III

Volví a ver a Pedro Camacho pocos días después del incidente. Eran las siete y media de la mañana, y, luego de preparar el primer boletín, estaba yendo a tomar un café con leche al Bransa, cuando, al pasar por la ventanilla de la portería de Radio Central, divisé mi Remington. La sentí funcionando, oí el sonido de sus gordas teclas contra el rodillo, pero no vi a nadie detrás de ella. Metí la cabeza por la ventana y el mecanógrafo era Pedro Camacho. Le habían instalado una oficina en el cubículo del portero. En el cuarto, de techo bajo y paredes devastadas por la humedad, la vejez y los graffiti, había ahora un escritorio en ruinas pero tan aparatoso como la máquina que tronaba sobre sus tablas. Las dimensiones del mueble y de la Remington se tragaban literalmente la figurilla de Pedro Camacho. Había añadido al asiento un par de almohadas, pero aun así su cara sólo llegaba a la altura del teclado, de modo que escribía con las manos al nivel de los ojos y daba la impresión de estar boxeando. Su concentración era absoluta, no advertía mi presencia pese a estar a su lado. Tenía los desorbitados ojos fijos en el papel, tecleaba con dos dedos, se mordía la lengua. Llevaba el terno negro del primer día, no se había quitado el saco ni la corbatita de lazo y al verlo así, absorto y atareado, con su cabellera y su atuendo de poeta decimonónico, rígido y grave, sentado frente a ese escritorio y esa máquina que le quedaban tan grandes y en esa cueva que les quedaba a los tres tan chica, tuve una sensación de algo entre lastimoso y cómico.

– Qué madrugador, señor Camacho -lo saludé, metiendo la mitad del cuerpo en la habitación.

Sin apartar los ojos del papel, se limitó a indicarme, con un movimiento autoritario de la cabeza, que me callara o esperase, o ambas cosas. Opté por lo último, y, mientras él terminaba su frase, observé que tenía la mesa cubierta de papeles mecanografiados, y que en el suelo había algunas hojas arrugadas, enviadas allí a falta de basurero. Poco después apartó las manos del teclado, me miró, se puso de pie, me estiró su diestra ceremoniosa y respondió a mi saludo con una sentencia:

– Para el arte no hay horario. Muy buenos días, mi amigo.

No averigüé si sentía claustrofobia en ese cubil porque, estaba seguro, me hubiera contestado que al arte le convenía la incomodidad. Más bien, lo invité a tomar un café. Consultó un artefacto prehistórico que bailoteaba en su muñeca delgadita y murmuró: "Después de hora y media de producción, me merezco un refrigerio". Camino del Bransa, le pregunté si siempre empezaba a trabajar tan temprano y me repuso que, en su caso, a diferencia de otros "creadores", la inspiración era proporcional a la luz del día.

– Amanece con el sol y con él va calentando -me explicó, musicalmente, mientras, a nuestro alrededor, un muchacho soñoliento barría el aserrín lleno de puchos y suciedades del Bransa-. Comienzo a escribir con la primera luz. Al mediodía mi cerebro es una antorcha. Luego va perdiendo fuego y a eso de la tardecita paro porque sólo quedan brasas. Pero no importa, ya que en las tardes y en las noches es cuando más rinde el actor. Tengo mi sistema bien distribuido.

Hablaba demasiado en serio y me di cuenta que apenas parecía notar que yo seguía allí; era de esos hombres que no admiten interlocutores sino oyentes. Como la primera vez, me sorprendió la absoluta falta de humor que había en él, pese a las sonrisas de muñeco -labios que se levantan, frente que se arruga, dientes que asoman- con que aderezaba su monólogo. Todo lo decía con una solemnidad extrema, lo que, sumado a su perfecta dicción, a su físico, a su ropaje extravagante y a sus ademanes teatrales, le daba un aire terriblemente insólito. Era evidente que creía al pie de la letra todo lo que decía: se lo notaba, a la vez, el hombre más afectado y el más sincero del mundo. Traté de descenderlo de las alturas artísticas en las que peroraba al terreno mediocre de los asuntos prácticos y le pregunté si ya se había instalado, si tenía amigos aquí, cómo se sentía en Lima. Esos temas terrenales le importaban un comino. Con un dejo impaciente me contestó que había conseguido un “atélier" no lejos de Radio Central, en el jirón Quilca, y que se sentía a sus anchas en cualquier parte, porque ¿acaso la patria del artista no era el mundo? En vez de café pidió una infusión de yerbaluisa y menta, que, me instruyó, además de grata al paladar, "entonaba la mente". La apuró a sorbos cortos y simétricos, como si contara el tiempo exacto para llevarse la taza a la boca, y, apenas terminó, se puso de pie, insistió en repartir la cuenta, y me pidió que lo acompañara a comprar un plano con los barrios y calles de Lima. Encontramos lo que quería en un puesto ambulante del jirón de la Unión. Estudió el plano desplegándolo contra el cielo y aprobó con satisfacción los colorines que diferenciaban a los distritos. Exigió un recibo por los veinte soles que costaba.

