En el centro polvoriento de la ciudad, al mediar el jirón Ica, hay una vieja casa de balcones y celosías cuyas paredes maculadas por el tiempo y los incultos transeúntes (manos sentimentales que graban flechas y corazones y rasgan nombres de mujer, dedos aviesos que esculpen sexos y palabrotas) dejan ver todavía, como a lo lejos, celajes de la que fuera pintura original, ese color que en la Colonia adornaba mansiones aristocráticas: el azul añil. La construcción, ¿antigua residencia de marqueses?, es hoy una endeble fábrica reparchada que resiste de milagro, no ya los temblores, incluso los moderados vientos limeños y hasta la discretísima garúa. Corroída de arriba abajo por las polillas, anidada de ratas y de musarañas, ha sido dividida y subdividida muchas veces, patios y cuartos que la necesidad vuelve colmenas, para albergar más y más inquilinos. Una muchedumbre de condición modesta vive entre (y puede perecer aplastada bajo) sus frágiles tabiques y raquíticos techos. Allí, en la segunda planta, en media docena de habitaciones llenas de ancianidad y cachivaches, tal vez no pulquérrimas, pero sí moralmente intachables, funciona la Pensión Colonial.
Sus dueños y administradores son los Bergua, una familia de tres personas que vino a Lima desde la empedrada ciudad serrana de las innumerables iglesias, Ayacucho, hace más de treinta años, y que aquí, oh manes de la vida, ha ido declinando en lo físico, en lo económico, en lo social y hasta en lo psíquico, y que, sin duda, en esta Ciudad de los Reyes entregará su alma y transmigrará a pez, ave o insecto.
Hoy, la Pensión Colonial vive una atribulada decadencia, y sus clientes son personas humildes e insolventes, en el mejor caso curitas provincianos que vienen a la capital a hacer trámites arzobispales, y en el peor campesinotas de mejillas amoratadas y ojos de vicuña que guardan sus monedas en pañuelos rosados y rezan el rosario en quechua. No hay sirvientas en la pensión, desde luego, y todo el trabajo de tender las camas, arreglar, hacer la compra, preparar la comida, recae sobre la señora Margarita Bergua y su hija, una doncella de cuarenta años que responde al perfumado nombre de Rosa. La señora Margarita Bergua es (como su nombre en diminutivo parecería indicar) una mujer muy renacuaja, delgadita, con más arrugas que una pasa, y que curiosamente huele a gato (ya que no hay gatos en la pensión). Trabaja sin descanso desde la madrugada hasta el anochecer, y sus evoluciones por la casa, por la vida, son espectaculares, pues, teniendo una pierna veinte centímetros más corta que la otra, usa un zapato tipo zanco, con plataforma de madera parecida a caja de lustrabotas, que le construyó hace ya muchos años un habilidoso retablista ayacuchano, y que al arrastrarse por el suelo de tablas produce conmoción. Siempre fue ahorrativa, pero, con los años, esta virtud degeneró en manía y ahora no cabe duda que le conviene el acre adjetivo de tacaña. Por ejemplo, no permite que ningún pensionista se bañe sino el primer viernes de cada mes y ha impuesto la argentina costumbre -tan popular en los hogares del hermano país- de no jalar la cadena del excusado sino una vez al día (lo hace ella misma, antes de acostarse) a lo que la Pensión Colonial debe, en un ciento por ciento, ese tufillo constante, espeso y tibio, que, sobre todo al principio, marea a los pensionistas (ella, imaginación de mujer que guisa respuestas para todo, sostiene que gracias a él duermen mejor).
