7.

Strömstad, 1923.

La mano le temblaba un poco cuando golpeó el cristal. La ventana se abrió enseguida y ella pensó satisfecha que debía de estar allí esperándola. Hacía calor en la habitación y se preguntó si el rubor de sus mejillas se debería a la temperatura o a la sola idea de las horas que tenían por delante. Seguramente sería por lo segundo, se dijo, pues también las mejillas de Anders despedían fuego.

Por fin llegaban al punto que ella había deseado desde que arrojó la primera piedra contra su ventana. Instintivamente supo que con él le convenía ir despacio. Si había algo que sabía hacer, era adivinar cómo eran los hombres y luego darles a la mujer que querían. En el caso de Anders, tuvo que interpretar a la dulce y tímida flor durante un par de semanas insoportablemente largas. Ella habría preferido meterse en su cama la primera noche, pero sabía que eso lo habría espantado. Si quería conquistarlo, tenía que jugar a su juego. Puta o virgen, ella sabia darles ambas versiones.

– ¿Estás asustada? -le preguntó Anders, sentado junto a ella sobre su estrecha cama.

Agnes reprimió una sonrisa. Si supiera lo versada que estaba en aquello, él sería el angustiado.

Pero no podía delatarse a sí misma. No ahora, la primera vez que quería poseer a un hombre tanto como él a ella. Así que bajó la mirada y asintió levemente. Cuando él la rodeó con sus brazos para tranquilizarla, no pudo evitar una sonrisa que ocultó en su hombro.

Después buscó su boca y, cuando el beso se volvió más intenso y entregado, él empezó a desabotonarle la camisa, aún con delicadeza y muy despacio. Ella habría querido quitársela de un tirón, pero sabía que eso destruiría aquella imagen de sí misma a cuya creación había dedicado semanas. Llegado el momento, también daría rienda suelta a esa faceta, pero entonces él se atribuiría el honor de haberla hecho aflorar. Los hombres eran tan simples… Cuando cayó la última prenda, Agnes se cubrió tímidamente con la manta. Anders le acarició el cabello y la miró a los ojos, indagando y aguardando a que ella le diese el beneplácito para meterse en la cama.

– ¿No podrías apagar la vela? -preguntó Agnes con voz débil y temerosa.

– Sí, claro, por supuesto -respondió Anders, turbado por no haber pensado él mismo que ella preferiría la protección de la penumbra.

Extendió el brazo hacia la mesilla de noche y ahogó la llama con los dedos. En la oscuridad, Agnes sintió cómo él se volvía hacia ella y, con una lentitud insufrible, empezaba a tocarla.

En el momento preciso, Agnes dejó escapar un gemido fingido de dolor con la esperanza de que él no interpretase la ausencia de sangre como un indicio de engaño. Pero a juzgar por la ternura de los cuidados que Anders le dedicó después, concluyó que no había abrigado la menor sospecha y Agnes se sintió satisfecha de su actuación. Puesto que se vio obligada a reprimir su instinto natural, fue algo más aburrido de lo que esperaba; pero existía en potencia y, muy pronto, ella podría dejarlo estallar de un modo que resultaría sin duda una agradable sorpresa para él.

Acurrucada a su lado, sopesó la posibilidad de intentarlo una segunda vez, pero decidió que sería mejor esperar un poco. Debía contentarse con haber representado su papel tan hábilmente y con haberlo llevado justo adónde ella quería. Ahora se trataba de sacarle el máximo partido al tiempo que había invertido en él. Si jugaba bien sus cartas, podía contar con un excelente entretenimiento para todo el invierno.


