El matrimonio con la tía Julia fue realmente un éxito y duró bastante más de lo que todos los parientes, y hasta ella misma, habían temido, deseado o pronosticado: ocho años. En ese tiempo, gracias a mi obstinación y a su ayuda y entusiasmo, combinados con una dosis de buena suerte, otros pronósticos (sueños, apetitos) se hicieron realidad. Habíamos llegado a vivir en la famosa buhardilla de París y yo, mal que mal, me había hecho un escritor y publicado algunos libros. No terminé nunca la carrera de abogado, pero, para indemnizar de algún modo a la familia y para poder ganarme la vida con más facilidad, saqué un título universitario, en una perversión académica tan aburrida como el Derecho: la Filología Románica.
Cuando la tía Julia y yo nos divorciamos hubo en mi dilatada familia copiosas lágrimas, porque todo el mundo (empezando por mi madre y mi padre, claro está) la adoraba. Y cuando, un año después, volví a casarme, esta vez con una prima (hija de la tía Olga y el tío Lucho, qué casualidad) el escándalo familiar fue menos ruidoso que la primera vez (consistió sobre todo en un hervor de chismes). Eso sí, hubo una conspiración perfecta para obligarme a casar por la iglesia, en la que estuvo involucrado hasta el arzobispo de Lima (era, por supuesto, pariente nuestro), quien se apresuró a firmar las dispensas autorizando el enlace. Para entonces, la familia estaba ya curada de espanto y esperaba de mí (lo que equivalía a: me perdonaba de antemano) cualquier barbaridad.
Había vivido con la tía Julia un año en España y cinco en Francia y luego seguí viviendo con la prima Patricia en Europa, primero en Londres y luego en Barcelona. Para esa época, tenía un trato con una revista de Lima, a la que yo enviaba artículos y ella me pagaba con pasajes que me permitían volver todos los años al Perú por algunas semanas. Estos viajes, gracias a los cuales veía a la familia y a los amigos, eran para mí muy importantes. Pensaba seguir viviendo en Europa de manera indefinida, por múltiples razones, pero sobre todo porque allí había encontrado siempre, como periodista, traductor, locutor o profesor, trabajos que me dejaban tiempo libre. Al llegar a Madrid, la primera vez, le había dicho a la tía Julia: "Voy a tratar de ser un escritor, sólo voy a aceptar trabajos que no me aparten de la literatura". Ella me respondió: "¿Me rasgo la falda, me pongo un turbante y salgo a la Gran Vía a buscar clientes desde hoy?". Lo cierto es que tuve mucha suerte. Enseñando español en la Escuela Berlitz de París, redactando noticias en la France Presse, traduciendo para la Unesco, doblando películas en los estudios de Génévilliers o preparando programas para la Radio-Televisión Francesa, siempre había encontrado empleos alimenticios que me dejaban, cuando menos, la mitad de cada día exclusivamente para escribir. El problema era que todo lo que escribía se refería al Perú. Eso me creaba, cada vez más, un problema de inseguridad, por el desgaste de la perspectiva (tenía la manía de la ficción 'realista'). Pero me resultaba inimaginable siquiera la idea de vivir en Lima. El recuerdo de mis siete trabajos alimenticios limeños, que con las justas nos permitían comer, apenas leer, y escribir sólo a hurtadillas, en los huequitos que quedaban libres y cuando estaba ya cansado, me ponía los pelos de punta y me juraba que no volvería a ese régimen ni muerto. Por otra parte, el Perú me ha parecido siempre un país de gentes tristes.
Por eso el trueque que acordamos, primero con el diario "Expreso" y luego con la revista “Caretas", de artículos por dos pasajes de avión anuales, me resultó providencial. Ese mes que pasábamos en el Perú, cada año, generalmente en el invierno (julio o agosto) me permitía zambullirme en el ambiente, los paisajes, los seres sobre los cuales había estado tratando de escribir los once meses anteriores. Me era enormemente útil (no sé si en los hechos, pero sin la menor duda psicológicamente), una inyección de energía, volver a oír hablar peruano, escuchar a mi alrededor esos giros, vocablos, entonaciones que me reinstalaban en un medio al que me sentía visceralmente próximo, pero del que, de todos modos, me había alejado, del que cada año perdía innovaciones, resonancias, claves.
