En la noche chalaca, húmeda y oscura como boca de lobo, el sargento Lituma se subió las solapas del capote, se frotó las manos y se dispuso a cumplir con su deber. Era un hombre en la flor de la edad, la cincuentena, al que la Guardia Civil entera respetaba; había servido en las Comisarías más sacrificadas sin quejarse y su cuerpo conservaba algunas cicatrices de sus batallas contra el crimen. Las cárceles del Perú hervían de malhechores a los que había calzado las esposas. Había sido citado como ejemplo en órdenes del día, alabado en discursos oficiales, y, por dos veces, condecorado: pero esas glorias no habían alterado su modestia, tan grande como su valentía y su honradez. Hacía un año que servía en la Cuarta Comisaría del Callao y llevaba ya tres meses encargado de la más dura obligación que el destino puede deparar a un sargento en el puerto: la ronda nocturna.
Las remotas campanas de la iglesia de Nuestra Señora del Carmen de la Legua dieron la medianoche, y, siempre puntual, el sargento Lituma -frente ancha, nariz aguileña, mirada penetrante, rectitud y bondad en el espíritu- empezó a caminar. A su espalda, una fogata en las tinieblas, quedaba la vieja casona de madera de la Cuarta Comisaría. Imaginó: el teniente Jaime Concha estaría leyendo el Pato Donald, los guardias Mocos Camacho y Manzanita Arévalo estarían azucarándose un café recién colado y el único preso del día -un carterista sorprendido in fraganti en el ómnibus Chucuito-La Parada y traído a la Comisaría, con abundantes contusiones, por media docena de furibundos pasajeros- dormiría hecho un garabato en el suelo del ergástulo.
Inició su recorrido por la barriada de Puerto Nuevo, donde estaba de servicio el Chato Soldevilla, un tumbesino que cantaba tonderos con inspirada voz. Puerto Nuevo era el terror de los guardias y detectives del Callao porque en su laberinto de casuchas de tablones, latas, calaminas y adobes, sólo una ínfima parte de sus pobladores se ganaban el pan como portuarios o pescadores. La mayoría eran vagos, ladrones, borrachos, pichicateros, macrós y maricas (para no mencionar a las innumerables prostitutas) que con cualquier pretexto se agarraban a chavetazos y, a veces, tiros. Esa barriada sin agua ni desagüe, sin luz y sin pavimentar, se había teñido no pocas veces con sangre de agentes de la ley. Pero esa noche estaba excepcionalmente pacífica. Mientras, tropezando con piedras invisibles, la cara fruncida por el vaho de excrementos y materias descompuestas que subía a sus narices, recorría los meandros del barrio en busca del Chato, el sargento Lituma pensó: "El frío acostó temprano a los noctámbulos". Porque era mediados de agosto, el corazón del invierno, y una neblina espesa que todo lo borraba y deformaba, y una garúa tenaz que aguaba el aire, habían convertido esa noche en algo triste e inhóspito. ¿Dónde se había metido el Chato Soldevilla? Este tumbesino mariconazo, asustado del frío o de los hampones, era capaz de haber ido a buscar calorcito y trago a las cantinas de la avenida Huáscar. "No, no se atrevería, pensó el sargento Lituma. Sabe que yo hago la ronda y que si abandona su puesto, se amuela."
Encontró al Chato bajo un poste de luz, en la esquina que mira al Frigorífico Nacional. Se frotaba las manos con furia, su cara había desaparecido tras una chalina fantasmal que sólo le dejaba los ojos libres. Al verlo, dio un respingo y se llevó la mano a la cartuchera. Luego, reconociéndolo, chocó los tacos.
– Me asustó, mi sargento -dijo riéndose-. Así, de lejitos, saliendo de la oscuridad, me figuré un espíritu.
– Qué espíritu ni qué ocho cuartos -le dio la mano Lituma-. Creíste que era un hampón.
– Con este frío no hay hampones sueltos, qué esperanza -volvió a frotarse las manos el Chato-. Los únicos locos que en esta noche se les ocurre andar a la intemperie somos usted y yo. Y éstos.
Señaló el techo del Frigorífico y el sargento, esforzando los ojos, alcanzó a ver media docena de gallinazos apiñados y con el pico entre las alas, formando una línea recta en la cumbre de la calamina. "Qué hambre tendrán, pensó. Aunque se hielen, allí se quedan oliendo lo muerto." El Chato Soldevilla le firmó el parte a la rancia luz del farol, con un lapicito masticado que se le perdía en los dedos. No había novedad: ni accidentes, ni delitos, ni borracheras.
– Una noche tranquila, mi sargento -le dijo, mientras lo acompañaba unas cuadras, hacia la avenida Manco Cápac-. Espero que siga así, hasta que llegue mi relevo. Después, que se caiga el mundo, qué diablos.
Se rió, como si hubiera dicho algo muy chistoso, y el sargento Lituma pensó: "Hay que ver la mentalidad que se gastan ciertos guardias". Como si hubiera adivinado, el Chato Soldevilla añadió, serio:
– Porque yo no soy como usted, mi sargento. A mí esto no me gusta. Llevo el uniforme sólo por la comida.
– Si dependiera de mí, no lo llevarías -murmuró el sargento-. Yo sólo dejaría en el cuerpo a los que creen en la vaina.
– Se quedaría bastante vacía la Guardia Civil -repuso el Chato.
– Más vale solos que mal acompañados -se rió el sargento.
El Chato también se rió. Caminaban a oscuras, por el descampado que rodea a la Factoría Guadalupe, donde los mataperros se volaban siempre a pedradas los focos de los postes. Se oía el rumor del mar a lo lejos, y, de cuando en cuando, el motor de algún taxi que cruzaba la avenida Argentina.
– A usted le gustaría que todos fuéramos héroes -dijo de pronto el Chato-. Que nos sacáramos el alma para defender a estas basuras. -Señaló hacia el Callao, hacia Lima, hacia el mundo-. ¿Acaso nos lo agradecen? ¿No ha oído lo que nos gritan en la calle? ¿Acaso alguien nos respeta? La gente nos desprecia, mi sargento.
– Aquí nos despedimos -dijo Lituma, al borde de la avenida Manco Cápac-. No te salgas de tu área. Y no te hagas mala sangre. No ves la hora de dejar el cuerpo, pero el día que te den de baja vas a sufrir como un perro. Así le pasó a Pechito Antezana. Venía a la Comisaría a mirarnos y se le llenaban los ojos de lágrimas. "He perdido a mi familia", decía.
