25.

Nueva York, 1946.

La vida over there no resultó como ella esperaba. La amargura de la decepción había marcado profundas arrugas alrededor de su boca y de sus ojos, pero Agnes seguía siendo, a sus cuarenta y dos años de edad, una mujer hermosa.

Los primeros tiempos fueron fantásticos. El dinero de su padre le garantizó un estilo de vida soberbio que mejoraron las aportaciones de sus admiradores. El apartamento de Nueva York era un hervidero de fiestas a las que la gente elegante acudía de buena gana. Las ofertas de matrimonio fueron muchas, pero ella siempre aplazaba el momento a la espera de alguien más rico, mejor parecido, más hombre de mundo. Y, entre tanto, no se negaba el placer bajo ninguna de sus formas. Era como si se viese obligada a compensarse por los años perdidos y a vivir el doble de rápido que los demás. En su modo de amar, de festejar y gastar dinero en ropa, joyas y decoración para el apartamento había siempre un regusto a ansia compulsiva. No obstante, aquellos años le resultaban ya muy lejanos.

Cuando se produjo la bancarrota de Kreuger, su padre lo perdió todo. Unas inversiones aventuradas hicieron desaparecer toda la fortuna que había amasado. Al leer el telegrama y comprender que August se había comportado de forma tan insensata, experimentó tal ira incontenible que lo rompió en mil pedazos ¿Cómo se permitía perder todo aquello que un día había de pertenecerle a ella? Todo cuanto constituiría su seguridad, su vida.

Agnes respondió con un largo telegrama en el que, con todo lujo de detalles, daba cuenta de lo que pensaba de él y le explicaba hasta qué punto la había destrozado.

Cuando, una semana después, recibió otro telegrama en que se la informaba de que su padre se había pegado un tiro en la sien, Agnes lo arrugó sin más y lo arrojó a la papelera. No se sintió ni sorprendida ni indignada. Por lo que a ella se refería, su padre no merecía otro final.

Siguieron años difíciles. No tanto como con Anders, pero igualmente una lucha por la supervivencia. Ahora se veía obligada a vivir exclusivamente de la buena voluntad de los hombres y, cuando dejo de disponer de medios propios, sus adinerados y animados pretendientes se vieron sustituidos por versiones cada vez peores. Las propuestas de matrimonio cesaron por completo. Ahora las propuestas eran de otro tipo muy distinto y, mientras los hombres pagasen, ella no tenía nada en contra. Por otro lado, debió de sufrir una lesión en el parto y nunca caía en desgracia, lo que incrementaba su valor entre los pretendientes accidentales. Ninguno de ellos deseaba verse ligado a ella por un niño y Agnes prefería arrojarse desde el tejado del edificio antes que volver a vivir aquella terrible experiencia.

Se vio obligada a abandonar su hermoso apartamento y el nuevo era mucho más pequeño, más oscuro y bastante apartado del centro de la ciudad. Ninguna fiesta animaba sus habitaciones y tuvo que empeñar o vender la mayoría de sus pertenencias.

Cuando estalló la guerra, la situación, que ya era mala, empeoró más aun. Y por primera vez desde que subió a bordo del barco en Gotemburgo, sintió nostalgia de su hogar. Su añoranza fue creciendo paulatinamente hasta convertirse en resolución y, al terminar la guerra, decidió volver a su país. No le quedaba nada de valor en Nueva York, mientras que en Fjällbacka aun había algo que podía llamar suyo. Después del gran incendio, su padre compró el solar en el que se había erguido el edificio donde ellos habían vivido y mandó construir uno nuevo en el mismo lugar, tal vez con la esperanza de que Agnes regresara algún día. Aquel nuevo edificio estaba a su nombre, de ahí que aún fuese suyo, pues todos los bienes registrados a nombre de August se habían esfumado. El edificio estuvo alquilado todos aquellos años y los ingresos iban a parar a una cuenta a su nombre que ella podía utilizar en caso de volver. En alguna que otra ocasión intentó tener acceso a ese dinero, pero el administrador le daba siempre la misma respuesta su: padre había estipulado en las condiciones que solo lo recibiría si regresaba a su patria. Entonces maldijo lo que consideraba una injusticia. Ahora, en cambio, tuvo que admitir, aun a disgusto, que tal vez no hubiese sido tan mala idea. Agnes calculó que podría vivir de aquel dinero durante un año como mínimo; y entre tanto, se proponía encontrar a alguien que la mantuviese.

Para lograrlo, no le quedaba más remedio que atenerse a la historia que había inventado sobre su vida en América. Vendió cuanto poseía e invirtió hasta el último centavo en un traje de excelente calidad y unas maletas muy vistosas. Claro que estaban vacías, no le llegó el dinero para llenarlas, pero cuando bajase a tierra, nadie lo notaría. Parecía una mujer adinerada y, además, se elevó a sí misma a la categoría de viuda de un hombre rico de actividad empresarial difusa. «Algo relacionado con las finanzas», decía ella encogiéndose de hombros con elegante despreocupación. Estaba convencida de que funcionaría. Los suecos eran tan ingenuos y quedaban tan impresionados con quienes habían estado en la tierra prometida… A nadie le extrañaría que volviese a casa triunfante. Nadie sospecharía lo más mínimo.