La señorita Rosa tiene (o más bien tenía, porque después de la gran tragedia nocturna hasta eso cambió) alma y dedos de artista. De niña, en Ayacucho, cuando la familia estaba en su apogeo (tres casas. de piedra y unas tierritas con ovejas) comenzó a aprender piano y lo aprendió tan bien que llegó a dar un recital en el Teatro de la ciudad al que asistieron el alcalde y el prefecto y en el que sus padres, oyendo los aplausos, lloraron de emoción. Estimulados por esta gloriosa velada, en la que también zapatearon unas ñustas, los Bergua decidieron vender todo lo que tenían y mudarse a Lima para que su hija llegara a ser concertista. Por eso adquirieron esa casona (que luego fueron vendiendo y alquilando a pedazos), por eso compraron un piano, por eso matricularon a la dotada criatura en el Conservatorio Nacional. Pero la gran ciudad lasciva destrozó rápido las ilusiones provincianas. Pues pronto descubrieron los Bergua algo que no hubieran sospechado jamás: Lima era un antro de un millón de pecadores y todos ellos, sin una miserable excepción, querían cometer estupro con la inspirada ayacuchana. Era al menos lo que, ojazos que el susto redondea y moja, contaba la adolescente de bruñidas trenzas mañana, tarde y noche: el profesor de solfeo se había lanzado sobre ella bufando y pretendido consumar el pecado sobre un colchón de partituras, el portero del Conservatorio le había consultado obscenamente "¿quisieras ser mi meretriz?", dos compañeros la habían invitado al baño para que los viera hacer pipí, el policía de la esquina al que preguntó una dirección confundiéndola con alguien la había querido ordeñar y en el ómnibus, el conductor, al cobrarle el pasaje le había pellizcado el pezón… Decididos a defender la integridad de ese himen que, moral serrana de preceptos indoblegables como mármoles, la joven pianista sólo a su futuro amo y esposo debería sacrificar, los Bergua cancelaron el Conservatorio, contrataron a una señorita que daba clases a domicilio, vistieron a Rosa como monja y le prohibieron salir a la calle salvo acompañada por ellos dos. Han pasado veinticinco años desde entonces, y, en efecto, el himen sigue entero y en su sitio, pero a estas alturas ya la cosa no tiene mucho mérito, porque fuera de ese atractivo -tan desdeñado, además, por los jóvenes modernos- la ex-pianista (desde la tragedia las clases fueron suprimidas y el piano vendido para pagar el hospital y los médicos) carece de otros que ofrecer. Se ha entumecido, torcido, achicado, y, sumergida en esas túnicas anti-afrodisíacas que acostumbra llevar y en esos capuchones que ocultan su pelo y su frente, más parece un bulto andante que una mujer. Ella insiste en que los hombres la tocan, la amedrentan con proposiciones fétidas y quieren violarla, pero, a estas alturas, hasta sus padres se preguntan si esas quimeras fueron alguna vez verdad.
Pero la figura realmente conmovedora y tutelar de la Pensión Colonial es don Sebastián Bergua, anciano de frente ancha, nariz aguileña, mirada penetrante y rectitud y bondad en el espíritu. Hombre chapado a la antigua, si se quiere, ha conservado de sus remotos antepasados, esos hispánicos conquistadores, los hermanos Bergua, oriundos de las alturas de Cuenca, que llegaron al Perú con Pizarro, no tanto aquella aptitud para el exceso que los llevó a dar garrote vil a centenares de incas (cada uno) y a preñar un número comparativo de vestales cuzqueñas, como el espíritu acendradamente católico y la audaz convicción de que los caballeros de rancia estirpe pueden vivir de sus rentas y de la rapiña, pero no del sudor. Desde niño, había ido a misa a diario, comulgado todos los viernes en homenaje al Señor de Limpias, de quien era devoto pertinaz, y se había dado azotes o llevado cilicio lo menos tres días al mes. Su repugnancia al trabajo, quehacer porteño y vil, había sido siempre tan extrema que incluso se había negado a cobrar los alquileres de los predios que le permitían vivir, y, ya radicado en Lima, jamás se había molestado en ir al Banco por los intereses de los bonos en que tenía invertido su dinero. Estas obligaciones, prácticos asuntos que están al alcance de las faldas, habían corrido siempre a cargo de la diligente Margarita, y, cuando la niña creció, de ella y de la ex-pianista.