Oyó que, a su espalda, el Chato gruñía: "Una familia sin mujeres, qué clase de familia es".
Tal vez el Chato tenía razón, pensaba el sargento Lituma, mientras avanzaba por la desierta avenida, en medio de la noche. Era verdad, la gente no quería a los policías, se acordaba de ellos cuando tenía miedo de algo. ¿Y eso qué? El no se sacaba la mugre para que la gente lo respetara o lo quisiera. "A mí la gente me importa un pito", pensó. ¿Y entonces por qué no tomaba la Guardia Civil como los compañeros, sin matarse, tratando de pasarla lo mejor posible, aprovechando para descansar o para ganarse unos soles sucios si la superioridad no estaba cerca? ¿Por qué, Lituma? Pensó: " Porque a ti te gusta. Porque, como a otros les gusta el fútbol o las carreras, a ti te gusta tu trabajo". Se le ocurrió que la próxima vez que algún loco del fútbol le preguntara “¿Eres hincha del Sport Boys o del Chalaco, Lituma?", le respondería: "Soy hincha de la Guardia Civil". Se reía, en la neblina, en la garúa, en la noche, contento de su ocurrencia, y en eso oyó el ruido. Dio un respingo, se llevó la mano a la cartuchera, se paró. Lo había tomado tan de sorpresa que casi se había asustado. "Sólo casi, pensó, porque tú no has sentido miedo ni sentirás, tú no sabes cómo se come eso, Lituma." Tenía a su izquierda el descampado y a la derecha la mole del primero de los depósitos del Terminal Marítimo. De allí había venido: muy fuerte, un estruendo de cajones y latas que se derrumban arrastrando en su caída a otros cajones y latas. Pero ahora todo estaba tranquilo de nuevo y sólo oía el chasquido lejano del mar y el silbido del viento al golpear las calaminas y al enroscarse en las alambradas del puerto. "Un gato que perseguía a una rata y que se trajo abajo un cajón y ése a otro y fue el huayco", pensó. Pensó en el pobre gato, despanzurrado junto con la rata, bajo una montaña de fardos y barriles. Ya estaba en el área del Choclo Román. Pero claro que el Choclo no estaba por aquí; Lituma sabía muy bien que estaba en el otro extremo de su área, en el Happy Land, o en el Blue Star, o en cualquiera de los barcitos y prostíbulos de marineros que se codeaban al fondo de la avenida, en esa callecita que los chalacos lengualargas llamaban la calle del chancro. Ahí estaría, en uno de esos astillados mostradores, gorreando una cervecita. Y, mientras caminaba hacia esos antros, Lituma pensó en la cara de susto que pondría Román si él se le aparecía por detrás, de repente: “Así que tomando bebidas espirituosas durante el servicio. Te amolaste, Choclo".
Había avanzado unos doscientos metros y se paró en seco. Volvió la cabeza: allá, en la sombra, una de sus paredes apenas iluminada por el resplandor de un farol milagrosamente indemne de las hondas de los mataperros, mudo ahora, estaba el depósito. “No es un gato, pensó, no es una rata." Era un ladrón. Su pecho comenzó a latir con fuerza y sintió que la frente y las manos se le mojaban. Era un ladrón, un ladrón. Permaneció inmóvil unos segundos, pero ya sabía que iba a regresar. Estaba seguro: había tenido otras veces esos pálpitos. Desenfundó su pistola y le sacó el seguro y empuñó la linterna con la mano zurda. Regresó a trancos, sintiendo que el corazón se le salía por la boca. Sí, segurísimo, era un ladrón. A la altura del depósito se paró de nuevo, jadeando. ¿Y si no era uno sino unos? ¿No sería mejor buscar al Chato, al Choclo? Movió la cabeza: no necesitaba a nadie, se bastaba y sobraba. Si eran varios, peor para ellos y mejor para él. Escuchó, pegando la cara a la madera: silencio total. Sólo oía, a lo lejos, el mar y alguno que otro carro. "Qué ladrón ni qué ocho cuartos, Lituma, pensó. Estás soñando. Era un gato, una rata." Se le había quitado el frío, sentía calor y cansancio. Contorneó el depósito, buscando la puerta. Cuando la encontró, a la luz de la linterna verificó que la cerradura no había sido violentada. Ya se iba, diciéndose "qué tal chasco, Lituma, tu olfato no es el de antes", cuando, en un movimiento maquinal de su mano, el disco amarillento de la linterna le retrató la abertura. Estaba a pocos metros de la puerta; la habían hecho a lo bruto, rompiendo la madera a hachazos o a patadas. El boquete era lo bastante grande para un hombre a gatas.
Sintió su corazón agitadísimo, loco. Apagó la linterna, comprobó que su pistola estaba sin seguro, miró en torno: sólo sombras y, a lo lejos, como luces de fósforos, los faroles de la avenida Huáscar. Llenó de aire los pulmones y, con toda la fuerza de que era capaz, rugió:
– Rodéeme este almacén con sus hombres, cabo. Si alguno trata de escapar, fuego a discreción. ¡Rápido, muchachos!
Y, para que fuera más creíble, dio unas carreritas de un lado a otro, zapateando fuerte. Luego pegó la cara al tabique del depósito y gritó, a voz en cuello:
– Se amolaron, les salió mal. Están rodeados. Vayan saliendo por donde entraron, uno tras otro. ¡Treinta segundos para que lo hagan por las buenas!
Escuchó el eco de sus gritos perdiéndose en la noche, y, luego, el mar y unos ladridos. Contó no treinta sino sesenta segundos. Pensó: "Estás hecho un payaso, Lituma". Sintió un acceso de cólera. Gritó:
– Abran los ojos, muchachos. ¡A la primera, me los queman, cabo!
