La tragedia de Lucho Abril Marroquín, joven propagandista médico al que todo auguraba un futuro promisor, comenzó una soleada mañana de verano, en las afueras de una localidad histórica: Pisco. Acababa de terminar el recorrido que, desde que asumió esa profesión itinerante, hacía diez años, lo llevaba por los pueblos y ciudades del Perú, visitando consultorios y farmacias para regalar muestras y prospectos de los Laboratorios Bayer, y se disponía a regresar a Lima. La visita a los facultativos y químicos del lugar le había tomado unas tres horas. Y aunque en el Grupo Aéreo N. 9, de San Andrés, tenía un compañero de colegio, que era ahora capitán, en cuya casa solía quedarse a almorzar cuando venía a Pisco, decidió regresar a la capital de una vez. Estaba casado, con una muchacha de piel blanca y apellido francés, y su sangre joven y su corazón enamorado lo urgían a retornar cuanto antes a los brazos de su cónyuge.
Era un poco más de mediodía. Su flamante Volkswagen, adquirido a plazos al mismo tiempo que el vínculo matrimonial -tres meses atrás-, lo esperaba, parqueado bajo un frondoso eucalipto de la plaza. Lucho Abril Marroquín guardó la valija con muestras y prospectos, se quitó la corbata y el saco (que, según las normas helvéticas del Laboratorio, debían llevar siempre los propagandistas para dar una impresión de seriedad), confirmó su decisión de no visitar a su amigo aviador, y en vez de un almuerzo en regla, acordó tomar sólo un refrigerio para evitar que una sólida digestión le hiciera más soñolientas las tres horas de desierto.
Cruzó la plaza hacia la Heladería Piave, ordenó al italiano una Coca-Cola y un helado de melocotón, y, mientras consumía el espartano almuerzo, no pensó en el pasado de ese puerto sureño, el multicolor desembarco del dudoso héroe San Martín y su Ejército Libertador, sino, egoísmo y sensualidad de los hombres candentes, en su tibia mujercita -en realidad, casi una niña-, nívea, de ojos azules y rizos dorados, y en cómo, en la oscuridad romántica de las noches, sabía llevarlo a unos extremos de fiebre neroniana cantándole al oído, con quejidos de gatita lánguida, en la lengua erótica por excelencia (un francés tanto más excitante cuanto más incomprensible), una canción titulada "Las hojas muertas". Advirtiendo que esas reminiscencias maritales comenzaban a inquietarlo, cambió de pensamientos, pagó y salió.
En un grifo próximo llenó el tanque de gasolina, el radiador de agua, y partió. Pese a que a esa hora, de máximo sol, las calles de Pisco estaban vacías, conducía despacio y con cuidado, pensando, no en la integridad de los peatones, sino en su amarillo Volkswagen, que, después de la blonda francesita, era la niña de sus ojos. Iba pensando en su vida. Tenía veintiocho años. Al terminar el colegio, había decidido ponerse a trabajar, pues era demasiado impaciente para la transición universitaria. Había entrado a los Laboratorios aprobando un examen. En estos diez años había progresado en sueldo y posición, y su trabajo no era aburrido. Prefería actuar en la calle que vegetar tras un escritorio. Sólo que, ahora, no era cuestión de pasarse la vida en viajes, dejando a la delicada flor de Francia en Lima, ciudad que, es bien sabido, está llena de tiburones que viven al acecho de las sirenas. Lucho Abril Marroquín había hablado con sus jefes. Lo apreciaban y lo habían animado: continuaría viajando sólo unos meses y a comienzos del próximo año le darían una colocación en provincias. Y el Dr. Schwalb, suizo lacónico, había precisado: "Una colocación que será una promoción". Lucho Abril Marroquín no podía dejar de pensar que tal vez le ofrecerían la gerencia de la filial de Trujillo, Arequipa o Chiclayo. ¿Qué más podía pedir?
Estaba saliendo de la ciudad, entrando a la carretera. Había hecho y deshecho tantas veces esa ruta -en ómnibus, en colectivo, conducido o conduciendo- que la conocía de memoria. La asfaltada cinta negra se perdía a lo lejos, entre médanos y colinas peladas, sin brillos de azogue que revelaran vehículos. Tenía delante un camión viejo y tembleque, e iba ya a pasarlo cuando divisó el puente y la encrucijada donde la ruta del Sur hace una horquilla y despide a esa carretera que sube a la sierra, en dirección a las metálicas montañas de Castrovirreina. Decidió entonces, prudencia de hombre que ama su máquina y teme la ley, esperar hasta después del desvío. El camión no iba a más de cincuenta kilómetros por hora y Lucho Abril Marroquín, resignado, disminuyó la velocidad y se mantuvo a diez metros de él. Veía, acercándose, el puente, la encrucijada, endebles construcciones -quioscos de bebidas, expendios de cigarrillos, la caseta del tránsito- y siluetas de personas cuyas caras no distinguía -estaban a contraluz- yendo y viniendo junto a las cabañas.
