XI

Se acercaban los exámenes de medio año en la Facultad y yo, que desde los amores con la tía Julia asistía menos a clases y escribía más cuentos (pírricos), estaba mal preparado para este trance. Mi salvación era un compañero de estudios, un camanejo llamado Guillermo Velando. Vivía en una pensión del centro, por la Plaza Dos de Mayo, y era un estudiante modelo, que no perdía una clase, apuntaba hasta la respiración de los profesores y aprendía de memoria, como yo versos, los artículos de los Códigos. Siempre estaba hablando de su pueblo, donde tenía una novia, y sólo esperaba recibirse de abogado para dejar Lima, ciudad que odiaba, e instalarse en Camaná, donde batallaría por el progreso de su tierra. Me prestaba sus apuntes, me soplaba en los exámenes y cuando éstos se venían encima yo iba a su pensión, a que me diera alguna síntesis milagrosa sobre lo que habían hecho en clases.

De allí venía ese domingo, después de pasar tres horas en el cuarto de Guillermo, con la cabeza revoloteante de fórmulas forenses, asustado de la cantidad de latinajos que había que memorizar, cuando, llegando a la Plaza San Martín, vi a lo lejos, en la plomiza fachada de Radio Central, la ventanita abierta del cubículo de Pedro Camacho. Por supuesto, decidí ir a darle los buenos días. Mientras más lo frecuentaba -aunque nuestra relación siguiera sujeta a brevísimas charlas en torno a una mesa de café- el hechizo que ejercían sobre mí su personalidad, su físico, su retórica, era mayor. Mientras cruzaba la plaza hacia su oficina iba pensando, una vez más, en esa voluntad de hierro que daba al ascético hombrecillo su capacidad de trabajo, esa aptitud para producir, mañana y tarde, tarde y noche, tormentosas historias. A cualquier hora del día que me acordaba de él, pensaba: "Está escribiendo" y lo veía, como lo había visto tantas veces, golpeando con dos deditos rápidos las teclas de la Remington y mirando el rodillo con sus ojos alucinados, y sentía una curiosa mezcla de piedad y envidia.

La ventana del cubículo estaba entreabierta -se podía oír el ruido acompasado de la máquina- y yo la empujé, al tiempo que lo saludaba: "Buenos días, señor trabajador". Pero tuve la impresión de haberme equivocado de lugar o de persona, y sólo después de varios segundos reconocí, bajo el disfraz compuesto de guardapolvo blanco, gorrita de médico y grandes barbas negras rabínicas, al escriba boliviano. Seguía escribiendo inmutable, sin mirarme, ligeramente curvado sobre el escritorio. Al cabo de un momento, como haciendo una pausa entre dos pensamientos, pero sin volver la cabeza hacia mí, le oí decir con su voz de timbre perfecto y acariciador:

– El ginecólogo Alberto de Quinteros está haciendo parir trillizos a una sobrina, y uno de los renacuajos se ha atravesado. ¿Puede esperarme cinco minutos? Hago una cesárea a la muchacha y nos tomamos una yerbaluisa con menta.

Esperé, fumando un cigarrillo, sentado en el alféizar de la ventana, que acabara de traer al mundo a los trillizos atravesados, operación que, en efecto, no le tomó más de unos minutos. Luego, mientras se quitaba el disfraz, lo doblaba escrupulosamente y, junto con las postizas barbas patriarcales, lo guardaba en una bolsa de plástico, le dije:

– Para un parto de trillizos, con cesárea y todo, sólo necesita cinco minutos, qué más quiere. Yo me he demorado tres semanas para un cuento de tres muchachos que levitan aprovechando la presión de los aviones.

Le conté, mientras íbamos al Bransa, que, después de muchos relatos fracasados, el de los levitadores me había parecido decoroso y que lo había llevado al Suplemento Dominical de "El Comercio", temblando de miedo. El director lo leyó delante de mí y me dio una respuesta misteriosa: "Déjelo, ya se verá qué hacemos con él". Desde entonces, habían pasado dos domingos en que yo, afanoso, me precipitaba a comprar el diario y hasta ahora nada. Pero Pedro Camacho no perdía tiempo con problemas ajenos:

– Sacrifiquemos el refrigerio y caminemos -me dijo, cogiéndome del brazo, cuando ya iba a sentarme, y regresándome hacia la Colmena-. Tengo en las pantorrillas un cosquilleo que anuncia calambre. Es la vida sedentaria. Me hace falta ejercicio.

