XVIII

El bardo de Lima, Crisanto Maravillas, nació en el centro de la ciudad, un callejón de la Plaza de Santa Ana desde cuyos techos se hacían volar las más airosas cometas del Perú, hermosos objetos de papel de seda, que, cuando se elevaban gallardamente sobre los Barrios Altos, salían a espiar por sus claraboyas las monjitas de clausura del convento de Las Descalzas. Precisamente, el nacimiento del niño que, años mas tarde, llevaría a alturas cometeras el vals criollo, la marinera, las polkas, coincidió con el bautizo de una cometa, fiesta que congregaba en el callejón de Santa Ana a los mejores guitarristas, cajoneadores y cantores del barrio. La comadrona, al abrir la ventanilla del cuarto H, donde se produjo el alumbramiento, para anunciar que la demografía de ese rincón de la ciudad había aumentado, pronosticó: "Si sobrevive, será jaranista".

Pero parecía dudoso que sobreviviera: pesaba menos de un kilo y sus piernecitas eran tan reducidas que, probablemente, no caminaría jamás. Su padre, Valentín Maravillas, que se había pasado la vida tratando, de aclimatar en el barrio la devoción del Señor de Limpias (había fundado en su propio cuarto la Hermandad, y, acto temerario o viveza para asegurarse una larga vejez, jurado que antes de su muerte tendría más miembros que la del Señor de los Milagros), proclamó que su santo patrono haría la hazaña: salvaría a su hijo y le permitiría andar como un cristiano normal. Su madre, María Portal, cocinera de dedos mágicos que nunca había sufrido ni un resfrío, quedó tan impresionada al ver que el hijo tan soñado y pedido a Dios era eso -¿una larva de homínido, un feto triste?- que echó al marido de la casa, responsabilizándolo y acusándolo, delante del vecindario, de ser sólo medio hombre por culpa de su beatería.

Lo cierto es que Crisanto Maravillas sobrevivió y, pese a sus piernecitas ridículas, llegó a andar. Sin ninguna elegancia, desde luego, más bien como un títere, que articula cada paso en tres movimientos -alzar la pierna, doblar la rodilla, bajar el pie- y con tanta lentitud que, quienes iban a su lado tenían la sensación de estar siguiendo la procesión cuando se embotella en las calles angostas. Pero, al menos, decían sus progenitores (ya reconciliados), Crisanto se desplazaba por el mundo sin muletas y por su propia voluntad. Don Valentín, arrodillado en la Iglesia de Santa Ana, se lo agradecía al Señor de Limpias con ojos húmedos, pero María Portal decía que el autor del milagro era, exclusivamente, el más famoso galeno de la ciudad, un especialista en tullidos, que había convertido en velocistas a sinnúmero de paralíticos: el doctor Alberto de Quinteros. María había preparado banquetes criollos memorables en su casa y el sabio le había enseñado masajes, ejercicios y cuidados para que, pese a ser tan menudas y raquíticas, las extremidades de Crisanto pudieran sostenerlo y moverlo por los caminos del mundo.

Nadie podrá decir que Crisanto Maravillas tuvo una infancia semejante a la de otros niños del tradicional barrio donde le tocó nacer. Para desgracia o fortuna suya, su esmirriado organismo no le permitió compartir ninguna de esas actividades que iban cuajando el cuerpo y el espíritu de los muchachos de la vecindad: no jugó al fútbol con pelota de trapo, nunca pudo boxear en un ring ni trompearse en una esquina, jamás participó en esos combates a honda, pedrada o puntapié, que, en las calles de la vieja Lima, enfrentaban a los muchachos de la Plaza de Santa Ana con las pandillas del Chirimoyo, de Cocharcas, de Cinco Esquinas, del Cercado. No pudo ir con sus compañeros de la Escuelita Fiscal de la Plazuela de Santa Clara (donde aprendió a leer) a robar fruta a las huertas de Cantogrande y Ñaña, ni bañarse desnudo en el Rímac ni montar burros a pelo en los potreros del Santoyo. Pequeñito hasta las lindes del enanismo, flaco como una escoba, con la piel achocolatada de su padre y los pelos lacios de su madre, Crisanto miraba, desde lejos, con ojos inteligentes, a sus compañeros, y los veía divertirse, sudar, crecer y fortalecerse en esas aventuras que le estaban prohibidas, y en su cara se dibujaba una expresión ¿de resignada melancolía, de apacible tristeza?