* * *

Monica iba con el carrito colocando los libros devueltos en las estanterías. Siempre había amado los libros y desde que estuvo a punto de morir de aburrimiento en casa, el primer año después de que Kaj vendiese la empresa, se presentó en cuanto oyó que la biblioteca necesitaba a alguien que echase una mano media jornada. Kaj pensaba que estaba loca por ponerse a trabajar sin necesitarlo y Monica sospechaba que para él era una pérdida de prestigio, pero a ella le gustaba demasiado para tenerlo en cuenta. En la biblioteca había buen ambiente y Monica necesitaba esas relaciones sociales para verle algún sentido a su existencia. Kaj se volvía más gruñón e irritable a medida que pasaban los años y Morgan ya no la necesitaba. Tampoco iba a tener nietos o, al menos, lo tenía por imposible. Hasta esa alegría se le había negado en la vida. No podía evitar sentir que le corroía la envidia cuando oía a los compañeros de trabajo hablar de sus nietos. El destello que reflejaban sus ojos hacía que Monica se encogiese de celos. Y no es que no amase a Morgan. Claro que sí. Pese a que él no les había facilitado la tarea. Y ella creía que su hijo también la quería, sólo que no sabía cómo transmitir ese sentimiento. Quizá ni siquiera supiera que lo que sentía era lo que habitualmente se llamaba amor.

Les llevó muchos años comprender que Morgan no estaba bien. O mejor, sabían que algo fallaba, pero nada que ellos conocieran y que pudiesen identificar en su hijo. No era retrasado, sino todo lo contrario, muy inteligente para su edad. Ella nunca pensó que fuese autista, pues no se encerraba en su concha y no se retraía ante el contacto físico, síntomas que, según había leído, solían ir asociados al autismo. Morgan cursó sus años escolares mucho antes de que el TDAH y el DAMP se convirtiesen en conceptos cotidianos, de modo que nunca llegaron a contemplar siquiera esos diagnósticos. Aun así, ella sabía que algo no iba bien. Se comportaba de un modo extraño y parecía imposible educarlo. Sencillamente era como si no entendiese la comunicación invisible entre las personas, y las reglas que gobernaban las relaciones sociales eran chino para él. Siempre hacía y decía cosas inconvenientes, y Monica sabía que la gente murmuraba a sus espaldas diciendo que el comportamiento de su hijo era consecuencia de una educación poco estricta. Sin embargo, ella sabía que había algo más. Incluso sus patrones de motricidad eran poco ágiles. Con su torpeza, Morgan no dejaba de provocar accidentes pequeños y no tan pequeños, y a veces no eran ni siquiera accidentes, sino que los causaba intencionadamente.

Eso fue lo que más la preocupó siempre; parecía imposible conseguir que aprendiese a distinguir entre el bien y el mal. Lo habían intentado por todos los medios: castigos, sobornos, amenazas y promesas; todas las herramientas que los padres utilizaban para dotar a sus hijos de conciencia.

Pero nada funcionó. Morgan era capaz de las peores acciones sin mostrar el más mínimo arrepentimiento cuando lo descubrían.

Sin embargo, quince años atrás tuvieron una suerte increíble. Uno de los muchos médicos a los que acudieron a lo largo del tiempo era un apasionado de su profesión y leía cuanto caía en sus manos sobre nuevas líneas de investigación. Un día les explicó que había leído acerca de un síndrome que encajaba perfectamente con la sintomatología de Morgan: el síndrome de Asperger. Una forma de autismo que presentaban pacientes con inteligencia entre normal y muy alta. Fue como si se liberase de todos los años de sufrimientos en el preciso instante en que oyó aquel nombre. Lo saboreó, lo pronunció con fruición: Asperger. No habían sido figuraciones suyas ni falta de capacidad para educar a su hijo; y ella tenía razón, era difícil si no imposible para Morgan descifrar los códigos que hacían la vida más fácil para las personas: el lenguaje gestual, las expresiones de la cara y las connotaciones del lenguaje verbal. Nada de aquello quedaba registrado en el cerebro de Morgan. Y por primera vez pudieron ayudarle de verdad. Bueno, ellos, lo que se dice ellos… Para ser sinceros, Kaj nunca se involucró demasiado en las cosas de Morgan. Al menos desde que, con total frialdad, constató que jamás satisfaría sus expectativas.

