Fjällbacka, 1928.
La vida en la casa supuso, efectivamente, la mejora que ella esperaba. Aun le pesaba ser la que era ahora en comparación con la que había sido y, a medida que pasaban los años, crecía su amargura y la vida pasada con su padre se le antojaba un sueño lejano ¿Hubo en verdad un tiempo en que lució hermosos vestidos, sentada al piano de cola en grandes fiestas? ¿Hubo en verdad un tiempo en que fue cortejada por caballeros que competían por bailar con ella? Y ante todo, ¿hubo en verdad un tiempo en que podía comer todas las exquisiteces que le apeteciesen?
Anduvo indagando sobre su padre y supo con satisfacción que estaba destrozado. Vivía solo en su gran mansión y no salía de casa mas que para acudir al trabajo. Agnes se alegraba de ello y abrigó por un tiempo una mínima, mínima esperanza de que la perdonase y la acogiese algún día si la vida de su padre llegaba a ser lo bastante miserable. Pero pasaron los años y nada sucedía, y, a medida que transcurría el tiempo, esa esperanza le parecía más vana.
Los niños ya habían cumplido cuatro años y no podía con ellos. Corrían salvajemente por el barrio pese a su corta edad, y Agnes no tenía ni ganas ni fuerzas para educarlos. Anders, por su parte, ahora debía invertir más tiempo en el trabajo, pues la cantera quedaba más lejos del pueblo, de modo que se marchaba antes de que despertasen los pequeños y volvía a casa cuando ellos ya se habían dormido. Tan solo los domingos podía pasar algún tiempo con ellos. Los niños se alegraban tanto de tenerlo en casa que se comportaban como angelitos. No tuvieron más hijos, de eso se había encargado Agnes. Anders había hecho algún tímido intento de sacar a relucir el tema y su deseo de poder dormir con ella, pero Agnes no tuvo la menor dificultad en negarse. Ya no se explicaba que un día lo hubiese deseado de aquel modo. Ahora le daba asco y la sola idea del roce de sus dedos sucios y llagados le producía escalofríos. El hecho de que ni siquiera protestase por el prolongado y forzoso celibato la movía a despreciarlo más aún. Lo que para algunos sería amabilidad, para ella era falta de hombría, y el hecho de que él siguiese ocupándose de la mayoría de las tareas domésticas reforzaba esa imagen. Ningún hombre de verdad lavaba la ropa de sus hijos ni se preparaba la comida, aunque Agnes olvidaba sin esfuerzo que ella misma se negaba a hacerlo.
– ¡Mamá, Johan me ha pegado!
Karl se acercó corriendo a la escalinata del portal, donde Agnes se había sentado a fumarse un cigarrillo, un vicio que había adquirido los últimos años y para el que solía pedirle dinero a Anders con el mayor descaro y con la esperanza de que él protestase.
Observó fríamente al niño que lloraba delante de ella antes de soltarle una nube de humo en la cara. El pequeño empezó a toser y a frotarse los ojos. Se abrazó a ella, intentando hallar consuelo, pero como en tantas otras ocasiones, Agnes se negó a corresponder a sus muestras de cariño. Eso era cosa de Anders. Él ya los malcriaba bastante, así que no necesitaban que ella los mimase también. Lo apartó con brusquedad y le dio un azote en el trasero.
– ¡Deja de lloriquear! Lo que debes hacer es devolvérselo -le dijo serena mientras exhalaba el humo en el aire claro y primaveral.
Karl le dedicó una mirada elocuente del dolor que sentía al verse rechazado una vez más, pero se marchó cabizbajo hacia donde estaba su hermano.
Hacía un par de años, la vecina tuvo la desfachatez de ir a decirle que debía tener más vigilados a sus hijos. Los había visto jugando solos junto al muelle de carga. Agnes miró impasible a la fea y menuda mujer antes de, con total tranquilidad, explicarle que se metiese en sus asuntos y que, teniendo en cuenta que la mayor de sus hijas se había fugado a la ciudad y que, según los rumores, se ganaba la vida mostrándose como ella la trajo al mundo, más le valía abstenerse de aleccionar a Agnes sobre el cuidado de sus hijos. La mujer se marchó herida, murmurando algo así como «pobres pequeños», pero después nunca se atrevió a volver a llamar a su puerta, que era exactamente lo que Agnes pretendía.
