Era una de esas soleadas mañanas de la primavera limeña, en que los geranios amanecen más arrebatados, las rosas más fragantes y las buganvillas más crespas, cuando un famoso galeno de la ciudad, el doctor Alberto de Quinteros -frente ancha, nariz aguileña, mirada penetrante, rectitud y bondad en el espíritu- abrió los ojos y se desperezó en su espaciosa residencia de San Isidro. Vio, a través de los visillos, el sol dorando el césped del cuidado jardín que encarcelaban vallas de crotos, la limpieza del cielo, la alegría de las flores, y sintió esa sensación bienhechora que dan ocho horas de sueño reparador y la conciencia tranquila.
Era sábado y, a menos de alguna complicación de último momento con la señora de los trillizos, no iría a la clínica y podría dedicar la mañana a hacer un poco de ejercicio y a tomar una sauna antes del matrimonio de Elianita. Su esposa y su hija se hallaban en Europa, cultivando su espíritu y renovando su vestuario, y no regresarían antes de un mes. Otro, con sus medios de fortuna y su apostura -sus cabellos nevados en las sienes y su porte distinguido, así como su elegancia de maneras, despertaban miradas de codicia incluso en señoras incorruptibles-, hubiera aprovechado la momentánea soltería para echar algunas canas al aire. Pero Alberto de Quinteros era un hombre al que ni el juego, ni las faldas ni el alcohol atraían más de lo debido, y entre sus conocidos -que eran legión- circulaba este apotegma: "Sus vicios son la ciencia, su familia y la gimnasia".
Ordenó el desayuno y, mientras se lo preparaban, llamó a la clínica. El médico de guardia le informó que la señora de los trillizos había pasado una noche tranquila y que las hemorragias de la operada del fibroma habían cesado. Dio instrucciones, indicó que si ocurría algo grave lo llamaran al Gimnasio Remigius, o, a la hora de almuerzo, donde su hermano Roberto, e hizo saber que al atardecer se daría una vuelta por allá. Cuando el mayordomo le trajo su jugo de papaya, su café negro y su tostada con miel de abeja, Alberto de Quinteros se había afeitado y vestía un pantalón gris de corduroy, unos mocasines sin taco y una chompa verde de cuello alto. Desayunó echando una ojeada distraída a las catástrofes e intrigas matutinas de los periódicos, cogió su maletín deportivo y salió. Se detuvo unos segundos en el jardín a palmear a Puck, el engreído foxterrier que lo despidió con afectuosos ladridos.
El Gimnasio Remigius estaba a pocas cuadras, en la calle Miguel Dasso, y al doctor Quinteros le gustaba andarlas. Iba despacio, respondía a los saludos del vecindario, observaba los jardines de las casas que a esa hora eran regados y podados, y solía parar un momento en la Librería Castro Soto a elegir algunos best-sellers. Aunque era temprano, ya estaban frente al Davory los infalibles muchachos de camisas abiertas y cabelleras alborotadas. Tomaban helados, en sus motos o en los guardabarros de sus autos sport, se hacían bromas y planeaban la fiesta de la noche. Lo saludaron con respeto, pero apenas los dejó atrás, uno de ellos se atrevió a darle uno de esos consejos que eran su pan cotidiano en el Gimnasio, eternos chistes sobre su edad y su profesión, que él soportaba con paciencia y buen humor: "No se canse mucho, doctor, piense en sus nietos". Apenas lo oyó pues estaba imaginando lo linda que se vería Elianita en su vestido de novia diseñado para ella por la casa Christian Dior de París.
No había mucha gente en el Gimnasio esa mañana. Sólo Coco, el instructor, y dos fanáticos de las pesas, el Negro Humilla y Perico Sarmiento, tres montañas de músculos equivalentes a los de diez hombres normales. Debían de haber llegado no hacía mucho tiempo, estaban todavía calentando:
– Pero si ahí viene la cigüeña -le estrechó la mano Coco.
– ¿Todavía en pie, a pesar de los siglos? -le hizo adiós el Negro Humilla.
Perico se limitó a chasquear la lengua y a levantar dos dedos, en el característico saludo que había importado de Texas. Al doctor Quinteros le agradaba esa informalidad, las confianzas que se tomaban con él sus compañeros de Gimnasio, como si el hecho de verse desnudos y de sudar juntos los nivelara en una fraternidad donde desaparecían las diferencias de edad y posición. Les contestó que si necesitaban sus servicios estaba a sus órdenes, que a los primeros mareos o antojos corrieran a su consultorio donde tenía listo el guante de jebe para auscultarles la intimidad.
– Cámbiate y ven a hacer un poco de warm up -le dijo Coco, que ya estaba saltando en el sitio otra vez.
– Si te viene el infarto, no pasas de morirte, veterano -lo alentó Perico, poniéndose al paso de Coco.
– Adentro está el tablista -oyó decir al Negro Humilla, cuando entraba al vestuario.
Y, en efecto, ahí estaba su sobrino Richard, en buzo azul, calzándose las zapatillas. Lo hacía con desgano, como si las manos se le hubieran vuelto de trapo, y tenía la cara agria y ausente. Se quedó mirándolo con unos ojos azules totalmente idos y una indiferencia tan absoluta que el doctor Quinteros se preguntó si no se había vuelto invisible.
– Sólo los enamorados se abstraen así -se acercó a él y le revolvió los cabellos-. Baja de la luna, sobrino.
– Perdona, tío -despertó Richard, enrojeciendo violentamente, como si lo acabaran de sorprender haciendo algo sucio-. Estaba pensando.
– Me gustaría saber en qué maldades -se rió el doctor Quinteros, mientras abría su maletín, elegía un casillero y comenzaba a desvestirse-. Tu casa debe ser un desbarajuste terrible. ¿Está muy nerviosa Elianita?
