Don Federico Téllez Unzátegui consultó su reloj, comprobó que eran las doce, dijo a la media docena de empleados de "Antirroedores S. A." que podían partir a almorzar, y no les recordó que estuvieran de vuelta a las tres en punto, ni un minuto más tarde, porque todos ellos sabían de sobra que, en esa empresa, la impuntualidad era sacrílega: se pagaba con multa e incluso despido. Una vez partidos, don Federico, según su costumbre, cerró él mismo la oficina con doble llave, enfundó su sombrero gris pericote, y se dirigió, por las atestadas aceras del jirón Huancavelica, hacia la playa de estacionamiento donde guardaba su automóvil (un Sedán marca Dodge).
Era un hombre que inspiraba temor e ideas lúgubres, alguien a quien bastaba cruzar en la calle para advertir que era distinto a sus conciudadanos. Estaba en la flor de la edad, la cincuentena, y sus señas particulares -frente ancha, nariz aguileña, mirada penetrante, rectitud en el espíritu- podían haber hecho de él un Don Juan si se hubiera interesado en las mujeres. Pero don Federico Téllez Unzátegui había consagrado su existencia a una cruzada y no permitía que nada ni nadie -a no ser las indispensables horas de sueño, alimentación y trato de la familia- lo distrajera de ella. Esa guerra la libraba hacía cuarenta años y tenía como meta el exterminio de todos los roedores del territorio nacional.
La razón de esta quimera la ignoraban sus conocidos e incluso su esposa y sus cuatro hijos. Don Federico Téllez Unzátegui la ocultaba pero no la olvidaba: día y noche ella volvía a su memoria, pesadilla persistente de la que extraía nuevas fuerzas, odio fresco para perseverar en ese combate que algunos consideraban estrambótico, otros repelente y, los más, comercial. Ahora mismo, mientras entraba a la playa de estacionamiento, verificaba de un vistazo de cóndor que el Dodge había sido lavado, lo ponía en marcha y esperaba dos minutos (tomados por reloj) a que se calentara el motor, sus pensamientos, una vez más, mariposas revoloteando hacia llamas donde arderán sus alas, remontaban el tiempo, el espacio, hacia la población selvática de su niñez y hacia el espanto que fraguó su destino
Había sucedido en la primera década del siglo, cuando Tingo María era apenas una cruz en el mapa, un claro de cabañas rodeado por la jungla abrupta. Hasta allí venían, a veces, después de infinitas penalidades, aventureros que abandonaban la molicie de la capital con la ilusión de conquistar la selva. Así llegó a la región el ingeniero Hildebrando Téllez, con una esposa joven (por cuyas venas, como su nombre Mayte y su apellido Unzátegui voceaban, corría la azulina sangre vasca) y un hijo pequeño: Federico. Alentaba el ingeniero proyectos grandiosos: talar árboles, exportar maderas preciosas para la vivienda y el mueble de los pudientes, cultivar la piña, la palta, la sandía, la guanábana y la lúcuma para los paladares exóticos del mundo, y, con el tiempo, un servicio de vaporcitos por los ríos amazónicos. Pero los dioses y los hombres hicieron ceniza de esos fuegos. Las catástrofes naturales -lluvias, plagas, desbordes- y las limitaciones humanas -falta de mano de obra, pereza y estulticia de la existente, alcohol, escaso crédito- liquidaron uno tras otro los ideales del pionero, quien, a los dos años de su llegada a Tingo María, debía ganarse el sustento, modestamente, con una chacrita de camotes, aguas arriba del río Pendencia. Fue allí, en una cabaña de troncos y palmas, donde una noche cálida las ratas se comieron viva, en su cuna sin mosquitero, a la recién nacida María Téllez Unzátegui.