Hasta antes de la tragedia que aceleró cruelmente la decadencia de los Bergua, maldición de familia de la que no quedará ni el nombre, la vida de don Sebastián en la capital había sido la de un escrupuloso gentilhombre cristiano. Solía levantarse tarde, no por pereza sino para no desayunar con los pensionistas -no despreciaba a los humildes pero creía en la necesidad de las distancias sociales y, principalmente, raciales-, tomaba una colación frugal e iba a escuchar la misa. Espíritu curioso y permeable a la historia, visitaba siempre iglesias distintas -San Agustín, San Pedro, San Francisco, Santo Domingo- para, al mismo tiempo que cumplir con Dios, regocijar su sensibilidad contemplando las obras maestras de la fe colonial; esas pétreas reminiscencias del pasado, por lo demás, trasladaban su espíritu hacia los tiempos de la Conquista y de la Colonia -cuánto más coloreados que el grisáceo presente- en los que hubiera preferido vivir y ser un temerario capitán o un pío destructor de idolatrías. Imbuido de fantasías pasadistas, regresaba don Sebastián por las calles atareadas del centro -erecto y cauto en su pulcro terno negro, su camisa de cuello y puños postizos donde destellaba el almidón y sus zapatos finiseculares con escarpines de charol- hacia la Pensión Colonial, donde, arrellanado en una mecedora frente al balcón de celosías -tan afín a su espíritu perricholista- pasaba el resto de la mañana leyendo murmuradoramente los periódicos, avisos incluidos, para saber cómo iba el mundo. Leal a su estirpe, luego del almuerzo -que no tenía más remedio que compartir con los pensionistas, a los que trataba empero con urbanidad- cumplía con el españolísimo rito de la siesta. Luego volvía a enfundarse su terno oscuro, su camisa almidonada, su sombrero gris y caminaba pausadamente hasta el Club Tambo-Ayacucho, institución que en unos altos del jirón Cailloma congregaba a muchos conocidos de su bella tierra andina, jugando dominó, casino, rocambor, chismeando de política y, alguna vez -humano que era-, de temas impropios para señoritas, veía caer la tarde y levantarse la noche. Regresaba entonces, sin prisa, a la Pensión Colonial, tomaba su sopa y su puchero a solas en su habitación, escuchaba algún programa de radio y se dormía en paz con su conciencia y con Dios.
Pero eso era antes. Hoy, don Sebastián no pone jamás los pies en la calle, nunca cambia su atuendo -que es, día y noche, un pijama color ladrillo, una bata azul, unas medias de lana y unas zapatillas de alpaca- y, desde la tragedia, no ha vuelto a pronunciar una frase. Ya no va a misa, ya no lee los diarios. Cuando está bien, los ancianos pensionistas (desde que descubrieron que todos los hombres del mundo eran sátiros, los dueños de la Pensión Colonial sólo aceptaron clientes femeninos o decrépitos, varones de apetencia sexual mermada a simple vista por enfermedades o edad) lo ven ambular como un fantasma por los oscuros y añosos aposentos, con la mirada perdida, sin afeitar y con los casposos cabellos revueltos, o lo ven sentado, columpiándose suavemente en la mecedora, mudo y pasmado, horas de horas. Ya no desayuna ni almuerza con los huéspedes, pues, sentido del ridículo que corretea a los aristócratas hasta el hospicio, don Sebastián no puede llevarse el cubierto a la boca y son su esposa e hija quienes le dan de comer. Cuando está mal, los pensionistas ya no lo ven: el noble anciano permanece en cama, su habitación clausurada con llave. Pero lo oyen; oyen sus rugidos, sus ayes, su quejumbre o sus alaridos que estremecen los vidrios. Los recién llegados a la Pensión Colonial se sorprenden, durante estas crisis, que, mientras el descendiente de conquistadores aúlla, doña Margarita y la señorita Rosa continúen barriendo, arreglando, cocinando, sirviendo y conversando como si nada ocurriera. Piensan que son desamoradas, de corazón glacial, indiferentes al sufrimiento del esposo y padre. A los impertinentes que, señalando la puerta cerrada, se atreven a preguntar: "¿don Sebastián se siente mal?", la señora Margarita les responde con mala voluntad: "No tiene nada, se está acordando de un susto, ya le va a pasar". Y, en efecto, a los dos o tres días, termina la crisis y don Sebastián emerge a los pasillos y aposentos de la Pensión Bayer, pálido y flaco entre las telarañas y con una mueca de terror.
¿Qué tragedia fue ésa? ¿Dónde, cuándo, cómo ocurrió?
Todo comenzó con la llegada a la Pensión Colonial, veinte años atrás, de un joven de ojos tristes que vestía el hábito del Señor de los Milagros. Era agente viajero, arequipeño, padecía de estreñimiento crónico, tenía nombre de profeta y apellido de pescado -Ezequiel Delfín- y pese a su juventud fue admitido como pensionista porque su físico espiritual (flacura extrema, palidez intensa, huesos finos) y su religiosidad manifiesta -además de corbata, pañuelito y brazalete morados, escondía una Biblia en su equipaje y un escapulario asomaba entre los pliegues de su ropa- parecían una garantía contra cualquier tentativa de mancillamiento de la púber.