Sólo porque sabía lo que me iba a responder le sugerí que hiciera lo que Victor Hugo y Hemingway: escribir de pie. Pero esta vez me equivoqué:

– En la pensión La Tapada suceden cosas interesantes -me dijo, sin siquiera responderme, mientras me hacía dar vueltas, casi al trote, en torno al Monumento a San Martín-. Hay un joven que llora en las noches de luna.

Yo rara vez venía al centro los domingos y estaba sorprendido de ver lo distinta que era la gente de semana de la que veía ahora. En vez de oficinistas de clase media, la plaza estaba colmada de sirvientas en su día de salida, serranitos de mejillas chaposas y zapatones, niñas descalzas con trenzas y, entre la abigarrada muchedumbre, se veían fotógrafos ambulantes y vivanderas. Obligué al escriba a detenerse frente a la dama con túnica que, en la parte central del Monumento, representa a la Patria, y, para ver si lo hacía reír, le conté por qué llevaba ese extravagante auquénido aposentado en su cabeza: al vaciar el bronce, aquí en Lima, los artesanos confundieron la indicación del escultor 'llama votiva' con el llama animal. Ni sonrió, naturalmente. Volvió a cogerme del brazo y mientras me hacía caminar, dando encontronazos a los paseantes, reanudó su monólogo, indiferente a todo lo que lo rodeaba, empezando por mí:

– No se le ha visto la cara, pero cabe suponer que es algún monstruo, ¿hijo bastardo de la dueña de la pensión?, aquejado de taras, jorobas, enanismo, bicefalia, a quien doña Atanasia oculta de día para no asustarnos y sólo de noche deja salir a orearse.

Hablaba sin la menor emoción, como una grabadora, y yo, por tirarle la lengua, le repliqué que su hipótesis me parecía exagerada: ¿no podía tratarse de un muchacho que lloraba penas de amor?

– Si fuera un enamorado, tendría una guitarra, un violín, o cantaría -me dijo, mirándome con un desprecio mitigado por la compasión-. Éste sólo llora.

Hice esfuerzos para que me explicara todo desde el principio, pero él estaba más difuso y reconcentrado que de costumbre. Sólo saqué en claro que alguien, desde hacía muchas noches, lloraba en un rincón de la pensión y que los inquilinos de La Tapada se quejaban. La dueña, doña Atanasia, decía no saber nada y, según el escriba, empleaba "la coartada de los espíritus".

– Es posible también que llore un crimen -especuló Pedro Camacho, con un tono de contador que hace sumas en alta voz, dirigiéndome, siempre del brazo, hacia Radio Central, después de una decena de vueltas al Monumento-. ¿Un crimen familiar? ¿Un parricida que se jala los pelos y se araña la carne de arrepentimiento? ¿Un hijo del de las ratas?

No estaba excitado en lo más mínimo, pero lo noté más distante que otras veces, más incapaz que nunca de escuchar, de conversar, de recordar que tenía alguien al lado. Estaba seguro de que no me veía. Traté de alargar su monólogo, pues era como estar viendo su fantasía en plena acción, pero él, con la misma brusquedad con que había comenzado a hablar del invisible llorón, enmudeció. Lo vi instalarse de nuevo en su cubículo, quitarse el saco negro y la corbatita de lazo, sujetarse la cabellera con una redecilla y enfundarse una peluca de mujer con moño que sacó de otra bolsa de plástico. No pude aguantarme y lancé una carcajada:

– ¿A quién tengo el gusto de tener al frente? -le pregunté, todavía riéndome.

– Debo dar unos consejos a un laboratorista francófilo, que ha matado a su hijo -me explicó, con un retintín burlón, poniéndose en la cara, en vez de las bíblicas barbas de antes, unos aretes de colores y un lunar coquetón-. Adiós, amigo.