Lo ocurrido ocurrió de manera simple y atroz. El padre y la madre eran padrinos de un bautizo y pasaban la noche, en los festejos consabidos, en la otra margen del río. Había quedado a cargo de la chacra el capataz, quien, con los dos peones restantes, tenía una enramada lejos de la cabaña del patrón. En ésta dormían Federico y su hermana. Pero el niño acostumbraba, en épocas de calor, sacar su camastro a orillas del Pendencia, donde dormía arrullado por el agua. Es lo que había hecho esa noche (se lo reprocharía mientras tuviera vida). Se bañó a la luz de la luna, se acostó y durmió. Entre sueños, le pareció que oía un llanto de niña. No fue suficiente fuerte o largo para despertarlo. Al amanecer, sintió unos acerados dientecillos en el pie. Abrió los ojos y creyó morir, o, más bien, haber muerto y estar en el infierno: decenas de ratas lo rodeaban, tropezando, empujándose, contoneándose y, sobre todo, masticando lo que se ponía a su alcance. Brincó del camastro, cogió un palo, a gritos consiguió alertar al capataz y a los peones. Entre todos, con antorchas, garrotes, patadas, alejaron a la colonia de invasoras. Pero cuando entraron a la cabaña (plato fuerte del festín de las hambrientas) de la niña quedaba sólo un montoncito de huesos.
Habían pasado los dos minutos y don Federico Téllez Unzátegui partió. Avanzó, en una serpiente de automóviles, por la avenida Tacna, para tomar Wilson y Arequipa, hacia el distrito del Barranco, donde lo esperaba el almuerzo. Al frenar en los semáforos, cerraba los ojos y sentía, como siempre que recordaba aquel amanecer de trementina, una sensación ácida y efervescente. Porque, como dice la sabiduría, "Bien vengas mal si vienes solo". Su madre, la joven de estirpe vasca, por efecto de la tragedia contrajo un hipo crónico, que le causaba arcadas, le impedía comer y despertaba la hilaridad de la gente. No volvió a pronunciar palabra: sólo gorgoritos y ronqueras. Andaba así, con los ojos espantados, hipando, consumiéndose, hasta que unos meses después murió de extenuación. El padre se descivilizó, perdió la ambición, las energías, la costumbre de asearse. Cuando, por desidia, le remataron la chacrita, se ganó un tiempo la vida como balsero, pasando humanos, productos y animales de una banda a otra del Huallaga. Pero un día las aguas de la creciente deshicieron la balsa contra los árboles y él no tuvo ánimos para fabricar otra. Se internó en las laderas sicalípticas de esa montaña de ubres maternales y caderas ávidas que llaman La Bella Durmiente, se construyó un refugio de hojas y tallos, se dejó crecer los pelos y las barbas y allí se quedó años, comiendo hierbas y fumando unas hojas que producían mareos. Cuando Federico, adolescente, abandonó la selva, el ex-ingeniero era llamado el Brujo en Tingo María y vivía cerca de la Cueva de las Pavas, amancebado con tres indígenas huanuqueñas, en las que había procreado algunas criaturas montubias, de vientres esféricos.
Sólo Federico supo hacer frente a la catástrofe con creatividad. Esa misma mañana, después de haber sido azotado por dejar sola a su hermana en la cabaña, el niño (hecho hombre en unas horas), arrodillándose junto al montículo que era la tumba de María, juró que, hasta el último instante, se consagraría a la aniquilación de la especie asesina. Para dar fuerza a su juramento, regó sangre de azotes sobre la tierra que cubría a la niña. Cuarenta años más tarde, constancia de los probos que remueve montañas, don Federico Téllez Unzátegui podía decirse, mientras su Sedán rodaba por las avenidas hacia el frugal almuerzo cotidiano, que había mostrado ser hombre de palabra. Porque en todo ese tiempo era probable que, por sus obras e inspiración, hubieran perecido más roedores que peruanos nacido. Trabajo difícil, abnegado, sin premio, que hizo de él un ser estricto y sin amigos, de costumbres aparte. Al principio, de niño, lo más arduo fue vencer el asco a los parduzcos. Su técnica inicial había sido primitiva: la trampa. Compró con sus propinas, en la Colchonería y Bodega “El Profundo Sueño" de la avenida Raimondi, una que le sirvió de modelo para fabricar muchas otras. Cortaba las maderas, los alambres, los retorcía y dos veces al día las sembraba dentro de los linderos de la chacra. A veces, algunos animalitos atrapados estaban aún vivos. Emocionado, los ultimaba a fuego lento, o hacía sufrir punzándolos, mutilándolos, reventándoles los ojos.
