La memorable semana comenzó con un pintoresco episodio (sin las características violentas del encuentro con los churrasqueros) del que fui testigo y a medias protagonista. Genaro-hijo se pasaba la vida haciendo innovaciones en los programas y decidió un día que, para agilizar los boletines, debíamos acompañarlos de entrevistas. Nos puso en acción a Pascual y a mí y desde entonces comenzamos a radiar una entrevista diaria, sobre algún tema de actualidad, en El Panamericano de la noche. Significó más trabajo para el Servicio de Informaciones (sin aumento de sueldo) pero no lo lamenté, porque era entretenido. Interrogando en el estudio de la calle Belén o ante una grabadora, a artistas de cabaret y a parlamentarios, a futbolistas y a niños prodigio, aprendí que todo el mundo, sin excepción, podía ser tema de cuento.
Antes del pintoresco episodio, el personaje más curioso que entrevisté fue un torero venezolano. Esa temporada en la Plaza de Acho había tenido un éxito descomunal. En su primera corrida cortó varias orejas y, en la segunda, después de una faena milagrosa, le dieron una pata y la muchedumbre lo llevó en hombros desde el Rímac hasta su hotel, en la Plaza San Martín. Pero en su tercera y última corrida -las entradas se habían revendido, por él, a precios astronómicos- no llegó a ver los toros, porque, presa de pánico cerval, corrió de ellos toda la tarde; no les hizo un solo pase digno y los mató a pocos, al extremo de que en el segundo le tocaron cuatro avisos. La bronca en los tendidos fue mayúscula: intentaron quemar la Plaza de Acho y linchar al venezolano, quien, en medio de gran rechifla y lluvia de cojines, debió ser escoltado hasta su hotel por la Guardia Civil. A la mañana siguiente, horas antes de que tomara el avión, lo entrevisté en un saloncito del Hotel Bolívar. Me dejó perplejo comprobar que era menos inteligente que los toros que lidiaba y casi tan incapaz como ellos de expresarse mediante la palabra. No podía construir una frase coherente, jamás acertaba con los tiempos verbales, su manera de coordinar las ideas hacía pensar en tumores, en afasia, en hombres-monos. La forma era no menos extraordinaria que el fondo: hablaba con un acento infeliz, hecho de diminutivos y apócopes, que matizaba, durante sus frecuentes vacíos mentales, con gruñidos zoológicos.
El mexicano que me tocó entrevistar el lunes de la semana memorable era, por el contrario, un hombre lúcido y un desenvuelto expositor. Dirigía una revista, había escrito libros sobre la revolución mexicana, presidía una delegación de economistas y estaba alojado en el Bolívar. Aceptó venir a la radio y lo fui a buscar yo mismo. Era un caballero alto y derecho, bien vestido, de cabellos blancos, que debía andar por los sesenta. Lo acompañó su señora, una mujer de ojos vivos, menuda, que llevaba un sombrerito de flores. Entre el hotel y la radio preparamos la entrevista y ésta quedó grabada en quince minutos, ante la alarma de Genaro-hijo, porque el economista e historiador, en respuesta a una pregunta, atacó duramente a las dictaduras militares (en el Perú padecíamos una, encabezada por un tal Odría).
Sucedió cuando acompañaba a la pareja de regreso al Bolívar. Era mediodía y la calle Belén y la Plaza San Martín rebalsaban de gente. La señora ocupaba la vereda, su marido el centro y yo iba al lado de la pista. Acabábamos de pasar frente a Radio Central, y, por decir algo, le repetía al hombre importante que la entrevista había quedado magnífica, cuando fui clarísimamente interrumpido por la vocecita de la dama mexicana:
– Jesús, Jesús, me descompongo…
La miré y la vi demacrada, abriendo y cerrando los ojos y moviendo la boca de manera rarísima. Pero lo sorprendente fue la reacción del economista e historiador. Al oír la advertencia, lanzó una mirada veloz a su esposa, y me lanzó otra a mí, con expresión confusa, Y. al instante, miró de nuevo al frente, y, en lugar de detenerse, aceleró el paso. La dama mexicana quedó a mi lado, haciendo muecas. Alcancé a cogerla del brazo cuando se iba a desplomar. Como era tan frágil, felizmente, pude sostenerla y ayudarla, mientras el hombre importante huía a trancos y me endosaba la delicada tarea de arrastrar a su mujer. La gente nos abría paso, se paraba a mirarnos, y en una de ésas -estábamos a la altura del cine Colón y la damita mexicana, además de hacer morisquetas, había comenzado a echar babas, mocos y lágrimas- oí que un vendedor de cigarrillos decía: "También se está meando". Era verdad: la esposa del economista e historiador (que había cruzado la Colmena y desaparecía entre la gente agolpada a las puertas del Bar del Bolívar) iba dejando una estela amarilla detrás de nosotros. Al llegar a la esquina, no tuve más remedio que cargarla y avanzar así, espectacular y galante, los cincuenta metros que faltaban, entre choferes que bocineaban, policías que pitaban y gentes que nos señalaban. En mis brazos, la damita mexicana se retorcía sin cesar, continuaba las muecas, y en las manos y en la nariz me parecía comprobar que además de pipí se estaba haciendo algo más feo. Su garganta emitía un ruido atrofiado, intermitente. Al entrar al Bolívar, oí que me ordenaban, con sequedad: "Habitación 301". Era el hombre importante: estaba medio escondido, detrás de unas cortinas. Apenas me dio la orden, volvió a escapar, a alejarse a paso ligero hacia el ascensor, y, mientras subíamos, ni una vez se dignó mirarme o mirar a su consorte, como si no quisiera parecer impertinente. El ascensorista me ayudó a llevar a la dama hasta la habitación. Pero, apenas la depositamos en la cama, el hombre importante nos empujó literalmente hasta la puerta y, sin decir gracias ni adiós, nos la cerró con brutalidad en las narices; tenía en ese momento una expresión salobre.