El muelle estaba lleno de gente. Agnes avanzaba entre ellos a empellones con una maleta en cada mano. El dinero tampoco le había alcanzado para un billete de primera, ni siquiera de segunda, así que tendría que viajar como un pavo real entre los pasajeros de tercera clase. Es decir que, en el barco, no engañaría a nadie con su disfraz de gran dama, pero en cuanto pusiese el pie en Gotemburgo, nadie sabría cómo hizo la travesía.

De pronto, sintió que algo blando le rozaba la mano. Agnes miró hacia el suelo y vio a una niña muy pequeña, con un vestido blanco de volantes, que la observaba con los ojos llenos de lágrimas. La muchedumbre iba y venía a su alrededor sin percatarse de que, seguramente, la niña había perdido a sus padres.

Where is your mummy? -preguntó Agnes en aquella lengua que ya dominaba casi a la perfección.

La pequeña empezó a llorar más aún y Agnes recordó vagamente que los niños tal vez no empezasen a hablar a una edad tan temprana como la que aparentaba ella. Se diría que la pequeña acababa de aprender a caminar y que, en cualquier momento, podía quedar aplastada bajo los pies de la gente que la rodeaba.

Agnes tomó a la niña de la mano y miró a su alrededor. Nadie parecía de su clase. Todos los que la rodeaban llevaban burdas ropas de trabajadores y la pequeña pertenecía sin duda a otra clase social. Agnes estaba a punto de llamar a alguien para pedir ayuda cuando se le ocurrió una idea. Era una osadía, una osadía increíble, pero genial ¿No tendría su historia de la viuda de un hombre rico más credibilidad si además llevase consigo a una niña? Aunque recordaba lo difíciles que habían sido los chicos, con una niña sería totalmente distinto. La pequeña era dulce como la miel. Podría llevarla con lindos vestidos y sus rizos adorables estaban hechos para adornarlos de lazos y flores. Una auténtica darling. La idea le resultaba cada vez mas atractiva y, en una décima de segundo, tomó la decisión. Agarró las dos maletas con una mano y a la niña con la otra y se encamino al barco con paso resuelto. Nadie reaccionó al verla subir y, mientras lo hacía, reprimió el impulso de volverse a mirar. El truco consistía en comportarse como si la niña fuese suya, y para empezar, la pequeña había dejado de llorar de puro asombro y la seguía de buen grado. Agnes lo tomó por una señal de que hacía lo correcto. Seguramente sus padres no se portaban muy bien con ella, puesto que se avenía a seguir a una extraña con tanta facilidad. Con el tiempo, podría darle todo lo que quisiera y sabía que se convertiría en una madre excelente. Los chicos daban tanto trabajo. Esta niña era distinta. Lo presentía. Con ella todo sería diferente.


* * *

Niclas fue a casa en cuanto ella lo llamó. Charlotte no quiso decirle por teléfono de qué se trataba y cuando entró por la puerta, iba sin resuello. Lilian bajaba por la escalera con una bandeja en la mano y lo miró desconcertada.

– ¿Qué haces en casa a estas horas?

– Charlotte me llamó. ¿Sabes qué ha pasado?

– No, mi hija no me cuenta nunca nada -replicó Lilian con acritud para, acto seguido, dedicarle a Niclas una sonrisa lisonjera-. Acabo de comprar pan fresco, está en la cocina, en una bolsa.

Niclas hizo caso omiso de su insinuación y bajó en dos zancadas la escalera que conducía al sótano. No le sorprendería que Lilian estuviese con la oreja puesta en la puerta en aquel momento, intentando oír lo que decían.

– ¿Charlotte?

– Estoy aquí, cambiando a Albin.

Niclas fue al baño y la vio de espaldas, delante del cambiador. Sólo por la postura, supo que estaba enfadada y se preguntaba qué le habrían dicho ahora.

– ¿Qué es eso tan importante que no podía esperar? Tenía citados a un montón de pacientes.

Un buen ataque era la mejor defensa.

– Me llamó Martin Molin.

Niclas intentó recordar quién era.

– El policía de Tanumshede, aquél joven y pecoso -le aclaró ella.

Niclas cayó enseguida.

– ¿Qué quería?

Charlotte, que ya había terminado de vestir a Albin, se volvió hacia él con el niño en brazos.

– Se han enterado de que alguien amenazó a Sara el día antes de su muerte.

Su voz sonaba fría y metálica, y Niclas aguardó a que continuase.

– ¿Sí…?

– El hombre que la amenazó es mayor, de cabello gris y vestido de negro. Llamaba a Sara «fruto del Diablo». ¿Te suena a alguien que conozcas?

En una fracción de segundo la cólera lo dominó.

– ¡Maldita sea! -gritó antes de echar a correr escaleras arriba.

