V

El paso de Lucho Gatica por Lima fue adjetivado por Pascual en nuestros boletines como “soberbio acontecimiento artístico y gran hit de la radiotelefonía nacional". A mí la broma me costó un cuento, una corbata y una camisa casi nuevas, y dejar plantada a la tía Julia por segunda vez. Antes de la llegada del cantante de boleros chileno, había visto en los periódicos una proliferación de fotos y de artículos laudatorios ("publicidad no pagada, la que vale más", decía Genaro-hijo), pero sólo me di cuenta cabal de su fama cuando noté las colas de mujeres, en la calle Belén, esperando pases para la audición. Como el auditorio era pequeño -un centenar de butacas- sólo unas pocas pudieron asistir a los programas. La noche del estreno la aglomeración en las puertas de Panamericana fue tal que Pascual y yo tuvimos que subir al altillo por un edificio vecino que compartía la azotea con el nuestro. Hicimos el boletín de las siete y no hubo manera de bajarlo al segundo piso:

– Hay un chuchonal de mujeres tapando la escalera, la puerta y el ascensor -me dijo Pascual-. Traté de pedir permiso pero me creyeron un zampón.

Llamé por teléfono a Genaro-hijo y chisporroteaba de felicidad:

– Todavía falta una hora para la audición de Lucho y la gente ya ha parado el tráfico en Belén. Todo el Perú sintoniza en este momento Radio Panamericana.

Le pregunté si en vista de lo que ocurría sacrificábamos los boletines de las siete y de las ocho, pero él tenía recursos para todo e inventó que dictáramos las noticias por teléfono a los locutores. Así lo hicimos y, en los intervalos, Pascual escuchaba, embelesado, la voz de Lucho Gatica en la radio, y yo releía la cuarta versión de mi cuento sobre el senador-eunuco, al que había acabado por poner un título de novela de horror: "La cara averiada". A las nueve en punto escuchamos el fin del programa, la voz de Martínez Morosini despidiendo a Lucho Gatica y la ovación del público que, esta vez, no era de disco sino real. Diez segundos más tarde sonó el teléfono y oí la voz alarmada de Genaro-hijo:

– Bajen como sea, esto se está poniendo color de hormiga.

Nos costó un triunfo perforar el muro de mujeres apiñadas en la escalera, a las que contenía, en la puerta del auditorio, el corpulento portero Jesusito. Pascual gritaba: "¡Ambulancia! ¡Ambulancia! ¡Buscamos aun herido!". Las mujeres, la mayoría jóvenes, nos miraban con indiferencia o sonreían, pero no se apartaban y había que empujarlas. Adentro, nos recibió un espectáculo desconcertante: el celebrado artista reclamaba protección policial. Era bajito y estaba lívido y lleno de odio hacia sus admiradoras. El empresario progresista procuraba calmarlo, le decía que llamar a la policía causaría pésima impresión, esa nube de muchachas era un homenaje a su talento. Pero la celebridad no se dejaba convencer:

– Yo las conozco a ésas -decía, entre aterrado y furibundo-. Comienzan pidiendo un autógrafo y acaban arañando, mordiendo.

Nosotros nos reíamos, pero la realidad confirmó sus predicciones. Genaro-hijo decidió que esperáramos media hora, creyendo que las admiradoras, aburridas, se irían. A las diez y cuarto (yo tenía compromiso con la tía Julia para ir al cine) nos habíamos cansado de esperar que ellas se cansaran y acordamos salir. Genaro-hijo, Pascual, Jesusito, Martínez Morosini y yo formamos un círculo, cogidos de los brazos, y pusimos en el centro a la celebridad, cuya palidez se acentuó hasta la blancura apenas abrimos la puerta. Pudimos bajar las primeras gradas sin grandes daños, dando codazos, rodillazos, cabezazos y pechazos contra el mar femenino, que por el momento se contentaba con aplaudir, suspirar y estirar las manos para tocar al ídolo -quien, níveo, sonreía, e iba murmurando entre dientes: "Cuidadito con soltar los brazos, compañeros"-, pero pronto tuvimos que hacer frente a una agresión en regla. Nos cogían de la ropa y jaloneaban, y dando aullidos alargaban las uñas para arrancar pedazos de la camisa y el terno del ídolo. Cuando, luego de diez minutos de asfixia y empujones, llegamos al pasillo de la entrada, creí que nos íbamos a soltar y tuve una visión: el pequeño cantante de boleros nos era arrebatado y sus admiradoras lo desmenuzaban ante nuestros ojos. No sucedió, pero cuando lo metimos al auto de Genaro-papá, quien esperaba al volante desde hacía hora y media, Lucho Gatica y su guardia de hierro estábamos convertidos en los sobrevivientes de una catástrofe. A mí me habían arranchado la corbata y hecho jirones la camisa, a Jesusito, le habían roto el uniforme y robado la gorra y Genaro-hijo tenía amoratada la frente de un carterazo. El astro estaba indemne, pero de su ropa sólo conservaba íntegros los zapatos y los calzoncillos. Al día siguiente, mientras tomábamos nuestro cafecito de las diez en el Bransa, le conté a Pedro Camacho las hazañas de las admiradoras. No le sorprendieron en absoluto:

– Mi joven amigo -me dijo, filosóficamente, mirándome desde muy lejos-, también la música llega al alma de la multitud.