Pareció, en una época, que iba a resultar tan religioso como su padre (quien, además del culto al Señor de Limpias, se había pasado la vida cargando andas de distintos Cristos y Vírgenes, y cambiando de hábitos) porque, durante años, fue un empeñoso monaguillo en las iglesias de las vecindades de la Plaza de Santa Ana. Como era puntual, se sabía las réplicas al dedillo y tenía aire inocente, los párrocos del barrio le perdonaban la calma y torpeza de sus movimientos y lo llamaban con frecuencia para que ayudara misas, repicara la campanilla en los viacrucis de Semana Santa o echara incienso en las procesiones. Viéndolo embutido en la capa de monaguillo, que siempre le quedaba grande, y oyéndolo recitar con devoción, en buen latín, en los altares de las Trinitarias, de San Andrés, del Carmen, de la Buena Muerte y aun de la Iglesita de Cocharcas (pues hasta de ese alejado barrio lo llamaban), María Portal, que hubiera deseado para su hijo un tempestuoso destino de militar, de aventurero, de irresistible galán, reprimía un suspiro. Pero el rey de los cofrades de Lima, Valentín Maravillas, sentía que le crecía el corazón ante la perspectiva de que el resabio de su sangre fuera cura.

Todos se equivocaban, el niño no tenía vocación religiosa. Estaba dotado de intensa vida interior y su sensibilidad no hallaba cómo, dónde, de qué alimentarse. El ambiente de cirios chisporroteantes, de zahumerios y rezos, de imágenes consteladas de ex-votos, de responsos y ritos y cruces y genuflexiones, aplacó su precoz avidez de poesía, su hambre de espiritualidad. María Portal ayudaba a las Madres Descalzas en sus labores de repostería y artes domésticas y era, por ello, una de las contadas personas que franqueaban la rígida clausura del convento. La egregia cocinera llevaba con ella a Crisanto, y cuando éste fue creciendo (en edad, no en estatura) las Descalzas se habían acostumbrado tanto a verlo (simple cosa; guiñapo, medio ser, dije humano) que lo dejaron seguir vagabundeando por los claustros mientras María Portal preparaba con las monjitas las celestiales pastas, las temblorosas mazamorras, los blancos suspiros, los huevos chimbos y los mazapanes que luego se venderían a fin de reunir fondos para las misiones del África. Así fue como Crisanto Maravillas, a los diez años de edad, conoció el amor…

La niña que instantáneamente lo sedujo se llamaba Fátima, tenía su misma edad y cumplía en el femenino universo de Las Descalzas las humildes funciones de sirvienta. Cuando Crisanto Maravillas la vio por primera vez, la pequeña acababa de baldear los corredores de lajas serranas del claustro y se disponía a regar los rosales y las azucenas de la huerta. Era una niña que, pese a estar sumergida en un costal con agujeros y tener los cabellos bajo un trapo de tocuyo, a la manera de una toca, no podía ocultar su origen: tez marfileña, ojeras azules, mentón arrogante, tobillos esbeltos. Se trataba, tragedias de sangre azul que envidia el vulgo, de una recogida. Había sido abandonada, una noche de invierno, envuelta en una manta celeste, en el torno de la calle Junín, con un mensaje llorosamente caligrafiado: "Soy hija de un amor funesto, que desespera a una familia honorable, y no podría vivir en la sociedad sin ser una acusación contra el pecado de los autores de mis días, quienes, por tener el mismo padre y la misma madre, están impedidos de amarse, de tenerme y de reconocerme. Ustedes, Descalzas bienaventuradas, son las únicas personas que pueden criarme sin avergonzarse de mí ni avergonzarme. Mis atormentados progenitores retribuirán a la Congregación con abundancia esta obra de caridad que abrirá a ustedes las puertas del cielo".

Las monjitas encontraron, junto a la hija del incesto, una talega repleta de dinero, que, caníbales de la paganidad a los que hay que evangelizar y vestir y alimentar, acabó de convencerlas: la tendrían como doméstica, y, más tarde, si mostraba vocación, harían de ella otra esclava del Señor, de hábito blanco. La bautizaron con el nombre de Fátima, pues había sido recogida el día de la aparición de la Virgen a los pastorcitos de Portugal. La niña creció así, lejos del mundo, entre las virginales murallas de Las Descalzas, en una atmósfera impoluta, sin ver otro hombre (antes de Crisanto) que el anciano y gotoso don- Sebastián (¿Bergua?), el capellán que venía una vez por semana a absolver de sus pecadillos (siempre veniales) a las monjitas. Era dulce, suave, dócil y las religiosas más entendidas decían que, pureza de mente que abuena la mirada y beatifica el aliento, se advertían en su manera de ser signos inequívocos de santidad.

Crisanto Maravillas, haciendo un esfuerzo sobrehumano para vencer la timidez que le agarrotaba la lengua, se acercó a la niña y le preguntó si podía ayudarla a regar la huerta. Ella consintió y, desde entonces, vez que María Portal iba al convento, mientras ella cocinaba con las monjitas, Fátima y Crisanto barrían juntos las celdas o juntos fregaban los patios o cambiaban juntos las flores del altar o juntos lavaban los vidrios de las ventanas o juntos enceraban las baldosas o desempolvaban juntos los devocionarios. Entre el muchacho feo y la niña bonita fue naciendo, primer amor que se recuerda siempre como el mejor, un vínculo que ¿rompería la muerte?

