XV

La primera persona a la que hablé de mi propuesta de matrimonio a la tía Julia no fue Javier sino mi prima Nancy. La llamé, luego de la conversación telefónica con la tía Julia, y le propuse que fuéramos al cine. En realidad fuimos a El Patio, un café-bar de la calle San Martín, en Miraflores, donde solían reunirse los luchadores que Max Aguirre, el promotor del Luna Park, traía a Lima. El local -una casita de un piso, concebida como vivienda de clase media, a la que las funciones de bar notoriamente irritaban- estaba vacío, y pudimos conversar tranquilos, mientras yo tomaba la décima taza de café del día y la flaca Nancy una Coca-Cola.

Apenas nos sentamos, comencé a maquinar en qué forma podía dorarle la noticia. Pero fue ella la que se adelantó a darme novedades. La víspera había habido una reunión en casa de la tía Hortensia, a la que habían concurrido una docena de parientes, para tratar “el asunto". Allí se había decidido que el tío Lucho y la tía Olga le pidieran a la tía Julia regresar a Bolivia.

– Lo han hecho por ti -me explicó la flaca Nancy-. Parece que tu papá está hecho una fiera y ha escrito una carta terrible.

Los tíos Jorge y Lucho, que me querían tanto, estaban ahora inquietos por el castigo que podía infligirme.

Pensaban que si la tía Julia había ya partido cuando él llegara a Lima, se aplacaría y no sería tan severo.

– La verdad es que ahora esas cosas no tienen importancia -le dije, con suficiencia-. Porque le he pedido a la tía Julia que se case conmigo.

Su reacción fue llamativa y caricatural, le ocurrió algo de película. Estaba tomando un trago de Coca-Cola y se atoró. Le vino un acceso de tos francamente ofensivo y se le llenaron los ojos de lágrimas.

– Déjate de payasadas, pedazo de tonta -la reñí, muy enojado-. Necesito que me ayudes.

– No me atoré por eso sino porque el líquido se me fue por otro lado -balbuceó mi prima, secándose los ojos y todavía carraspeando. Y, unos segundos después, bajando la voz, añadió:- Pero si eres un bebe. ¿Acaso tienes plata para casarte? ¿Y tu papá? ¡Te va a matar!

Pero, instantáneamente, ganada por su terrible curiosidad, me acribilló a preguntas sobre detalles en los que yo no había tenido tiempo de pensar: ¿La Julita había aceptado? ¿Íbamos a escaparnos? ¿Quiénes iban a ser los testigos? ¿No podíamos casarnos por la Iglesia porque ella era divorciada, no es cierto? ¿Dónde íbamos a vivir?

– Pero, Marito -repitió al final de su cascada de preguntas, asombrándose de nuevo-. ¿No te das cuenta que tienes dieciocho años?

Se echó a reír y yo también me eché a reír. Le dije que tal vez tenía razón, pero que ahora se trataba de que me ayudara a poner ese proyecto en práctica. Nos habíamos criado juntos y revueltos, nos queríamos mucho, y yo sabía que en cualquier caso estaría de mi lado.

– Claro que si me lo pides te voy a ayudar, aunque sea a hacer locuras y aunque me maten contigo -me dijo al fin-. A propósito, ¿has pensado en la reacción de la familia si de verdad te casas?

De muy buen humor, estuvimos un rato jugando a qué dirían y qué harían los tíos y las tías, los primos y las primas cuando se enfrentaran a la noticia. La tía Hortensia lloraría, la tía Jesús iría a la iglesia, el tío Javier pronunciaría su clásica exclamación (¡Qué desvergüenza!), y el benjamín de los primos, Jaimito, que tenía tres años y ceceaba, preguntaría qué era casarse, mamá. Terminamos riéndonos a carcajadas, con una risa nerviosa que hizo venir a los mozos a averiguar cuál era el chiste. Cuando nos calmamos, la flaca Nancy había aceptado ser nuestra espía, comunicarnos todos los movimientos e intrigas de la familia. Yo no sabía cuántos días me tomarían los preparativos y necesitaba estar al tanto de qué tramaban los parientes. De otro lado, haría de mensajera con la tía Julia y, de tanto en tanto, la sacaría a la calle para que yo pudiera verla.

– Okey, okey -asintió Nancy-. Seré la madrina. Eso sí, si algún día me hace falta, espero que se porten igualito.

Cuando estábamos ya en la calle, caminando hacia su casa, mi prima se tocó la cabeza:

– Qué suerte tienes -se acordó-. Te puedo conseguir justo lo que te hace falta. Un departamento en una quinta de la calle Porta. Un sólo cuarto, su cocinita y su baño, lindísimo, de juguete. Y apenas quinientos al mes.