– No es un mal marido -me explicaría después Pedro Camacho-, sino un tipo sensible y con gran sentido del papelón.
Esa tarde yo debía leerles a la tía Julia y a Javier un cuento que acababa de terminar: "La tía Eliana". "El Comercio" no publicó nunca la historia de los levitadores y me consolé escribiendo otra historia, basada en algo que había ocurrido en mi familia. Eliana era una de las muchas tías que aparecían por la casa cuando era niño y yo la prefería a las otras porque me traía chocolates y algunas veces me llevaba a tomar té al Cream Rica. Su afición a los dulces era motivo de burla en las reuniones de la tribu, donde se decía que se gastaba todos sus sueldos de secretaria en los pasteles cremosos, las medialunas crujientes, las tortas esponjosas y el chocolate espeso de La Tiendecita Blanca. Era una gordita cariñosa, risueña y parlanchina y yo tomaba su defensa cuando en la familia, a sus espaldas, comentaban que se estaba quedando para vestir santos. Un día, misteriosamente, la tía Eliana dejó de aparecer por la casa y la familia no volvió a nombrarla. Yo tendría entonces seis o siete años y recuerdo haber sentido desconfianza ante las respuestas de los parientes cuando les preguntaba por ella: se ha ido de viaje, estaba enferma, ya vendría cualquier día de éstos. Unos cinco años después, la familia entera, de pronto, se vistió de luto, y esa noche, en casa de los abuelos, supe que habían asistido al entierro de la tía Eliana, que acababa de morir de cáncer. Entonces se aclaró el misterio. La tía Eliana, cuando parecía condenada a la soltería, se había casado intempestivamente con un chino, dueño de una bodega en Jesús María, y la familia, empezando por sus padres, horrorizada ante el escándalo -entonces creí que lo escandaloso era que el marido fuese chino, pero ahora deduzco que su tara principal era ser bodeguero- había decretado su muerte en vida y no la había visitado ni recibido jamás. Pero cuando se murió la perdonaron -éramos una familia de gentes sentimentales, en el fondo-, fueron a su velorio y a su entierro, y derramaron muchas lágrimas por ella.
Mi cuento era el monólogo de un niño que, tendido en su cama, trataba de descifrar el misterio de la desaparición de su tía, y, como epílogo, el velorio de la protagonista. Era un cuento "social", cargado de ira contra los parientes prejuiciosos. Lo había escrito en un par de semanas y les hablé tanto de él a la tía Julia y a Javier que se rindieron y me pidieron que se los leyera. Pero antes de hacerlo, en la tarde de ese lunes, les conté lo ocurrido con la damita mexicana y el hombre importante. Fue un error que pagué caro porque esta anécdota les pareció mucho más divertida que mi cuento.
Se había hecho una costumbre que la tía Julia viniera a Panamericana. Habíamos descubierto que era el sitio más seguro, ya que, de hecho, contábamos con la complicidad de Pascual y el Gran Pablito. Se aparecía después de las cinco, hora en que comenzaba un período de calma: los Genaros se habían ido y casi nadie venía a merodear por el altillo. Mis compañeros de trabajo, por un acuerdo tácito, pedían permiso para 'tomar un cafecito', de modo que la tía Julia y yo pudiéramos besarnos y hablar a solas. A veces yo me ponía a escribir y ella se quedaba leyendo una revista o charlando con Javier, quien, invariablemente, venía a juntarse con nosotros a eso de las siete. Habíamos llegado a formar un grupo inseparable y mis amores con la tía Julia adquirían, en ese cuartito de tabiques, una naturalidad maravillosa. Podíamos estar de la mano o besarnos y a nadie le llamaba la atención. Eso nos hacía felices. Franquear hacia adentro los límites del altillo era ser libres, dueños de nuestros actos, podíamos querernos, hablar de lo que nos importaba y sentirnos rodeados de comprensión. Franquearlos hacia afuera era entrar en un dominio hostil, donde estábamos obligados a mentir y a escondernos.