Fue cuando el joven semibaldado estaba merodeando los doce años que Valentín Maravillas y María Portal advirtieron los primeros brotes de esa inclinación que haría de Crisanto, en poco tiempo, poeta inspiradísimo e ínclito compositor.

Ocurría durante las celebraciones que, al menos una vez por semana, reunían a los vecinos de la Plaza de Santa Ana. En la cochera del sastre Chumpitaz, en el patiecito de la ferretería de los Lama, en el callejón de Valentín, con motivo de un nacimiento o de un velorio (¿para festejar una alegría o cicatrizar una pena?), nunca faltaban pretextos, se organizaban jaranas hasta el amanecer que transcurrían bajo el punteo de las guitarras, los sones del cajón, el cascabeleo de las palmas y la voz de los tenores. Mientras las parejas, entonadas -¡enardecido aguardiente y aromáticas viandas de María Portal!-, sacaban chispas a las baldosas, Crisanto Maravillas miraba a los guitarristas, cantantes y cajoneadores, como si sus palabras y sonidos fueran algo sobrenatural. Y cuando los músicos hacían un alto para fumar un cigarrillo o libar una copita, el niño, en actitud reverencial, se acercaba a las guitarras, las acariciaba con cuidado para no asustarlas, pulsaba las seis cuerdas y se oían unos arpegios…

Muy pronto fue evidente que se trataba de una aptitud, de un sobresaliente don. El baldado tenía oído notable, captaba y retenía en el acto cualquier ritmo, y aunque sus manitas eran débiles sabía acompañar expertamente cualquier música criolla en él cajón. En esos entreactos de la orquesta para comer o brindar, aprendió solo los secretos y se hizo amigo íntimo de las guitarras. Los vecinos se acostumbraron a verlo tocar en las fiestas como un músico más.

Sus piernas no habían crecido y, aunque tenía ya catorce años, parecía de ocho. Era muy flaquito, pues -señal fehaciente de naturaleza artística, esbeltez que hermana a los inspirados- vivía crónicamente inapetente, y, si María Portal no hubiese estado allí, con su dinamismo militar, para embutirle el alimento, el joven bardo se hubiera volatilizado. Esa frágil hechura, sin embargo, no conocía la fatiga en lo que se refiere a la música. Los guitarristas del barrio rodaban por el suelo, exhaustos, después de tocar y cantar muchas horas, se les acalambraban los dedos y merecían la mudez por afonía, pero el baldado seguía allí, en una sillita de paja (piecesitos de japonés que nunca llegan a tocar el suelo, pequeños dedos incansables), arrancando arrobadoras armonías a las hebras y canturreando como si la fiesta acabara de empezar. No tenía voz potente; hubiera sido incapaz de emular las proezas del célebre Ezequiel Delfín que, al cantar ciertos valses, en llave de Sol, rajaba los vidrios de las ventanas que tenía al frente. Pero, la falta de fuerza, la compensaban su indesmayable entonación, el maniático afinamiento, esa riqueza de matices que nunca desdeñaba ni malhería una nota.

Sin embargo, no lo harían famoso sus condiciones de intérprete sino las de compositor. que el muchacho tullido de los Barrios Altos, además de tocar y cantar la música criolla, sabía inventarla, se hizo público un sábado, en medio de una sarmentosa fiesta que, bajo papeles de colores, quitasueños y serpentinas, alegraba el callejón de Santa Ana, en homenaje al santo de la cocinera. A media noche, los músicos sorprendieron a la concurrencia con una polkita inédita cuya letra dialogaba picarescamente:


¿Cómo?

Con amor, con amor, con amor

¿Qué haces?

Llevo una flor, una flor, una flor

¿Dónde?

En el ojal, en el ojal, en el ojal

¿A quién?

A María Portal, María Portal, María Portal…


El ritmo contagió a los asistentes un compulsivo deseo de bailar, de saltar, de brincar, y la letra los divirtió y conmovió. La curiosidad fue unánime: ¿quién era el autor? Los músicos volvieron las cabezas y señalaron a Crisanto Maravillas, quien, modestia de los verdaderamente grandes, bajó los ojos. María Portal lo devoró a besos, el cofrade Valentín enjugó una lágrima y todo el barrio premió con una ovación al novel forjador de versos. En la ciudad de las tapadas, había nacido un artista.

