XIV

La historia de Reverendo Padre don Seferino Huanca Leyva, ese párroco del muladar que colinda con el futbolístico barrio de la Victoria y que se llama Mendocita, comenzó medio siglo atrás, una noche de Carnavales, cuando un joven de buena familia, que gustaba darse baños de pueblo, estupró en un callejón del Chirimoyo a una jacarandosa lavandera: la Negra Teresita.

Cuando ésta descubrió que estaba encinta y como ya tenía ocho hijos, carecía de marido y era improbable que con tantas crías algún hombre la llevara al altar, recurrió rápidamente a los servicios de doña Angélica, vieja sabia de la Plaza de la Inquisición que oficiaba de comadrona, pero era sobre todo surtidora de huéspedes al limbo (en palabras sencillas: abortera). Sin embargo, pese a los ponzoñosos cocimientos (de orines propios con ratones macerados) que doña Angélica hizo beber a la Negra Teresita, el feto del estupro, con terquedad que hacía presagiar lo que sería su carácter, se negó a desprenderse de la placenta materna, y allí siguió, enroscado como un tornillo, creciendo y formándose, hasta que, cumplidos nueve meses de los fornicatorios Carnavales, la lavandera no tuvo más remedio que parirlo.

Le pusieron Seferino para halagar a su padrino de bautizo, un portero del Congreso que llevaba ese nombre, y los dos apellidos de la madre. En su niñez, nada permitió adivinar que sería cura, porque lo que le gustaba no eran las prácticas piadosas sino bailar trompos y volar cometas. Pero siempre, aun antes de saber hablar, demostró ser persona de carácter. La lavandera Teresita practicaba una filosofía de la crianza intuitivamente inspirada en Esparta o Darwin y consistía en hacer saber a sus hijos que, si tenían interés en continuar en esta jungla, tenían que aprender a recibir y dar mordiscos, y que eso de tomar leche y comer era asunto que les concernía plenamente desde los tres años de edad, porque, lavando ropa diez horas al día y repartiéndola por todo Lima otras ocho horas, sólo lograban subsistir ella y las crías que no habían cumplido la edad mínima para bailar con su propio pañuelo.

El hijo del estupro mostró para sobrevivir la misma terquedad que para vivir había demostrado cuando estaba en la barriga: fue capaz de alimentarse tragando todas las porquerías que recogía en los tachos de basura y que disputaba a los mendigos y perros. En tanto que sus medio hermanos morían como moscas, tuberculosos o intoxicados, o, niños que llegan a adultos aquejados de raquitismo y taras psíquicas, pasaban la prueba sólo a medias, Seferino Huanca Leyva creció sano, fuerte y mentalmente pasable. Cuando la lavandera (¿aquejada de hidrofobia?) ya no pudo trabajar, fue él quien la mantuvo, y, más tarde, le costeó un entierro de primera en la Casa Guimet que el Chirimoyo celebró como el mejor de la historia del barrio (era ya entonces párroco de Mendocita).

El muchacho hizo de todo y fue precoz. Al mismo tiempo que a hablar, aprendió a pedir limosna a los transeúntes de la avenida Abancay, poniendo una cara de angelito del fango que volvía caritativas a las señoras de alcurnia. Luego, fue lustrabotas, cuidante de automóviles, vendedor de periódicos, de emoliente, de turrones, acomodador en el Estadio y ropavejero. ¿Quién hubiera dicho que esa criatura de uñas negras, pies inmundos, cabeza hirviendo de liendres, reparchado y embutido en una chompa con agujeros sería, al cabo de los años, el más controvertido curita del Perú?

Fue un misterio que aprendiera a leer, porque nunca pisó la escuela. En el Chirimoyo se decía que su padrino, el portero del Congreso, le había enseñado a deletrear el alfabeto y a formar sílabas, y que lo demás le vino, muchachos del arroyo que a base de tesón llegan al Nóbel, por esfuerzo de la voluntad. Seferino Huanca Leyva tenía doce años y recorría la ciudad pidiendo en los palacios ropa inservible y zapatos viejos (que luego vendía en las barriadas) cuando conoció a la persona que le daría los medios de ser santo: una latifundista vasca, Mayte Unzátegui, en la que era imposible discernir si era más grande la fortuna o la fe, el tamaño de sus haciendas o su devoción al Señor de Limpias. Salía de su morisca residencia de la avenida San Felipe, en Orrantia, y el chofer le abría ya la puerta del Cadillac cuando la dama percibió, plantado en medio de la calle, junto a su carreta de ropas viejas recogidas esa mañana, al producto del estupro. Su miseria supina, sus ojos inteligentes, sus rasgos de lobezno voluntarioso, le hicieron gracia. Le dijo que iría a visitarlo, a la caída del sol.