Desde aquel momento Morgan se convirtió en el hijo de Monica; de modo que ella fue quien leyó cuanto había escrito sobre el síndrome para hacerse con métodos sencillos con los que ayudar a su hijo a superar el día a día. Pequeñas tarjetas con diversos escenarios y las instrucciones para comportarse correctamente si se daban en la realidad, juegos de roles en los que practicaban distintas situaciones y conversaciones para intentar que comprendiera por la vía deductiva lo que su cerebro se negaba a asimilar por intuición. Y además, ponía todo su empeño en expresarse ante Morgan con total claridad, en eliminar las comparaciones, exageraciones y dichos que se utilizaban para dar forma y color a la lengua. Y en gran medida, consiguió lo que se proponía. Al menos Morgan había aprendido a funcionar con cierta normalidad en el mundo, aunque aún prefería estar solo con sus ordenadores.

Por eso Lilian logró convertir en auténtico odio lo que no era más que una ligera irritación. Podía haber soportado todo lo demás. Poco le importaban a ella las licencias de obra y las transgresiones y amenazas de esto y aquello. Por lo que a ella se refería, Kaj se entregaba con tanta pasión a la disputa que estaba por creer que a veces hasta disfrutaba con ella. Pero que Lilian atacase a Morgan una y otra vez despertaba a la tigresa que llevaba en su interior. Sólo porque era diferente, Lilian y, por cierto, muchas otras personas, pensaban que tenían vía libre.

Destacar por alguna razón, ¡no lo quiera Dios! Ya lo destacaba a ojos de muchos el solo hecho de que aún viviese, si no en casa, al menos sí en la parcela de sus padres. Pero nadie tenía tan mala idea como Lilian. Algunas de sus acusaciones habían indignado tanto a Monica que se ponía negra sólo de pensarlo. Más de una vez había lamentado que se mudasen a Fjällbacka.

Incluso se lo había comentado a Kaj en alguna ocasión, pero sabía de antemano que no tenía sentido. Era demasiado terco.

Colocó los últimos libros del carrito y echó un vistazo a las estanterías para ver si aún faltaba alguno. Pero le temblaban las manos de ira al recordar todos los malévolos ataques de Lilian contra Morgan a lo largo de los años. No sólo el hecho de que hubiese ido a denunciarlo a la policía, sino que, además, había difundido falsos rumores, un daño prácticamente imposible de reparar. Cuando el río suena, agua lleva, decían. Y aunque la condición de chismosa de Lilian Florin era del dominio público, lo que ella decía se convertía poco a poco en una verdad a fuerza de repetirlo y machacarlo.

A raíz de su desgracia, además, contaba con la compasión de la comarca, que ahora le perdonaba gran parte de sus maldades. Después de todo, había perdido a su nieta. Pero ni siquiera podía tenerle pena por eso. No, esa compasión se la reservaba para su hija. Para Monica era un misterio que Charlotte hubiese nacido de Lilian. Resultaba difícil encontrar una muchacha más encantadora. Monica sentía verdadera lástima por ella y sólo de pensarlo se le rompía el corazón.

Pero Lilian… No, por ella no tenía intención de malgastar una sola lágrima.


Aina pareció sorprendida al verlo aparecer en el centro médico a la hora habitual, las ocho de la mañana.

– Hola, Niclas -lo saludó insegura-. Creí que te quedarías en casa más tiempo…

Él negó sin pronunciar una palabra y entró en su consulta. No tenía fuerzas para dar explicaciones, para decir que no soportaba estar en casa un minuto más, pese a lo que lo abrumaba el sentimiento de culpa por quitarse de en medio. Era otro tipo de culpa, mucho peor, la que lo impulsaba a dejar a Charlotte sola con su desesperación en casa de Lilian y Stig. Una culpa que lo estrangulaba y le dificultaba la respiración. Si hubiera permanecido en casa por más tiempo, se habría asfixiado. Estaba seguro de ello. Ni siquiera podía mirar a Charlotte a la cara.