Ofreció la cara al sol, disfrutando de su calor, pero se dijo que no debía abusar demasiado tiempo de sus rayos. No quería ponerse morena, sino conservar la blancura que caracterizaba a las mujeres de clase alta. Lo único que le quedaba de su vida anterior era su físico, algo a lo que sacaba el máximo partido para dorar un poco su, por lo demás, miserable existencia. Resultaba sorprendente todo lo que se podía conseguir del tendero sólo por dejarse abrazar, o quizá un poco más, con tal de que le diese a cambio lo que ella quería. Así conseguía dulces y más comida que, desde luego, no compartía con la familia. Incluso le sacó un retal de tela que, por ahora, mantenía escondido para que Anders no lo viese; se contentaba con ir a tocarlo de vez en cuando y pasárselo por la mejilla para sentir la suavidad de la seda. También el carnicero le había hecho alguna que otra insinuación, pero todo tenía un límite y ella no estaba dispuesta a cualquier cosa por conseguir una carne mejor. Mientras que el tendero era un hombre relativamente joven de agradable aspecto con el que no estaba nada mal intercambiar algunos besos en el almacén, el carnicero era un tipo panzudo y grasiento que rondaba los sesenta y Agnes exigiría bastante más que un trozo de babilla por permitir que sus dedos gruesos y sus uñas llenas de sangre incrustada rebuscasen bajo sus faldas.
Ya sabía ella que la gente murmuraba a sus espaldas, pero, desde que comprendió que jamás lograría recuperar su antiguo estatus, ya no le importaba. ¿Hablaban? Pues que hablasen. Si podía permitirse alguna de las cosas buenas que ofrecía la vida, no pensaba consentir que se lo impidiese la opinión de una panda de burdos trabajadores. Y, además, para ella era una ventaja que a Anders lo atormentase oír lo que la gente decía de su esposa. A su entender, él era el responsable de su actual situación, de modo que se alegraba de poder procurarle cualquier tipo de tormento.
No obstante, durante las últimas semanas andaba preocupada. Experimentaba la sensación de que Anders tramaba algo y ya lo había sorprendido en varias ocasiones reflexionando con la mirada perdida, como si estuviese sopesando una importante decisión. Una vez incluso llegó a preguntarle en qué pensaba, pero él le respondió que en nada, aunque sin convencerla. Agnes estaba segura de que algo había, algo que le afectaba a ella, pero que, por alguna razón, aún no debía saber. Tal situación la sacaba de sus casillas, pero a aquellas alturas conocía a su marido lo suficiente como para saber que no valía la pena insistir para que le revelase nada antes de tiempo. Cuando se lo proponía, podía ser terco como una mula.
Sumida en sus reflexiones, cogió el paquete de tabaco y se levantó para entrar en casa. Sin mucho interés, se preguntó dónde andarían los niños, pero se encogió de hombros pensando que se las arreglarían solos. Entre tanto, ella pensaba echarse una siesta.
La tarde transcurría despacio. Patrik había pasado demasiado tiempo hojeando una y otra vez los partes médicos de Albin. Se preguntaba si había adoptado la decisión correcta, si era acertado esperar y no involucrar aún a las autoridades de Asuntos Sociales. Pero algo le decía que debía saber más antes de tomar tal determinación. Cuando los molinos de la burocracia empezaban a moler, resultaba difícil detener el proceso, y sabía que tanto la policía como los médicos se mostraban reacios a denunciar puras sospechas de maltrato infantil. Siempre cabía la posibilidad de que existiese una explicación lógica, pero nadie estaría dispuesto a escucharla una vez que la rueda hubiese empezado a moverse. Además, no se había producido ningún incidente desde que la familia Klinga se había mudado a Fjällbacka. Probablemente la situación se había estabilizado ya. Sin embargo, no había forma de estar seguro, y si Albin volvía a resultar herido, sabía que la responsabilidad recaería sobre él.
El timbre del teléfono interrumpió sus pensamientos.
– Patrik Hedström -respondió.
– Sí, hola, soy Lars Karlfors, de la policía de Gotemburgo.
– Dígame -respondió Patrik sorprendido.
A juzgar por su tono de voz, el hombre esperaba que Patrik supiese quién era, pero no recordaba haber oído su nombre con anterioridad. Y aún menos se imaginaba de qué querría hablar con él.
– Bueno, les enviamos información sobre una investigación en curso y, si no me equivoco, era usted quien debía recibirla.
– ¿Ah, sí? -respondió Patrik, más extrañado aún-. Pues así, ahora mismo, no recuerdo que me haya llegado ninguna información de Gotemburgo. ¿Cuándo la enviaron y de qué se trata?