Apenas di media vuelta para irme, sentí -renaciente, parejo, seguro de sí mismo, compulsivo, eterno- el teclear de la Remington. En el colectivo a Miraflores, iba pensando en la vida de Pedro Camacho. ¿Qué medio social, qué encadenamiento de personas, relaciones, problemas, casualidades, hechos, habían producido esa vocación literaria (¿literaria? ¿pero qué, entonces?) que había logrado realizarse, cristalizar en una obra y obtener una audiencia? ¿Cómo se podía ser, de un lado, una parodia de escritor y, al mismo tiempo, el único que, por tiempo consagrado a su oficio y obra realizada, merecía ese nombre en el Perú? ¿Acaso eran escritores esos políticos, esos abogados, esos pedagogos, que detentaban el título de poetas, novelistas, dramaturgos, porque, en breves paréntesis de vidas consagradas en sus cuatro quintas partes a actividades ajenas a la literatura, habían producido una plaquette de versos o una estreñida colección de cuentos? ¿Por qué esos personajes que se servían de la literatura como adorno o pretexto iban a ser más escritores que Pedro Camacho, quien sólo vivía para escribir? ¿Porque ellos habían leído (o, al menos, sabían que deberían haber leído) a Proust, a Faulkner, a Joyce, y Pedro Camacho era poco más que un analfabeto? Cuando pensaba en estas cosas sentía tristeza y angustia. Cada vez me resultaba más evidente que lo único que quería ser en la vida era escritor y cada vez, también, me convencía más que la única manera de serlo era entregándose a la literatura en cuerpo y alma. No quería de ningún modo ser un escritor a medias y a poquitos, sino uno de verdad, como ¿quién? Lo más cercano a ese escritor a tiempo completo, obsesionado y apasionado con su vocación, que conocía, era el radionovelista boliviano: por eso me fascinaba tanto.

En casa de los abuelos, me estaba esperando Javier, rebosante de felicidad, con un programa dominical para resucitar muertos. Había recibido la mensualidad que le giraban sus padres desde Piura, con una buena propina por las Fiestas Patrias, y decidido que nos gastáramos esos soles extras los cuatro juntos.

– En homenaje a ti, he hecho un programa intelectual y cosmopolita -me dijo, dándome unas palmadas estimulantes-. Compañía argentina de Francisco Petrone, comida alemana en el Rincón Toni y fin de fiesta francesa en el Negro-Negro, bailando boleros en la oscuridad.

Así como, en mi corta vida, Pedro Camacho era lo más próximo a un escritor que había visto, Javier era, entre mis conocidos, lo más parecido a un príncipe renacentista por su generosidad y exuberancia. Era, además, de una gran eficiencia: ya la tía Julia y Nancy estaban informadas de lo que nos esperaba esa noche y ya tenía él en el bolsillo las entradas para el teatro. El programa no podía ser más seductor y disipó de golpe todas mis lúgubres reflexiones sobre la vocación y el destino pordiosero de la literatura en el Perú. Javier también estaba muy contento: desde hacía un mes salía con Nancy y esa asiduidad tomaba caracteres de romance formal. Haberle confesado a mi prima mis amores con la tía Julia le había sido utilísimo porque, con el pretexto de servirnos de celestinos y facilitarnos las salidas, se las arreglaba para ver a Nancy varias veces por semana. Mi prima y la tía Julia eran ahora inseparables: iban juntas de compras, al cine e intercambiaban secretos. Mi prima se había vuelto una entusiasta hada madrina de nuestro romance y una tarde me levantó la moral con esta reflexión: "La Julita tiene una manera de ser que borra todas las diferencias de edad, primo".