Las venidas a Lima eran, pues, unas vacaciones en las que, literalmente, no descansaba un segundo y de las que volvía a Europa exhausto. Sólo con mi selvática parentela y los numerosos amigos, teníamos invitaciones diarias a almorzar y comer, y el resto del tiempo lo ocupaban mis trajines documentales. Así, un año, había emprendido un viaje a la zona del Alto Marañón, para ver, oír y sentir de cerca un mundo que era escenario de la novela que escribía, y otro año, escoltado por amigos diligentes, había realizado una exploración sistemática de los antros nocturnos -cabarets, bares, lenocinios-, en los que transcurría la mala vida del protagonista de otra historia. Mezclando el trabajo y el placer -porque esas 'investigaciones' no fueron nunca una obligación, o lo fueron siempre de manera muy vital, afanes que me divertían en sí mismos y no sólo por el provecho literario que pudiera sacarles-, en esos viajes hacía cosas que antes, cuando vivía en Lima, no hice nunca, y que ahora, que he vuelto a vivir en el Perú, tampoco hago: ir a peñas criollas y a los coliseos a ver bailes folklóricos, recorridos por los tugurios de los barrios marginales, caminatas por distritos que conocía mal o desconocía como el Callao. Bajo el Puente y los Barrios Altos, apostar en las carreras de caballos y husmear en las catacumbas de las iglesias coloniales y la (supuesta) casa de la Perricholi.
Ese año, en cambio, me dediqué a una averiguación más bien libresca. Estaba escribiendo una novela situada en la época del general Manuel Apolinario Odría (1948-1956), y en mi mes de vacaciones limeñas, iba, un par de mañanas cada semana, a la hemeroteca de la Biblioteca Nacional, a hojear las revistas y periódicos de esos años, e, incluso, con algo de masoquismo, a leer algunos de los discursos que los asesores (todos abogados, a juzgar por la retórica forense) le hacían decir al dictador. Al salir de la Biblioteca Nacional, a eso del mediodía, bajaba a pie por la avenida Abancay, que comenzaba a convertirse en un enorme mercado de vendedores ambulantes. En sus veredas, una apretada muchedumbre de hombres y mujeres, muchos de ellos con ponchos y polleras serranas, vendían, sobre mantas extendidas en el suelo, sobre periódicos o en quioscos improvisados con cajas, latas y toldos, todas las baratijas imaginables, desde alfileres y horquillas hasta vestidos y ternos, Y, por supuesto, toda clase de comidas preparadas en el sitio, en pequeños braseros. Era uno de los lugares de Lima que más había cambiado, esa avenida Abancay, ahora atestada y andina, en la que no era raro, entre el fortísimo olor a fritura y condimentos, oír hablar quechua. No se parecía en nada a la ancha, severa avenida de oficinistas y alguno que otro mendigo por la que, diez años atrás, cuando era cachimbo universitario, solía caminar en dirección a la misma Biblioteca Nacional. Allí, en esas cuadras, se podía ver, tocar, concentrado, el problema de las migraciones campesinas hacia la capital, que en ese decenio duplicaron la población de Lima e hicieron brotar, sobre los cerros, los arenales, los muladares, ese cerco de barriadas donde venían a parar los millares y millares de seres que, por la sequía, las duras condiciones de trabajo, la falta de perspectivas, el hambre, abandonaban las provincias.
Aprendiendo a conocer esta nueva cara de la ciudad, bajaba por la avenida Abancay en dirección al Parque Universitario y a lo que había sido antes la Universidad de San Marcos (las Facultades se habían mudado a las afueras de Lima y en ese caserón donde yo estudié Letras y Derecho funcionaban ahora un museo y oficinas). No sólo lo hacía por curiosidad y cierta nostalgia, sino también por interés literario, pues en la novela que trabajaba algunos episodios ocurrían en el Parque Universitario, en la casona de San Marcos y en las librerías de viejo, los billares y los tiznados cafecitos de los alrededores. Precisamente, esa mañana estaba plantado, como un turista, frente a la bonita Capilla de los Próceres, observando a los ambulantes del contorno -lustrabotas, alfareros, heladeros, sandwicheros- cuando sentí que me cogían el hombro. Era -doce años más viejo, pero idéntico- el Gran Pablito.