– Me puse en contacto con su comisaría hace más de tres semanas. Trabajo en el grupo de abuso de menores y estamos identificando a una liga de personas que se dedican a la pornografía infantil. En el curso de la investigación nos topamos con un individuo de su distrito, por esa razón nos pusimos en contacto con ustedes.
Patrik se sentía como un cretino, pero no tenía la menor idea de a qué se refería el colega.
– ¿Con quién hablaron?
– Ah…, creo recordar que entonces usted estaba de baja paternal y me pusieron con… Espere que mire. -Se oyó cómo hojeaba unos papeles hasta que volvió al aparato-. Aquí lo tenemos, hablé con Ernst Lundgren.
Patrik sintió que la ira limitaba su campo de visión y lo cegaba. Recreó mentalmente una escena en la que estrangulaba a Ernst muy despacio, con sus propias manos. Con forzada calma, le explicó al colega:
– Ha debido de ser un fallo de transmisión de la información en la comisaría. Quizá podría darme los datos ahora. Ya averiguaré después qué ocurrió.
– Sí, claro, faltaba más.
Lars Karlfors le refirió a grandes rasgos en qué consistía su cometido y cómo habían llegado a trabajar en la persecución de la liga de pornografía infantil que ahora figuraba en primer lugar en su agenda. Cuando llegó el momento de contar el modo en que podría contribuir la comisaría de Tanumshede, Patrik contuvo la respiración. Se obligó a escuchar hasta el final, le prometió que le concederían al asunto la máxima prioridad y concluyó la conversación con las habituales frases de cortesía. Pero en cuanto colgó el auricular, se puso de pie como un rayo. Cruzó el despacho de dos zancadas y vociferó en el pasillo:
– ¡ERNST!
Erica intentaba ordenar sus pensamientos cuando, una vez más, la sobresaltaron unos golpecitos en la puerta. Sospechaba quién era y fue a abrir. En efecto, Charlotte. No llevaba abrigo y parecía haber venido corriendo desde su casa. Tenía la frente llena de sudor y temblaba descontroladamente.
– ¡Pero, madre mía, qué aspecto tienes! -gritó Erica dejándose llevar por el impulso.
Lamentó enseguida sus palabras y empujó a Charlotte a entrar.
– ¿Molesto? -preguntó ella en tono lastimero. Erica negó vehemente con la cabeza.
– Por supuesto que no. Ya sabes que puedes venir cuando quieras.
Charlotte asintió aún tiritando, con los brazos bien pegados al cuerpo. Llevaba el cabello mustio por el sudor y la humedad, y un mechón le colgaba justo delante de los ojos. Parecía un cachorro empapado, maltratado y abandonado.
– ¿Quieres un té? -le preguntó Erica.
En los ojos de Charlotte había un destello salvaje mezclado con la negra pena que había grabado en ellos la muerte de Sara, pero asintió agradecida al ofrecimiento de su amiga.
– Siéntate, no tardo -le dijo Erica antes de ir a la cocina.
Le echó una ojeada a su hija, a la que había dejado en la sala de estar, pero la pequeña parecía satisfecha con su existencia y observó a Charlotte con interés cuando la vio pasar.
– Si me siento, se mojará el sofá -le dijo a Erica como si aquello fuese el fin del mundo.
– ¡Qué más da! -respondió ésta-. Ya se secará. Oye, sólo tengo té de frambuesa. ¿Te gusta o te parece demasiado dulce?
– Está bien -aseguró Charlotte.
Erica sospechó que la respuesta habría sido la misma si le hubiese ofrecido té con sabor a caballo.
Al cabo de un rato, volvió a la sala con dos grandes tazas de té, un tarro de miel y dos cucharillas sobre una bandeja. La colocó en la mesa que había ante el sofá y se sentó al lado de Charlotte, que tomó una de las tazas y saboreó el té muy despacio. Erica la imitó en silencio. No quería forzar a su amiga a hablar, pero casi sentía físicamente la necesidad que tenía Charlotte de confiarse. Lo más probable era que no supiera ni por dónde empezar. Se preguntaba si Niclas habría hablado con ella después de su visita. Tras un largo silencio en el que lo único que se oyó fue el parloteo de Maja, Charlotte respondió a esa pregunta.
– Sé que ha estado aquí. Me lo contó. Así que ya lo sabes todo: ha tenido a otra. Otra vez, debería decir -puntualizó.
Dejó escapar una amarga risita mientras las lágrimas, que aguardaban el momento de brotar de sus ojos, empezaban a rodar por sus mejillas.
– Sí, lo sé -afirmó Erica.