Al abrir la puerta de acceso a la planta baja, casi derribó a Lilian. Tenía razón al pensar que estaría escuchando detrás, pero ahora no merecía la pena irritarse por eso. Se puso los zapatos sin molestarse en atárselos, cogió la cazadora y corrió hacia el coche.

Diez minutos más tarde daba un frenazo ante la casa de sus padres, después de atravesar el pueblo a más velocidad de la debida. La casa estaba en la cima del monte, justo sobre el campo de minigolf, y tenía exactamente el mismo aspecto que cuando él era niño. Abrió de golpe la puerta del coche sin molestarse en cerrarla antes de precipitarse en dirección a la entrada de la casa. Se detuvo un instante, respiró hondo y aporreó la puerta. Niclas esperaba que estuviese allí. Por poco creyente que fuese, no estaba bien hacerle lo que tenía pensado dentro de la iglesia.

– ¿Quién es? -preguntó la voz dura y familiar de su padre.

Niclas tanteó el picaporte. Como de costumbre, no habían cerrado con llave y entró sin vacilar y gritando antes de ver a nadie.

– ¿Dónde estás, viejo cobarde?

– Pero, por todos los santos, ¿qué ocurre? -preguntó su madre, que salió al pasillo con un paño de cocina y un plato en las manos.

Detrás de ella, Niclas vio aparecer la figura enjuta de su padre desde la sala de estar.

– Pregúntale a ése -dijo Niclas señalando a Arne con mano temblorosa. Hacía diecisiete años que no lo veía.

– No sé de qué habla -repuso el padre, negándose a hablarle directamente a su hijo-. Menuda desfachatez presentarse aquí así y ponerse a vociferar. Ya está bien, no hay más que salir por la puerta otra vez.

– Sabes muy bien de qué hablo, viejo de mierda. -Niclas vio con satisfacción que su padre se sobresaltaba ante el apelativo-. Y menuda cobardía, ¡emplearse con una niña indefensa! Si fuiste tú quien la mató, me encargaré de que no levantes cabeza nunca más, hijo de…

Su madre los miró aterrada y alzó la voz, algo tan insólito en ella que Niclas se calló enseguida y hasta su padre, que estaba a punto de responderle, cerró la boca.

– Que cualquiera de vosotros dos sea tan amable de explicarme de qué estáis hablando. Niclas, no puedes entrar en casa y ponerte a gritar como un loco, y si se trata de algo relacionado con Sara, yo también tengo derecho a saberlo.

Después de respirar hondo un par de veces, Niclas le respondió entre dientes:

– La policía ha sabido que ése -dijo, incapaz de mirarlo a la cara- estuvo amenazando a Sara el día antes de su muerte. -No pudo controlar su ira y le gritó-: ¡¿Es que estás mal de la cabeza, viejo pirado?! Asustar así a una niña y llamarla «fruto del Diablo» o lo que quiera que fuese. Tenía siete años, ¿no lo entiendes? ¡Siete años! ¿Y piensas que voy a atribuir a la casualidad que estuvieses con ella el día antes de su muerte, eh?

Dio un paso en dirección al padre, que retrocedió dos.

Asta miró fijamente a su esposo.

– ¿Es verdad lo que ha dicho?

– Yo no tengo por qué responder ante nadie. Sólo responderé ante Nuestro Señor -sentenció Arne altisonante, dándoles la espalda a su hijo y a su esposa.

– Deja esas historias, ahora vas a responder ante mí.

Niclas miró asombrado a su madre que, en actitud combativa y con los brazos en jarras, siguió a su marido hasta la sala de estar. Arne también estaba perplejo al ver que su esposa se atrevía a enfrentársele, y abría y cerraba la boca sin poder articular palabra.

– A ver, espero tu respuesta -prosiguió Asta consiguiendo que Arne retrocediese progresivamente al fondo de la habitación a medida que ella se le acercaba-. ¿Estuviste con Sara?

– Sí, estuve con ella -respondió él soberbio, en un último intento por subrayar una autoridad que llevaba cuarenta años dando por supuesta.

– ¿Y qué le dijiste?

Era como si Asta hubiese crecido en estatura a los ojos de los dos hombres. Al propio Niclas le inspiraba temor y, por la expresión que vislumbró en los ojos de su padre, dedujo que él pensaba lo mismo.

– Tenía que comprobar si era de mejor madera que su padre, si se parecía más a mi familia.

– «A tu familia» -masculló Asta-. Vamos, como si eso fuera algo bueno. Aduladores hipócritas y mujeres soberbias, ésa es tu casta. ¿A ti te parece digno de imitación? ¿Y a qué conclusión llegaste?

Arne respondió claramente herido:

– Cállate, mujer, yo soy de una familia temerosa de Dios. Y no me llevó mucho tiempo comprobar que la niña no era de buena casta. Insolente, rebelde y respondona de un modo totalmente inadecuado. Intenté hablar con ella de Dios y me sacó la lengua. Así que le dije un par de verdades. Y aún considero que estaba en mi derecho a hacerlo. Era evidente que nadie se había preocupado de educarla, así que ya era hora de que alguien le diese un tirón de orejas.

