Joaquín Hinostroza Bellmont, quien habría de estremecer los estadios, no metiendo goles ni atajando penales sino arbitrando partidos de fútbol, y cuya sed de alcohol dejaría huella y deudas en los bares de Lima, nació en una de esas residencias que los mandarines se construyeron hace treinta años, en la Perla, cuando pretendieron convertir a ese baldío en una Copacabana limeña (pretensión malograda por la humedad, que, castigo de camello que se obstina en pasar por el ojo de la aguja, devastó gargantas y bronquios de la aristocracia peruana).
Fue Joaquín hijo único de una familia que, además de adinerada, entroncaba, frondosa selva de árboles que son títulos y escudos, con marquesados de España y Francia. Pero el padre del futuro réferi y borrachín había puesto de lado los pergaminos y consagrado su vida al ideal moderno de multiplicar su fortuna en negocios que comprendían desde la fabricación de casimires hasta la introducción del ardiente cultivo de la pimienta en la Amazonía. La madre, madona linfática, esposa abnegada, había pasado su vida gastando el dinero que producía su marido en médicos y curanderos (pues padecía diversas enfermedades de alta clase social). Ambos habían tenido a Joaquín algo crecidos, después de mucho rogar a Dios que les concediera un heredero. El advenimiento constituyó una felicidad indescriptible para sus padres, quienes, desde la cuna, soñaron para él un porvenir de príncipe de la industria, rey de la agricultura, mago de la diplomacia o lucifer de la política.
¿Fue por rebelde, en insubordinación contra este destino de gloria crematística y brillo social que el niño resultó árbitro de fútbol, o más bien por insuficiencia de psicología? No, fue por genuina vocación. Tuvo, naturalmente, desde la mamadera hasta el bozo, una variopinta sucesión de institutrices, importadas de países exóticos: Francia, Inglaterra. Y en los mejores colegios de Lima fueron reclutados profesores para enseñarle los números y las letras. Todos, uno tras otro, terminaron renunciando al pingüe salario, desmoralizados e histéricos, por la indiferencia ontológica del niño ante cualquier especie de saber. A los ocho años no había aprendido a sumar y del alfabeto a duras penas memorizaba las vocales. Sólo decía monosílabos, era tranquilo, se paseaba por las habitaciones de la Perla, entre muchedumbres de juguetes adquiridos en distintos puntos del orbe para distraerlo -mecanos alemanes, trenes japoneses, rompecabezas chinos, soldaditos austriacos, triciclos norteamericanos-, con expresión de aburrimiento mortal. Lo único que parecía sacarlo, a ratos, de su sopor brahamánico, eran las figuritas de fútbol de los chocolatines Mar del Sur, que pegaba en cuadernos satinados y contemplaba, horas de horas, con curiosidad.
Aterrados ante la idea de haber procreado un fin de raza, hemofílico y tarado, que sería más tarde hazmerreír del público, los padres acudieron a la ciencia. Ilustres galenos comparecieron en la Perla. Fue el pediatra estrella de la ciudad, el doctor Alberto de Quinteros, quien desasnó luminosamente a los atormentados:
– Tiene lo que llamo mal de invernadero -les explicó-. Las flores que no viven en el jardín, entre flores e insectos, crecen mustias y su perfume es hediondo. La cárcel dorada lo está atontando. Amas y dómines deben ser despedidos y el niño matriculado en un colegio para que alterne con gente de su edad. ¡Será normal el día que un compañero le rompa la nariz!
Dispuesta a cualquier sacrificio con tal de desimbecilizarlo, la orgullosa pareja consintió en dejar que Joaquincito se zambullera en el plebeyo mundo exterior. Se escogió para él, claro está, el colegio más caro de Lima, los Padres de Santa María, y, a fin de no destruir todas las jerarquías, se le mandó hacer un uniforme de color reglamentario, pero en terciopelo.
La receta del famoso dio resultados apreciables. Es verdad que Joaquín sacaba notas extraordinariamente bajas y que, para aprobar sus exámenes, áurea codicia que produjo cismas, sus padres debían hacer donaciones (vitrales para la capilla del colegio, faldas de paño para los acólitos, pupitres robustos para la escuelita de los pobres, etcétera), pero el hecho es que el niño se volvió sociable y que a partir de entonces se le vio algunas veces contento. En esta época se manifestó el primer indicio de su genialidad (su incomprensivo padre le decía tara): un interés por el balompié. Cuando fueron informados que el niño Joaquín, apenas se calzaba los zapatos de fútbol, de anestésico y monosilábico se transformaba en un ser dinámico y gárrulo, sus padres se alegraron mucho. Y, de inmediato, adquirieron un terreno contiguo a su casa de la Perla, para construir una cancha de fútbol, de proporciones apreciables, donde Joaquincito pudiera divertirse a sus anchas.
Se vio a partir de entonces, en la neblinosa avenida de las Palmeras, de la Perla, desembarcar del ómnibus del Santa María, a la salida de clases, a veintidós alumnos -cambiaban las caras pero permanecía el número- que venían a jugar en la cancha de los Hinostroza Bellmont. La familia regalaba a los jugadores, después del partido, con un té acompañado de chocolates, gelatinas, merengues y helados. Los ricos gozaban viendo cada tarde a su hijito Joaquín jadeando feliz.