El magno programa de ese domingo (en el que, creo, se decidió estelarmente buena parte de mi futuro) comenzó bajo los mejores auspicios. Había pocas ocasiones, en la Lima de los años cincuenta, de ver teatro de calidad, y la compañía argentina de Francisco Petrone trajo una serie de obras modernas, que no se habían dado en el Perú. Nancy recogió a la tía Julia donde la tía Olga y ambas se vinieron al centro en taxi. Javier y yo las esperábamos en la puerta del Teatro Segura. Javier, que en esas cosas solía excederse, había comprado un palco, que resultó el único ocupado, de modo que fuimos un centro de observación casi tan visible como el escenario. Con mi mala conciencia, supuse que varios parientes y conocidos nos verían y maliciarían. Pero apenas comenzó la función, se esfumaron esos temores. Representaban "La muerte de un viajante", de Arthur Miller, y era la primera pieza que yo veía de carácter no tradicional, irrespetuosa de las convenciones de tiempo y espacio. Mi entusiasmo y excitación fueron tales que, en el entreacto, comencé a hablar hasta por los codos, haciendo un elogio fogoso de la obra, comentando sus personajes, su técnica, sus ideas, y luego, mientras comíamos embutidos y tomábamos cerveza negra en el Rincón Toni de la Colmena, seguí haciéndolo de una manera tan absorbente que Javier, después, me amonestó: "Parecías una lora a la que le hubieran dado yohimbina". Mi prima Nancy, a quien mis veleidades literarias siempre le habían parecido una extravagancia semejante a la que tenía el tío Eduardo -un viejecito hermano del abuelo, juez jubilado que se dedicaba al infrecuente pasatiempo de coleccionar arañas-, después de oírme perorar tanto sobre la obra que acabábamos de ver, sospechó que mis inclinaciones podían tener mal fin: "Te estás volviendo locumbeta, flaco".

El Negro-Negro había sido escogido por Javier para rematar la noche porque era un lugar con cierta aureola de bohemia intelectual -los jueves se daban pequeños espectáculos: piezas en un acto, monólogos, recitales, y solían concurrir allí pintores, músicos y escritores-, pero también porque era la boite más oscura de Lima, un sótano en los portales de la Plaza San Martín que no tenía más de veinte mesas, con una decoración que creíamos 'existencialista'. Era un sitio que, las pocas veces que había ido, me daba la ilusión de estar en una cave de Saint Germain des Près, Nos sentaron en una mesita a la orilla de la pista de baile y Javier, más rumboso que nunca, pidió cuatro whiskies. Él y Nancy se pararon de inmediato a bailar y yo, en el reducto estrecho y atestado, seguí hablándole a Julia de teatro y de Arthur Miller. Estábamos muy juntos, con las manos entrelazadas, ella me escuchaba con abnegación y yo le decía que esa noche había descubierto el teatro: podía ser algo tan complejo y profundo como la novela, e, incluso, por ser algo vivo, en cuya materialización intervenían seres de carne y hueso, y otras artes, la pintura, la música, era tal vez superior.

– De repente, cambio de género y en lugar de cuentos me pongo a escribir dramas -le dije, excitadísimo-. ¿Qué me aconsejas?

– En lo que a mí respecta, no hay inconveniente -me contestó la tía Julia, poniéndose de pie-. Pero ahora, Varguitas, sácame a bailar y dime cositas al oído. Entre pieza y pieza, si quieres, te doy permiso para que me hables de literatura.

Seguí sus instrucciones al pie de la letra. Bailamos muy apretados, besándonos, yo le decía que estaba enamorado de ella, ella que estaba enamorada de mí, y ésa fue la primera vez que, ayudado por el ambiente íntimo, incitante, turbador, y por los whiskies de Javier, no disimulé el deseo que me provocaba; mientras bailábamos mis labios se hundían con morosidad en su cuello, mi lengua entraba a su boca y sorbía su saliva, la estrechaba con fuerza para sentir sus pechos, su vientre y sus muslos, y luego, en la mesa, al amparo de las sombras, le acaricié las piernas y los senos. Así estábamos, aturdidos y gozosos, cuando la prima Nancy, en una pausa entre dos boleros, nos heló la sangre:

– Dios mío, fíjense quien está ahí: el tío Jorge.