Y, resueltamente, se puso a cuatro patas y gateando, ágil a pesar de sus años y del abrigado uniforme, atravesó el boquete. Adentro, se incorporó de prisa, en puntas de pie corrió hacia un lado y pegó la espalda a la pared. No veía nada y no quería prender la linterna. No oía ningún ruido pero otra vez tenía una seguridad total. Había alguien ahí, agazapado en la oscuridad, igual que él, escuchando y tratando de ver. Le pareció sentir una respiración, un jadeo. Tenía el dedo en el gatillo y la pistola a la altura del pecho. Contó tres y encendió. El grito lo tomó tan desprevenido que, con el susto, la linterna se le escapó de las manos y rodó por el suelo, revelando bultos, fardos que parecían de algodón, barriles, vigas, y (fugaz, intempestiva, inverosímil) la figura del negro calato y encogido, con las manos tratando de taparse la cara, y, sin embargo, mirando por entre los dedos, los ojazos espantados, fijos en la linterna, como si el peligro le pudiera venir sólo de la luz.
– ¡Quieto o te quemo! ¡Quieto o estás muerto, zambo! -rugió Lituma, tan fuerte que le dolió la garganta, mientras, agachado, manoteaba buscando la linterna. Y luego, con satisfacción salvaje:- ¡Te amolaste, zambo! ¡Te salió mal, zambo!
Gritaba tanto que se sentía aturdido. Había recuperado la linterna y el halo de luz revoloteó, en busca del negro. No había huido, ahí estaba, y Lituma abría mucho los ojos, incrédulo, dudando de lo que veía. No había sido una imaginación, un sueño. Estaba calato, sí, tal como lo habían parido: ni zapatos, ni calzoncillo, ni camiseta, ni nada. Y no parecía tener vergüenza ni darse cuenta siquiera que estaba calato, porque no se tapaba sus cochinadas, que le bailoteaban alegremente, a la luz de la linterna. Seguía encogido, la cara medio oculta tras los dedos, y no se movía, hipnotizado por la redondela de luz.
– Las manos sobre la cabeza, zambo -ordenó el sargento, sin avanzar hacia él-. Tranquilo si no quieres un plomazo. Vas preso por invadir la propiedad privada y por andar con los mellicitos al aire.
Y, al mismo tiempo -los oídos alertas por si el menor ruido delataba a algún cómplice en las sombras del depósito-, el sargento se decía: "No es un ladrón. Es un loco". No sólo porque estaba desnudo en pleno invierno, sino por el grito que había lanzado al ser descubierto. No era de hombre normal, pensó el sargento. Había sido un ruido extrañísimo, algo entre el aullido, el rebuzno, la carcajada y el ladrido. Un ruido que no parecía únicamente de la garganta sino también de la barriga, el corazón, el alma.
– He dicho manos a la cabeza, miéchica -gritó el sargento, dando un paso hacia el hombre. Éste no obedeció, no se movió. Era muy oscuro, tan flaco que en la penumbra Lituma distinguía las costillas hinchando el pellejo y esos canutos que eran sus piernas, pero tenía un vientre grandote, que se le rebalsaba sobre el pubis, y Lituma se acordó inmediatamente de las esqueléticas criaturas de las barriadas, con panzas infladas por los parásitos. El zambo seguía tapándose la cara, quieto, y el sargento dio otros dos pasos hacia él, midiéndolo, seguro de que en cualquier momento se echaría a correr. "Los locos no respetan los revólveres", pensó, y dio dos pasos más. Estaba apenas a un par de metros del zambo y sólo ahora alcanzó a percibir las cicatrices que le veteaban los hombros, los brazos, la espalda. "Pa su macho, pa su diablo", pensó Lituma. ¿Eran de enfermedad? ¿Heridas o quemaduras? Habló bajito para no espantarlo:
– Quieto y tranquilo, zambo. Las manos en la cabeza y caminando hacia el hueco por donde entraste. Si te portas bien, en la Comisaría te daré un café. Debes estar muerto de frío, así calato, con este tiempo.
Iba a dar un paso más hacia el negro, cuando éste, súbitamente, se quitó las manos de la cara -Lituma se quedó estupefacto al descubrir, bajo la mata de pelo pasa apelmazado, esos ojos sobrecogidos, esas cicatrices horribles, esa enorme jeta de la que sobresalía un único, largo y afilado diente-, volvió a lanzar ese híbrido, incomprensible, inhumano alarido, miró a un lado y a otro, desasosegado, indócil, nervioso, como un animal que busca un camino para huir, y por fin, estúpidamente, eligió el que no debía, el que bloqueaba el sargento con su cuerpo. Porque no se abalanzó contra él sino intentó escapar a través de él. Corrió y fue tan inesperado que Lituma no alcanzó a atajarlo y lo sintió que se estrellaba contra él. El sargento tenía sus nervios bien puestos: no se le fue el dedo, no se le escapó un tiro. El zambo, al chocar, bufó y entonces Lituma le dio un empujón y vio que se venía al suelo como si fuera de trapo. Para que se estuviese tranquilo, lo pateó.
– Párate -le ordenó-. Además de loco eres tonto. Y cómo apestas.
Tenía un olor indefinible, a alquitrán, acetona, pis y gato. Se había dado vuelta y, las espaldas contra el suelo, lo miraba con pánico.
– Pero de dónde has podido salir tú -murmuró Lituma. Acercó un poco la linterna y examinó un rato, confuso, esa increíble cara cruzada y descruzada por incisiones rectilíneas, pequeñas nervaduras que recorrían sus mejillas, su nariz, su frente, su mentón y se perdían por su cuello. Cómo había podido andar por las calles del Callao un tipo con una pinta así, y con los mellizos al aire, sin que alguien diera parte.
– Levántate de una vez o te doy tu sopapo -dijo Lituma-. Loco o no loco ya me cansaste.
El tipo no se movió. Había comenzado a hacer unos ruidos con la boca, un murmullo indescifrable, un ronroneo, un bisbiseo, algo que parecía tener que ver más con pájaros, insectos o fieras que con hombres. Y seguía mirando la linterna con un terror infinito.
– Párate, no tengas miedo -dijo el sargento y, estirando una mano, cogió al zambo del brazo. No se resistió pero tampoco hizo esfuerzo alguno para ponerse de pie. "Qué flaco eres", pensó Lituma, casi divertido con el maullido, gorgoteo, silabeo incesante del hombre: "Y qué miedo me tienes". Lo obligó a levantarse y no podía creer que pesara tan poco; apenas le dio un empujoncito en dirección a la abertura del tabique, lo sintió que trastabillaba y se caía. Pero esta vez se levantó solito, con gran esfuerzo, apoyándose en un barril de aceite.
– ¿Estás enfermo? -dijo el sargento-. Casi no puedes caminar, zambo. Pero de dónde maldita sea ha podido salir un fantoche como tú.
