Strömstad, 1924.
El encanto de la novedad había empezado a desaparecer. Todo el invierno estuvo plagado de encuentros amorosos y, al principio, ella disfrutaba de cada minuto. En cambio, ahora que el invierno tocaba a su fin y se acercaba poco a poco la primavera, el hastío se adueñaba de ella.
Para ser sincera, apenas se explicaba qué había visto en él, qué le había resultado tan atractivo.
Cierto que era guapo, eso no podía negarlo, pero hablaba como un campesino ignorante y siempre exhalaba un leve olor a sudor. Además, cada vez resultaba más difícil llegar a su casa sin ser vista, ahora que la oscuridad empezaba a retirar su manto protector. No, aquello tenía que acabar, resolvió ante el espejo de su dormitorio.
Le dio el último toque a su vestimenta y bajó a desayunar con su padre. Había visitado a Anders el día anterior y aún estaba cansada. Se sentó a la mesa después de besar a su padre y empezó a partir la cáscara de un huevo. Se sentía tan agotada que el olor le revolvió el estómago.
– ¿Qué pasa, querida? -preguntó August preocupado, observándola atento desde el otro extremo de la gran mesa.
– Nada, que estoy un poco cansada -respondió Agnes en tono lastimero-. Anoche me costó conciliar el sueño.
– ¡Pobrecilla! -se lamentó él compasivo-. Come un poco y sube a descansar un rato. Quizá deberíamos llevarte a la consulta del doctor Fern para que te haga un chequeo. Yo te he visto un poco desganada todo el invierno.
Agnes dejó escapar una sonrisa que tuvo que apresurarse a esconder tras la servilleta. Bajando la mirada, respondió:
– Sí, no he estado muy animada, pero yo creo que ha sido a causa de la oscuridad invernal. Ya verás, cuando llegue la primavera recobraré la energía.
– Mmmm…, bueno, ya veremos. Pero piensa si no sería una buena idea que el doctor te echase un vistazo.
– De acuerdo, papá respondió obligándose a tomar una cucharada de huevo.
Pero no debería haberlo hecho pues, en el mismo instante en que el trozo de clara cocida entró en contacto con su boca, sintió que el estómago entero se le revolvía y una bola ascendió hasta la garganta. Se levantó enseguida de la mesa y, tapándose la boca con la mano, echó a correr al baño que tenían en la planta baja. Apenas había levantado la tapa cuando una cascada con la cena de la noche anterior mezclada con bilis estalló contra el retrete y sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Vomitó varias veces y, cuando dejó pasar un rato y sintió que cesaban las arcadas, se limpió la boca, asqueada, y salió del baño con paso inseguro.
Al otro lado de la puerta aguardaba su padre muy preocupado.
– ¡Querida mía! ¿Cómo estás?
Ella meneó la cabeza sin decir nada y tragó saliva para eliminar el repugnante sabor a bilis.
August la rodeó con su brazo y la acompañó al salón, donde le ayudó a sentarse en uno de los sofás. Le puso la mano en la frente.
Pero, Agnes, estás totalmente destemplada.
– Mira, voy a llamar ahora mismo al doctor Fern para que venga y te examine.
La joven sólo tuvo fuerzas para asentir antes de tumbarse en el sofá y cerrar los ojos. La habitación daba vueltas debajo de sus párpados cerrados.
Era como vivir en un mundo de sombras sin conexión con la realidad. No tenía otra opción y, aun así, la embargaban las dudas y se preguntaba si de verdad había obrado bien. Anna sabía que nadie la comprendería. ¿Por qué, cuando por fin había logrado romper con Lucas, volvía con él?
¿Por qué, después de que hiciese lo que hizo con Emma? La respuesta era muy sencilla: volvió con Lucas porque creía que ella y los niños no tenían otra posibilidad de sobrevivir. Lucas siempre había sido peligroso, pero sabía contenerse. Ahora, en cambio, se diría que algo se había quebrado en su interior y que el control de sí mismo había cedido ante una suerte de sorda locura. No se le ocurría otra denominación: locura. Siempre había estado presente, ella siempre la había intuido. Tal vez fuese aquella corriente subterránea de peligro potencial lo que al principio la atrajo de él. Ahora había emergido a la superficie y la tenía aterrada.