En el Chirimoyo hubo risas cuando Seferino Huanca Leyva anunció que esa tarde vendría a verlo una señora en un carrazo que manejaba un chofer uniformado de azul. Pero cuando, a las seis, el Cadillac frenó ante el callejón, y doña Mayte Unzátegui, elegante como una duquesa, ingresó en él y preguntó por Teresita, todos quedaron convencidos (y estupefactos). Doña Mayte, mujeres de negocios que tienen contado hasta el tiempo de la menstruación, directamente hizo una propuesta a la lavandera que le arrancó un alarido de felicidad. Ella costearía la educación de Seferino Huanca Leyva y daría una gratificación de diez mil soles a su madre a condición de que el muchacho fuera cura.

Fue así como el hijo del estupro resultó pupilo del Seminario Santo Toribio de Mogrovejo, en Magdalena del Mar. A diferencia de otros casos, en los que la vocación precede la acción, Seferino Huanca Leyva descubrió que había nacido para cura después de ser seminarista. Se volvió un estudiante piadoso y aprovechado, al que mimaban sus maestros y que enorgullecía a la Negra Teresita y a su protectora. Pero, al mismo tiempo que sus notas en Latín, Teología y Patrística ascendían a enhiestas cimas, y que su religiosidad se manifestaba de manera irreprochable en misas oídas, oraciones dichas y flagelaciones auto-propinadas, desde adolescente comenzaron a advertirse en él síntomas de lo que, en el futuro, cuando los grandes debates que sus audacias provocaron, sus defensores llamarían impaciencias de celo religioso, y sus detractores el mandato delictuoso y matón del Chirimoyo. Así, por ejemplo, antes de ordenarse, comenzó a propagar entre los seminaristas la tesis de que era necesario resucitar las Cruzadas, volver a luchar contra Satán no sólo con las armas femeninas de la oración y el sacrificio, sino con las viriles (y, aseguraba, más eficaces) del puño, el cabezazo y, si las circunstancias lo exigían, la chaveta y la bala.

Sus superiores, alarmados, se apresuraron a combatir estas extravagancias, pero ellas, en cambio, fueron calurosamente apoyadas por doña Mayte Unzátegui, y como la filantrópica latifundista subvenía al mantenimiento de un tercio de los seminaristas, aquéllos, razones de presupuesto que hacen de tripas corazón, debieron disimular y cerrar ojos y oídos ante las teorías de Seferino Huanca Leyva. No eran sólo teorías: las corroboraba la práctica. No había día de salida en que, al anochecer, no volviera el muchacho del Chirimoyo con algún ejemplo de lo que llamaba la prédica armada. Era, un día, que viendo en las agitadas calles de su barrio cómo un marido borracho aporreaba a su mujer, había intervenido rompiéndole las canillas a puntapiés al abusivo y dándole una conferencia sobre el comportamiento del buen esposo cristiano. Era, otro día, que habiendo sorprendido en el ómnibus de Cinco Esquinas a un carterista bisoño que pretendía desplumar a una anciana, lo había desbaratado a cabezazos (llevándolo él mismo, luego, a la Asistencia Pública, a que le suturaran la cara). Era, por fin, un día, que habiendo sorprendido, entre las crecidas yerbas del bosque de Matamula, a una pareja que se refocilaba animalmente, los había azotado a ambos hasta la sangre y hecho jurar, de rodillas, so amenaza de nuevas palizas, que irían a casarse en el término de la distancia. Pero, el broche de oro (para calificarlo de algún modo) de Seferino Huanca Leyva, en lo que se refiere a su axioma de 'la pureza, como el abecedario, con sangre entra', fue el puñetazo que descerrajó, nada menos que en la capilla del Seminario, a su tutor y maestro de Filosofía Tomista, el manso Padre Alberto de Quinteros, quien, en gesto de fraternidad o arrebato solidario, había intentado besarlo en la boca. Hombre sencillo y nada rencoroso (había ingresado al sacerdocio tarde, luego de conquistar fortuna y gloria como psicólogo con un caso célebre, la curación de un joven médico que atropelló y mató a su propia hija en las afueras de Pisco), el Reverendo Padre Quinteros, al regresar del hospital donde le soldaron la herida de la boca y le repusieron los tres dientes perdidos, se opuso a que Seferino Huanca Leyva fuera expulsado y él mismo, generosidad de los espíritus grandes que de tanto poner la otra mejilla suben póstumamente a los altares, apadrinó la Misa en la que el hijo del estupro se consagró sacerdote.