La carrera de Crisanto Maravillas (si puede este término pedestremente atlético calificar un quehacer signado ¿por el soplo de Dios?) fue meteórica. A los pocos meses, sus canciones eran conocidas en Lima y en unos años estaban en la memoria y corazón del Perú. No había cumplido los veinte cuando abeles y caínes reconocían que era el compositor más querido del país. Sus valses alegraban las fiestas de los ricos, se bailaban en los ágapes de la clase media y eran el manjar de los pobres. Los conjuntos de la capital rivalizaban interpretando su música y no había hombre o mujer que al iniciarse en la difícil profesión del canto no eligiera las maravillas de Maravillas para su repertorio. Le editaron discos, cancioneros y en las radios y en las revistas su presencia fue una obligación. Para los chismes y la fantasía de la gente el compositor baldado de los Barrios Altos se volvió leyenda.

La gloria y la popularidad no marearon al sencillo muchacho que recibía estos homenajes con indiferencia de cisne. Dejó el colegio en el segundo de Media para dedicarse al arte. Con los regalos que le hacían por tocar en las fiestas, dar serenatas o componer acrósticos, pudo comprarse una guitarra. El día que la tuvo fue feliz: había encontrado un confidente para sus penas, un compañero para la soledad y una voz para su inspiración.

No sabía escribir ni leer música y nunca aprendió a hacerlo. Trabajaba al oído, a base de intuición. Una vez que tenía aprendida la melodía, se la cantaba al cholo Blas Sanjinés, un profesor del barrio, y él se la ponía en notas y pentagramas. Jamás quiso administrar su talento: nunca patentó sus composiciones, ni cobró por ellas derechos, y cuando los amigos venían a contarle que las mediocridades de los bajos fondos artísticos plagiaban sus músicas y letras, se limitaba a bostezar. Pese a este desinterés, llegó a ganar algún dinero, que le enviaban las casas de discos, las radios, o que le exigían recibir los dueños cuando tocaba en una fiesta. Crisanto ofrecía esa plata a sus progenitores, y, cuando éstos murieron (tenía ya treinta años), la gastaba con sus amigos. Jamás quiso dejar los Barrios Altos, ni el cuarto letra H del callejón donde había nacido. ¿Era por fidelidad y cariño a su origen humilde, por amor al arroyo? También, sin duda. Pero era, sobre todo, porque en ese angosto zaguán estaba a tiro de piedra de la niña de sangres aledañas, llamada Fátima, que conoció cuando era sirvienta y que ahora había tomado los hábitos y hecho los votos de obediencia, pobreza y (ay) castidad como esposa del Señor.

Era, fue, el secreto de su vida, la razón de ser de esa tristeza que todo el mundo, ceguera de la multitud por las llagas del alma, atribuyó siempre a sus piernas maceradas, y a su figurilla asimétrica. Por lo demás, gracias a esa deformidad que le retrocedía los años, Crisanto había seguido acompañando a su madre a la ciudadela religiosa de Las Descalzas, y, una vez por semana cuando menos, había podido ver a la muchacha de sus sueños. ¿Amaba Sor Fátima al inválido como él a ella? Imposible saberlo. Flor de invernadero, ignorante de los misterios rijosos del polen de los campos, Fátima había adquirido conciencia, sentimientos, pasado de niña a adolescente y a mujer en un mundo aséptico y conventual, rodeada de ancianas. Todo lo que había llegado a sus oídos, a sus ojos, a su fantasía, estuvo rigurosamente filtrado por el cernidor moral de la Congregación (estricta entre las estrictas). ¿Cómo hubiera adivinado esta virtud corporizada que eso que ella creía propiedad de Dios (¿el amor?) podía ser también tráfico humano?

Pero, agua que desciende la montaña para encontrar el río, ternerillo que antes de abrir los ojos busca la teta para mamar la leche blanca, tal vez lo amaba. En todo caso fue su amigo, la sola persona de su edad que conoció, el único compañero de juegos que tuvo, si es propio llamar juegos a esos trabajos que compartían mientras María Portal, la eximia costurera, enseñaba a las monjitas el secreto de sus bordados: barrer pisos, fregar vidrios, regar plantas y encender cirios.

Pero es verdad que los niños, después jóvenes, conversaron mucho a lo largo de esos años. Diálogos ingenuos -ella era inocente, él era tímido-, en los que, delicadeza de azucenas y espiritualidad de palomas, se hablaba de amor sin mencionarlo, por temas interpósitos, como los lindos colores de la colección de estampitas de Sor Fátima y las explicaciones que Crisanto le hacía de qué eran los tranvías, los autos, los cinemas. Todo eso está contado, entienda quien quiera entender, en las canciones de Maravillas dedicadas a esa misteriosa mujer nunca nombrada, salvo en el famosísimo vals, de título que tanto ha intrigado a sus admiradores: “Fátima es la Virgen de Fátima".