– Es un instrumento de trabajo y deben abonarlo los mercaderes -decretó, mientras regresábamos a nuestros trabajos. También su andar era original: rápido y nervioso, como si temiera perder el tren. En la puerta de Radio Central, al despedirnos, me señaló su apretada oficina como quien exhibe un palacio:

– Está prácticamente en la calle -dijo, contento consigo mismo y con las cosas-. Es como si trabajara en la vereda.

– ¿No lo distrae tanto ruido de gente y de autos? -me atreví a insinuar.

– Al contrario -me tranquilizó, feliz de gratificarme con una última fórmula:- Yo escribo sobre la vida y mis obras exigen el impacto de la realidad.

Ya me iba, cuando volvió a llamarme con el dedo índice. Mostrándome el plano de Lima, me pidió de manera misteriosa que, más tarde o mañana, le proporcionara algunos datos. Le dije que encantado.

En mi altillo de Panamericana, encontré a Pascual con el boletín de las nueve listo. Comenzaba con una de esas noticias que le gustaban tanto. La había copiado de "La Crónica", enriqueciéndola con adjetivos de su propio acervo: "En el proceloso mar de las Antillas, se hundió anoche el carguero panameño 'Shark', pereciendo sus ocho tripulantes, ahogados y masticados por los tiburones que infestan el susodicho mar". Cambié "masticados" por "devorados" y suprimí "proceloso" y "susodicho" antes de darle el visto bueno. No se enojó, porque Pascual no se enojaba nunca, pero dejó sentada su protesta:

– Este don Mario, siempre jodiéndome el estilo.

Toda esa semana había estado tratando de escribir un cuento, basado en una historia que conocía por mi tío Pedro, quien era médico en una hacienda de Ancash. Un campesino asustó a otro, una noche, disfrazándose de "pishtaco" (diablo) y saliéndole al encuentro en medio del cañaveral. La víctima de la broma se había asustado tanto que descargó su machete sobre el "pishtaco" y lo mandó al otro mundo con el cráneo partido en dos. Luego, huyó al monte. Algún tiempo después, un grupo de campesinos, al salir de una fiesta, habían sorprendido a un "pishtaco" merodeando por el poblado y lo mataron a palos. El muerto resultó ser el asesino del primer "pishtaco", que usaba disfraz de diablo para visitar de noche a su familia. Los asesinos, a su vez, se habían echado al monte, y, disfrazados de "pishtacos", venían en las noches a la comunidad, donde dos de ellos habían sido ya exterminados a machetazos por aterrorizados campesinos, quienes, a su vez, etcétera. Lo que yo quería contar no era tanto lo ocurrido en la hacienda de mi tío Pedro, como el final que se me ocurrió: que en un momento dado, entre tanto "pishtaco" de mentiras, se deslizaba el diablo vivito y coleando. Iba a titular mi cuento "El salto cualitativo" y quería que fuese frío, intelectual, condensado e irónico como un cuento de Borges, a quien acababa de descubrir por esos días. Dedicaba al relato todos los resquicios de tiempo que me dejaban los boletines de Panamericana, la Universidad y los cafés del Bransa, y también escribía en casa de mis abuelos, a mediodía y en las noches. Esa semana no almorcé donde ninguno de mis tíos, ni hice las visitas acostumbradas a las primas, ni fui al cine. Escribía y rompía, o, mejor dicho, apenas había escrito una frase me parecía horrible y recomenzaba. Tenía la certeza de que una falta de caligrafía o de ortografía nunca era casual, sino una llamada de atención, una advertencia (del subconsciente, Dios o alguna otra persona) de que la frase no servía y era preciso rehacerla. Pascual se quejaba: "Caracho, si los Genaros descubren ese desperdicio de papel, lo pagaremos del sueldo". Por fin, un jueves creí tener el cuento acabado. Era un monólogo de cinco páginas; al final se descubría en el narrador al propio diablo. Le leí "El salto cualitativo" a Javier en mi altillo, después de El Panamericano de las doce.

– Excelente, hermano -sentenció, aplaudiendo-. ¿Pero todavía es posible escribir sobre el diablo? ¿Por qué no un cuento realista? ¿Por qué no suprimir al diablo y dejar que todo pase entre los "pishtacos" de mentiras? O, si no, un cuento fantástico, con todos los fantasmas que se te antojen. Pero sin diablos, sin diablos, porque eso huele a religión, a beatería, a cosas pasadas de moda.

Cuando se fue, hice añicos "El salto cualitativo", lo eché a la papelera, decidí olvidarme de los "pishtacos" y me fui a almorzar donde el tío Lucho. Allí me enteré que había brotado algo que parecía un romance entre la boliviana y alguien que yo conocía de oídas: el hacendado y senador arequipeño Adolfo Salcedo, emparentado de algún modo con la tribu familiar.