Lo arrastró hacia la abertura, lo hizo agacharse y lo obligó a ganar la calle, delante de él. El zambo seguía emitiendo ruidos, sin pausa, como si llevara un fierro en la boca y tratara de escupirlo. "Sí, pensó el sargento, es un loco." La garúa había cesado pero ahora un viento fuerte y silbante barría las calles y ululaba a su alrededor, mientras Lituma, dando empujoncitos al zambo para apresurarlo, enfilaba hacia la Comisaría. Bajo su grueso capote, sintió frío.
– Debes estar helado, compadre -dijo Lituma-. Calato con este tiempo, a estas horas. Si no te da una pulmonía será un milagro.
Al negro le castañeteaban los dientes y caminaba con los brazos cruzados sobre el pecho, frotándose los flancos con sus manazas largas y huesudas, como si el frío lo atacara sobre todo en las costillas. Seguía roncando, rugiendo o graznando, pero ahora para sí mismo, y torcía dócilmente donde le señalaba el sargento. No encontraron en las calles ni automóviles, ni perros, ni borrachos. Cuando llegaron a la Comisaría -las luces de sus ventanas, con su resplandor aceitoso, alegraron a Lituma como a un náufrago que ve la playa- el bronco campanario de la iglesia de Nuestra Señora del Carmen de la Legua daba las dos.
Al ver aparecer al sargento con el negro desnudo, al joven y apuesto teniente Jaime Concha no se le cayó el Pato Donald de las manos -era el cuarto que llevaba leído en la noche, aparte de tres Supermanes y dos Mandrakes-, pero se le abrió tanto la boca que por poco se desmandibula. Los guardias Camacho y Arévalo, que estaban jugando una partidita de damas chinas, también abrieron mucho los ojos.
– ¿De dónde sacaste este espantapájaros? -dijo por fin el teniente.
– ¿Es hombre, animal o cosa? -preguntó Manzanita Arévalo, poniéndose de pie y olfateando al negro. Éste, desde que había pisado la Comisaría, estaba mudo y movía la cabeza en todas direcciones, con una mueca de terror, como si por primera vez en su vida viera luz eléctrica, máquinas de escribir, guardias civiles. Pero al ver acercarse a Manzanita lanzó otra vez su espeluznante alarido -Lituma vio que el teniente Concha casi se venía al suelo con silla y todo de la impresión y que Mocos Camacho desbarataba las damas chinas- e intentó regresar a la calle. El sargento lo contuvo con una mano y lo sacudió un poco: "Quieto, zambo, no te me asustes".
– Lo encontré en el almacén nuevo del Terminal, mi teniente -dijo-. Se metió fracturando el tabique. ¿Hago el parte por robo, por invasión de propiedad, por conducta inmoral o por las tres cosas?
El zambo se había quedado otra vez encogido, mientras el teniente, Camacho y Arévalo lo escudriñaban de pies a cabeza.
– Esas cicatrices no son de viruela, mi teniente -dijo Manzanita, señalando las incisiones de la cara y el cuerpo-. Se las hicieron a navaja, aunque parezca mentira.
– Es el hombre más flaco que he visto en mi vida -dijo Mocos, mirando los huesos del calato-. Y el más feo. Dios mío, qué crespos tiene. Y qué patas.
– Sácanos de la curiosidad -dijo el teniente-. Cuéntanos tu vida, negrito.
El sargento Lituma se había quitado el quepí y desabotonado el capote. Sentado en la máquina de escribir, comenzaba a redactar el parte. Desde ahí, gritó:
– No sabe hablar,- mi teniente. Hace unos ruidos que no se entienden.
– ¿Eres de los que se hacen los locos? -se interesó el teniente-. Estamos viejos para que nos metan el dedo a la boca. Cuéntanos quién eres, de dónde sales, quién era tu mamá.
– O te devolvemos el habla a soplamocos -añadió Manzanita-. A cantar como un canario, zambito.
– Sólo que si esas rayas fueran de chaveta, tendrían que haberle dado mil chavetazos -se admiró Mocos, mirando una y otra vez las incisiones que cuadriculaban al negro-. ¿Pero cómo es posible que un hombre esté marcado así?
– Se muere de frío -dijo Manzanita-. Le chocan los dientes como maracas.
– Las muelas -lo corrigió Mocos, examinándolo como una hormiga, muy de cerca-. ¿No ves que no tiene sino un diente, este colmillo de elefante? Pucha, qué tipo: parece una pesadilla.
– Creo que es un chiflado -dijo Lituma, sin dejar de escribir-. Andar así, en este frío, no es cosa de cuerdos, ¿no, mi teniente?
Y, en este instante, el desbarajuste lo hizo mirar: el zambo, de pronto, electrizado por algo, había dado un empujón al teniente y pasaba como una flecha entre Camacho y Arévalo. Pero no hacia la calle sino hacia la mesa de las damas chinas; Lituma vio que se precipitaba sobre un sandwich a medio comer y que se lo embutía y tragaba en un solo afanoso y bestial movimiento. Cuando Arévalo y Camacho llegaron hasta él y le aventaron un par de sopapos, el negro estaba englutiendo, con la misma avidez, las sobras del otro sandwich.
– No le peguen, muchachos -dijo el sargento-. Más bien convídenle un café, sean caritativos.
– Ésta no es la Beneficencia -dijo el teniente-. No sé qué cuernos me voy a hacer con este sujeto aquí. -Se quedó mirando al zambo, que, luego de tragarse los sandwiches, había recibido los coscorrones de Mocos y Manzanita sin inmutarse y permanecía ahora tumbado en el suelo, tranquilo, jadeando suavemente. Terminó por compadecerse y gruñó:- Está bien. Dénle un poco de café y métanlo al calabozo.
El Mocos le alcanzó media taza de café del termo. El zambo bebió despacio, cerrando los ojos, y cuando hubo terminado lamió el aluminio en busca de las últimas gotitas hasta dejarlo brillante. Se dejó llevar al calabozo pacíficamente.
Lituma releyó el parte: intento de robo, invasión de propiedad, conducta inmoral. El teniente Jaime Concha se había vuelto a sentar en el escritorio y su mirada vagabundeaba:
– Ya sé, ya sé a quién se parece -sonrió feliz, mostrando a Lituma el alto de revistas multicolores-. A los negros de las historias de Tarzán, a los del África.