Mientras yo luchaba por defender la integridad física de Lucho Gatica, la señora Agradecida había hecho la limpieza del altillo y echado a la basura la cuarta versión de mi cuento sobre el senador. En vez de amargarme, me sentí liberado de un peso y deduje que había en esto una advertencia de los dioses. Cuando le comuniqué a Javier que no lo rescribiría más, él, en vez de tratar de disuadirme, me felicitó por mi decisión.

La tía Julia se divirtió mucho con mi experiencia de guardaespaldas. Nos veíamos casi a diario, desde la noche de los besos furtivos en el Grill Bolívar. Al día siguiente del cumpleaños del tío Lucho yo me había presentado intempestivamente en la casa de Armendáriz y, buena suerte, la tía Julia estaba sola.

– Se fueron a visitar a tu tía Hortensia -me dijo, haciéndome pasar a la sala-. No fui, porque ya sé que esa chismosa se pasa la vida inventándome historias.

La tomé de la cintura, la atraje hacia mí e intenté besarla. No me rechazó pero tampoco me besó: sentí su boca fría contra la mía. Al apartarnos, vi que me miraba sin sonreír. No sorprendida como la víspera, más bien con cierta curiosidad y algo de burla.

– Mira, Marito -su voz era afectuosa, tranquila-. He hecho todas las locuras del mundo en mi vida. Pero ésta no la voy a hacer. -Lanzó una carcajada:- ¿Yo, corruptora de menores? ¡Eso sí que no!

Nos sentamos y estuvimos conversando cerca de dos horas. Le conté toda mi vida, no la pasada sino la que tendría en el futuro, cuando viviera en París y fuera escritor. Le dije que quería escribir desde que había leído por primera vez a Alejandro Dumas, y que desde entonces soñaba con viajar a Francia y vivir en una buhardilla, en el barrio de los artistas, entregado totalmente a la literatura, la cosa más formidable del mundo. Le conté que estudiaba Derecho para darle gusto a la familia, pero que la abogacía me parecía la más espesa y boba de las profesiones y que no la practicaría jamás. Me di cuenta, en un momento, que estaba hablando de manera muy fogosa y le dije que por primera vez le confesaba esas cosas íntimas no a un amigo sino a una mujer.

– Te parezco tu mamá y por eso te provoca hacerme confidencias -me psicoanalizó la tía Julia-. Así que el hijo de Dorita resultó bohemio, vaya, vaya. Lo malo es que te vas a morir de hambre, hijito.

Me contó que la noche anterior se había quedado desvelada, pensando en los besos furtivos del Grill Bolívar. Que el hijo de Dorita, el chiquito al que sólo ayer ella había acompañado a su mamá a llevar al colegio La Salle, en Cochabamba, el mocosito al que ella todavía creía de pantalón corto, la guagua con quien se hacía escoltar al cine para no ir sola, de buenas a primeras la besara en la boca como si fuera un hombre hecho y derecho, no le cabía en la cabeza.

– Soy un hombre hecho y derecho -le aseguré, cogiéndole la mano, besándosela-. Tengo dieciocho años. Y ya hace cinco que perdí la virginidad.

– ¿Y qué soy yo entonces, que tengo treinta y dos y que la perdí hace quince? -se rió ella-. ¡Una vieja decrépita!

Tenía una risa ronca y fuerte, directa y alegre, que abría de par en par su boca grande, de labios gruesos, y que le arrugaba los ojos. Me miraba con ironía y malicia, todavía no como a un hombre hecho y derecho, pero ya no como a un mocoso. Se levantó para servirme un whisky:

– Después de tus atrevimientos de anoche, ya no puedo convidarte Coca-Colas -me dijo, haciéndose la apenada-. Tengo que atenderte como a uno de mis pretendientes.

Le dije que la diferencia de edad tampoco era tan terrible.

– Tan terrible no -me repuso-. Pero, casi casi, lo justo para que pudieras ser mi hijo.

Me contó la historia de su matrimonio. Los primeros años todo había ido muy bien. Su marido tenía una hacienda en el altiplano y ella se había acostumbrado tanto a la vida de campo que rara vez iba a La Paz. La casa-hacienda era muy cómoda y a ella le encantaba la tranquilidad del lugar, la vida sana y simple: montar a caballo, hacer excursiones, asistir a las fiestas de los indios. Las nubes grises habían comenzado porque no podía concebir; su marido sufría con la idea de no tener descendencia. Luego, él había comenzado a beber y desde entonces el matrimonio se había deslizado por una pendiente de riñas, separaciones y reconciliaciones, hasta la disputa final. Luego del divorcio habían quedado buenos amigos.