– Lo bueno del pretendiente es que tiene plata y posición y que sus intenciones con Julia son serias -comentaba mi tía Olga-. Le ha propuesto matrimonio.

Lo malo es que don Adolfo tiene cincuenta años y todavía no ha desmentido esa acusación terrible -replicaba el tío Lucho-. Si tu hermana se casa con él tendrá que ser casta o adúltera.

– Esa historia con Carlota es una de las típicas calumnias de Arequipa -discutía la tía Olga-. Adolfo tiene todo el aire de ser un hombre completo.

La "historia" del senador y de doña Carlota la conocía yo muy bien porque había sido tema de otro cuento que los elogios de Javier mandaron al basurero. Su matrimonio conmovió al Sur de la República pues don Adolfo y doña Carlota poseían ambos tierras en Puno y su alianza tenía resonancias latifundísticas. Habían hecho las cosas en grande, casándose en la bella Iglesia de Yanahuara, con invitados venidos de todo el Perú y un banquete pantagruélico. A las dos semanas de luna de miel, la novia habla plantado al marido en algún lugar del mundo y regresado escandalosamente sola a Arequipa y anunciado, ante la estupefacción general, que pediría la anulación del matrimonio a Roma. La madre de Adolfo Salcedo encontró a doña Carlota un domingo, a la salida de misa de once, y en el mismo atrio de la Catedral la increpó con furia:

– ¿Por qué abandonaste así a mi pobre hijo, bandida?

Con un gesto magnífico, la latifundista puneña había respondido en alta voz, para que oyera todo el mundo:

– Porque a su hijo, eso que tienen los caballeros sólo le sirve para hacer pipí, señora.

Había conseguido anular el matrimonio religioso y Adolfo Salcedo era una fuente inagotable de chistes en las reuniones familiares. Desde que había conocido a la tía Julia, la asediaba con invitaciones al Grill Bolívar y al "91", le regalaba perfumes y la bombardeaba con canastas de rosas. Yo estaba feliz con la noticia del romance y esperaba que la tía Julia apareciera para lanzarle algún dardo sobre su nuevo candidato. Pero me dejó con los crespos hechos porque fue ella la que, al presentarse en el comedor, a la hora del café -llegaba con un alto de paquetes- anunció con una carcajada:

– Los chismes eran ciertos. El senador Salcedo no resopla.

– Julia, por Dios, no seas malcriada -protestó la tía Olga-. Cualquiera creería que…

– Me lo ha contado él mismo, esta mañana -aclaró la tía Julia, feliz con la tragedia del latifundista.

Había sido muy normal hasta que cumplió veinticinco años. Entonces, durante unas infortunadas vacaciones en Estados Unidos, sobrevino el percance. En Chicago, San Francisco o Miami -la tía Julia no se acordaba- el joven Adolfo había conquistado (creía él) a una señora en un cabaret, y ella se lo llevó a un hotel, y estaba en plena acción cuando sintió en la espalda la punta de un cuchillo. Se volvió y era un tuerto que medía dos metros. No lo hirieron, no le pegaron, sólo le robaron el reloj, una medalla, sus dólares. Así comenzó. Nunca más. Desde entonces, vez que estaba con una dama e iba a entrar en acción sentía el frío del metal en la columna, veía la cara averiada del tuerto, se ponía a transpirar y se le bajaban los ánimos. Había consultado montones de médicos, de psicólogos, y hasta a un curandero de Arequipa, que lo hacía enterrarse vivo, las noches de luna, al pie de los volcanes,

– No seas mala, no te burles, pobrecito -temblaba de risa la tía Olga.

– Si estuviera segura que se va a quedar siempre así, me casaría con él, por su plata -decía inescrupulosamente la tía Julia-. ¿Pero y si yo lo curo? ¿Te imaginas a ese vejestorio tratando de recuperar el tiempo perdido conmigo?

Pensé en la felicidad que habría causado a Pascual la aventura del senador arequipeño, el entusiasmo con que le hubiera consagrado un boletín entero. El tío Lucho le advertía a la tía Julia que si se mostraba tan exigente no encontraría un marido peruano. Ella se quejaba de que, aquí también, como en Bolivia, los buenos mozos fueran pobres y los ricos feos, y de que cuando aparecía un buen mozo rico siempre estuviera casado. De pronto, se encaró conmigo y me preguntó si no había asomado toda esa semana por miedo a que me arrastrara otra vez al cine. Le dije que no, inventé exámenes, le propuse que fuéramos esa noche.

– Regio, a la del Leuro -decidió, dictatorialmente-. Es una película en la que se llora a mares.