Se había desocupado hacía unos días y una amiga suya lo estaba alquilando; ella le podía hablar. Quedé maravillado con el sentido práctico de mi prima, capaz de pensar en ese momento en el problema terrestre de la vivienda en tanto que yo andaba extraviado en la estratosfera romántica del problema. Por lo demás, quinientos soles estaban a mi alcance. Ahora sólo necesitaba ganar más dinero "para los lujos" (como decía el abuelito). Sin pensarlo dos veces, le pedí que le dijera a su amiga que le tenía un inquilino.

Después de dejar a Nancy, corrí a la pensión de Javier en la avenida 28 de Julio, pero la casa estaba a oscuras y no me atreví a despertar a la dueña, que era malhumorada. Sentí una gran frustración pues tenía necesidad de contarle a mi mejor amigo mi gran proyecto y escuchar sus consejos. Esa noche dormí un sueño sobresaltado de pesadillas. Tomé desayuno al alba, con el abuelo, que se levantaba siempre con la luz, y corrí a la pensión. Encontré a Javier cuando salía. Caminamos hacia la avenida Larco, para tomar el colectivo a Lima. La noche anterior, por primera vez en su vida, había escuchado completo un capítulo de una radionovela de Pedro Camacho, junto con la dueña y los otros pensionistas, y estaba impresionado.

– La verdad que tu compinche Camacho es capaz de cualquier cosa -me dijo-. ¿Sabes qué pasó anoche? Una pensión vieja de Lima, una familia pobretona bajada de la sierra. Estaban en medio del almuerzo, conversando, y, de repente, un terremoto. Tan bien hecha la tembladera de vidrios y puertas, el griterío, que nos paramos y la señora Gracia salió corriendo hasta el jardín…

Me imaginé al genial Batán roncando para imitar el eco profundo de la tierra, reproduciendo con ayuda de sonajas o de bolitas de vidrio que frotaba junto al micrófono la danza de los edificios y casas de Lima, y con los pies rompiendo nueces o chocando piedras para que se escucharan los crujidos de techos y paredes al cuartearse, de las escaleras al rajarse y desplomarse, mientras Josefina, Luciano y los otros actores se asustaban, rezaban, aullaban de dolor y pedían socorro bajo la mirada vigilante de Pedro Camacho.

– Pero el terremoto es lo de menos -me interrumpió Javier, cuando le contaba las proezas de Batán-. Lo bueno es que la pensión se vino abajo y todos murieron apachurrados. No se salvó ni uno de muestra, aunque te parezca mentira. Un tipo capaz de matar a todos los personajes de una historia, de un terremoto, es digno de respeto.

Habíamos llegado el paradero de los colectivos y no pude aguantar más. Le conté en cuatro palabras lo que había ocurrido la víspera y mi gran decisión. Se hizo el que no se sorprendía:

– Bueno, tú también eres capaz de cualquier cosa -dijo, moviendo la cabeza compasivamente. Y un momento después:- ¿Seguro que quieres casarte?

– Nunca he estado tan seguro de nada en la vida -le juré.

En ese momento ya era verdad. La víspera, cuando le había pedido a la tía Julia que se casara conmigo, todavía tenía la sensación de algo irreflexivo, de una pura frase, casi de una broma, pero ahora, después de haber hablado con Nancy, sentía una gran seguridad. Me parecía estar comunicándole una decisión inquebrantable, largamente meditada.

– Lo cierto es que estas locuras tuyas terminarán por llevarme a la cárcel -comentó Javier, resignado, en el colectivo. Y luego de unas cuadras, a la altura de la avenida Javier Prado:- Te queda poco tiempo, Si tus tíos le han pedido a Julita que se vaya, no puede seguir con ellos muchos días más. Y la cosa tiene que estar hecha antes de que llegue el cuco, pues con tu padre acá será difícil.

Estuvimos callados un rato, mientras el colectivo iba caleteando en las esquinas de la avenida Arequipa, dejando y recogiendo pasajeros. Al pasar frente al Colegio Raimondi, Javier volvió a hablar, ya totalmente posesionado del problema:

– Vas a necesitar plata. ¿Qué vas a hacer?

– Pedir un adelanto en la Radio. Vender todo lo viejo que tengo, ropa, libros. Y empeñar mi máquina de escribir, mi reloj, en fin, todo lo que sea empeñable. Y empezar a buscar otros trabajos, como loco.

– Yo también puedo empeñar algunas cosas, mi radio, mis lapiceros, y mi reloj, que es de oro -dijo Javier. Entrecerrando los ojos y haciendo sumas con los dedos, calculó:- Creo que te podré prestar unos mil soles.