Nos dimos un fuerte abrazo. Realmente, no había cambiado nada: era el mismo cholo fornido y risueño, de respiración asmática, que apenas levantaba los pies del suelo para andar y parecía estar patinando por la vida. No tenía una cana, pese a que debía raspar los sesenta, y llevaba la cabeza bien engominada, los lacios pelos cuidadosamente aplastados, como un argentino de los años cuarenta, Pero se lo veía mucho mejor vestido que cuando era periodista (en teoría) de Radio Panamericana: un terno verde, a cuadros, una corbatita luminosa (era la primera vez que lo veía encorbatado) y los zapatos destellando. Me dio tanto gusto verlo que le propuse tomar un café. Aceptó y terminamos en una mesa del Palermo, un barcito-restaurant ligado, también, en mi memoria, a los años universitarios. Le dije que no le preguntaba cómo lo había tratado la vida pues bastaba verlo para saber que lo había tratado muy bien. Él sonrió -tenía en el índice un anillo dorado con un dibujo incaico-, satisfecho:
– No puedo quejarme -asintió-. Después de tanta pellejería, a la vejez cambió mi estrella. Pero, ante todo, permítame una cervecita, por el gran gusto de verlo. -Llamó al mozo, pidió una Pilsen bien helada y lanzó una risa que le provocó su tradicional ataque de asma-. Dicen que el que se casa se friega. Conmigo fue al revés.
Mientras nos tomábamos la cerveza, el Gran Pablito, con las pausas que le exigían sus bronquios, me contó que al llegar la Televisión al Perú, los Genaros lo pusieron de portero, con uniforme y gorra granates, en el edificio que habían construido en la avenida Arequipa para el Canal Cinco.
– De periodista a portero, parece una degradación -se encogió de hombros-. Y lo era, desde el punto de vista de los títulos. ¿Pero acaso se comen? Me aumentaron el sueldo y eso es lo principal.
Ser portero no era un trabajo matador: anunciar a las visitas, informarles cómo estaban repartidas las secciones de la Televisión, poner orden en las colas para asistir a las audiciones. El resto del tiempo se lo pasaba discutiendo de fútbol con el policía de la esquina. Pero, además -y chasqueó la lengua, saboreando una reminiscencia grata-, con los meses, un aspecto de su trabajo fue ir, todos los mediodías, a comprar esas empanaditas de queso y de carne que hacen en el Berisso, la bodega que está en Arenales, a una cuadra del Canal Cinco. A los Genaros les encantaban, y lo mismo a empleados, actores, locutores y productores, a los cuales también el Gran Pablito les traía empanaditas, con lo que ganaba buenas propinas. Fue en esos trajines entre la Televisión y el Berisso (su uniforme le había merecido entre los chiquillos del barrio el apodo de Bombero) que el Gran Pablito conoció a su futura esposa. Era la mujer que fabricaba esas crujientes delicias: la cocinera del Berisso.
– La impresionó mi uniforme y mi quepí de general, me vio y cayó rendida -se reía, se ahogaba, bebía su cerveza, volvía a ahogarse y continuaba el Gran Pablito-. Una morena que está requetebién. Veinte años más joven que quien le habla. Unas teteras donde no entran balas. Tal cual se la pinto, don Mario.
Había comenzado a meterle conversación y piropearla, ella a reírse y de repente salieron juntos. Se habían enamorado y vivido un romance de película. La morena era de armas tomar, emprendedora y con la cabeza llena de proyectos. A ella se le metió que abrieran un restaurant. Y cuando el Gran Pablito preguntaba “¿con qué?" ella respondía: con la plata que les dieran al renunciar. Y aunque a él le parecía una locura dejar lo seguro por lo incierto, ella salió con su gusto. Las indemnizaciones alcanzaron para un local pobretón en el jirón Paruro y tuvieron que prestarse de todo el mundo para las mesitas y la cocina, y él mismo pintó las paredes y el nombre sobre la puerta: El Pavo Real. El primer año, había dado apenas para sobrevivir y el trabajo fue bravísimo. Se levantaban al alba para ir a La Parada a conseguir los mejores ingredientes y a los precios más bajos, y todo lo hacían solos: ella cocinaba y él servía, cobraba, y entre los dos barrían y arreglaban. Dormían en unos colchones que tendían entre las mesas, cuando se cerraba el local. Pero, a partir del segundo año, la clientela creció. Tanto que habían tenido que contratar un ayudante para cocina y otro para mozo, y, al final, rechazaban clientes, porque no cabían. Y entonces, a esa morena se le ocurrió alquilar la casa de al lado, tres veces más grande. Lo hicieron y no se arrepentían. Ahora, hasta habían habilitado el segundo piso, y ellos tenían una casita frente a El Pavo Real. En vista de que se entendían tan bien, se casaron.
Lo felicité, le pregunté si había aprendido a cocinar.
– Se me ocurre una cosa -dijo de repente el Gran Pablito-. Vamos a buscar a Pascual y almorzaremos en el restaurant. Permítame hacerle ese agasajo, don Mario.
Acepté, porque nunca he sabido rechazar invitaciones, y, también, porque me dio curiosidad ver a Pascual. El Gran Pablito me contó que dirigía una revista de variedades, que también él había progresado. Se veían con frecuencia, Pascual era un asiduo de El Pavo Real.