Sólo después de algunas semanas, se percató el pionero del cultivo de la pimienta en el Perú que ocurría algo extraño. Dos, tres, diez veces había encontrado a Joaquincito arbitrando el partido. Con un silbato en la boca y una gorrita para el sol, corría tras los jugadores, señalaba faltas, imponía penales. Aunque el niño no parecía acomplejado por cumplir este papel en vez de ser jugador, el millonario se enojó. ¿Los invitaba a su casa, los engordaba con dulces, les permitía codearse con su hijo de igual a igual y tenían la desfachatez de relegar a Joaquín a la mediocre función de árbitro? Estuvo a punto de abrir las jaulas de los Doberman y dar un buen susto a esos frescos. Pero se limitó a recriminarlos. Ante su sorpresa, los muchachos se declararon inocentes, juraron que Joaquín era árbitro porque le gustaba serlo y el damnificado corroboró por Dios y por su madre que era así. Unos meses después, consultando su libreta y los informes de sus mayordomos, el padre se enfrentó a este balance: en ciento treinta y dos partidos disputados en su cancha, Joaquín Hinostroza Bellmont no había sido jugador en ninguno y había arbitrado ciento treinta y dos. Cambiando una mirada, los padres subliminalmente se dijeron que algo andaba mal: ¿cómo podía ser esto la normalidad? Nuevamente, fue requerida la ciencia.
Fue el más connotado astrólogo de la ciudad, un hombre que leía las almas en las estrellas y que restañaba los espíritus de sus clientes (él hubiera preferido: 'amigos') mediante los signos del zodiaco, el profesor Lucio Acémila, quien, después de muchos horóscopos, interrogatorios a los cuerpos celestes y meditación lunar, dio el veredicto que, si no el más certero, resultó el más halagüeño para los padres.
– El niño se sabe celularmente un aristócrata, y, fiel a su origen, no tolera la idea de ser igual a los demás -les explicó, quitándose las gafas ¿para que fuera más notoria la lucecita inteligente que aparecía en sus pupilas al emitir un pronóstico?-. Prefiere ser réferi a jugador porque el que arbitra un partido es el que manda. ¿Creían ustedes que en ese rectángulo verde Joaquincito hace deporte? Error, error. Ejercita un ancestral apetito de dominación, de singularidad y jerarquía, que, sin duda, le corre por las venas.
Sollozando de felicidad, el padre sofocó a besos a su hijo, se declaró hombre bienaventurado, y agregó un cero a los honorarios, ya de por sí regios, que le había pasado el profesor Acémila. Convencido de que esa manía de arbitrar los partidos de fútbol de sus compañeros resultaba de avasalladores ímpetus de subyugación y prepotencia, que, más tarde, convertirían a su hijo en dueño del mundo (o, en el peor de los casos, del Perú), el industrial abandonó muchas tardes su múltiple oficina para, debilidades de león que lagrimea viendo a su cachorro despedazar a la primera oveja, venir a su estadio privado de la Perla a gozar paternalmente viendo a Joaquín, enfundado en el lindo uniforme que le había regalado, dando pitazos detrás de esa bastarda confusión (¿los jugadores?).
Diez años después, los confundidos padres no tuvieron más remedio que empezar a decirse que, tal vez, las profecías astrales habían pecado de optimistas. Joaquín Hinostroza Bellmont tenía ya dieciocho años y había llegado al último grado de la Secundaria varios años después que sus compañeros del comienzo y sólo gracias a la filantropía familiar. Los genes de conquistador del mundo, que, según Lucio Acémila, se camuflaban bajo el inofensivo capricho de arbitrar fútbol, no aparecían por ninguna parte, y, en cambio, terriblemente se hacía inocultable que el hijo de aristócratas era una calamidad sin remedio para todo lo que no fuera cobrar tiros libres. Su inteligencia, a juzgar por las cosas que decía, lo colocaba, darwinianamente hablando, entre el oligofrénico y el mono, y su falta de gracia, de ambiciones, de interés por todo lo que no era esa agitada actividad de réferi, hacían de él un ser profundamente soso.
Ahora, es verdad que en lo que concernía a su vicio primero (el segundo fue el alcohol) el muchacho denotaba algo que merecía llamarse talento. Su imparcialidad teratológica (¿en el espacio sagrado de la cancha y el tiempo hechicero de la competencia?) le ganó prestigio como árbitro entre alumnos y profesores del Santa María, y, también, gavilán que desde la nube divisa bajo el algarrobo la rata que será su almuerzo, su visión que le permitía infaliblemente detectar, a cualquier distancia y desde cualquier ángulo, el artero puntapié del defensa a la canilla del delantero centro, o el vil codazo del alero al guardameta que saltaba con él. También eran insólitas su omnisciencia de las reglas y la intuición feliz que le hacía suplir con decisiones relámpago los vacíos reglamentarios. Su fama saltó los muros del Santa María y el aristócrata de la Perla comenzó a arbitrar competencias inter-escolares, campeonatos de barrio, y un día se supo que, ¿en la cancha del Potao?, había reemplazado a un réferi en un partido de segunda división.