– ¿Se puede decir que esto es nuestro nido de amor? -me preguntaba la tía Julia-. ¿O también es huachafo?
– Por supuesto que es huachafo y que no se puede decir -le respondía yo-. Pero podemos ponerle Montmartre.
Jugábamos al profesor y a la alumna y yo le explicaba lo que era huachafo, lo que no se podía decir ni hacer y había establecido una censura inquisitorial en sus lecturas, prohibiéndole todos sus autores favoritos, que empezaban por Frank Yerby y terminaban con Corín Tellado. Nos divertíamos como locos y a veces Javier intervenía, con una dialéctica fogosa, en el juego de la huachafería.
A la lectura de "La tía Eliana" asistieron también, porque estaban allí y no me atreví a echarlos, Pascual y el Gran Pablito y resultó una suerte porque fueron los únicos que celebraron el cuento, aunque, como eran mis subordinados, su entusiasmo resultaba sospechoso. Javier lo encontró irreal, nadie creería que una familia condena al ostracismo a una muchacha por casarse con un chino y me aseguró que si el marido era negro o indio la historia podía salvarse. La tía Julia me dio una estocada mortal diciéndome que el cuento había salido melodramático y que algunas palabritas, como trémula y sollozante, le habían sonado huachafas. Yo comenzaba a defender "La tía Eliana" cuando divisé en la puerta del altillo a la flaca Nancy. Bastaba verla para saber a qué venía:
– Ahora sí se armó la pelotera en la familia -dijo, de un tirón.
Pascual y el Gran Pablito, olfateando un buen chisme, adelantaron las cabezas. Contuve a mi prima, pedí a Pascual que preparara el boletín de las nueve, y bajamos a tomar un café. En una mesa del Bransa nos detalló la noticia. Había sorprendido, mientras se lavaba la cabeza, una conversación telefónica entre su madre y la tía Jesús. Se le habían helado las uñas al oír hablar de 'la parejita' y descubrir que se trataba de nosotros. No estaba muy claro, pero se habían dado cuenta de nuestros amores hacía ya bastante tiempo, porque, en un momento, la tía Laura había dicho: "Y fíjate que hasta Camunchita los vio una vez de la mano a los muy frescos, en el Olivar de San Isidro" (algo que efectivamente habíamos hecho, una única tarde, hacía meses). Al salir del baño (con "tembladera", decía) la flaca Nancy se encontró cara a cara con su madre y había tratado de disimular, los oídos le zumbaban del ruido del secador de pelo, no podía oír nada, pero la tía Laura la calló y la riñó y la llamó "encubridora de esa perdida".
– ¿La perdida soy yo? -preguntó la tía Julia, con más curiosidad que furia.
– Sí, tú -explicó mi prima, poniéndose colorada-. Te creen la invencionera de todo esto.
– Es verdad, yo soy menor de edad, vivía tranquilo estudiando abogacía, hasta que -dije yo, pero nadie me festejó.
– Si saben que les he contado, me matan -dijo la flaca Nancy-. No vayan a decir una palabra, júrenlo por Dios.
Sus padres le habían advertido formalmente que si cometía cualquier infidencia la encerrarían un año sin salir ni a misa. Le habían hablado de manera tan solemne que hasta dudó si contarnos. La familia sabía todo desde el principio y había guardado una actitud discreta pensando que era una tontería, el coqueteo intrascendente de una mujer ligera de cascos que quería anotar en su prontuario una conquista exótica, un adolescente. Pero como la tía Julia ya no tenía escrúpulos en lucirse por calles y plazas con el mocoso y cada vez más gente amiga y más parientes descubrían estos amores -hasta los abuelitos se habían enterado, por un chisme de la tía Celia- y esto era una vergüenza y algo que tenía que estar perjudicando al flaquito (es decir yo), quien, desde que la divorciada le había llenado la cabeza de pájaros, probablemente ya no tendría ánimos ni para estudiar, la familia había decidido intervenir.
– ¿Y qué van a hacer para salvarme? -pregunté, todavía sin demasiado susto.
– Escribirle a tus papás -me contestó la flaca Nancy-. Ya lo hicieron. Los tíos mayores: el tío Jorge y el tío Lucho.
Mis padres vivían en Estados Unidos y mi padre era un hombre severo al que yo le tenía mucho miedo. Me había criado lejos de él, con mi madre y mi familia materna, y cuando mis padres se reconciliaron y fui a vivir con él nos llevamos siempre mal. Era conservador y autoritario, de cóleras frías, y, si era verdad que le habían escrito, la noticia le iba a hacer el efecto de una bomba y su reacción sería violenta. La tía Julia me cogió la mano por debajo de la mesa:
– Te has puesto pálido, Varguitas. Ahora sí que tienes tema para un buen cuento.