Y, en efecto, al principio, el joven Ezequiel Delfín sólo trajo contento a la familia Bergua. Era inapetente y educado, pagaba sus cuentas con puntualidad, y tenía gestos simpáticos como aparecer de cuando en cuando con unas violetas para doña Margarita, un clavel para el ojal de don Sebastián y regalar unas partituras y un metrónomo a Rosa en su cumpleaños. Su timidez, que no le permitía dirigir la palabra a nadie si no se la dirigían a él antes, y, en estos casos, hablar siempre en voz baja y con los ojos en el suelo, jamás en la cara de su interlocutor, y su corrección de maneras y de vocabulario cayeron muy en gracia a los Bergua, que pronto tomaron afecto al huésped, y, tal vez, en el fondo de sus corazones, familia ganada por la vida a la filosofía del mal menor, comenzaron a acariciar el proyecto de, con el tiempo, promoverlo a yerno.
Don Sebastián, en especial, se encariñó mucho con él: ¿engreía tal vez en el delicado viajante a ese hijo que la diligente cojita no le había sabido dar? Una tarde de diciembre lo llevó paseando hasta la Ermita de Santa Rosa de Lima, donde lo vio tirar una dorada moneda al pozo y pedir una secreta gracia, y cierto domingo de ardiente verano le convidó una raspadilla de cítricos en los portales de la Plaza San Martín. El muchacho le parecía elegante, por lo callado y melancólico. ¿Tenía alguna misteriosa enfermedad del alma o del cuerpo que lo devoraba, alguna irrestañable herida de amor? Ezequiel Delfín era una tumba y, cuando, alguna vez, con las debidas precauciones, los Bergua se habían ofrecido como paño de lágrimas y le habían preguntado por qué, siendo tan joven, estaba siempre solo, por qué jamás iba a una fiesta, a un cine, por qué no se reía, por qué suspiraba tanto con la mirada perdida en el vacío, él se limitaba a ruborizarse y, balbuceando una disculpa, corría a encerrarse en el baño donde pasaba a veces horas con el pretexto de la constipación. Iba y venía de sus viajes de trabajo como una verdadera esfinge -la familia nunca pudo enterarse siquiera a qué industria servía, qué vendía- y aquí, en Lima, cuando no trabajaba, permanecía encerrado en su cuarto, ¿rezando su Biblia o dedicado a la meditación? Celestinescos y compadecidos, doña Margarita y don Sebastián lo animaban a que asistiera a los ejercicios de piano de Rosita 'para que se distrajera', y él obedecía: inmóvil y atento en un rincón de la sala, escuchaba, y, al final, aplaudía con urbanidad. Muchas veces acompañó a don Sebastián a sus misas matutinas, y la Semana Santa de ese año hizo el recorrido de las Estaciones con los Bergua. Para entonces ya parecía miembro de la familia.
Fue por eso que el día en que Ezequiel, recién regresado de un viaje al Norte, rompió súbitamente a sollozar en medio del almuerzo, haciendo dar un respingo a los demás pensionistas -un juez de paz ancashino, un párroco de Cajatambo y dos chicas de Huánuco, estudiantes de enfermería- y volcado en la mesa la magra ración de lentejas que le acababan de servir, los Bergua se alarmaron mucho. Entre los tres lo acompañaron a su cuarto, don Sebastián le prestó su pañuelo, doña Margarita le preparó una infusión de yerbaluisa y menta y Rosa le abrigó los pies con una manta. Ezequiel Delfín se serenó al cabo de unos minutos, pidió disculpas por 'su debilidad', explicó que estaba últimamente muy nervioso, que, no sabía por qué pero con mucha frecuencia, a cualquier hora y en cualquier sitio, se le escapaban las lágrimas. Avergonzado, casi sin voz, les reveló que en las noches tenía accesos de terror: permanecía hasta el amanecer encogido y desvelado, sudando frío, pensando en aparecidos, y compadeciéndose a sí mismo de su soledad. Su confesión hizo lagrimear a Rosa y santiguarse a la cojita. Don Sebastián se ofreció él mismo a dormir en el cuarto para inspirar confianza y alivio al asustado. Éste, en agradecimiento, le besó las manos.
Una cama fue arrastrada al cuarto y diligentemente aliñada por doña Margarita y su hija. Don Sebastián estaba en ese tiempo en la flor de la edad, la cincuentena, y acostumbraba, antes de meterse a la cama, hacer medio centenar de abdominales (hacía sus ejercicios al acostarse y no al despertar para distinguirse también en eso del vulgo), pero esa noche, para no turbar a Ezequiel, se abstuvo. El nervioso se había acostado temprano, después de cenar un cariñoso caldito de menudencias, y asegurar que la compañía de don Sebastián lo había serenado de antemano y que estaba seguro de dormir como una marmota.