No soportaba su mirada. El dolor, mezclado con el peso de su propia conciencia, era más de lo que podía resistir. De ahí que se viese obligado a refugiarse en el trabajo. Era una actitud cobarde y lo sabía. Pero ya hacía tiempo que había perdido toda ilusión sobre sí mismo. Él no era ni fuerte ni valiente.

Desde luego, no era su intención que Sara fuese la víctima. No era su intención que nadie saliese perjudicado. Se llevó la mano al pecho, sentado y paralizado ante la gran mesa de despacho atestada de historias clínicas y otros documentos. Era un dolor tan agudo que lo sentía discurrir por sus venas y concentrarse en el corazón. De repente comprendió qué debía de sentir alguien que sufriese un infarto, aunque ese dolor no podía ser peor que el suyo.

Se pasó las manos por el cabello. Lo que había ocurrido, aquello a lo que tenía que poner fin, se le antojaba un jeroglífico irresoluble. Aun así, debía darle solución. Tenía que hacer algo. De un modo u otro, tenía que salir del atolladero en que se había metido. Siempre le había funcionado bien antes. Su encanto, su agilidad y su sonrisa abierta y sincera lo salvaron de la mayoría de las consecuencias de su manera de actuar a lo largo de los años, pero ahora parecía haber llegado al final del camino.

El teléfono sonó. Había empezado el horario de atención telefónica. Aunque se sentía destrozado, tenía la obligación de curar a los enfermos.


Con Maja en la mochila colgada del pecho, Erica emprendió un intento desesperado por limpiar un poco. Tenía demasiado fresca en la memoria la anterior visita de su suegra, por lo que fue pasando la aspiradora como una posesa por la sala de estar. Con un poco de suerte, Kristina no tendría ningún motivo para subir al piso de arriba, así que, si conseguía dejar presentable la planta baja antes de que llegase, todo iría bien.

La última vez que Kristina fue a visitarlos, Maja tenía tres semanas y Erica aún se encontraba en una especie de soporífera conmoción. Las pelusas revoloteaban por las esquinas tan grandes como ratas y el fregadero estaba abarrotado de platos sucios. Patrik había hecho algún intento por limpiar un poco, pero puesto que Erica le ponía a Maja en brazos tan pronto como volvía a casa, no llegó más que a sacar la aspiradora del armario.

En cuanto entró por la puerta, Kristina adoptó una expresión displicente que sólo se borró al ver a su nieta. Durante los tres días siguientes, y a través de su atontamiento, Erica oyó a Kristina refunfuñando sin cesar: era una suerte que ella hubiese ido a verlos, de lo contrario, Maja habría contraído asma entre tanto polvo; o en sus tiempos las madres no se pasaban los días frente al televisor, sino que se las arreglaban para cuidar al bebé y a los hermanos que tuviera, para limpiar y, además, para tener un plato de comida caliente en la mesa cuando llegaba el marido. Por fortuna, Erica estaba demasiado agotada para dejarse afectar seriamente por los comentarios de su suegra. En realidad, le agradeció mucho los momentos de soledad que tuvo ocasión de disfrutar cada vez que Kristina salía a pasear con Maja en el cochecito o cuando le ayudaba a bañarla y a cambiarla. Pero en esta segunda visita, Erica se encontraba físicamente recuperada y esta circunstancia, en combinación con la melancolía que la embargaba, hizo que su instinto le dijese que más valía evitar cualquier motivo de crítica por parte de su suegra en la medida de lo posible.

