27.

Gotemburgo, 1954.

Aquella niña no tenía remedio. Agnes suspiraba para sus adentros. Tantas esperanzas como había puesto en ella, tantos sueños. Cuando era pequeña era tan linda. Y al tener el cabello oscuro, bien podían tomarla por su hija. Agnes decidió llamarla Mary. Por un lado, les recordaría a todos su viaje a los Estados Unidos y el estatus que confería el haber estado en el extranjero. Por otro, era un nombre precioso para una niña adorable.

Pero transcurridos un par de años, algo cambió. Empezó a engordar por todas partes y la grasa se extendía como una manta sobre sus bellos rasgos. Agnes lo encontraba repugnante. Ya a la edad de cuatro años, le temblaban los muslos y le colgaban las mejillas como a un San Bernardo, pero por ningún medio conseguía que dejase de comer. Y vaya si Agnes lo había intentado, nada funcionaba. Escondía la comida y le puso cerraduras a la despensa, pero Mary husmeaba como una rata en busca de algo que llevarse a la boca y ahora, con diez años cumplidos, era una montaña sebosa. Las horas que le hacía pasar en el sótano no parecían disuadirla en absoluto. Al contrario, siempre salía más hambrienta que nunca.

Para Agnes era sencillamente incomprensible. Ella siempre le había concedido muchísima importancia a su aspecto, sobre todo porque le permitía conseguir las cosas que quería. El que alguien se estropease conscientemente de ese modo, de forma voluntaria, era algo que escapaba a su entendimiento.

A veces lamentaba su idea de llevarse a la niña del muelle de Nueva York. Pero sólo parcialmente. De hecho, había funcionado tal y como ella lo planeó. Nadie pudo resistirse a la imagen de la rica viuda y su adorable pequeña, y no tardó más de tres meses en encontrar al hombre destinado a procurarle el estilo de vida que ella merecía. Áke había ido a Fjällbacka para pasar una semana de vacaciones en el mes de julio, pero Agnes lo atrapó con tal eficacia que, dos meses después de conocerla, le propuso matrimonio. Ella aceptó con elegante arrobo y timidez, y tras una sencilla ceremonia, se trasladó con su hija a Gotemburgo, donde Áke poseía un gran apartamento en Vasagatan. Agnes volvió a poner en alquiler la casa de Fjällbacka y suspiró aliviada al verse libre del aislamiento que le habían impuesto los meses transcurridos en el pueblo. Tampoco le agradaba mucho el empeño de la gente en recordar. Pese a haber pasado tantos años, Anders y los niños seguían vivos en la memoria de los lugareños y Agnes no se explicaba qué los movía a andar siempre hablando de lo sucedido. Una señora incluso tuvo la desfachatez de preguntarle cómo era capaz de vivir en el mismo lugar en que había fallecido toda su familia. A aquellas alturas ya había pescado a Áke, así que se permitió el lujo de ignorar el comentario y darse media vuelta. Seguro que la gente hablaría de ello, pero ya no le importaba lo más mínimo. Había alcanzado su objetivo.

Áke tenía un alto puesto en una compañía de seguros y le ofrecería una vida cómoda. Cierto que no parecía muy proclive a relacionarse en sociedad, pero ya se encargaría ella de cambiarlo. Después de tantos años, Agnes añoraba convertirse en el centro de atención de la fiesta. Habría baile, champán, hermosos vestidos y joyas, y nadie volvería a arrebatarle nunca esos placeres. De forma metódica y eficaz, fue borrando los recuerdos de su pasado hasta el punto de que por lo general sólo los notaba como un sueño lejano e incómodo.

Pero una vez más la vida le jugó una mala pasada. Las fiestas fueron pocas y no podía decir que nadase en joyas. Áke resulto ser bastante tacaño y Agnes tenía que luchar por cada céntimo. Además, mostró una decepción más que antiestética cuando, seis meses después de la boda, recibieron un telegrama con la noticia de que la fortuna que había heredado de su adinerado y difunto marido se había esfumado en una mala inversión del administrador elegido por ella. Ni que decir tiene que aquel telegrama se lo envió Agnes a sí misma, pero se sentía muy orgullosa de la representación teatral que puso en marcha cuando llegó la noticia y que incluyó un dramático desmayo final. No había contado con que Áke reaccionase como lo hizo, lo que la llevó a pensar que su supuesta riqueza pesó más de lo que ella creía a la hora de pedir su mano. Pero lo hecho, hecho estaba por lo que se refería a ambos, y ahora intentaban soportarse el uno al otro de la mejor manera.