La niña apareció de improviso, en el instante en que acababa de cruzar el puente y pareció surgir de debajo del camión. En el recuerdo de Lucho Abril Marroquín quedaría grabada siempre esa figurilla que, súbitamente, se interponía entre él y la pista, la carita asustada y las manos en alto, y venía a incrustarse como una pedrada contra la proa del Volkswagen. Fue tan intempestivo que no atinó a frenar ni a desviar el auto hasta después de la catástrofe (del comienzo de la catástrofe). Consternado, y con la extraña sensación de que se trataba de algo ajeno, sintió el sordo impacto del cuerpo contra el parachoque, y lo vio elevarse, trazar una parábola y caer ocho o diez metros más allá.
Ahora sí frenó, tan en seco que el volante le golpeó el pecho, y, con un aturdimiento blancuzco y un zumbido insistente, bajó velozmente del Volkswagen y corriendo, tropezando, pensando "soy argentino, mato niños”, llegó hasta la criatura y la alzó en brazos. Tendría cinco o seis años, iba descalza y mal vestida, con la cara, las manos y las rodillas encostradas de mugre. No sangraba por ninguna parte visible, pero tenía los ojos cerrados, y no parecía respirar. Lucho Abril Marroquín, cimbreándose como borracho, daba vueltas sobre el sitio, miraba a derecha y a izquierda y gritaba a los arenales, al viento, a las lejanas olas: "Una ambulancia, un médico". Como en sueños, alcanzó a percibir que por el desvío de la sierra bajaba un camión y tal vez notó que su velocidad era excesiva para un vehículo que se aproxima a un cruce de caminos. Pero, si llegó a advertirlo, inmediatamente su atención se distrajo al descubrir que llegaba a su lado, corriendo, un guardia desprendido de las cabañas. Acezante, sudoroso, funcional, el custodio del orden, mirando a la niña le preguntó: “¿Está soñada o ya muerta?".
Lucho Abril Marroquín se preguntaría el resto de los años que le quedaban de vida cuál había sido en ese momento la respuesta justa. ¿Estaba malherida o había expirado la criatura? No alcanzó a responder al acezante guardia civil porque éste, apenas hizo la pregunta, puso tal cara de horror que Lucho Abril Marroquín alcanzó a volver la cabeza justo a tiempo para comprender que el camión que bajaba de la sierra se les venía enloquecidamente encima, bocineando. Cerró los ojos, un estruendo le arrebató la niña de los brazos y lo sumió en una oscuridad con estrellitas, Siguió oyendo un ruido atroz, gritos, ayes, mientras permanecía en un estupor de naturaleza casi mística.
Mucho después sabría que había sido arrollado, no porque existiese una justicia inmanente, encargada de realizar el equitativo refrán "Ojo por ojo, diente por diente", sino porque al camión de las minas se le habían vaciado los frenos. Y sabría también que el guardia civil había muerto instantáneamente desnucado y que la pobre niña -verdadera hija de Sófocles-, en este segundo accidente (por si el primero no lo había conseguido), no sólo había quedado muerta sino espectacularmente alisada al pasarle encima, carnaval de alegría para los satanes, la doble rueda trasera del camión.
Pero, al cabo de los años, Lucho Abril Marroquín se diría que de todas las instructivas experiencias de esa mañana, la más indeleble había sido, no el primero ni el segundo accidente, sino lo que vino después. Porque, curiosamente, pese a la violencia del impacto (que lo tendría muchas semanas en el Hospital del Empleado, reconstruyendo su esqueleto, averiado de innumerables fracturas, luxaciones, cortes y desgarrones), el propagandista médico no perdió el sentido o sólo lo perdió unos segundos. Cuando abrió los ojos supo que todo acababa de ocurrir, porque, de las cabañas que tenía al frente, venían corriendo, siempre a contraluz, diez, doce, tal vez quince pantalones, faldas. No podía moverse, pero no sentía dolor, sólo una aliviada serenidad. Pensó que ya no tenía que pensar; pensó en la ambulancia, en médicos, en enfermeras solícitas. Ahí estaban, ya habían llegado, trató de sonreír a las caras que se inclinaban hacia él. Pero entonces, por unas cosquillas, agujazos y punzadas, comprendió que los recién venidos no estaban auxiliándolo: le arrancaban el reloj, le metían los dedos a los bolsillos, a manotones le sacaban la cartera, de un jalón se apoderaban de la medalla del Señor de Limpias que llevaba al cuello desde su primera comunión. Ahora sí, lleno de admiración por los hombres, Lucho Abril Marroquín se hundió en la noche.
Esa noche, para todos los efectos prácticos, duró un año. Al principio, las consecuencias de la catástrofe habían parecido sólo físicas. Cuando Lucho Abril Marroquín recobró el sentido estaba en Lima, en un cuartito del hospital, fajado de pies a cabeza, y a los flancos de su cama, ángeles de la guarda que devuelven la paz al agitado, mirándolo con inquietud se hallaban la blonda connacional de Juliette Gréco y el Dr. Schwalb de los Laboratorios Bayer. En medio de la ebriedad que le producía el olor a cloroformo, sintió alegría y por sus mejillas corrieron lágrimas al sentir los labios de su esposa sobre las gasas que le cubrían la frente.