– Así que decidiste asustarla -apuntó Niclas dispuesto a darle un puñetazo.

– Vi que era el Diablo que llevaba dentro el que se asustaba -contestó Arne lleno de orgullo.

– ¡Maldito viejo! -exclamó dando un paso adelante.

Unos fuertes golpes en la puerta lo frenaron.

El tiempo se detuvo un instante en la habitación, hasta que pasó el momento. Niclas sabía que había estado al límite del abismo, pero había retrocedido a tiempo. Si hubiera empezado a arremeter contra Arne, no habría acabado nunca. Esta vez no.

Salió de la sala de estar sin mirar ni a su padre ni a su madre y fue a abrir la puerta. El hombre que esperaba al otro lado pareció sorprendido de verlo allí.

– ¡Ah! Hola. Soy Martin Molin. Nos hemos visto antes. Soy de la policía. Venía a hablar con su padre.

Niclas se apartó sin rechistar y le dio paso. De camino a su coche, sintió la mirada del policía clavada en su espalda.


– ¿Dónde está Martin? -quiso saber Patrik.

– Ha ido a Fjällbacka -le aclaró Annika-. Charlotte identificó al malvado anciano sin dificultad. Es el abuelo de Sara, Arne Antonsson. Un poco pirado, según Charlotte, y al parecer lleva muchos, muchos años sin cruzar una palabra con su hijo.

– Espero que Martin se acuerde de comprobar su coartada tanto para el día en que mataron a Sara como para el incidente de ayer con el pequeño del cochecito.

– Lo último que hizo antes de marcharse fue comprobar la hora del hecho. Fue entre la una y media y las dos, ¿verdad?

– Sí, exacto. Es un alivio saber que hay gente en cuya eficacia se puede confiar.

Annika enarcó las cejas y entrecerró los ojos.

– ¿Mellberg ya le ha dado el merecido repaso a Ernst? La verdad, me sorprendió verlo esta mañana. Creía que si no lo habían despedido, al menos sí estaría suspendido por un tiempo.

– Lo sé. Yo también lo creí cuando se fue a casa ayer. Y me quedé tan sorprendido como tú al verlo ahí sentado, como si nada hubiese ocurrido. Tendré que hablar con Mellberg. Sencillamente, no puede pasar por alto esta falta de Ernst. Si lo hace, ¡dejo el trabajo! -exclamó Patrik con el ceño fruncido.

– No digas eso -suplicó ella horrorizada-. Habla con Mellberg, seguro que tiene un plan de acción para abordar el tema de Ernst.

– Eso no te lo crees ni tú -aseguró Patrik mientras Annika bajaba la vista.

Tenía razón, ella misma dudaba de que así fuera. La recepcionista cambió de tema.

– ¿Cuándo volveréis a interrogar a Kaj?

– Pensaba hacerlo ahora, pero habría preferido contar con la presencia de Martin…

– Pues acaba de irse, así que supongo que tardará un rato en regresar. Intentó avisarte, pero estabas al teléfono…

– Sí, estaba comprobando la coartada de Niclas para ayer. Por cierto, es impecable: estuvo pasando consulta de doce a tres sin pausas de ningún tipo. No sólo según el libro de citas: todos los pacientes lo confirmaron.

– ¿Y eso qué significa?

– Si yo lo supiera… -se lamentó Patrik masajeándose la base de la nariz con los dedos-. No cambia el hecho de que no haya podido presentar ninguna coartada para el lunes por la mañana, y sigue siento muy sospechoso que intentase agenciarse una mintiendo. Pero lo de ayer no lo hizo él, desde luego. Gösta iba a llamar al resto de la familia para preguntarles dónde estuvieron a esa hora.

– Me imagino que Kaj también tendrá que responder a esa pregunta -observó Annika. Patrik asintió.

– Tenlo por seguro. Y su esposa también. Y su hijo. Pensaba hablar con ellos después de interrogar a Kaj por segunda vez.

– Y pese a todo lo que tenemos, podría ser otra persona totalmente distinta con la que aún no nos hemos topado… -aventuró Annika.

– Eso es lo más jodido de todo. Mientras corremos de un lado a otro dando rodeos, el asesino puede estar en casa muriéndose de risa. Sin embargo, después de lo de ayer, estoy seguro de una cosa: aún sigue por aquí y seguramente es alguien del pueblo.

– También puede que tengamos al asesino a buen recaudo -sugirió Annika señalando hacia el calabozo.

Patrik sonrió.

– Sí, también puede que lo tengamos a buen recaudo. Bueno, no tengo tiempo que perder; he de hablar con cierto sujeto sobre cierta cazadora…

– ¡Suerte! -le gritó Annika mientras él se alejaba.


– ¡Dan! ¡Dan! -gritó Erica.