Terminado el colegio, se planteó un problema a los abrumados progenitores: el futuro de Joaquín. La idea de que fuera a la Universidad fue apenadamente descartada, para evitar al muchacho humillaciones inútiles, complejos de inferioridad, y, a la fortuna familiar, nuevos forados en forma de donaciones. Un intento de hacerlo aprender idiomas desembocó en estrepitoso fracaso. Un año en Estados Unidos y otro en Francia no le enseñaron una sola palabra de inglés ni de francés, y, en cambio, tuberculizaron su de por sí raquítico español. Cuando volvió a Lima, el fabricante de casimires optó por resignarse a que su hijo no ostentara ningún título, y, lleno de desilusión, lo puso a trabajar en la maleza de empresas caseras. Los resultados fueron previsiblemente catastróficos. En dos años, sus actos u omisiones habían quebrado dos hilanderías, reducido al déficit la más floreciente firma del conglomerado -una constructora de caminos- y las plantaciones de pimienta de la selva habían sido carcomidas por plagas, aplastadas por avalanchas y ahogadas por inundaciones (lo que confirmó que Joaquincito era también un fúlmine). Aturdido por la inconmensurable incompetencia de su hijo, herido en su amor propio, el padre perdió energías, se volvió nihilista y descuidó sus negocios que en poco tiempo fueron desangrados por ávidos lugartenientes, y contrajo un tic risible que consistía en sacar la lengua para tratar (¿insensatamente?) de lamerse la oreja. Su nerviosismo y desvelos lo arrojaron, siguiendo los pasos de su esposa, en manos de psiquiatras y psicoanalistas (¿Alberto de Quinteros? ¿Lucio Acémila?) que dieron rápida cuenta de sus residuos de cordura y de plata.
El colapso económico y la ruina mental de sus engendradores no pusieron al borde del suicidio a Joaquín Hinostroza Bellmont. Vivía siempre en la Perla, en una residencia fantomáquica, que se había ido despintando, aherrumbrando, despoblando, perdiendo jardines y cancha de fútbol (para pagar deudas) y que habían invadido la suciedad y las arañas. El joven se pasaba el día arbitrando los partidos callejeros que organizaban los vagabundos del barrio, en los descampados que separan Bellavista y la Perla. Fue en uno de esos matchs disputados por caóticos palomillas, en plena vía pública, donde un par de piedras hacían de arco y una ventana y un poste de límites, y que Joaquín -principismo de elegante que se viste de baile para cenar en plena selva virgen- arbitraba como si fueran final de campeonato, que el hijo de aristócratas conoció a la persona que haría de él un cirroso y una estrella: ¿Sarita Huanca Salaverría?
La había visto jugar varias veces en esos partidos del montón e incluso le había cobrado muchas faltas por la agresividad con que arremetía contra el adversario. Le decían Marimacho, pero ni por ésas se le hubiera ocurrido a Joaquín que ese adolescente cetrino, calzado con viejas zapatillas, cubierto por un blue jeans y una chompa rotosa, hubiera sido mujer. Lo descubrió eróticamente. Un día, por haberla castigado con un penal indiscutible (Marimacho había metido un gol con bola y arquero), recibió como respuesta una mentada de madre.
– ¿Qué has dicho? -se indignó el hijo de aristócratas ¿pensando que en esos mismos momentos su madre estaría ingiriendo una píldora, paladeando una pócima, soportando un agujazo?:- Repite si eres hombre.
– No soy, pero repito -repuso Marimacho. Y, honor de espartana capaz de ir a la hoguera por no dar su brazo a torcer, repitió, enriquecida con adjetivos del arroyo, la mentada de madre.
Joaquín intentó lanzarle un puñete, que sólo dio en el aire, y al instante se vio arrojado al suelo por un cabezazo de Marimacho, quien cayó sobre él, golpeándolo con manos, pies, rodillas, codos. Allí, forcejeos gimnásticos sobre la lona que acaban pareciendo los apretones del amor, descubrió, estupefacto, erogenizado, eyaculante, que su adversario era mujer. La emoción que le produjeron los roces pugilísticos con esas turgencias inesperadas fue tan grande que cambió su vida. Ahí mismo, al amistarse después de la pelea y saber que se llamaba Sarita Huanca Salaverría, la invitó al cine a ver Tarzán, y una semana más tarde le propuso el altar. La negativa de Sarita a ser su esposa e incluso a dejarse besar empujaron clásicamente a Joaquín a las cantinas. En poco tiempo, pasó de romántico que ahoga penas en whisky a alcohólico irredento que puede apagar su africana sed con kerosene.
¿Qué despertó en Joaquín esa pasión por Sarita Huanca Salaverría? Era joven y tenía un físico esbelto de gallita, una piel curtida por la intemperie, un cerquillo bailarín, y como jugadora de fútbol no estaba mal. Por su manera de vestirse, las cosas que hacía y las personas que frecuentaba, parecía contrariada con su condición de mujer. ¿Era esto, tal vez -vicio de originalidad, frenesí de extravagancia- lo que la hacía tan atractiva para el aristócrata? El primer día que llevó a Marimacho a la ruinosa casa de la Perla, sus padres, después que la pareja hubo partido, se miraron asqueados. El ex-rico encarceló en una frase la amargura de su espíritu: "No sólo hemos creado a un estúpido, sino, también, a un pervertido sexual".