Pero, aunque niño, su inteligencia le hizo comprender que si se abandonaba a esas inclinaciones se frustraría: su obligación era cuantitativa, no cualitativa. No se trataba de inferir el máximo sufrimiento por unidad de enemigo sino de destruir el mayor número de unidades en el mínimo tiempo. Con lucidez y voluntad notables para sus años, extirpó de sí todo sentimentalismo, y procedió en adelante, en su tarea genocida, con criterio glacial, estadístico, científico. Robándole horas al colegio de los Hermanos Canadienses, y al sueño (mas no al recreo, porque desde la tragedia no jugó más), perfeccionó las trampas, añadiéndoles una cuchilla que cercenaba el cuerpo de la víctima de modo que no fueran jamás a quedar vivas (no para ahorrarles dolor sino para no perder tiempo en rematarlas). Construyó luego trampas multifamiliares, de base ancha, en las que un trinche con arabescos podía apachurrar simultáneamente al padre, la madre y cuatro crías. Este quehacer fue pronto conocido en la comarca, e, insensiblemente, pasó de venganza, penitencia personal, a ser un servicio a la comunidad, mínimamente (pero mal que mal) retribuido. Al niño lo llamaban de chacras vecinas y alejadas, apenas había indicios de invasión, y él, diligencia de hormiga que todo lo puede, las limpiaba en pocos días. También de Tingo María empezaron a solicitar sus servicios, cabañas, casas, oficinas, y el niño tuvo su momento de gloria cuando el capitán de la Guardia Civil le encomendó despejar la Comisaría, que había sido ocupada. Todo el dinero que recibía, se lo gastaba fabricando nuevas trampas para extender lo que los ingenieros creían su perversión o su negocio. Cuando el ex-ingeniero se internó en la sexualoide maraña de La Bella Durmiente, Federico, que había abandonado el colegio, empezaba a complementar el arma blanca de la trampa con otra, más sutil: los venenos.
El trabajo le permitió ganarse la vida a una edad en que otros niños hacen bailar trompos. Pero también lo convirtió en un apestado. Lo llamaban para que les matase a los veloces, pero jamás lo sentaban a sus mesas ni le decían palabras afectuosas. Si esto lo hizo sufrir, no permitió que se notara, y, más bien, se hubiera dicho que la repugnancia de sus conciudadanos lo halagaba. Era un adolescente huraño, lacónico, al que nadie pudo ufanarse de haber hecho ni visto reír, y cuya única pasión parecía ser la de matar a los inmundos. Cobraba moderadamente por los trabajos, pero también hacía campañas ad-honorem, en casas de gente pobre, a las que se presentaba con su costal de trampas y sus pomos de venenos, apenas se enteraba de que el enemigo había sentado allí sus reales. A la muerte de los plomizos, técnica que el joven refinaba sin descanso, se sumó el problema de la eliminación de los cadáveres. Era lo que más disgustaba a las familias, amas de casa o sirvientas. Federico ensanchó su empresa, entrenando al idiota del pueblo, un jorobado de ojos estrábicos que vivía donde las Siervas de San José, para que, a cambio del sustento, recogiera en un crudo los restos de los supliciados y fuera a quemarlos detrás del Coliseo Abad o a ofrecerlos como festín a los perros, gatos, chanchos y buitres de Tingo María.
¡Cuánto había pasado desde entonces! En el semáforo de Javier Prado, don Federico Téllez Unzátegui se dijo que, indudablemente, había progresado desde que, adolescente, de sol a sol recorría las calles fangosas de Tingo María, seguido por el idiota, librando artesanalmente la guerra contra los homicidas de María. Era entonces un joven que sólo tenía la ropa que llevaba puesta y apenas un ayudante. Treinta y cinco años más tarde, capitaneaba un complejo técnico-comercial, que extendía sus brazos por todas las ciudades del Perú, al que pertenecían quince camionetas y setenta y ocho expertos en fumigación de escondites, mezcla de venenos y siembra de trampas. Éstos operaban en el frente de batalla -las calles, casas y campos del país- dedicados al cateo, cerco y exterminio, y recibían órdenes, asesoramiento y apoyo logístico del Estado Mayor que él presidía (los seis tecnócratas que acababan de partir a almorzar). Pero, además de esa constelación, intervenían en la cruzada dos laboratorios, con los cuales don Federico tenía firmado contratos (que eran prácticamente subvenciones) a fin de que, de manera continua, experimentaran nuevos venenos, ya que el enemigo tenía una prodigiosa capacidad de inmunización: luego de dos o tres campañas, los tóxicos resultaban obsoletos, manjares para aquellos a quienes tenían la obligación de matar. Además, don Federico -que, en este instante, al aparecer la luz verde, ponía primera y proseguía viaje hacia los barrios del mar- había instituido una beca por la que "Antirroedores S. A." enviaba cada año, a un químico recién graduado, a la Universidad de Baton Rouge, a especializarse en raticidas.