Richard lo miró con una especie de odio súbito y el doctor pensó qué le ha picado a este muchacho. Pero su sobrino, haciendo un esfuerzo notorio por mostrarse natural, esbozó un amago de sonrisa:
– Sí, un desbarajuste. Por eso me vine a quemar un poco de grasa, hasta que sea hora.
El doctor pensó que iba a añadir: "de subir al patíbulo". Tenía la voz lastrada por la tristeza, y también sus facciones y la torpeza con que anudaba los cordones y los movimientos bruscos de su cuerpo revelaban incomodidad, malestar íntimo, desasosiego. No podía tener los ojos quietos: los abría, los cerraba, fijaba la vista en un punto, la desviaba, la regresaba, volvía a apartarla, como buscando algo imposible de encontrar. Era el muchacho más apuesto de la tierra, un joven dios bruñido por la intemperie -hacía tabla aun en los meses más húmedos del invierno y descollaba también en el basquet, el tenis, la natación y el fulbito-, al que los deportes habían modelado un cuerpo de esos que el Negro Humilla llamaba "locura de maricones": ni gota de grasa, espaldas anchas que descendían en una tersa línea de músculos hasta la cintura de avispa y unas largas piernas duras y ágiles que habrían hecho palidecer de envidia al mejor boxeador. Alberto de Quinteros había oído con frecuencia a su hija Charo y a sus amigas comparar a Richard con Charlton Heston y sentenciar que todavía era más churro, que lo dejaba botado en pinta. Estaba en primer año de arquitectura, y según Roberto y Margarita, sus padres, había sido siempre un modelo: estudioso, obediente, bueno con ellos y con su hermana, sano, simpático. Elianita y él eran sus sobrinos preferidos y por eso, mientras se ponía el suspensor, el buzo, las zapatillas -Richard lo esperaba junto a las duchas, dando unos golpecitos contra los azulejos- el doctor Alberto de Quinteros se apenó al verlo tan turbado.
– ¿Algún problema, sobrino? -le preguntó, como al descuido, con una sonrisa bondadosa-. ¿Algo en que tu tío pueda echarte una mano?
– Ninguno, qué ocurrencia -se apresuró a contestar Richard, encendiéndose de nuevo como un fósforo-. Estoy regio y con unas ganas bárbaras de calentar.
– ¿Le llevaron mi regalo a tu hermana? -recordó de pronto el doctor-. En la Casa Murguía me prometieron que lo harían ayer.
– Una pulsera bestial -Richard había comenzado a saltar sobre las losetas blancas del vestuario-. A la flaca le encantó.
– De estas cosas se encarga tu tía, pero como sigue paseando por las Europas, tuve que escogerla yo mismo. -El doctor Quinteros hizo un gesto enternecido:- Elianita, vestida de novia, será una aparición.
Porque la hija de su hermano Roberto era en mujer lo que Richard en hombre: una de esas bellezas que dignifican a la especie y hacen que las metáforas sobre las muchachas de dientes de perla, ojos como luceros, cabellos de trigo y cutis de melocotón, luzcan mezquinas. Menuda, de cabellos oscuros y piel muy blanca, graciosa hasta en su manera de respirar, tenía una carita de líneas clásicas, unos rasgos que parecían dibujados por un miniaturista del Oriente. Un año más joven que Richard, acababa de terminar el colegio, su único defecto era la timidez -tan excesiva que, para desesperación de los organizadores, no habían podido convencerla de que participara en el Concurso Miss Perú- y nadie, entre ellos el doctor Quinteros, podía explicarse por qué se casaba tan pronto y, sobre todo, con quien. Ya que el Pelirrojo Antúnez tenía algunas virtudes -bueno como el pan, un título de Business Administration por la Universidad de Chicago, la compañía de fertilizantes que heredaría y varias copas en carreras de ciclismo- pero, entre los innumerables muchachos de Miraflores y San Isidro que habían hecho la corte a Elianita y que hubieran llegado al crimen por casarse con ella, era, sin duda, el menos agraciado y (el doctor Quinteros se avergonzó por permitirse este juicio sobre quien dentro de pocas horas pasaría a ser su sobrino) el más soso y tontito.
– Eres más lento para cambiarte que mi mamá, tío -se quejó Richard, entre saltos.
Cuando entraron a la sala de ejercicios, Coco, en quien la pedagogía era una vocación más que un oficio, instruía al Negro Humilla, señalándole el estómago, sobre este axioma de su filosofía:
– Cuando comas, cuando trabajes, cuando estés en el cine, cuando paletees a tu hembra, cuando chupes, en todo los momentos de tu vida, y, si puedes, hasta en el féretro: ¡hunde la panza!
– Diez minutos de warm ups para alegrar el esqueleto, Matusalén -ordenó el instructor.
Mientras saltaba a la soga junto a Richard, y sentía que un agradable calor iba apoderándose interiormente de su cuerpo, el doctor Quinteros pensaba que, después de todo, no era tan terrible tener cincuenta años si uno los llevaba así. ¿Quién, entre los amigos de su edad, podía lucir un vientre tan liso y unos músculos tan despiertos? Sin ir muy lejos, su hermano Roberto, pese a ser tres años menor, con su rolliza y abotagada apariencia y la precoz curvatura de espalda, parecía llevarle diez. Pobre Roberto, debía de estar triste con la boda de Elianita, la niña de sus ojos. Porque, claro, era una manera de perderla. También su hija Charo se casaría en cualquier momento -su enamorado, Tato Soldevilla, se recibiría dentro de poco de ingeniero- y también él, entonces, se sentiría apenado y más viejo. El doctor Quinteros saltaba a la soga sin enredarse ni alterar el ritmo, con la facilidad que da la práctica, cambiando de pie y cruzando y descruzando las manos como un gimnasta consumado. Veía, en cambio, por el espejo, que su sobrino saltaba demasiado rápido, con atolondramiento, tropezándose. Tenía los dientes apretados, brillo de sudor en la frente y guardaba los ojos cerrados como para concentrarse mejor. ¿Algún problema de faldas, tal vez?