Miró el reloj. Faltaba una hora para que Kristina llegase arrasando y aún no había empezado con los platos. Además, debería limpiar el polvo. Le echó una ojeada a su hija Maja; se había dormido plácidamente en la mochila, al sonido de la aspiradora, y Erica se preguntó si funcionaría también a la hora de conseguir que durmiera en su cuna. Hasta el momento, todas las tentativas en ese sentido habían ido acompañadas de airadas protestas, pero decían que los niños se dormían mejor al son de ruidos monótonos como los de la aspiradora y la secadora. Al menos valía la pena intentarlo. Por el momento, la única manera de conseguir que la pequeña se durmiese era tenerla en el regazo o junto al pecho, y ya empezaba a parecerle insostenible. Tal vez debería probar alguno de los métodos sobre los que había leído en Barnaboken, la obra maestra de Anna Wahlgren, madre de nueve hijos, con todo tipo de consejos prácticos sobre el cuidado de los niños. Lo había leído antes de que naciera Maja, junto con otros muchos libros, pero cuando llegó el bebé real, se esfumaron todos los conocimientos teóricos adquiridos. A cambio, empezaron a practicar la filosofía de cómo sobrevivir cada minuto y Erica empezaba a pensar que tal vez hubiese llegado el momento de recuperar el control. No era lógico que un bebé de dos meses gobernase toda la casa hasta tal extremo. Si Erica hubiese podido soportar aquella situación, habría sido distinto, pero empezaba a sentir que su vida se ensombrecía cada vez más.

Unos ágiles toquecitos en la puerta vinieron a interrumpir su cavilar. O bien aquella hora había pasado en un tiempo récord, o bien su suegra se presentaba antes de lo previsto. Lo segundo era lo más verosímil y Erica miró desesperada a su alrededor. En fin, ya no tenía mucho remedio. No le quedaba más que ponerse la sonrisa e ir a abrirle a su suegra. Eso hizo, abrió la puerta y…

– ¡Pero, mujer, no te quedes ahí con Maja en plena corriente! Agarrará un catarro, ya verás.

Erica cerró los ojos y contó hasta diez.


Patrik esperaba que todo fuese bien durante la visita de su madre. Sabía que podía ser un tanto… acaparadora, y aunque Erica no solía tener problemas para bandearla, no era la misma desde que nació Maja. Al mismo tiempo, necesitaba un poco de ayuda y, puesto que él no podía proporcionársela, no les quedaba otra salida que recurrir a los medios disponibles. Una vez más, se preguntó si debía buscar a alguien con quien Erica pudiese hablar, es decir, un profesional.

Pero ¿adónde acudir? No, más valía dejar que siguiese su curso. Seguramente pasaría solo en cuanto empezasen a establecer ciertas rutinas, se decía. Sin embargo, no podía evitar una persistente sospecha de que tal vez optase por tomárselo tan a la ligera porque exigía menos esfuerzo por su parte.

Se obligó a abandonar los pensamientos relativos al hogar y volvió a las notas que tenía delante.

Había convocado una reunión en su despacho a las nueve y sólo faltaban cinco minutos. Tal y como se figuraba, Mellberg no opuso la menor objeción a que implicase en el caso al resto del personal, sino que incluso le dio la impresión de que lo daba por supuesto. Lo contrario habría sido absurdo, claro está, incluso para Mellberg. ¿Cómo iban a sacar adelante una investigación de asesinato él y Ernst solos?

Martin fue el primero en llegar y sentarse en la única silla para las visitas que había en el despacho. Los demás tendrían que traerse sus propias sillas.

– ¿Qué tal el apartamento? -se interesó Patrik-. ¿Valía la pena?

– ¡Es perfecto! -exclamó Martin con un destello de entusiasmo en los ojos-. Nos lo quedamos sobre la marcha, así que dentro de dos semanas puedes venir a ayudarnos con la mudanza.

– ¿No me digas? ¿Puedo ir? -ironizó Patrik-. Muy amable. En fin, ya te diré algo cuando haya negociado con el gobierno que tengo en casa. Erica no es muy generosa con mi tiempo últimamente, así que no te prometo nada.

– Claro -repuso Martin-. Tengo varios a los que pedirles ayuda para la mudanza, así que seguro que nos arreglamos sin ti.

