les sacó roncha" y que fue motivado por una obra de teatro sobre “las costumbres bestiales de los gauchos". En Panamericana, le dije a Genaro-hijo que no debía hacerse ilusiones respecto a mi eficacia como mediador.

Dos o tres días después, conocí la pensión de Pedro Camacho. La tía Julia había venido a encontrarse conmigo a la hora del último boletín, porque quería ver una película que daban en el Metro, con una de las grandes parejas románticas: Greer Garson y Walter Pidgeon. Cerca de medianoche, estábamos cruzando la Plaza San Martín, para tomar el colectivo, cuando vi a Pedro Camacho saliendo de Radio Central. Apenas se lo señalé, la tía Julia quiso que se lo presentara. Nos acercamos y él, al decirle que se trataba de una compatriota suya, se mostró muy amable.

– Soy una gran admiradora suya -le dijo la tía Julia, para caerle más en gracia le mintió:- Desde Bolivia, no me pierdo sus radioteatros.

Fuimos caminando con él, casi sin darnos cuenta, hacia el jirón Quilca, y en el trayecto Pedro Camacho y la tía Julia mantuvieron una conversación patriótica de la que quedé excluido, en la que desfilaron las minas de Potosí y la cerveza Taquiña, esa sopa de choclo que llaman lagua, el mote con queso fresco, el clima de Cochabamba, la belleza de las cruceñas y otros orgullos bolivianos. El escriba parecía muy satisfecho hablando maravillas de su tierra. Al llegar al portón de una casa con balcones y celosías se detuvo. Pero no nos despidió:

– Suban -nos propuso-. Aunque mi cena es sencilla, podemos compartirla.

La pensión La Tapada era una de esas viejas casas de dos pisos del centro de Lima, construidas el siglo pasado, que alguna vez fueron amplias, confortables y acaso suntuosas, y que luego, a medida que la gente acomodada iba desertando el centro hacia los balnearios y la vieja Lima iba perdiendo clase, se han ido deshaciendo y atestando, subdividiéndose hasta ser verdaderas colmenas, gracias a tabiques que duplican o cuadruplican las habitaciones y a nuevos reductos erigidos de cualquier manera en los zaguanes, las azoteas e incluso los balcones y las escaleras. La pensión La Tapada daba la impresión de estar a punto de descalabrarse; las gradas en que subimos al cuarto de Pedro Camacho se mecían bajo nuestro peso, y se levantaban unas nubecillas que hacían estornudar a la tía Julia. Una costra de polvo lo recubría todo, paredes y suelos, y era evidente que la casa no había sido barrida ni trapeada jamás. El cuarto de Pedro Camacho parecía una celda. Era muy pequeño y estaba casi vacío. Había un catre sin espaldar, cubierto con una colcha descolorida y una almohada sin funda, una mesita con hule y una silla de paja, una maleta y un cordel tendido entre dos paredes donde se columpiaban unos calzoncillos y unas medias. Que el escriba se lavara él mismo la ropa no me sorprendió, pero sí que se hiciera la comida. Había un primus en el alféizar de la ventana, una botella de kerosene, unos platos y cubiertos de lata, unos vasos. Ofreció la silla a la tía Julia y a mí la cama con un gesto magnífico:

– Asiento. La morada es pobre pero el corazón es grande.

Preparó la cena en dos minutos. Tenía los ingredientes en una bolsa de plástico, oreándose en la ventana. El menú consistió en unas salchichas hervidas con huevo frito, pan con mantequilla y queso, y un yogourth con miel. Lo vimos prepararlo diestramente, como alguien acostumbrado a hacerlo a diario, y tuve la certidumbre que ésa debía ser siempre su dieta.

Mientras comíamos, estuvo conversador y galante, y condescendió a tratar temas como la receta de la crema volteada (que le pidió la tía Julia) y el sapolio más económico para la ropa blanca. No terminó su plato; al apartarlo, señalando las sobras, se permitió una broma:

– Para el artista la comida es vicio, mis amigos.

Al ver su buen humor, me atreví a hacerle preguntas sobre su trabajo. Le dije que envidiaba su resistencia, que, pese a su horario de galeote, nunca pareciera cansado.

– Tengo mis estrategias para que la jornada resulte variopinta -nos confesó.

Bajando la voz, como para que no fueran a descubrir su secreto fantasmales competidores, nos dijo que nunca escribía más de sesenta minutos una misma historia y que pasar de un tema a otro era refrescante, pues cada hora tenía la sensación de estar principiando a trabajar.

– En la variación se encuentra el gusto, señores -repetía, con ojos excitados y muecas de gnomo maléfico.

Para eso era importante que las historias estuvieran ordenadas no por afinidad sino por contraste: el cambio total de clima, lugar, asunto y personajes reforzaba la sensación renovadora. De otro lado, los matecitos de yerbaluisa y menta eran útiles, desatoraban los conductos cerebrales y la imaginación lo agradecía. Y eso de, cada cierto tiempo, dejar la máquina para ir al estudio, ese pasar de escribir a dirigir e interpretar era también descanso, una transición que entonaba. Pero, además, él, en el curso de los años, había descubierto algo, algo que a los ignaros y a los insensibles les podía parecer tal vez una chiquillada. Aunque ¿importaba lo que pensara la ralea? Lo vimos vacilar, callarse, y su carita caricatural se entristeció:

– Aquí, desgraciadamente, no puedo ponerlo en práctica -dijo con melancolía-. Sólo los domingos, que estoy solo. Los días de semana hay demasiados curiosos y no lo entenderían.