– Lo mejor es conservar la cabeza en su sitio y el pulso firme -me dio ánimos Javier-. No te asustes y planeemos una buena estrategia para hacer frente al bolondrón.
– Contigo también están furiosos -le advirtió Nancy-. También te creen esa palabrita fea.
– ¿Alcahuete? -sonrió la tía Julia. Y, volviéndose a mí, se puso triste:- Lo que me importa es que van a separarnos y no te podré ver nunca más.
– Eso es huachafo y no se puede decir de ese modo -le expliqué.
– Qué bien han disimulado -dijo la tía Julia-. Ni mi hermana, ni mi cuñado, ninguno de tus parientes me hicieron sospechar que sabían y que me detestaban. Siempre tan cariñosos conmigo esos hipócritas.
– Por lo pronto, tienen que dejar de verse -dijo Javier-. Que Julita salga con galanes, tú invita a otras chicas. Que la familia crea que se han peleado.
Alicaídos, la tía Julia y yo convinimos en que era la única solución. Pero, cuando la flaca Nancy se fue -le juramos que nunca la traicionaríamos- y Javier partió tras ella, y la tía Julia me acompañó hasta Panamericana, ambos, sin necesidad de decirlo, mientras bajábamos cabizbajos y de la mano por la calle Belén, húmeda de garúa, sabíamos que esa estrategia podía convertir la mentira en verdad. Si no nos veíamos, si cada uno salía por su lado, lo nuestro, tarde o temprano, se terminaría. Quedamos en hablar por teléfono todos los días, a horas precisas, y nos despedimos besándonos largamente en la boca.
En el tembleque ascensor, mientras subía a mi altillo, sentí, como otras veces, unos inexplicables deseos de contarle mis miserias a Pedro Camacho. Fue como una premonición, pues en la oficina me estaban esperando, enfrascados en una animada conversación con el Gran Pablito, mientras Pascual insuflaba catástrofes al boletín (nunca respetó mi prohibición de incluir muertos, por supuesto), los principales colaboradores del escriba boliviano: Luciano Pando, Josefina Sánchez y Batán. Esperaron dócilmente que echara una mano a Pascual con las últimas noticias y cuando éste y el Gran Pablito nos dieron las buenas noches, y quedamos los cuatro solos en el altillo, se miraron, incómodos, antes de hablar.
El asunto, no cabía duda, era el artista.
– Es usted su mejor amigo y por eso hemos venido -murmuró Luciano Pando. Era un hombrecito torcido; sesentón, con los ojos disparados en direcciones opuestas, que llevaba invierno y verano, día y noche, una bufanda grasienta. Sólo le conocía ese terno marrón a rayitas azules que era ya una ruina de tantas lavadas y planchadas. Su zapato derecho tenía una cicatriz en el empeine por donde asomaba la media-. Se trata de algo delicadísimo. Ya se puede imaginar…
– La verdad, no, don Luciano -le dije-. ¿Se refiere a Pedro Camacho? Bueno, somos amigos, sí, aunque usted ya sabe, es una persona a quien uno nunca acaba de conocer. ¿Le pasa algo?
Asintió, pero permaneció mudo, mirándose los zapatos, como si lo abrumara lo que iba a decir. Interrogué con los ojos a su compañera, a Batán, que estaban serios e inmóviles.
– Hacemos esto por cariño y agradecimiento -trinó, con su bellísima voz de terciopelo, Josefina Sánchez-. Porque nadie puede saber, joven, lo que debemos a Pedro Camacho quienes trabajamos en este oficio tan mal pagado.
– Siempre fuimos la quinta rueda del coche, nadie daba medio por nosotros, vivíamos tan acomplejados que nos creíamos una basura -dijo Batán, tan conmovido que me imaginé de pronto un accidente-. Gracias a él descubrimos nuestro oficio, aprendimos que era artístico.
– Pero están hablando como si se hubiera muerto -les dije.
– Porque ¿qué haría la gente sin nosotros? -citó Josefina Sánchez, sin oírme, a su ídolo-. ¿Quiénes les dan las ilusiones y las emociones que los ayudan a vivir?
Era una mujer a la que le habían dado esa hermosa voz para indemnizarla de algún modo por la aglomeración de equivocaciones que era su cuerpo. Resultaba imposible adivinar su edad, aunque tenía que haber dejado atrás el medio siglo. Morena, se oxigenaba los pelos, que sobresalían, amarillos paja, de un turbante granate y se le chorreaban sobre las orejas, sin llegar desgraciadamente a ocultarlas, pues eran enormes, muy abiertas y como ávidamente proyectadas sobre los ruidos del mundo. Pero lo más llamativo de ella era su papada, una bolsa de pellejos que caía sobre sus blusas multicolores. Tenía un bozo espeso que hubiera podido llamarse bigote y cultivaba la atroz costumbre de sobárselo al hablar. Se fajaba las piernas con unas medias elásticas de futbolista, porque sufría de várices. En cualquier otro momento, su visita me habría llenado de curiosidad. Pero esa noche estaba demasiado preocupado por mis propios problemas.