Sin embargo, Sarita Huanca Salaverría, a la vez que alcoholizó a Joaquín, fue el trampolín que lo ascendió de los partidos callejeros con pelota de trapo a los campeonatos del Estadio Nacional.
Marimacho no se contentaba con rechazar la pasión del aristócrata; se complacía en hacerlo sufrir. Se dejaba invitar al cine, al fútbol, a los toros, a restaurantes, consentía en recibir costosos regalos (¿en los que el enamorado dilapidaba los escombros del patrimonio familiar?), pero no permitía que Joaquín le hablara de amor. Apenas intentaba éste, timidez de doncel que enrojece al piropear a una flor, atorándose, decirle cuánto la amaba, Sarita Huanca Salaverría se ponía de pie, iracunda, lo hería con insultos de una soecidad bajopontina, y se mandaba mudar. Era entonces cuando Joaquín comenzaba a beber, pasando de una cantina a otra y mezclando licores para obtener efectos prontos y explosivos. Fue un espectáculo corriente, para sus padres, verlo recogerse a la hora de las lechuzas, y cruzar las habitaciones de la Perla, dando traspiés, perseguido por una estela de vómitos. Cuando ya parecía a punto de desintegrarse en alcohol, una llamada de Sarita lo resucitaba. Concebía nuevas esperanzas y se reanudaba el ciclo infernal. Demolidos por la amargura, el hombre del tic y la hipocondríaca murieron casi al mismo tiempo y fueron sepultados en un mausoleo del Cementerio Presbítero Maestro. La encogida residencia de la Perla, al igual que los bienes que sobrevivían, fueron rematados por acreedores o incautados por el Estado. Joaquín Hinostroza Bellmont tuvo que ganarse la vida.
Tratándose de quien se trataba (su pasado rugía que moriría de consunción o terminaría mendigo) lo hizo más que bien. ¿Qué profesión eligió? ¡Arbitro de fútbol! Acicateado por el hambre y el deseo de seguir festejando a la esquiva Sarita, comenzó pidiendo unos soles a los mataperros cuyos partidos le pedían arbitrar, y al ver que ellos, prorrateándose, se los daban, dos más dos son cuatro y cuatro y dos son seis, fue aumentando las tarifas y administrándose mejor. Como era conocida su habilidad en la cancha, consiguió contratos en competencias juveniles, y un día, audazmente, se presentó en la Asociación de Árbitros y Entrenadores de Fútbol y solicitó su inscripción. Pasó los exámenes con una brillantez que dejó mareados a los que a partir de entonces pudo (¿vanidosamente?) llamar colegas.
La aparición de Joaquín Hinostroza Bellmont -uniforme negro pespuntado de blanco, viserita verde en la frente, silbato plateado en la boca- en el Estadio Nacional de José Díaz, estableció una efemérides en el fútbol nacional. Un experimentado cronista deportivo lo diría: “Con él ingresaron a las canchas la justicia inflexible y la inspiración artística". Su corrección, su imparcialidad, su rapidez para descubrir la falta y su tino para sancionarla, su autoridad (los jugadores se dirigían siempre a él bajando los ojos y tratándolo de don), y ese estado físico que le permitía correr los noventa minutos del partido y no estar nunca a más de diez metros de la pelota, lo hicieron rápidamente popular. Fue, como se dijo en un discurso, el único réferi nunca desobedecido por los jugadores ni agredido por los espectadores, y el único al que, después de cada partido, ovacionaban las tribunas.
¿Nacían esos talentos y esfuerzos sólo de una sobresaliente conciencia profesional? También. Pero, la razón profunda era que Joaquín Hinostroza Bellmont pretendía, con su magia arbitral, secreto de muchacho que triunfa en Europa y vive amargo porque lo que quería era el aplauso de su pueblecito andino, impresionar a Marimacho. Seguían viéndose, casi a diario, y la escabrosa maledicencia popular los creía amantes. En realidad, pese a su tesón sentimental, incólume a lo largo de los años, el réferi no había conseguido vencer la resistencia de Sarita.
Ésta, un día, luego de rescatarlo del suelo de una cantina del Callao, de llevarlo a la pensión del centro donde vivía, de limpiarle las manchas de escupitajo y de aserrín y de acostarlo, le contó el secreto de su vida. Joaquín Hinostroza Bellmont supo así, lividez de hombre que ha recibido el beso del vampiro, que en la primera juventud de esa muchacha había un amor maldito y un terremoto conyugal. En efecto, entre Sarita y su hermano (¿Richard?) había brotado un enamoramiento trágico, que -cataratas de fuego, lluvia de veneno sobre la humanidad- había cristalizado en embarazo. Habiendo contraído astutamente matrimonio con un galán al que antes desairaba (¿el Pelirrojo Antúnez? ¿Luis Marroquín?) para que el hijo del incesto tuviera un apellido impoluto, el joven y dichoso marido, sin embargo -cola del diablo que se mete en la olla y arruina el pastel-, había descubierto a tiempo la superchería y repudiado a la tramposa que quería contrabandearle un entenado como hijo. Obligada a abortar, Sarita huyó de su familia encopetada, de su barrio residencial, de su apellido resonante, y, convertida en vagabunda, en los descampados de Bellavista y la Perla había adquirido la personalidad y el apodo de Marimacho. Desde entonces había jurado no entregarse nunca más a un hombre y vivir siempre, para todos los efectos prácticos (¿salvo, ay, el de los espermatozoides?), como varón.