Y también sabía a qué se refería su amiga al decir «otra vez». Charlotte le había hablado de los amoríos de Niclas, pero también le había confesado que creía que habían cesado, puesto que decidieron empezar de nuevo en Fjällbacka. Él le había prometido que sería un nuevo comienzo también en ese sentido.
– Lleva varios meses viéndola. ¿Te lo imaginas? Varios meses. Aquí, en Fjällbacka. Y nadie los ha descubierto. Debe de haber tenido una suerte tremenda.
Su risa tenía ahora un punto de histeria y Erica le puso la mano en la rodilla para calmarla.
– ¿Quién es? -inquirió.
– ¿No te lo dijo Niclas?
Erica negó y Charlotte respondió a su pregunta.
– Una niñata de veinticinco años. No sé quién es. Jeanette no sé cuántos.
Hizo un gesto con la mano: ya había pasado antes por aquello y no le importaba mucho quién fuese la joven. Las protagonistas habían ido cambiando; el engaño de Niclas era lo que contaba.
– Tanta mierda como he aguantado a lo largo de los años, tantas veces como lo he perdonado y conservado la esperanza, tanto como le aseguré que lo había olvidado todo y le prometí que seguiríamos adelante… Y esta vez supongo que yo confiaba en que sería distinto de verdad. Nos alejaríamos de todo lo sucedido, cambiaríamos de entorno y sería como nacer de nuevo.
Una vez más dejó escapar esa sonrisa, que era como un mal presagio, sin dejar de llorar.
– No sabes cómo lo siento, Charlotte -le dijo Erica acariciándole la espalda.
– Llevamos tantos años juntos… Hemos tenido dos niños, hemos superado mucho más de lo que nadie pueda imaginar, hemos perdido a uno de nuestros hijos y ahora esto.
– ¿Por qué decidió contártelo en este momento? -preguntó Erica antes de dar un pequeño sorbo a su té.
– ¿No te lo dijo? -respondió Charlotte sorprendida-. No vas a creértelo, pero me lo contó porque la policía lo ha llamado hoy para interrogarlo.
– ¿De verdad? -preguntó a su vez Erica algo extrañada. No es que Patrik le contase todo lo que hacía, pero no tenía la sensación de que tuviese especial interés por Niclas-. ¿Y eso por qué?
– No lo sabía con certeza, según me dijo. Pero se habían enterado de su aventura con esa chica y tal vez por eso quisieron investigarlo más a fondo. De todos modos, ya está arreglado, me aseguró. Saben que él nunca le haría daño a su propia hija y seguro que sólo querían que respondiese a algunas preguntas.
– ¿Estás segura de que no era más que eso?
Erica no pudo reprimir la pregunta. Sabía lo suficiente sobre el trabajo de Patrik para pensar que, como explicación de por qué lo habían llamado a interrogatorio, resultaba bastante floja. Sobre todo tratándose del padre de la víctima. Al mismo tiempo, empezaba a preguntarse cuáles habrían sido los verdaderos motivos de Niclas para ir a visitarla. Después de todo, ella no era sólo amiga de su esposa, sino también la mujer del policía responsable de la investigación.
Charlotte parecía desconcertada.
– Sí, bueno, al menos eso fue lo que me dijo. Aunque había algo que…
– ¿Sí?
– ¡Ay!, no sé, pero ahora que lo dices, tuve la impresión de que no me lo estaba contando todo. Claro que, al hablarme de su amante, yo me centré tanto en ese asunto que seguramente quedé ciega y sorda a todo lo demás.
Era tal la amargura de su amiga que Erica sintió deseos de abrazarla y mecerla como a una niña. Pero siempre experimentaba cierta incomodidad cuando recurría a un contacto físico tan cercano con la gente, de modo que se contentó con seguir acariciándole la espalda.
– ¿No tienes idea de qué otros motivos podría tener la policía?
¿Fueron figuraciones suyas o por un instante se ensombreció realmente el rostro de Charlotte? La expresión desapareció con tanta rapidez, que Erica se sintió insegura.
Desde luego, la respuesta de su amiga fue rápida y firme:
– No, no tengo la menor idea de qué podría ser.
Luego guardó silencio y tomó un sorbo de té. Estaba más tranquila que cuando llegó y había dejado de llorar, pero su semblante seguía expresando amargura y, si pudiese verse a simple vista un corazón destrozado, tendría el aspecto que ahora mostraba la cara de Charlotte.
– ¿Cómo os conocisteis Niclas y tú? -preguntó Erica más por curiosidad que por ayudar.
– ¡Huy, créeme, eso sí que es una historia!
Por primera vez desde que llegó, la vio sonreír con verdaderas ganas.