La sutura de huesos, retorno de músculos y tendones a su lugar correspondiente y el cierre y cicatrización de heridas, es decir la compostura de la mitad animal de su persona tomó algunas semanas, que fueron relativamente llevaderas, gracias a la excelencia de los facultativos, la diligencia de las enfermeras, la devoción magdalénica de su esposa y la solidaridad de los Laboratorios, que se mostraron impecables desde el punto de vista del sentimiento y la cartera. En el Hospital del Empleado, en plena convalecencia, Lucho Abril Marroquín se entero de una noticia halagadora: la francesita había concebido y dentro de siete meses sería madre de un hijo suyo.
Fue después que abandonó el hospital y se reintegró a su casita de San Miguel y a su trabajo, que se revelaron las secretas, complicadas heridas que los accidentes habían causado a su espíritu. El insomnio era el más benigno de los males que se abatieron sobre él. Se pasaba las noches en vela, ambulando por la casita a oscuras, fumando sin cesar, en estado de viva agitación y pronunciando entrecortados discursos en los que a su esposa le maravillaba escuchar una palabra recurrente: "Herodes". Cuando el desvelo fue químicamente derrotado con somníferos, resultó peor: el sueño de Abril Marroquín era visitado por pesadillas en las que se veía despedazando a su hija aún no nacida. Sus desatinados aullidos comenzaron aterrorizando a su esposa y terminaron haciéndola abortar un feto de sexo probablemente femenino. "Los sueños se han cumplido, he asesinado a mi propia hija, me iré a vivir a Buenos Aires”, repetía día y noche, lúgubremente, el onírico filicida.
Pero tampoco esto fue lo peor. A las noches desveladas o pesadillescas, seguían unos días atroces. Desde el accidente, Lucho Abril Marroquín concibió una fobia visceral contra todo lo que tuviera ruedas, vehículos a los que no podía subir ni como chofer ni como pasajero, sin sentir vértigo, vómitos, sudar la gota gorda y ponerse a gritar. Todos los intentos de vencer este tabú fueron inútiles, de modo que tuvo que resignarse a vivir, en pleno siglo veinte, como en el Incario (sociedad sin ruedas). Si las distancias que tenía que cubrir hubieran consistido solamente en los cinco kilómetros entre su hogar y los Laboratorios Bayer, el asunto no hubiera sido tan grave; para un espíritu maltratado esas dos horas de caminata matutina y las dos de caminata vespertina hubieran cumplido tal vez una función sedante. Pero, tratándose de un propagandista médico cuyo centro de operaciones era el dilatado territorio del Perú, la fobia anti-rodante resultaba trágica. No habiendo la menor posibilidad de resucitar la atlética época de los chasquis, el futuro profesional de Lucho Abril Marroquín se halló seriamente amenazado. El Laboratorio accedió a darle un trabajo sedentario, en la oficina de Lima, y aunque no le bajaron el sueldo, desde el punto de vista moral y psicológico, el cambio (ahora tenía a su cargo el inventario de las muestras) constituyó una degradación. Para colmo de males, la francesita, que, digna émula de la Doncella de Orléans, había soportado valerosamente los desperfectos nerviosos de su cónyuge, sucumbió también, sobre todo después de la evacuación de la feto Abril, a la histeria. Una separación hasta que mejoraran los tiempos fue acordada y la muchacha, palidez que recuerda el alba y las noches antárticas, viajó a Francia a buscar consuelo en el castillo de sus padres.
Así andaba Lucho Abril Marroquín, al año del accidente: abandonado de su mujercita y del sueño y la tranquilidad, odioso de las ruedas, condenado a caminar (estrictu sensu) por la vida, sin otro amigo que la angustia. (El amarillo Volkswagen se cubrió de hiedra y telarañas, antes de ser vendido para pagar el pasaje a Francia de la blonda.) Compañeros y conocidos rumoreaban ya que no le quedaba sino el mediocre rumbo del manicomio o la retumbante solución del suicidio, cuando el joven se enteró -maná que cae del cielo, lluvia sobre sediento arenal- de la existencia de alguien que no era sacerdote ni brujo y sin embargo curaba almas: la doctora Lucía Acémila.