Camacho y Arévalo habían reanudado la partida de damas chinas y Lituma se calzó el quepí y abotonó el capote. Cuando salía, sintió los chillidos del carterista, que se acababa de despertar y protestaba por su compañero de calabozo:
– ¡Socorro, sálvenme! ¡Me va a violar!
– Cállate, o te vamos a violar nosotros -lo amonestaba el teniente-. Déjame leer mis chistes en paz.
Desde la calle, Lituma alcanzó a ver que el negro se había tendido en el suelo, indiferente a los gritos del carterista, un chino delgadito que no salía del susto. "Despertarse y encontrarse con semejante cuco", se reía Lituma, rompiendo otra vez con su maciza figura la niebla, el viento, las sombras. Con las manos en el bolsillo, las solapas del capote levantadas, cabizbajo, sin darse prisa, continuó su ronda. Estuvo primero en la calle del chancro, donde encontró a Choclo Román acodado en el mostrador del Happy Land, festejando los chistes de Paloma del Llanto, el viejo marica de pelo pintado y dientes postizos que hacía de barman. Consignó en el parte que el guardia Román "tenía trazas de haber ingerido bebidas espirituosas en horas de servicio", aunque sabía de sobra que el teniente Concha, hombre lleno de comprensión para las debilidades propias y ajenas, haría la vista gorda. Se alejó luego del mar y remontó la avenida Sáenz Peña, más muerta a esa hora que un cementerio, y le costó un triunfo dar con Humberto Quispe que tenía el área del Mercado. Los puestos estaban cerrados y había menos vagabundos que otras veces, durmiendo acurrucados sobre costales o periódicos, bajo las escaleras y los camiones. Después de varias vueltas inútiles y muchos toques de silbato con la señal de reconocimiento, encontró a Quispe en la esquina de Colón y Cochrane, ayudando a un taxista al que un par de forajidos acababan de romperle el cráneo para robarle. Lo llevaron a la Asistencia Pública, para que lo cosieran. Luego, se tomaron un caldito de cabezas en el primer puesto que abrió, el de la señora Gualberta, vendedora de pescado fresco. Un patrullero recogió a Lituma en Sáenz Peña y le dio un aventón hasta la Fortaleza del Real Felipe, al pie de cuyas murallas hacía guardia Manitas Rodríguez, el benjamín de la Comisaría. Le sorprendió jugando a la rayuela, solito, en la oscuridad. Saltaba muy serio de cajón a cajón, en un pie, en dos, y al ver al sargento se cuadró:
– El ejercicio ayuda a entrar en calor -le dijo, señalando el dibujo hecho con tiza en la vereda:- ¿Usted no jugaba de chico a la rayuela, mi sargento?
– Más bien al trompo y era buenazo haciendo volar cometas -le respondió Lituma.
Manitas Rodríguez le refirió un incidente que, decía, le había alegrado la guardia. Estaba recorriendo la calle Paz Soldán, a eso de la medianoche, cuando había visto a un sujeto trepando por una ventana. Le había dado el alto revólver en mano pero el tipo se puso a llorar jurando que no era ratero sino esposo y que su señora le pedía que entrara así, a oscuritas y por la ventana. ¿Y por qué no por la puerta, como todo el mundo? "Porque está medio chiflada, lloriqueaba el hombre. Fíjese que verme entrar como ladrón la pone más cariñosa, Otras veces hace que la asuste con un cuchillo y hasta que me disfrace de diablo. Y si no le doy gusto no me liga ni un beso, mi agente."
– Te vio cara de mocoso y se burló de ti de lo lindo -se sonreía Lituma.
– Es la pura y santa verdad -insistió Manitas-. Toqué la puerta, entramos y la señora, una zambita de rompe y raja, dijo que era cierto y que si no tenían derecho ella y su marido a jugar a los ladrones. Lo que se ve en este oficio, ¿no, mi sargento?
– Así es, muchacho -asintió Lituma, pensando en el negro.
– Ahora que con una mujer así uno no se aburriría nunca, mi sargento -se chupaba los labios Manitas.
Acompañó a Lituma hasta la avenida Buenos Aires y se despidieron. Mientras avanzaba hasta la frontera con Bellavista -la calle Vigil, la Plaza de la Guardia Chalaca-, largo trayecto donde habitualmente comenzaba a sentir fatiga y sueño, el sargento recordaba al negro. ¿Se habría escapado del manicomio? Pero el Larco Herrera estaba tan lejos que algún guardia o patrullero lo habrían visto y arrestado. ¿Y esas cicatrices? ¿Se las habrían hecho a cuchillo? Miéchica, eso sí que dolería, como quemarse a fuego lento. Que a uno le vayan haciendo heridita tras heridita hasta embadurnarle la cara de rayas, carambolas. ¿Y si había nacido así? Todavía era noche cerrada pero ya se percibían síntomas del amanecer: autos, uno que otro camión, siluetas madrugadoras. El sargento se preguntaba: ¿Y tú que has visto tanto tipo raro por qué te preocupa el calato? Se encogió de hombros: simple curiosidad, una manera de ocupar la mente mientras duraba la ronda.
No tuvo dificultad en dar con Zárate, un guardia que había servido con él en Ayacucho. Se lo encontró con el parte firmado: sólo un choque sin heridos, nada importante. Lituma le contó la historia del negro y a Zárate lo único que le hizo gracia fue el episodio de los sandwiches. Tenía la manía de la filatelia, y, mientras acompañaba unas cuadras al sargento, empezó a contarle que esa mañana había conseguido unas estampillas triangulares de Etiopía, con leones y víboras, en verde, rojo y azul, que eran rarísimas, y que las había cambiado por cinco argentinas que no valían nada.
– Pero que sin duda se creerán que valen mucho -lo interrumpió Lituma.
La manía de Zárate, que otras veces toleraba con buen humor, ahora lo impacientó y se alegró de que se despidieran. Un resplandor azuloso se insinuaba en el cielo y de la negrura surgían, espectrales, grisáceos, aherrumbrados, populosos, los edificios del Callao. Casi al trote, el sargento iba contando las cuadras que faltaban para llegar a la Comisaría. Pero esta vez, se confesó a sí mismo, su premura no se debía tanto al cansancio de la noche y la caminata como a las ganas de ver otra vez al negro. "Parece que creyeras que todo ha sido un sueño y que el cutato no existe, Lituma."