Nos despedimos en la Plaza San Martín y quedamos en vernos al mediodía, en mi altillo de Panamericana. Conversar con él me había hecho bien y llegué a la oficina de buen humor, muy optimista. Leí los periódicos, seleccioné las noticias, y, por segunda vez, Pascual y el Gran Pablito encontraron los primeros boletines terminados. Desgraciadamente, ambos estaban ahí cuando llamó la tía Julia y estropearon la conversación. No me atreví a contarle delante de ellos que había hablado con Nancy y con Javier.

– Tengo que verte hoy día mismo, aunque sea unos minutos -le pedí-. Todo está caminando.

– De repente se me ha venido el alma a los pies -me dijo la tía Julia-. Yo que siempre he sabido ponerle buena cara al mal tiempo, ahora me siento hecha un trapo.

Tenía una buena razón para venir al centro de Lima sin despertar sospechas: reservar en las oficinas del Lloyd Aéreo Boliviano su vuelo a La Paz. Pasaría por la Radio a eso de las tres. Ni ella ni yo mencionamos el tema del matrimonio, pero a mí me produjo angustia oírla hablar de aviones. Inmediatamente después de colgar el teléfono, fui a la Municipalidad de Lima, a averiguar qué se necesitaba para el matrimonio civil. Tenía un compañero que trabajaba allá y él me hizo las averiguaciones, creyendo que eran para un pariente que iba a casarse con una extranjera divorciada. Los requisitos resultaron alarmantes. La tía Julia tenía que presentar su partida de nacimiento y la sentencia de divorcio legalizada por los Ministerios de Relaciones Exteriores de Bolivia y del Perú. Yo, mi partida de nacimiento. Pero, como era menor de edad, necesitaba autorización notarial de mis padres para contraer matrimonio o ser 'emancipado' (declarado mayor de edad) por ellos, ante el juez de menores. Ambas posibilidades estaban descartadas.

Salí de la Municipalidad haciendo cálculos; sólo conseguir la legalización de los papeles de la tía Julia, suponiendo que los tuviera en Lima, tomaría semanas. Si no los tenía y debía pedirlos a Bolivia, a la Municipalidad y juzgado respectivos, meses. ¿Y en cuanto a mi partida de nacimiento? Yo había nacido en Arequipa y escribirle a algún pariente de allá que me la mandara tomaría también tiempo (además de ser riesgoso). Las dificultades se levantaban una tras otra, como desafíos, pero, en vez de disuadirme, reforzaban mi decisión (desde chico había sido muy porfiado). Cuando estaba a medio camino de la Radio, a la altura de "La Prensa', de pronto, en un rapto de inspiración, cambié de rumbo, y, casi a la carrera, me dirigí al Parque Universitario, donde llegué sudando. En la Secretaría de la Facultad de Derecho, la señora Riofrío, encargada de hacernos saber las notas, me recibió con su expresión maternal de siempre y escuchó llena de benevolencia la complicada historia que le conté, de trámites judiciales urgentes, de una oportunidad única de conseguir un trabajo que me ayudaría a costear mis estudios.

– Está prohibido por el reglamento -se quejó, levantando su apacible humanidad del apolillado escritorio y avanzando, conmigo al lado, hacia el archivo-. Como tengo buen corazón, ustedes abusan. Un día voy a perder mi puesto por hacer estos favores y nadie levantará un dedo por mí.

Le dije, mientras ella escarbaba los expedientes de alumnos, levantando nubecillas de polvo que nos hacían estornudar, que si algún día ocurriera eso, la Facultad se declararía en huelga. Encontró por fin mi expediente, donde, en efecto, figuraba mi partida de nacimiento y me advirtió que me la prestaba sólo media hora. Apenas necesité quince minutos para sacar dos fotocopias en una librería de la calle Azángaro y devolverle una de ellas a la señora Riofrío. Llegué a la Radio exultante, sintiéndome capaz de pulverizar a todos los dragones que me salieran al encuentro.

Estaba sentado en mi escritorio, después de redactar otros dos boletines y haber entrevistado para El Panamericano al Gaucho Guerrero (un fondista argentino, naturalizado peruano, que se pasaba la vida batiendo su propio récord; corría alrededor de una plaza, días y noches, y era capaz de comer, afeitarse, escribir y dormir mientras corría), descifrando, tras la prosa burocrática de la partida, algunos detalles de mi nacimiento -había nacido en el Bulevard Parra, mi abuelo y, mi tío Alejandro habían ido a la Alcaldía a participar mi llegada al mundo- cuando Pascual y el Gran Pablito, que entraban al altillo, me distrajeron. Venían hablando de un incendio, muertos de risa con los ayes de las víctimas al ser achicharradas. Traté de seguir leyendo la abstrusa partida, pero los comentarios de mis redactores sobre los guardias civiles de esa Comisaría del Callao rociada de gasolina por un pirómano demente, que habían perecido todos carbonizados, desde el comisario hasta el último soplón e incluso el perro mascota, me distrajeron de nuevo.