Mujer superior y sin complejos, llegada a lo que la ciencia ha dado en considerar la edad ideal -la cincuentena-, la doctora Acémila -frente ancha, nariz aguileña, mirada penetrante, rectitud y bondad en el espíritu- era la negación viviente de su apellido (del que se sentía orgullosa y que arrojaba como una hazaña, en tarjetas impresas, o en los rótulos de su consultorio, a la visión de los mortales), alguien en quien la inteligencia era un atributo físico, algo que sus pacientes (ella prefería llamarlos 'amigos') podían ver, oír, oler. Había obtenido diplomas sobresalientes y copiosos en los grandes centros del saber -la teutónica Berlín, la flemática Londres, la pecaminosa París-, pero la principal universidad en la que había aprendido lo mucho que sabía sobre la miseria humana y sus remedios había sido (naturalmente) la vida. Como todo ser elevado por sobre la medianía, era discutida, criticada y verbalmente escarnecida por sus colegas, esos psiquiatras y psicólogos incapaces (a diferencia de ella) de producir milagros. A la doctora Acémila la dejaba indiferente que la llamaran hechicera, satanista, corruptora de corrompidos, alienada y otras vilezas. Le bastaba, para saber que era ella quien tenía razón, con la gratitud de sus 'amigos', esa legión de esquizofrénicos, parricidas, paranoicos, incendiarios, maníaco-depresivos, onanistas, catatónicos, criminosos, místicos y tartamudos que, una vez pasados por sus manos, sometidos a su tratamiento (ella hubiera preferido: a sus 'consejos') habían retornado a la vida padres amantísimos, hijos obedientes, esposas virtuosas, profesionales honestos, conversadores fluidos y ciudadanos patológicamente respetuosos de la ley.
Fue el doctor Schwalb quien aconsejó a Lucho Abril Marroquín que visitara a la doctora y él mismo quien, prontitud helvética que ha dado relojes puntualísimos, arregló una cita. Más resignado que confiado, el insomne se presentó a la hora indicada a la mansión de muros rosas, abrazada por un jardín con floripondios, en el residencial barrio de San Felipe, donde estaba el consultorio (templo, confesionario, laboratorio del espíritu) de Lucía Acémila. Una pulcra enfermera le tomó algunos datos y lo hizo pasar al despacho de la doctora, una habitación alta, de estantes atiborrados de libros con empaste de cuero, un escritorio de caoba, mullidas alfombras y un diván de terciopelo verde menta.
Quítese los prejuicios que traiga y también el saco y la corbata -lo apostrofó, naturalidad desarmante de los sabios, la doctora Lucía Acémila, señalándole el diván-. Y túmbese ahí, boca arriba o boca abajo, no por beatería freudiana, sino porque me interesa que esté cómodo. Y, ahora, no me cuente sus sueños ni me confiese que está enamorado de su madre, sino, más bien, dígame con la mayor exactitud cómo marcha ese estómago.
Tímidamente, el propagandista médico, ya extendido sobre el muelle diván, se atrevió a musitar, imaginando una confusión de personas, que no lo traía a este consultorio el vientre sino el espíritu.
– Son indiferenciables -lo desasnó la facultativo-. Un estómago que evacua puntual y totalmente es gemelo de una mente clara y de un alma bien pensada. Por el contrario, un estómago cargado, remolón, avaricioso, engendra malos pensamientos, avinagra el carácter, fomenta complejos y apetitos sexuales chuecos, y crea vocación de delito, una necesidad de castigar en los otros el tormento excrementicio.
Así instruido, Lucho Abril Marroquín confesó que sufría a veces de dispepsias, constipación e, incluso, que sus óbolos, además de irregulares, eran también versátiles en coloración, volumen y, sin duda -no recordaba haberlos palpado en las últimas semanas-, consistencia y temperatura. La doctora asintió bondadosamente, murmurando: "Lo sabía". Y dictaminó que el joven debería consumir cada mañana, hasta nueva orden y en ayunas, media docena de ciruelas secas.
– Resuelta esta cuestión previa, pasemos a las otras -añadió la filósofa-. Puede contarme qué le pasa. Pero sepa de antemano que no lo castraré de su problema. Le enseñaré a amarlo, a sentirse tan orgulloso de él como Cervantes de su brazo ido o Beethoven de su sordera. Hable.
Lucho Abril Marroquín, con una facilidad de palabra educada en diez años de diálogos profesionales con galenos y apoticarios, resumió su historia con sinceridad, desde el infausto accidente de Pisco hasta sus pesadillas de la víspera y las apocalípticas consecuencias que el drama había tenido en su familia. Apiadado de sí mismo, en los capítulos finales rompió a llorar y remató su informe con una exclamación que a cualquier otra persona que no fuera Lucía Acémila le hubiera partido el alma: "¡Doctora, ayúdeme!".
– Su historia, en vez de apenarme, me aburre, de lo trivial y tonta que es -lo confortó cariñosamente la ingeniero de almas-. Límpiese los mocos y convénzase de que, en la geografía del espíritu, su mal es equivalente a lo que, en la del cuerpo, sería un uñero. Ahora escúcheme.
Con unos modales de mujer que frecuenta salones de alta sociedad, le explicó que lo que perdía a los hombres era el temor a la verdad y el espíritu de contradicción. Respecto a lo primero, hizo luz en el cerebro del desvelado explicándole que el azar, el llamado accidente no existían, eran subterfugios inventados por los hombres para disimularse lo malvados que eran.