– Basta de soguita, flojonazos -Coco, aunque estaba levantando pesas con Perico y el Negro Humilla, no los perdía de vista y les llevaba el tiempo-. Tres series de sit ups. Sobre el pucho, fósiles.
Los abdominales eran la prueba de fuerza del doctor Quinteros. Los hacía a mucha velocidad, con las manos en la nuca, en la tabla alzada a la segunda posición, aguantando la espalda a ras del suelo y casi tocando las rodillas con la frente. Entre cada serie de treinta dejaba un minuto de intervalo en que permanecía tendido, respirando hondo. Al terminar los noventa, se sentó y comprobó, satisfecho, que había sacado ventaja a Richard. Ahora sí sudaba de pies a cabeza y sentía el corazón acelerado.
– No acabo de entender por qué se casa Elianita con el Pelirrojo Antúnez -se oyó decir a sí mismo, de pronto-. ¿Qué le ha visto?
Fue un acto fallido y se arrepintió al instante, pero Richard no pareció sorprenderse. Jadeando -acababa de terminar los abdominales- le respondió con una broma:
– Dicen que el amor es ciego, tío.
– Es un excelente muchacho y seguro que la hará muy feliz -compuso las cosas el doctor Quinteros, algo cortado-. Quería decir que, entre los admiradores de tu hermana, estaban los mejores partidos de Lima. Mira que basurearlos a todos para terminar aceptando al Pelirrojo, que es un buen chico, pero tan, en fin…
– ¿Tan calzonudo, quieres decir? -lo ayudó Richard.
– Bueno, no lo hubiera dicho con esa crudeza -aspiraba y expulsaba el aire el doctor Quinteros, abriendo y cerrando los brazos-. Pero, la verdad, parece algo caído del nido. Con cualquier otra sería perfecto, pero a Elianita, tan linda, tan viva, el pobre le llora. -Se sintió incómodo con su propia franqueza-. Oye, no lo tomes a mal, sobrino.
– No te preocupes, tío -le sonrió Richard-. El Pelirrojo es buena gente y si la flaca le ha hecho caso por algo será.
– ¡Tres series de treinta side bonds, inválidos! -rugió Coco, con ochenta kilos sobre la cabeza, hinchado como un sapo-. ¡Hundiendo la panza, no botándola!
El doctor Quinteros pensó que, con la gimnasia, Richard olvidaría sus problemas, pero mientras hacía flexiones laterales, lo vio ejecutar los ejercicios con renovada furia: la cara se le descomponía de nuevo en una expresión de angustia y malhumor. Recordó que en la familia Quinteros había abundantes neuróticos y pensó que a lo mejor al hijo mayor de Roberto le había tocado en suerte mantener esa tradición entre las nuevas generaciones, y después se distrajo pensando que, después de todo, tal vez hubiera sido más prudente darse un salto a la Clínica antes del Gimnasio para echar un vistazo a la señora de los trillizos y a la operada del fibroma. Luego ya no pensó pues el esfuerzo físico lo absorbió enteramente y mientras bajaba y subía las piernas (¡Leg rises, cincuenta veces!), flexionaba el tronco (¡Trunk twist con bar, tres series, hasta botar los bofes!) hacía trabajar la espalda, el torso, los antebrazos, el cuello, obediente a las órdenes de Coco (¡Fuerza, tatarabuelo! ¡Más rápido, cadáver!) fue tan sólo un pulmón que recibía y expelía aire, una piel que escupía sudor y unos músculos que se esforzaban, cansaban y sufrían. Cuando Coco gritó ¡Tres series de quince pull-overs con mancuernas! había alcanzado su tope. Trató, sin embargo, por amor propio, de hacer cuando menos una serie con doce kilos, pero fue incapaz. Estaba exhausto. La pesa se le escapó de las manos al tercer intento y tuvo que soportar las bromas de los pesistas (¡Las momias a la tumba y las cigüeñas al jardín zoológico!, ¡Llamen a la funeraria! ¡Requiescat in pace, Amen!), y ver, con muda envidia, cómo Richard -siempre apurado, siempre furioso- completaba su rutina sin dificultad. No bastan la disciplina, la constancia, pensó el doctor Quinteros, las dietas equilibradas, la vida metódica. Eso compensaba las diferencias hasta cierto límite; pasado éste, la edad establecía distancias insalvables, muros invencibles. Más tarde, desnudo en la sauna, ciego por el sudor que le chorreaba entre las pestañas, repitió con melancolía una frase que había leído en un libro: ¡Juventud, cuyo recuerdo desespera! Al salir, vio que Richard se había unido a los pesistas y que alternaba con ellos. Coco le hizo un ademán burlón, señalándolo:
– El buen mozo ha decidido suicidarse, doctor.
Richard ni siquiera sonrió. Tenía las pesas en alto y su cara, empapada, roja, con las venas salientes, mostraba una exasperación que parecía a punto de volcarse contra ellos. Al doctor le pasó la idea de que su sobrino, de pronto, iba a aplastarles las cabezas a los cuatro con las pesas que tenía en las manos. Les hizo adiós y murmuró: "Nos vemos en la iglesia, Richard".
De vuelta en su casa, lo tranquilizó saber que la mamá de los trillizos quería jugar al bridge con unas amigas en su cuarto de la Clínica y que la operada del fibroma había preguntado si ya hoy podría comer wantanes sopados en salsa de tamarindo. Autorizó el bridge y el wantán, y, con toda calma, se puso terno azul oscuro, camisa de seda blanca y una corbata plateada que sujetó con una perla. Perfumaba su pañuelo cuando llegó carta de su mujer, a la que Charito había añadido una posdata. La habían despachado de Venecia, la ciudad catorce del Tour, y le decían: "Cuando recibas ésta habremos hecho por lo menos siete ciudades más, todas lindísimas". Estaban felices y Charito muy entusiasta con los italianos, "unos artistas de cine, papi, y no te imaginas qué piropeadores, pero no le vayas a contar a Tato, mil besos, chau".