Pero no sólo su convicción de que la Iglesia debía combatir el mal pugilísticamente inquietó a sus superiores cuando Seferino Huanca Leyva era seminarista, sino, más todavía, su creencia, (¿desinteresada?) de que, en el vasto repertorio de los pecados mortales, no debía figurar de ningún modo el tocamiento personal. Pese a las reprensiones de sus maestros, que, citas bíblicas y bulas papales numerosas que fulminan a Onán, pretendieron sacarlo de su error, el hijo de la abortera doña Angélica, terco como era desde antes de nacer, soliviantaba nocturnamente a sus compañeros asegurándoles que el acto manual había sido concebido por Dios para indemnizar a los eclesiásticos por el voto de castidad, y, en todo caso, hacerlo llevadero. El pecado, argumentaba, está en el placer que ofrece la carne de mujer, o (más perversamente) la carne ajena, pero ¿por qué había de estarlo en el humilde, solitario e improductivo desahogo que ofrecen, ayuntados, la fantasía y los dedos? En una disertación leída en la clase del venerable Padre Leoncio Zacarías, Seferino Huanca Leyva llegó a sugerir, interpretando capciosos episodios del Nuevo Testamento, que había razones para no descartar como descabellada la hipótesis de que Cristo en persona, alguna vez -¿acaso después de conocer a Magdalena?- hubiera combatido masturbatoriamente la tentación de ser impuro. El Padre Zacarías sufrió un soponcio y el protegido de la pianista vasca estuvo a punto de ser expulsado del Seminario por blasfemo.

Se arrepintió, pidió perdón, hizo las penitencias que se le impusieron, y, por un tiempo, dejó de propagar esas disparatadas especies que afiebraban a sus maestros y enardecían a los seminaristas. Pero en lo que toca a su persona no dejó de ponerlas en práctica, pues, muy pronto, sus confesores volvieron a oírlo decir, apenas arrodillado ante los crujientes confesionarios: "Esta semana he sido el enamorado de la Reina de Saba, de Dalila y de la esposa de Holofernes". Fue este capricho el que le impidió hacer un viaje que hubiera enriquecido su espíritu. Acababa de ordenarse y como, pese a sus devaneos heterodoxos, Seferino Huanca Leyva había sido un alumno excepcionalmente aplicado y nadie puso nunca en duda la vibración de su inteligencia, la jerarquía decidió enviarlo a hacer estudios de Doctorado en la Universidad. Gregoriana de Roma. De inmediato, el flamante sacerdote anunció su propósito de preparar, eruditos que enceguecen consultando los polvosos manuscritos de la Biblioteca Vaticana, una tesis que titularía: "Del vicio solitario como ciudadela de la castidad eclesial”. Rechazado airadamente su proyecto, renunció al viaje a Roma y fue a sepultarse en el infierno de Mendocita, de donde no saldría más.

Él mismo eligió el barrio cuando supo que todos los sacerdotes de Lima le temían como a la peste, no tanto por la concentración microbiana que había hecho de su jeroglífica topografía de arenosas veredas y casuchas de materiales variopintos -cartón, calamina, estera, tabla, trapo y periódico- un laboratorio de las formas más refinadas de la infección y la parasitosis, como por la violencia social que imperaba en Mendocita. La barriada, en efecto, era en ese entonces una Universidad del Delito, en sus especialidades más proletarias: robo por efracción o escalamiento, prostitución, chavetería, estafa al menudeo, tráfico de pichicata y cafichazgo.

El Padre Seferino Huanca Leyva construyó con sus manos, en un par de días, una casucha de adobes a la que no le puso puerta, llevó allí un camastro de segunda mano y un colchón de paja comprados en la Parada, y anunció que todos los días oficiaría a las siete una misa al aire libre. Hizo saber también que confesaría de lunes a sábado, a las mujeres de dos a seis y a. los hombres de siete a medianoche, para evitar promiscuidades. Y advirtió que, en las mañanas, de ocho a dos de la tarde, se proponía organizar un Parvulario donde los chicos del barrio aprenderían el alfabeto, los números y el catecismo. Su entusiasmo se hizo añicos contra la dura realidad. Su clientela a las misas madrugadoras fueron apenas un puñado de ancianos y ancianas legañosos, de agonizantes reflejos corporales, que, a veces, sin saberlo, practicaban esa impía costumbre de las gentes de cierto país (¿conocido por sus vacas y por sus tangos?) de soltar cuescos y hacer sus necesidades con la ropa puesta durante el oficio. Y, en lo que se refiere a la confesión de las tardes y al Parvulario de las mañanas, no compareció ni un curioso de casualidad.

¿Qué ocurría? El curandero del barrio, Jaime Concha, un fornido ex-sargento de la Guardia Civil que había colgado el uniforme desde que su institución le ordenó ejecutar a balazos a un pobre amarillo llegado como polizonte hasta el Callao desde algún puerto de Oriente, y dedicado desde entonces con tanto éxito a la medicina plebeya que tenía realmente en un puño el corazón de Mendocita, había visto con recelo la llegada de un posible competidor y organizado el boicot de la parroquia.

Enterado de esto por una delatora (la ex-bruja de Mendocita, doña Mayte Unzátegui, una vasca de sangre azul añil venida a menos y desalojada como reina y señora del barrio por Jaime Concha), el Padre Seferino Huanca Leyva supo, alegrías que empañan la vista y abrasan el pecho, que había llegado por fin el momento propicio para poner en acción su teoría de la prédica armada. Como un anunciador de circo, recorrió las mosqueadas callejuelas diciendo a voz en cuello que ese domingo, a las once de la mañana, en el canchón de los partidos de fútbol, él y el curandero averiguarían, a los puños, quién de los dos era el más macho. Cuando el musculoso Jaime Concha se presentó a la casucha de adobe a preguntar al Padre Seferino si debía interpretar eso como un desafío a trompearse, el hombre del Chirimoyo se limitó a preguntarle a su vez, fríamente, si prefería que las manos, en vez de ir desnudas a la pelea, fueran armadas de chavetas. El ex-sargento se alejó, contorsionándose de risa y explicando a los vecinos que él, cuando era guardia civil, acostumbraba matar de un cocacho en el cerebro a los perros bravos que se encontraba por la calle.