La revista "Extra" tenía su local -bastante lejos, en una transversal de la avenida Arica, en Breña. Fuimos hasta allá en un ómnibus que en mis tiempos no existía. Tuvimos que dar varias vueltas, porque el Gran Pablito no se acordaba de la dirección. Por fin la encontramos, en una callejuela perdida, a la espalda del cine Fantasía. Desde afuera se podía ver que "Extra" no flotaba en la bonanza: dos puertas de garaje entre las cuales un rótulo precariamente suspendido de un solo clavo anunciaba el nombre del semanario. Adentro, se descubría que los garajes habían sido unidos mediante un simple agujero abierto en la pared, sin pulir ni enmarcar, como si el albañil hubiera abandonado el trabajo a medio hacer. Disimulaba la abertura un biombo de cartón, constelado, como los cuartos de baño de los lugares públicos, de palabrotas y dibujos obscenos. En las paredes del garaje por donde entramos, entre manchas de humedad y mugre, habían fotos, afiches y carátulas de "Extra": se reconocían caras de futbolistas, de cantantes, y, evidentemente, de delincuentes y víctimas. Cada carátula venía acompañada de rechinantes titulares y alcancé a leer frases como "Mata a la madre para casarse con la hija" y "Policía sorprende baile de dominós: ¡todos eran hombres!". Esa habitación parecía servir de redacción, taller de fotografía y archivo. Había tal aglomeración de objetos que resultaba difícil abrirse camino: mesitas con máquinas de escribir, en las que dos tipos tecleaban muy apurados, altos de devoluciones de la revista que un chiquillo estaba ordenando en paquetes que amuraba con una pita; en un rincón, un ropero abierto lleno de negativos, de fotos, de clisés, y, detrás de una mesa, una de cuyas patas había sido reemplazada por tres ladrillos, una chica de chompa roja pasaba recibos a un libro de Caja. Las cosas y las personas del local parecían en un estado supino de estrechez. Nadie nos atajó ni nos preguntó nada y nadie nos devolvió las buenas tardes.
Al otro lado del biombo, ante paredes cubiertas también de carátulas sensacionalistas, había tres escritorios en los que un cartelito, hecho a tinta, especificaba las funciones de sus ocupantes: director, jefe de Redacción, administrador. Al vernos ingresar en la habitación, dos personas inclinadas sobre unos pliegos de pruebas, alzaron la cabeza. El que estaba de pie era Pascual.
Nos dimos un gran abrazo. Había cambiado bastante, él sí; estaba gordo, con barriga y papada, y algo en la expresión lo hacía aparecer casi viejo. Se había dejado un bigotito rarísimo, vagamente hitleriano, que griseaba. Me hizo muchas demostraciones de afecto; cuando sonrió, vi que había perdido dientes. Después de los saludos, me presentó al otro personaje, un moreno de camisa color mostaza, que permanecía en su escritorio:
– El director de "Extra" -dijo Pascual-. El doctor Rebagliati.
– Casi meto la pata, el Gran Pablito me dijo que el director eras tú -le conté, dándole la mano al doctor Rebagliati.
– Estamos en decadencia, pero no a ese extremo -comentó éste-. Siéntense, siéntense.
– Soy jefe de Redacción -me explicó Pascual-. Éste es mi escritorio.
El Gran Pablito le dijo que habíamos venido a buscarlo para ir a El Pavo Real, a recordar los tiempos de Panamericana. Aplaudió la idea, pero, eso sí, tendríamos que esperarlo unos minutos, debía llevar a la imprenta de la vuelta esas pruebas, era urgente pues estaban cerrando la edición. Se fue y nos dejó, mirándonos las caras, con el doctor Rebagliati. Éste, cuando se enteró que yo vivía en Europa, me comió a preguntas. ¿Eran las francesas tan fáciles como se decía? ¿Eran tan sabias y desvergonzadas en la cama? Se empeñó en que le hiciera estadísticas, cuadros comparativos, sobre las mujeres de Europa. ¿Verdad que las hembras de cada país tenían costumbres originales? Él, por ejemplo (el Gran Pablito lo escuchaba revolviendo los ojos con delectación), había oído decir, a gente muy viajada, cosas interesantísimas. ¿Cierto que las italianas tenían la obsesión de la corneta? ¿Que las parisinas nunca estaban contentas si no las bombardeaban por detrás? ¿Que las nórdicas se lo aflojaban a sus propios padres? Yo contestaba como podía a la verborrea del doctor Rebagliati, que iba contaminando la atmósfera del cuartito de una densidad lujuriosa, seminal, y lamentaba cada instante más el haberme visto atrapado en ese almuerzo, que, sin duda, terminaría a las mil quinientas. El Gran Pablito se reía, asombrado y excitadísimo con las revelaciones erótico-sociológicas del director. Cuando la curiosidad de éste me extenuó, le pedí su teléfono. Puso una cara sarcástica:
– Está cortado hace una semana, por no pagar la cuenta -dijo, con franqueza agresiva-. Porque, donde nos ve, esta revista se hunde y todos los imbéciles que trabajamos aquí nos hundimos con ella.