Fue andando hasta la Iglesia de Santa María, en el Óvalo Gutiérrez. Era todavía temprano y comenzaban a llegar los invitados, Se instaló en las filas de adelante y se entretuvo observando el altar, adornado con lirios y rosas blancas, y los vitrales, que parecían mitras de prelados. Una vez más constató que esa iglesia no le gustaba nada, por su írrita combinación de yeso y ladrillos y sus pretenciosos arcos oblongos. De tanto en tanto saludaba a los conocidos con sonrisas. Claro, no podía ser menos, todo el mundo iba llegando a la iglesia: parientes remotísimos, amigos que resucitaban después de siglos, y, por supuesto, lo más graneado de la ciudad, banqueros, embajadores, industriales, políticos. Este Roberto, esta Margarita, siempre tan frívolos, pensaba el doctor Quinteros, sin acritud, lleno de benevolencia para con las debilidades de su hermano y su cuñada. Seguramente que, en el almuerzo, echarían la casa por la ventana. Se emocionó al ver entrar a la novia, en el momento en que rompían los compases de la Marcha Nupcial. Estaba realmente bellísima, en su vaporoso vestido blanco, y su carita, perfilada bajo el velo, tenía algo extraordinariamente grácil, leve, espiritual, mientras avanzaba hacia el altar, con los ojos bajos, del brazo de Roberto, quien, corpulento y augusto, disimulaba su emoción adoptando aires de dueño del mundo. El Pelirrojo Antúnez parecía menos feo, enfundado en su flamante chaqué y con la cara resplandeciente de felicidad, y hasta su madre -una inglesa desgarbada que pese a vivir un cuarto de siglo en el Perú todavía confundía las preposiciones- parecía, en su largo traje oscuro y su peinado de dos pisos, una señora atractiva. Es cierto, pensó el doctor Quinteros, el que la sigue la consigue. Porque el pobre Pelirrojo Antúnez había perseguido a Elianita desde que eran niños, y la había asediado con delicadezas y atenciones que ella recibía invariablemente con olímpico desdén. Pero él había soportado todos los desplantes y malacrianzas de Elianita, y las terribles bromas con que los chicos del barrio celebraban su resignación. Muchacho tenaz, reflexionaba el doctor Quinteros, lo había logrado, y ahí estaba ahora, pálido de emoción, deslizando el aro en el dedo anular de la muchacha más linda de Lima. La ceremonia había terminado y, en medio de una masa rumorosa, haciendo inclinaciones de cabeza a diestra y siniestra, el doctor Quinteros avanzaba hacia los salones de la iglesia cuando divisó, de pie junto a una columna, como apartándose asqueado de la gente, a Richard.
Mientras hacía cola para llegar hasta los novios, el doctor Quinteros tuvo que festejar una docena de chistes contra el gobierno que le contaron los hermanos Febre, dos mellizos tan idénticos que, se decía, ni sus propias mujeres los diferenciaban. Era tal el gentío que el salón parecía a punto de desplomarse; muchas personas habían permanecido en los jardines, esperando turno para entrar. Un enjambre de mozos circulaba ofreciendo champaña. Se oían risas, bromas, brindis y todo el mundo decía que la novia estaba lindísima. Cuando el doctor Quinteros pudo al fin llegar hasta ella, vio que Elianita seguía compuesta y lozana pese al calor y la apretura. "Mil años de felicidad, flaquita", le dijo, abrazándola, y ella le contó al oído: "Charito me llamó esta mañana desde Roma para felicitarme, y también hablé con la tía Mercedes. ¡Qué amorosas, de llamarme!". El Pelirrojo Antúnez, sudando, colorado como un camarón, chisporroteaba de felicidad: "¿Ahora también tendré que decirle tío, don Alberto?". "Claro, sobrino, lo palmeó el doctor Quinteros, y tendrás que tutearme."
Salió medio asfixiado del estrado de los novios y, entre flashes de fotógrafos, roces, saludos, pudo llegar al jardín. Allí la condensación humana era menor y se podía respirar. Tomó una copa y se vio envuelto, en una ronda de médicos amigos, en interminables bromas que tenían como tema el viaje de su mujer: Mercedes no volvería, se quedaría con algún franchute, en los extremos de la frente comenzaban ya a brotarle unos cuernitos. El doctor Quinteros, mientras les llevaba la cuerda, pensó -recordando el Gimnasio- que hoy le tocaba estar en la berlina. A ratos veía, por sobre un mar de cabezas, a Richard, al otro extremo del salón, en medio de muchachos y muchachas que reían: serio y fruncido, vaciaba las copas de champaña como agua. "Tal vez le apena que Elianita se case con Antúnez, pensó; también él hubiera querido alguien más brillante para su hermana." Pero no, lo probable es que estuviera atravesando una de esas crisis de transición. Y el doctor Quinteros recordó cómo él también, a la edad de Richard, había pasado un período difícil, dudando entre la medicina y la ingeniería aeronáutica. (Su padre lo había convencido con un argumento de peso: en el Perú, como ingeniero aeronáutico no hubiera tenido otra salida que dedicarse a las cometas o el aeromodelismo.) Tal vez Roberto, siempre tan absorbido en sus negocios, no estaba en condiciones de aconsejar a Richard. Y el doctor Quinteros, en uno de esos arranques que le habían ganado el aprecio general, decidió que, un día de éstos, con toda la delicadeza del caso, invitaría a su sobrino y sutilmente exploraría la manera de ayudarlo.