La pelea del sacerdote y el curandero concitó una expectativa extraordinaria y no sólo Mendocita entera, sino también la Victoria, el Porvenir, el Cerro San Cosme y el Agustino vinieron a presenciarla. El Padre Seferino se presentó con pantalón y camiseta y se persignó antes del combate. Este fue corto pero llamativo. El hombre del Chirimoyo era físicamente menos potente que el ex-guardia civil pero lo superaba en tretas. De arranque le echó un pocotón de polvo de ají en los ojos que llevaba preparado (después explicaría a la hinchada: "En las trompeaduras criollas todo vale"), y cuando el gigantón, Goliat deteriorado por el hondazo inteligente de David, comenzó a dar traspiés, ciego, lo debilitó con una andanada de patadas en las partes pudendas hasta que lo vio doblarse. Sin darle tregua, inició entonces un ataque frontal contra su cara, a derechazos y zurdazos, y sólo cambió de estilo cuando lo tuvo tumbado sobre la tierra. Allí consumó la masacre, pisoteándole las costillas y el estómago. Jaime Concha, rugiendo de dolor y de vergüenza, se confesó derrotado. Entre aplausos, el Padre Seferino Huanca Leyva cayó de rodillas y oró devotamente, la cara al cielo y las manos en cruz.

Este episodio -que se abrió paso hasta las páginas de los periódicos y que incomodó al arzobispo- comenzó a ganarle al Padre Seferino las simpatías de sus todavía potenciales parroquianos. A partir de entonces, las misas matutinas se vieron más concurridas y algunas almas pecadoras, sobre todo femeninas, solicitaron confesión, aunque, por supuesto, esos raros casos no llegaban a ocupar ni la décima parte de los dilatados horarios que -calculando, a ojo, la capacidad pecadora de Mendocita- había fijado el optimista párroco. Otro hecho bien recibido en el barrio y que le ganó nuevos clientes, fue su comportamiento con Jaime Concha después de su humillante derrota. Él mismo ayudó a las vecinas a echarle mercurio cromo y árnica, y le hizo saber que no lo expulsaba de Mendocita, y que, por el contrario, generosidad de Napoleones que invitan champaña y casan con su hija al general cuyo ejército acaban de volatilizar, estaba dispuesto a asociarlo a la parroquia en calidad de sacristán. El curandero quedó autorizado a seguir proporcionando filtros para la amistad y la enemistad, el mal de ojo y el amor, pero a tarifas moderadas que estipulaba el propio párroco, y sólo quedó prohibido de ocuparse de cuestiones relativas al alma. También le permitió seguir ejerciendo de huesero, para aquellos vecinos que se luxaban o sentían, a condición de que no intentara curar a enfermos de otra índole, los mismos que debían ser encaminados al hospital.

La manera como el Padre Seferino Huanca Leyva consiguió atraer, moscas que sienten la miel, alcatraces que divisan el pez, hacia su desairado Parvulario a los chiquillos de Mendocita, fue poco ortodoxa y le ganó la primera advertencia seria de la Curia. Hizo saber que por cada semana de asistencia, los niños recibirían de regalo una estampita. Este cebo hubiera resultado insuficiente para la desalada concurrencia de desarrapados que motivó, si las eufemísticas "estampitas" del muchacho del Chirimoyo no hubieran sido, en realidad, imágenes desvestidas de mujeres que era difícil confundir con vírgenes. A ciertas madres de familia que se mostraron extrañadas de sus métodos pedagógicos, el párroco les aseguró, solemnemente, que, aunque pareciera mentira, las "estampitas" mantendrían a sus cachorros lejos de la carne impura y los harían menos traviesos, más dóciles y soñolientos.

Para conquistar a las niñas del barrio se valió de las inclinaciones que hicieron de la mujer la primera pecadora bíblica y de los servicios de Mayte Unzátegui, también incorporada al plantel de la parroquia en calidad de ayudante. Ésta -sabiduría que sólo veinte años de regencia de lupanares en Tingo María puede forjar, supo ganarse la simpatía de las niñas dándoles cursos que las divertían: cómo pintarrajearse labios y mejillas y párpados sin necesidad de comprar maquillaje en las boticas, cómo fabricar con algodón, almohadillas y aun papel periódico, pechos y caderas y nalgas postizas, y cómo bailar los bailes de moda: la rumba, la huaracha, el porro y el mambo. Cuando el Visitador de la Jerarquía inspeccionó la parroquia y vio, en la sección femenina del Parvulario, la aglomeración de mocosas, turnándose el único par de zapatos de taco alto del barrio y contoneándose ante la vigilancia magisterial de la ex-celestina, se restregó los ojos. Al fin, recuperando el habla, preguntó al Padre Seferino si había creado una Academia para Prostitutas.