Nunca más se borrarían de la memoria del gentilhombre ayacuchano los pormenores de esa noche: en la vigilia y en el sueño lo acosarían hasta el final de sus días y, quién sabe, a lo mejor lo seguirían persiguiendo en su próximo estadio vital. Había apagado la luz temprano, había sentido en la cama vecina la respiración pausada del sensible y pensado, satisfecho: "Se ha dormido". Sentía que también lo iba ganando el sueño y había oído las campanas de la Catedral y la lejana carcajada de un borracho. Luego se durmió y plácidamente soñó el más grato y reconfortante de los sueños: en un castillo puntiagudo, arborescente de escudos, pergaminos, flores heráldicas y árboles genealógicos que seguían la pista de sus antepasados hasta Adán, el Señor de Ayacucho (¡era él!) recibía cuantioso tributo y fervorosa pleitesía de muchedumbres de indios piojosos, que engordaban simultáneamente sus arcas y su vanidad.
De pronto, ¿habían pasado quince minutos o tres horas?, algo que podía ser un ruido, un presentimiento, el traspiés de un espíritu, lo despertó. Alcanzó a divisar, en la oscuridad apenas aliviada por una hebra de luz callejera que dividía la cortina, una silueta que desde la cama contigua se alzaba y silenciosamente flotaba hacia la puerta. Semiaturdido por el sueño, supuso que el joven estreñido iba al excusado a pujar, o que había vuelto a sentirse mal, y a media voz preguntó: "¿Ezequiel, está usted bien?". En vez de una respuesta, oyó, clarísimo, el pestillo de la puerta (que estaba aherrumbrada y chirriaba). No comprendió, se incorporó algo en la cama y, ligeramente sobresaltado, volvió a preguntar: "¿Le pasa algo, Ezequiel, puedo ayudarlo?". Sintió entonces que el joven, hombres-gatos tan elásticos que parecen ubicuos, había regresado y estaba ahora allí, de pie junto a su lecho, obstruyendo el rayito de luz de la ventana. "Pero, contésteme, Ezequiel, qué le ocurre", murmuró, buscando a tientas el interruptor de la lamparilla. En ese instante recibió la primera cuchillada, la más profunda y hurgadora, la que se hundió en su plexo como si fuera mantequilla y le trepanó una clavícula. Él estaba seguro de haber gritado, pedido socorro a voces, y, mientras trataba de defenderse, de desenredarse de las sábanas que se le enroscaban en los pies, se sentía sorprendido de que ni su mujer ni su hija ni los otros pensionistas acudieran. Pero, en la realidad, nadie oyó nada. Más tarde, mientras la policía y el juez reconstruían la carnicería, todos se habían asombrado de que no hubiera podido desarmar al criminal, siendo él un robusto y Ezequiel un enclenque. No podían saber que, en las tinieblas ensangrentadas, el propagandista médico parecía poseído de una fuerza sobrenatural: don Sebastián sólo atinaba a dar gritos imaginarios y a tratar de adivinar la travesía de la siguiente cuchillada para atajarla con las manos.
Recibió entre catorce o quince (los médicos pensaban que la boca abierta en la nalga siniestra podían ser, coincidencias portentosas que encanecen a un hombre en una noche y hacen creer en Dios, dos cuchilladas en el mismo sitio), equitativamente distribuidas a lo largo y ancho de su cuerpo, con excepción de su cara, la que -¿milagro del Señor de Limpias como pensaba doña Margarita o de Santa Rosa como decía su tocaya?- no recibió ni un rasguño. El cuchillo, se averiguó después, era de la familia Bergua, filuda hoja de quince centímetros que había desaparecido misteriosamente de la cocina hacía una semana y que dejó el cuerpo del hombre de Ayacucho más cicatrizado y comido que el de un espadachín.