La casa de Roberto y Margarita estaba en la avenida Santa Cruz, a pocas cuadras de la Iglesia de Santa María, y, al término de la recepción en la Parroquia, los invitados al almuerzo desfilaron bajo los árboles y el sol de San isidro, hacia el caserón de ladrillos rojos y techos de madera, rodeado de césped, de flores, de verjas, y primorosamente decorado para la fiesta. Al doctor Quinteros le bastó llegar a la puerta para comprender que la celebración iba a superar sus propias predicciones y que asistiría a un acontecimiento que los cronistas sociales llamarían 'soberbio'.
A lo largo y a lo ancho del jardín se habían puesto mesas y sombrillas, y, al fondo, junto a las perreras, un enorme toldo protegía una mesa de níveo mantel, que corría a lo largo de la pared, erizada de fuentes con entremeses multicolores. El bar estaba junto al estanque de agallados peces japoneses y se veían tantas copas, botellas, cocteleras, jarras de refrescos, como para quitar la sed a un ejército. Mozos de chaquetilla blanca y muchachas de cofia y delantal recibían a los invitados abrumándolos desde la misma puerta de calle con piscosauers, algarrobinas, vodkas con maracuyá, vasos de whisky, gin o copas de champaña, y palitos de queso, papitas con ají, guindas rellenas de tocino, camarones arrebosados, volovanes y todos los bocaditos concebidos por la inventiva limeña para abrir el apetito. En el interior, enormes canastas y ramos de rosas, nardos, gladiolos, alelíes, claveles, apoyados contra las paredes, dispuestos a lo largo de las escaleras o sobre los alféizares y los muebles, refrescaban el ambiente. El parquet estaba encerado, las cortinas lavadas, las porcelanas y la platería relucientes y el doctor Quinteros sonrió imaginando que hasta los huacos de las vitrinas habían sido lustrados. En el vestíbulo había también un buffet, y en el comedor se explayaban los dulces -mazapanes, queso helado, suspiros, huevos chimbos, yemas, coquitos, nueces con almíbar- alrededor de la impresionante torta de bodas, una construcción de tules y columnas, cremosa y arrogante, que arrancaba trinos de admiración a las señoras. Pero lo que concitaba la curiosidad femenina, sobre todo, eran los regalos, en el segundo piso; se había formado una cola tan larga para verlos que el doctor Quinteros decidió rápidamente no hacerla, pese a que le hubiera gustado saber cómo lucía en el conjunto su pulsera.
Después de curiosear un poco por todas partes -estrechando manos, recibiendo y prodigando abrazos- retornó al jardín y fue a sentarse bajo una sombrilla, a degustar con calma su segunda copa del día. Todo estaba muy bien, Margarita y Roberto sabían hacer las cosas en grande. Y aunque no le parecía excesivamente fina la idea de la orquesta -habían retirado las alfombras, la mesita y el aparador con los marfiles para que las parejas tuvieran donde bailar- disculpó esa inelegancia como una concesión a las nuevas generaciones, pues, ya se sabía, para la juventud fiesta sin baile no era fiesta. Comenzaban a servir el pavo y el vino y ahora Elianita, de pie en el segundo peldaño de la entrada, estaba arrojando su bouquet de novia que decenas de compañeras de colegio y del barrio esperaban con las manos en alto. El doctor Quinteros divisó en un rincón del jardín a la vieja Venancia, el ama de Elianita desde la cuna: la anciana, conmovida hasta el alma, se limpiaba los ojos con el ruedo de su delantal.
Su paladar no alcanzó a distinguir la marca del vino pero supo inmediatamente que era extranjero, acaso español o chileno y tampoco descartó -dentro de las locuras del día- que fuera francés. El pavo estaba tierno, el puré era una mantequilla, y había una ensalada de coles y pasas que, pese a sus principios en materia de dieta, no pudo dejar de repetir. Saboreaba una segunda copa de vino y empezaba a sentir una agradable somnolencia cuando vio venir a Richard hacia él. Balanceaba una copa de whisky en la mano; tenía los ojos vidriosos y la voz cambiante:
– ¿Hay algo más estúpido que una fiesta de matrimonio, tío? -murmuró, haciendo un ademán despectivo hacia todo lo que los rodeaba y dejándose caer en la silla de al lado. La corbata se le había corrido, una manchita fresca afeaba la solapa de su terno gris, y en sus ojos, además de vestigios de licor, había empozada una oceánica rabia.
– Bueno, te confieso que yo no soy un gran entusiasta de las fiestas -dijo con bonhomía el doctor Quinteros-. Pero que no lo seas tú, a tu edad, me llama la atención, sobrino.
– Las odio con toda mi alma -susurró Richard, mirando como si quisiera desaparecer a todo el mundo-. No sé por qué maldita sea estoy aquí.
– Imagínate lo que habría sido para tu hermana que no vinieras a su boda. -El doctor Quinteros reflexionaba sobre las cosas necias que hace decir el alcohol: ¿acaso no había visto él a Richard divirtiéndose en las fiestas como el que más? ¿No era un eximio bailarín? ¿Cuántas veces había capitaneado su sobrino a la pandilla de chicas y chicos que venían a improvisar un baile en los cuartos de Charito? Pero no le recordó nada de eso. Vio cómo Richard apuraba su whisky y pedía a un mozo que le sirviera otro.
– De todos modos, anda preparándote -le dijo-. Porque cuando te cases, tus padres te harán una fiesta más grande que ésta.
Richard se llevó el flamante vaso de whisky a los labios y, despacio, entrecerrando los ojos, bebió un trago. Luego, sin alzar la cabeza, con voz sorda y que llegó al doctor como algo muy lento y casi inaudible, musitó:
– Yo no me casaré nunca, tío, te lo juro por Dios.