En el colectivo, de regreso a Radio Panamericana, le estuve dando vueltas a la idea de intentar otra vez un cuento con la historia de Adolfo Salcedo; algo ligero y risueño, a la manera de Somerset Maugham, o de un erotismo malicioso, como en Maupassant. En la Radio, la secretaria de Genaro-hijo, Nelly, estaba riéndose sola en su escritorio. ¿Cuál era el chiste?

– Ha habido un lío en Radio Central entre Pedro Camacho y Genaro-papá -me contó-. El boliviano no quiere ningún actor argentino en los radioteatros o dice que se va. Consiguió que Luciano Pando y Josefina Sánchez lo apoyen y se ha salido con su gusto. Van a cancelarles los contratos, ¿qué bueno, no?

Había una feroz rivalidad entre los locutores, animadores y actores nativos y los argentinos -llegaban al Perú por oleadas, muchos de ellos expulsados por razones políticas- y me imaginé que el escriba boliviano había hecho esa operación para ganarse la simpatía de sus compañeros de trabajo aborígenes. Pero no, pronto descubrí que era incapaz de esa clase de cálculos. Su odio a los argentinos en general, y a los actores y actrices argentinos en particular, parecía desinteresado. Fui a verlo después del boletín de las siete, para decirle que tenía un rato libre y podía ayudarlo con los datos que necesitaba. Me hizo pasar a su cubil y con un gesto munificente me ofreció el único asiento posible, fuera de su silla: una esquina de la mesa que le servía de escritorio. Seguía con su saco y su corbatita de lazo, rodeado de papeles mecanografiados, que apilé cuidadosamente junto a la Remington. El plano de Lima, clavado con tachuelas, cubría parte de la pared. Tenía más colorines, unas extrañas figuras con lápiz rojo y unas iniciales distintas en cada barrio. Le pregunté qué eran esas marcas y letras.

Asintió, con una de esas sonrisitas mecánicas, en las que había siempre una íntima satisfacción y una especie de benevolencia. Acomodándose en la silla, peroró:

– Yo trabajo sobre la vida, mis obras se aferran a la realidad como la cepa a la vid. Para eso lo necesito. Quiero saber si ese mundo es o no es así.

Estaba señalándome el plano y yo acerqué la cabeza para tratar de descifrar lo que quería decirme. Las iniciales eran herméticas, no aludían a ninguna institución ni persona reconocible. Lo único claro era que había aislado en círculos rojos los barrios disímiles de Miraflores y San Isidro, de la Victoria y del Callao. Le dije que no entendía nada, que me explicara.

– Es muy fácil -me repuso, con impaciencia y voz de cura-. Lo más importante es la verdad, que siempre es arte y en cambio la mentira no, o sólo rara vez. Debo saber si Lima es como lo he marcado en el plano. Por ejemplo, ¿corresponden a San Isidro las dos Aes? ¿Es un barrio de Alto Abolengo, de Aristocracia Afortunada?

Hizo énfasis en las Aes iniciales, con una entonación que quería decir "Sólo los ciegos no ven la luz del sol". Había clasificado los barrios de Lima según su importancia social. Pero lo curioso era el tipo de calificativos, la naturaleza de la nomenclatura. En algunos casos había acertado, en otros la arbitrariedad era absoluta. Por ejemplo, admití que las iniciales MPA (Mesocracia Profesionales Amas de casa) convenía a Jesús María, pero le advertí que resultaba bastante injusto estampar en la Victoria y el Porvenir la atroz divisa VMMH (Vagos Maricones Maleantes Hetairas) y sumamente discutible reducir el Callao a MPZ (Marineros Pescadores Zambos) o el Cercado y el Agustino a FOLI (Fámulas Operarios Labradores Indios).

– No se trata de una clasificación científica sino artística -me informó, haciendo pases mágicos con sus manitas pigmeas-. No me interesa toda la gente que compone cada barrio, sino la más llamativa, la que da a cada sitio su perfume y su color. Si un personaje es ginecólogo debe vivir donde le corresponde y lo mismo si es sargento de la policía.

Me sometió a un interrogatorio prolijo y divertido (para mí, pues él mantenía su seriedad funeral) sobre la topografía humana de la ciudad y advertí que las cosas que le interesaban más se referían a los extremos: millonarios y mendigos, blancos y negros, santos y criminales, Según mis respuestas, añadía, cambiaba o suprimía iniciales en el plano con un gesto veloz y sin vacilar un segundo, lo que me hizo pensar que había inventado y usaba ese sistema de catalogación hacía tiempo. ¿Por qué había marcado sólo Miraflores, San Isidro, la Victoria y el Callao?

– Porque, indudablemente, serán los escenarios principales -dijo, paseando sus ojos saltones con suficiencia napoleónica sobre los cuatro distritos-. Soy hombre que odia las medias tintas, el agua turbia, el café flojo. Me gustan el sí o el no, los hombres masculinos y las mujeres femeninas, la noche o el día. En mis obras siempre hay aristócratas o plebe, prostitutas o madonas. La mesocracia no me inspira y tampoco a mi público.