Era un peligro que hubiéramos debido tener en cuenta. El tío Jorge, el más joven de los tíos, congeniaba audazmente, en una vida super-agitada, toda clase de negocios y aventuras empresariales, con una intensa vida nocherniega, de faldas, fiestas y copas. De él se contaba un malentendido tragicómico, que tuvo como escenario otra boite: El Embassy. Acababa de comenzar el show, la muchacha que cantaba no podía hacerlo porque, desde una de las mesas, un borrachín la interrumpía con malacrianzas. Ante la boite atestada, el tío Jorge se había puesto de pie, rugiendo como un Quijote: "Silencio, miserable, yo te voy a enseñar a respetar a una dama", y avanzado hacia el majadero en actitud pugilística, sólo para descubrir, un segundo después, que estaba haciendo el ridículo, pues la interrupción de la cantante por el seudocliente era parte del show. Ahí estaba, en efecto, sólo a dos mesas de nosotros, muy elegante, la cara apenas revelada por los fósforos de los fumadores y las linternas de los mozos. A su lado reconocí a su mujer, la tía Gaby, y pese a estar apenas a un par de metros de nosotros, ambos se empeñaban en no mirar a nuestro lado. Era clarísimo: me habían visto besando a la tía Julia, se habían dado cuenta de todo, optaban por una ceguera diplomática. Javier pidió la cuenta, salimos del Negro-Negro casi inmediatamente, los tíos Jorge y Gaby se abstuvieron de mirarnos incluso cuando pasamos rozándolos. En el taxi a Miraflores -los cuatro íbamos mudos y con las caras largas- la flaca Nancy resumió lo que todos pensábamos: "Adiós trabajos, se armó el gran escándalo".

Pero, como en una buena película de suspenso, en los días siguientes no pasó nada. Ningún indicio permitía advertir que la tribu familiar había sido alertada por los tíos Jorge y Gaby. El tío Lucho y la tía Olga no dijeron una palabra a la tía Julia que le permitiera suponer que sabían, y ese jueves, cuando, valientemente, me presenté en su casa a almorzar, estuvieron conmigo tan naturales y afectuosos como de costumbre. La prima Nancy tampoco fue objeto de ninguna pregunta capciosa por parte de la tía Laura y el tío Juan. En mi casa, los abuelos parecían en la luna y me seguían preguntando, con el aire más angelical del mundo, si acompañaba siempre al cine a la Julita, "que era tan cinemera". Fueron unos días desasosegados, en que, extremando las precauciones, la tía Julia y yo decidimos no vernos ni siquiera a ocultas por lo menos una semana. Pero, en cambio, hablábamos por teléfono. La tía Julia salía a telefonearme desde la bodega de la esquina, por lo menos tres veces al día, y nos comunicábamos nuestras respectivas observaciones sobre la temida reacción de la familia y hacíamos toda clase de hipótesis. ¿Sería posible que el tío Jorge hubiera decidido guardar el secreto? Yo sabía que eso era impensable dentro de las costumbres familiares. ¿Y entonces? Javier adelantaba la tesis de que la tía Gaby y el tío Jorge hubieran tenido encima tantos whiskies que no se dieran bien cuenta de las cosas, que en su memoria sólo quedara una remota sospecha, y que no habían querido desatar un escándalo por algo no absolutamente comprobado. Un poco por curiosidad, otro por masoquismo, hice esa semana un recorrido por los hogares del clan, para saber a qué atenerme. No noté nada anormal, salvo una omisión curiosa, que me suscitó una pirotecnia de especulaciones. La tía Hortensia, que me invitó un té con biscotelas, en dos horas de conversación no mencionó ni una sola vez a la tía Julia. "Saben todo y están planeando algo", le aseguraba yo a Javier, y él, harto de que no le hablara de otra cosa, respondía: "En el fondo, estás muerto de ganas de que haya ese escándalo para tener de qué escribir".

En esa semana, fecunda en acontecimientos, me vi inesperadamente convertido en protagonista de una riña callejera y en algo así como guardaespaldas de Pedro Camacho. Salía yo de la Universidad de San Marcos, luego de averiguar los resultados de un examen de Derecho Procesal, lleno de remordimientos por haber sacado nota más alta que mi amigo Velando, quien era el que sabía, cuando, al cruzar el Parque Universitario, me topé con Genaro-papá, el patriarca de la falange propietaria de las Radios Panamericana y Central. Fuimos juntos hasta la calle Belén, conversando. Era un caballero siempre vestido de oscuro y siempre serio, al que el escriba boliviano se refería a veces llamándolo, era fácil suponer por qué, 'El negrero'.

– Su amigo, el genio, está siempre dándome dolores de cabeza -me dijo-. Me tiene hasta la coronilla. Si no fuera tan productivo ya lo hubiera puesto de patitas en la calle.

– ¿Otra protesta de la embajada argentina? -le pregunté.