¿A qué se debió que no muriera? A la casualidad, a la misericordia de Dios y (sobre todo) a una cuasi tragedia mayor. Nadie había oído, don Sebastián con catorce -¿quince?- puñaladas en el cuerpo acababa de perder el sentido y se desaguaba en la oscuridad, el impulsivo podía haber ganado la calle y desaparecido para siempre. Pero, como a tantos famosos de la Historia, lo perdió un capricho extravagante. Concluida la resistencia de su víctima, Ezequiel Delfín soltó el cuchillo y en vez de vestirse se desvistió. Desnudo como había venido al mundo, abrió la puerta, cruzó el pasillo, se presentó en el cuarto de doña Margarita Bergua y, sin más explicaciones., se lanzó sobre la cama con la inequívoca intención de fornicarla. ¿Por qué a ella? ¿Por qué pretender estuprar a una dama, de abolengo, sí, pero cincuentona y piernicorta, menuda, amorfa y, en suma, para cualquier estética conocida, fea sin atenuantes ni remedio? ¿Por qué no haber intentado, más bien, coger el fruto prohibido de la pianista adolescente, que, además de ser virgen, tenía el aliento fuerte, las grenchas negrísimas y la piel alabastrina?.¿Por qué no haber intentado transgredir el serrallo secreto de las enfermeras huanuqueñas, que eran veinteañeras y, probablemente, de carnes prietas y gustosas? Fueron estas humillantes consideraciones las que llevaron al Poder Judicial a aceptar la tesis de la defensa según la cual Ezequiel Delfín estaba trastornado y a mandarlo al Larco Herrera en vez de encerrarlo en la cárcel.
Al recibir la inesperada y galante visita del joven, la señora Margarita Bergua comprendió que algo gravísimo ocurría. Era una mujer realista y no se hacía ilusiones sobre sus encantos: "a mí no vienen a violarme ni en sueños, ahí mismo supe que el calato era demente o criminal ", declaró. Se defendió, pues, como una leona embravecida -en su testimonio juró por la Virgen que el fogoso no había conseguido infligirle ni un ósculo- y, además de impedir el ultraje a su honor, salvó la vida a su marido. Al mismo tiempo que, a rasguños, mordiscos, codazos, rodillazos, mantenía a raya al degenerado, daba gritos (ella sí) que despertaron a su hija y a los otros inquilinos. Entre Rosa, el juez ancashino, el párroco de Cajatambo y las enfermeras huanuqueñas redujeron al exhibicionista, lo amarraron y todos juntos corrieron en busca de don Sebastián: ¿vivía?
Les tomó cerca de una hora conseguir una ambulancia que lo llevara al Hospital Arzobispo Loayza, y cerca de tres que viniera la policía a salvar a Lucho Abril Marroquín de las uñas de la joven pianista, quien, fuera de sí (¿por las heridas infligidas a su padre?, ¿por la ofensa a su madre?, ¿tal vez, alma humana de turbia pulpa y ponzoñosas esquinas, por el desaire hecho a ella?), pretendía sacarle los ojos y beberse su sangre. El joven propagandista médico, en la policía, recobrando su tradicional suavidad de gestos y de voz, ruborizándose al hablar de puro tímido, negó firmemente la evidencia. La familia Bergua y los pensionistas lo calumniaban: jamás había agredido a nadie, nunca había pretendido violentar a una mujer y muchísimo menos a una lisiada como Margarita Bergua, dama que, por sus bondades y consideraciones, era -después, claro está, de su esposa, esa muchacha de ojos italianos y codos y rodillas musicales que venía del país del canto y del amor- la persona que más respetaba y quería en este mundo. Su serenidad, su urbanidad, su mansedumbre, las magníficas referencias que dieron de él sus jefes y compañeros de los Laboratorios Bayer, la albura de su registro policial, hicieron vacilar a los custodios del orden. ¿Cabía, magia insondable de las apariencias tramposas, que todo fuera una conjuración de la mujer e hija de la víctima y de los pensionistas contra este mozo delicado? El cuarto poder del Estado vio esta tesis con simpatía y la auspició.
Para dificultar las cosas y mantener el suspenso en la ciudad, el objeto del delito, don Sebastián Bergua, no podía aclarar las dudas, pues se debatía entre la vida y la muerte en el popular nosocomio de la avenida Alfonso Ugarte. Recibía caudalosas transfusiones de sangre, que pusieron al borde de la tuberculosis a muchos comprovincianos del Club Tambo-Ayacucho, quienes, apenas enterados de la tragedia, habían corrido a ofrecerse como donantes, y estas transferencias, más los sueros, las costuras, las desinfecciones, los vendajes, las enfermeras que se turnaban a su cabecera, los facultativos que soldaron sus huesos, reconstruyeron sus órganos y apaciguaron sus nervios, devoraron en unas cuantas semanas las ya mermadas (por la inflación y el galopante costo de la vida) rentas de la familia. Ésta debió malbaratar sus bonos, recortar y alquilar a pedazos su propiedad y arrinconarse en ese segundo piso donde ahora vegetaba.