En el acto, con un placer masoquista, me contó que "Extra" había nacido en la época de Odría, bajo buenos auspicios; el régimen le daba avisos y le pasaba plata por lo bajo para que atacara a ciertas gentes y defendiera a otras. Además, era una de las pocas revistas permitidas y se vendía como pan caliente. Pero, al irse Odría, empezó una competencia terrible y quebró. Así la había recogido él, ya cadáver. Y la había levantado, cambiándole la línea, convirtiéndola en revista de hechos sensacionales. Todo marchó sobre ruedas, un tiempo, pese a las deudas que arrastraban. Pero en el último año, con la subida del papel, los aumentos en la imprenta, la campaña en contra de parte de los enemigos y la retirada del avisaje, las cosas se habían puesto negras. Además, habían perdido juicios, de canallas que los acusaban de difamación. Ahora, los dueños, aterrados, habían regalado todas las acciones a los redactores, para no pagar los platos rotos, cuando los remataran. Lo que no tardaría, ya en las últimas semanas la situación era trágica: no había para sueldos, la gente se llevaba las máquinas, vendía los escritorios, se robaban todo lo que tenía algo de valor, adelantándose al colapso.
– Esto no dura un mes, mi amigo -repitió, resoplando con una especie de disgusto feliz-. Somos ya cadáveres, ¿no huele la putrefacción?
Le iba a decir que, efectivamente, la olía, cuando interrumpió la conversación una figurita esquelética que entró en el cuarto sin necesidad de apartar el biombo, por la angosta abertura. Tenía un corte de pelo alemán, algo ridículo, y vestía como un vagabundo, un overol azulino y una camisita con parches bajo un suéter grisáceo que le quedaba ajustadísimo. Lo más insólito era su calzado: unas rojizas zapatillas de basquet, tan viejas que una de ellas estaba sujeta por un cordón amarrado alrededor de la punta, cómo si la suela estuviera suelta o por soltarse. Apenas lo vio, el doctor Rebagliati comenzó a reñirlo:
– Si usted cree que va a seguir burlándose de mí, se equivoca -dijo, acercándose a él con aire tan amenazador que el esqueleto dio un brinquito-. ¿No tenía que traer anoche la llegada del Monstruo de Ayacucho?
– La traje, señor director. Estuve aquí, con todos los datos pertinentes, media hora después de que los patrulleros desembarcaron en la Prefectura al interfecto -declamó el hombrecillo.
La sorpresa fue tan grande que debí poner cara de alelado. La perfecta dicción, el timbre cálido, las palabrejas 'pertinente' e 'interfecto', sólo podían ser de él. ¿Pero cómo identificar al escriba boliviano en el físico y el atuendo de este espantapájaros al que el doctor Rebagliati se comía vivo?:
– No sea mentiroso, por lo menos tenga el coraje de sus faltas. Usted no trajo el material y Melcochita no pudo completar su crónica y la información va a salir tuerta. ¡Y a mí no me gustan las crónicas tuertas porque eso es mal periodismo!
– Lo traje, señor director -respondía, con educación y alarma, Pedro Camacho-. Encontré la revista cerrada. Eran las once y quince en punto. Pregunté la hora a un transeúnte, señor director. Y entonces, porque sabía la importancia de esos datos, me dirigí a la casa de Melcochita. Y lo estuve esperando en la vereda, hasta las dos de la mañana, y no se apersonó a dormir. No es mi culpa, señor director. Los patrulleros que traían al Monstruo se encontraron un derrumbe y llegaron a las once en vez de las nueve. No me acuse de incumplimiento. Para mí, la revista es lo primero, pasa antes que la salud, señor director.
Poco a poco, no sin esfuerzo, fui relacionando, acercando, lo que recordaba de Pedro Camacho con lo que tenía presente. Los ojos saltones eran los mismos, pero habían perdido su fanatismo, la vibración obsesiva. Ahora su luz era pobre, opaca, huidiza y atemorizada. Y también los gestos y ademanes, la manera de accionar cuando hablaba, ese movimiento antinatural del brazo y la mano que parecía el de un pregonero de feria, eran los de antes, igual que su incomparable, cadenciosa, arrulladora voz.