– Claro que sé lo que le deben todos a Pedro Camacho -dije, con impaciencia-. Por algo son sus radioteatros los más populares del país.
Los vi cambiar una mirada, darse ánimos.
– Precisamente -dijo por fin Luciano Pando, ansioso y apenado-. Al principio, no le dimos importancia. Pensamos que eran descuidos, voladuras que le ocurren a cualquiera. Tanto más a alguien que trabaja de sol a sol.
– ¿Pero qué es lo que le pasa a Pedro Camacho? -lo interrumpí-. No entiendo nada, don Luciano.
– Los radioteatros, joven -murmuró Josefina Sánchez, como si cometiera un sacrilegio-. Se están volviendo cada vez más raros.
– Los actores y los técnicos nos turnamos para contestar el teléfono de Radio Central y hacer de parachoques a las protestas de los oyentes -encadenó Batán; tenía los pelos de puercoespín lucientes, como si se hubiera echado brillantina; llevaba, igual que siempre, un overol de cargador y los zapatos sin cordones y parecía a punto de llorar-. Para que los Genaros no lo boten, señor.
– Usted sabe de sobra que él no tiene medio y vive también a tres dobles y un repique -añadió Luciano Pando-. ¿Qué sería de él si lo botan? ¡Se moriría de hambre!
– ¿Y de nosotros? -dijo soberbiamente Josefina Sánchez-. ¿Qué sería de nosotros, sin él?
Empezaron a disputarse la palabra, a contármelo todo con lujo de detalles. Las incongruencias (las "metidas de pata" decía Luciano Pando) habían comenzado hacía cerca de dos meses, pero al principio eran tan insignificantes que probablemente sólo los actores las advirtieron. No le habían dicho una palabra a Pedro Camacho porque, conociendo su carácter, nadie se atrevía, y, además, durante un buen tiempo se preguntaron si no eran astucias deliberadas. Pero en las tres últimas semanas las cosas se habían agravado muchísimo.
– Lo cierto es que se han vuelto una mescolanza, joven -dijo Josefina Sánchez, desolada-. Se enredan unos con otros y nosotros mismos ya no somos capaces de desenredarlos.
– Hipólito Lituma siempre fue un sargento, terror del crimen en el Callao, en el radioteatro de las diez -dijo, con la voz demudada, Luciano Pando-. Pero hace tres días resulta ser el nombre del juez del de las cuatro. Y el juez se llamaba Pedro Barreda. Por ejemplo.
– Y ahora don Pedro Barreda habla de cazar ratas, porque se comieron a su hijita -se le llenaron los ojos de lágrimas a Josefina Sánchez-. Y a quien se comieron fue a la de don Federico Téllez Unzátegui.
– Imagínese los ratos que pasamos en las grabaciones -balbuceó Batán- son disparates.
– Y no hay manera de arreglar las confusiones -susurró Josefina Sánchez-. Porque ya ha visto cómo controla el señor Camacho los programas. No permite que se cambie ni una coma. Si no, le dan unos colerones terribles.
– Está cansado, ésa es la explicación -dijo Luciano Pando, moviendo la cabeza con pesadumbre-. No se puede trabajar veinte horas diarias sin que a uno se le mezclen las ideas. Necesita unas vacaciones, para volver a ser el que era.
– Usted se lleva bien con los Genaros -dijo Josefina Sánchez-. ¿No podría hablarles? Decirles solamente que está cansado, que le den unas semanitas para reponerse.
– Lo más difícil será convencerlo a él que las tome -dijo Luciano Pando-. Pero las cosas no pueden seguir como van. Terminarían por despedirlo.
– La gente llama todo el tiempo a la Radio -dijo Batán-. Hay que hacer milagros para despistarlos. Y el otro día ya salió algo en "La Crónica".
No les dije que Genaro-papá ya sabía y que me había encomendado una gestión con Pedro Camacho. Acordamos que yo sondearía a Genaro-hijo, y que, según como fuera su reacción, decidiríamos si era aconsejable que ellos mismos vinieran, en nombre de todos sus compañeros, a tomar la defensa del escriba. Les agradecí la confianza y traté de darles un poco de optimismo: Genaro-hijo era más moderno y comprensivo que Genaro-papá y seguramente se dejaría convencer y le daría esas vacaciones. Seguimos hablando, mientras apagaba las luces y cerraba el altillo. En la calle Belén nos dimos la mano. Los vi perderse en la calle vacía, feos y generosos, bajo la garúa.