Aunque sabía que nunca podría sacarla del convento y hacerla suya, Crisanto Maravillas se sentía feliz viendo a su musa unas horas por semana. De esos breves encuentros salía robustecida su inspiración y así surgían las mozamalas, los yaravíes, los festejos y las resbalosas. La segunda tragedia de su vida (después de su invalidez) ocurrió el día en que, por casualidad, la superiora de Las Descalzas lo descubrió vaciando la vejiga. La Madre Lituma cambió varias veces de color y tuvo un ataque de hipo. Corrió a preguntar a María Portal la edad de su hijo y la costurera confesó que, aunque su altura y formas eran de diez, había cumplido dieciocho años. La Madre Lituma, santiguándose, le prohibió la entrada al convento para siempre.

Fue un golpe casi homicida para el bardo de la Plaza de Santa Ana, quien cayó enfermo de romántico, inubicable mal. Estuvo muchos días en cama -altísimas fiebres, delirios melodiosos-, mientras médicos y curanderos probaban ungüentos y conjuros para regresarlo del coma. Cuando se levantó, era un espectro que apenas se tenía en pie. Pero, ¿podía ser de otra manera?, quedar desgajado de su amada fue provechoso para su arte: sentimentalizó su música hasta la lágrima y dramatizó virilmente sus letras. Las grandes canciones de amor de Crisanto Maravillas son de estos años. Sus amistades, cada vez que escuchaban, acompañando las dulces melodías, esos versos desgarrados que hablaban de una muchacha encarcelada, jilguerito en su jaula, palomita cazada, flor recogida y secuestrada en el templo del Señor, y de un hombre doliente que amaba a la distancia y sin esperanzas, se preguntaban: "¿Quién es ella?".Y, curiosidad que perdió a Eva, trataban de identificar a la heroína entre las mujeres que asediaban al aeda.

Porque, pese a su encogimiento y fealdad, Crisanto Maravillas tenía un hechicero atractivo para las limeñas. Blancas con cuentas de banco, cholitas de medio pelo, zambas de conventillo, muchachitas que aprendían a vivir o viejas que se resbalaban, aparecían en el modesto interior H, pretextando pedir un autógrafo. Le hacían ojitos, regalitos, zalamerías, se insinuaban, le proponían citas o, directamente, pecados. ¿Era que, estas mujeres, como las de cierto país que hasta en el nombre de su capital hace gala de pedantería (¿buenos vientos, buenos tiempos, aires saludables?), tenían la costumbre de preferir a los hombres deformes, por ese estúpido prejuicio según el cual son mejores, matrimonialmente hablando, que los normales? No, en este caso ocurría que la riqueza de su arte nimbaba al hombrecito de la Plaza de Santa Ana de una apostura espiritual, que desaparecía su miseria física y hasta lo hacía apetecible.

Crisanto Maravillas, suavidad de convaleciente de tuberculosis, desalentaba educadamente estos avances y hacía saber a las solicitantes que perdían su tiempo. Pronunciaba entonces una esotérica frase que producía un indescriptible desasosiego de chismes a su alrededor: “Yo creo en la fidelidad y soy un pastorcito de Portugal".

Su vida era, para entonces, la bohemia de los gitanos del espíritu. Se levantaba a eso del mediodía y solía almorzar con el párroco de la Iglesia de Santa Aina, un ex-juez de instrucción en cuyo despacho se había mutilado un cuáquero (¿don Pedro Barreda y Zaldívar?) para demostrar su inocencia de un crimen que se le atribuía (¿haber matado a un negro polizonte venido en la panza de un trasatlántico desde el Brasil?). El doctor don Gumercindo Tello, profundamente impresionado, cambió entonces la toga por la sotana. El suceso de la mutilación fue inmortalizado por Crisanto Maravillas en un festejo de quijada, guitarra y cajón: "La sangre me absuelve".

El bardo y el Padre Gumercindo acostumbraban ir juntos por esas calles limeñas donde Crisanto -¿artista que se nutría de la vida misma?- recogía personajes y temas para sus canciones. Su música -tradición, historia, folklore, chismografía- eternizaba en melodías los tipos y las costumbres de la ciudad. En los corrales vecinos a la Plaza del Cercado y en los del Santo Cristo, Maravillas y el Padre Gumercindo asistían al entrenamiento que los galleros daban a sus campeones para las peleas en el Coliseo de Sandia, y así nació la marinera: "Cuídate del ají seco, mamá". O se asoleaban en la placita del Carmen Alto, en cuyo atrio, viendo al titiritero Monleón divertir al vecindario con sus muñecos de trapo, encontró Crisanto el tema del vals "La doncellita del Carmen Alto" (que comienza así: "Tienes deditos de alambre y corazón de paja, ay, mi amor"). Fue también, sin duda, durante esos paseos criollistas por la vieja Lima que Crisanto cruzó a las viejecitas de mantas negras que aparecen en el vals "Beatita, tú también fuiste mujer", y donde asistió a esas peleas de adolescentes de las que habla la polkita: "Los mataperros".