Conocer la tragedia, aderezada de sacrilegio, trasgresión de tabúes, pisoteo de la moral civil y de mandamientos religiosos, de Sarita Huanca Salaverría, no canceló la pasión amorosa de Joaquín Hinostroza Bellmont; la robusteció. El hombre de la Perla concibió, incluso, la idea de curar a Marimacho de sus traumas y reconciliarla con la sociedad y los hombres; quiso hacer de ella, otra vez, una limeña femenina y coqueta, pícara y salerosa ¿como la Perricholi?
Al mismo tiempo que su fama crecía y era solicitado para arbitrar partidos internacionales en Lima y en el extranjero, y recibía ofertas para trabajar en México, Brasil, Colombia, Venezuela, que él, patriotismo de sabio que renuncia a las computadoras de Nueva York para seguir experimentando con las cobayas tuberculosas de San Fernando, siempre rechazó, su asedio al corazón de la incestuosa se hizo más tenaz.
Y le pareció entrever algunas señales -humo apache en las colinas, tam-tams en la floresta africana- de que Sarita Huanca Salaverría podía ceder. Una tarde, luego de un café con medialunas en el Haití de la Plaza de Armas, Joaquín pudo retener entre las suyas la diestra de la muchacha por más de un minuto (exacto: su cabeza de árbitro lo cronometró). Poco después, hubo un partido en que la Selección Nacional se enfrentó a una pandilla de homicidas, de un país de escaso renombre -¿Argentina o algo así?-, que se presentaron a jugar con los zapatos acorazados de clavos y rodilleras y coderas que, en verdad, eran instrumentos para malherir al adversario. Sin atender a sus argumentos (por lo demás ciertos) de que en su país era costumbre jugar al fútbol así -¿cabeceándolo con la tortura y el crimen?-, Joaquín Hinostroza Bellmont los fue expulsando de la cancha, hasta que el equipo peruano ganó técnicamente por falta de competidores. El árbitro, por supuesto, salió en hombros de la multitud y Sarita Huanca Salaverría, cuando estuvieron solos, -¿arranque de peruanidad? ¿sensiblería deportiva?- le echó los brazos al cuello y lo besó. Una vez que estuvo enfermo (la cirrosis, discreta, fatídica, iba mineralizando el hígado del hombre de los Estadios y comenzaba a provocarle crisis periódicas) lo atendió sin moverse de su lado, la semana que permaneció en el Hospital Carrión y Joaquín la vio, una noche, derramar algunas lágrimas ¿por él? Todo esto lo envalentonaba y cada día le proponía, con argumentos renovados, matrimonio. Era inútil. Sarita Huanca Salaverría asistía a todos los partidos que él interpretaba (los cronistas comparaban sus arbitrajes al manejo de una sinfonía), lo acompañaba al extranjero y hasta se había mudado a la Pensión Colonial donde Joaquín vivía con su hermana pianista y sus ancianos padres. Pero se negaba a que esa fraternidad dejara de ser casta y se convirtiera en refocilo. La incertidumbre, margarita cuyos pétalos no se termina jamás de deshojar, fue agravando el alcoholismo de Joaquín Hinostroza Bellmont, a quien acabó por verse más borracho que sobrio.
El alcohol fue el talón de Aquiles de su vida profesional, el lastre que, decían los entendidos, le impidió arbitrar en Europa. ¿Cómo se explica, de otra parte, que un hombre que bebía tanto hubiera podido ejercer una profesión de tantos rigores físicos? El hecho es que, enigmas que empiedran la historia, desenvolvió ambas vocaciones al mismo tiempo, y, a partir de la treintena, ambas fueron simultáneas: Joaquín Hinostroza Bellmont comenzó a arbitrar partidos borracho como una cuba y a seguirlos arbitrando imaginativamente en las cantinas.
El alcohol no amortiguaba su talento: ni empañaba su vista, ni debilitaba su autoridad, ni demoraba su carrera. Es verdad que, alguna vez, en medio de un partido se le vio atacado de hipos, y que, calumnias que enturbian el aire y acuchillan la virtud, se aseguraba que una vez, aquejado de sahariana sed, arrebató a un enfermero que corría a auxiliar a un jugador una botella de linimento y se la bebió como agua fresca. Pero estos episodios -anecdotario pintoresco, mitología del genio- no interrumpieron su carrera de éxitos.