– He visto todos los periódicos y se me ha pasado, ¿dónde la han leído? -les pregunté. Y a Pascual:- Cuidadito con dedicar todos los boletines de hoy al incendio. -Y a los dos:- Qué tal par de sádicos.

– No es una noticia, sino el radioteatro de las once -me explicó el Gran Pablito-. La historia del sargento Lituma, el terror del hampa chalaca.

– Él también se volvió chicharrón -encadenó Pascual-. Hubiera podido salvarse, estaba saliendo a hacer su ronda, pero regresó para salvar a su capitán. Su buen corazón lo fregó.

– Al capitán no, a la perra Choclito -lo rectificó el Gran Pablito.

– Eso nunca quedó claro -dijo Pascual-. Le cayó una de las rejas del calabozo encima. Si lo hubiera visto a don Pedro Camacho mientras se quemaba. ¡Qué actorazo!

– Y qué decir de Batán -se entusiasmó el Gran Pablito, generosamente-. Si me hubieran jurado que con dos dedos se podía hacer cantar un incendio, no me lo hubiera creído. ¡Pero lo han visto estos ojos, don Mario!

Interrumpió esta charla la llegada de Javier. Fuimos a tomar el consabido café al Bransa y allí le resumí mis averiguaciones y le mostré triunfalmente mi partida de nacimiento.

– He estado pensando y tengo que decirte que es una estupidez que te cases -me soltó de entrada, un poco incómodo-. No sólo porque eres un mocoso, sino, sobre todo, por el asunto plata. Vas a tener que romperte el alma trabajando en cojudeces para poder comer.

– O sea que tú también vas a repetirme las cosas que me van a decir mi mamá y mi papá -me burlé de él-. ¿Que por casarme voy a interrumpir mis estudios de Derecho? ¿Que nunca llegaré a ser un gran jurisconsulto?

– Que por casarte no vas a tener tiempo ni de leer -me contestó Javier-. Que por casarte no llegarás nunca a ser un escritor.

– Nos vamos a pelear si sigues por ese camino -le advertí.

– Bueno, entonces me meto la lengua al bolsillo -se rió-. Ya cumplí con mi conciencia, adivinándote el porvenir. Lo cierto es que si la flaca Nancy quisiera, yo también me casaría hoy mismo. ¿Por dónde empezamos?

– Como no hay forma de que mis padres me autoricen el matrimonio o me emancipen, y como es posible que tampoco Julia tenga todos los papeles que hacen falta, la única solución es encontrar un alcalde buena gente.

– Querrás decir un alcalde corrompible -me corrigió. Me examinó como a un escarabajo:- ¿Pero a quién puedes corromper tú, muerto de hambre?

– Algún alcalde un poco despistado -insistí-. Uno al que se le pueda contar el cuento del tío.

– Bueno, pongámonos a buscar ese cacaseno descomunal capaz de casarte contra todas las leyes existentes. -Se echó a reír de nuevo-. Lástima que Julita sea divorciada, te hubieras casado por la iglesia. Eso era fácil, entre los curas abundan los cacasenos.

Javier me ponía siempre de buen ánimo y terminamos bromeando sobre mi luna de miel, sobre los honorarios que me cobraría (ayudarlo a raptar a la flaca Nancy, por supuesto), y lamentando no estar en Piura, donde, como la fuga matrimonial era costumbre tan extendida, no hubiera sido problema encontrar al cacaseno. Cuando nos despedimos, se había comprometido a buscar al alcalde desde esa misma tarde y a empeñar todos sus bienes prescindibles para contribuir a la boda.

La tía Julia debía pasar a las tres y como a las tres y media no había llegado comencé a inquietarme. A las cuatro se me atracaban los dedos en la máquina de escribir y fumaba sin parar. A las cuatro y media el Gran Pablito me preguntó si me sentía mal, porque se me veía pálido. A las cinco hice que Pascual llamara a casa del tío Lucho y preguntara por ella. No había llegado. Y tampoco había llegado media hora después, ni a las seis de la tarde ni a las siete de la noche. Luego del último boletín, en vez de bajar en la calle de los abuelos, seguí en el colectivo hasta la avenida Armendáriz y estuve merodeando por los alrededores de la casa de mis tíos, sin atreverme a tocar. Por las ventanas divisé a la tía Olga, cambiando el agua de un florero, y, poco después, al tío Lucho, que apagaba las luces del comedor. Di varias vueltas a la manzana, poseído de sentimientos encontrados: desasosiego, cólera, tristeza, ganas de abofetear a la tía Julia y de besarla. -terminaba una de esas vueltas agitadas cuando la vi bajar de un auto lujoso, con placa diplomática. Me acerqué a trancos, sintiendo que los celos y la ira me hacían temblar las piernas y decidido a darle de trompadas a mi rival, fuera quien fuera. Se trataba de un caballero canoso y había además una señora en el interior del automóvil. La tía Julia me presentó como un sobrino de su cuñado y a ellos como los embajadores de Bolivia. Sentí una sensación de ridículo y, al mismo tiempo, que me quitaban un gran peso de encima. Cuando el auto partió, cogí a la tía Julia del brazo y casi a rastras la hice cruzar la avenida y caminar hacia el Malecón.