– Lo que pasa es que usted, con la roñosería de no tomar un ómnibus, un colectivo, llega tarde a todas partes, ésa es la verdad de la milanesa -gruñía, histérico, el doctor Rebagliati-. No sea avaro, carajo, gástese los cuatro cobres que vale un ómnibus y llegue a los sitios a la hora debida.
Pero las diferencias eran mayores que las semejanzas. El cambio principal se debía al pelo; al cortarse la cabellera que le llegaba a los hombros y hacerse ese rapado, su cara se había vuelto más angulosa, más pequeña, había perdido carácter, solvencia. Y estaba, además, muchísimo más flaco, parecía un fakir, casi un espíritu. Pero lo que quizá me impidió reconocerlo en el primer momento fue su ropa. Antes, sólo lo había visto de negro, con el terno fúnebre y brilloso y la corbatita de lazo que eran inseparables de su persona. Ahora, con ese overol de cargador, esa camisa con remiendos, esas zapatillas atadas, parecía una caricatura de la caricatura que era doce años atrás.
– Le aseguro que no es como piensa, señor director -se defendía, con gran convicción-. Le he demostrado que a pie llego más rápido a cualquier parte que en esas pestilentes carcochas. No es por roñosería que yo camino, sino para cumplir mis deberes con más diligencia. Y muchas veces corro, señor director.
También en eso seguía siendo el de antes: en su carencia absoluta de humor. Hablaba sin la más ligera sombra de picardía, chispa, e, incluso, emoción, de manera automática, despersonalizada, aunque las cosas que ahora decía hubieran sido entonces impensables en su boca.
– Déjese de estupideces y de manías, estoy viejo para que me tomen el pelo. -El doctor Rebagliati se volvió a nosotros, poniéndonos de testigos-. ¿Han oído una idiotez igual? ¿Que uno puede recorrer las Comisarías de Lima más rápido a pie que en ómnibus? Y este señor quiere que yo me trague semejante caca. -Se volvió otra vez al escriba boliviano, quien no le había quitado la vista de encima, sin echarnos siquiera una mirada de soslayo:- No tengo que recordarle, porque me imagino que usted se acuerda de ello cada vez que se pone frente a un plato de comida, que aquí se le hace un gran favor dándole trabajo, cuando estamos en tan mala situación que deberíamos suprimir redactores, ya no digo dateros. Por lo menos, entonces, agradezca, y cumpla con sus obligaciones.
En eso entró Pascual, diciendo desde el biombo: "Todo listo, el número entró en prensa", y disculpándose por habernos hecho esperar. Yo me acerqué a Pedro Camacho, cuando éste se disponía a salir:
– Cómo está, Pedro -le dije, estirándole la mano-. ¿No se acuerda de mí?
Me miró de arriba abajo, entrecerrando los ojos y adelantando la cara, sorprendido, como si me viera por primera vez en la vida. Por fin, me dio la mano, en un saludo seco y ceremonioso, a la vez que, haciendo su venia característica, decía:
– Tanto gusto. Pedro Camacho, un amigo.
– Pero, no puede ser -dije, sintiendo una gran confusión-. ¿Me he vuelto tan viejo?
– Déjate de jugar al amnésico -Pascual le dio una palmada que lo hizo trastabillar-. ¿No te acuerdas tampoco que te pasabas la vida gorreándole cafecitos en el Bransa?
– Más bien yerbaluisas con menta -bromeé, escrutando, en busca de un signo, la carita atenta y al mismo tiempo indiferente de Pedro Camacho. Asintió (vi su cráneo casi pelado), esbozando una brevísima sonrisa de circunstancias, que puso sus dientes al aire:
– Muy recomendable para el estómago, buen digestivo, y, además, quema la grasa -dijo.
Y rápidamente, como haciendo una concesión para librarse de nosotros:- Sí, es posible, no lo niego. Pudimos conocernos, seguramente. -Y repitió:- Tanto gusto.
El Gran Pablito también se había acercado y le pasó un brazo por el hombro, en un gesto paternal y burlón. Mientras lo remecía medio afectuosa medio despectivamente, se dirigió a mí:
– Es que aquí Pedrito no quiere acordarse de cuando era un personaje, ahora que es la última rueda del coche. -Pascual se rió, el Gran Pablito se rió, yo simulé que reía y el propio Pedro Camacho hizo un conato de sonrisa-. Si hasta nos viene con el cuento de que no se acuerda ni de Pascual ni de mí. -Le pasó la mano por el poco pelo, como a un perrito-. Estamos yendo a almorzar, para recordar esos tiempos en que eras rey. Te armaste, Pedrito, hoy comerás caliente. ¡Estás invitado!