– Se parece usted a los escritores románticos -se me ocurrió decirle, en mala hora.

– En todo caso, ellos se parecen a mí -saltó en su silla, con la voz resentida-. Nunca he plagiado a nadie. Se me puede reprochar todo, menos esa infamia. En cambio, a mí me han robado de la manera más inicua.

Quise explicarle que lo del parecido a los románticos no había sido dicho con ánimo de ofenderlo, que era una broma, pero no me oía porque, de pronto, se había enfurecido extraordinariamente, y, gesticulando como si se hallara ante un auditorio expectante, despotricaba con su magnífica voz:

– Toda Argentina está inundada de obras mías, envilecidas por plumíferos rioplatenses. ¿Se ha topado usted en la vida con argentinos? Cuando vea uno, cámbiese de vereda, porque la argentinidad, como el sarampión, es contagiosa.

Había palidecido y le vibraba la nariz. Apretó los dientes e hizo una mueca de asco. Me sentí confuso ante esa nueva expresión de su personalidad y balbuceé algo vago y general, era lamentable que en América Latina no hubiera una ley de derechos de autor, que no se protegiera la propiedad intelectual. Había vuelto a meter la pata.

– No se trata de eso, a mí no me importa ser plagiado -replicó, más furioso aún-. Los artistas no trabajamos por la gloria, sino por amor al hombre. Qué más quisiera yo que mi obra se difundiera por el mundo, aunque sea bajo otras rúbricas. Lo que no se les puede perdonar a los cacógrafos del Plata es que alteren mis libretos, que los encanallen. ¿Sabe usted lo que les hacen? Además de cambiarles los títulos y los nombres a los personajes, por supuesto. Los condimentan siempre con esas esencias argentinas…

– La arrogancia -lo interrumpí, seguro de dar esta vez en el clavo-, la cursilería,

Negó con la cabeza, despectivamente, y pronunció, con una solemnidad trágica y una voz lenta y cavernosa que retumbó en el cubil, las únicas dos palabrotas que le oí decir nunca:

– La cojudez y la mariconería.

Sentí deseos de jalarle la lengua, de saber por qué su odio a los argentinos era más vehemente que el de las gentes normales, pero, al verlo tan descompuesto, no me atreví. Hizo un gesto de amargura y se pasó una mano ante los ojos, como para borrar ciertos fantasmas. Luego, con expresión dolida, cerró las ventanas de su cubil, cuadró el rodillo de la Remington y le colocó su funda, se acomodó la corbatita de lazo, sacó de su escritorio un grueso libro que se puso bajo el sobaco y me indicó con un gesto que saliéramos. Apagó la luz y, de afuera, echó llave a su Cueva. Le pregunté qué libro era ése. Le pasó afectuosamente la mano por el lomo, en una caricia idéntica a la que podría haber hecho a un gato.

– Un viejo compañero de aventuras -Murmuró, con emoción, alcanzándomelo-. Un amigo fiel y un buen ayudante de trabajo

El libro, publicado en tiempos prehistóricos por Espasa Calpe -sus gruesas tapas tenían todas las manchas y rasguños del mundo y sus hojas estaban amarillentas- era de un autor desconocido y de prontuario pomposo (Adalberto Castejón de la Reguera, Licenciado por la Universidad de Murcia en Letras Clásicas, Gramática y Retórica), y el título era extenso: "Diez Mil Citas Literarias de los Cien Mejores Escritores del Mundo”. Tenía un subtítulo:”Lo que dijeron Cervantes, Shakespeare, Molière, etc., sobre Dios, la Vida, la Muerte, el Amor, el Sufrimiento, etc…”

Estábamos ya en la calle Belén. Al dale la mano se me ocurrió mirar el reloj. Sentí pánico: eran las diez de la noche. Tenía la sensación de haber estado media hora con el artista y en realidad el análisis sociológicochísmográfico de la ciudad y la abominación de los argentinos habían demorado tres. Corrí a Panamericana, convencido de que Pascual habría dedicado los quince minutos del boletín de las nueve a algún pirómano de Turquía o a algún infanticidio en el Porvenir. Pero las cosas no debían de haber ido tan mal, pues me encontré a los Genaros en el ascensor y no parecían furiosos. Me contaron que esa tarde habían firmado contrato con Lucho Gatica para que viniera una semana a Lima, como exclusividad de Panamericana. En mi altillo, revisé los boletines y eran pasables. Sin apurarme, fui a tomar el colectivo a Miraflores en la Plaza San Martín.

Llegué a la casa de los abuelos a las once de la noche; ya estaban durmiendo. Me dejaban siempre la comida en el horno, pero esta vez, además del plato de apanado con arroz y huevo frito -mi invariable menú- había un mensaje escrito con letra temblona: "Llamó tu tío Lucho. Que dejaste plantada a Julita, que tenían que ir al cine. Que eres un salvaje, que la llames para disculparte: el Abuelo".