Antes que pudiera responderle, una estilizada muchacha de cabellos claros, silueta azul y gesto decidido se plantó ante ellos, cogió a Richard de la mano y, sin darle tiempo a reaccionar, lo obligó a levantarse:
– ¿No te da vergüenza estar sentado con los viejos? Ven a bailar, zonzo.
El doctor Quinteros los vio desaparecer en el zaguán de la casa y se sintió bruscamente inapetente. Seguía repicando en el pabellón de sus oídos, como un eco perverso, esa palabrita, 'viejos', que con tanta naturalidad y voz tan deliciosa había dicho la hijita menor del arquitecto Aramburú. Después de tomar el café, se levantó y fue a echar un vistazo al salón.
La fiesta estaba en su esplendor y el baile se había ido propagando, desde esa matriz que era la chimenea donde habían instalado a la orquesta, a los cuartos vecinos, en los que también había parejas que bailaban, cantando a voz en cuello los chachachás y los merengues, las cumbias y los valses. La onda de alegría, alimentada por la música, el sol y los alcoholes había ido subiendo de los jóvenes a los adultos y de los adultos a los viejos, y el doctor Quinteros vio, con sorpresa, que incluso don Marcelino Huapaya, un octogenario emparentado a la familia, meneaba esforzadamente su crujiente humanidad, siguiendo los compases de "Nube gris", con su cuñada Margarita en brazos. La atmósfera de humo, ruido, movimiento, luz y felicidad produjo un ligero vértigo al doctor Quinteros; se apoyó en la baranda y cerró un instante los ojos. Luego, risueño, feliz él también, estuvo observando a Elianita, que, todavía vestida de novia pero ya sin velo, presidía la fiesta. No descansaba un segundo; al término de cada pieza, veinte varones la rodeaban, solicitando su favor, y ella, con las mejillas arreboladas y los ojos lucientes, elegía a uno diferente cada vez y retornaba al torbellino. Su hermano Roberto se materializó a su lado. En vez del chaqué, tenía un liviano terno marrón y estaba sudoroso pues acababa de bailar.
– Me parece mentira que se esté casando, Alberto -dijo, señalando a Elianita.
– Está lindísima -le sonrió el doctor Quinteros-. Has echado la casa por la ventana, Roberto.
– Para mi hija lo mejor del mundo -exclamó su hermano, con un retintín de tristeza en la voz.
– ¿Dónde van a pasar la luna de miel? -preguntó el doctor.
– En Brasil y Europa. Es el regalo de los papás del Pelirrojo. -Señaló, divertido, hacia el bar-. Debían partir mañana temprano, pero, a este paso, mi yerno no estará en condiciones.
Un grupo de muchachos tenían cercado al Pelirrojo Antúnez y se turnaban para brindar con él. El novio, más colorado que nunca, riendo algo alarmado, trataba de engañarlos mojando los labios en su copa, pero sus amigos protestaban y le exigían vaciarla. El doctor Quinteros buscó a Richard con la mirada, pero no lo vio en el bar, ni bailando, ni en el sector del jardín que descubrían las ventanas.
Ocurrió en ese momento. Terminaba el vals “Ídolo", las parejas se disponían a aplaudir, los músicos apartaban los dedos de las guitarras, el Pelirrojo hacía frente al vigésimo brindis, cuando la novia se llevó la mano derecha a los ojos como para espantar a un mosquito, trastabilleó y, antes de que su pareja alcanzara a sostenerla, se desplomó. Su padre y el doctor Quinteros permanecieron inmóviles, creyendo tal vez que había resbalado, que se levantaría al instante muerta de risa, pero el revuelo que se armó en el salón -las exclamaciones, los empujones, los gritos de la mamá: “¡Hijita, Eliana, Elianita!"- los hizo correr también a ayudarla. Ya el Pelirrojo Antúnez había dado un salto, la levantaba en brazos, y, escoltado por un grupo, la subía por la escalera, tras la señora Margarita, que iba diciendo "Por aquí, a su cuarto, despacio, con cuidadito", y pedía "Un médico, llamen a un médico". Algunos familiares -el tío Fernando, la prima Chabuca, don Marcelino- tranquilizaban a los amigos, ordenaban a la orquesta reanudar la música. El doctor Quinteros vio que su hermano Roberto le hacía señas desde lo alto de la escalera. Pero qué estúpido, ¿acaso no era médico?, ¿qué esperaba? Trepó los peldaños a trancos, entre gente que se abría a su paso.
Habían llevado a Elianita a su dormitorio, una habitación decorada de rosa que daba sobre el jardín. Alrededor de la cama, donde la muchacha, todavía muy pálida, comenzaba a recobrar el conocimiento y a pestañear, permanecían Roberto, el Pelirrojo, el ama Venancia, en tanto que su madre, sentada a su lado, le frotaba la frente con un pañuelo empapado en alcohol. El Pelirrojo le había cogido una mano y la miraba con embelesamiento y angustia.
– Por lo pronto, todos ustedes se me van de aquí y me dejan solo con la novia -ordenó el doctor Quinteros, tomando posesión de su papel. Y, mientras los llevaba hacia la puerta:- No se preocupen, no puede ser nada. Salgan, déjenme examinarla.
La única que se resistió fue la vieja Venancia; Margarita tuvo que sacarla casi a rastras. El doctor Quinteros volvió a la cama y se sentó junto a Elianita, quien lo miró, entre sus largas pestañas negras, aturdida y miedosa. Él la besó en la frente y, mientras le tomaba la temperatura, le sonreía: no pasaba nada, no había de qué asustarse. Tenía el pulso algo agitado y respiraba ahogándose. El doctor advirtió que llevaba el pecho demasiado oprimido y la ayudó a desabotonarse:
– Como de todas maneras tienes que cambiarte, así ganas tiempo, sobrina.