– Vaya, qué geniecito -la oí decir, mientras nos acercábamos al mar-. Le pusiste al pobre doctor Gumucio cara de estrangulador.

– A quien voy a estrangular es a ti -le dije-. Te estoy esperando desde las tres y son las once de la noche. ¿Te olvidaste que teníamos una cita?

– No me olvidé -me repuso, con determinación-. Te dejé plantado a propósito.

Habíamos llegado al parquecito situado frente al Seminario de los jesuitas. Estaba desierto, y, aunque no llovía, la humedad hacía brillar el pasto, los laureles, las matas de geranios. La neblina formaba unas sombrillas fantasmales en torno a los conos amarillos de los postes de luz.

– Bueno, vamos a postergar esa pelea para otro día -le dije, haciéndola sentar en el bordillo del Malecón, sobre el acantilado, de donde subía, sincrónico, profundo, el sonido del mar-. Ahora hay poco tiempo y muchos problemas. ¿Tienes aquí tu partida de nacimiento y la sentencia de tu divorcio?

– Lo que tengo aquí es mi pasaje para La Paz -me dijo, tocando su cartera-. Me voy el domingo, a las diez de la mañana. Y estoy feliz. El Perú y los peruanos ya me llegaron a la coronilla.

– Lo siento por ti, pues por ahora no hay posibilidades de que cambiemos de país -le dije, sentándome a su lado y pasándole el brazo sobre los hombros-. Pero te prometo que, algún día, nos iremos a vivir a una buhardilla de París.

Hasta ese momento, pese a las cosas agresivas que decía, había estado tranquila, ligeramente burlona, muy segura de sí misma. Pero de pronto se le dibujó en la cara un rictus amargo y habló con voz dura, sin mirarme:

– No me lo hagas más difícil, Varguitas. Me regreso a Bolivia por culpa de tus parientes, pero, también, porque lo nuestro es una estupidez. Sabes muy bien que no podemos casarnos.

– Sí podemos -le dije, besándola en la mejilla, en el cuello, apretándola con fuerza, tocándole ávidamente los pechos, buscándole la boca con mi boca-. Necesitamos un alcalde cacaseno. Javier me está ayudando. Y la flaca Nancy ya nos encontró un departamentito, en Miraflores. No hay motivo para ponerse pesimistas.

Se dejaba besar y acariciar, pero permanecía distante, muy seria. Le conté la conversación con mi prima, con Javier, mis averiguaciones en la Municipalidad, la forma como había conseguido mi partida, le dije que la quería con toda mi alma, que íbamos a casarnos aunque tuviera que matar un montón de gente. Cuando porfié con mi lengua, para que separara los dientes, se resistió, pero luego abrió la boca y pude entrar en ella y gustar su paladar, sus encías, su saliva. Sentí que el brazo libre de la tía Julia me rodeaba el cuello, que se acurrucaba contra mí, que se ponía a llorar con sollozos que estremecían su pecho. Yo la consolaba, con voz que era un susurro incoherente, sin dejar de besarla.

– Todavía eres un mocosito -la oí murmurar, entre risas y pucheros, mientras yo, sin aliento, le decía que la necesitaba, que la quería, que nunca la dejaría regresar a Bolivia, que me mataría si se iba. Por fin, volvió a hablar, en tono muy bajito, tratando de hacer una broma:- Quien con mocosos se acuesta siempre amanece mojado. ¿Has oído ese refrán?

– Es huachafo y no se puede decir -le contesté, secándole los ojos con mis labios, con las yemas de los dedos-. ¿Tienes aquí esos papeles? ¿Tu amigo el embajador los podría legalizar?

Ya estaba más repuesta. Había dejado de llorar y me miraba con ternura.

– ¿Cuánto duraría, Varguitas? -me preguntó con voz tristona-. ¿Al cuánto tiempo te cansarías? ¿Al año, a los dos, a los tres? ¿Crees que es justo que dentro de dos o tres años me largues y tenga que empezar de nuevo?