Al principio sintió una leve irritación ante su ruindad y su falta absoluta de iniciativa. Lo que más le gustaba era quedarse en casa noche tras noche, cenar lo que le ponían en la mesa, leer el periódico y quizá un par de capítulos de algún libro, y después ponerse su pijama de vejete y meterse en la cama poco antes de las nueve. Durante los primeros años de casados, él la buscaba a tientas en la cama noche sí noche también, pero ahora eso solo sucedía un par de veces al mes, para alivio suyo, siempre con la luz apagada y sin quitarse siquiera la camisa del pijama. En cualquier caso, Agnes había notado que, al día siguiente, podía sacarle cierta cantidad de dinero para su uso personal con más facilidad y ella jamás dejaba pasar esas ocasiones.

Sin embargo, a medida que se sucedían los años, su enojo creció hasta convertirse en odio y empezó a buscar una herramienta adecuada que usar contra él. Cuando se dio cuenta de que Áke se sentía cada vez más unido a la niña, dio por terminada la búsqueda. Sabía que él detestaba los castigos que le imponía, pero también que era demasiado débil y tenía demasiada aversión a los conflictos como para atreverse a defender a Mary. A partir de entonces no halló satisfacción mayor en la vida que, de forma lenta pero segura, volver a la niña en su contra.

Agnes era perfectamente consciente de lo mucho que Mary añoraba gozar de un poco de atención y ternura. Si al mismo tiempo que se las ofrecía le iba inoculando su veneno envuelto en mentiras sobre Áke, no tenía más que esperar a que se difundiese y arraigase en su corazón. Después, podría dejarlo actuar tranquilamente.

El pobre Áke ignoraba qué había hecho mal. Un buen día empezó a notar que la niña se apartaba de él paulatinamente y a ver claramente el desprecio reflejado en su mirada. Claro que sospechaba que Agnes era la responsable, pero no era capaz de señalar exactamente qué hacía para que Mary fuese abrigando tal odio hacia su persona. Hablaba con ella siempre que podía e incluso intentaba comprar su afecto dándole algún dulce de vez en cuando, puesto que sabía cuánto le gustaban.

Pero nada funcionaba. Mary se apartaba sin remisión, cada vez más fría con él; y el resentimiento contra su esposa crecía en proporción a la distancia que la niña le imponía. Habían pasado ocho años desde que se casó y Áke sabía que había cometido un gran error, pero no tenía fuerzas para repararlo. Y aunque la niña no quería saber nada de él, sabía que ella era su última oportunidad de una vida segura. Si Mary desaparecía, no quería ni imaginar qué podría ocurrírsele a su esposa. Ya había dejado de hacerse ilusiones.

Agnes era consciente de todo aquello. A veces, su intuición daba miedo, pues era capaz de leer el pensamiento de la gente como si fuese un libro abierto.

Sentada ante el tocador, se disponía a arreglarse. Sin que Áke lo supiese, ya llevaba medio año teniendo una apasionada aventura con uno de sus mejores amigos. Se recogió el cabello negro, aún sin una sola cana, y se dio unas gotas de perfume detrás de la oreja, en las muñecas y en el escote. Se había puesto un conjunto de ropa interior de encaje negro que demostraba que su figura aún podía despertar la envidia de muchas jovencitas.

Ansiaba aquel encuentro que, como de costumbre, tendría lugar en el hotel Eggers. Per-Erik era un hombre de verdad, no como Áke, y para satisfacción de Agnes, ya había empezado a hablar de separarse de su esposa. No es que ella fuese tan ingenua como para creer sin reservas en ese tipo de afirmaciones de hombres casados, pero sabía que él apreciaba sus habilidades en la cama mucho más de lo recomendable, y su esposa, bajita y regordeta, no podía compararse con ella.

Quedaba, pues, el problema de Áke. El cerebro de Agnes trabajaba a toda máquina. Al mirarse en el espejo, vio el rostro rollizo de su hija que la observaba ansiosa con sus grandes ojos.


* * *

Pese a haberse duchado y cambiado de ropa, Martin aún creía percibir el olor a vómito en la nariz. El suicidio, seguido de la llamada de Patrik y la noticia de que alguien había atacado a Maja, lo conmocionaron y lo llenaron de impotencia. Eran tantos los cabos, tantas las cosas que sucedían simultáneamente, que por más que lo intentaba no lograba imaginar cómo pondría orden en aquella maraña.