– No sé qué enredos anda armando -se quejó-. Se ha puesto a tomarle el pelo a la gente, a pasar personajes de un radioteatro a otro y a cambiarles los nombres, para confundir a los oyentes. Ya mi mujer me lo había advertido y ahora llaman por teléfono, hasta han llegado dos cartas. Que el cura de Mendocita se llama como el Testigo de Jehová y éste como el cura. Yo ando muy ocupado para oír radioteatros. ¿Usted los oye alguna vez?

Estábamos bajando por la Colmena hacia la Plaza San Martín, entre ómnibus que salían a provincias y cafetines de chinos, y yo recordé que, hacía unos días, hablando de Pedro Camacho, la tía Julia me había hecho reír y confirmado mis sospechas de que el escribidor era un humorista que disimulaba:

– Pasó algo rarísimo: la chica tuvo al peladingo, se murió en el parto y lo enterraron con todas las de ley. ¿Cómo te explicas que en el capítulo de esta tarde aparezcan bautizándolo en la Catedral?

Le dije a Genaro-papá que yo tampoco tenía tiempo para oírlos, que a lo mejor esos trueques y enredos eran una técnica original suya de contar historias.

– No le pagamos para que sea original sino para que nos entretenga a la gente -me dijo Genaro-papá, que no era, a todas luces, un empresario progresista sino uno tradicionalista-. Con estas bromas va a perder audiencia y los auspiciadores nos quitarán avisos. Usted, que es amigo suyo, dígale que se deje de modernismos o que se puede quedar sin trabajo.

Le sugerí que se lo dijera él mismo, que era el patrón: la amenaza tendría más peso. Pero Genaro-papá movió la cabeza, con un gesto compungido que había heredado Genaro-hijo:

– No admite siquiera que yo le dirija la palabra. El éxito lo ha engreído mucho y vez que trato de hablarle me falta el respeto.

Había ido a participarle, con la mayor educación, que se recibían llamadas, a mostrarle las cartitas de protesta. Pedro Camacho, sin responderle una palabra, cogió las dos cartas, las hizo pedazos sin abrirlas y las echó a la papelera. Luego se puso a escribir a máquina, como si no hubiera nadie presente, y Genaro-papá lo oyó murmurar cuando, al borde de la apoplejía, se iba de esa cueva hostil: "zapatero a tus zapatos".

– Yo no puedo exponerme a otra grosería así, tendría que botarlo y eso tampoco sería realista -concluyó, con un ademán de fastidio-. Pero usted no tiene nada que perder, a usted no lo va a insultar, usted también es medio artista ¿no? Échenos una mano, hágalo por la empresa, háblele.

Le ofrecí que lo haría y, en efecto, después del Panamericano de las doce, fui, para desgracia mía, a invitar a Pedro Camacho una taza de yerbaluisa con menta. Estábamos saliendo de Radio Central cuando dos tipos grandotes nos cerraron el paso. Los reconocí en el acto: eran los churrasqueros, dos hermanos bigotudos de La Parrillada Argentina, un restaurante situado en la misma calle, frente al colegio de las monjitas de Belén, donde ellos mismos, con mandiles blancos y altos gorros de cocineros, preparaban las sangrientas carnes y los chinchulines. Rodearon al escriba boliviano con aire matonesco y el más gordo y viejo de los dos lo increpó:

– ¿Así que somos mataniños, no, Camacho de porquería? ¿Te has creído, atorrante, que en este país no hay nadie que pueda enseñarte a guardar respetos?

Se iba excitando mientras hablaba, enrojecía y se le atropellaba la voz. El hermano menor asentía y, en una pausa iracunda del churrasquero mayor, también metió su cuchara:

– ¿Y los piojos? ¿Conque la golosina de las porteñas son los bichos que les sacan del pelo a sus hijos, grandísimo hijo de puta? ¿Me voy a quedar con los brazos cruzados mientras puteas a mi madre?

El escriba boliviano no había retrocedido ni un milímetro y los escuchaba, paseando de uno a otro sus ojos saltones, con expresión doctoral. De pronto, haciendo su característica venia de maestro de ceremonias y en tono muy solemne, les soltó la más urbana de las preguntas:

– ¿Por acaso, no son ustedes argentinos?

El churrasquero gordo, que ya echaba espuma por los bigotes -su cara estaba a veinte centímetros de la de Pedro Camacho, para lo cual tenía que inclinarse mucho- rugió con patriotismo:

– ¡Argentinos, sí, hijo de puta, y a mucha honra!