– ¿El embajador los podrá legalizar? -insistí-. Si él los legaliza por el lado boliviano, será fácil conseguir la legalización peruana. Encontraré en el Ministerio algún amigo que nos ayude.

Me quedó observando, entre compadecida y conmovida. En su cara fue apareciendo una sonrisa.

– Si me juras que me aguantarás cinco años, sin enamorarte de otra, queriéndome sólo a mí, okey -me dijo-. Por cinco años de felicidad cometo esa locura.

– ¿Tienes los papeles? -le dije, arreglándole los cabellos, besándoselos-. ¿Los legalizará el embajador?

Los tenía y conseguimos, en efecto, que la Embajada boliviana los legalizara con una buena cantidad de sellos y firmas multicolores. La operación duró apenas media hora, pues el embajador se tragó diplomáticamente el cuento de la tía Julia: necesitaba los papeles esa misma mañana, para formalizar una gestión que le permitiría sacar de Bolivia los bienes que había recibido al divorciarse. Tampoco fue difícil que el ministro de Relaciones Exteriores del Perú, a su vez, legalizara los documentos bolivianos. Me echó una mano un profesor de la Universidad, asesor de la Cancillería, a quien tuve que inventar otro embrollado radioteatro: una señora cancerosa, en estado agónico, a la que había que casar cuanto antes, con el hombre que cohabitaba hacía años, a fin de que muriera en paz con Dios.

Allí, en una habitación de añosas maderas coloniales y de jóvenes acicalados del Palacio de Torre Tagle, mientras esperaba que el funcionario, avivado por el telefonazo de mi profesor, pusiera a la partida de nacimiento y a la sentencia de divorcio de la tía Julia más sellos y recolectara las firmas correspondientes, oí hablar de una nueva catástrofe. Se trataba de un naufragio, algo casi inconcebible. Un barco italiano, atracado en un muelle del Callao, repleto de pasajeros y de visitas que los despedían, de pronto, contraviniendo todas las leyes de la física y de la razón, giraba sobre sí mismo, se volcaba sobre babor, y se hundía rápidamente en el Pacífico, muriendo, por efecto de contusiones, ahogo, o, asombrosamente, mordiscos de tiburones, toda la gente que se hallaba a bordo. Eran dos señoras, conversaban a mi lado, en espera de algún trámite. No bromeaban, se tomaban el naufragio muy en serio.

– ¿Ocurrió en un radioteatro de Pedro Camacho, no es cierto? -me entrometí.

– En el de las cuatro -asintió la mayor, una mujer huesuda y enérgica, con fuerte acento eslavo-. El de Alberto de Quinteros, el cardiólogo.

– Ese que era ginecólogo el mes pasado -metió su cuchara, sonriendo, una jovencita que escribía a máquina. Y se tocó la sien, indicando que alguien se había vuelto loco.

– ¿No oyó el programa de ayer? -se apiadó cariñosamente la acompañante de la extranjera, una señora con anteojos y entonación ultralimeña-. El doctor Quinteros se estaba yendo de vacaciones a Chile, con su esposa y su hijita Charo. ¡Y se ahogaron los tres!

– Se ahogaron todos -precisó la señora extranjera-. El sobrino Richard, y Elianita y su marido, el Pelirrojo Antúnez, el tontito, y hasta el hijito del incesto, Rubencito. Habían ido a despedirlos.

Pero lo costeante es que se ahogara el teniente Jaime Concha, que es de otro radioteatro, y que ya se había muerto en el incendio del Callao, hace tres días -volvió a intervenir, muerta de risa, la muchacha; había dejado la máquina-. Esos radioteatros se han vuelto un puro chiste, ¿no les parece?

Un jovencito acicalado, con aire de intelectual (especialidad Límites Patrios), le sonrió con benevolencia y a nosotros nos lanzó una mirada que Pedro Camacho hubiera tenido todo el derecho de llamar argentina:

– ¿No te he dicho que eso de pasar personajes de una historia a otra lo inventó Balzac? -dijo, hinchando el pecho con sabiduría. Pero sacó una conclusión que lo perdió:- Si se entera que lo está plagiando, lo manda a la cárcel.

– El chiste no es que los pase de una a otra, sino que los resucite -se defendió la muchacha-. El teniente Concha se había quemado, mientras leía un Pato Donald, ¿cómo puede ahora resultar ahogándose?

– Es un tipo sin suerte -sugirió el jovencito acicalado que traía mis papeles.

Partí feliz, con los documentos oleados y sacramentados, dejando a las dos señoras, la secretaria y los diplomáticos empeñados en una animada charla sobre el escriba boliviano. La tía Julia me estaba esperando en un café y se rió del cuento; no había vuelto a oír los programas de su compatriota.