Don Sebastián salvó, sí, pero su recuperación, en un principio, no pareció ser suficiente para zanjar las dudas policiales. Por efecto de las cuchilladas, del susto sufrido, o de la deshonra moral de su mujer, quedó mudo (y hasta se murmuraba que tonto). Era incapaz de pronunciar palabra, miraba todo y a todos con letárgica inexpresividad de tortuga, y tampoco los dedos le obedecían pues ni siquiera pudo (¿quiso?) contestar por escrito las preguntas que se le hicieron en el juicio del desatinado.
El proceso alcanzó proporciones mayúsculas y la Ciudad de los Reyes permaneció en vilo mientras duraron las audiencias. Lima, el Perú, ¿la América mestiza toda?, siguieron con apasionamiento las discusiones forenses, las réplicas y contrarréplicas de los peritos, los alegatos del fiscal y del abogado defensor, un famoso jurisconsulto venido especialmente desde Roma, la ciudad-mármol, a defender a Lucho Abril Marroquín, por ser éste esposo de una italianita que, además de compatriota suya, era su hija.
El país se dividió en dos bandos. Los convencidos de la inocencia del propagandista médico -los diarios todos- sostenían que don Sebastián había estado a punto de ser víctima de su esposa y de su vástaga, coludidas con el juez ancashino, el curita de Cajatambo y las enfermeras huanuqueñas, sin duda con fines de herencia y lucro. El jurisconsulto romano defendió imperialmente esta tesis asegurando que, advertidos de la demencia apacible de Lucho Abril Marroquín, familia y pensionistas se habían conjurado para endosarle el crimen (¿o inducirlo tal vez a cometerlo?). Y fue acumulando argumentos que los órganos de prensa magnificaban, aplaudían y consagraban como demostrados: ¿alguien en su sano juicio podía creer que un hombre recibe catorce y tal vez quince cuchilladas en respetuoso silencio? ¿Y si, como era lógico, don Sebastián Bergua había aullado de dolor, alguien en su sano juicio podía creer que ni la esposa, ni la hija, ni el juez, ni el cura, ni las enfermeras escucharan esos gritos, siendo las paredes de la Pensión Colonial tabiques de caña y barro que dejaban pasar el zumbido de las moscas y las pisadas de un alacrán? ¿Y cómo era posible que siendo, las pensionistas de Huánuco, estudiantes de enfermería de notas altas, no hubieran atinado a prestar al herido los primeros auxilios, esperando impávidas, mientras el gentilhombre se desangraba, que llegara la ambulancia? ¿Y cómo era posible que en ninguna de las seis personas adultas, viendo que la ambulancia tardaba, hubiera germinado la idea, elemental incluso para un oligofrénico, de buscar un taxi, habiendo un paradero de taxis en la misma esquina de la Pensión Colonial? ¿No era todo eso extraño, tortuoso, indicador?
A los tres meses de permanecer retenido en Lima, al curita de Cajatambo, que había venido a la capital sólo por cuatro días a gestionar un nuevo Cristo para la iglesia de su pueblo porque al anterior los palomillas lo habían decapitado a hondazos, convulso ante la perspectiva de ser condenado por intento de homicidio y pasar el resto de sus días en la cárcel, le estalló el corazón y murió. Su muerte electrizó a la opinión y tuvo un efecto devastador para la defensa; los diarios, ahora, volvieron la espalda al jurisconsulto importado, lo acusaron de casuístico, operático, colonialista y peregrino, y de haber causado por sus insinuaciones sibilinas y anti-cristianas la muerte de un buen pastor, y los jueces, docilidad de cañaverales que bailan con los vientos periodísticos, lo desaforaron por extranjero, lo privaron del derecho de alegar ante los Tribunales, y, en un fallo que los diarios celebraron con trinos nacionalistas, lo devolvieron indeseablemente a Italia.