– La respuesta es sí -contestó el hijo de la Negra Teresita, varón que no le temía a las palabras-. Ya que no hay más remedio que se dediquen a ese oficio, por lo menos que lo ejerzan con talento.

(Fue por esto que recibió la segunda advertencia seria de la Curia.)

Pero no es cierto que el Padre Seferino, como llegaron a propalar sus detractores, fuera el Gran Cafiche de Mendocita. Era sólo un hombre realista, que conocía la vida palmo a palmo. No fomentó la prostitución, trató de adecentarla y libró soberbias batallas para impedir que las mujeres que se ganaban la vida con su cuerpo (todas las de Mendocita entre los doce y sesenta años) contrajeran purgaciones y fueran despojadas por los macrós. La erradicación de la veintena de cafiches del barrio (en algunos casos, su regeneración) fue una labor heroica, de salubridad social, que ganó al Padre Seferino varios chavetazos y una felicitación del alcalde de la Victoria. Empleó para ello su filosofía de la prédica armada. Hizo saber, mediante pregón callejero de Jaime Concha, que la ley y la religión prohibían a los hombres vivir como zánganos, a costilla de seres inferiores, y que, en consecuencia, vecino que explotara a las mujeres se toparía con sus puños. Así, tuvo que desmandibular al Gran Margarina Pacheco, dejar tuerto al Padrillo, impotente a Pedrito Garrote, idiota al Macho Sampedri y con violáceos hematomas a Cojinoba Huambachano. Durante esa quijotesca campaña fue una noche emboscado y cosido a chavetazos; los asaltantes, creyéndolo muerto, lo dejaron en el fango, para los perros. Pero la reciedumbre del muchacho darwiniano fue más fuerte que las enmohecidas hojas de cuchillo que lo pincharon, y salvó, conservando, eso sí -marcas de fierro en cuerpo y cara de varón que damas lúbricas suelen llamar apetitosas- la media docena de cicatrices que, luego del juicio, mandaron al Hospital Psiquiátrico, como loco incurable, al jefe de sus agresores, el arequipeño de nombre religioso y apellido marítimo, Ezequiel Delfín.

Sacrificios y esfuerzos rindieron los frutos esperados y Mendocita, asombrosamente, quedó limpio de cafiches. El Padre Seferino fue la adoración de las mujeres del barrio; desde entonces concurrieron masivamente a las misas y se confesaron todas las semanas. Para hacerles menos maligno el oficio que les daba de comer, el Padre Seferino invitó al barrio a un médico de la Acción Católica a que les diera consejos de profilaxia sexual y las adoctrinara sobre las maneras prácticas de advertir a tiempo, en el cliente o en sí mismas, la aparición del gonococo. Para los casos en que las técnicas de control de la natalidad que Mayte Unzátegui les inculcaba no dieran resultado, el Padre Seferino trasplantó, desde el Chirimoyo a Mendocita, a una discípula de doña Angélica, a fin de que despachara oportunamente al limbo a los renacuajos del amor mercenario. La advertencia seria que recibió de la Curia, cuando ésta supo que el párroco auspiciaba el uso de preservativos y pesarios y era un entusiasta del aborto, fue la decimotercera.

La decimocuarta fue por la llamada Escuela de Oficios que tuvo la audacia de formar. En ella, los experimentados del barrio, en amenas charlas -anécdotas van, anécdotas vienen bajo las nubes o las casuales estrellas de la noche limeña-, enseñaban a los novatos sin prontuario, maneras diversas de ganarse los frejoles. Allí se podían aprender, por ejemplo, los ejercicios que hacen de los dedos unos inteligentes y discretísimos intrusos capaces de deslizarse en la intimidad de cualquier bolsillo, bolso, cartera o maletín, y de reconocer, entre las heterogéneas piezas, la presa codiciada. Allí se descubría cómo, con paciencia artesanal, cualquier alambre es capaz de reemplazar con ventaja a la más barroca llave en la apertura de puertas, y cómo se puede encender los motores de las distintas marcas de automóviles si uno, por acaso, resulta no ser el propietario. Allí se enseñaba a arrancar prendas al escape, a pie o en bicicleta, a escalar muros y a desvidriar silenciosamente las ventanas de las casas, a hacer la cirugía plástica de cualquier objeto que cambiara abruptamente de dueño y la forma de salir de los varios calabozos de Lima sin autorización del comisario. Hasta la fabricación de chavetas y -¿murmuraciones de la envidia?- la destilación de pasta de pichicata se aprendía en esa Escuela, que ganó al Padre Seferino, por fin, la amistad y compadrazgo de los varones de Mendocita, y también su primera refriega con la Comisaría de la Victoria, donde fue conducido una noche y amenazado de juicio y cárcel por eminencia gris de delitos. Lo salvó, naturalmente, su influyente protectora.