El que ella lo hubiese abandonado llevándose a los niños no fue el único motivo de que la locura saliese a la luz. Hubo varios factores que entraron en juego para activar el pequeño interruptor que Lucas llevaba dentro. El trabajo, que siempre había sido su terreno de grandes éxitos, también lo había decepcionado. Unos cuantos negocios malogrados significaron el fin de su carrera. Poco antes de que ella volviese a su lado, se topó con un colega suyo que le contó que Lucas había empezado a conducirse de un modo cada vez menos racional en el trabajo cuando las cosas no le salían del todo bien. Repentinos accesos de ira y explosiones de agresividad. El día en que acorraló contra la pared a un cliente importante, lo despidieron con efecto inmediato.
Además, el cliente denunció la agresión ante la policía, de modo que se abriría una investigación en cuanto tuviesen tiempo.
Los informes sobre su estado mental la llenaban de preocupación, pero no comprendió que no le quedaba otra opción hasta el día en que llegó a su apartamento y lo encontró totalmente destrozado. Podía hacerles daño a ella o, peor aún, a los niños si no hacía lo que Lucas quería y volvía con él. La única manera de dar a Emma y a Adrián un poco de seguridad era mantenerse tan cerca del enemigo como le fuese posible.
Irracional y pese a que se esforzaba por convencerse a sí misma de haber adoptado la decisión correcta, era consciente de que no podían vivir así el resto de sus vidas. Cuanto más irracional se mostraba Lucas, más miedo le tenía. Estaba convencida de que un día sobrepasaría el límite y la mataría. La cuestión era cómo librarse de él. Había considerado la posibilidad de llamar a Erica y pedirle ayuda, pero, por una parte, Lucas vigilaba el teléfono como un halcón y, por otra, había algo que la retenía. Se había confiado a Erica en muchas ocasiones anteriores y, por una vez, sentía que debía arreglárselas sola, como un adulto. Poco a poco fue elaborando un plan. Tenía que reunir el número suficiente de pruebas contra Lucas, de modo que nadie pudiese poner en duda los malos tratos. Entonces, tanto ella como los niños podrían disfrutar de protección estatal.
A veces le entraban unas ganas irrefrenables de salir corriendo con los niños a la casa de acogida más cercana, pero sabía perfectamente que, sin pruebas contra Lucas, no sería más que una solución temporal. Después volverían al mismo infierno.
De modo que empezó a documentar cuanto podía. En uno de los supermercados que había de camino a la guardería había un fotomatón en el que entraba a veces a fotografiar sus lesiones.
Anotaba la fecha y la hora en que se las había causado y guardaba las notas y las fotografías bajo la parte posterior del portarretratos donde tenían su foto de bodas. Había en ello una simbología que apreciaba. Pronto habría reunido el material suficiente como para poner su causa y la de sus hijos en manos de la sociedad con algo más de confianza. Hasta entonces no le quedaba más que resistir… y procurar seguir viva.
Entraron en el aparcamiento de la escuela a la hora del recreo y, pese al gélido viento, montones de niños jugaban fuera bien abrigados y despreocupados del frío. Éste obligaba a Patrik a apretar el paso, tiritando, a fin de entrar cuanto antes en el edificio.
Esperaba que su hija fuese a aquella escuela dentro de un par de años. Le gustaba la idea y ya se imaginaba a Maja correteando por el pasillo con sus rubias coletas y los dientes mellados, igual que Erica en las fotos que tenía de cuando era niña. Esperaba que Maja se pareciese a su madre. Era una preciosidad de pequeña y, a sus ojos, seguía siéndolo.
Probaron suerte y llamaron a la puerta de la primera aula que encontraron abierta. Era una sala luminosa y agradable, con grandes ventanales y las paredes cubiertas de dibujos infantiles. Había una joven maestra sentada a la mesa, concentrada en los trabajos que tenía delante. La mujer se sobresalto al oír los golpes.
– ¿Sí? -preguntó con un tono que, pese a su juventud, había logrado desarrollar como el propio de las maestras de escuela.
Éste siempre impulsaba a Patrik a controlar sus ganas de ponerse firmes antes de inclinar la cabeza.
– Somos de la policía. Estamos buscando a la maestra de Sara Klinga.
Se le ensombreció el semblante y asintió:
– Soy yo -dijo al tiempo que se levantaba para estrecharles la mano-. Beatrice Lind. Soy maestra de los cursos de primero a tercero.
Les indicó que tomasen asiento en alguna de las pequeñas sillas que había ante los pupitres y Patrik se sintió como un gigante. Al ver los esfuerzos de Ernst por coordinar todas las partes de su cuerpo larguirucho para que cupieran en la diminuta silla, sólo pudo sonreír. Pero tan pronto como volvió la mirada hacia la maestra, rectificó la expresión y se concentró en el motivo de su visita.