Había sido precisamente ese asunto -la ciencia al servicio de su religión- lo que impulsó, veinte años atrás, a don Federico Téllez Unzátegui a casarse. Humano al fin y al cabo, un día había comenzado a germinar en su cerebro la idea de una apretada falange de varones, de su misma sangre y espíritu, a quienes desde la teta inculcaría la furia contra los asquerosos, y quienes, excepcionalmente educados, continuarían, acaso allende las fronteras patrias, su misión. La imagen de seis, siete Téllez doctorados, en encumbradas academias, que repetirían y eternizarían su juramento lo llevó, a él, que era la inapetencia marital encarnada, a recurrir a una agencia de matrimonios, la que, mediante una retribución algo excesiva, le suministró una esposa de veinticinco años, tal vez no de hermosura radiante -le faltaban dientes y, como a esas damitas de la región que irriga el llamado (hiperbólicamente) Río de la Plata, le sobraban rollos de carnes en la cintura y en las pantorrillas-, pero con las tres cualidades que había exigido: salud irreprochable, himen intacto y capacidad reproductora.
Doña Zoila Saravia Durán era una huanuqueña cuya familia, reveses de la vida que se entretiene jugando al subibaja, había sido degradada de la aristocracia provinciana al subproletariado capitalino. Se educó en la escuela gratuita que las Madres Salesianas mantenían -¿razones de conciencia o de publicidad?- junto a la escuela pagante, y había crecido, como todas sus compañeras, con un argentino complejo que, en su caso, se traducía en docilidad, mutismo y apetito. Se había pasado la vida trabajando como celadora donde las Madres Salesianas y el estatuto vago, indeterminado de su función -¿sirvienta, obrera, empleada?- agravaron esa inseguridad servil que la hacía asentir y mover ganaderamente la cabeza ante todo. Al quedar huérfana, a los veinticuatro años, se atrevió a visitar, después de ardientes dudas, la agencia matrimonial que la puso en contacto con el que sería su amo. La inexperiencia erótica de los cónyuges determinó que la consumación del matrimonio fuera lentísima, un serial en la que, entre amagos y fiascos por precocidad, falta de puntería y extravío, los capítulos se sucedían, crecía el suspenso, y el terco himen continuaba sin perforar. Paradójicamente, tratándose de una pareja de virtuosos, doña Zoila perdió primero la virginidad (no por vicio sino por estúpido azar y falta de entrenamiento de los novios), heterodoxa, vale decir sodomíticamente.
Aparte de esta abominación casual, la vida de la pareja había sido muy correcta. Doña Zoila era una esposa diligente, ahorrativa y empeñosamente dispuesta a acatar los principios (que algunos llamarían excentricidades) de su marido. Jamás había objetado, por ejemplo, la prohibición impuesta por don Federico de usar agua caliente (porque, según él, enervaba la voluntad y causaba resfríos) aunque aun ahora, después de veinte años, seguía poniéndose morada al entrar a la ducha. Nunca había contrariado la cláusula del (no escrito pero sabido de memoria) código familiar estableciendo que nadie durmiera en el hogar más de cinco horas, para no prohijar molicie, aunque cada amanecer, cuando, a las cinco, sonaba el despertador, sus bostezos de cocodrilo estremecían los cristales. Con resignación había aceptado que de las distracciones familiares quedaran excluidos, por inmorales para el espíritu, el cine, el baile, el teatro, la radio, y, por onerosos para el presupuesto, los restaurantes, los viajes y cualquier fantasía en el atuendo corporal y en la decoración inmueble. Sólo en lo que se refería a su pecado, la gula, había sido incapaz de obedecer al señor de la casa. Muchas veces habían aparecido en el menú la carne, el pescado y los postres cremosos. Era el único renglón de la vida en el que don Federico Téllez Unzátegui no había podido imponer su voluntad: un rígido vegetarianismo.