Esa noche la pasé enteramente desvelado. Como de costumbre, encontré la comida servida y tapada en casa de los abuelos, pero no probé bocado (y para que la abuelita no se inquietara eché el apanado con arroz a la basura). Los viejitos estaban acostados pero despiertos y cuando entré a besarlos los escruté policialmente, tratando de descubrir en sus caras la inquietud por mis amores escandalosos. Nada, ningún signo: estaban cariñosos y solícitos y el abuelo me preguntó algo para el crucigrama. Pero me dieron la buena noticia: mi mamá había escrito que ella y mi papá vendrían a Lima de vacaciones muy pronto, ya avisarían la fecha de llegada. No pudieron enseñarme la carta, se la había llevado alguna tía. Era el resultado de las cartas delatoras, no había duda. Mi padre habría dicho: "Nos vamos al Perú a poner en orden las cosas”. Y mi madre: "¡Cómo ha podido hacer Julia una cosa así!" (La tía Julia y ella habían sido amigas, cuando mi familia vivía en Bolivia y yo no tenía aún uso de razón.)
Dormía en un cuartito pequeño, abarrotado de libros, maletas y baúles donde los abuelos guardaban sus recuerdos, muchas fotos de su extinta bonanza, cuando tenían una hacienda de algodón en Camaná, cuando el abuelo hacía de agricultor pionero en Santa Cruz de la Sierra, cuando era cónsul en Cochabamba o prefecto en Piura. Tumbado boca arriba en mi cama, en la oscuridad, pensé mucho en la tía Julia y en que, no había duda, de un modo u otro, tarde o temprano, nos iban efectivamente a separar. Me daba mucha cólera y me parecía todo estúpido y mezquino y de repente se me venía a la cabeza la imagen de Pedro Camacho. Pensaba en las llamadas telefónicas de tíos y tías y primos y primas, sobre la tía Julia y sobre mí, y empezaba a escuchar las llamadas de los oyentes desorientados con esos personajes que cambiaban de nombre y saltaban del radioteatro de las tres al de las cinco y con esos episodios que se entreveraban como una selva, y hacía esfuerzos por adivinar lo que ocurría en la intrincada cabeza del escriba, pero no me daba risa, y, al contrario, me conmovía pensar en los actores de Radio Central, conspirando con los técnicos de sonido, las secretarias, los porteros, para atajar las llamadas y salvar de la despedida al artista. Me emocionaba que Luciano Pando, Josefina Sánchez y Batán hubieran pensado que yo, la quinta rueda del coche, podía influir en los Genaros. Qué poca cosa debían sentirse, qué miserias debían ganar, para que yo les pareciera importante. A ratos tenía unos deseos incontenibles de ver, tocar, besar en ese mismo instante a la tía Julia. Así vi asomar la luz y oí ladrar a los perros de la madrugada.
Estuve en mi altillo de Panamericana más temprano que de costumbre y cuando llegaron Pascual y el Gran Pablito, a las ocho, ya tenía preparados los boletines y leídos, anotados y cuadriculados (para el plagio) todos los periódicos. Mientras hacía esas cosas, miraba el reloj. La tía Julia me llamó exactamente a la hora convenida.
– No he pegado los ojos toda la noche -me susurró con una voz que se perdía-. Te quiero mucho, Varguitas.
– Yo también, con toda mi alma -susurré, sintiendo indignación al ver que Pascual y el Gran Pablito se acercaban para oír mejor-. Tampoco he pegado los ojos, pensando en ti.
– No puedes saber cómo han estado de cariñosos mi hermana y mi cuñado -dijo la tía Julia-. Nos quedamos jugando cartas. Me cuesta saber que saben, que están conspirando.
– Pero están -le conté-. Mis padres han anunciado que vienen a Lima. La única razón es ésa. Ellos nunca viajan en esta época.
Se calló y adiviné, al otro lado de la línea, su expresión, entristecida, furiosa, decepcionada. Le volví a decir que la quería.
– Te llamo a las cuatro, como quedamos -me dijo al fin-. Estoy en el chino de la esquina y hay una cola esperando. Chaíto.
Bajé donde Genaro-hijo, pero no estaba. Le dejé dicho que tenía urgencia de hablar con él, y, por hacer algo, para llenar de algún modo el vacío que sentía, fui a la Universidad. Me tocó una clase de Derecho Penal, cuyo catedrático me había parecido siempre un personaje de cuento. Perfecta combinación de satiriasis y coprolalia, miraba a las alumnas como desnudándolas y todo le servía de pretexto para decir frases de doble sentido y obscenidades. A una chica, que le respondió bien una pregunta y que tenía el pecho plano, la felicitó, regodeando la palabra: “Es usted muy sintética, señorita”, y al comentar un artículo lanzó una perorata sobre enfermedades venéreas. En la Radio, Genaro-hijo me esperaba en su oficina:
– Supongo que no vas a pedirme aumento -me advirtió desde la puerta-. Estamos casi en quiebra.