Ya en esta época el Padre Seferino se había convertido en una figura popular, de la cual se ocupaban los periódicos, las revistas y las radios. Sus iniciativas eran objeto de polémicas. Había quienes lo consideraban un protosanto, un adelantado de esa nueva hornada de sacerdotes que revolucionarían la Iglesia, y había quienes estaban convencidos de que era un quintacolumnista de Satán encargado de socavar la Casa de Pedro desde el interior. Mendocita (¿gracias a él o por su culpa?) se convirtió en una atracción turística: curiosos, beatas, periodistas, snobs se llegaban hasta el antiguo paraíso del hampa para ver, tocar, entrevistar o pedir autógrafos al Padre Severino. Esta publicidad dividía a la Iglesia: un sector la consideraba beneficiosa y otro perjudicial para la causa.

Cuando el Padre Seferino Huanca Leyva, con motivo de una procesión a la gloria del Señor de Limpias -culto introducido por él en Mendocita y que había prendido como paja seca- anunció triunfalmente que, en la parroquia, no había un sólo niño vivo, incluidos los nacidos en las últimas diez horas, que no estuviera bautizado, un sentimiento de orgullo se apoderó de los creyentes, y la Jerarquía, por una vez, entre tantas admoniciones, le envió unas palabras de felicitación.

Pero, en cambio, originó un escándalo el día que, con motivo de la Fiesta de la Patrona de Lima, Santa Rosa, hizo saber al mundo, en una prédica al aire libre desde el canchón de Mendocita, que, dentro de los límites polvorientos de su ministerio, no había pareja cuya unión no hubiera sido santificada ante Dios y el altar de la casucha de adobes. Pasmados, pues sabían muy bien que en el ex-Imperio de los Incas la más sólida y acatada institución -excluidos la Iglesia y el Ejército- era la mancebía, los prelados de la Iglesia peruana vinieron (¿arrastrando los pies?) a comprobar personalmente la hazaña. Lo que se encontraron, curioseando en las promiscuas viviendas de Mendocita, los dejó aterrados y con un regusto de escarnio sacramental en la boca. Las explicaciones del Padre Seferino les resultaron abstrusas y argóticas (el muchacho del Chirimoyo, luego de tantos años de barriada, había olvidado el castizo castellano del Seminario y contraído todos los barbarismos e idiotismos de la replana mendocita) y fue el ex-curandero y ex-guardia civil, Lituma, quien les explicó el sistema empleado para abolir el concubinato. Era sacrílegamente simple. Consistía en cristianizar, ante los evangelios, a toda pareja constituida o por constituir. Éstas, al primer refocilo, acudían presurosas a casarse como Dios manda, ante su querido párroco, y el Padre Seferino, sin molestarlos con preguntas impertinentes, les confería el sacramento. Y como, de este modo, muchos vecinos resultaron casados varias veces sin haber previamente enviudado -aeronáutica velocidad con que las parejas del barrio se deshacían, barajaban y rehacían-, el Padre Seferino recomponía los estragos que esto causaba, en el dominio del pecado, con la purificadora confesión. (Él lo había explicado con un refrán que, además de herético, resultaba vulgar: “Un chupo tapa otro chupo”.) Desautorizado, reprendido, poco menos que abofeteado por el arzobispo, el Padre Seferino Huanca Leyva festejó con este motivo una longeva efemérides: la advertencia seria número cien.

Así, entre temerarias iniciativas y publicitadas reprimendas, objeto de polémicas, amado por unos y vilipendiado por otros, llegó el Padre Seferino Huanca Leyva a la flor de la edad: los cincuenta años. Era un hombre de frente ancha, nariz aguileña, mirada penetrante y rectitud y bondad en el espíritu, al que su convicción, desde los aurorales días de seminarista, de que el amor imaginario no era pecado y sí un poderoso guardaespaldas para la castidad, había mantenido efectivamente puro, cuando hizo su llegada al barrio de Mendocita, serpiente del paraíso que adopta las formas voluptuosas, ubérrimas, llenas de brillos lujuriantes de la hembra, una pervertida que se llamaba Mayte Unzátegui y que se hacía pasar por trabajadora social (en verdad era, ¿mujer al fin y al cabo?, meretriz).