A eso de las seis, los amigos se separaban; el curita volvía a la parroquia a rezar por el alma del caníbal asesinado en el Callao y el bardo iba al garaje del sastre Chumpitaz. Allí, con el grupo de íntimos -el cajoneador Sifuentes, el rascador Tiburcio, ¿la cantante Lucía Acémila?, los guitarristas Felipe y Juan Portocarrero-, ensayaban nuevas canciones, hacían arreglos, y cuando caía la oscuridad alguien sacaba la fraterna botellita de pisco. Así, entre músicas y conversación, ensayo y traguitos, se les pasaban las horas. Cuando era noche, el grupo se iba a comer a cualquier restaurant de la ciudad, donde el artista era siempre invitado de honor. Otros días los esperaban fiestas -cumpleaños, cambio de aros, matrimonios- o contratos en algún club. Regresaban al amanecer y los amigos solían despedir al bardo tullido en la puerta de su hogar. Pero cuando habían partido y se hallaban durmiendo en sus tugurios, la sombra de una figurilla contrahecha y torpe de andar emergía del callejón. Cruzaba la noche húmeda, arrastrando una guitarra, fantasmal entre la garúa y la neblina del alba, e iba a sentarse en la desierta placita de Santa Ana, en la banca de piedra que mira a Las Descalzas. Los gatos del amanecer escuchaban entonces los más sentidos arpegios jamás brotados de guitarra terrena, las más ardientes canciones de amor salidas de estro humano. Unas beatas madrugadoras que, alguna vez, lo sorprendieron así, cantando bajito y llorando frente al convento, propalaron la especie atroz de que, ebrio de vanidad, se había enamorado de la Virgen, a quien daba serenatas al despuntar el día.

Pasaron semanas, meses, años. La fama de Crisanto Maravillas fue, destino de globo que crece y sube en pos del sol, extendiéndose como su música. Nadie, sin embargo, ni su íntimo amigo, el párroco Gumercindo Lituma, ex-guardia civil apaleado brutalmente por su esposa e hijos (¿por criar ratones?) y que, mientras convalecía, escuchó el llamado del Señor, sospechaba la historia de su inconmensurable pasión por la recluida Sor Fátima, quien, en todos estos años, había seguido trotando hacia la santidad. La casta pareja no pudo cambiar palabra desde el día en que la superiora (¿Sor Lucía Acémila?) descubrió que el bardo era un ser dotado de virilidad (¿pese a lo ocurrido, esa mañana infausta, en el despacho del juez instructor?). Pero a lo largo de los años tuvieron la dicha de verse, aunque con dificultad y a distancia. Sor Fátima, una vez monjita, pasó, como sus compañeras del convento, a hacer las guardias que tienen orando en la capilla, de dos en dos, las veinticuatro horas del día, a las Madres Descalzas. Las monjitas veladoras están separadas del público por una rejilla de madera que, pese a ser de calado fino, permite que las gentes de ambos lados lleguen a verse. Esto explicaba, en buena parte, la religiosidad tenaz del bardo de Lima, que lo había hecho víctima, a menudo, de las burlas del vecindario, a las que Maravillas respondió con el piadoso tondero: "Sí, creyente soy…”.

Crisanto pasaba, efectivamente, muchos momentos del día en la Iglesia de Las Descalzas. Entraba varias veces a santiguarse y echar una ojeada a la rejilla. Si -vuelco en el corazón, carrera del pulso, frío en la espalda- a través del cuadriculado maderamen, en uno de los reclinatorios ocupados por las eternas siluetas de hábitos blancos, reconocía a Sor Fátima, inmediatamente caía de hinojos en las baldosas coloniales. Se colocaba en una posición sesgada (lo ayudaba su físico, en el que no era fácil diferenciar el frente y el perfil), que le permitía dar la impresión de estar mirando el altar cuando en realidad tenía los ojos prendidos de esas nubes talares, de los almidonados copos que envolvían el cuerpo de su amada. Sor Fátima, a veces, respiros que se toma el atleta para redoblar esfuerzos, interrumpía sus rezos, alzaba la vista hacia el (¿acrucigramado?) altar, y reconocía entonces, interpuesto, el bulto de Crisanto. Una imperceptible sonrisa aparecía en la nívea faz de la monjita y en su delicado corazón se reavivaba un tierno sentimiento, al reconocer al amigo de la infancia. Se encontraban sus ojos y en esos segundos -Sor Fátima se sentía obligada a bajar los suyos- se decían ¿cosas que hasta ruborizaban a los ángeles del cielo? Porque -sí, sí- esa muchachita milagrosamente salvada de las ruedas del automóvil conducido por el propagandista médico Lucho Abril Marroquín, que la arrolló una mañana soleada, en las afueras de Pisco, cuando aún no tenía cinco años, y que en agradecimiento a la Virgen de Fátima se había hecho monja, había llegado, con el tiempo, en la soledad de su celda, a amar de amor sincero al aeda de los Barrios Altos.