– Niclas estaba en el curso superior al mío del mismo instituto. En realidad, yo no me había fijado demasiado en él y me gustaba un compañero suyo, pero, por alguna razón, Niclas empezó a mostrar interés por mí y, poco a poco, él también comenzó a despertar mi interés. Empezamos a salir y la cosa duró un par de meses, hasta que yo me cansé.
– ¿Y rompiste con él?
– ¿Por qué te sorprende tanto? Yo también puedo sentirme ofendida -aseguró entre unas risas que Erica secundó aliviada.
– Por desgracia, no me mantuve firme en mi decisión más de dos meses. Luego, volví a caer otra vez y todo empezó de nuevo. En esta ocasión la cosa duró el verano entero. Después, él se fue de viaje con sus amigos, sólo para emborracharse, ya sabes. Cuando volvió, me largó una historia sobre que tal vez los demás me contasen, decía, que él se había perdido la última noche… Pero la explicación de que había bebido demasiado y se quedó dormido en la barra de un bar no se sostuvo por mucho tiempo. Cuando la verdad salió a la luz, rompimos por segunda vez. Después de aquello me sentí verdaderamente aliviada de haberme librado de él con tan sólo el enfado y unas cuantas lágrimas. Niclas empezó a tantear a todas las chicas de Uddevalla y algunas de las historias que circulaban te resultarían increíbles. He de admitir, para mi vergüenza, que en alguna que otra ocasión mi carne fue más débil que mi espíritu, pero esos incidentes me dejaban siempre muy mal sabor de boca. Y ahora que lo pienso, tal vez hubiese sido mejor que todo hubiese terminado ahí y que Niclas hubiese quedado en un error de adolescencia, pero pese a que yo despreciaba profundamente lo que había hecho y la persona en que se había convertido, lo tuve rondándome la cabeza mucho tiempo. Hasta que, un par de años más tarde, coincidimos por ahí y, bueno, el resto ya te lo imaginas. Así que parece que debí ser más consciente de a qué me arriesgaba, ¿no crees?
– Por lo general, la gente cambia. Su conducta de adolescente no tenía por qué hacerte temer que te engañaría también de adulto. La mayoría de las personas maduran con la edad.
– Pues se ve que Niclas no -observó Charlotte, dominada de nuevo por la amargura-. Al mismo tiempo, no puedo odiarlo sin más. Hemos pasado tantas cosas juntos… Y a ratos atisbo cómo es en realidad. En algunas ocasiones lo he visto vulnerable y abierto, y por esos instantes, no puedo dejar de amarlo. Además, sé todo lo que pasó en su casa y lo que ocurrió con su padre cuando él tenía diecisiete años, y supongo que, en cierto sentido, siempre consideré su pasado como una circunstancia atenuante. De todos modos, me cuesta asimilar que sea capaz de causarme tanto daño.
– ¿Qué piensas hacer ahora? -preguntó Erica echando una ojeada a Maja, que la dejó perpleja.
En efecto, la pequeña se había quedado dormida, ella sólita, en su hamaca. Era la primera vez que ocurría tal cosa.
– No lo sé. No tengo fuerzas para pensar en ello ahora. Y en cierto modo, siento que tanto da. Sara está muerta y nada de lo que Niclas haga o diga puede causarme un dolor parecido siquiera. Él quiere que empecemos de nuevo, que busquemos un hogar propio y nos mudemos de la casa de mi madre y Stig cuanto antes. Pero ahora mismo no sé por dónde tirar…
Agachó la cabeza, pero, de repente, se puso de pie.
– Tengo que irme. Mi madre lleva con Albin casi todo el día. Gracias por escucharme un rato.
– Ya sabes que puedes venir cuando quieras.
– Gracias.
Charlotte le dio a Erica un abrazo breve y fugaz, y se marchó tan rápido como se había presentado.
Con paso lento, Erica volvió a la sala de estar y se detuvo admirada ante la hamaquita, observando cómo dormía su pequeña. Tal vez hubiese alguna esperanza, después de todo. Por desgracia, no estaba segura de que Charlotte pudiese decir lo mismo.