Al oírse a sí misma, se puso más nerviosa aún. Rebuscó frenéticamente bajo las sábanas del cochecito, como si, de algún modo misterioso, su hija pudiese estar oculta entre los pliegues. Pero estaba vacío.

– ¿Qué pasa? -preguntó Dan, que había llegado a la carrera y miraba preocupado a su alrededor-. ¿Qué ha pasado? ¿A qué vienen esos gritos?

Erica intentaba explicárselo, pero se le trababa la lengua como si le hubiese crecido en la boca y no fue capaz de articular palabra. Temblando, señaló el cochecito. Dan giró rápidamente la cabeza para mirar dentro.

Incrédulo, rebuscaba una y otra vez en el carrito vacío y Erica comprendió que él también estaba aterrorizado.

– ¿Dónde está Maja? ¿Se la han llevado? ¿Dónde está…?

No terminó la frase y miró nervioso a su alrededor. Erica se aferró a su brazo presa del pánico. Entonces, las palabras empezaron a brotar atropelladamente de su boca.

– ¡Tenemos que encontrarla! ¿Dónde está mi niña? ¿Dónde está Maja? ¿Dónde está?

– Shhh, tranquila, la encontraremos enseguida. No te preocupes, lo haremos.

Dan intentaba ocultar su propio pánico para sosegar a Erica. Le puso las manos sobre los hombros y la miró a los ojos:

– Hemos de conservar la calma. Iré a buscar por aquí. Entre tanto, tú llama a la policía. Venga, todo se arreglará, ya verás.

Erica sintió que las costillas ascendían y descendían en su pecho en una burda imitación de los movimientos de la respiración, pero siguió las instrucciones de Dan. Él había dejado la puerta abierta y el aire entraba en la casa a ráfagas heladas, pero ella ni se inmutó. Lo único que sentía era el pánico hiriente que la paralizaba y que detenía la marcha de su cerebro. Era incapaz de recordar dónde había dejado el teléfono y, al cabo de un rato, no hacía más que dar vueltas por la sala de estar, retirando cojines y arrojando los objetos que encontraba a su paso. Por fin vio el aparato sobre la mesa del comedor, se abalanzó sobre él y marcó el número de la comisaría con la mano tensa y rígida. Entonces oyó la voz de Dan desde fuera.

– ¡Erica, Erica! ¡La he encontrado!

Erica dejó caer el teléfono y se precipitó hacia la puerta, en dirección al lugar de donde venía la voz. Bajó la escalinata descalza, sólo con los calcetines, y echó a correr por el jardín. El frío y la humedad calaron hasta sus pies, pero a ella no le importaba lo más mínimo. Vio a Dan. Se le acercaba a toda prisa con algo en los brazos. Oyó un chillido y se sintió invadida de un alivio inmenso. Maja lloraba a pleno pulmón, estaba viva.

Cubrió a la carrera los últimos metros que la separaban de Dan y cogió a la pequeña. Durante un instante, la abrazó entre sollozos. Luego se arrodilló, tumbó a Maja en el suelo y le quitó el buzo rojo para recorrer su cuerpecito con la mirada. Parecía estar ilesa y ahora lloraba desesperadamente sin dejar de manotear. Aún de rodillas, Erica la tomó en brazos y la apretó contra su pecho con fuerza mientras las lágrimas de alivio se mezclaban con la lluvia que empezaba a caer.

– Venga, vamos adentro, os vais a mojar -le dijo Dan con dulzura al tiempo que le ayudaba a levantarse.

Sin soltar a su hija, Erica subió la escalera y entró en la casa. Jamás habría imaginado que fuese posible experimentar un alivio tan físico. Era como si hubiese perdido una parte de su cuerpo que, de pronto, acababa de recuperar. Aún se le escapaba algún que otro sollozo y Dan le ayudó a entrar calmándola y dándole palmaditas en la espalda.

– ¿Dónde estaba? -acertó a preguntarle.

– Estaba tumbada en el suelo, en la parte delantera de la casa.

Fue como si, en ese instante, ambos hubiesen caído en la cuenta de que alguien tenía que haber llevado a Maja hasta allí. Por alguna razón, ese alguien sacó a Maja del carrito, rodeó la casa y la dejó durmiendo en el suelo. Aquella certeza le infundió un terror tal, que Erica empezó a llorar de nuevo.

– Shhh. Ya pasó -la tranquilizó Dan-. La hemos encontrado. Y no parece haber sufrido ningún daño. Pero creo que debemos llamar a la policía enseguida. Porque al final no llamaste, ¿verdad?

Erica asintió vehemente, confirmándole su sospecha.

– Hemos de llamar a Patrik -dijo-. ¿Podrías hacerlo tú? Yo no pienso soltar a mi hija nunca más -aseguró apretándola de nuevo contra su pecho.

Pero entonces vio algo que le había pasado inadvertido hasta el momento. Miró el jersey de Dan y sostuvo a Maja a unos centímetros de distancia para observarla mejor.

– ¿Qué es esto? -exclamó-. ¿Qué es esta cosa negra?