– Es una tragedia horrible -dijo Beatrice con voz temblorosa-. Que una niña esté aquí un día y nos haya dejado al día siguiente… -ya empezaba a temblarle la barbilla, pues estaba a punto de llorar-. Y, además, ahogada…
– Sí, bueno, resulta que ahora sabemos que no fue un accidente.
A Patrik le sorprendió que la noticia no se hubiese difundido ya entre todos los habitantes del pueblo, pero era innegable que Beatrice estaba perpleja.
– ¿Cómo? ¿Qué quiere decir? ¿No fue un accidente? Si se ahogó…
– Sara fue asesinada -declaró Patrik con una brusquedad que él mismo percibió. En un tono algo más suave, añadió-: No murió por accidente, de ahí que debamos averiguar algo más sobre ella: qué tipo de persona era, si había algún problema en la familia, todo eso.
Se dio cuenta de que Beatrice aún estaba afectada por la noticia, pero que ya había empezado a pensar en sus consecuencias. Tras unos minutos, logró dominarse y comenzó a hablar:
– Pues, ¿qué les voy a decir de Sara? Era… -parecía estar buscando la palabra adecuada-, una niña llena de vida. Para bien y para mal. No había un minuto de silencio cuando ella estaba presente y, si he de ser sincera, a veces podía resultar difícil mantener el orden en la clase. Era una especie de líder capaz de arrastrar a los demás y, si no la parabas a tiempo, no tardaba en organizarse un completo caos. Al mismo tiempo… -Beatrice volvió a dudar, sopesando cuidadosamente cada palabra-, al mismo tiempo, era justo esa energía la fuente de su enorme creatividad. Tenía un talento artístico increíble, en general para toda actividad estética, y además estaba dotada de una imaginación que no puedo comparar con la de ninguna otra persona conocida. Sencillamente, era una niña muy creativa, ya fuese para alborotar o para producir algo concreto.
Ernst se retorció en la minúscula silla antes de preguntar:
– Nos han dicho que tenía algún problema con las letras, DAMP o como quiera que se llame.
Lo irrespetuoso de su tono provocó la mirada displicente de Beatrice y, para regocijo de Patrik, el colega se amilanó un poco.
– Sara tenía DAMP, es cierto. Recibía clases de apoyo y en la actualidad estamos en posesión de excelentes conocimientos al respecto, de modo que podemos ofrecerles a esos niños lo que necesitan para funcionar de forma óptima.
Sonó como si estuviese dando una clase y Patrik comprendió que, para ella, se trataba de una especie de cuestión personal.
– ¿De qué modo se manifestaban los problemas en el caso de Sara? -preguntó Patrik.
– Como acabo de explicar, tenía una energía inagotable y a veces sufría ataques de ira. Pero también era, como ya he dicho, una niña muy creativa. No era malvada, malintencionada ni maleducada, como tantos ignorantes del tema dicen de los niños como Sara. Sencillamente, le costaba controlar sus impulsos.
– ¿Cómo reaccionaban los otros niños ante su comportamiento? -Patrik tenía auténtica curiosidad.
– Había de todo. Algunos no soportaban su forma de ser en absoluto y se apartaban de ella, en tanto que otros parecían capaces de afrontar sus accesos con serenidad y se llevaban bastante bien. Su mejor amiga, diría yo, era Frida Karlgren. Además, viven muy cerca.
– Sí, ya hemos hablado con ella -dijo Patrik asintiendo.
Una vez más, se reacomodó en la silla. Empezaba a sentir desagradables pinchazos en las piernas y tenía la sensación de que pronto sufriría calambres en las pantorrillas. Esperaba de todo corazón que Ernst comenzase a notar las mismas molestias.
– ¿Y la familia? -intervino Ernst-. ¿Sabe si Sara tenía algún problema en casa?
Patrik tuvo que reprimir una sonrisa, pues, en efecto, su colega había empezado a masajearse las pantorrillas.
– Lo siento, sobre ese particular no puedo ayudarles -respondió Beatrice con una mueca. Era evidente que no tenía por costumbre chismorrear sobre las relaciones familiares de sus alumnos-. Sólo conozco a sus padres, y a su abuela la he visto en alguna ocasión aislada, y me parecieron personas emocionalmente estables y agradables. Tampoco Sara me dio a entender en ningún momento que algo fuese mal.