Decía haber trabajado abnegadamente en las selvas de Tingo María, sacando parásitos de las barrigas de los nativos, y haber huido de allí, muy contrariada, debido a que una pandilla de ratas carnívoras devoraron a su hijo. Era de sangre vasca y, por lo tanto, aristocrática. Pese a que sus horizontes turgentes y su andar de gelatina debieron alertarlo sobre el peligro; el Padre Seferino Huanca Leyva cometió, atracción del abismo que ha visto sucumbir monolíticas virtudes, la insensatez de aceptarla como ayudante, creyendo que, como ella decía, su designio era salvar almas y matar parásitos. En realidad, quería hacerlo pecar. Puso en práctica su programa, viniéndose a vivir a la casucha de adobes, en un camastro separado de él por una ridícula cortinilla que para colmo era traslúcida. En las noches, a la luz de un velón, la tentadora, con el pretexto de que así dormía mejor y conservaba el organismo sano, hacía ejercicios. ¿Pero, se podía llamar gimnasia sueca a esa danza de harén miliunanochesco que, en, el sitio, bamboleando las caderas, estremeciendo los hombros, agitando las piernas y revolando los brazos, realizaba la vasca, y que percibía, a través de la cortinilla iluminada por los reflejos del velón, como un desquiciador espectáculo de sombras chinescas, el jadeante eclesiástico? Y, más tarde, ya silenciadas por el sueño las gentes de Mendocita, Mayte Unzátegui tenía la insolencia de inquirir con voz meliflua, al escuchar los crujidos del camastro vecino: "¿Está usted desvelado, padrecito?".

Es verdad que, para disimular, la bella corruptora trabajaba doce horas diarias, poniendo vacunas y curando sarnas, desinfectando cuchitriles y asoleando ancianos. Pero lo hacía en shorts, piernas y hombros y brazos y cintura al aire, alegando que en la selva se había acostumbrado a andar así. El Padre Seferino continuaba desplegando su creativo ministerio, pero enflaquecía a ojos vistas, tenía ojeras, la mirada se le iba todo el tiempo en busca de Mayte Unzátegui y, al verla pasar, se le abría la boca y un hilillo de saliva venial le mojaba los labios. En esta época adquirió la costumbre de andar día y noche con las manos en los bolsillos y su sacristana, la ex-abortera doña Angélica, profetizaba que en cualquier momento comenzaría a escupir la sangre del tuberculoso.

¿Sucumbiría el pastor a las malas artes de la trabajadora social, o sus debilitantes antídotos le permitirían resistir? ¿Lo llevarían éstos al manicomio, a la tumba? Con espíritu deportivo, los feligreses de Mendocita seguían esta lucha y comenzaron a cruzar apuestas, en las que se fijaban plazos perentorios y se barajaban alérgicas opciones: la vasca quedaría embarazada de simiente de cura, el hombre del Chirimoyo la mataría para matar la tentación, o colgaría los hábitos y se casaría con ella. La vida, por supuesto, se encargó de derrotar a todo el mundo con una carta marcada.

El Padre Seferino, con el argumento de que había que volver a la iglesia de los primeros tiempos, a la pura y sencilla Iglesia de los evangelios, cuando todos los creyentes vivían juntos y compartían sus bienes, inició enérgicamente una campaña para restablecer en Mendocita -verdadero laboratorio de experimentación cristiana- la vida comunal. Las parejas debían disolverse en colectividades de quince o veinte miembros, que se distribuirían el trabajo, la manutención y las obligaciones domésticas, y vivirían juntos en casas adaptadas para albergar estas nuevas células de la vida social que reemplazarían a la pareja clásica. El Padre Seferino dio el ejemplo, ampliando su casucha e instalando en ella, además de la traba adora social, a sus dos sacristanes: el ex-sargento Lituma y la ex-abortera doña Angélica. Esta micro-comuna fue la primera de Mendocita, a ejemplo de la cual debían irse constituyendo las otras.

El Padre Seferino estipuló que, dentro de cada comuna católica, existiera la más democrática igualdad entre los miembros de un mismo sexo. Los varones entre ellos y las mujeres entre ellas debían tutearse, pero, para que no se olvidaran las diferencias de musculatura, inteligencia y sentido común establecidas por Dios, aconsejó que las hembras hablasen de usted a los machos y procuraran no mirarlos a los ojos en señal de respeto. Las tareas de cocinar, barrer, traer agua del caño, matar cucarachas y pericotes, lavar ropa y demás actividades domésticas se asumían rotativamente y el dinero ganado -de buena o mala manera- por cada miembro debía ser íntegramente cedido a la comunidad, la que, a su vez, lo redistribuía a partes iguales luego de atender los gastos comunes. Las viviendas carecían de paredes, para abolir el hábito pecaminoso del secreto, y todos los quehaceres de la vida, desde la evacuación del intestino hasta el ósculo sexual, debían hacerse a la vista de los otros.

Antes de que la policía y el ejército invadieran Mendocita, con un cinematográfico despliegue de carabinas, máscaras antigases y bazookas e hicieran esa redada que tuvo encerrados muchos días a los hombres y mujeres del barrio en los cuarteles, no por lo que en realidad eran o habían sido (ladrones, chaveteros, meretrices) sino por subversivos y disolventes, y el Padre Seferino fuera llevado ante un Tribunal Militar acusado de establecer, al amparo de la sotana, una cabecera de puente para el comunismo (fue absuelto gracias a gestiones de su protectora, la millonaria Mayte Unzátegui), el experimento de las arcaicas comunas cristianas estaba ya condenado.