Vi entonces que, ante esta confirmación -realmente innecesaria porque bastaba oírles dos palabras para saber que eran argentinos-, el escriba boliviano, como si algo le hubiera estallado dentro, palidecía, sus ojos se ponían ígneos, adoptaba una expresión amenazadora y, fustigando el aire con el dedo índice, los apostrofó así:

– Me lo olía. Pues bien: ¡váyanse inmediatamente a cantar tangos!

La orden no era humorística, sino funeral. Los churrasqueros quedaron, un segundo, sin saber qué decir. Era evidente que el escriba no bromeaba: desde su pequeñez tenaz y su total indefensión física, los miraba con ferocidad y desprecio.

– ¿Qué ha dicho usted? -articuló por fin el churrasquero gordo, confuso y encolerizado-. ¿Qué cosa, qué cosa?

– ¡A cantar tangos y a lavarse las orejas! -enriqueció la orden, con su perfecta pronunciación, Pedro Camacho. Y luego de una brevísima pausa, con tranquilidad escalofriante, deletreó la rebuscada temeridad que nos perdió:- Si no quieren recibir un rapapolvo.

Esta vez yo quedé todavía más sorprendido que los churrasqueros. Que esa personita mínima, de físico de niño de cuarto de primaria, prometiera una paliza a dos sansones de cien kilos era delirante, además de suicida.

Pero ya el churrasquero gordo reaccionaba, cogía del cuello al escriba, y, entre las risas de la gente que se había aglomerado alrededor, lo levantaba como una pluma, aullando:

– ¿Un rapapolvo, a mí? Ahora vas a ver, enano…

Cuando vi que el churrasquero mayor se preparaba a volatilizar a Pedro Camacho de un derechazo, no me quedó más remedio que intervenir. Lo sujeté del brazo, al tiempo que trataba de liberar al polígrafo, quien, amoratado y suspenso, pataleaba en el aire como una araña, y alcancé a decir algo así como: "Oiga, no sea abusivo, suéltelo", cuando el churrasquero menor me lanzó, sin preámbulos, un puñetazo que me sentó en el suelo. Desde allí, y mientras, aturdido, dificultosamente me ponía de pie y me preparaba a poner en práctica la filosofía de mi abuelo, un caballero de la vieja escuela, quien me había enseñado que ningún arequipeño digno de esa tierra rechaza jamás una invitación a pelear (y sobre todo una invitación tan contundente como un directo al mentón), vi que el churrasquero mayor descargaba una verdadera lluvia de bofetadas (había preferido las bofetadas a los puñetes, piadosamente, dada la osatura liliputiense del adversario) sobre el artista. Después, mientras intercambiaba empujones y trompadas contra el churrasquero menor ("en defensa del arte", pensaba) ya no pude ver gran cosa. El pugilato no duró mucho, pero cuando, al fin, gente de Radio Central nos rescató de las manos de los forzudos, yo tenía unos cuantos chichones y el escriba estaba con la cara tan hinchada y tumefacta que Genaro-papá debió llevarlo a la Asistencia Pública. En vez de darme las gracias por haber arriesgado mi integridad defendiendo a su estrella exclusiva, Genaro-hijo, esa tarde, me reprendió por una noticia que Pascual, aprovechando la confusión, había filtrado en dos boletines consecutivos y que comenzaba (con algo de exageración) así: "Pandilleros rioplatenses atacaron hoy criminalmente a nuestro director, el conocido periodista", etcétera.

Esa tarde, cuando Javier se presentó en mi altillo de Radio Panamericana, se rió a carcajadas con la historia del pugilato, y me acompañó a preguntarle al escriba cómo se encontraba. Le habían puesto una venda de pirata en el ojo derecho y dos curitas, uno en el cuello y otro debajo de la nariz. ¿Cómo se sentía? Hizo un gesto desdeñoso, sin dar importancia al asunto, y no me agradeció que, por solidaridad con él, me hubiera zambullido en la pelea. Su único comentario encantó a Javier:

– Al separarnos, los salvaron. Si dura unos minutos más, la gente me hubiera reconocido y pobre de ellos: los linchaban.