Sonó un timbre estridente, señal de que el recreo había terminado, y el animado alboroto del vestíbulo les indicó que los niños obedecían a la llamada. Beatrice se levantó y les tendió la mano dando por terminada la conversación; Patrik consiguió, no sin esfuerzo, levantarse de la silla. Por el rabillo del ojo comprobó que Ernst se masajeaba la pierna, que se le había dormido. Tras despedirse de la maestra, salieron del aula como dos ancianos.
– ¡Maldita sea! ¡Qué asientos más incómodos! -se lamentó Ernst mientras renqueaba en dirección al coche.
– Sí, será que hemos perdido flexibilidad -bromeó Patrik entrando como pudo en el vehículo.
De repente, aquel asiento tan amplio le pareció un lujo inaudito.
– Habla por ti -masculló Ernst-. Mi condición física es tan buena como en la adolescencia, pero ¡qué mierda!, nadie está hecho para sentarse en sillas en miniatura.
Patrik cambió de tema.
– No ha sido muy útil lo que hemos sacado de aquí.
– A mí me ha dado la impresión de que la niña era una pesadilla -declaró Ernst-. Hoy en día, a todos los niños que no saben comportarse se los disculpa con alguna maldita variante de DAMP. En mis tiempos esa conducta se corregía con un par de palmetazos con la regla. Ahora, en cambio, los medican, los machacan en el psicólogo y los miman a todas horas. No es de extrañar que esta sociedad se vaya al traste.
Ernst miraba sombrío por la ventanilla meneando la cabeza disgustado.
Patrik no se dignó responder. No merecía la pena.
– ¿De verdad vas a amamantarla otra vez? En mis tiempos sólo lo hacíamos cada cuatro horas -observó Kristina obsequiando a Erica con una mirada crítica, pues se disponía a dar de mamar a Maja después de «sólo» dos horas y media.
A aquellas alturas, Erica sabía muy bien que no tenía sentido discutir, por lo que no hizo el menor caso del comentario de Kristina. Además, era sólo uno de los muchos que había soltado a lo largo de la mañana y Erica pensó que pronto estaría más que harta. Por supuesto, tal y como ella temía, Kristina hizo alusiones a su fallido intento de limpieza, de modo que ahora su suegra iba y venía con la aspiradora como una posesa mientras murmuraba observaciones sobre su tema favorito: la capacidad del polvo doméstico de provocar asma en los niños pequeños. Antes se había puesto a fregar todos los platos que había en el fregadero mientras le daba instrucciones precisas sobre el modo correcto de tratarla vajilla. Había que enjuagarla de inmediato para que no se pegasen los restos de comida y era mejor fregarlos enseguida porque, de lo contrario, se quedaban allí… Rechinando los dientes, Erica se esforzaba por concentrarse en el fabuloso sueñecito que pensaba echar cuando Kristina saliese a pasear con Maja. Aunque ya empezaba a preguntarse si merecía la pena pasar por aquello.
Se acomodó en el sillón e intentó convencer a Maja de que tomase el pecho. La pequeña notaba la tensión reinante y había estado quejándose y llorando la mayor parte de la mañana. Ahora que la madre intentaba calmarla con un poco de leche, la niña manoteaba salvajemente. A Erica le corría el sudor mientras libraba aquella batalla de voluntades con su hija y no pudo relajarse hasta que Maja se dio por vencida y empezó a chupar. Muy despacio, para no sentir que había luchado en vano, puso el televisor donde empezaba Glamour e intentó implicarse en la compleja relación existente entre Brooke y Ridge. Kristina echó una ojeada al aparato cuando pasó presurosa con la aspiradora.
– ¡Uf! ¿De verdad crees que es sano ver semejante basura? ¿Cómo no aprovechas para leer un poco?
Erica respondió subiendo el volumen del televisor e incluso se permitió disfrutar por un instante de su insumisión. No le pasó inadvertido el gesto ofendido de su suegra y volvió a bajar el volumen, pues comprendió que cualquier intento de rebelión le costaría más de lo que podría disfrutarlo.
Miró de reojo el reloj. ¡Por Dios! Si no eran ni las doce del mediodía. Faltaba una eternidad hasta que Patrik llegase a casa. Y luego le esperaba otro día como aquel, hasta que Kristina hiciese las maletas y volviese a su casa y a sus cosas, satisfecha de la inestimable ayuda prestada a su hijo y a su nuera. Dos días muuuy largos…