Dudó un instante ante la puerta de Patrik. Teniendo en cuenta lo sucedido el día anterior, no estaba seguro de que hubiese acudido al trabajo. Sin embargo, un ruido procedente del interior le indicó que, pese a todo, su colega se encontraba en su puesto.

Llamó discretamente.

– Entra -dijo Patrik en voz alta.

– No estaba seguro de verte hoy aquí -dijo Martin ya dentro-. Creí que preferirías quedarte en casa con Erica y Maja.

– Pues sí que lo habría preferido -admitió Patrik-. Pero más ganas tengo aún de pillar al psicópata que se dedica a hacer esto.

– ¿Y a Erica no le importa quedarse sola en casa? -inquirió Martin con cierto temor de que su pregunta no fuese muy adecuada.

– Sí, ya lo sé, yo también habría preferido que alguien se quedase con ellas, pero Erica insistió en que estaría bien. De todos modos, he llamado a su amigo Dan, el que estaba en casa ayer cuando ocurrió el incidente, y me ha prometido pasarse y ver cómo estaban.

– ¿Pudieron extraer huellas? -preguntó Martin.

– No, por desgracia -negó Patrik-. Estaba lloviendo, así que se borró todo. Pero he enviado el buzo de Maja lleno de ceniza; ya veremos qué resultado da. Desde mi punto de vista, es una formalidad: sería una casualidad increíble que no guardase relación con el resto.

– ¿Pero por qué Maja?

– ¿Quién sabe? -respondió Patrik-. Probablemente, una advertencia para mí. Por algo que he hecho o he dejado de hacer durante el desarrollo del caso. ¡Bah, no sé! -exclamó en un arrebato de frustración-. Pero lo más importante ahora es seguir trabajando a tope para resolverlo cuanto antes. Mientras tanto, ninguno de nosotros dormirá tranquilo.

– ¿Qué hacemos primero? ¿Interrogamos a Kaj?

– Sí -dijo Patrik abatido-. Interroguémoslo.

– No habrás olvidado que Kaj estaba en el calabozo ayer cuando…

– No, hombre, claro que no lo he olvidado -respondió Patrik irritado-. Pero eso no significa que no esté implicado de todos modos. O que no tenga otros delitos de los que responder.

– Vale, era sólo por si acaso -dijo Martin levantando las manos en actitud defensiva-. Bueno, voy a dejar la cazadora y nos vemos allí.

Patrik estaba recogiendo sus cosas para ir a la sala de interrogatorios cuando sonó el teléfono. Vio en la pantalla que era Annika y descolgó el auricular con la esperanza de que no fuese nada importante. Se moría de ganas de emprenderla con el cerdo que tenían arrestado, y ahora más que nunca.

– ¿Sí? -se oyó decir en tono seco.

Pero se dijo que Annika era dura de pelar y que no se dejaría amilanar por eso. Patrik la fue escuchando con creciente interés y dijo al fin:

– De acuerdo, mándamelos.

Corrió hacia el despacho de Martin, que acababa de quitarse la cazadora, y le explicó:

– Charlotte y Niclas han venido a la comisaría para hablar conmigo. Tendremos que dejar el interrogatorio hasta que sepa qué quieren.

Sin esperar respuesta, volvió a su despacho a toda prisa. Segundos más tarde, oyó un ruido de pasos y un murmullo de voces que se acercaban por el pasillo. Los padres de Sara entraron temerosos en su despacho. Patrik se sorprendió ante el aspecto extenuado de Charlotte. Desde la última vez que la había visto, era como si hubiese envejecido varios años y la ropa le quedaba enorme. También Niclas parecía agotado, pero no tan maltrecho como su mujer. Se sentaron y quedaron en silencio unos segundos. Patrik se preguntó qué sería tan importante como para presentarse así, sin pedir cita.

Fue Niclas quien tomó la palabra.

– Queríamos decirles que… les hemos mentido. O, más bien, que hemos callado cosas que deberían saber, lo cual es tanto como mentir.

Patrik sentía muchísima curiosidad, pero aguardó a que Niclas quisiera continuar.

– Las lesiones de Albin, las que creían… o, bueno, las que creen seguro que eran obra mía…, en realidad era…, era…

Parecía no encontrar el nombre, así que Charlotte terminó la frase:

– Era Sara.

Lo dijo con un tono de voz mecánico, vacío de todo sentimiento. Patrik dio un salto en la silla. Desde luego, no esperaba oír eso.

– ¿Sara? -preguntó sin entender nada.