Dan miró el buzo sucio de la pequeña y le preguntó:

– ¿Cuál es el número de Patrik?

Erica recitó con voz temblorosa el de su móvil y se quedó mirando a Dan mientras éste lo marcaba. El miedo se le concentró en el estómago como una pesada bola.


Los días se sucedían confundiéndose unos con otros. La sensación de impotencia aún resultaba paralizante. Nada de lo que ella hacía o decía le pasaba inadvertido. Él vigilaba cada uno de sus pasos, cada una de sus palabras.

Además, la violencia se había intensificado. Ahora gozaba sin reservas viendo su dolor y su humillación. Tomaba lo que quería cuando quería y, ¡pobre de ella si se le ocurría protestar o resistirse! Tampoco es que a aquellas alturas se le pasase por la cabeza siquiera. Estaba claro que algo se había torcido en la mente de él. Ya no había límites y en sus ojos veía un destello de maldad que despertaba su instinto de supervivencia y le aconsejaba acceder a cuanto le exigiese… con tal de seguir viva.

Ella se protegía con el hermetismo. Pero le dolía ver a los niños. Ya no podían ir a la guardería y sus días transcurrían en la misma existencia sombría que los de ella. Apáticos y agazapados, la observaban con una mirada exánime que ella interpretaba como una acusación. Anna asumía la culpa sin contemplaciones. Debería haberlos protegido. Debería haber mantenido a Lucas fuera de sus vidas, tal y como se había propuesto. Pero un solo instante de miedo, y cayó a su merced. Se convenció a sí misma de que lo hacía por los niños, por su seguridad, cuando en realidad cedió a su propia cobardía, a su costumbre de tomar siempre el camino que, al menos al principio, ofrecía menos obstáculos. En esta ocasión, sin embargo, se había equivocado de plano en su elección. Optó por el camino más estrecho, más intrincado, más intransitable que existía y, por si fuera poco, obligó a sus hijos a seguirlo.

A veces soñaba con matarlo. Adelantarse a él en lo que, ahora ya lo sabía, sería el inevitable final. En ocasiones se quedaba observándolo mientras dormía a su lado, durante aquellas horas interminables en que yacía despierta por las noches, incapaz de relajarse lo suficiente como para hallar refugio en el sueño. Entonces sentía el placer de imaginarse cómo uno de los cuchillos de la cocina se hundía en su carne cortando el débil hilo que lo mantenía con vida. O recreaba una escena en que rodeaba el cuello de Lucas con la misma cuerda que le cortaba a ella las muñecas, y apretaba y apretaba…

Pero todo quedaba en sueños maravillosos. Algo, quizá su cobardía intrínseca, la hacía mantenerse inmóvil en la cama mientras en su cerebro iban y venían aquellos negros pensamientos.

A veces, por la noche, se imaginaba a la hija de Erica. Una niña a la que aún no había podido ver. La envidiaba. Aquella niña recibiría la misma calidez, los mismos cuidados que Erica le había procurado a ella cuando eran pequeñas, en su relación de madre e hija más que de hermanas. Sin embargo, entonces no supo apreciarlo. Se sentía atada y controlada. Seguramente la amargura, fruto de la falta de amor de su madre, le endureció el corazón hasta el punto de incapacitarla como receptora de lo que su hermana intentaba darle. Anna deseaba con todas sus fuerzas que Maja fuese más receptiva al inmenso océano de amor de que ella sabía capaz a Erica. No sólo por el bien de la niña, sino también por el de la propia madre. Pese a la distancia que las separaba, tanto geográfica como por edad, Anna conocía muy bien a su hermana y sabía que nadie necesitaba tanto como ella que le devolviesen amor por amor. Lo curioso era que Anna siempre la había visto como una mujer muy fuerte y la sola idea recrudecía su amargura. Ahora que ella se encontraba más débil que nunca, podía ver a su Erica tal y como era, un ser aterrado por la posibilidad de que los demás viesen en ella lo que vio su madre, lo que la hizo considerar que no eran dignas de amor. Si se le ofrecía una oportunidad más, no dudaría en abrazar a Erica y agradecerle todos aquellos años de amor incondicional. Le daría las gracias por sus desvelos, por las reprimendas, por el destello de inquietud que veía en su mirada cuando temía que estuviese cometiendo un error. Le daría las gracias por todo lo que para ella fueron entonces ataduras y limitaciones. ¡Qué irónico! Entonces no tenía la menor idea de qué era sentirse atada y limitada. Ahora sí lo sabía.

El sonido de la llave en la cerradura la hizo saltar del asiento. Los niños se quedaron paralizados en medio del juego Anna se levantó y fue a recibirlo.


Arnold lo miraba preocupado a través de sus gafas de sol oscuras. Schwarzenegger. Terminator. Quién fuera como él, chulo y duro. Una máquina sin capacidad de sentir.

Sebastian estaba tumbado en la cama con la mirada fija en el cartel. Aún oía el eco de la voz de Rune, su tono de falsa solicitud, sus desvelos untuosos y fingidos. Lo único que lo inquietaba realmente era lo que los demás pudieran decir de él ¿Qué fue lo que le preguntó…?