Pensé que olvidarse de los boletines y de una cita con una dama por el escriba boliviano era demasiado. Me acosté incómodo y malhumorado por mi involuntaria malacrianza. Estuve dando vueltas antes de pescar el sueño, tratando de convencerme que era culpa de ella, por imponerme esas idas al cine, a esas horribles truculencias, y. buscando alguna excusa para cuando la llamara al día siguiente. No se me ocurrió ninguna plausible y no me atreví a decirle la verdad. Hice más bien un gesto heroico. Después del boletín de las ocho, fui a una florería del centro y le envié un ramo de rosas que me costó cien soles con una tarjeta en la que, después de mucho dudar, escribí lo que me pareció un prodigio de laconismo y elegancia: "Rendidas excusas”.

En la tarde hice algunos bocetos, entre boletín y boletín, de un cuento erótico-picaresco sobre la tragedia del senador arequipeño. Me proponía trabajar fuerte en él esa noche, pero Javier vino a buscarme después de El Panamericano y me llevó a una sesión de espiritismo, en los Barrios Altos. El médium era un escribano, a quien había conocido en las oficinas del Banco de Reserva. Me había hablado mucho de él, pues siempre le contaba sus percances con las almas, que acudían a comunicarse con él no sólo cuando las convocaba en sesiones oficiales, sino espontáneamente, en las circunstancias más inesperadas. Solían gastarle bromas, como hacer sonar el teléfono al amanecer: al descolgar el aparato escuchaba al otro lado de la línea la inconfundible risa de su bisabuela, muerta hacía medio siglo y domiciliada desde entonces (se lo había dicho ella misma) en el Purgatorio. Se le aparecían en los ómnibus, en los colectivos, caminando por la calle. Le hablaban al oído y él tenía que permanecer mudo e impasible (“desairarlas" parece que decía) a fin de que la gente no lo creyera loco. Yo, fascinado, le había pedido a Javier que organizara alguna sesión con el escribano-médium. Éste había aceptado, pero venía dando largas varias semanas, con pretextos climatológicos. Era indispensable esperar ciertas fases de la luna, el cambio de mareas y aun factores más especializados pues, al parecer, las ánimas eran sensibles a la humedad, las constelaciones, los vientos. Por fin había llegado el día.

Nos costó un triunfo dar con la casa del escribano-médium, un departamentito sórdido, apretado en el fondo de una quinta del jirón Cangallo. El personaje, en la realidad, era mucho menos interesante que en los cuentos de Javier. Sesentón, solterón, calvito, oloroso a linimento, tenía una mirada bovina y una conversación tan empecinadamente banal que nadie hubiera sospechado su promiscuidad con los espíritus. Nos recibió en una salita desvencijada y grasienta; nos convidó unas galletas de agua con trocitos de queso fresco y una parca mulita de pisco. Hasta que dieron las doce nos estuvo contando, con un aire convencional, sus experiencias del más allá. Habían comenzado al enviudar, veinte años atrás. La muerte de su mujer lo había sumido en una tristeza inconsolable, hasta que un día un amigo lo salvó, mostrándole el camino del espiritismo. Era lo más importante que le había pasado en la vida:

– No sólo porque uno tiene la oportunidad de seguir viendo y oyendo a los seres queridos -nos decía, con el tono que se comenta una fiesta de bautizo-, sino porque distrae mucho, las horas se van sin darse cuenta.