Así, entre los atronadores aplausos del Estadio y las penitentes borracheras con que trataba de calmar los remordimientos -pinzas de inquisidor que hurgan las carnes, potro que descoyunta los huesos-, en su alma de misionero de la verdadera fe (¿testigos de Jehová?), por haber violado inopinadamente, en una noche loca de la juventud, a una menor de la Victoria (¿Sarita Huanca Salaverría?), llegó Joaquín Hinostroza Bellmont a la flor de la edad: la cincuentena. Era un hombre de frente ancha, nariz aguileña, mirada penetrante, rectitud y bondad en el espíritu, que había trepado a la cumbre de su profesión.
En esas circunstancias le tocó a Lima ser escenario del más importante encuentro futbolístico del medio siglo, la final del Campeonato Sudamericano entre dos equipos que, en las eliminatorias, habían, cada uno por su lado, infligido deshonrosas goleadas a sus adversarios: Bolivia y Perú. Aunque la costumbre aconsejaba que arbitrara ese partido un réferi de país neutral, los dos equipos, y con especial insistencia -hidalguía del Altiplano, nobleza colla, pundonor aymara- los extranjeros, exigieron que fuera el famoso Joaquín Hinostroza Marroquín quien arbitrara el partido. Y como jugadores, suplentes y entrenadores amenazaron con una huelga si no se les satisfacía, la Federación accedió y el Testigo de Jehová recibió la misión de gobernar ese match que todos profetizaban memorable.
Las acérrimas nubes grises de Lima se despejaron ese domingo para que el sol calentara el encuentro. Muchas personas habían pasado la noche a la intemperie, con la ilusión de conseguir entradas (era sabido que estaban agotadas hacía un mes). Desde el amanecer, todo el entorno del Estadio Nacional se volvió un hervor de gentes en pos de revendedores y dispuestas a cualquier delito por entrar. Dos horas antes del partido, en el Estadio no cabía un alfiler. Varios centenares de ciudadanos del gran país del Sur (¿Bolivia?), llegados hasta Lima desde sus limpias alturas en avión, auto y a pie, se habían concentrado en la Tribuna de Oriente. Los vítores y maquinitas de visitantes y aborígenes caldeaban el ambiente, en espera de los equipos.
Ante la magnitud de la concentración popular, las autoridades habían tomado precauciones. La más célebre brigada de la Guardia Civil, aquella que, en pocos meses -heroísmo y abnegación, audacia y urbanidad- había limpiado de delincuentes y malvados el Callao, fue traída a Lima a fin de garantizar la seguridad y la convivencia ciudadanas en la tribuna y en las canchas. Su jefe, el célebre capitán Lituma, terror del crimen, se paseaba afiebradamente por el Estadio y recorría las puertas y calles adyacentes, verificando si las patrullas permanecían en sus sitios y dictando inspiradas instrucciones a su aguerrido adjunto, el sargento Jaime Concha.
En la Tribuna Occidental, magullados entre la masa rugiente y casi sin respiración, se encontraban al darse el pitazo inicial, además de Sarita Huanca Salaverría -quien, masoquismo de víctima que vive prendada de su violador, no se perdía jamás los partidos que arbitraba-, el venerable don Sebastián Bergua, recientemente incorporado del lecho de dolor donde yacía por las cuchilladas que recibió del propagandista médico Luis Marroquín Bellmont (¿quien estaba en el Estadio, en la Tribuna Norte, por un permiso especialísimo de la Dirección de Prisiones?), su esposa Margarita y su hija Rosa, ya del todo restablecida de los mordiscos que recibiera -oh infausto amanecer selvático- de una camada de ratas.
Nada hacía presagiar la tragedia, cuando Joaquín Hinostroza (¿Tello? ¿Delfín?) -quien, como de costumbre, había sido obligado a dar la vuelta olímpica agradeciendo aplausos-, apuesto, ágil, arrancó el partido. Al contrario, todo transcurría en una atmósfera de entusiasmo y caballerosidad: las acciones de los jugadores, los aplausos de las barras que premiaban los avances de los delanteros y las atajadas de los guardametas. Desde el primer momento fue notorio que se cumplirían los oráculos: el juego estaba equilibrado y aunque pundonoroso era recio. Más creativo que nunca, Joaquín Hinostroza (¿Abril?) se deslizaba sobre el césped como en patines, sin estorbar a los jugadores y colocándose siempre en el ángulo más afortunado, y sus decisiones, severas pero justas, impedían que, ardores de la contienda que la vuelven gresca, el partido degenerara en violencia. Pero, fronteras de la condición humana, ni un santo Testigo de Jehová podía impedir que se cumpliera lo que, indiferencia de fakir, flema de inglés, había urdido el destino.
El mecanismo infernal irremisiblemente comenzó a marchar, en el segundo tiempo, cuando los equipos iban uno a uno y los espectadores se hallaban afónicos y con las manos ardiendo. El capitán Lituma y el sargento Concha se decían, cándidamente, que todo iba bien: ni un solo incidente -robo, pelea, extravío de niño- había venido a malograr la tarde.