– ¿He oído algo de una mudanza? -preguntó Annika, que entraba en ese momento con la taza de café en una mano y el bloc en la otra-. ¿Puedo dar crédito a mis oídos? ¿De verdad vas a adscribirte al grupo de las parejas formales, Martin?

El joven se ruborizó como hacía siempre que Annika lo provocaba, pero no pudo reprimir la sonrisa.

– Sí, has oído bien. Pia y yo hemos encontrado un apartamento en Grebbestad. Nos mudamos dentro de dos semanas.

– Vaya, qué bien -dijo Annika-. Ya era hora, vamos. Empezaba a preocuparme que fueras a quedarte para vestir santos. Y…, dime, ¿cuándo podremos ver corretear a vuestros pequeños?

– Venga, para ya -protestó Martin-. No te creas que he olvidado el modo en que acosabas a Patrik cuando conoció a Erica, y mira cómo le ha ido. El pobre se sentía presionado a fecundar a su mujer y ahora, ya lo ves, parece diez años mayor -aseguró haciéndole un guiño a Patrik para que no cupiera la menor duda de que estaba bromeando.

– Bueno, si quieres algún truco sobre cómo se hace, dímelo -respondió Patrik generoso.

Martin estaba a punto de responderle con un sarcasmo, cuando aparecieron Ernst y Gösta intentando cruzar la puerta al mismo tiempo, cada uno con su silla. Gösta dejó pasar refunfuñando a Ernst que, con toda tranquilidad, se sentó en medio del despacho.

– Esto se pone estrecho -protestó Gösta con mala cara, obligando a Martin y a Annika a correr un poco sus sillas.

– Donde caben tres… -contestó Annika mordaz, sin terminar el dicho.

El último en presentarse fue Mellberg, que se contentó con quedarse en el umbral.

Patrik extendió los documentos que tenía delante y respiró hondo. Era consciente de la magnitud de la responsabilidad que suponía encargarse de una investigación de asesinato y se sentía abrumado por ella. No era la primera vez, pero aun así estaba nervioso. Le incomodaba ser el centro de atención y la seriedad de la misión lo abatía. La alternativa, no obstante, era que Mellberg se hiciese cargo de dirigir la investigación, algo que deseaba evitar a toda costa. Así que no le quedaba más remedio que poner manos a la obra.

– Como ya sabéis a estas alturas, nos han confirmado que la muerte de Sara Klinga no fue un accidente, sino un asesinato. Cierto que se ahogó, pero el agua que tenía en los pulmones era dulce y no salada, lo que demuestra que la ahogaron en otro lugar antes de arrojarla al mar. Bien, eso no es ninguna novedad y todos los detalles pueden leerse en el informe de Pedersen, del que Annika ha hecho varias copias -explicó pasando un montón de documentos grapados para que cada uno cogiese un ejemplar.

– ¿Puede sacarse alguna conclusión del agua de los pulmones? Por ejemplo, se dice que había restos de jabón en el agua. ¿Es posible averiguar de qué clase de jabón se trata? -preguntó Martin señalando uno de los puntos del informe de la autopsia.

– Sí, esperemos que sí -respondió Patrik-. Ya hemos enviado una muestra del agua al Instituto Forense para su análisis y dentro de un par de días sabremos más de lo que puedan sacar en claro.

– ¿Y la ropa? -prosiguió Martin-. ¿Podrán determinar si estaba vestida o no cuando la metieron en la bañera? Porque casi podemos suponer que la ahogaron en una bañera, ¿no?

– Lo siento, pero ahí tenemos la misma respuesta. También hemos enviado su ropa y hasta que no tengamos los resultados, no sé más que vosotros.

Ernst hizo un gesto de aburrimiento y Patrik le lanzó una mirada de reconvención. Sabía exactamente lo que pasaba por su cabeza en aquellos momentos: sentía envidia de que fuese Martin y no él quien tenía alguna pregunta inteligente que hacer. Patrik se preguntaba si algún día llegaría a comprender que trabajaban juntos en un equipo para resolver un caso y que aquello no consistía en ningún tipo de competición individual.