Había llegado a su parte favorita del videojuego con el que estaba trabajando. Su cabeza discurría a toda máquina y, según las instrucciones, debía haber un montón de efectos extremos. Sus dedos se movían acelerados sobre el teclado y, en la pantalla, iba surgiendo la escena a la velocidad del rayo. Morgan admiraba y envidiaba de veras a aquellos que eran capaces de escribir las historias que él debía convertir después en realidad virtual. Si algo echaba de menos en su vida, era precisamente la imaginación que poseían algunas personas, esa fuerza que sobrepasaba todos los límites y se desbordaba libremente. Desde luego, lo había intentado. En ocasiones, se vio obligado a intentarlo. Con las redacciones del colegio, por ejemplo. Eran una pesadilla. A veces le daban un tema, otras era una fotografía, y a partir de ahí, se esperaba que tejiese una red de personajes y sucesos. Él nunca llegó más allá de la primera frase. Después era como si su cerebro interrumpiese toda actividad. Se quedaba en blanco. El papel seguía inmaculado sobre la mesa, pidiéndole a gritos que lo llenase de palabras, pero no se le ocurría ninguna. Los profesores lo reprendían. Al menos, hasta que su madre fue a hablar con ellos después de conocer el diagnóstico. A partir de entonces, empezaron a observar sus intentos con mirada curiosa, a considerarlo un ser extraño. Y no sabían hasta qué punto tenían razón. Así era, en efecto, como él se sentía allí sentado con la hoja en blanco sobre el pupitre y el ruido que hacían sus compañeros al escribir: un ser extraño.
Al conocer el mundo de los ordenadores, se sintió cómodo por primera vez en su vida. Era algo que le resultaba fácil, que dominaba. Era como si la rara pieza del rompecabezas que era él, Morgan, hubiese encontrado otra pieza igual de rara, pero con la que encajaba.
Cuando era más joven, se entregó con el mismo impulso maniático al aprendizaje de todo tipo de lenguajes codificados. Estudió cuanto cayó en sus manos sobre el tema y era capaz de repetir lo aprendido durante horas. Había algo que lo atraía en aquellas ingeniosas combinaciones de cifras y letras. Sin embargo, cuando empezó a interesarse por los ordenadores, la fascinación que le inspiraban los códigos se esfumó de un día para otro. Aunque seguía poseyendo aquellos conocimientos y podía recurrir a ellos en cualquier momento, simplemente ya no le interesaban.
La sangre que corría por la hoja de la espada lo hizo volver a pensar en la niña. Se preguntaba si la sangre se le habría coagulado en las venas ahora que estaba muerta; si habría quedado reducida a una masa compacta alojada en sus vasos y arterias. Tal vez se hubiese vuelto marrón oscuro, color que solía adquirir la sangre reseca según había visto cuando, para probar, se había cortado las venas él mismo. Miraba fascinado la sangre que manaba de los cortes hasta que fluía más despacio, se coagulaba y empezaba a cambiar de color.
Su madre quedó aterrada el día que fue a verlo y lo encontró en aquel estado. Él intentó explicarle que sólo quería ver cómo era eso de morirse, pero ella ni le respondió; simplemente lo obligó a meterse en el coche y lo llevó al centro médico, aunque en realidad no era necesario. Hacerse cortes dolía, de modo que no los hizo muy profundos y ya había dejado de sangrar. Pero ella estaba histérica.
Morgan no comprendía por qué la muerte era un concepto tan desagradable para la gente normal. No era más que un estado, igual que la vida. Y en ocasiones se le antojaba muchísimo más atractiva que ésta. Así que había momentos en los que envidiaba a la niña. Ahora ella sabía cómo era. Conocía la solución del misterio.
Se obligó a concentrarse de nuevo en el juego. A veces, la idea de la muerte lo hacía perder varias horas sin sentir. Y eso arruinaba su horario.
Ernst se sentó sereno frente a él. Se negaba a mirarlo a los ojos y, para ello, se concentró en escrutar sus zapatos sin lustrar.
– ¡Responde de una vez! -vociferó Patrik-. ¿Te llamaron de Gotemburgo por un asunto de pornografía infantil?
– Sí -respondió Ernst con acritud.
– ¿Y por qué no nos hemos enterado de nada?
A esta pregunta siguió un largo silencio.
– Repito -insistió Patrik en voz baja y tono ominoso-: ¿por qué no nos informaste de ello?
– No creí que fuese tan importante -repuso Ernst evasivo.
– ¿No creíste que fuese tan importante? -repitió Patrik con voz gélida dando tal puñetazo en la mesa que hizo saltar el teclado.
– No -se reafirmó Ernst.
– ¿Y por qué?
– Pues…, teníamos tantas otras cosas de que ocuparnos en aquel momento… Y, además, me pareció un tanto inverosímil. Quiero decir que es ese tipo de cosas de las que se ocupan en las grandes ciudades.