«Han llegado a mis oídos unas acusaciones terribles contra Kaj. En fin, a mí me cuesta creer que no sea pura infamia, pero aun así he de preguntarte: ¿Se ha comportado alguna vez de un modo indebido contigo o con alguno de los otros chicos? Me refiero si os miraba en la ducha o algo así.»

Sebastian no pudo por menos de reírse para sus adentros ante la ingenuidad de Rune. «Si os miraba en la ducha.» ¿Qué importancia habría tenido eso? Lo que le impedía vivir tranquilo era lo otro. Ahora que todo saldría a la luz… Sabía muy bien cómo funcionaban los tipos como él. Sacaban fotos, las guardaban y se las intercambiaban, y por bien que las escondieran, ahora se harían públicas.

En menos de una mañana, toda la escuela lo sabría. Las chicas lo mirarían, lo señalarían entre risitas, y los chicos le gastarían bromas de maricas y lo ridiculizarían imitando movimientos afeminados cuando él pasase cerca. Nadie tendría compasión. Nadie vería lo grande que era el agujero que llevaba en el pecho.

Giró un poco la cabeza a la izquierda para ver el cartel de Clint Eastwood en Harry el Sucio. Una pistola así era lo que necesitaba. O, mejor aún, una metralleta. Y habría hecho lo que los chicos ésos de Estados Unidos, recorrer la escuela con un abrigo largo y negro disparándoles a todos los que encontrase a su paso, sobre todo a los chulos, los que peor se portarían con él. Pero sabía que no era más que una idea absurda. Sebastian era incapaz de hacerle daño a nadie. En realidad, ellos no tenían la culpa. El único culpable era él y el único a quien quería hacer daño era a sí mismo. Él podría haberle puesto fin. En el fondo, ¿acaso dijo que no alguna vez? Nunca así, abiertamente. En cierto modo, esperaba que Kaj se diese cuenta de cuánto lo atormentaba aquello, de cuánto daño le hacía, y que lo hubiese dejado por propia iniciativa.

Todo era tan complicado… Porque había una parte de Sebastian a la que le gustaba Kaj. Se portó bien con él y, al principio, le inspiró ese sentimiento de relación paterno filial que nunca tuvo con Rune. Con Kaj podía hablar de los estudios, de las chicas, de su madre y de Rune, y Kaj lo escuchaba con el brazo sobre su hombro. Pero al cabo de un tiempo, la cosa empezó a degenerar.

No había ruido en casa. Rune se había marchado al trabajo, satisfecho de ver confirmada su suposición de que todas las acusaciones contra Kaj eran totalmente infundadas. Se lo imaginaba en la cafetería lamentándose de que la policía difundiese tales calumnias sin fundamento.

Sebastian se levantó de la cama y salió de su habitación. Se detuvo en el umbral y se dio la vuelta. Los observó a todos y cada uno de ellos, asintiendo como si los saludase. Clint, Sylvester, Arnold, Jean-Claude y Dolph. Ellos representaban todo lo que él no poseía.

Por un instante creyó que los cinco le devolvían el saludo.


La adrenalina aún le bombeaba en las venas después del encuentro con su padre y estaba tan encendido que fue a ver a la siguiente persona que figuraba en la lista de aquellos con los que tenía alguna cuenta que ajustar.

Bajó por Galärbacken y frenó en seco al ver que Jeanette estaba en su tienda, atareadísima con los preparativos de la próxima fiesta de Todos los Santos. Aparcó el coche y entró en el establecimiento. Por primera vez desde que la conoció, no sintió ningún cosquilleo allí debajo al verla, sino una repugnancia amarga y metálica, tanto por ella como por sí mismo.

– ¿Qué coño crees que estás haciendo?

Niclas cerró de un portazo tal que el cartel de «Abierto» se quedó aleteando contra el cristal. Jeanette se dio media vuelta y lo miró con frialdad.

– No sé de qué hablas -le respondió antes de darle de nuevo la espalda.

Y siguió vaciando una caja con objetos decorativos que debía marcar y colocar en los estantes.

– Por supuesto que lo sabes. Sabes exactamente de qué hablo. Fuiste a la policía y les contaste no sé qué cuento de que yo te obligué a mentir para darme una coartada ¿Cómo puede alguien caer tan bajo? ¿Es por venganza o sólo porque disfrutas creando problemas? ¿Pero tú qué te has creído? Perdí a mi hija hace sólo una semana, ¿y no entiendes que no quiera seguir contigo a espaldas de mi mujer?

– Me prometiste cosas -respondió Jeanette mirándolo con encono-. Me prometiste que estaríamos juntos, que te separarías de Charlotte y que tú y yo tendríamos hijos. Me prometiste un montón de cosas, Niclas.