– En resumen, usted quiso matar a la niña y la mató -graficó su pensamiento la doctora-. Y luego, acobardado de su acto, temeroso de la policía o el infierno, quiso ser atropellado por el camión, para recibir una pena o como coartada por el asesinato.
– Pero, pero -balbuceó, ojos que al desorbitarse y frente que al sudar delatan supina desesperación, el propagandista médico-. ¿Y el guardia civil? ¿También lo maté yo?
– ¿Quién no ha matado alguna vez un guardia civil?-reflexionó la científico-. Tal vez usted, tal vez el camionero, tal vez fue un suicidio. Pero ésta no es una función de gancho, donde entran dos con una entrada. Ocupémonos de usted.
Le explicó que, al contradecir sus genuinos impulsos, los hombres resentían a su espíritu y éste se vengaba procreando pesadillas, fobias, complejos, angustia, depresión.
– No se puede pelear consigo mismo, porque en ese combate sólo hay un perdedor -pontificó la apóstol-. No se avergüence de lo que es, consuélese pensando que todos los hombres son hienas y que ser bueno significa, simplemente, saber disimular. Mírese al espejo y dígase: soy un infanticida y un cobarde de la velocidad. Basta de eufemismos: no me hable de accidentes ni del síndrome de la rueda.
Y, pasando a los ejemplos, le contó que a los escuálidos onanistas que venían a rogarle de rodillas que los curara les regalara revistas pornográficas y a los pacientes drogadictos, escorias que reptan por los suelos y se mesan los pelos hablando de la fatalidad, les ofrecía pitos de marihuana y puñados de coca.
– ¿Va a recetarme que siga matando niños? -rugió, cordero que se metamorfosea en tigre, el propagandista médico.
Si es su gusto, ¿por qué no? -le repuso fríamente la psicólogo. Y le previno:- Nada de levantarme la voz. No soy de esos mercaderes que creen que el cliente siempre tiene razón.
Lucho Abril Marroquín volvió a zozobrar en llanto. Indiferente, la doctora Lucía Acémila caligrafió durante diez minutos varias hojas con el título general de: “Ejercicios para aprender a vivir con sinceridad”. Se las entregó y le dio cita para ocho semanas después. Al despedirlo, con un apretón de manos, le recordó que no olvidara el régimen matutino de ciruelas secas.
Como la mayoría de los pacientes de la doctora Acémila, Lucho Abril Marroquín salió del consultorio sintiéndose víctima de una emboscada psíquica, seguro de haber caído en las redes de una extravagante desquiciada, que agravaría sus males si cometía el desatino de seguir sus recetas. -Estaba decidido a desaguar los "Ejercicios" por el excusado sin mirarlos. Pero esa misma noche, debilitante insomnio que incita a los excesos, los leyó. Le parecieron patológicamente absurdos y se rió tanto que le vino hipo (lo conjuró bebiendo un vaso de agua al revés, como le había enseñado su madre); luego, sintió una urticante curiosidad. Como distracción, para llenar las horas vacías de sueño, sin creer en su virtud terapéutica, decidió practicarlos.
No le costó trabajo encontrar en la sección juguetes de Sears el auto, el camión número uno y el camión número dos que le hacían falta, así como los muñequitos encargados de representar a la niña, al guardia, a los 1adrones y a él mismo. Conforme a las instrucciones, pintó los vehículos con los colores originales que recordaba, así como las ropas de los muñequitos. (Tenía aptitud para la pintura, de modo que el uniforme del guardia y las ropas humildes y las costras de la niña le salieron muy bien.) Para mimar los arenales pisqueños, empleó un pliego de papel de envolver, al que, extremando el prurito de fidelidad, pintó en un extremo el Océano Pacífico: una franja azul con orla de espuma. El primer día, le tomó cerca de una hora, arrodillado en el suelo del living-comedor de su casa, reproducir la historia, y cuando terminó, es decir cuando los ladrones se precipitaban sobre el propagandista médico para despojarlo, quedó casi tan aterrado y adolorido como el día del suceso. De espaldas en el suelo, sudaba frío y sollozaba.
Pero los días siguientes fue disminuyendo la impresión nerviosa, y la operación asumió virtualidades deportivas, un ejercicio que lo devolvía a la niñez y entretenía esas horas que no hubiera sabido ocupar, ahora que estaba sin esposa, él que nunca se había ufanado de ser ratón de biblioteca o melómano. Era como armar un mecano, un rompecabezas o hacer crucigramas. A veces, en el almacén de los Laboratorios Bayer, mientras distribuía muestras a los propagandistas, se sorprendía escarbando en la memoria, en pos de algún detalle, gesto, motivo de lo ocurrido que le permitiera introducir alguna variante, alargar las representaciones de esa noche. La señora que venía a hacer la limpieza, al ver el suelo del living-comedor ocupado por muñequitos de madera y autitos de plástico, le preguntó si pensaba adoptar un niño, advirtiéndole que en ese caso le cobraría más. Conforme a la progresión señalada por los "Ejercicios", efectuaba ya para entonces, cada noche, dieciséis representaciones a escala liliputiense del ¿accidente?