– No digas estupideces -atajó Patrik sin poder ocultar su desprecio. Ni se había molestado en sentarse, sino que se mantuvo de pie, amenazante, delante del escritorio. La ira le permitía ver más allá-. Sabes perfectamente que la pornografía infantil no depende de la geografía. Se da exactamente igual en pueblos y ciudades. Así que deja de mentir y dime cuál fue la verdadera razón. Y créeme, si es lo que sospecho, te has buscado un buen problema.
Ernst alzó la vista de sus zapatos y le dedicó a Patrik una mirada llena de rencor, pese a ser consciente de que había llegado el momento de poner las cartas sobre la mesa.
– Simplemente, no me pareció verosímil. Quiero decir que yo conozco al tipo y no me pareció que fuese propio de él. Pensé que los polis de Gotemburgo habrían cometido algún error y que, si informaba de ello, un inocente sufriría las consecuencias. Ya sabes cómo son estas cosas -dijo airado-. Luego, si volvieran a llamar diciendo «perdón, nos equivocamos, así que olvidad aquel nombre que os dimos», ya no serviría de nada, el tipo estaría perdido y su prestigio arruinado en el pueblo. Así que pensé que era mejor esperar un poco y ver qué pasaba.
– ¡Esperar un poco y ver qué pasaba! -Patrik estaba tan fuera de sí que tuvo que obligarse a articular para no tartamudear.
– Sí, claro. Admite que es absurdo. Es un personaje conocido por su trabajo con los jóvenes. Y hace muchas cosas buenas, por si no lo sabes.
– ¡Me importa un rábano lo que haga por los jóvenes! Si los colegas de Gotemburgo llaman para decirnos que su nombre ha aparecido en un caso de pornografía infantil, hemos de comprobarlo. Es nuestro trabajo, ¡joder! Y si sois amigos a muerte…
– No somos amigos a muerte -masculló Ernst.
– … o sólo conocidos o lo que coño sea, eso carece de importancia, ¿lo entiendes? ¡Tú no puedes ponerte a valorar lo que es digno de investigación según conozcas o no al implicado!
– Después de tantos años como llevo en la profesión…
Ernst no pudo terminar la frase, pues Patrik lo interrumpió.
– ¡Después de tantos años como llevas en la profesión, deberías saber hacer bien las cosas! ¿Y ni siquiera pensaste en decir nada cuando su nombre apareció relacionado con una investigación de asesinato? ¿No debería ser ésa una buena razón para informarnos? ¿Eh?
Ernst volvió a estudiar sus zapatos sin molestarse en intentar responder siquiera. Patrik lanzó un suspiro y se sentó. Cruzó las manos y, muy serio, se puso a escrutar el rostro de Ernst.
– En fin, ya no podemos hacer mucho por remediarlo. Tenemos todos los datos de Gotemburgo y vamos a llamarlo a interrogatorio. Además, tenemos una orden de registro. Ya puedes ir rogando para que no se haya enterado y no haya ocultado el material. Y, por cierto, Mellberg está informado y estoy seguro de que querrá intercambiar unas palabras contigo.
Ernst se levantó sin decir una palabra. Era consciente de que, a buen seguro, aquélla era la peor metedura de pata de toda su carrera lo que, en su caso, no era poco…
– Mamá, si una promete guardar un secreto, ¿cuánto tiempo tiene que guardarlo?
– No sé -respondió Veronika-. En realidad, los secretos no deben contarse nunca, ¿no?
– Mmmm -repuso Frida pensativa mientras describía círculos con la cuchara en el yogur.
– No juegues así con la comida -la reprendió Veronika, que limpiaba irritada la encimera de la cocina.
De pronto se detuvo y se volvió hacia su hija.
– Pero ¿por qué lo preguntas?
– No sé -respondió Frida encogiéndose de hombros.
– Claro que lo sabes. Venga, cuéntamelo. ¿Por qué lo preguntas?
Veronika se sentó en una de las sillas, junto a su hija, y la observó pensativa.
– Si los secretos no deben contarse en absoluto, tampoco puedo decirte nada, ¿no? Pero…
– Pero ¿qué?, dime -la animó Veronika persuasiva.
– Si la persona a la que le has prometido guardar el secreto ha muerto, ¿hay que mantener la promesa de todos modos? Porque imagínate que lo dices y la persona que está muerta vuelve y se enfada muchísimo.
– Hija, ¿fue Sara quien te pidió que le guardases un secreto?
Frida seguía describiendo círculos en el cuenco de yogur.
– Ya hemos hablado de eso antes y, créeme, yo lo siento muchísimo, pero Sara no volverá. Sara está en el cielo y allí se quedará para siempre, siempre.