Condenado por la Curia, desde luego (advertencia seria doscientas treinta y tres), que lo encontró sospechoso como teoría e insensato como práctica (los hechos, ay, le dieron la razón), pero, sobre todo, por la naturaleza de los hombres y mujeres de Mendocita claramente alérgica al colectivismo, El problema número uno fueron los tráficos sexuales. Al estímulo de la oscuridad, en los dormitorios colectivos, de colchón a colchón, se producían los más ardientes tocamientos, roces seminales, frotaciones, o, directamente, estupros, sodomías, embarazos y, en consecuencia, se multiplicaron los crímenes por celos. El problema número dos fueron los robos: la convivencia, en vez de abolir el apetito de propiedad lo exacerbó hasta la locura. Los vecinos se robaban unos a otros hasta el vaho pútrido que respiraban. La cohabitación, en lugar de hermanar a las gentes de Mendocita las enemistó a muerte. Fue en este período de behetría y desquiciamiento, que la trabajadora social (¿Mayte Unzátegui?) declaró estar encinta y el ex-sargento Lituma admitió ser el padre de la criatura. Con lágrimas en los ojos, el Padre Seferino cristianizó esa unión forjada a causa de sus invenciones sociocatólicas. (Dicen que desde entonces acostumbra sollozar en las noches cantando elegías a la luna.)

Pero casi inmediatamente después debió hacer frente a una catástrofe peor que la de haber perdido a esa vasca que nunca llegó a poseer: la llegada a Mendocita de un competidor de marca, el pastor evangelista don Sebastián Bergua. Era éste un hombre todavía joven, de aspecto deportivo y fuertes bíceps, que nada más llegar hizo saber que se proponía, en un plazo de seis meses, ganar para la verdadera religión -la reformada- a todo Mendocita, incluido el párroco católico y sus tres acólitos. Don Sebastián (que había sido, antes de pastor, ¿un ginecólogo atiborrado de millones?) tenía medios para impresionar a los vecinos: se construyó para él una casita de ladrillos, dando trabajo regiamente pagado a la gente del barrio, e inició los llamados 'desayunos religiosos' a los que gratuitamente convidaba a quienes asistieran a sus pláticas sobre la Biblia y memorizaran ciertos cantos. Los mendocitas, seducidos por su elocuencia y voz de barítono o por el café con leche y el pan con chicharrón que la acompañaba, comenzaron a desertar los adobes católicos por los ladrillos evangelistas.

El Padre Seferino recurrió, naturalmente, a la prédica armada. Retó a don Sebastián Bergua a probar a puñetazos quién era el verdadero ministro de Dios. Debilitado por la sobrepráctica del Ejercicio de Onán que le había permitido resistir las provocaciones del demonio, el hombre del Chirimoyo cayó noqueado al segundo puñetazo de don Sebastián Bergua, que, durante veinte años, había hecho, una hora diaria, calistenia y boxeo (¿en el Gimnasio Remigius de San Isidro?). No fue perder dos incisivos y quedar con la nariz achatada lo que desesperó al Padre Seferino, sino la humillación de ser derrotado con sus propias armas y notar que, cada día, perdía más feligreses ante su adversario.

Pero, temerarios que crecen ante el peligro y practican lo de a gran mal peor remedio, un día misteriosamente el hombre del Chirimoyo trajo a su casucha de adobes unas latas llenas de un líquido que ocultó a las miradas de los curiosos (pero que cualquier olfato sensible hubiera reconocido como kerosene). Esa noche, cuando todos dormían, acompañado por su fiel Lituma, tapió desde afuera, con gruesas tablas y clavos obesos, las puertas y ventanas de la casa de ladrillos. Don Sebastián Bergua dormía el sueño de los justos, fantaseando en torno de un sobrino incestuoso que, arrepentido de haber afrentado a su hermana, terminaba de cura papista en una barriada de Lima: ¿Mendocita? No podía oír los martillazos de Lituma que convertían el templo evangelista en ratonera, porque la ex-comadrona doña Angélica, por órdenes del Padre Seferino, le había dado una pócima espesa y anestésica. Cuando la Misión estuvo tapiada, el hombre del Chirimoyo en persona la roció con kerosene. Luego, persignándose, encendió un fósforo y se dispuso a arrojarlo. Pero, algo lo hizo vacilar. El ex-sargento Lituma, la trabajadora social, la ex-abortera, los perros de Mendocita, lo vieron, largo y flaco bajo las estrellas, los ojos atormentados, con un fósforo entre los dedos, dudando sobre si achicharraría a su enemigo.

¿Lo haría? ¿Lanzaría el fósforo? ¿Convertiría el Padre Seferino Huanca Leyva la noche de Mendocita en crepitante infierno? ¿Arruinaría así una vida entera consagrada a la religión y el bien común? ¿O, pisoteando la llamita que le quemaba las uñas, abriría la puerta de la casa de ladrillos para, de rodillas, implorar perdón al pastor evangelista? ¿Cómo terminaría esta parábola de la barriada?

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