Cuando notó la faja tan ceñida, comprendió inmediatamente de qué se trataba, pero no hizo el menor gesto ni pregunta que pudieran revelar a su sobrina que él sabía. Mientras se quitaba el vestido, Elianita había ido enrojeciendo terriblemente y ahora estaba tan turbada que no alzaba la vista ni movía los labios. El doctor Quinteros le dijo que no era necesario que se quitara la ropa interior, sólo la faja, que le impedía respirar. Sonriendo, mientras con aire en apariencia distraído iba asegurándole que era la cosa más natural del mundo que el día de su boda, con la emoción del acontecimiento, las fatigas y trajines precedentes, y, sobre todo, si se era tan loca de bailar horas de horas sin descanso, una novia tuviera un desmayo, le palpó los pechos y el vientre (que, al ser liberado del abrazo poderoso de la faja, había literalmente saltado) y dedujo, con la seguridad de un especialista por cuyas manos han pasado millares de embarazadas, que debía estar ya en el cuarto mes. Le examinó la pupila, le hizo algunas preguntas tontas para despistarla, y le aconsejó que descansara unos minutos antes de volver a la sala. Pero, eso sí, que no siguiera bailando tanto.
– Ya ves, sólo era un poco de cansancio, sobrina. De todas maneras, te voy a dar algo, para contrarrestar las impresiones del día.
Le acarició los cabellos y, para darle tiempo a serenarse antes de que entraran sus papás, le hizo algunas preguntas sobre el viaje de bodas. Ella le respondía con voz lánguida. Hacer un viaje así era una de las mejores cosas que podían ocurrirle a una persona; él, con tanto trabajo, jamás podría darse tiempo para un recorrido tan completo. Y ya iban para tres años que no había estado en Londres, su ciudad preferida. Mientras hablaba, veía a Elianita esconder con disimulo la faja, ponerse una bata, disponer sobre una silla un vestido, una blusa con cuello y puños bordados, unos zapatos, y volver a tenderse en la cama y cubrirse con el edredón. Se preguntó si no habría sido mejor hablar francamente con su sobrina y darle algunos consejos para el viaje. Pero no, la pobre hubiera pasado un mal rato, se hubiera sentido muy incómoda. Además, sin duda habría estado viendo a un médico a escondidas todo este tiempo y estaría perfectamente al tanto de lo que debía hacer. De todas maneras, llevar una faja tan ajustada era un riesgo, hubiera podido pasar un susto de verdad, o, en el futuro, perjudicar a la criatura. Lo emocionó que Elianita, esa sobrina en la que sólo podía pensar como en una niña casta, hubiera concebido. Se llegó a la puerta, la abrió, y tranquilizó a la familia en voz alta para que lo oyera la novia:
– Está más sana que ustedes y yo, pero muerta de fatiga. Mándenle comprar este calmante y déjenla descansar un rato.
Venancia se había precipitado al dormitorio y, por sobre el hombro, el doctor Quinteros vio a la vieja criada haciendo mimos a Elianita. Entraron también sus padres y el Pelirrojo Antúnez se disponía a hacerlo, pero el doctor, discretamente, lo tomó del brazo y lo llevó con él hacia el cuarto de baño. Cerró la puerta:
– Ha sido una imprudencia que en su estado estuviera bailando así toda la tarde, Pelirrojo -le dijo, con el tono más natural del mundo, mientras se jabonaba las manos-. Ha podido tener un aborto. Aconséjale que no use faja, y menos tan apretada. ¿Qué tiempo tiene? ¿Tres, cuatro meses?
Fue en ese momento que, veloz y mortífera como una picadura de cobra, la sospecha cruzó la mente del doctor Quinteros. Con terror, sintiendo que el silencio del cuarto de baño se había electrizado, miró por el espejo. El Pelirrojo tenía los ojos incrédulamente abiertos, la boca torcida en una mueca que daba a su cara una expresión absurda, y estaba lívido como muerto.
– ¿Tres, cuatro meses? -lo oyó articular, atorándose-. ¿Un aborto?
Sintió que se le hundía la tierra. Qué bruto, qué animal eres, pensó. Y, ahora sí, con atroz precisión, recordó que todo el noviazgo y la boda de Elianita era una historia de pocas semanas. Había apartado la vista de Antúnez, se secaba las manos demasiado despacio y su mente buscaba ardorosamente alguna mentira, una coartada que sacara a ese muchacho del infierno al que acababa de empujarlo. Sólo atinó a decir algo que le pareció también estúpido:
– Elianita no debe saber que me he dado cuenta. Le he hecho creer que no. Y, sobre todo, no te preocupes. Ella está muy bien.
Salió rápidamente, mirándolo de soslayo al pasar. Lo vio en el mismo sitio, los ojos clavados en el vacío, ahora la boca también abierta y la cara cubierta de sudor. Sintió que echaba llave al cuarto de baño desde adentro. Va a ponerse a llorar, pensó, a darse de cabezazos y a jalarse los pelos, va a maldecirme y a odiarme más todavía que a ella y que a ¿quién? Bajaba las escaleras despacio, con una desoladora sensación de culpa, lleno de dudas, mientras iba repitiendo como un autómata a la gente que Elianita no tenía nada, que bajaría ahora mismo. Salió al jardín y respirar una bocanada de aire le hizo bien. Se acercó al bar, bebió un vaso de whisky puro y decidió irse a su casa sin esperar el desenlace del drama que, por ingenuidad y con las mejores intenciones, había provocado. Tenía ganas de encerrarse en su escritorio y, arrellanado en su sillón de cuero negro, sumergirse en Mozart.
En la puerta de calle, sentado en el pasto, en un estado calamitoso, encontró a Richard. Tenía las piernas cruzadas como un Buda, la espalda apoyada en la verja, el terno arrugado y cubierto de polvo, de manchas, de yerbas. Pero fue su cara la que distrajo al doctor del recuerdo del Pelirrojo y de Elianita y lo hizo detenerse: en sus ojos inyectados el alcohol y el furor parecían haber aumentado en dosis idénticas. Dos hilillos de baba colgaban de sus labios y su expresión era lastimosa y grotesca.