– Sí -confirmó Charlotte-. Ya saben que Sara tenía problemas. Le costaba controlar sus impulsos y estallaba en imprevisibles ataques de ira. Antes de que naciera Albin, dirigía la rabia contra nosotros, pero, claro, nosotros éramos adultos y podíamos defendernos y conseguir que tampoco se hiciese daño a sí misma. Cuando nació Albin…

Su voz se quebró. Bajó la vista y la clavó en sus manos temblorosas.

– Cuando nació Albin, todo empeoró hasta el punto de escapar a nuestro control -remató Niclas-. En nuestra simpleza, creímos que sería bueno para Sara tener un hermanito, alguien de quien sentirse responsable y a quien proteger. Aunque ahora, bien mirado, fuimos bastante ingenuos. Sara odiaba a Albin y la dedicación que nos reclamaba. Y no dejaba escapar la menor oportunidad de hacerle daño. Por más que intentábamos tenerlos siempre vigilados, resultaba imposible. Era tan rápida…

Niclas miró a Charlotte, que confirmó sus palabras con un leve asentimiento. Él prosiguió:

– Lo intentamos todo: asistentes sociales, psicólogos, terapia, medicación… Probamos con todas las vías. Intentamos cambiar su alimentación: le suprimimos los azúcares y todos los hidratos de carbono de rápida asimilación, pues según ciertos estudios, eso podría ejercer una influencia positiva. Pero nada funcionaba. Y ya no sabíamos qué hacer. Tarde o temprano, le haría un daño irreparable. Tampoco queríamos enviarla a ningún centro y, además, ¿adónde? Cuando salió la plaza en Fjällbacka, pensamos que tal vez fuese la solución. Un cambio radical de ambiente y, además, contaríamos con la ayuda de la madre de Charlotte y de Stig, su marido. Parecía perfecto.

Ahora fue la voz de Niclas la que se quebró. Charlotte le apretó la mano levemente. Habían estado juntos en el infierno y, en cierto modo, aún se encontraban en él.

– No saben cuánto lo siento -aseguró Patrik-. Pero tengo que pregúntales: ¿tienen alguna prueba de lo que dicen?

Niclas asintió.

– Entiendo que es su deber preguntar. Les hemos traído una lista de las personas con las que estuvimos en contacto a propósito de la agresividad de Sara. Ya les avisamos de que quizá los llamase la policía para hacerles preguntas y que no tenían por qué alegar confidencialidad ni secreto profesional, sino procurarles toda la información de que dispongan.

Niclas le dio la lista a Patrik, que la cogió en silencio. No dudaba en absoluto de la veracidad de lo que acababa de oír, pero aun así tendría que confirmarlo

– ¿Han sacado algo en claro con lo de Kaj? -le preguntó Charlotte a Patrik.

– Estamos interrogándolo en relación con cierto asunto, pero no puedo decir más.

Charlotte asintió comprensiva.

Patrik vio que Niclas quería añadir algo, aunque parecía costarle, y aguardó paciente a que estuviera listo para hablar.

– En cuanto a la coartada… -Miró a Charlotte, que volvió a asentir con un movimiento alentador, apenas perceptible-. Les recomiendo que vuelvan a hablar con Jeanette. Mintió, dijo que no estuve con ella para vengarse de mí por haber roto nuestra relación. Estoy seguro de que si le insisten, terminará por admitirlo.

A Patrik no le sorprendió lo más mínimo. Notó cierto eco de falsedad en la versión de Jeanette. En fin, de ser preciso, ya encontrarían el momento de hablar con ella. En realidad, esperaba que, tras el interrogatorio, la cuestión de la coartada de Niclas resultase superflua.

Se pusieron de pie y se estrecharon la mano. De repente sonó el móvil de Niclas, que salió a responder al pasillo. La noticia lo sobresaltó.

– ¿Al hospital? Tranquila, vamos para allá ahora mismo.

Se volvió hacia Charlotte, que seguía junto a Patrik en el umbral.

– Stig ha empeorado repentinamente. Van camino del hospital.

Patrik se quedó mirándolos mientras recorrían el pasillo en dirección a la salida. ¿No habían sufrido ya bastante?


Buscó refugio en el templo. Las palabras de Asta se arremolinaban resonando en su mente como un enjambre de avispas iracundas. Todo su mundo se venía abajo y aún no se le habían ofrecido las respuestas que esperaba encontrar en la iglesia. Más bien parecía que las paredes de piedra lo aprisionaban poco a poco mientras reflexionaba sentado en el primer banco. Incluso Jesús, clavado en su cruz, parecía exhibir una sonrisa burlona que no había advertido antes.