La parte de los "Ejercicios para aprender a vivir con sinceridad" concerniente a los niños le pareció más descabellada que el palitroque, pero, ¿inercia que arrastra al vicio o curiosidad que hace avanzar la ciencia?, también la obedeció. Estaba subdividida en dos partes: "Ejercicios Teóricos" y "Ejercicios Prácticos", y la doctora Acémila señalaba que era imprescindible que aquellos antecedieran a éstos, pues ¿no era el hombre un ser racional en el que las ideas precedían a los actos? La parte teórica daba amplio crédito al espíritu observador y especulativo del propagandista médico. Se limitaba a prescribir: "Reflexione diariamente sobre las calamidades que causan los niños a la humanidad". – Había que hacerlo a cualquier hora y sitio, de manera sistemática.
¿Qué mal hacían a la humanidad los inocentes párvulos? ¿No eran la gracia, la pureza, la alegría, la vida?, se preguntó Lucho Abril Marroquín, la mañana del primer ejercicio teórico, mientras caminaba los cinco kilómetros de ida a la oficina. Pero, más por darle gusto al papel que por convicción, admitió que podían ser ruidosos. En efecto, lloraban mucho, a cualquier hora y por cualquier motivo, y, como carecían de uso de razón, no tenían en cuenta el perjuicio que esa propensión causaba ni podían ser persuadidos de las virtudes del silencio. Recordó entonces el caso de ese obrero que, luego de extenuantes jornadas en el socavón, volvía al hogar y no podía dormir por el llanto frenético del recién nacido al que finalmente había ¿asesinado? ¿Cuántos millones de casos parecidos se registrarían en el globo? ¿Cuántos obreros, campesinos, comerciantes y empleados, que -alto costo de la vida, bajos salarios, escasez de viviendas- vivían en departamentos estrechos y compartían sus cuartos con la prole, estaban impedidos de disfrutar de un merecido sueño por los alaridos de un niño incapaz de decir si sus berridos significaban diarrea o ganas de más teta?
Buscando, buscando, esa tarde, en los cinco kilómetros de vuelta, Lucho Abril Marroquín encontró que se les podía achacar también muchos destrozos. A diferencia de cualquier animal, tardaban demasiado en valerse por sí mismos, ¡y cuántos estragos resultaban de esa tara! Todo lo rompían, carátula artística o florero de cristal de roca, traían abajo las cortinas que quemándose los ojos había cosido la dueña de casa, y sin el menor embarazo aposentaban sus manos embarradas de caca en el almidonado mantel o la mantilla de encaje comprada con privación y amor. Sin contar que solían meter sus dedos en los enchufes y provocar cortocircuitos o electrocutarse estúpidamente con lo que eso significaba para la familia: cajoncito blanco, nicho, velorio, aviso en “El Comercio”, ropas de luto, duelo.
Adquirió la costumbre de entregarse a esta gimnasia durante sus idas y venidas entre el Laboratorio y San Miguel. Para no repetirse, hacía al comenzar una rápida síntesis de los cargos acumulados en la reflexión anterior y pasaba a desarrollar uno nuevo. Los temas se imbricaban unos en otros con facilidad y nunca se quedó sin argumentos.
El delito económico, por ejemplo, le dio materia para treinta kilómetros. Porque ¿no era desolador cómo ellos arruinaban el presupuesto familiar? Gravaban los ingresos paternos en relación inversa a su tamaño, no sólo por su glotonería pertinaz y la delicadeza de su estómago, que exigían alimentos especiales, sino por las infinitas instituciones que ellos habían generado, comadronas, cunas maternales, puericultorios, jardines de infancia, niñeras, circos, parvularios, matinales, jugueterías, juzgados de menores, reformatorios, sin mencionar las especialidades en niños que, arborescentes parásitos que asfixian a las plantas-madres, le habían nacido a la Medicina, la Psicología, la Odontología y otras ciencias, ejército en suma de gentes que debían ser vestidas, alimentadas y jubiladas por los pobres padres.
Lucho Abril Marroquín se encontró un día a punto de llorar, pensando en esas madres jóvenes, celosas cumplidoras de la moral y el qué dirán, que se entierran en vida para cuidar a sus crías, y renuncian a fiestas, cines, viajes, con lo que terminan siendo abandonadas por esposos, que, de tanto salir solos, terminan fatídicamente por pecar. ¿Y cómo pagaban las crías esos desvelos y padecimientos? Creciendo, formando hogar aparte, abandonando a sus madres en la orfandad de la vejez.
Por este camino, insensiblemente, llegó a desbaratar el mito de su inocencia y bondad. ¿Acaso, con la consabida coartada de que carecían de uso de razón, no cercenaban las alas a las mariposas, metían a los pollitos vivos en el horno, dejaban patas arriba a las tortugas hasta que morían y les reventaban los ojos a las ardillas? ¿La honda para matar pajaritos era arma de adultos? ¿Y no se mostraban implacables con los niños más débiles? Por otra parte, ¿cómo se podía llamar inteligentes a seres que, a una edad en que cualquier gatito ya se procura el sustento, todavía se bambolean torpemente, se dan de bruces contra las paredes y se hacen chichones?