Pero doña Zoila no había tratado jamás de practicar su vicio aviesamente, a espaldas de su marido, quien, en estos instantes, entraba en su Sedán al pizpireto barrio de Miraflores, diciéndose que esa sinceridad, sí no expiaba, por lo menos venializaba el pecado de su esposa. Cuando sus urgencias eran más fuertes que su espíritu de obediencia, devoraba su bistec encebollado, o corvina a lo macho, o pastel de manzana con crema chantilly, a ojos y vista de él, granate de vergüenza y resignada de antemano al castigo correspondiente. Nunca había protestado contra las sanciones. Si don Federico (por un churrasco o una barra de chocolate) le suspendía la facultad de hablar tres días, ella misma se amordazaba para no delinquir ni en sueños, y si la pena eran veinte nalgadas, se apuraba a desabrocharse la faja y preparar el árnica.
No, don Federico Téllez Unzátegui, mientras echaba una distraída mirada al gris (color que odiaba) Océano Pacífico, por encima del Malecón de Miraflores, que su Sedán acababa de hollar, se dijo que, después de todo, doña Zoila no lo había defraudado. El gran fracaso de su vida eran los hijos. Qué diferencia entre la aguerrida vanguardia de príncipes del exterminio con que había soñado y esos cuatro herederos que le habían infligido Dios y la golosa.
Por lo pronto, sólo habían nacido dos varones. Rudo, imprevisto golpe, Nunca se le pasó por la cabeza que doña Zoila pudiera parir hembras. La primera constituyó una decepción, algo que podía atribuirse a la casualidad. Pero como el cuarto embarazo desembocó también en un ser sin falo ni testículos visibles, don Federico, aterrado ante la perspectiva de seguir produciendo seres incompletos, cortó drásticamente toda veleidad de descendencia (para lo cual reemplazó la cama de matrimonio por dos cujas individuales). No odiaba a las mujeres; simplemente, como no era un erotómano ni un voraz ¿de qué podían servirle personas cuyas mejores aptitudes eran la fornicación y la cocina? Reproducirse no había tenido otra razón, para él, que perpetuar su cruzada. Esta esperanza se hizo humo con la venida de Teresa y Laura, pues don Federico no era de esos modernistas que predican que la mujer, además de clítoris, tiene también sesos y puede trabajar de igual a igual con el varón. De otro lado, lo angustiaba la posibilidad de que su nombre rodara por el barro. ¿No repetían las estadísticas hasta la náusea que el noventa y cinco por ciento de las mujeres han sido, son o serán meretrices? Para lograr que sus hijas lograran domiciliarse en el cinco por ciento de virtuosas, don Federico les había organizado la vida mediante un sistema puntilloso: nunca escotes, invierno y verano medias oscuras y blusas y chompas de manga larga, jamás pintarse las uñas, los labios, los ojos ni las mejillas o peinarse con cerquillo, trenzas, cola de caballo y todo ese gremio de anzuelos para pescar al macho; no practicar deportes ni diversiones que implicaran cercanía de hombre, como ir a la playa o asistir a fiestas de cumpleaños. Las contravenciones eran castigadas siempre corporalmente.
Pero no sólo la intromisión de hembras entre sus descendientes había sido desalentadora. Los varones -Ricardo y Federico-hijo- no habían heredado las virtudes del padre. Eran blandos, perezosos, amantes de actividades estériles (como el chicle y el fútbol) y no habían manifestado el menor entusiasmo al explicarles don Federico el futuro que les reservaba. En las vacaciones, cuando, para irlos entrenando, los hacía trabajar con los combatientes de la primera línea, se mostraban remisos, acudían con notoria repugnancia al campo de batalla. Y una vez los sorprendió murmurando obscenidades contra la obra de su vida, confesando que se avergonzaban de su padre. Los había rapado como a convictos, por supuesto, pero eso no lo había librado del sentimiento de traición que le causó esa charla conspiratoria. Don Federico, ahora, no se hacía ilusiones. Sabía que, una vez muerto o invalidado por los años, Ricardo y Federico-hijo se apartarían de la senda que les había trazado, cambiarían de profesión (eligiendo alguna otra por atractivos crematísticos) y que su obra quedaría -como cierta Sinfonía célebre- inconclusa.