– ¿Para siempre, siempre, por toda la eternidad? ¿Mil millones de millones de años?
– Sí, mil millones de millones de años. Y en cuanto al secreto, estoy segura de que Sara no se enfadaría si sólo me lo cuentas a mí.
– ¿Estás segura? -Frida miró preocupada el cielo gris que se veía por la ventana.
– Completamente segura -respondió Veronika al tiempo que posaba su mano sobre el brazo de Frida para transmitirle tranquilidad.
Tras unos minutos de silencio durante los que se dedicó a sopesar las palabras de su madre, Frida dijo aún algo insegura:
– Sara estaba muerta de miedo. Un hombre malo la había asustado.
– ¿Un hombre malo? ¿Cuándo?
Veronika aguardaba expectante la respuesta de su hija.
– El día antes de que se fuese al cielo.
– ¿Estás segura de que fue entonces?
Indignada al ver que cuestionaban su certeza, Frida frunció el ceño y respondió:
– Pues claro que estoy segura. Yo me sé los días de la semana. No soy ningún bebé.
– No, no, desde luego que no, tú eres una niña mayor; claro que sabes qué día era -se apresuró a confirmar Veronika para calmarla.
Con mucho tiento, intentó sonsacarle más información. Frida seguía enfurruñada por la falta de confianza de que había dado muestra su madre, pero la tentación de compartir con ella el secreto era demasiado fuerte.
– Sara dijo que el hombre era muy espantoso, que vino a hablar con ella mientras jugaba cerca del agua y que era malo.
– ¿Te dijo por qué era malo?
– Mmmm -formuló Frida por toda respuesta, como considerando que así contestaba a la pregunta de su madre. Veronika insistió paciente.
– ¿Y qué te dijo Sara? ¿Por qué el hombre era malo?
– La cogía del brazo muy fuerte y le hacía daño. Así. -Frida se lo mostró a su madre agarrando su brazo izquierdo con el derecho violentamente-. Y, además, le decía cosas muy feas.
– ¿Qué cosas feas?
– Sara no lo entendía todo, pero a mí me dijo que sabía que eran cosas feas. Algo sobre fruta de Gavie [3] o algo así.
– ¿Fruta de Gavie? -repitió Veronika con una interrogación pintada en el rostro.
– Sí, ya te he dicho que era muy raro y que Sara no lo entendía. Pero era malo, eso me lo dijo ella. Y no le hablaba normal, sino a gritos. Muy alto. Y a Sara le dolían los oídos.
Frida subrayó sus palabras tapándose los suyos con ambas manos. Veronika se las retiró muy despacio y le dijo:
– ¿Sabes? Yo creo que esto no puede seguir siendo un secreto que sólo me cuentes a mí.
– Pero si me has dicho que…
Frida estaba indignada y su mirada se perdió por el cielo gris con renovada inquietud.
– Sí, ya sé lo que te he dicho, pero, ¿sabes?, yo creo que Sara querría que le contases ese secreto a la policía.
– ¿Por qué? -preguntó Frida aún con el miedo en la mirada.
– Porque cuando alguien muere y se va al cielo, la policía quiere saber los secretos de esa persona. Y esas personas suelen querer que la policía los conozca. Precisamente su trabajo consiste en averiguarlo todo.
– ¿Tienen que conocer todos los secretos? -preguntó Frida llena de admiración-. ¿Tengo que hablarles de aquella vez que no me quise comer el bocadillo y lo escondí en el sofá?
Veronika no pudo por menos de sonreír.
– No, no creo que deban conocer ese secreto.
– Claro, porque estoy viva. Pero si me muriera, ¿tendrías que contárselo?
Aquella pregunta borró la sonrisa del rostro de Veronika. Meneó la cabeza con vehemencia, consciente de que la conversación había tomado un rumbo demasiado desagradable. En voz baja y mientras acariciaba la melena rubia de su hija, le dijo:
– Eso es algo en lo que no tienes que pensar, porque tú no vas a morir.
– ¿Y cómo lo sabes, mamá? -preguntó Frida llena de curiosidad.
– Lo sé y basta.
Veronika se levantó bruscamente y, con el corazón tan encogido que le costaba respirar, fue al pasillo. Sin darse la vuelta para que su hija no la viese llorar, le gritó en un tono de innecesaria rudeza:
– Ponte el abrigo. Nos vamos a hablar con la policía ahora mismo.
Frida obedeció. Pero mientras se dirigían al coche, se encogió inconscientemente bajo el pesado cielo gris. Esperaba que su madre tuviese razón. Esperaba que Sara no se enfadase con ella.