¿De cuándo acá esos escrúpulos, en él, que miraba olímpicamente a los mortales? Vi a la tía Julia tan anhelante como yo:

– No puede usted dejarnos con la miel en los labios -le rogó-. ¿Cuál es ese secreto, señor Camacho?

Nos quedó observando, en silencio, como el ilusionista que contempla, satisfecho, la atención que ha conseguido despertar. Luego, con lentitud sacerdotal, se levantó (estaba sentado en la ventana, junto al primus), fue hasta la maleta, la abrió, y empezó a sacar de sus entrañas, como el prestidigitador saca palomas o banderas del sombrero de copa, una inesperada colección de objetos: una peluca de magistrado inglés, bigotes postizos de distintos tamaños, un casco de bombero, una insignia de militar, caretas de mujer gorda, de anciano, de niño estúpido, la varita del policía de tránsito, la gorra y la pipa del lobo de mar, el mandil blanco del médico, narices falsas, orejas postizas, barbas de algodón… Como una figurita eléctrica, mostraba los artefactos y, ¿para que los apreciáramos mejor, por una necesidad íntima?, se los iba enfundando, acomodando, quitando, con una agilidad que delataba una persistente costumbre, un asiduo manejo. De este modo, ante la tía Julia y yo, que lo mirábamos embobados, Pedro Camacho, mediante cambios de atuendo, se transformaba en un médico, en un marino, en un juez, en una anciana, en un mendigo, en una beata, en un cardenal… Al mismo tiempo que operaba estas mudanzas, iba hablando, lleno de ardor:

– ¿Por qué no voy a tener derecho, para consubstanciarme con personajes de mi propiedad, a parecerme a ellos? ¿Quién me prohíbe tener, mientras los escribo, sus narices, sus pelos y sus levitas? -decía, trocando un capelo por una cachimba, la cachimba por un guardapolvo y el guardapolvo por una muleta-. ¿A quién le importa que aceite la imaginación con unos trapos? ¿Qué cosa es el realismo, señores, el tan mentado realismo qué cosa es? ¿Qué mejor manera de hacer arte realista que identificándose materialmente con la realidad? ¿Y no resulta así la jornada más llevadera, más amena, más movida?

Pero, claro -y su voz pasó a ser primero furiosa, luego desconsolada-, la incomprensión y la estulticia de la gente todo lo malinterpretaban. Si lo veían en Radio Central escribiendo disfrazado, brotarían las murmuraciones, correría la voz de que era travestista, su oficina se convertiría en un imán para la morbosidad del vulgo. Terminó de guardar las caretas y demás objetos, cerró la maleta y volvió a la ventana. Ahora estaba triste. Murmuró que en Bolivia, donde siempre trabajaba en su propio "atélier", nunca había tenido problema "con los trapos". Aquí, en cambio, sólo los domingos podía escribir de acuerdo a su costumbre.

– ¿Esos disfraces se los consigue en función de los personajes o inventa los personajes a partir de disfraces que ya tiene? -le pregunté, por decir algo, todavía sin salir del asombro.

Me miró como a un recién nacido:

– Se nota que es usted muy joven -me reprendió con suavidad-. ¿No sabe acaso que lo primero es siempre el verbo?

Cuando, después de agradecerle efusivamente la invitación, volvimos a la calle, le dije a la tía Julia que Pedro Camacho nos había dado una prueba de confianza excepcional haciéndonos partícipes de su secreto, y que me había conmovido. Ella estaba contenta: nunca se había imaginado que los intelectuales pudieran ser tipos tan entretenidos.

– Bueno, no todos son así -me burlé-. Pedro Camacho es un intelectual entre comillas. ¿Te fijaste que no hay un solo libro en su cuarto? Me ha explicado que no lee para que no le influyan el estilo.

Regresábamos, por las calles taciturnas del centro, cogidos de la mano, hacia el paradero de los colectivos y yo le decía que algún domingo vendría a Radio Central sólo para ver al escriba transubstanciado mediante antifaces con sus creaturas.

– Vive como un pordiosero, no hay derecho -protestaba la tía Julia-. Siendo sus radioteatros tan famosos, creí que ganaría montones de plata.

Le preocupaba que en la pensión La Tapada no se viera ni una bañera ni una ducha, apenas un excusado y un lavador enmohecidos en el primer rellano de la escalera. ¿Creía yo que Pedro Camacho no se bañaba nunca? Le dije que al escriba esas banalidades le importaban un pito. Me confesó que al ver la suciedad de la pensión le había dado asco, que había hecho un esfuerzo sobrehumano para pasar la salchicha y el huevo. Ya en el colectivo, una vieja carcocha que iba parando en cada esquina de la avenida Arequipa, mientras yo la besaba despacito en la oreja, en el cuello, la oí decir alarmada:

– O sea que los escritores son unos muertos de hambre. Quiere decir que toda la vida vivirás fregado, Varguitas.

Desde que se lo había oído a Javier, ella también me llamaba Varguitas.

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