Pero he aquí que a las cuatro y trece minutos, a los cincuenta mil espectadores les fue dado conocer lo insólito. Del fondo más promiscuo de la Tribuna Sur, de pronto -negro, flaco, altísimo, dientón-, emergió un hombre que escaló livianamente el enrejado e irrumpió en la cancha dando gritos incomprensibles. No sorprendió tanto a la gente verlo casi desnudo -llevaba apenas un taparrabos colgado de la cintura- como que, de pies a cabeza, tuviera el cuerpo lleno de incisiones. Un ronquido de pánico estremeció las Tribunas; todos comprendieron que el tatuado se proponía victimar al árbitro. No había duda: el gigante aullador corría directamente hacia el ídolo de la afición (¿Gumercindo Hinostroza Delfín?), quien, absorto en su arte, no lo había visto y seguía modelando el partido.
¿Quién era el inminente agresor? ¿Tal vez el polizonte aquel, llegado misteriosamente al Callao, y sorprendido por la ronda nocturna? ¿Era el mismo infeliz al que las autoridades habían eutanásicamente decidido ejecutar y al que el sargento (¿Concha?) perdonó la vida en una noche oscura? Ni el capitán Lituma ni el sargento Concha tuvieron tiempo de averiguarlo. Comprendiendo que, si no procedían en el acto, una gloria nacional podía sufrir un atentado, el capitán -superior y subordinado tenían un método para entenderse con movimientos de pestañas- ordenó al sargento que actuara. Jaime Concha, entonces, sin ponerse de pie, sacó su pistola y disparó sus doce tiros, que fueron todos a incrustarse (cincuenta metros más allá) en distintas partes del calato. De este modo, el sargento venía a cumplir, más vale tarde que nunca dice el refrán, la orden recibida, porque, en efecto, ¡se trataba del polizonte del Callao!
Bastó que viera acribillado a balazos al potencial verdugo de su ídolo, al que un instante atrás odiaba, para que inmediatamente -veleidades de frívola sentimental, coqueterías de hembra mudable- la muchedumbre se solidarizara con él, lo convirtiera en víctima, y se enemistara con la Guardia Civil. Una silbatina que ensordeció a los pájaros del cielo se elevó por los aires en la que las Tribunas de sombra y de sol entonaban su cólera por el espectáculo del negro que, allá, sobre la tierra, se iba quedando sin sangre por doce agujeros. Los balazos habían desconcertado a los peones, pero el Gran Hinostroza (¿Téllez Unzátegui?), fiel a sí mismo, no había permitido que se interrumpiera la fiesta, y seguía luciéndose, alrededor del cadáver del espontáneo, sordo ante la silbatina, a la que ahora se añadían interjecciones, alaridos, insultos. Ya comenzaban a caer -multicolores, volanderos- los emisarios del que pronto sería diluvio de cojines contra el destacamento policial del capitán Lituma. Éste olfateó el huracán y decidió actuar rápido. Ordenó que los guardias prepararan las granadas lacrimógenas. Quería evitar una sangría a toda costa. Y unos momentos después, cuando ya las barreras habían sido traspasadas en muchos puntos del redondel, y, aquí y allá, taurófilos enardecidos se precipitaban hacia el coso con belicosidad, ordenó a sus hombres que rociaran el perímetro con unas cuantas granadas. Las lágrimas y los estornudos, pensaba, calmarían a los iracundos y la paz reinaría de nuevo en la Plaza de Acho apenas el viento disipara los efluvios químicos. Dispuso asimismo que un grupo de cuatro guardias rodeara al sargento Jaime Concha, quien se había convertido en el objetivo de los exaltados: visiblemente, estaban decididos a lincharlo, aunque para ello tuvieran que enfrentarse al toro.
Pero el capitán Lituma olvidaba algo esencial; él mismo, dos horas atrás, para impedir que los aficionados sin entradas que rondaban la plaza, amenazantes, intentaran invadir el local por la fuerza, había ordenado bajar las rejas y cortinas metálicas que cerraban el acceso a los Tendidos. Así, cuando, puntuales ejecutores de órdenes, los guardias regalaron al público una bandada de granadas lacrimógenas, y aquí y allá, en pocos segundos, se elevaron pestilentes humaredas en los graderíos, la reacción de los espectadores fue huir. Atropelladamente, saltando, empujando, mientras se cubrían la boca con un pañuelo y comenzaban a llorar, corrieron hacia las salidas. Las correntadas humanas se vieron frenadas por las cortinas y rejas metálicas que las clausuraban. ¿Frenadas? Sólo unos segundos, los suficientes para que las primeras filas de cada columna, convertidas en arietes por la presión de quienes venían atrás, las abollaran, hincharan, rajaran y arrancaran de cuajo. De este modo, los vecinos del Rímac que, por azar, transitaban ese domingo alrededor de la Plaza de Toros a las cuatro y treinta minutos de la tarde, pudieron apreciar un espectáculo bárbaramente original: de pronto, en medio de un crepitar agónico, las puertas de Acho volaban en pedazos y comenzaban a escupir cadáveres apachurrados, que, bien vengas mal si vienes solo, eran encima pisoteados por la muchedumbre enloquecida que escapaba por los boquetes sanguinolentos.