Pero existía: ahí estaba, durmiendo retorcido como un nudo en el suelo del calabozo. El carterista había caído dormido en el otro extremo, y aún llevaba en la cara una expresión de susto. También los demás dormían: el teniente Concha de bruces contra un alto de chistes y Camacho y Arévalo hombro contra hombro, en la banqueta de la entrada. Lituma estuvo un largo rato contemplando al negro: sus huesos salientes, su pelo ensortijado, su gran jeta, su diente huérfano, sus mil cicatrices, los estremecimientos que lo recorrían. Pensaba: "Pero de dónde has salido, zambo". Por fin, entregó el parte al teniente, que abrió unos ojos hinchados y enrojecidos.
– Ya se termina esta vaina -le dijo, con boca pastosa-. Un día menos de servicio, Lituma.
"Y un día menos de vida, también", pensó el sargento. Se despidió haciendo sonar los tacos muy fuerte. Eran las seis de la mañana y estaba libre. Como siempre, se fue al Mercado, donde doña Gualberta, a tomar una sopa hirviendo, unas empanadas, unos frijoles con arroz y un dulce de leche, y después al cuartito donde vivía, en la calle Colón. Se demoró en pescar el sueño, y, cuando lo pescó, empezó inmediatamente a soñar con el negro. Lo veía cercado de leones y víboras rojas, verdes y azules, en el corazón de Abisinia, con chistera, botas y una varita de domador. Las fieras hacían gracias al compás de su varita y una muchedumbre apostada entre las lianas, los troncos y el ramaje alegrado de cantos de pájaros y chillidos de monos, lo aplaudía a rabiar. Pero, en vez de hacer una reverencia al público, el negro se ponía de rodillas, alargaba las manos en ademán suplicante, los ojos se le aguaban y su gran jeta se abría y, angustioso, raudo, tumultuoso, comenzaba a brotar el trabalenguas, su absurda música.
Lituma se despertó a eso de las tres de la tarde, de mal humor y muy cansado, pese a haber dormido siete horas. "Ya se lo habrán llevado a Lima", pensó. Mientras se lavaba la cara como gato y se vestía, iba imaginando la trayectoria del negro: lo habría recogido el patrullero de las nueve, le habrían dado un trapo para que se cubriera, lo habrían entregado en la Prefectura, le habrían abierto un expediente, lo habrían mandado al calabozo de los sin juicio, y ahí estaría ahora, en esa cueva oscura, entre los vagabundos, rateros, agresores y escandalosos de las últimas veinticuatro horas, temblando de frío y muerto de hambre, rascándose los piojos.
Era un día gris y húmedo; entre la neblina las gentes se movían como peces en aguas sucias y Lituma, pasito a paso, pensando, se fue a tomar lonche donde la señora Gualberta: dos panes con queso fresco y un café.
– Te noto raro, Lituma -le dijo la señora Gualberta, una viejecita que conocía la vida:- ¿Problemas de dinero o de amor?
– Estoy pensando en un cutato que encontré anoche -dijo el sargento, probando el café con la puntita de la lengua-. Se había metido a un depósito del Terminal.
– ¿Y qué tiene de raro eso? -preguntó doña Gualberta.
– Estaba calato, lleno de cicatrices, el pelo como una selva y no sabe hablar -le explicó Lituma-. ¿De dónde puede venir un tipo así?
– Del infierno -se rió la viejecita, recibiéndole el billete.
Lituma se fue a la Plaza Grau a encontrarse con Pedralbes, un cabo de la Marina. Se habían conocido años atrás, cuando el sargento era sólo guardia y Pedralbes marinero raso, y servían ambos en Pisco. Luego sus respectivos destinos se habían separado cerca de diez años, pero, desde hacía dos, se habían juntado de nuevo. Pasaban sus días de salida juntos y Lituma se sentía donde los Pedralbes en casa. Se fueron a La Punta, al Club de Cabos y Marineros, a tomarse una cerveza y a jugar al sapo. Lo primero que hizo el sargento fue contarle la historia del negro. Pedralbes encontró inmediatamente una explicación:
– Es un salvaje del África que se vino de polizonte en un barco. Hizo el viaje escondido y al llegar al Callao se descolgó de nochecita al agua y se metió al Perú de contrabando.
A Lituma le pareció que salía el sol: todo se volvió de pronto clarísimo.
– Tienes razón, eso es -dijo, chasqueando la lengua, aplaudiendo-. Se vino del África. Claro, eso es. Y, aquí en el Callao, lo desembarcaron por alguna razón. Para no pagarle, porque lo descubrieron en la bodega, para librarse de él.
– No lo entregaron a las autoridades porque sabían que no lo iban a recibir -iba completando la historia Pedralbes-. Lo desembarcaron a la fuerza: arréglatelas solo, salvaje.
– O sea que el cutato ni siquiera sabe donde está -dijo Lituma-.O sea que esos ruidos no son de loco sino de salvaje, o sea que esos ruidos son su idioma.
– Es como si te metieras en un avión y desembarcaras en Marte, hermano -lo ayudaba Pedralbes.
– Qué inteligentes somos -dijo Lituma-. Le descubrimos toda la vida al cutato.
– Qué inteligente soy yo, dirás -protestó Pedralbes-. ¿Y ahora qué harán con el negro?
Lituma pensó: "Quién sabe". Jugaron seis partiditas de sapo y ganó cuatro el sargento, de modo que Pedralbes pagó la cerveza. Fueron luego a la calle Chanchamayo, donde vivía Pedralbes, en una casita de ventanas con barrotes. Domitila, la mujer de Pedralbes, estaba terminando de dar de comer a las tres criaturas, y, apenas los vio aparecer, metió en la cama al menorcito y ordenó a los otros dos que no asomaran ni a la puerta. Se arregló un poco el pelo, les dio el brazo a cada uno, y salieron. Entraron al cine Porteño, en Sáenz Peña, a ver una italiana. A Lituma y Pedralbes no les gustó, pero ella dijo que incluso la repetiría. Caminaron hasta la calle Chanchamayo -las criaturas se habían quedado dormidas- y Domitila les sirvió de comer unos olluquitos con charqui recalentados. Cuando Lituma se despidió, eran las diez y media. Llegó a la Cuarta Comisaría a la hora que comenzaba su servicio: las once en punto.