Fuimos al Bransa y allí nos contó que en Bolivia, una vez, un futbolista "de ese país", que había oído sus programas, se presentó en la radioemisora armado de un revólver, que, por suerte, detectaron a tiempo los guardianes.

– Va a tener que cuidarse -lo previno Javier--. Lima está llena de argentinos ahora.

– Total, a ustedes y a mí, tarde o temprano tendrán que comernos los gusanos -filosofó Pedro Camacho.

Y nos instruyó sobre la transmigración de las almas, que le parecía artículo de fe. Nos hizo una confidencia: si se pudiera elegir, a él, en su próximo estadio vital, le gustaría ser algún animal marino, longevo y calmo, como las tortugas o las ballenas. Aproveché su buen ánimo para ejercitar esa función ad-honorem de puente entre él y los Genaros que había asumido hacía algún tiempo, y le di el mensaje de Genaro-papá: había llamadas, cartas, episodios de los radioteatros que algunas gentes no entendían. El viejo le rogaba no complicar los argumentos, tener en cuenta el nivel del oyente medio que era más bien bajo. Traté de dorarle la píldora, poniéndome de su lado (en realidad lo estaba): ese ruego era absurdo, por supuesto, uno debía ser libre de escribir como quisiera, yo me limitaba a decirle lo que me habían pedido.

Me escuchó tan mudo e inexpresivo que me hizo sentir muy incómodo. Y cuando callé, tampoco dijo ni una palabra. Bebió su último trago de yerbaluisa, se puso de pie, murmuró que debía regresar a su taller y partió sin decir hasta luego. ¿Se había ofendido porque le hablé de las llamadas delante de un extraño? Javier creía que sí y me aconsejó que le pidiera excusas. Me prometí no servir nunca más de intercesor a los Genaros.

Esa semana que estuve sin ver a la tía Julia, volví a salir varias noches con amigos de Miraflores a quienes, desde mis amores clandestinos, no había vuelto a buscar. Eran compañeros de colegio o de barrio, muchachos que estudiaban ingeniería, como el Negro Salas, o medicina, como el Colorao Molfino, o que se habían puesto a trabajar, como Coco Lañas, y con quienes, desde niño, había compartido cosas maravillosas: el fulbito y el Parque Salazar, la natación en el Terrazas y las olas de Miraflores, las fiestas de los sábados, las enamoradas y los cines. Pero en estas salidas, después de meses sin frecuentarlos, me di cuenta que algo se había perdido de nuestra amistad. Ya no teníamos tantas cosas en común como antes. Hicimos, las noches de esa semana, las mismas proezas que solíamos hacer: ir al pequeño y vetusto cementerio de Surco, para, merodeando a la luz de la luna entre las tumbas removidas por los temblores, tratar de robarnos alguna calavera; bañarnos desnudos en la enorme piscina del balneario Santa Rosa, vecino a Ancón, todavía construyéndose, y recorrer los lóbregos burdeles de la avenida Grau. Ellos seguían siendo los mismos, hacían los mismos chistes, hablaban de las mismas chicas, pero yo no podía hablarles de las cosas que me importaban: la literatura y la tía Julia. Si les hubiera dicho que escribía cuentos y que soñaba en ser escritor no hay duda que, como la flaca Nancy, hubieran pensado que se me había zafado un tornillo. Y si les hubiera contado -como ellos a mí sus conquistas- que estaba con una señora divorciada, que no era mi amante sino mi enamorada (en el sentido más miraflorino de la palabra) me hubieran creído, según una linda y esotérica expresión muy en boga en esa época, un cojudo a la vela. No les tenía ningún desprecio porque no leyeran literatura, ni me consideraba superior por tener amores con una mujer hecha y derecha, pero lo cierto es que, en esas noches, mientras escarbábamos tumbas entre los eucaliptos y los molles de Surco, o chapoteábamos bajo las estrellas de Santa Rosa, o tomábamos cerveza y discutíamos los precios con las putas de Nanette, yo me aburría y pensaba más en "Los juegos peligrosos" (que tampoco esta semana había aparecido en "El Comercio") y en la tía Julia que en lo que me decían.

Cuando le conté a Javier el decepcionante reencuentro con mis compinches del barrio, me respondió, sacando pecho:

– Es que siguen siendo unos mocosos. Usted y yo ya somos hombres, Varguitas.

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