– Si alguna vez me caso, yo nunca tendría hijos -le advertí-. Los hijos y la literatura son incompatibles.

– ¿Quiere decir que puedo presentar mi solicitud y ponerme a la cola? -me coqueteó la tía Julia.

Tenía chispa y rapidez para las réplicas, contaba cuentos colorados con gracia y era (como todas las mujeres que había conocido hasta entonces) terriblemente aliteraria. Daba la impresión de que en las largas horas vacías de la hacienda boliviana sólo había leído revistas argentinas, alguno que otro engendro de Delly, y apenas un par de novelas que consideraba memorables: "El árabe" y "El hijo del árabe", de un tal H. M. Hull. Al despedirme esa noche le pregunté si podíamos ir al cine y me dijo que "eso sí". Habíamos ido a función de noche, desde entonces, casi a diario, y además de soportar una buena cantidad de melodramas mexicanos y argentinos, nos habíamos dado una considerable cantidad de besos. El cine se fue convirtiendo en pretexto; elegíamos los más alejados de la casa de Armendáriz (el Montecarlo, el Colina, el Marsano) para estar juntos más tiempo. Dábamos largas caminatas después de la función, haciendo empanaditas (me había enseñado que cogerse de las manos se decía en Bolivia 'hacer empanaditas'), zigzagueando por las calles vacías de Miraflores (nos soltábamos cada vez que aparecía un peatón o un auto), conversando sobre todas las cosas, mientras que -era esa estación mediocre que en Lima llaman invierno- la garúa nos iba humedeciendo. La tía Julia salía siempre, a almorzar o a tomar té, con sus numerosos pretendientes, pero me reservaba las noches. Íbamos al cine, en efecto, a sentarnos en las filas de atrás de la platea, donde (sobre todo si la película era muy mala) podíamos besamos sin estorbar a otros espectadores y sin que alguien nos reconociera. Nuestra relación se había estabilizado rápidamente en lo amorfo, se situaba en algún punto indefinible entre las categorías opuestas de enamorados y amantes. Éste era un tema recurrente de nuestras conversaciones. Teníamos de amantes la clandestinidad, el temor a ser descubiertos, la sensación de riesgo, pero lo éramos espiritual, no materialmente, pues no hacíamos el amor (y, como se escandalizaría más tarde Javier, ni siquiera "nos tocábamos"). Teníamos de enamorados el respeto de ciertos ritos clásicos de la adolescente pareja miraflorina de ese tiempo (ir al cine, besarse durante la película, caminar por la calle de la mano) y la conducta casta (en esa Edad de Piedra las chicas de Miraflores solían llegar vírgenes al matrimonio y sólo se dejaban tocar los senos y el sexo cuando el enamorado ascendía al estatuto formal de novio), pero ¿cómo hubiéramos podido serlo dada la diferencia de edad y el parentesco? En vista de lo ambiguo y extravagante de nuestro romance, jugábamos a bautizarlo: 'noviazgo inglés', 'romance sueco', 'drama turco'.

– Los amores de un bebe y una anciana que además es algo así como su tía -me dijo una noche la tía Julia, mientras cruzábamos el Parque Central-. Cabalito para un radioteatro de Pedro Camacho.

Le recordé que sólo era mi tía política y ella me contó que en el radioteatro de las tres, un muchacho de San Isidro, buenmosísimo y gran corredor de tabla hawaiana, tenía relaciones nada menos que con su hermana, a la que, horror de horrores, había dejado embarazada.

– ¿Desde cuándo oyes radioteatros? -le pregunté.

– Me he contagiado de mi hermana -me repuso-. La verdad es que esos de Radio Central son fantásticos, unos dramones que parten el alma.

Y me confesó que, a veces, a ella y a la tía Olga se les llenaban los ojos de lágrimas. Fue el primer indicio que tuve del impacto que causaba en los hogares limeños la pluma de Pedro Camacho. Recogí otros, los días siguientes, en las casas de la familia. Caía donde la tía Laura y ella, apenas me veía en el umbral de la sala, me ordenaba silencio con un dedo en los labios, mientras permanecía inclinada hacia el aparato de radio como para poder no sólo oír sino también oler, tocar, la (trémula o ríspida o ardiente o cristalina) voz del artista boliviano. Aparecía donde la tía Gaby y las encontraba a ella y a la tía Hortensia, deshaciendo un ovillo con dedos absortos, mientras seguían un diálogo lleno de esdrújulas y gerundios de Luciano Pando y Josefina Sánchez. Y en mi propia casa, mis abuelos, que siempre habían tenido "afición a las novelitas", como decía la abuela Carmen, ahora habían contraído una auténtica pasión radioteatral. Me despertaba en la mañana oyendo los compases del indicativo de la Radio -se preparaban con una anticipación enfermiza para el primer radioteatro, el de las diez-, almorzaba oyendo el de las dos de la tarde, y a cualquier hora del día que volviera, encontraba a los dos viejitos y a la cocinera, arrinconados en la salita de recibo, profundamente concentrados en la radio, que era grande y pesada como un aparador y que para mal de males siempre ponían a todo volumen.