Un ruido lo hizo volverse a mirar. Varios turistas tardíos, de origen alemán, entraron hablando en voz alta y se pusieron a fotografiar con frenesí. A él siempre lo indignaron los turistas y aquello fue la gota que colmó el vaso.

Arne se levantó y empezó a gritar salpicando saliva.

– ¡Fuera de aquí! ¡Enseguida! ¡Todos fuera ahora mismo!

Pese a que no comprendieron una palabra, su tono no dejó lugar a dudas, de modo que el grupo se marchó atemorizado.

Satisfecho de su reacción, volvió a sentarse en el banco, pero la sonrisa burlona de Jesús no tardó en conducirlo de nuevo a su pesadumbre.

Una ojeada al pulpito le infundió renovado valor. Ya era hora de hacer algo que debería haber hecho mucho, mucho tiempo atrás.


La vida era tan injusta… ¿Acaso no había luchado contra viento y marea desde que nació? Nunca le dieron nada gratis. Nadie reconocía sus virtudes. Ernst no comprendía cómo funcionaba la gente, así de sencillo. ¿Cuál era el problema? ¿Por qué siempre lo miraban maliciosamente, murmuraban a sus espaldas y le arrebataban las posibilidades que por derecho le correspondían? Siempre igual. Ya en primaria, en la escuela, todos se ponían en su contra. Las chicas se reían y los chicos le pegaban cuando volvía a casa. Ni siquiera respondieron con algo de compasión cuando su padre se cayó y se quedó clavado a un rastrillo. Antes bien, le constaba que las malas lenguas fueron diciendo que su pobre madre había tenido algo que ver con el accidente. Desde luego, no conocían la vergüenza.

Siempre pensó que las cosas cambiarían cuando terminase el instituto, cuando se enfrentase al mundo de verdad. Eligió la profesión de policía para tener la oportunidad de mostrarse como el hombre fuerte que en verdad era. Pero tras veinticinco años en el Cuerpo, se veía obligado a admitir que las cosas no habían ido como él tenía pensado. Sin embargo, jamás se había sentido tan hundido en la mierda como ahora. Sencillamente, no se le pasó por la cabeza sospechar que Kaj tuviese nada que ver con aquello. Solían jugar a las cartas, era un buen amigo y, además, uno de los pocos que apreciaban su compañía. Y ya sabía él que ese tipo de acusaciones infundadas podían destrozar la vida de un hombre inocente. Para una vez que tenía ocasión de hacerle un favor a un amigo, no se lo pensó dos veces. ¿Qué había de censurable en ello? Ignoró la llamada de los colegas de Gotemburgo movido por la mejor de las intenciones, pero nadie parecía comprenderlo. Ahora, todos se lo echaban en cara. ¿Por qué siempre tenía tan mala suerte? Desde luego, era lo bastante despierto para comprender que el suicidio del chico echaría más leña al fuego.

Sm embargo, mientras estaba en su despacho, relegado a la soledad que le imponían como si fuese un preso en la fría Siberia, se le ocurrió una brillante idea. De repente, supo exactamente cómo desviar la situación en su propio beneficio. Iba a convertirse en el héroe del día y, de una vez por todas, podría demostrarle al mocoso de Hedström quién de los dos tenía más experiencia. En efecto, durante la reunión de la mañana, se dio perfecta cuenta de la expresión de incredulidad de Hedström cuando Mellberg señaló que habría que apretarle las tuercas al loco del pueblo. Pero lo que a uno beneficiaba, era la ruina del otro. Si Hedström no quería tomar la autopista que lo llevaría a la solución del asesinato, él sí estaba dispuesto a sacrificarse y triunfar. Cualquiera podía ver que el tal Morgan era el culpable, y el que hubiesen hallado en su casa la cazadora de la niña despejaba cualquier duda.

Lo que más lo satisfacía del plan era su sencillez genial. Citaría a Morgan para interrogarlo, lo obligaría a confesar en un santiamén y así tendría al asesino. Al mismo tiempo, le demostraría a Mellberg que él, Ernst, sí prestaba atención a las palabras de sus superiores, en tanto que Hedström no sólo era un incompetente, sino que además se permitía cuestionar el criterio de su jefe. Después de aquello, volverían a considerarlo como merecía.

Se levantó y, con resolución inusitada, se dirigió a la puerta. Ya era hora de llevar a cabo un trabajo policial de alta calidad. Una vez en el pasillo, miró a su alrededor para asegurarse de que nadie lo veía salir. El terreno estaba despejado.

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