– Cuánto les agradezco, colegas -dijo él, al instante, haciendo su venia ritual-. Pero no me es posible acompañarlos. Me espera mi esposa. Se inquietaría si no llego a almorzar.
– Te tiene dominado, eres su esclavo, qué vergüenza -lo remeció el Gran Pablito.
– ¿Se casó usted? -dije, pasmado, pues no concebía que Pedro Camacho tuviera un hogar, una esposa, hijos…-. Vaya, felicitaciones, yo lo creía un solterón empedernido.
– Hemos festejado nuestras bodas de plata -me repuso, con su tono preciso y aséptico-. Una gran esposa, señor. Abnegada y buena como nadie. Estuvimos separados, por circunstancias de la vida, pero, cuando necesité ayuda, ella volvió para darme su apoyo. Una gran esposa, como le digo. Es artista, una artista extranjera. -Vi que el Gran Pablito, Pascual y el doctor Rebagliati cambiaban una mirada burlona, pero Pedro Camacho no se dio por aludido. Luego de una pausa, añadió: Bien, que se diviertan, colegas, estaré con ustedes en el pensamiento.
– Cuidadito con fallarme otra vez, porque sería la última -le advirtió el doctor Rebagliati, cuando el escriba desaparecía tras del biombo.
No se habían apagado las pisadas de Pedro Camacho -debía de estar llegando a la puerta de calle- y Pascual, el Gran Pablito y el doctor Rebagliati estallaron en carcajadas, a la vez que se guiñaban el ojo, ponían expresiones pícaras y señalaban el lugar por donde había partido.
– No es tan cojudo como parece, se hace el cojudo para disimular la cornamenta -dijo el doctor Rebagliati, ahora exultante-. Cada vez que habla de su mujer siento unas ganas terribles de decirle déjate de llamar artista a lo que en buen peruano se llama estriptisera de tres por medio.
– Nadie se imagina el monstruo que es -me dijo Pascual, poniendo una cara de niño que ve al cuco-. Una argentina viejísima, gordota, con los pelos oxigenados y pintarrajeada. Canta tangos medio calata, en el Mezannine, esa boite para mendigos.
– Cállense, no sean malagradecidos, que los dos se la han tirado -dijo el doctor Rebagliati-. Yo también, para el caso.
– Qué cantante ni cantante, es una puta -exclamó el Gran Pablito, con los ojos como brasas-. Me consta. Yo fui a verla al Mezannine y después del show se me arrimó y vino con que me lo chupaba por veinte libras. No, pues, viejita, si tú ya no tienes dientes y a mí lo que me gusta es que me lo muerdan suavecito. Ni gratis, ni aunque me pagues. Porque le juro que no tiene dientes, don Mario.
– Ya habían estado casados -me dijo Pascual, mientras se desarremangaba la camisa y se ponía el saco y la corbata-. Allá, en Bolivia, antes de que Pedrito viniera a Lima. Parece que ella lo dejó, para irse a putear por ahí. Se juntaron de nuevo cuando lo del manicomio. Por eso se pasa la vida diciendo que es una señora tan abnegada. Porque se juntó otra vez con él cuando estaba loco.
– Le tiene ese agradecimiento de perro porque gracias a ella come -lo rectificó el doctor Rebagliati-. ¿O tú crees que pueden vivir con lo que gana Camacho trayendo datos policiales? Comen de la putona, si no él ya estaría tuberculoso.
– La verdad es que Pedrito no necesita mucho para comer -dijo Pascual. Y me explicó:- Viven en un callejón del Santo Cristo. Qué bajo ha caído ¿no? Aquí el doctorcito no quiere creerme que era un personaje cuando escribía radioteatros, que le pedían autógrafos.
Salimos de la habitación. En el garaje contiguo habían desaparecido la chica de los recibos, los redactores y el muchachito de los paquetes. Habían apagado la luz y el amontonamiento y el desorden tenían ahora cierto aire espectral. En la calle, el doctor Rebagliati cerró la puerta y le echó llave. Empezamos a caminar hacia la avenida Arica en busca de un taxi, los cuatro en una fila. Por decir algo, pregunté por qué Pedro Camacho era sólo datero, por qué no redactor.