Lucho Abril Marroquín tenía un sentido estético aguzado y esto le dio madeja para muchas caminatas. Él hubiera querido que todas las mujeres se conservaran lozanas y duras hasta la menopausia y le apenó inventariar los estragos que causaban a las madres los partos: las cinturas de avispa que cabían en una mano estallaban en grasa y también senos y nalgas y esos estómagos tersos, láminas de carnoso metal que los labios no abollan, se ablandaban, hinchaban, descolgaban, rayaban, y algunas señoras, a consecuencia de los pujos y calambres de los partos difíciles, quedaban chuecas como patos. Con alivio, Lucho Abril Marroquín, rememorando el cuerpo estatuario de la francesita que llevaba su nombre, se alegró de que hubiera parido, no un ser rollizo y devastador de su belleza, sino, apenas, un detritus de hombre. Otro día, se percató, mientras se desalteraba -las ciruelas secas habían convertido a su estómago en un tren inglés- que ya no lo estremecía pensar en Herodes. Y una mañana se descubrió dando un coscorrón a un niño mendigo.
Supo entonces que, sin proponérselo, había pasado, naturalidad con que viajan los astros de la noche al día, a los “Ejercicios Prácticos”. La doctora Acémila había subtitulado Acción Directa estas instrucciones y a Lucho Abril Marroquín le parecía estar oyendo su científica voz mientras las releía. Éstas sí, a diferencia de las teóricas, eran precisas. Se trataba, una vez adquirida conciencia clara de las calamidades que ellos traían, de tomar, a nivel individual, pequeñas represalias. Era preciso hacerlo de manera discreta, teniendo en cuenta las demagogias del género "infancia desvalida", "al niño ni con una rosa" y “los azotes causan complejos".
Lo cierto es que al principio le costó trabajo, y, cuando cruzaba a uno de ellos en la calle, éste y él mismo no sabían si aquella mano en la infantil cabecita era un castigo o una caricia tosca. Pero, seguridad que da la práctica, poco a poco fue superando la timidez y las ancestrales inhibiciones, envalentonándose, mejorando sus marcas, tomando iniciativas, y al cabo de unas semanas, conforme al pronóstico de los "Ejercicios", notó que aquellos coscorrones que repartía en las esquinas, aquellos pellizcos que provocaban moretones, aquellos pisotones que hacían berrear a los recipiendarios, ya no eran un quehacer que se imponía por razones de moral y teoría, sino una suerte de placer. Le gustaba ver llorar a esos vendedores que se acercaban a ofrecerle la suerte y sorpresivamente recibían un bofetón, y se excitaba como en los toros cuando el lazarillo de una ciega que lo había abordado, platillo de latón que tintinea en la mañana, caía al suelo sobándose la canilla que acababa de alojar su puntapié. Los "Ejercicios Prácticos" eran riesgosos, pero, al propagandista médico que se reconoció un corazón temerario, esto en vez de disuadirlo lo estimuló. Ni siquiera el día en que reventó una pelota y fue perseguido con palos y piedras por una jauría de pigmeos, cejó en su empeño.
Así, en las semanas que duró el tratamiento, cometió muchas de aquellas acciones que, pereza mental que idiotiza a las gentes, se suele llamar maldades. Decapitó las muñecas con que, en los parques, las niñeras las entretenían, arrebató chupetes, tofis, caramelos que estaban a punto de llevarse a la boca y los pisoteó o echó a los perros, Fue a merodear por circos, matinales y teatros de títeres y, hasta que se le entumecieron los dedos, jaló trenzas y orejas, pellizcó bracitos, piernas, potitos, y, por supuesto, usó de la secular estratagema de sacarles la lengua y hacerles muecas, y, hasta la afonía y la ronquera les habló del Cuco, del Lobo Feroz, del Policía, del Esqueleto, de la Bruja, del Vampiro, y demás personajes creados por la imaginación adulta para asustarlos.
Pero, bola de nieve que al rodar monte abajo se vuelve aluvión, un día Lucho Abril Marroquín se asustó tanto que se precipitó, en un taxi para llegar más pronto, al consultorio de la doctora Acémila. Apenas entró en el severo despacho, sudando hielo, la voz temblorosa, exclamó:
– Iba a empujar a una niña bajo las ruedas del tranvía a San Miguel. Me contuve en el último instante, porque vi un policía. -Y, sollozando como uno de ellos, gritó:- ¡He estado a punto de volverme un criminal, doctora!
– Criminal ya lo ha sido, joven desmemoriado -le recordó la psicólogo, pronunciando cada sílaba. Y, después de observarlo de arriba abajo, complacida, sentenció:- Está usted curado.