Fue en este preciso segundo en que don Federico Téllez Unzátegui, para su desgracia psíquica y física, vio la revista que un canillita metía por la ventana del Sedán, la carátula de colores que brillaban pecadoramente en el sol de la mañana. En su cara cuajó una mueca de disgusto al advertir que lucía, como portada, la foto de una playa, con un par de bañistas en esos simulacros de trajes de baño que se atrevían a usar ciertas hetairas, cuando, con una especie de desgarramiento angustioso del nervio óptico y abriendo la boca como un lobo que aúlla a la luna, don Federico reconoció a las dos bañistas semidesnudas y obscenamente risueñas. Sintió un horror que podía competir con el que había sentido, en esa madrugada amazónica, a orillas del Pendencia, al divisar, sobre una cuna ennegrecida de caquitas de ratón, el desorganizado esqueleto de su hermana. El semáforo estaba en verde, los automóviles de atrás lo bocineaban. Con dedos torpes, sacó su cartera, pagó el producto licencioso, arrancó, y, sintiendo que iba a chocar -el volante se le escapaba de las manos, el auto daba bandazos-, frenó y se pegó a la vereda.
Allí, temblando de ofuscación, observó muchos minutos la terrible evidencia. No había duda posible: eran sus hijas. Fotografiadas por sorpresa, sin duda, por un fotógrafo zafio, escondido entre los bañistas, las muchachas no miraban a la cámara, parecían conversar, tumbadas sobre unas arenas voluptuosas que podían ser las de Agua Dulce o La Herradura. Don Federico fue recuperando la respiración; dentro de su anonadamiento, alcanzó a pensar en la increíble serie de casualidades. Que un ambulante apresara en imagen a Laura y Teresa, que una revista innoble las expusiera al podrido mundo, que él las descubriera… Y toda la espantosa verdad venía a resplandecer así, por estrategia del azar, ante sus ojos. De modo que sus hijas le obedecían sólo cuando estaba presente; de modo que, apenas volvía la espalda, coludidas, sin duda, con sus hermanos y con, ay -don Federico sintió un dardo en el corazón-, su propia esposa, hacían escarnio de los mandamientos y bajaban a la playa, se desnudaban y exhibían. Las lágrimas le mojaron la cara. Examinó las ropas de baño: dos piezas tan reducidas cuya función no era esconder nada sino exclusivamente catapultar la imaginación hacia extremos viciosos. Ahí estaban, al alcance de cualquiera: piernas, brazos, vientres, hombros, cuellos de Laura y Teresa. Sentía un ridículo inexpresable recordando que él jamás había visto esas extremidades y miembros que ahora se prodigaban ante el universo.
Se secó los ojos y volvió a encender el motor. Se había serenado superficialmente, pero, en sus entrañas, crepitaba una hoguera. Mientras, muy despacio, el Sedán proseguía hacia su casita de la avenida Pedro de Osma, se iba diciendo que, así como iban a la playa desnudas era natural que, en su ausencia, fueran también a fiestas, usaran pantalones, frecuentaran hombres, que se vendieran, ¿recibían tal vez a sus galanes en su propio hogar?, ¿sería doña Zoila la encargada de fijar las tarifas y cobrarlas? Ricardo y Federico-hijo tendrían probablemente a su cargo la inmunda tarea de reclutar a los clientes. Ahogándose, don Federico Téllez Unzátegui vio armarse este estremecedor reparto: tus hijas, las rameras; tus hijos, los cafiches, y tu esposa, la alcahueta.
El cotidiano trato con la violencia -después de todo, había dado muerte a miles de millares de seres vivos- había hecho de don Federico un hombre al que no se podía provocar sin riesgo grave. Una vez, un ingeniero agrónomo con pretensiones de dietista, había osado decir en su delante que, dada la falta de ganadería en el Perú, era necesario intensificar la cría del cuy con miras a la alimentación nacional. Educadamente, don Federico Téllez Unzátegui recordó al atrevido que el cuy era primo hermano de la rata. Éste, reincidiendo, citó estadísticas, habló de virtudes nutritivas y carne gustosa al paladar. Don Federico procedió entonces a abofetearlo y cuando el dietista rodó por los suelos sobándose la cara lo llamó lo que era: desfachatado y publicista de homicidas. Ahora, al bajar del automóvil, cerrarlo, avanzar sin premura, cejijunto, muy pálido, hacia la puerta de su casa, el hombre de Tingo María sentía ascender por su interior, como el día que escarmentó al dietista, una lava volcánica. Llevaba en su mano derecha, como barra candente, la revista infernal, y sentía una fuerte comezón en los ojos.