– Quiero hablarte de Pedro Camacho -lo tranquilicé.
– ¿Sabes que ha empezado a hacer toda clase de barbaridades? -me dijo, como festejando una travesura-. Cruza tipos de un radioteatro a otro, les cambia nombres, enreda los argumentos y está convirtiendo todas las historias en una. ¿No es genial?
– Bueno, algo he oído -le dije, desconcertado por su entusiasmo-. Precisamente, anoche hablé con los actores. Están preocupados. Trabaja demasiado, piensan que le puede dar un surmenage. Perderías a la gallina de los huevos de oro. Por qué no le das unas vacaciones, para que se entone un poco.
– ¿Vacaciones a Camacho? -se espantó el empresario progresista-. ¿Él te ha pedido semejante cosa?
Le dije que no, que era una sugerencia de sus colaboradores.
Están hartos de que los haga trabajar como se pide y quieren librarse de él unos días -me explicó-. Sería demente darle vacaciones ahora. -Cogió unos papeles y los blandió con aire triunfante:- Hemos vuelto a batir el récord de sintonía este mes. O sea que la ocurrencia de cabecear las historias funciona. Mi padre estaba inquieto con esos existencialismos, pero dan resultado, ahí están los surveys. -Se volvió a reír-. Total, mientras al público le guste hay que aguantarle las excentricidades.
No insistí, para no meter la pata. Y, después de todo, ¿por qué no iba a tener razón Genaro-hijo? ¿Por qué no podían ser esas incongruencias algo perfectamente programado por el escriba boliviano? No tenía ganas de ir a la casa y decidí hacer un derroche. Convencí al cajero de la Radio que me diera un adelanto y, luego de El Panamericano, fui al cubículo de Pedro Camacho a invitarlo a almorzar. Tecleaba como un desaforado, por supuesto. Aceptó sin entusiasmo, advirtiéndome que no tenía mucho tiempo.
Fuimos a un restaurante criollo, a la espalda del Colegio de la Inmaculada, en el jirón Chancay, donde servían unos platos arequipeños, que, le dije, tal vez le recordarían los famosos picantes bolivianos. Pero el artista, fiel a su norma frugal, se contentó con un caldillo de huevos y unos frejoles colados a los que apenas probó la temperatura. No pidió dulce y protestó, con palabrejas que maravillaron a los mozos, porque no supieron prepararle su compuesto de yerbaluisa y menta.
– Estoy pasando una mala racha -le dije, apenas hubimos ordenado-. Mi familia ha descubierto mis amores con su paisana, y, como es mayor que yo y divorciada, están furiosos. Van a hacer algo para separarnos y eso me tiene amargado.
– ¿Mi paisana? -se sorprendió el escriba-. ¿Está usted en amores con una argentina, perdón, boliviana?
Le recordé que conocía a la tía Julia, que habíamos estado en su cuarto de La Tapada compartiendo su comida, y que ya antes le había contado mis problemas amorosos y que él me recetó curármelos con ciruelas en ayunas y cartas anónimas. Lo hice a propósito, insistiendo en los detalles, observándolo. Me escuchaba muy serio, sin pestañear.
– No está mal tener esas contrariedades -dijo, sorbiendo su primera cucharada de caldo-. El sufrimiento educa.
Y cambió de tema. Peroró sobre el arte de la cocina y la necesidad de ser sobrio para mantenerse espiritualmente sano. Me aseguró que el abuso de grasas, féculas y azúcares entumecía los principios morales y hacía proclives al delito y al vicio a las personas.
– Haga una estadística entre sus conocidos -me aconsejó-. Verá que los perversos se reclutan sobre todo entre los gordos. En cambio, no hay flaco de malas inclinaciones.
– A pesar de que hacía esfuerzos para disimularlo, se sentía incómodo. No hablaba con la naturalidad y convicción de otras veces, sino, era, evidente, de la boca para afuera, distraído por preocupaciones que quería ocultar. En sus ojitos saltones, había una sombra azarosa, un temor, una vergüenza y de rato en rato, se mordía los labios. Su larga cabellera hervía de caspa y, en el cuello que le bailaba dentro de la camisa, le descubrí una medallita que a veces acariciaba con dos dedos. Me explicó, mostrándomela: “Un caballero muy milagroso: el Señor de Limpias”. Su saquito negro se le resbalaba de los hombros y se lo veía pálido. Había decidido no mencionar los radioteatros, pero allí, de pronto, al ver que se había olvidado de la existencia de la tía Julia y de nuestras conversaciones sobre ella, sentí una curiosidad malsana. Habíamos terminado el caldillo de huevos, esperábamos el plato fuerte tomando chicha morada.