– Ya, ¿y por qué crees que lo hice? Porque a ti te encantaba oírlo. Porque te abrías de piernas con sumo gusto cuando oías mis promesas de matrimonio y de futuro. Porque quería pasar un rato contigo en la cama de vez en cuando. No puedes haber sido tan tonta como para habértelo creído. Tú conoces este juego tan bien como yo. Quiero decir que ya llevas un buen repertorio de hombres casados.

Se lo dijo con toda la crueldad de que fue capaz y, aunque se dio cuenta de que cada palabra era una bofetada para ella, no se inmutó. Ya había sobrepasado el límite y no tenía la menor intención de ser considerado ni de tener en cuenta sus sentimientos. Ahora sólo valía la verdad pura y simple, y después de lo que Jeanette había hecho, se merecía oírla a las claras.

– ¡Eres un cerdo asqueroso! -exclamó ella al tiempo que cogía uno de los objetos que estaba desembalando.

Un segundo después, una figura de porcelana pasaba silbando junto a la cabeza de Niclas, pero fue a estrellarse contra la luna del escaparate, que se hizo añicos con estruendo ensordecedor. Siguió un silencio tan profundo que casi resonaba. Niclas y Jeanette se miraban como dos combatientes embargados de odio mutuo respirando con esfuerzo. Después, Niclas se dio media vuelta y salió de la tienda tranquilamente, sólo se oyó el crujido del vidrio bajo sus pies.


Él la miraba indefenso mientras ella hacía la maleta. De no haber estado tan decidida, aquella visión la habría sorprendido tanto que habría dejado lo que estaba haciendo. Jamás había visto a Arne indefenso. Pero la ira le ayudaba a conseguir que sus manos continuasen doblando ropa y poniéndola en la maleta más grande que tenían. Aunque aún no sabía cómo la sacaría de la casa ni adonde iría con ella. Tampoco importaba. No pensaba quedarse ni un minuto más bajo el mismo techo que él. Por fin se le había caído la venda de los ojos. Esa sensación de disonancia que siempre había experimentado, la sensación de que quizá las cosas no fuesen como Arne decía, había desaparecido por completo. Arne no era todopoderoso, no era perfecto. Sólo era un hombre débil y patético que disfrutaba imponiéndose a los demás. Y su fe en Dios… no debía de ser muy profunda. Ahora comprendía que solía utilizar la palabra de Dios de un modo que, curiosamente, siempre se adaptaba a lo que él pensaba. Si Dios era como el dios de Arne, ella no quería saber nada de Él.

– Pero, Asta, no lo entiendo ¿Por qué tienes que hacer una cosa así?

Le hablaba con voz lastimera, como un niño, y ella ni se molestó en responderle. Arne se quedó en el umbral retorciéndose las manos y viendo cómo la ropa de Asta iba desapareciendo de los cajones y los armarios. Y es que no pensaba volver, así que más le valía llevárselo todo.

– ¿Y adónde piensas ir? ¡No tienes adonde ir!

Su tono era ya suplicante, pero lo insólito de la situación le produjo escalofríos. Intentaba no pensar en todos los años que había malgastado y, por suerte, lo consiguió, porque era una mujer práctica. A lo hecho, pecho. Pero a partir de ahora no estaba dispuesta a perder un solo día más de su vida.

Claramente consciente de que la situación se le iba de las manos, Arne probó un método más eficaz: tomar el control alzando la voz.

– ¡Asta, ya está bien! ¡Vuelve a guardar tus cosas!

Ella paró un instante y le lanzó una mirada que reflejaba cuarenta años de represión. Hizo acopio de toda su ira, de todo su odio, y se lo arrojó a la cara. Para su satisfacción, comprobó que Arne retrocedía y se encogía ante su mirada, y cuando volvió a hablar, lo hizo en un tono más silencioso, más apocado. Era la voz de un hombre consciente de que había perdido el control para siempre.

– Yo no quería… Quiero decir que claro que no debería haberle hablado así a la niña, ahora lo comprendo. Pero no tenía el menor respeto y cuando fue tan maleducada conmigo, pude oír la voz de Dios diciéndome que tenía que actuar y…

Asta lo interrumpió bruscamente.

– Arne Antonsson, Dios no te ha hablado ni te hablará nunca. Tú eres demasiado tonto y demasiado sordo. Y en cuanto a esa historia que llevo cuarenta años escuchando, ese cuento de que no pudiste hacerte sacerdote porque tu padre se gastó el dinero en borracheras, has de saber que no era dinero lo que faltaba. Tu madre sabía ahorrar y no dejaba que tu padre gastase más de lo necesario. Ahora bien, antes de morir, me contó que no pensaba tirar a la basura su dinero enviándote a un seminario. Puede que fuese una mujer malvada, pero era perspicaz y sabía que tú no tenías vocación de sacerdote.

A Arne le faltaba el aire y la miraba atónito, cada vez más pálido. Por un instante, Asta pensó que iba a darle un infarto y sintió, aunque a disgusto, que se ablandaba por dentro. Pero él se dio la vuelta y salió de la casa. Despacio, muy despacio, ella respiró. No había gozado destrozándolo, pero él no le había dejado otra elección.

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