– ¿Por qué te gustan tanto los radioteatros? -le pregunté un día a la abuelita-. ¿Qué tienen que no tengan los libros, por ejemplo?

– Es una cosa más viva, oír hablar a los personajes, es más real -me explicó, después de reflexionar-. Y, además, a mis años, se portan mejor los oídos que la vista,

Intenté una averiguación parecida en otras casas de parientes y los resultados fueron vagos. A las tías Gaby, Laura, Olga, Hortensia los radioteatros les gustaban porque eran entretenidos, tristes o fuertes, porque las distraían y hacían soñar, vivir cosas imposibles en la vida real, porque enseñaban algunas verdades o porque una tenía siempre su poquito de espíritu romántico. Cuando les pregunté por qué les gustaban más que los libros, protestaron: qué tontería, cómo se iba a comparar, los libros eran la cultura, los radioteatros simples adefesios para pasar el tiempo. Pero lo cierto es que vivían pegadas a la radio y que jamás había visto a ninguna de ellas abrir un libro. En nuestras andanzas nocturnas, la tía Julia me resumía a veces algunos episodios que la habían impresionado y yo le contaba mis conversaciones con el escriba, de modo que, insensiblemente, Pedro Camacho pasó a ser un componente de nuestro romance.

El propio Genaro-hijo me confirmó el éxito de los nuevos radioteatros el día en que por fin conseguí, después de mil protestas, que me repusieran la máquina de escribir. Se presentó en el altillo con una carpeta en la mano y la cara radiante:

– Supera los cálculos más optimistas -nos dijo-. En dos semanas ha aumentado en veinte por ciento la sintonía de los radioteatros. ¿Saben lo que esto significa? ¡Aumentar en veinte por ciento la factura a los auspiciadores!

– ¿Y que nos aumentarán en veinte por ciento el sueldo, don Genaro? -saltó en su silla Pascual.

– Ustedes no trabajan en Radio Central sino en Panamericana -nos recordó Genaro-hijo-. Nosotros somos una estación de buen gusto y no pasamos radioteatros.

Los diarios, en las páginas especializadas, pronto se hicieron eco de la audiencia conquistada por los nuevos radioteatros y empezaron a elogiar a Pedro Camacho. Fue Guido Monteverde quien lo consagró, en su columna de “Última Hora", llamándolo "experimentado libretista de imaginación tropical y palabra romántica, intrépido director sinfónico de radioteatros y versátil actor él mismo de acaramelada voz". Pero el beneficiario de estos adjetivos no se daba por enterado de las olas de entusiasmo que iba levantando a su alrededor. Una de esas mañanas en que yo lo recogía, de paso al Bransa, para tomar un café juntos, encontré pegado en la ventana de su cubículo un cartel con esta inscripción escrita en letras toscas: "No se reciben periodistas ni se conceden autógrafos. ¡El artista trabaja! ¡Respetadlo!".

– ¿Eso va en serio o en broma? -le pregunté, mientras yo saboreaba mí café cortado y él su compuesto cerebral de yerbaluisa y menta.

– Muy en serio -me contestó-. La poligrafía local ha comenzado a atosigarme, y si no les pongo un paralé, pronto habrá colas de oyentes por ahí -señaló como quien no quiere la cosa hacia la Plaza San Martín-, pidiendo fotografías y firmas. Mi tiempo vale oro y no puedo perderlo en necedades.

No había un átomo de vanidad en lo que decía, sólo sincera inquietud. Vestía su terno negro habitual, su corbatita de lazo y fumaba unos cigarrillos pestilentes llamados "Aviación". Como siempre, estaba sumamente serio. Creí halagarlo contándole que todas mis tías habían pasado a ser fanáticas oyentes suyas y que Genaro-hijo rebotaba de alegría con los resultados de los surveys sobre la sintonía de sus radioteatros. Pero me hizo callar, aburrido, como si todas esas cosas fueran inevitables y él las hubiera sabido desde siempre, y más bien me comunicó que estaba indignado por la falta de sensibilidad de "los mercaderes" (expresión con la que, a partir de entonces, se referiría siempre a los Genaros).

– Algo está flaqueando en los radioteatros y mi obligación es remediarlo y la de ellos ayudarme -afirmó, frunciendo el ceño-. Pero está visto que el arte y la bolsa son enemigos mortales, como los chanchos y las margaritas.