Salvo la legalización de esos papeles, que resultó tan simple, todas las otras gestiones, en esa semana de diligencias y averiguaciones infinitas que hice, solo o acompañado por Javier, en las alcaldías de Lima, resultaron frustradoras y agobiantes. No ponía los pies en la Radio sino para El Panamericano, y dejaba todos los boletines en manos de Pascual, quien pudo ofrecer así a los radioescuchas un verdadero festín de accidentes, crímenes, asaltos, secuestros, que hizo correr por Radio Panamericana tanta sangre como la que, contiguamente, producía mi amigo Camacho en su sistemático genocidio de personajes.

Comenzaba el recorrido muy temprano. Fui al principio a las Municipalidades más raídas y alejadas del centro, la del Rímac, la del Porvenir, la de Vitarte, la de Chorrillos. Una y cincuenta veces (al principio ruborizándome, luego con desparpajo) expliqué el problema a alcaldes, teniente-alcaldes, síndicos, secretarios, porteros, portapliegos, y cada vez recibí negativas categóricas. La piedra de toque era siempre la misma: mientras no obtuviera autorización notarial de mis padres, o fuera emancipado ante el juez, no podía casarme. Luego intenté suerte en las Alcaldías de los barrios céntricos, con exclusión de Miraflores y San Isidro (donde podía haber conocidos de la familia) con idéntico resultado. Los munícipes, luego de revisar los documentos, solían hacerme bromas que eran patadas en el estómago: "¿pero cómo, quieres casarte con tu mamá?", "no seas tonto, muchacho, para qué te vas a casar, arrejúntate nomás". El único sitio donde brilló una luz de esperanza fue en la Municipalidad de Surco, donde un secretario rollizo y cejijunto nos dijo que el asunto se podía arreglar por diez mil soles, "pues había que taparle la boca a mucha gente". Intenté regatear y llegué a ofrecerle una cantidad que difícilmente hubiera podido reunir (cinco mil soles), pero el gordito, como asustado de su audacia, dio marcha atrás y terminó sacándonos de la Alcaldía.

Hablaba por teléfono con la tía Julia dos veces al día y la engañaba, todo estaba en regla, que tuviera un maletín de mano listo con las cosas indispensables, en cualquier momento le diría "ya". Pero me sentía cada vez más desmoralizado. El viernes en la noche, al regresar a casa de los abuelos, encontré un telegrama de mis padres: "Llegamos lunes, Panagra, vuelo 516".

Esa noche, después de pensar largo rato, dando vueltas en la cama, prendí la lamparita del velador y escribí en un cuaderno, donde anotaba temas para cuentos, en orden de prioridad, las cosas que haría. La primera era casarme con la tía Julia y poner a la familia ante un hecho legal consumado al que tendrían que resignarse, quisiéranlo o no. Como faltaban pocos días y la resistencia de los munícipes limeños era tan tenaz, esa primera opción se volvía cada instante más utópica. La segunda era huir con la tía Julia al extranjero. No a Bolivia; la idea de vivir en un mundo donde ella había vivido sin mí, donde tenía tantos conocidos, su mismo ex-marido, me molestaba. El país indicado era Chile. Ella podía partir a La Paz, para engañar a la familia, y yo me escaparía en ómnibus o colectivo hasta Tacna. Alguna manera habría de cruzar clandestinamente la frontera, hasta Arica, y luego seguiría por tierra hasta Santiago, donde la tía Julia vendría a reunirse conmigo o me estaría esperando. La posibilidad de viajar y vivir sin pasaporte (para sacarlo se necesitaba también autorización paterna) no me parecía imposible, y me gustaba, por su carácter novelesco. Si la familia, como era seguro, me hacía buscar, me localizaba y repatriaba, me escaparía de nuevo, todas las veces que hiciera falta, y así iría viviendo hasta alcanzar los codiciados, liberadores veintiún años. La tercera opción era matarme, dejando una carta bien escrita, para sumir a mis parientes en el remordimiento.

Al día siguiente, muy temprano, corrí a la pensión de Javier. Pasábamos revista, cada mañana, mientras él se afeitaba y duchaba, a los acontecimientos de la víspera y preparábamos el plan de acción de la jornada. Sentado sobre el excusado, viéndolo jabonarse, le leí el cuaderno donde había resumido, con comentarios marginales, las opciones de mi destino. Mientras se enjuagaba, me rogó encarecidamente que trastocara las prioridades y pusiera el suicidio a la cabeza:

– Si te matas, las porquerías que has escrito se volverán interesantes, la gente morbosa querrá leerlas y será fácil publicarlas en un libro -me convencía, a la vez que se secaba con furia-. Te volverás, aunque sea póstumamente, un escritor.