Escuchándolo, se tenía la impresión de que hablar con los muertos era algo comparable, en esencia, a ver una película o un partido de fútbol (y, sin duda, menos divertido). Su versión de la otra vida era terriblemente cotidiana, desmoralizadora. No había diferencia alguna de "cualidad" entre allá y aquí, a juzgar por las cosas que le contaban: los espíritus se enfermaban, se enamoraban, se casaban, se reproducían, viajaban y la única diferencia era que nunca se morían. Yo le lanzaba miradas homicidas a Javier, cuando dieron las doce. El escribano nos hizo sentar alrededor de la mesa (no redonda sino cuadrangular), apagó la luz, nos ordenó unir las manos. Hubo unos segundos de silencio y yo, nervioso con la espera, tuve la ilusión de que la cosa iba a ponerse interesante. Pero comenzaron a presentarse los espíritus y el escribano, con la misma voz doméstica, empezó a preguntarles las cosas más aburridas del mundo: "¿Y cómo estás, pues, Zoilita? Encantado de oírte; aquí me tienes, pues, con estos amigos, muy buenas personas, interesados en conectarse con el mundo tuyo, Zoilita. ¿Cómo, qué cosa? ¿Que los salude? Cómo no, Zoilita, de tu parte. Dice que los salude con todo cariño y que si pueden recen por ella de vez en cuando para que salga más pronto del Purgatorio". Después de Zoilita se presentaron una serie de parientes y amigos con los que el escribano mantuvo diálogos semejantes. Todos estaban en el Purgatorio, todos nos enviaron saludos, todos pedían rezos. Javier se empeñó en llamar a alguien que estuviera en el Infierno, para que nos sacara de dudas, pero el médium, sin vacilar un segundo, nos explicó que era imposible: los de allí sólo podían ser citados los tres primeros días de mes impar y apenas se les oía la voz. Javier pidió entonces al ama que había criado a su madre y a él y a sus hermanos. Doña Gumercinda compareció, mandó saludos, dijo que recordaba a Javier con mucho cariño y que ya estaba haciendo sus ataditos para salir del Purgatorio e ir al encuentro del Señor. Yo pedí al escribano que llamara a mi hermano Juan, y, sorprendentemente (porque nunca había tenido hermanos), vino y me hizo decir, por la benigna voz del médium, que no debía preocuparme por él pues estaba con Dios y que siempre rezaba por mí. Tranquilizado con esta noticia, me despreocupé de la sesión y me dediqué a escribir mentalmente mi cuento sobre el senador. Se me ocurrió un título enigmático: "La cara incompleta". Decidí, mientras Javier, incansable, exigía al escribano que convocara algún ángel, o, al menos, algún personaje histórico como Manco Cápac, que el senador terminaría resolviendo su problema mediante una fantasía freudiana: pondría a su esposa, en el momento del amor, un parche de pirata en el ojo.

La sesión terminó cerca de las dos de la madrugada. Mientras caminábamos por las calles de los Barrios Altos, en busca de un taxi que nos llevara hasta la Plaza San Martín para tomar el colectivo, yo enloquecía a Javier diciéndole que por su culpa el más allá había perdido para mí poesía y misterio, que por su culpa había tenido la evidencia de que todos los muertos se volvían imbéciles, que por su culpa ya no podría ser agnóstico y tendría que vivir con la certidumbre de que, en la otra vida, que existía, me esperaba una eternidad de cretinismo y aburrimiento. Encontramos un taxi y en castigo lo pagó Javier.

En casa, junto al apanado, huevo y arroz, encontré otro mensaje: "Te llamó Julita. Que recibió tus rosas, que están muy lindas, que le gustaron mucho. Que no creas que por las rosas te librarás de llevarla al cine cualquiera de estos días: el Abuelo".

Al día siguiente era cumpleaños del tío Lucho. Le compré una corbata de regalo y me disponía a ir a su casa al mediodía, pero Genaro-hijo se me presentó intempestivamente en el altillo y me obligó a ir a almorzar con él en el Raimondi. Quería que lo ayudara a redactar los avisos que publicaría ese domingo en los diarios, anunciando los radioteatros de Pedro Camacho, que arrancaban el lunes. ¿No hubiera sido más lógico que el propio artista interviniera en la redacción de esos avisos?

– La vaina es que se ha negado -me explicó Genaro-hijo, fumando como una chimenea-. Sus libretos no necesitan publicidad mercenaria, se imponen solos y no sé qué otras tonterías. El tipo está resultando complicado, muchas manías. ¿Supiste lo de los argentinos, no? Nos ha obligado a rescindir contratos, a pagar indemnizaciones. Espero que sus programas justifiquen estos engreimientos.

Mientras redactábamos los avisos, despachábamos dos corvinas, bebíamos cerveza helada y veíamos, de tanto en tanto, desfilar por las vigas del Raimondi esos grises ratoncitos que parecen puestos allí como prueba de antigüedad del local, Genaro-hijo me contó otro conflicto que había tenido con Pedro Camacho. La razón: los protagonistas de los cuatro radioteatros con que debutaba en Lima. En los cuatro, el galán era un cincuentón "que conservaba maravillosamente la juventud".

– Le hemos explicado que todos los surveys han demostrado que el público quiere galanes de entre treinta y treinta y cinco años, pero es una mula -se afligía Genaro-hijo, echando humo por la boca y la nariz-. ¿Y si he metido la pata y el boliviano es un fracaso descomunal?

Recordé que, en un momento de nuestra conversación de la víspera en su cubil de Radio Central, el artista había dogmatizado, con fuego, sobre los cincuenta años del hombre. La edad del apogeo cerebral y de la fuerza sensual, decía, de la experiencia digerida. La edad en que se era más deseado por las mujeres y más temido por los hombres. Y había insistido, sospechosamente, en que la vejez era algo "optativo". Deduje que el escriba boliviano tenía cincuenta años y que lo aterraba la vejez: un rayito de debilidad humana en ese espíritu marmóreo.