– ¿Estamos ante un delito sexual? -quiso saber Gösta, a lo que Ernst pareció aún más irritado, pues incluso su compañero de vagancia conseguía dejarse caer con una pregunta relevante.

– Es imposible decirlo -respondió Patrik-. Pero quisiera que Martin empezase a mirar si hay alguien en nuestros archivos que haya sido condenado por agresión sexual a menores.

Martin asintió mientras tomaba nota.

– Además, debemos seguir estudiando un poco más de cerca a la familia -aseguró Patrik-. Ernst y yo mantuvimos una primera conversación con ellos, la misma en la que los informamos de que Sara había sido asesinada, y también hablamos con la persona a la que la abuela de la víctima señaló como posible sospechoso.

– Deja que lo adivine -intervino Annika mordaz-. ¿No será un tal Kaj Wiberg?

– Exacto -dijo Gösta-. Acabo de entregarle a Patrik todos los documentos que tenía sobe sus contactos con nosotros a lo largo de los años.

– Eso es malgastar tiempo y recursos -terció Ernst-. Es absurdo creer que Kaj tiene relación alguna con la muerte de la pequeña.

– Sí, eso, vosotros os conocéis -observó Gösta mirando a Patrik inquisitivo, como para comprobar si era o no consciente de esa circunstancia.

Éste se lo confirmó con un gesto.

– En cualquier caso -interrumpió Patrik al ver que Ernst pretendía intervenir otra vez-, seguiremos investigando a Kaj para determinar lo antes posible si está o no implicado, y trabajaremos con toda la amplitud de miras que nos permite el estadio en que nos encontramos. En general, tenemos que averiguar más información sobre la niña y su familia. He pensado que Ernst y yo podríamos ir a hablar con los maestros de la pequeña para averiguar si ellos conocen algún problema relacionado con la familia. Dado lo poco que sabemos, deberíamos contar también con la ayuda de la prensa local. ¿Podría encargarse usted de eso, Bertil?

No obtuvo ninguna respuesta, por lo que volvió a formular la pregunta un poco más alto:

– ¿Bertil?

Sin respuesta una vez más. Mellberg parecía muy lejos, apoyado en el quicio de la puerta y sumido en sus pensamientos. Después de alzar la voz un poco más aún, por fin lo vio reaccionar.

– ¿Eh? Ah, perdón. ¿Qué decía? -preguntó Mellberg mientras a Patrik le costaba comprender que aquel hombre fuese el jefe de aquella casa.

– Quería saber si usted podría hablar con la prensa local. Decirles que se trata de un asesinato y que cualquier información puede resultar de interés para nosotros. Tengo la sensación de que vamos a necesitar la ayuda de la gente en este caso.

– ¡Oh…, mmm…, por supuesto! -respondió Mellberg aún medio embobado-. Sí, claro, yo hablaré con la prensa.

– Bien. Más no podemos hacer por ahora -concluyó Patrik cruzando las manos sobre la mesa-. ¿Alguna otra pregunta?

Nadie decía nada y, tras unos segundos de silencio y como respondiendo a una señal invisible, todos empezaron a recoger velas.

– ¿Ernst? -Patrik retuvo al colega justo cuando éste ya cruzaba el umbral-. ¿Puedes estar preparado para salir dentro de media hora?

– ¿Para ir adónde? -inquirió Ernst con su habitual reticencia.

Patrik respiró hondo. A veces se preguntaba si él creía que hablaba, pero en realidad sólo movía los labios sin emitir ningún sonido.

– A la escuela de Sara. Para interrogar a sus maestros -dijo articulando con extrema claridad.

– ¡Ah, eso! Sí, puedo estar listo dentro de media hora -respondió Ernst antes de darle la espalda a Patrik.

Éste clavó en Lundgren una mirada que destilaba indignación. Le daría un par de días más al compañero que le habían impuesto. Si continuaba igual, se armaría de valor para desobedecer a Mellberg y llevarse consigo a Martin.

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