– Porque no sabe escribir -dijo, previsiblemente, el doctor Rebagliati-. Es un huachafo, usa palabras que nadie entiende, la negación del periodismo. Por eso lo tengo recorriendo Comisarías. No lo necesito, pero me entretiene, es mi bufón, y, además, gana menos que un sirviente. -Se rió con obscenidad y preguntó:- Bueno, hablando claro, ¿estoy o no estoy invitado a ese almuerzo?
– Por supuesto que si, no faltaba más -dijo el Gran Pablito-. Usted y don Mario son los invitados de honor.
– Es un tipo lleno de manías -dijo Pascual, ya en el taxi, rumbo al jirón Paruro, volviendo al tema-. Por ejemplo, no quiere tomar ómnibus. Todo lo hace a pie, dice que es más rápido. Me imagino lo que camina al día y me canso, sólo recorrer las Comisarías del centro es una patada de kilómetros. ¿Han visto cómo andan sus zapatillas, no?
– Es un avaro de mierda -dijo el doctor Rebagliati, con disgusto.
– Yo no creo que sea tacaño -lo defendió el Gran Pablito-. Sólo un poco locumbeta, y, además, un tipo sin suerte.
El almuerzo fue muy largo, una sucesión de platos criollos, multicolores y ardientes, rociados de cerveza fría, y hubo en él un poco de todo, historietas picantes, anécdotas del pasado, copiosos chismes de personas, una pizca de política, y tuve que satisfacer, una vez más, abundantes curiosidades sobre las mujeres de Europa. Hasta hubo un amago de puñetazos cuando el doctor Rebagliati, ya borracho, comenzó a propasarse con la mujer del Gran Pablito, una morena cuarentona todavía buena moza. Pero yo me las ingenié para que, a lo largo de la espesa tarde, ninguno de los tres dijera una palabra más sobre Pedro Camacho.
Cuando llegué a la casa de la tía Olga y el tío Lucho (que de mis cuñados habían pasado a ser mis suegros) me dolía la cabeza, me sentía deprimido y ya anochecía. La prima Patricia me recibió con cara de pocos amigos. Me dijo que era posible que con el cuento de documentarme para mis novelas, yo, a la tía Julia le hubiera metido el dedo a la boca y le hubiera hecho las de Barrabás, pues ella no se atrevía a decirme nada para que no pensaran que cometía un crimen de lesa cultura. Pero que a ella le importaba un pito cometer crímenes de lesa cultura, así que, la próxima vez que yo saliera a las ocho de la mañana con el cuento de ir a la Biblioteca Nacional a leerme los discursos del general Manuel Apolinario Odría y volviera a las ocho de la noche con los ojos colorados, apestando a cerveza, y seguramente con manchas de rouge en el pañuelo, ella me rasguñaría o me rompería un plato en la cabeza. La prima Patricia es una muchacha de mucho carácter, muy capaz de hacer lo que me prometía.
Fin
Texto Contraportada
En el simple enunciado de su título, La tía Julia y el escribidor anuncia su rigurosa y simétrica estructura, desarrollada en dos niveles que corren paralelos en perfecta alternancia. Por un lado, la tía Julia, esto es la relación afectiva que pasará a ser amorosa del ¡oven narrador -"Varguitas", el futuro escritor en ciernes- en la Lima de los años cincuenta; por otro, y a rnodo de contrapunto a la vocación literaria de aquél, las aventuras urdidas por el "escribidor" Pedro Camocho, autor de seríales de radioteatro, en los que una manipulación delirante de la ¡nfracultura hispánica, llevada al paroxismo de la más grotesca truculencia por el progresivo deterioro mental de su autor, bombardeará desde las regiones plutonianas de la aberración intelectual los ideales flaubertianos del adolescente que es perplejo espectador -y, finalmente, incluso inesperado sustituto temporal- de la actividad del folletinista de las ondas. La tía Julia y el escribidor se nos aparece como el relato de una "educación sentimental" que es a la vez el aprendizaje de la vida, el del oficio de escritor y el de los sentimientos adultos y el desarrollo de la propia personalidad en una sociedad concreta cuyas coordenadas se sitúan con certerísima precisión. Al propio tiempo, en su otra vertiente -la historia del "escribidor"-, la obra constituye no sólo un cuestionamiento tácito de la ¡erarquizacíón literaria -Pedro Camocho ¿no es acaso el oscuro aeda de una innominada e ingente masa de seres humanos iletrados?- sino una riquísima y compleja experiencia técnica cuya capacidad imaginativa ejerce una sabia función de contrapunto, al entrelazarla o enfrentarse al plano de la historia real, y nos muestra las extraordinarias posibilidades de la incursión de Mario Vargas Llosa en una zona nueva de su registro narrativo.