Estaba tan turbado que no conseguía imaginar un castigo capaz de parangonarse con la falta. Sentía la mente brumosa, la ira disolvía las ideas, y eso aumentaba su amargura, pues don Federico era un hombre en quien la razón decidía siempre la conducta, y que despreciaba a esa raza de primarios que actuaban, como las bestias, por instinto y pálpito antes que por convicción. Pero esta vez, mientras sacaba la llave y, con dificultad, porque la rabia le entorpecía los dedos, abría y empujaba la puerta de su casa, comprendió que no podía actuar serena, calculadamente, sino bajo el dictado de la cólera, siguiendo la inspiración del instante. Luego de cerrar la puerta, respiró hondo, tratando de calmarse. Le daba vergüenza que esos ingratos fueran a advertir la magnitud de su humillación.
Su casa tenía, abajo, un pequeño vestíbulo, una salita, el comedor y la cocina, y los dormitorios en la planta alta. Don Federico divisó a su mujer desde el quicio de la sala. Estaba junto al aparador, masticando con arrobo alguna repugnante golosina -caramelo, chocolate, pensó don Federico, fruna, tofi- cuyos restos conservaba en los dedos. Al verlo, le sonrió con ojos intimidados, señalando lo que comía con un gesto de resignación dulzona.
Don Federico avanzó sin apresurarse, desplegando la revista con las dos manos, para que su esposa pudiera contemplar la carátula en toda su indignidad. La puso bajo sus ojos, sin decir palabra, y gozó viéndola palidecer violentamente, desorbitarse y abrir la boca de la que comenzó a correr un hilillo de saliva contaminado de galleta. El hombre de Tingo María levantó la mano derecha y abofeteó a la trémula mujer con toda su fuerza. Ella dio un quejido, tropezó y cayó de rodillas; seguía mirando la carátula con una expresión de beatería, de iluminación mística. Alto, erecto, justiciero, don Federico la contemplaba acusadoramente. Luego, llamó con sequedad a las culpables:
– ¡Laura! ¡Teresa!
Un rumor le hizo volver la cabeza. Ahí estaban, al pie de la escalera. No las había sentido bajar. Teresa, la mayor, llevaba un guardapolvo, como si hubiera estado haciendo la limpieza, y Laura vestía el uniforme de colegio. Las muchachas miraban, confusas, a la madre arrodillada, al padre que avanzaba, lento, hierático, sumo sacerdote yendo al encuentro de la piedra de los sacrificios donde esperan el cuchillo y la vestal, y, por fin, a la revista, que don Federico, llegado junto a ellas, les ponía judicialmente ante los ojos. La reacción de sus hijas no fue la que esperaba. En vez de tornarse lívidas, caer de hinojos balbuceando explicaciones, las precoces, ruborizándose, cambiaron una veloz mirada que sólo podía ser de complicidad, y don Federico, en el fondo de su desolación e ira, se dijo que todavía no había bebido toda la hiel de esa mañana. Laura y Teresa sabían que habían sido fotografiadas, que la fotografía se iba a publicar, e, incluso -¿qué otra cosa podía decir esa chispa en las pupilas?-, el hecho las alegraba. La revelación de que en su hogar, que él creía prístino, hubiera incubado, no sólo el vicio municipal del nudismo playero, sino el exhibicionismo (y, por qué no, la ninfomanía) le aflojó los músculos, le dio un gusto a cal en la boca y lo llevó a considerar si la vida se justificaba. También -todo ello no tomó más de un segundo- a preguntarse si la única penitencia legítima para semejante horror no era la muerte. La idea de convertirse en filicida lo atormentaba menos que saber que miles de humanos habían merodeado (¿sólo con los ojos?) por las intimidades físicas de sus varonas.