El teniente Jaime Concha no le dio el menor respiro; lo llamó aparte y le soltó las instrucciones de golpe, en un par de frases espartanas que dejaron a Lituma mareado y con las orejas zumbándole.
– La superioridad sabe lo que hace -le levantó la moral el teniente, dándole una palmadita-. Y tiene sus razones que hay que entender. La superioridad no se equivoca nunca, ¿no es así, Lituma?
– Claro que no -balbuceó el sargento.
Manzanita y el Mocos se hacían los ocupados. Con el rabillo del ojo, Lituma veía, a uno, revisando las papeletas de tránsito como si fueran fotos de calatas, y, al otro, arreglando, desarreglando y volviendo a arreglar su escritorio.
– ¿Puedo preguntar algo, mi teniente? -dijo Lituma.
– Puedes -dijo el teniente-. Lo que no sé es si yo podré contestarte.
– ¿Por qué la superioridad me ha elegido a mí para este trabajito?
– Eso sí te lo puedo decir -dijo el teniente-. Por dos razones. Porque tú lo capturaste y es justo que termine la broma el que la empezó. Y segundo: porque eres el mejor guardia de esta Comisaría y tal vez del Callao.
– Honor que me hacen -murmuró Lituma, sin alegrarse lo más mínimo.
– La superioridad sabe muy bien que se trata de un trabajo difícil y por eso te lo confía -dijo el teniente-. Deberías sentirte orgulloso de que te hayan elegido entre los centenares de guardias que hay en Lima.
– Vaya, ahora resulta que encima tendría que dar las gracias -movió la cabeza Lituma, estupefacto. Reflexionó un momento, y, en voz muy baja, añadió:- ¿Tiene que ser ahora mismo?
– Sobre el pucho-dijo el teniente, tratando de parecer jovial-. No dejes para mañana lo que puedes hacer hoy.
Lituma pensó: "Ahora ya sabes por qué no se te iba de la tutuma la cara del negro".
– ¿Quieres llevarte a uno de éstos, para que te eche una mano? -oyó la voz del teniente.
Lituma sintió que Camacho y Arévalo quedaban petrificados. Un silencio polar se instaló en la Comisaría mientras el sargento observaba a los dos guardias, y, deliberadamente, para hacerlos pasar un mal rato, se demoraba en elegir. Manzanita se había quedado con el alto de papeletas bailoteando entre los dedos y el Mocos con la cara hundida en el escritorio.
– A éste -dijo Lituma, señalando a Arévalo. Sintió que Camacho respiraba hondo y vio brotar en los ojos de Manzanita todo el odio del mundo contra él y comprendió que le estaba mentando la madre.
– Estoy agripado y le iba a pedir que me exonerara de salir esta noche, mi teniente -tartamudeó Arévalo, poniendo cara de imbécil.
– Déjate de mariconerías y enchúfate el capote -se adelantó Lituma, pasando junto a él sin mirarlo-. Nos vamos de una vez.
Fue hasta el calabozo y lo abrió. Por primera vez en el día, observó al negro. Le habían puesto un pantalón andrajoso, que apenas le llegaba a las rodillas, y cubría su pecho y su espalda un costal de cargador, con un agujero para la cabeza. Estaba descalzo y tranquilo; miró a Lituma a los ojos, sin alegría ni miedo. Sentado en el suelo, masticaba algo; en vez de esposas, tenía en las muñecas una cuerda, lo suficientemente larga para que pudiese rascarse o comer. El sargento le hizo señas de que se pusiera de pie, pero el negro no pareció entender. Lituma se le acercó, lo cogió del brazo, y el hombre se paró dócilmente. Caminó delante de él, con la misma indiferencia con que lo había recibido. Manzanita Arévalo estaba ya con el capote puesto y la chalina enroscada en el cuello. El teniente Concha no se volvió a mirarlos partir: tenía la cara enterrada en un Pato Donald ("pero no se da cuenta que está al revés", pensó Lituma). Camacho, en cambio, les hizo una sonrisa de pésame.
Ya en la calle, el sargento se colocó a la orilla de la pista y dejó la pared a Arévalo. El negro caminaba entre los dos, a su mismo paso, largo y desinteresado de todo, masticando.
– Hace como dos horas que masca ese pedazo de pan -dijo Arévalo- Esta noche, cuando lo trajeron de vuelta de Lima, le dimos todos los panes duros de la despensa, esos que se han vuelto piedras. Y se los ha comido todos. Masticando como una moledora. Qué hambre terrible, ¿no?
"El deber primero y los sentimientos después", estaba pensando Lituma. Se fijó el itinerario: subir por la calle Carlos Concha hasta Contralmirante Mora y luego bajar la avenida hasta el cauce del Rímac y seguir con el río hasta el mar. Calculó: tres cuartos de hora para ir y volver, una hora a lo más.
– Usted tiene la culpa, mi sargento -gruñía Arévalo-. Quién lo mandó capturarlo. Al darse cuenta que no era ladrón, debió dejarlo irse, Vea en qué lío nos metió. Y ahora dígame, ¿usted se cree eso que piensa la superioridad? ¿Que éste se vino escondido en un barco?
– Eso es también lo que se le ocurrió a Pedralbes -dijo Lituma-. Puede que sí. Porque, si no, cómo miéchica te explicas que un tipo con esta pinta, con estos pelos, con estas marcas y calato y que habla esa chamuchina se aparezca de buenas a primeras en el puerto del Callao. Debe ser lo que dicen.
En la calle oscura resonaban los dos pares de botas de los guardias; los pies descalzos del zambo no hacían ningún ruido.
– Si de mí fuera, yo lo hubiera dejado en la cárcel -volvió a hablar Arévalo-. Porque, mi sargento, un salvaje del África no tiene la culpa de ser un salvaje del África.
– Por eso mismo no puede quedarse en la cárcel -murmuró Lituma-. Ya lo oíste al teniente: la cárcel es para los ladrones, asesinos y forajidos. ¿A cuento de qué lo va a mantener el Estado en la cárcel?
– Entonces debían mandarlo de vuelta a su país -refunfuñó Arévalo.
– ¿Y cómo miéchica averiguas cuál es su país? -alzó la voz Lituma-. Ya lo has oído al teniente. La superioridad trató de hablar con él en todos los idiomas: el inglés, el francés, hasta el italiano. No habla idiomas: es salvaje.