Cuando terminamos de redactar los avisos era tarde para dar un salto a Miraflores, de modo que telefoneé al tío Lucho para decirle que iría a abrazarlo a la noche. Supuse que encontraría una aglomeración de familiares festejándolo, pero no había nadie, aparte de la tía Olga y la tía Julia. Los parientes habían desfilado por la casa durante el día. Estaban tomando whiskies y me sirvieron una copa. La tía Julia me agradeció otra vez las rosas -las vi sobre el aparador de la sala y eran poquísimas- y se puso a bromear, como siempre, pidiéndome que confesara qué clase de "programa" me había salido la noche que la dejé plantada: ¿alguna "piba" de la Universidad, alguna huachafita de la Radio? Llevaba un vestido azul, zapatos blancos, maquillaje y peinado de peluquería; se reía con una risa fuerte y directa y tenía voz ronca y ojos insolentes. Descubrí, algo tardíamente, que era una mujer atractiva. El tío Lucho, en un arrebato de entusiasmo, dijo que cincuenta años se cumplían sólo una vez en la vida y que nos fuéramos al Grill Bolívar. Pensé que por segundo día consecutivo tendría que dejar de lado la redacción de mi cuento sobre el senador eunuco y pervertido (¿y si le ponía ese título?). Pero no lo lamenté, me sentí muy contento de verme embarcado en esa fiesta. La tía Olga, después de examinarme, dictaminó que mi facha no era la más adecuada para el Grill Bolívar e hizo que el tío Lucho me prestara una camisa limpia y una corbata llamativa que compensaran un poco lo viejo y arrugado del terno. La camisa me quedó grande, y yo sentía angustia por mi cuello bailando en el aire (lo que dio lugar a que la tía Julia comenzara a llamarme Popeye).

Nunca había ido al Grill Bolívar y me pareció el lugar más refinado y elegante del mundo, y la comida la más exquisita que había probado jamás. Una orquesta tocaba boleros, pasodobles, blues, y la estrella del show era una francesa, blanca como la leche, que recitaba acariciadoramente sus canciones mientras daba la impresión de masturbar el micro con las manos, y a la que el tío Lucho, de un buen humor que crecía con las copas, vitoreaba en una jerigonza que él llamaba francés: "¡Vravoooo! ¡Vravoooo mamuasel cherí!". El primero en lanzarse a bailar fui yo, que arrastré a la tía Olga a la pista, ante mi propia sorpresa, pues no sabía bailar (estaba entonces firmemente convencido de que una vocación literaria era incompatible con el baile y los deportes), pero, felizmente, había mucha gente, y, en la apretura y penumbra, nadie pudo advertirlo. La tía Julia, a su vez, hacía pasar un mal rato al tío Lucho obligándolo a bailar separado de ella y haciendo figuras. Ella bailaba bien y las miradas de muchos señores la seguían.

La pieza siguiente saqué a la tía Julia y la previne que no sabía bailar, pero, como tocaban un lentísimo blue, desempeñé mi función con decoro. Bailamos un par de piezas y nos fuimos alejando insensiblemente de la mesa del tío Lucho y la tía Olga. En el instante en que, terminada la música, la tía Julia hacía un movimiento para apartarse de mí, la retuve y la besé en la mejilla, muy cerca de los labios. Me miró con asombro, como si presenciara un prodigio. Había cambio de orquesta y debimos regresar a la mesa. Allí, la tía Julia se puso a hacer bromas al tío Lucho sobre los cincuenta años, edad a partir de la cual los hombres se volvían viejos verdes. A ratos me lanzaba una rápida ojeada, como para verificar si yo estaba realmente ahí, y en sus ojos se podía leer clarísimo que todavía no le cabía en la cabeza que la hubiera besado. La tía Oiga estaba ya cansada y quería que nos fuéramos, pero yo insistí en bailar una pieza más. "El intelectual se corrompe", constató el tío Lucho y arrastró a la tía Olga a bailar la pieza del estribo. Yo saqué a la tía Julia y mientras bailábamos ella permanecía (por primera vez) muda. Cuando, entre la masa de parejas, el tío Lucho y la tía Olga quedaron distanciados, la estreché un poco contra mí y le junté la mejilla. La oí murmurar, confusa: "Oye, Marito…”, pero la interrumpí diciéndole al oído: "Te prohíbo que me vuelvas a llamar Marito". Ella separó un poco la cara para mirarme e intentó sonreír, y entonces, en una acción casi mecánica, me incliné y la besé en los labios. Fue un contacto muy rápido pero no lo esperaba y la sorpresa hizo que esta vez dejara un momento de bailar. Ahora su estupefacción era total: abría los ojos y estaba con la boca abierta. Cuando terminó la pieza, el tío Lucho pagó la cuenta y nos fuimos. En el trayecto a Miraflores -íbamos los dos en el asiento de atrás- cogí la mano de la tía Julia, la apreté con ternura y la mantuve entre las mías. No la retiró, pero se la notaba aún sorprendida y no abría la boca. Al bajar, en casa de los abuelos, me pregunté cuántos años mayor que yo sería.

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