Crisanto Maravillas se había resignado a no desposar carnalmente a su amada, a sólo comunicarse con ella de esa manera subliminal en la capilla. Pero nunca se conformó a la idea -cruel para un hombre cuya única belleza era su arte- de que Sor Fátima no oyera su música, esas canciones que, sin saberlo, inspiraba. Tenía la sospecha -certeza para cualquiera que echara un vistazo al espesor fortificado del convento- que a los oídos de su amada no llegaban las serenatas, que, desafiando la pulmonía, le daba cada madrugada desde hacía veinte años. Un día, Crisanto Maravillas comenzó a incorporar temas religiosos y místicos a su repertorio: los milagros de Santa Rosa, las proezas (¿zoológicas?) de San Martín de Porres, anécdotas de los mártires y execraciones a Pilatos sucedieron a las canciones costumbristas. Esto no debilitó el aprecio de las multitudes, pero le ganó una nueva legión de fanáticos: curas y frailes, las monjitas, la Acción Católica. La música criolla, dignificada, aromosa de incienso, cuajada de temas santos, empezó a salvar las murallas que la tenían arraigada en salones y clubs, y a oírse en lugares donde antes era inconcebible: iglesias, procesiones, casas de retiro, seminarios.

El astuto plan demoró diez años pero tuvo éxito. El Convento de Las Descalzas no pudo rechazar el ofrecimiento que recibió un día de admitir que el bardo mimado de la feligresía, el poeta de las congregaciones, el músico de los viacrucis, brindara en su capilla y claustros un recital de canciones a beneficio de los misioneros del África. El arzobispo de Lima, sabiduría púrpura y oído de conocedor, hizo saber que autorizaba el acto y que, por unas horas, suspendería la clausura a fin de que las Madres Descalzas pudieran deleitarse en música. Él mismo se proponía asistir al recital con su corte de dignatarios.

El acontecimiento, efeméride de efemérides en la Ciudad de los Virreyes, tuvo lugar el día en que Crisanto Maravillas llegaba a la flor de la edad: ¿la cincuentena? Era un hombre de frente penetrante, nariz ancha, mirada aguileña, rectitud y bondad en el espíritu, y de una apostura física que reproducía su belleza moral.

Aunque, previsiones del individuo que la sociedad tritura, se habían repartido invitaciones personales y advertido que nadie sin ellas podría asistir al evento, el peso de la realidad se impuso: la barrera policial, comandada por el célebre sargento Lituma y su adjunto el cabo Jaime Concha, cedió como si fuera de papel ante las muchedumbres. Éstas, congregadas allí desde la noche anterior, inundaron el local y anegaron claustros, zaguanes, escaleras, vestíbulos, en actitud reverenciosa. Los invitados debieron ingresar por una puerta secreta, directamente a los altos, donde, apiñados detrás de añejos barandales, se dispusieron a gozar del espectáculo.

Cuando, a las seis de la tarde, el bardo -sonrisa de conquistador, traje azul marino, paso de gimnasta, cabellera dorada flotando al viento- ingresó escoltado por su orquesta y coro, una ovación que rebotó por los techos conmovió Las Descalzas. Desde allí, mientras se ponía de hinojos, y, con voz de barítono, Gumercindo Maravillas entonaba un padrenuestro y un avemaría, sus ojos (¿mielosos?) iban identificando, entre las cabezas, a un ramillete de conocidos.

Estaba allí, en primera fila, un afamado astrólogo, el profesor (¿Ezequiel?) Delfín Acémila, quien, escrutando los cielos, midiendo las marcas y haciendo pases cabalísticos, había averiguado el destino de las señoras millonarias de la ciudad, y que, simpleza de sabio que juega a las bolitas, tenía la debilidad de la música criolla. Y estaba allí también, de punta en blanco, un clavel rojo en el ojal y una sarita flamante, el negro más popular de Lima, aquel que habiendo cruzado el Océano como polizonte en la barriga de un ¿avión?, había rehecho aquí su vida (¿dedicado al cívico pasatiempo de matar ratones mediante venenos típicos de su tribu, con lo que se hizo rico?). Y, casualidades que urden el diablo o el azar, comparecían igualmente, atraídos por su común admiración al músico, el Testigo de Jehová Lucho Abril Marroquín, quien, a raíz de la proeza que protagonizara -¿autodecapitarse, con un filudo cortapapeles, el dedo índice de la mano derecha?- se había ganado el apodo de El Mocho, y Sarita Huanca Salaverría, la bella victoriana, caprichosa y gentil, que le había exigido, en ofrenda de amor, tan dura prueba. ¿Y cómo no iba a verse, exangüe entre la multitud criollista, al miraflorino Richard Quinteros? Aprovechando que, una vez en la vida basta y sobra, se abrían las puertas de Las Carmelitas, se había deslizado al claustro, confundido entre las gentes, para ver aunque fuera de lejos a esa hermana suya (¿Sor Fátima? ¿Sor Lituma? ¿Sor Lucía?) encerrada allí por sus padres para librarla de su incestuoso amor. Y hasta los Bergua, sordomudos que jamás abandonaban la Pensión Colonial donde vivían, dedicados a la altruista ocupación de enseñar a dialogar entre sí, con muecas y ademanes, a los niños pobres privados de audición y habla, se habían hecho presentes, contagiados por la curiosidad general, para ver (ya que no oír) al ídolo de Lima.