Entre las primeras víctimas del holocausto bajopontino, les cupo figurar a los introductores de los Testigos de Jehová en el Perú: el moqueguano don Sebastián Bergua, su esposa Margarita, y su hija Rosa, la eximia tocadora de flauta dulce. Perdió a la religiosa familia lo que hubiera debido salvarla: su prudencia. Porque, apenas ocurrido el incidente del caníbal espontáneo, cuando éste acababa de ser despedazado por el cornúpeta, don Sebastián Bergua, cejas enarcadas y dedo dictatorial, había ordenado a su tribu: "En retirada". No era miedo, palabra que el predicador desconocía, sino buen tino, la idea que ni él ni sus parientes debían verse mezclados a ningún escándalo, para evitar que, amparados en ese pretexto, los enemigos trataran de enlodar el nombre de su fe. Así, la familia Bergua, apresuradamente, abandonó su Tendido de sol y bajaba las gradas hacia la salida cuando estallaron las granadas lacrimógenas. Se hallaban los tres, beatíficos, junto a la cortina metálica número seis, esperando que la levantaran, cuando vieron irrumpir a sus espaldas, tronante y lacrimal, a la multitud. No tuvieron tiempo de arrepentirse de los pecados que no tenían cuando fueron literalmente desintegrados (¿hechos puré, sopa humana?) contra la cortina metálica, por la masa empavorecida. Un segundo antes de pasar a esa otra vida que él negaba, don Sebastián alcanzó todavía a gritar, terco, creyente y heterodoxo: "El Cristo murió en un árbol, no en una cruz".
La muerte del desequilibrado acuchillador de don Sebastián Bergua, y violador de doña Margarita y de la artista, fue, ¿cabria la expresión?, menos injusta. Porque, estallada la tragedia, el joven Marroquín Delfín creyó llegada su oportunidad: en medio de la confusión, huiría del agente que la Dirección de Prisiones le había destinado como acompañante para que viera la histórica corrida, y escaparía de Lima, del Perú, y, en el extranjero, con otro nombre, iniciaría una nueva vida de locura y crímenes. Ilusiones que se pulverizarían cinco minutos después, cuando, en la puerta de salida número cinco, a (¿Lucho? ¿Ezequiel?) Marroquín Delfín y al agente de prisiones Chumpitaz, que lo tenía de la mano, les tocó el dudoso honor de formar parte de la primera fila de taurófilos triturados por la multitud. (Los dedos entrelazados del policía y el propagandista médico, aunque cadáveres, dieron que hablar.)
El deceso de Sarita Huanca Salaverría tuvo, al menos, la elegancia de ser menos promiscuo. Constituyó un caso de malentendido garrafal, de equivocada evaluación de actos e intenciones por parte de la autoridad. Al estallar los incidentes, ver al caníbal comeado, los humos de las granadas, oír los aullidos de los fracturados, la muchacha de Tingo María decidió que, pasión de amor que quita el miedo a la muerte, debía estar junto al hombre que amaba. A la inversa de la afición, entonces, bajó, hacia el redondel, lo que la salvó de perecer aplastada. Pero no la salvó de la mirada de águila del capitán Lituma, quien advirtiendo, entre las nubes de gas que se expandían, una figurilla incierta y desalada, que saltaba el burladero y corría hacia el diestro (quien, pese a todo, seguía citando al animal y haciendo pases de rodillas), y convencido de que su obligación era impedir, mientras le quedara un hálito de vida, que el matador fuera agredido, sacó su revólver y de tres rápidos disparos cortó en seco la carrera y la vida de la enamorada: Sarita vino a caer muerta a los pies mismos de Gumercindo Bellmont.
El hombre de la Perla fue el único, entre los muertos de esa tarde griega, que falleció de muerte natural. Si se puede llamar natural al fenómeno, insólito en tiempos prosaicos, de un hombre al que el espectáculo de su bienamada, muerta a sus pies, le paraliza el corazón y mata. Cayó junto a Sarita y alcanzaron los dos, con el último aliento, a estrecharse y entrar así, unidos, en la noche de los amantes desgraciados (¿como ciertos Julieta y Romeo?)…
Para entonces, el custodio del orden de inmaculada foja de servicios, considerando con melancolía que, pese a su experiencia y sagacidad, el orden no sólo había sido alterado sino que la Plaza de Acho y alrededores se habían convertido en un cementerio de insepultos cadáveres, utilizó la última bala que le quedaba para, lobo de mar que acompaña su barco al fondo del océano, volarse los sesos y acabar (viril ya que no exitosamente) su biografía. Apenas vieron perecer a su jefe, la moral de los guardias se descalabró; olvidaron la disciplina, el espíritu de cuerpo, el amor a la institución, y sólo pensaron en quitarse los uniformes, disimularse dentro de las ropas civiles que arranchaban a los muertos y escapar. Varios lo consiguieron. Pero no Jaime Concha, a quien los sobrevivientes, después de castrar, ahorcaron con su propio correaje de cuero en el travesaño del toril. Allí quedó el sano lector de Pato Donalds, el diligente centurión, columpiándose bajo el cielo de Lima, que, ¿queriendo ponerse a tono con lo sucedido?, se había encrespado de nubes y comenzaba a llorar su garúa de invierno…
¿Terminaría así, en dantesca carnicería, esta historia? ¿O, como la Paloma Fénix (¿la Gallina?), renacería de sus cenizas con nuevos episodios y personajes recalcitrantes? ¿Qué ocurriría con esta tragedia taurina?