Pasó entonces a la acción. Dejó caer la revista para tener más libertad, cogió con la mano izquierda a Laura de la casaquilla del uniforme, la atrajo unos centímetros para ponerla más a tiro de impacto, levantó la mano derecha lo bastante alto para que la potencia del golpe fuera máxima, y la descargó con todo su rencor. Se llevó, entonces -oh día extraordinario- la segunda sorpresa descomunal, quizá más cegadora que la de la sicalíptica carátula. En vez de la suave mejilla de Laurita, su mano encontró el vacío y, ridícula, frustrada, sufrió un estirón. No fue todo: lo grave vino después. Porque la chiquilla no se contentó con esquivar la bofetada -algo que, en su inmensa desazón, don Federico recordó no había hecho jamás ningún miembro de su familia-, sino que, luego de retroceder, la carita de catorce años descompuesta en una mueca de odio, se lanzó contra él -él, él-, y comenzó a golpearlo con sus puños, a rasguñarlo, a empujarlo y a patearlo.
Tuvo la sensación de que su misma sangre, de puro estupefacta, dejaba de correr. Era como si de pronto los astros escaparan de sus órbitas, se precipitaran unos contra otros, chocaran, se rompieran, rodaran histéricos por los espacios. No atinaba a reaccionar, retrocedía, los ojos desmedidamente abiertos, acosado por la chiquilla que, envalentonándose, exasperándose, además de golpear ahora también gritaba: "maldito, abusivo, te odio, muérete, acábate de una vez". Creyó enloquecer cuando -y todo ocurría tan rápido que apenas tomaba conciencia de la situación ésta cambiaba- advirtió que Teresa corría hacia él, pero en vez de sujetar a su hermana la ayudaba. Ahora también su hija mayor lo agredía, rugiendo los más abominables insultos -"tacaño, estúpido, maniático, asqueroso, tirano, loco, ratonero"- y entre ambas furias adolescentes lo iban arrinconando contra la pared. Había comenzado a defenderse, saliendo al fin de su paralizante asombro, y trataba de cubrirse la cara, cuando sintió un aguijón en la espalda. Se volvió: doña Zoila se había incorporado y lo mordía.
Aún pudo maravillarse al notar que su esposa, más todavía que sus hijas, había sufrido una transfiguración. ¿Era doña Zoila, la mujer que jamás había musitado una queja, alzado la voz, tenido un malhumor, el mismo ser de ojos indómitos y manos bravas que descargaba contra él puñetes, coscorrones, lo escupía, le rasgaba la camisa y vociferaba enloquecida: "matémoslo, venguémonos, que se trague sus manías, sáquenle los ojos"? Las tres aullaban y don Federico pensó que el griterío le había reventado los tímpanos. Se defendía con todas sus fuerzas, procuraba devolver los golpes, pero no lo conseguía, porque ellas, ¿poniendo en práctica una técnica vilmente ensayada?, se turnaban de dos en dos para cogerle los brazos mientras la tercera lo destrozaba. Sentía ardores, hinchazones, punzadas, veía estrellas, y, de pronto, unas manchitas en las manos de las agresoras le revelaron que sangraba.
No se hizo ilusiones cuando vio asomar en el hueco de la escalera a Ricardo y a Federico-hijo. Convertido al escepticismo en pocos segundos, supo que venían a sumarse al cargamontón, a asestarle el puntillazo. Aterrado, sin dignidad ni honor, sólo pensó en alcanzar la puerta de calle, en huir. Pero no era fácil. Pudo dar dos o tres saltos antes de que una zancadilla lo hiciera rodar aparatosamente por el suelo. Allí, encogido para proteger su hombría, vio cómo sus herederos la emprendían a feroces puntapiés contra su humanidad mientras su esposa e hijas se armaban de escobas, plumeros, de la barra de la chimenea para seguir aporreándolo. Antes de decirse que no comprendía nada, salvo que el mundo se había vuelto absurdo, alcanzó a oír que también sus hijos, al compás de las patadas, le decían maniático, tacaño, inmundo y ratonero. Mientras se hacía la tiniebla en él, gris, pequeño, intruso, súbito, de un invisible huequecillo en una esquina del comedor, brotó un pericote de caninos blancos y contempló al caído con una luz de burla en los vivaces ojos…
¿Había muerto don Federico Téllez Unzátegui, el indesmayable verdugo de los roedores del Perú? ¿Había sido consumado un parricidio, un epitalamicidio? ¿O sólo estaba aturdido ese esposo y padre que yacía, en medio de un desorden sin igual, bajo la mesa del comedor, mientras sus familiares, sus pertenencias rápidamente enmaletadas, abandonaban exultantes el hogar? ¿Cómo terminaría esta desventura barranquina?