La muerte del curita cajatambino salvó a la madre y a la hija y a los inquilinos de una probable condena por semi-homicidio y encubrimiento criminal. Al compás de la prensa y la opinión, el fiscal tornó a simpatizar con las Bergua y aceptó, como al principio, su versión de los acontecimientos. El nuevo abogado de Lucho Abril Marroquín, un jurista nativo, cambió radicalmente de estrategia: reconoció que su defendido había cometido los delitos, pero alegó su irresponsabilidad total, por causa de paropsia y raquitismo anímicos, combinados con esquizofrenia y otras veleidades en el dominio de la patología mental que destacados psiquiatras corroboraron en amenas deposiciones. Allí se argumentó, como prueba definitiva de desquicio, que el inculpado, entre las cuatro mujeres de la Pensión Colonial, hubiera elegido a la más anciana y la única coja. Durante el último alegato del fiscal, clímax dramático que diviniza a los actores y escalofría al público, don Sebastián, que hasta entonces había permanecido silente y legañoso en una silla, como si el juicio no le concerniera, levantó despacio una mano y con los ojos enrojecidos por el esfuerzo, la cólera o la humillación, señaló fijamente, durante un minuto verificado por cronómetro (un periodista dixit) a Lucho Abril Marroquín. El gesto fue reputado tan extraordinario como si la estatua ecuestre de Simón Bolívar se hubiera puesto efectivamente a cabalgar… La Corte aceptó todas las tesis del fiscal y Lucho Abril Marroquín fue encerrado en el manicomio.
La familia Bergua no levantó cabeza más. Comenzó su desmoronamiento material y moral. Arruinados por clínicas y leguleyos, debieron renunciar a las clases de piano (y por lo tanto a la ambición de convertir a Rosa en artista mundial) y reducir su nivel de vida a extremos que lindaban con las malas costumbres del ayuno y la suciedad. La vieja casona envejeció aún más y el polvo fue impregnándola y las telarañas invadiéndola y las polillas comiéndola; su clientela disminuyó y fue bajando de categoría hasta llegar a la sirvienta y el cargador. Tocó fondo el día en que un mendigo vino a golpear la puerta y preguntó, terriblemente: "¿Es aquí el Dormidero Colonial?".
Así, día que persigue a día, mes que sucede a otro mes, llegaron a pasar treinta años.
La familia Bergua parecía ya aclimatada a la mediocridad cuando algo vino, de pronto, bomba atómica que una madrugada desintegra ciudades japonesas, a ponerla en efervescencia. Hacía muchos años que no funcionaba la radio y otros tantos que el presupuesto familiar impedía comprar periódicos. Las noticias del mundo no llegaban, pues, a los Bergua sino rara vez y de rebote, a través de comentarios y chismes de sus incultivados huéspedes.
Pero esa tarde, qué casualidad, un camionero de Castrovirreina soltó una carcajada vulgar con un escupitajo verde, murmuró "¡El chiflado es de rifarlo!" y tiró sobre la arañada mesita de la sala el ejemplar de "Última Hora" que acababa de leer. La ex-pianista lo recogió, lo hojeó. De repente, palidez de mujer que ha recibido el beso del vampiro, corrió al cuarto llamando a voces a su madre. Juntas leyeron y releyeron la estrujada noticia, y luego, a gritos, turnándose, se la leyeron a don Sebastián, quien, sin la menor duda, comprendió, pues al instante contrajo una de esas sonoras crisis que lo hacían hipar, sudar, llorar a gritos y revolverse como un poseso.
¿Qué noticia provocaba semejante alarma en esa familia crepuscular?
En el amanecer de la víspera, en un concurrido pabellón del Hospital Psiquiátrico Víctor Larco Herrera, de Magdalena del Mar, un pupilo que había pasado entre esos muros el tiempo de una jubilación, había degollado a un enfermero, con un bisturí, ahorcado a un anciano catatónico que dormía en una cama contigua a la suya y huido a la ciudad saltando gimnásticamente el muro de la Costanera. Su proceder causó sorpresa porque había sido siempre ejemplarmente pacífico y jamás se le vio un gesto de malhumor ni se le oyó levantar la voz. Su única ocupación, en treinta años, había sido oficiar misas imaginarias al Señor de Limpias y repartir hostias invisibles a inexistentes comulgantes. Antes de huir del hospital, Lucho Abril Marroquín -que acababa de cumplir la edad egregia del hombre: cincuenta años- había escrito una educada esquela de adiós: "Lo siento pero no tengo más remedio que salir. Me espera un incendio en una vieja casa de Lima, donde una cojita ardiente como una antorcha y su familia ofenden mortalmente a Dios. He recibido la encomienda de apagar las llamas".
¿Lo haría? ¿Las apagaría? ¿Se aparecería ese resucitado del fondo de los años para, por segunda vez, hundir a los Bergua en el horror así como ahora los había hundido en el miedo? ¿Cómo terminaría la empavorecida familia de Ayacucho?