– No es posible, Richard -murmuró, inclinándose y tratando de hacer incorporarse a su sobrino-. Tus padres no pueden verte así. Ven, vamos a la casa hasta que se te pase. Jamás creí que te vería en este estado, sobrino.
Richard lo miraba sin verlo, con la cabeza colgante, y aunque, obediente, trataba de levantarse, las piernas le flaqueaban. El doctor tuvo que tomarlo de los dos brazos y casi alzarlo en peso. Lo hizo andar, sujetándolo de los hombros; Richard se balanceaba como un muñeco de trapo y parecía irse de bruces a cada momento. "Vamos a ver si conseguimos un taxi", murmuró el doctor, parándose al borde de la avenida Santa Cruz y sosteniendo a Richard de un brazo: "Porque andando no llegas ni a la esquina, sobrino". Pasaban algunos taxis, pero ocupados. El doctor tenía la mano levantada. La espera, sumada al recuerdo de Elianita y Antúnez, y la inquietud por el estado de su sobrino, comenzaban a ponerlo nervioso, a él, que nunca había perdido la calma. En ese momento distinguió, en el murmullo incoherente y bajito que escapaba de los labios de Richard, la palabra 'revólver'. No pudo menos que sonreír, y, poniendo al mal tiempo buena cara, dijo, como para sí mismo, sin esperar que Richard lo escuchara o le respondiera:
– ¿Y para qué quieres un revólver, sobrino?
La respuesta de Richard, que miraba el vacío con errabundos ojos homicidas, fue lenta, ronca, clarísima:
– Para matar al Pelirrojo. -Había pronunciado cada sílaba con un odio glacial. Hizo una pausa, y, con la voz bruscamente rajada, añadió:- O para matarme a mí.
Se le volvió a trabar la lengua y Alberto de Quinteros ya no entendió lo que decía. En eso, paró un taxi. El doctor empujó a Richard al interior, dio al chofer la dirección, subió. En el instante en que el auto arrancaba, Richard rompió a llorar. Se volvió a mirarlo y el muchacho se dejó ir contra él, apoyó la cabeza en su pecho y siguió sollozando, con el cuerpo movido por un temblor nervioso. El doctor le pasó una mano por los hombros, le revolvió los cabellos como había hecho un rato antes con su hermana, y tranquilizó con un gesto que quería decir "el chico ha tomado demasiado" al chofer que lo miraba por el espejo retrovisor. Dejó a Richard encogido contra él, llorando y ensuciándole con sus lágrimas, babas y mocos su terno azul y su corbata plateada. No pestañeó siquiera, ni se agitó su corazón, cuando en el incomprensible soliloquio de su sobrino, alcanzó a entender, dos o tres veces repetida, esa frase que sin dejar de ser atroz sonaba también hermosa y hasta pura: “Porque yo la quiero como hombre y no me importa nada de nada, tío". En el jardín de la casa, Richard vomitó, con recias arcadas que asustaron al foxterrier y provocaron miradas censoras en el mayordomo y las sirvientas. El doctor Quinteros llevó a Richard del brazo hasta el cuarto de huéspedes, lo hizo enjuagarse la boca, lo desnudó, lo metió en la cama, le hizo tragar un fuerte somnífero, y permaneció a su lado, calmándolo con palabras y gestos afectuosos -que sabía que el muchacho no podía oír ni ver- hasta que lo sintió dormir el sueño profundo de la juventud.
Entonces llamó a la clínica y dijo al médico de guardia que no iría hasta el día siguiente a menos de alguna catástrofe, instruyó al mayordomo que no estaría para nadie que llamara o viniera, se sirvió un whisky doble y fue a encerrarse en el cuarto de música. Puso en el tocadiscos un alto de piezas de Albinoni, Vivaldi y Scarlatti, pues había decidido que unas horas venecianas, barrocas y superficiales, serían un buen remedio para las graves sombras de su espíritu, y, hundido en la cálida blandura de su sillón de cuero, la pipa escocesa de espuma de mar humeando entre los labios, cerró los ojos y esperó que la música operara su inevitable milagro. Pensó que ésta era una ocasión privilegiada para poner a prueba esa norma moral que había hecho suya desde joven y según la cual era preferible comprender que juzgar a los hombres. No se sentía horrorizado ni indignado ni demasiado sorprendido. Más bien advertía una recóndita emoción, una benevolencia invencible, mezclada de ternura y de piedad, cuando se decía que ahora sí estaba clarísimo por qué una muchacha tan linda había decidido casarse de pronto con un bobo y por qué al rey de la tabla hawaiana, al buen mozo del barrio, no se le conoció nunca enamorada y por qué siempre había cumplido sin protestar, con diligencia tan encomiable, las funciones de chaperón de su hermana menor. Mientras saboreaba el perfume del tabaco y degustaba el placentero fuego de la bebida, se decía que no había que preocuparse demasiado por Richard. Él encontraría la manera de convencer a Roberto que lo enviara a estudiar al extranjero, a Londres por ejemplo, una ciudad donde encontraría novedades e incitaciones suficientes para olvidar el pasado. Lo inquietaba, en cambio, lo comía de curiosidad lo que pasaría con los otros dos personajes de la historia. Mientras la música lo iba embriagando, cada vez más débiles y espaciadas, un remolino de preguntas sin respuesta giraba en su mente: ¿abandonaría el Pelirrojo esa misma tarde a su temeraria esposa? ¿Lo habría hecho ya? ¿O callaría y, dando una indiscernible prueba de nobleza o estupidez, seguiría con esa niña fraudulenta que tanto había perseguido? ¿Estallaría el escándalo o un pudoroso velo de disimulación y orgullo pisoteado ocultaría para siempre esa tragedia de San Isidro?