Lucho Abril Marroquín recordó entonces -fogonazo de luz en las tinieblas, lluvia de estrellas sobre el mar- que había venido en ¡un taxi! Iba a caer de rodillas pero la sabia lo contuvo:
– Nadie me lame las manos, salvo mi gran danés. ¡Basta de efusiones! Puede retirarse, pues nuevos amigos esperan. Recibirá la factura en su oportunidad.
“Es verdad, estoy curado", se repetía feliz el propagandista médico: la última semana había dormido siete horas diarias y, en vez de pesadillas, había tenido gratos sueños en los que, en playas exóticas, se dejaba tostar por un sol futbolístico, viendo el pausado caminar de las tortugas entre palmeras lanceoladas y las pícaras fornicaciones de los delfines en las ondas azules. Esta vez, deliberación y alevosía del hombre fogueado, tomo otro taxi hacia los Laboratorios y, durante el trayecto, lloró al comprobar que el único efecto que le producía rodar sobre la vida era, no ya el terror sepulcral, la angustia cósmica, sino apenas un ligero mareo. Corrió a besar las manos amazónicas de don Federico Téllez Unzátegui, llamándolo “mi consejero salvador, mi nuevo padre”, gesto y palabras que su jefe aceptó con la deferencia que todo amo que se respete debe a sus esclavos, señalándole de todos modos, calvinista de corazón sin puertas para el sentimiento, que, curado o no de complejos homicidas, debía llegar puntual a “Antirroedores S. A.”, so pena de multa.
Fue así como Lucho Abril Marroquín salio del túnel que, desde el polvoroso accidente de Pisco, era su vida. Todo, a partir de entonces, comenzó a enderezarse. La dulce hija de Francia, absuelta de sus penas gracias a mimos familiares y entonada con dietas normandas de agujereado queso y viscosos caracoles, volvió a la tierra de los Incas con las mejillas rozagantes y el corazón lleno de amor. El reencuentro del matrimonio fue una prolongada luna de miel, besos enajenantes, compulsivos abrazos y otros derroches emotivos que pusieron a los enamorados esposos a las orillas mismas de la anemia. El propangandista médico, serpiente de vigor redoblado con el cambio de piel, recuperó pronto el lugar de preeminencia que tenía en los Laboratorios. A pedido de él mismo, que quería demostrarse que era el de antes, el doctor Schwalb volvió a confiarle la responsabilidad de, por aire, tierra, río, mar, recorrer pueblos y ciudades del Perú publicitando, entre médicos y farmacéuticos, los productos Bayer. Gracias a las virtudes ahorrativas de la esposa, pronto la pareja pudo cancelar todas las deudas contraídas durante la crisis y adquirir, a plazos, un nuevo Volkswagen que, por supuesto, fue también amarillo.
Nada, en apariencia (¿pero acaso no recomienda la sabiduría popular “no fiarse de las apariencias”?), afeaba el marco en el que se desenvolvía la vida de los Abril Marroquín. El propagandista rara vez se acordaba del accidente y, cuando ello ocurría, en vez de pesar sentía orgullo, lo que, mesócrata respetuoso de las formas sociales, se contenía de hacer público. Pero, en la intimidad del hogar, nido de tórtolas, chimenea que arde al compás de violines de Vivaldi, algo había sobrevivido -luz que perdura en los espacios cuando el astro que la emitió ha caducado, uñas y pelos que le crecen al muerto-, de la terapia de la doctora Acémila. Es decir, de un lado, una afición, exagerada para la edad de Lucho Abril Marroquín, a jugar con palitroques, mecanos, trencitos, soldaditos. El departamento se fue llenando de juguetes que desconcertaban a vecinos y sirvientas, y las primeras sombras de la armonía conyugal surgieron porque la francesita comenzó un día a quejarse de que su esposo pasara los domingos y feriados haciendo navegar barquitos de papel en la bañera o volando cometas en el techo. Pero, más grave que esta afición, y a todas luces enemiga de ella, era la fobia contra la niñez que había perseverado en el espíritu de Lucho Abril Marroquín desde la época de los “Ejercicios Prácticos”. No le era posible cruzar a uno de ellos en calle, parque o plaza pública, sin infligirle lo que el vulgo llamaría una crueldad, y en las conversaciones con su esposa solía bautizarlos con expresiones despectivas como “destetados” y “limbómanos”. Esta hostilidad se convirtió en angustia el día en que la blonda quedó nuevamente embarazada. La pareja, talones que el pavor torna hélices, voló a solicitar moral y ciencia a la doctora Acémila. Ésta los escuchó sin asustarse:
– Padece usted de infantilismo y es, al mismo tiempo, un reincidente infanticida potencial -estableció con arte telegráfico- Dos tonterías que no merecen atención, que yo curo con la facilidad que escupo. No tema: estará sano antes que al feto le broten ojos.
¿Lo curaría? ¿Libraría a Lucho Abril Marroquín de esos fantasmas? ¿Sería el tratamiento contra la infantofobia y el herodismo tan aventurero como el que lo emancipó del complejo de rueda y la obsesión de crimen? ¿Cómo terminaría el psicodrama de San Miguel?