– ¿Flaqueando? -me asombré-. ¡Pero si son todo un éxito!

– Los mercaderes no quieren despedir a Pablito, pese a que yo lo he exigido -me explicó-. Por consideraciones sentimentales, que lleva no sé cuántos años en Radio Central y tonterías así. Como si el arte tuviera que ver algo con la caridad. ¡La incompetencia de ese enfermo es un verdadero sabotaje a mi trabajo!

El Gran Pablito era uno de esos personajes pintorescos e indefinibles que atrae o fabrica el ambiente de la radio. El diminutivo sugería que se trataba de un chiquillo, pero era un cholo cincuentón, que arrastraba los pies y tenía unos ataques de asma que levantaban miasmas a su alrededor. Merodeaba mañana y tarde por Radio Central y Panamericana haciendo de todo, desde echar una mano a los barrenderos e ir a comprar entradas al cine y a los toros a los Genaros, hasta repartir pases para las audiciones. Su trabajo más permanente eran los radioteatros, donde se encargaba de los efectos especiales.

– Estos creen que los efectos especiales son una mariconada que cualquier mendigo puede hacer -despotricaba, aristocrático y helado, Pedro Camacho-. En realidad también son arte, ¿y qué sabe de arte el braquicéfalo medio moribundo de Pablito?

Me aseguró que, “llegado el caso", no vacilaría en suprimir con sus propias manos cualquier obstáculo a la "perfección de su trabajo" (y lo dijo de tal modo que le creí). Compungido, añadió que no tenía tiempo para formar un técnico en efectos especiales, enseñándole desde la a hasta la z, pero que, luego de una rápida exploración del "dial nativo", había encontrado lo que buscaba. Bajó la voz, echó un vistazo en torno y concluyó, mefistofélicamente:

– El elemento que nos conviene está en Radio Victoria.

Analizamos con Javier las posibilidades que tenía Pedro Camacho de materializar sus propósitos homicidas con el Gran Pablito y coincidimos en que la suerte de éste dependía exclusivamente de los surveys: si la progresión de los radioteatros se mantenía sería sacrificado sin misericordia. En efecto, no había pasado una semana cuando Genaro-hijo se presentó en el altillo, sorprendiéndome en plena redacción de un nuevo cuento -debió notar mi confusión, la velocidad con que arranqué la página de la máquina de escribir y la entreveré con los boletines, pero tuvo la delicadeza de no decir nada-, y se dirigió conjuntamente a Pascual y a mí con un gesto de gran mecenas:

– Tanto quejarse ya consiguieron el redactor nuevo que querían, par de flojos. El Gran Pablito trabajará con ustedes. ¡No se duerman sobre sus laureles!

El refuerzo que recibió el Servicio de Informaciones fue más moral que material, porque a la mañana siguiente, cuando, puntualísimo, el Gran Pablito se presentó a las siete en la oficina, y me preguntó qué debía hacer y le encargué dar la vuelta a una reseña parlamentaria, puso cara de espanto, tuvo un acceso de tos que lo dejó amoratado, y tartamudeó que era imposible:

– Si yo no sé leer ni escribir, señor.

Aprecié como fina muestra del espíritu risueño de Genaro-hijo el que nos hubiera elegido para nuevo redactor a un analfabeto. Pascual, a quien el saber que la Redacción se bifurcaría entre él y el Gran Pablito había puesto nervioso, recibió la noticia del analfabetismo con franca alegría. En mi delante riñó a su flamante colega por su espíritu apático, por no haber sido capaz de educarse, como había hecho él, ya adulto, yendo a los cursos gratuitos de la nocturna. El Gran Pablito, muy asustado, asentía, repitiendo como un autómata "es verdad, no había pensado en eso, así es, tiene usted toda la razón”, y mirándome con cara de inminente despedido. Lo tranquilicé, diciéndole que se encargaría de bajar los boletines a los locutores. En realidad, se convirtió en un esclavo de Pascual, quien lo tenía todo el día trotando del altillo a la calle y viceversa, para que le trajera cigarrillos, o unas papas rellenas que vendía un ambulante de la calle Carabaya y hasta yendo a ver si llovía. El Gran Pablito soportaba su servidumbre con excelente espíritu de sacrificio e incluso demostraba más respeto y amistad hacia su torturador que hacia mí. Cuando no estaba haciendo mandados de Pascual, se encogía en un rincón de la oficina, y, apoyando la cabeza en la pared, se dormía instantáneamente. Roncaba con unos ronquidos sincrónicos y sibilantes, de ventilador enmohecido.