– Me vas a hacer perder el primer boletín -lo apuraba yo-. Déjate de jugar a Cantinflas que tu humor me hace maldita gracia.

– Si te matas, ya no tendría que faltar tanto a mi trabajo ni a la Universidad -continuaba Javier, mientras se vestía-. Lo ideal es que procedas hoy, esta mañana, ahorita. Así me librarías de empeñar mis cosas, que, por supuesto, terminarán rematando, porque ¿acaso me vas a pagar algún día?

Y ya en la calle, mientras trotábamos hacia el colectivo, sintiéndose un humorista eximio:

– Y, por último, si te matas, te volverás famoso, y a tu mejor amigo, tu confidente, el testigo de la tragedia, le harán reportajes y saldrá retratado en los periódicos. ¿Y tú crees que tu prima Nancy no se ablandaría con esa publicidad?

En la llamada (horriblemente) Caja de Pignoración de la Plaza de Armas, empeñamos mi máquina de escribir y su radio, mi reloj y sus lapiceros, y al final lo convencí de que también empeñara su reloj. Pese a que regateamos como lobos, sólo obtuvimos dos mil soles. Los días anteriores, sin que lo advirtieran los abuelos, yo había ido vendiendo, en los ropavejeros de la calle La Paz, ternos, zapatos, camisas, corbatas, chompas, hasta quedarme prácticamente con lo que llevaba puesto. Pero la inmolación de mi vestuario significó apenas cuatrocientos soles. En cambio, había tenido más suerte con el empresario progresista, al que, después de media hora dramática, convencí que me adelantara cuatro sueldos y me los fuera descontando a lo largo de un año. La conversación tuvo un final inesperado. Yo le juraba que ese dinero era para una operación de hernia de mi abuelita, urgentísima, y no lo conmovía. Pero, de pronto, dijo: "Bueno”. Con una sonrisa de amigo, añadió: "Confiesa que es para hacer abortar a una hembrita". Bajé los ojos y le rogué que me guardara el secreto.

Al ver mi depresión por el poco dinero conseguido con el empeño, Javier me acompañó hasta la Radio. Quedamos en pedir permiso en nuestros trabajos para ir en la tarde a Huacho. Tal vez en provincias los munícipes fueran más sentimentales. Llegué al altillo cuando sonaba el teléfono. La tía Julia estaba hecha una furia. La víspera habían llegado a casa del tío Lucho, de visita, la tía Hortensia y el tío Alejandro y no le habían contestado el saludo.

– Me miraron con un desprecio olímpico, sólo les faltó decirme pe -me contó, indignada-. Tuve que morderme para no mandarlos ya sabes adonde. Lo hice por mi hermana, pero también por nosotros, para no, complicar más las cosas. ¿Cómo va todo, Varguitas?

– El lunes, a primera hora -le aseguré-. Tienes que decir que atrasas un día el vuelo a La Paz. Tengo todo casi listo.

– No te preocupes por el alcalde cacaseno -me dijo la tía Julia-. Ya me entró la rabieta y no me importa. Aunque no lo encuentres, nos escapamos lo mismo.

– ¿Por qué no se casan en Chincha, don Mario? -le oí decir a Pascual, apenas colgué el teléfono. Al ver mi estupor, se confundió:- No es que yo sea chismoso y quiera entrometerme. Pero, claro, oyéndolos, nos enteramos de las cosas. Lo hago para ayudarlo. El alcalde de Chincha es mi primo y lo casa en un dos por tres, con o sin papeles, sea o no sea mayor de edad.

Ese mismo día quedó todo milagrosamente resuelto. Javier y Pascual partieron esa tarde a Chincha, en un colectivo, con los papeles y la consigna de dejar todo preparado para el lunes. Mientras, yo, fui con mi prima Nancy a alquilar el cuartito de la quinta miraflorina, pedí tres días de permiso en la Radio (los obtuve después de una discusión homérica con Genaro-papá, a quien temerariamente amenacé con renunciar si me los negaba) y planeé la fuga de Lima. El sábado en la noche, Javier volvió con buenas noticias. El alcalde era un tipo joven y simpático y, cuando él y Pascual le contaron la historia, se había reído y festejado el proyecto de rapto.

"Qué romántico", les había dicho. Se quedó con los papeles y les aseguró que, entre amigos, también se podía obviar el asunto de las proclamas.

El domingo previne a tía Julia, por teléfono, que había encontrado al cacaseno, que nos fugaríamos al día siguiente, a las ocho de la mañana, y que al mediodía seríamos marido y mujer.

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