Esta mañana estuve hablando con Genaro-hijo de usted -le conté, en el tono más desenvuelto que pude-. Una buena noticia: según los surveys de las agencias de publicidad, sus radioteatros han vuelto a aumentar de sintonía. Los oyen hasta las piedras.
Advertí que se ponía rígido, que desviaba la vista, que comenzaba a enrollar y desenrollar la servilleta, muy deprisa, pestañeando seguido. Dudé sobre si continuar o cambiar de tema, pero la curiosidad fue más fuerte:
– Genaro-hijo cree que el aumento de sintonía se debe a esa idea de mezclar los personajes de un radioteatro a otro, de enlazar las historias -le dije, viendo que soltaba la servilleta, que me buscaba los ojos, que se ponía blanco-. Le parece genial.
Como no decía nada, sólo me miraba, seguí hablando, sintiendo que se me torcía la lengua. Hablé de la vanguardia, de la experimentación, cité o inventé autores que, le aseguré, eran la sensación de Europa porque hacían innovaciones parecidas a las suyas: cambiar la identidad de los personajes en el curso de la historia, simular incongruencias para mantener suspenso al lector. Habían traído los frejoles colados y empecé a comer, feliz de poder callarme y bajar los ojos para no seguir viendo el malestar del escriba boliviano. Estuvimos en silencio un buen rato, yo comiendo, él revolviendo con su tenedor el puré de frejoles, los granos de arroz.
– Me está pasando algo engorroso -le oí decir, por fin, en voz bajita, como a sí mismo-. No llevo bien la cuenta de los libretos, tengo dudas y se deslizan confusiones. -Me miró con zozobra-. Sé que es usted un joven leal, un amigo en quien se puede confiar. ¡Ni una palabra a los mercaderes!
Simulé sorpresa, lo abrumé con protestas de afecto. Era otro: atormentado, inseguro, frágil, y con un brillo de sudor en la frente verdosa. Se tocó las sienes:
– Esto es un volcán de ideas, por supuesto -afirmó-. Lo traicionero es la memoria. Eso de los nombres, quiero decir. Confidencialmente, mi amigo. Yo no los mezclo, se mezclan. Cuando me doy cuenta, es tarde. Hay que hacer malabares para volverlos a donde corresponde, para explicar sus mudanzas. Una brújula que confunde el Norte con el Sur puede ser grave, grave.
Le dije que estaba cansado, nadie podía trabajar a ese ritmo sin destruirse, que debía tomar unas vacaciones.
– ¿Vacaciones? Sólo en la tumba -me repuso, amenazante, como si lo hubiera ofendido.
Pero, un momento después, con humildad, me contó que al darse cuenta de 'los olvidos' había intentado hacer un fichero. Sólo que era imposible, no tenía tiempo, ni siquiera para consultar los programas radiados: todas sus horas estaban tomadas en la producción de nuevos libretos. “Si paro, el mundo se vendría abajo”, murmuró. ¿Y por qué no lo podían ayudar sus colaboradores? ¿Por qué no acudía a ellos cuando se presentaban esas dudas?
– Eso jamás -me contestó-. Me perderían el respeto. Ellos son una materia prima, mis soldados, y si meto la pata su obligación es meterla conmigo.
Cortó abruptamente el diálogo para sermonear a los mozos por la infusión, que encontró insípida, y luego debimos volver al trote a la Radio, porque lo esperaba el radioteatro de las tres. Al despedirnos, le dije que haría cualquier cosa por ayudarlo.
– Lo único que le pido es silencio -me dijo. Y, con su sonrisita helada, añadió:- No se preocupe: a grandes males, grandes remedios.
En mi altillo, revisé los periódicos de la tarde, señalé las noticias, concerté una entrevista para las seis con un neurocirujano historicista que había cometido una trepanación de cráneo con instrumentos incaicos que le prestó el Museo de Antropología. A las tres y media, comencé a mirar el reloj y el teléfono, alternativamente. La tía Julia telefoneó a las cuatro en punto. Pascual y el Gran Pablito no habían llegado.
– Mi hermana me habló a la hora del almuerzo -me dijo, con voz lúgubre-. Que el escándalo es demasiado grande, que tus papás vienen a sacarme los ojos. Me ha pedido que regrese a Bolivia. ¿Qué puedo hacer? Tengo que irme, Varguitas.
– ¿Quieres casarte conmigo? -le pregunté.
Se rió con poca alegría.
– Te estoy hablando en serio -insistí.
– ¿Me estás pidiendo que me case contigo de veras? -volvió a reírse la tía Julia, ahora sí más divertida.
– ¿Es sí o es no? -le dije-. Apúrate, ahorita llegan Pascual y el Gran Pablito.
– ¿Me pides eso para demostrarle a tu familia que ya eres grande? -me dijo la tía Julia, con cariño.
– También por eso -reconocí.