Era un espíritu generoso. No le guardaba el más mínimo rencor a Pedro Camacho por haberlo sustituido por un advenedizo de Radio Victoria. Se expresaba siempre en los términos más elogiosos del escriba boliviano, por quien sentía la más genuina admiración. Con frecuencia, me pedía permiso para ir a los ensayos de los radioteatros. Cada vez volvía más entusiasmado:

– Este tipo es un genio -decía, ahogándose-. Se le ocurren cosas milagrosas.

Traía siempre anécdotas muy divertidas sobre las proezas artísticas de Pedro Camacho. Un día nos juró que éste había aconsejado a Luciano Pando que se masturbara antes de interpretar un diálogo de amor con el argumento de que eso debilitaba la voz y provocaba un jadeo muy romántico. Luciano Pando se había resistido.

– Ahora se entiende por qué cada vez que hay una escena sentimental se mete al bañito del patio, don Mario -hacía cruces y se besaba los dedos el Gran Pablito-. Para corrérsela, para qué va a ser. Por eso le sale la voz tan suavecita.

Discutimos largamente con Javier sobre si sería cierto o una invención del nuevo redactor y llegamos a la conclusión de que, en todo caso, había bases suficientes para no considerarlo absolutamente imposible.

– Sobre esas cosas deberías escribir un cuento y no sobre Doroteo Martí -me amonestaba Javier-. Radio Central es una mina para la literatura.

El cuento que estaba empeñado en escribir, en esos días, se basaba en una anécdota que me había contado la tía Julia, algo que ella misma había presenciado en el Teatro Saavedra de La Paz. Doroteo Martí era un actor español que recorría América haciendo llorar lágrimas de inflamada emoción a las multitudes con "La Malquerida" y "Todo un hombre" o calamidades más truculentas todavía. Hasta en Lima, donde el teatro era una curiosidad extinta desde el siglo pasado, la Compañía de Doroteo Martí había repletado el Municipal con una representación que, según la leyenda, era el non plus ultra de su repertorio: la Vida, Pasión y Muerte de Nuestro Señor. El artista tenía un acerado sentido práctico y las malas lenguas decían que, alguna vez, el Cristo interrumpía su sollozante noche de dolor en el Bosque de los Olivos para anunciar, con voz amable, al distinguido público asistente que el día de mañana la Compañía ofrecería una función de gancho en la que cada caballero podría llevar a su pareja gratis (y continuaba el Calvario). Fue precisamente una representación de la Vida, Pasión y Muerte lo que había visto la tía Julia en el Teatro Saavedra. Era el instante supremo, Jesucristo agonizaba en lo alto del Gólgota, cuando el público advirtió que el madero en el que permanecía amarrado, entre nubes de incienso, Jesucristo-Martí, comenzaba a cimbrearse. ¿Era un accidente o un efecto previsto? Prudentes, cambiando sigilosas miradas, la Virgen, los Apóstoles, los legionarios, el pueblo en general, comenzaban a retroceder, a apartarse de la cruz oscilante, en la que, todavía con la cabeza reclinada sobre el pecho, Doroteo-Jesús había empezado a murmurar, bajito, pero audible en las primeras filas de la platea: "Me caigo, me caigo". Paralizados sin duda por el horror al sacrilegio, nadie, entre los invisibles ocupantes de las bambalinas, acudía a sujetar la cruz, que ahora bailaba desafiando numerosas leyes físicas en medio de un rumor de alarma que había reemplazado a los rezos. Segundos después los espectadores paceños pudieron ver a Martí de Galilea, viniéndose de bruces sobre el escenario de sus glorias, bajo el peso del sagrado madero, y escuchar el estruendo que remeció el teatro. La tía Julia me juraba que Cristo había alcanzado a rugir salvajemente, antes de hacerse una mazamorra contra las tablas: "Me caí, carajo". Era sobre todo ese final el que yo quería recrear; el cuento iba a terminar así, de manera efectista, con el rugido y la palabrota de Jesús. Quería que fuera un cuento cómico y, para aprender las técnicas del humor, leía en los colectivos, Expresos y en la cama antes de caer dormido a todos los escritores risueños que se ponían a mi alcance, desde Mark Twain y Bernard Shaw hasta Jardiel Poncela y Fernández Flórez. Pero, como siempre, no me salía y Pascual y el Gran Pablito iban contando las cuartillas que yo mandaba al canasto. Menos mal que, en lo que se refería al papel, los Genaros eran manirrotos con el Servicio de Informaciones.

Pasaron dos o tres semanas antes de que conociera al hombre de Radio Victoria que había reemplazado al Gran Pablito. A diferencia de lo que ocurría antes de su llegada, en que uno podía asistir libremente a la grabación de los radioteatros, Pedro Camacho había prohibido que nadie, fuera de actores y técnicos, entrara al estudio, y, para impedirlo, cerraba las puertas e instalaba ante ellas la desarmante mole de Jesusito. Ni el propio Genaro-hijo había sido exonerado. Recuerdo la tarde en que, como siempre que tenía problemas y necesitaba un paño de lágrimas, se presentó en el altillo con las narices vibrándole de indignación y me dio sus quejas:

– Traté de entrar al estudio y paró el programa en seco y se negó a grabarlo hasta que me largara -me dijo, con voz descompuesta-. Me ha prometido que la próxima vez que interrumpa un ensayo me tirará el micro a la cabeza. ¿Qué hago? ¿Lo despido con cajas destempladas o me trago el sapo?