– O sea que a usted le parece bien que por ser salvaje tengamos que pegarle un tiro -volvió a gruñir Manzanita Arévalo.
– No estoy diciendo que me parezca bien -murmuró Lituma-. Sino repitiendo lo que el teniente dijo que dice la superioridad. No seas idiota.
Entraron a la avenida Contralmirante Mora cuando las campanas de Nuestra Señora del Carmen de la Legua daban las doce y el sonido le pareció a Lituma tétrico. Iba mirando adelante, empeñosamente, pero a ratos, a pesar suyo, la cara se le volvía hacia la izquierda y echaba una ojeada al negro. Lo veía, un segundo, cruzando el macilento cono de luz de algún farol y siempre estaba igual: moviendo las mandíbulas con seriedad y caminando al ritmo de ellos, sin el menor indicio de angustia. "Lo único que parece importarle en el mundo es masticar", pensó Lituma. Y un momento después: "Es un condenado a muerte que no sabe que lo es". Y casi inmediatamente: "No hay duda que es un salvaje". En eso, oyó a Manzanita:
– Y por último por qué la superioridad no deja que se vaya por ahí y se las arregle como pueda -rezongaba, malhumorado-. Que sea otro vagabundo, de los muchos que hay en Lima. Uno más, unos menos, qué más da.
– Ya lo oíste al teniente -replicó Lituma-. La Guardia Civil no puede auspiciar el delito. Y si a éste lo dejas suelto en plaza no tendría más remedio que robar. O se moriría como un perro. En realidad, le estamos haciendo un favor. Un tiro es un segundo. Eso es preferible a irse muriendo de a poquitos, de hambre, de frío, de soledad, de tristeza.
Pero Lituma sentía que su voz no era muy persuasiva y tenía la sensación, al oírse, de estar oyendo a otra persona.
– Sea como sea, déjeme decirle una cosa -oyó protestar a Manzanita- Esta vaina no me gusta y me hizo usted un flaco favor escogiéndome.
– ¿Y a mí crees que me gusta? -murmuró Lituma-. ¿Y no me hizo un flaco favor a mí la superioridad escogiéndome?
Pasaron frente al Arsenal Naval, donde sonaba una sirena, y, al cruzar el descampado, a la altura del dique seco, un perro salió de las sombras a ladrarlos. Caminaron en silencio, oyendo el golpear de las botas contra la vereda, el rumor vecino del mar, sintiendo en las narices el aire húmedo y salado.
– En este terreno vinieron a refugiarse unos gitanos el año pasado -dijo Manzanita, de pronto, con la voz quebrada-. Levantaron unas carpas y dieron una función de circo. Leían la suerte y hacían magia. Pero el alcalde hizo que los corriéramos porque no tenían licencia municipal.
Lituma no contestó. Sintió pena, de repente, no sólo por el negro sino también por Manzanita y por los gitanos.
– ¿Y lo vamos a dejar tirado ahí en la playa, para que lo picoteen los alcatraces? -casi sollozó Manzanita.
– Vamos a dejarlo en el basural, para que lo encuentren los camiones municipales, se lo lleven a la Morgue y lo regalen a la Facultad de Medicina para que los estudiantes lo autopsien -se enojó Lituma-. Oíste muy bien las instrucciones, Arévalo, no me las hagas repetírtelas.
– Las oí, pero no me pasa la idea de que tenemos que matarlo, así, en frío -dijo Manzanita unos minutos después-. Y a usted tampoco, aunque trate. Por su voz me doy cuenta que tampoco está de acuerdo con esta orden.
– Nuestra obligación no es estar de acuerdo con la orden, sino ejecutarla -dijo débilmente el sargento. Y luego de una pausa, todavía más despacio:- Ahora que tienes razón. Yo tampoco estoy de acuerdo. Obedezco porque hay que obedecer.
En ese momento terminaron el asfalto, la avenida, los faroles, y comenzaron a andar en tinieblas sobre la tierra blanda. Una hediondez espesa, casi sólida, los envolvió. Estaban en los basurales de las orillas del Rímac, muy cerca del mar, en ese cuadrilátero entre la playa, el lecho del río y la avenida, donde los camiones de la Baja Policía venían, a partir de las seis de la mañana, a depositar los desperdicios de Bellavista, la Perla y el Callao y donde, aproximadamente desde la misma hora, una muchedumbre de niños, hombres, viejos y mujeres comenzaban a escarbar las inmundicias en busca de objetos de valor, y a disputar a las aves marinas, a los gallinazos, a los perros vagabundos los restos comestibles perdidos entre las basuras. Estaban muy cerca de ese desierto, camino a Ventanilla, a Ancón, donde se alinean las fábricas de harina de pescado del Callao.
– Éste es el mejor sitio -dijo Lituma-. Los camiones de la basura pasan todos por aquí.
El mar sonaba muy fuerte. Manzanita se detuvo y el negro se detuvo también. Los guardias habían prendido sus linternas y examinaban, en la temblona luz, la cara cuarteada de rayas, masticando inmutable.
– Lo peor es que no tiene reflejos ni adivina las cosas -murmuró Lituma-. Cualquiera se daría cuenta y se asustaría, trataría de escapar. Lo que me friega es su tranquilidad, la confianza que nos tiene.
– Se me ocurre una cosa, mi sargento. -A Arévalo le chocaban los dientes como si estuviera helándose-. Dejémoslo que se escape. Diremos que lo matamos y, en fin, cualquier cuento para explicar la desaparición del cadáver…
Lituma había sacado su pistola y estaba quitándole el seguro.
– ¿Te atreves a proponerme que desobedezca las órdenes de los superiores y que encima les mienta? -resonó, trémula, la voz del sargento. Su mano derecha apuntaba el caño del arma hacia la sien del negro.
Pero pasaron dos, tres, varios segundos y no disparaba. ¿Lo haría? ¿Obedecería? ¿Estallaría el disparo? ¿Rodaría sobre las basuras indescifrables el misterioso inmigrante? ¿O le sería perdonada la vida y huiría, ciego, salvaje, por las playas de las afueras, mientras un sargento irreprochable quedaba allí, en medio de pútridos olores y del vaivén de las olas, confuso y adolorido por haber faltado a su deber? ¿Cómo terminaría esa tragedia chalaca?