El apocalipsis que enlutaría la ciudad se desencadenó cuando el Padre Gumercindo Tello ya había iniciado el recital. Ante la hipnosis de cientos de espectadores arracimados en zaguanes, patios, escaleras, techos, el lírico, acompañado por el órgano, interpretaba las últimas notas del primoroso apóstrofe: "Mi religión no se vende". La misma salva de aplausos que premió al Padre Gumercindo, mal y bien que se mezclan como el café con leche, perdió a los asistentes. Pues, demasiado absorbidos por el canto, demasiado atentos a las palmas, hurras, vítores, confundieron los primeros síntomas del cataclismo con la agitación creada en ellos por el Canario del Señor. No reaccionaron en los segundos en que aún era posible correr, salir, ponerse a salvo. Cuando, rugido volcánico que destroza los tímpanos, descubrieron que no temblaban ellos sino la tierra, era tarde. Porque las tres únicas puertas de Las Carmelitas -coincidencia, voluntad de Dios, torpeza de arquitecto- habían quedado bloqueadas por los primeros derrumbes, sepultando, el gran angelote de piedra que tapió la puerta principal, al sargento Crisanto Maravillas, quien, secundado por el cabo Jaime Concha y el guardia Lituma, al iniciarse el terremoto, trataba de evacuar el convento. El valeroso cívico y sus dos adjuntos fueron las primeras víctimas de la deflagración subterránea. Así acabaron, cucarachas que apachurra el zapato, bajo un indiferente personaje de granito, en las puertas santas de Las Carmelitas (¿en espera del Juicio Final?) los tres mosqueteros del Cuerpo de Bomberos del Perú.

Entre tanto, en el interior del convento, los fieles allí congregados por la música y la religión, morían como moscas. A los aplausos había sucedido un coro de ayes, alaridos y aullidos. Las nobles piedras, los rancios adobes no pudieron resistir el estremecimiento -convulsivo, interminable- de las profundidades. Una a una las paredes se fueron resquebrajando, desmoronando y triturando a quienes trataban de escalarlas para ganar la calle. Así murieron unos célebres exterminadores de ratas y ratones: ¿los Bergua? Segundos después se desfondaron, ruido de infierno y polvo de tornado, las galerías del segundo piso, precipitando -proyectiles vivos, bólidos humanos- contra las gentes apiñadas en el patio a las gentes que se habían instalado en los altos para escuchar mejor a la Madre Gumercinda. Así murió, el cráneo reventado contra las baldosas, el psicólogo de Lima, Lucho Abril Marroquín, que había desneurotizado a media ciudad mediante un tratamiento de su invención (¿que consistía en jugar al retumbante juego del palitroque?). Pero fue el derrumbe de los techos carmelitas lo que produjo el mayor número de muertos en el mínimo tiempo. Así murió, entre otros, la Madre Lucía Acémila, quien tanta fama había ganado en el mundo, luego de desertar su antigua secta, los Testigos de Jehová, por escribir un libro que alabó el Papa: "Escarnio del Tronco en nombre de la Cruz".

La muerte de Sor Fátima y Richard, ímpetu de amor que ni la sangre ni el hábito detienen, fue todavía más triste. Ambos, durante los siglos que duró el fuego, permanecieron indemnes, abrazándose, mientras a su alrededor, asfixiadas, pisoteadas, chamuscadas, perecían las gentes. Ya había cesado el incendio y, entre carbones y espesas nubes, los dos amantes se besaban, rodeados de mortandad. Había llegado el momento de ganar la calle. Richard, entonces, tomando de la cintura a la Madre Fátima, la arrastró hacia uno de los boquetes abiertos en los muros por la braveza del incendio. Pero apenas habían dado unos pasos los amantes, cuando -¿infamia de la tierra carnívora? ¿justicia celestial?- se abrió el suelo a sus pies. El fuego había devorado la trampa que ocultaba la cueva colonial donde Las Carmelitas guardaban los huesos de sus muertos, y allí cayeron, desbaratándose contra el osario, los hermanos ¿luciferinos?

¿Era el diablo quien se los llevaba? ¿Era el infierno el epílogo de sus amores? ¿O era Dios, que, compadecido de su azaroso padecer, los subía a los cielos? ¿Había terminado o tendría una continuación ultraterrena esta historia de sangre, canto, misticismo y fuego?

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