Le dije lo que quería que le dijera: que, en vista del éxito de los radioteatros ("en aras de la radiotelefonía nacional, etcétera") se tragara el sapo y no volviera a meter las narices en los dominios del artista. Así lo hizo y yo quedé enfermo de curiosidad por asistir a la grabación de alguno de los programas del escriba.

Una mañana, a la hora de nuestro consabido café, después de un cauteloso rodeo me atreví a sondear a Pedro Camacho. Le dije que tenía ganas de ver en acción al nuevo encargado de los efectos especiales, de comprobar si era tan bueno como él me había dicho:

– No dije bueno -sino mediano -me corrigió, inmediatamente-. Pero lo estoy educando y podría llegar a ser bueno.

Bebió un trago de su infusión y me quedó observando con sus ojitos fríos y ceremoniosos, presa de dudas interiores. Por fin, resignándose, asintió:

– Muy bien. Venga mañana, al de las tres. Pero esto no se podrá repetir, lo siento mucho. No me gusta que los actores se distraigan, cualquier presencia los turba, se me escurren y adiós trabajos con la catarsis. La grabación de un episodio es una misa, mi amigo.

En realidad, era algo más solemne. Entre todas las misas que recordaba (hacía años que no iba a la iglesia) nunca vi una ceremonia tan sentida, un rito tan vivido, como esa grabación del capítulo décimo séptimo de "Las venturas y desventuras de Don Alberto de Quinteros", a la que fui admitido. El espectáculo no debió de durar más de treinta minutos -diez de ensayo y veinte de grabación- pero me pareció que duraba horas. Me impresionó, de entrada, la atmósfera de recogimiento religioso que reinaba en el cuartucho encristalado, de polvorienta alfombra verde, que respondía al nombre de "Estudio de Grabación Número Uno" de Radio Central. Sólo el Gran Pablito y yo estábamos allí de espectadores; los otros eran participantes activos. Pedro Camacho, al entrar, con una mirada castrense nos había hecho saber que debíamos permanecer como estatuas de sal. El libretista-director parecía transformado: más alto, más fuerte, un general que instruye a tropas disciplinadas. ¿Disciplinadas? Más bien embelesadas, hechizadas, fanatizadas. Me costó trabajo reconocer a la bigotuda y varicosa Josefina Sánchez, a quien había visto ya tantas veces grabar sus parlamentos masticando chicle, tejiendo, totalmente despreocupada y con aire de no saber lo que decía, en esa personita tan seria que, cuando no revisaba, como quien reza, el libreto, sólo tenía ojos para mirar, respetuosa y dócil, al artista, con el temblor primerizo con que la niñita mira el altar el día de su primera comunión. Y lo mismo ocurría con Luciano Pando y con los otros tres actores (dos mujeres y un muchacho muy joven). No cambiaban palabra, no se miraban entre ellos: sus ojos iban, imantados, de los libretos a Pedro Camacho, y hasta el técnico de sonido, el huatatiro Ochoa, al otro lado del cristal, compartía el arrobo: muy serio, probaba los controles, apretando botones y encendiendo luces y seguía con ceño grave y atento lo que pasaba en el estudio.

Los cinco actores estaba parados en círculo en torno a Pedro Camacho, quien -siempre uniformado de traje negro y corbata de lazo y la cabellera revoloteante- los aleccionaba sobre el capítulo que iban a grabar. No eran instrucciones lo que les impartía, al menos en el sentido prosaico de indicaciones concretas sobre cómo decir sus parlamentos -con mesura o exageración, despacio o rápido-, sino, según era costumbre en él, pontificando, noble y olímpico, sobre profundidades estéticas y filosóficas. Eran, por supuesto, las palabras 'arte' y 'artístico' las que más iban y venían por ese discurso afiebrado, como un santo y seña mágico que todo lo abría y explicaba. Pero más insólito que las palabras del escriba boliviano era el fervor con que las profería, y, quizá aún más, el efecto que causaban. Hablaba gesticulando y empinándose, con la voz fanática del hombre que está en posesión de una verdad urgente y tiene que propagarla, compartirla, imponerla. Lo conseguía totalmente: los cinco actores lo escuchaban alelados, suspensos, abriendo mucho los ojos como para absorber mejor esas sentencias sobre su trabajo ("su misión" decía el libretista-director). Lamenté que la tía Julia no estuviera allí, porque no me creería cuando le contara que había visto transfigurarse, embellecerse, espiritualizarse, durante una eterna media hora, a ese puñado de exponentes de la más miserable profesión de Lima, bajo la retórica efervescente de Pedro Camacho. El Gran Pablito y yo estábamos sentados en el suelo en un rincón del estudio; frente a nosotros, rodeado de una parafernalia extraña, se hallaba el tránsfuga de Radio Victoria, la novísima adquisición. También había escuchado en actitud mística la arenga del artista; apenas comenzó la grabación del capítulo, él se convirtió para mí en el centro del espectáculo.

Era un hombrecito fortachón y cobrizo, de pelos tiesos, vestido casi como un mendigo: un overol raído, una camisa con parches, unos zapatones sin pasador. (Más tarde supe que se lo conocía por el misterioso apodo de Batán.) Sus instrumentos de trabajo eran: un tablón, una puerta, un lavador lleno de agua, un silbato, un pliego de papel platino, un ventilador y otras cosas de esa misma apariencia doméstica. Batán constituía él solo un espectáculo de ventriloquia, de acrobacia, de multiplicación de la personalidad, de imaginación física. Apenas el director-actor hacía la señal indicada -una vibración magisterial del índice en el aire cargado de diálogos, de ayes, y suspiros-, Batán, caminando sobre el tablón a un ritmo sabiamente decreciente hacía que los pasos de los personajes se acercaran o alejaran, Y, a otra señal, orientando el ventilador a distintas velocidades sobre el platino hacía brotar el rumor de la lluvia o el ruido del viento, y, a otra, metiéndose tres dedos en la boca y silbando, inundaba el estudio con los trinos que, en un amanecer de primavera, despertaban a la heroína en su casa de campo. Era especialmente notable cuando sonorizaba la calle. En un momento dado, dos personajes recorrían la Plaza de Armas conversando. El huatatiro Ochoa enviaba, de cinta grabada, ruido de motores y bocinas, pero todos los demás efectos los producía Batán, chasqueando la lengua, cloqueando, bisbiseando, susurrando (parecía hacer todas estas cosas a la vez) y bastaba cerrar los ojos para sentir, reconstituidas en el pequeño estudio de Radio Central, las voces, palabras sueltas, risas, interjecciones que uno va distraídamente oyendo por una calle concurrida. Pero, como si esto fuera poco, Batán, al mismo tiempo que producía decenas de voces humanas, caminaba o brincaba sobre el tablón, manufacturando los pasos de los peatones sobre las veredas y los roces de sus cuerpos. 'Caminaba' a la vez con pies y manos (a las que había enguantado con un par de zapatos), de cuclillas, los brazos colgantes como un simio, golpeándose los muslos con codos y antebrazos. Después de haber sido (acústicamente) la Plaza de Armas a mediodía, resultaba, en cierto modo, una proeza insignificante musicalizar -haciendo tintinear dos fierritos, rascando un vidrio, y, para imitar el desliz de sillas y personas sobre mullidas alfombras, restregando unas tablillas contra su fundillo- la mansión de una empingorotada dama limeña que ofrece té -en tazas de porcelana china- a un grupo de amigas, o, rugiendo, graznando, hozando, aullando, encarnar fonéticamente (enriqueciéndolo de muchos ejemplares) al Zoológico de Barranco. Al terminar la grabación, parecía haber corrido la Maratón olímpica: jadeaba, tenía ojeras y sudaba como un caballo.

Pedro Camacho había contagiado a sus colaboradores su seriedad sepulcral. Era un cambio enorme, los radioteatros de la CMQ cubana se grababan muchas veces en una atmósfera de jolgorio y los actores, mientras interpretaban el libreto, se hacían morisquetas o gestos obscenos, burlándose de sí mismos y de lo que decían. Ahora daba la impresión de que si alguien hubiera hecho una broma los otros se hubieran abalanzado sobre él para castigarlo por sacrílego. Pensé un momento que tal vez simulaban por servilismo hacia el jefe, para no ser purgados como los argentinos, que en el fondo no estaban tan seguros, como aquél, de ser 'los sacerdotes M arte', pero me equivocaba. De regreso a Panamericana, di unos pasos por la calle Belén junto a Josefina Sánchez, quien, entre radioteatro y radioteatro, se iba a preparar un tecito a su casa, y le pregunté si en todas las grabaciones pronunciaba el escriba boliviano esas arengas preliminares o si había sido algo excepcional. Me miró con un desprecio que hacía temblar su papada:

– Hoy habló poco y no estuvo inspirado. Hay veces que parte el alma ver cómo esas ideas no se conservan para la posteridad.

Le pregunté si ella, "que tenía tanta experiencia”, pensaba realmente que Pedro Camacho era una persona de mucho talento. Tardó unos segundos en encontrar las palabras adecuadas para formular su pensamiento:

– Ese hombre santifica la profesión del artista.

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