31.

Gotemburgo, 1958.

Algo iba mal. Había dejado pasar demasiado tiempo. Hacía año y medio de la muerte de Áke y Per-Erik respondía a sus exigencias de actuación con excusas cada vez más vagas. Últimamente ni siquiera se molestaba en contestar y las llamadas reclamando la presencia de Agnes en el hotel Eggers eran cada vez más espaciadas. Empezaba a odiar aquel lugar. Las blandas sábanas del hotel sobre su piel y lo impersonal de la decoración le provocaban una repulsión asfixiante. Ella quería otra cosa. Ella se merecía otra cosa. Ella se merecía mudarse a su gran mansión, ser la anfitriona de sus fiestas, ser respetada, tener un estatus y ser mencionada en las reseñas de sociedad. ¿Quién creía él que era ella?

Agnes temblaba de rabia mientras conducía. Vio desde la ventanilla la imponente casa de ladrillo pintado de blanco de Per-Erik y, tras las cortinas, atisbó una sombra que se movía de habitación en habitación. Su Volvo no estaba ante el garaje. Era un martes por la mañana, así que, con toda probabilidad, se encontraría en el trabajo. Y Elisabeth estaría sola en casa, dedicada a las tareas propias de la excelente ama de casa que era: cosiendo los dobladillos de los manteles, abrillantando la plata o cualquier otra triste labor de las que Agnes jamás se había dignado hacer. Y, con total seguridad, no tenía la menor idea de que su vida estaba a punto de romperse en pedazos.

Agnes no sintió la menor vacilación. Ni se le pasó por la cabeza que el comportamiento cada vez más evasivo de Per-Erik pudiera deberse a un menor entusiasmo por ella. No, que él no se hubiese presentado aún como un hombre libre era sin duda culpa de Elisabeth. Siempre fingía ser tan desvalida, tan débil y tan dependiente sólo para tenerlo bien atado.

Pero Agnes adivinó su juego, por más que a Per-Erik se lo ocultase. Y si él no era lo bastante hombre para atreverse a un enfrentamiento con su mujer, Agnes no estaba sujeta a ese tipo de escrúpulos. Salió del coche, se cerró bien el abrigo de piel que llevaba para protegerse del frío de noviembre y, con paso resuelto, se apresuró en dirección a la entrada.

Elisabeth le abrió la puerta enseguida y la recibió con una sonrisa tan amplia que Agnes se retorcía de desprecio. No deseaba otra cosa que borrar aquella sonrisa de su cara.

– ¡Vaya, Agnes, qué alegría que vengas a visitarme!

Se dio cuenta de que su entusiasmo era sincero, aunque se la veía sorprendida. Cierto que Agnes había estado como invitada en su casa en otras ocasiones, pero sólo para celebraciones y fiestas. Jamás se había presentado así, sin avisar.

– Entra -la invitó Elisabeth-. Pero tendrás que perdonar el desorden. Si hubiera sabido que ibas a venir, habría arreglado un poco la casa.

Agnes entró en el vestíbulo y miró a su alrededor buscando el desorden al que aludía Elisabeth. Sin embargo, todo estaba en su lugar, lo que confirmaba la imagen de ama de casa perfecta y patética.

– Siéntate, voy a poner un café -le dijo educadamente.

Antes de que Agnes lograse detenerla, ya se había metido en la cocina.

Ella no tenía pensado sentarse a tomar café con la mujer de Per-Erik, sino que pretendía solventar su asunto lo antes posible. Sin embargo, y muy a disgusto, se quitó el abrigo y se acomodó en el sofá de la sala de estar. Apenas se sentó, apareció Elisabeth con una bandeja con café y rebanadas gruesas de bizcocho, y la colocó sobre la mesa oscura y reluciente que había ante el sofá. Agnes pensó que el café ya debía de estar hecho, pues no había tardado más que unos minutos.

Elisabeth se sentó en el sillón, junto al sofá en el que estaba Agnes.

– Venga, coge un trozo de bizcocho. Lo hice esta mañana.

Agnes miró con aversión el empalagoso dulce y le dijo:

– Creo que sólo tomaré café, gracias.

Y extendió el brazo en busca de una de las tazas de porcelana que había en la bandeja. Degustó el café, cargado y muy rico.

– Sí, claro, tú tienes una figura por la que velar -rio Elisabeth mientras se servía un trozo de bizcocho-. Yo perdí esa batalla cuando nacieron los niños -explicó señalando una fotografía de ella con Per-Erik y sus tres hijos, ya mayores e independizados.

Agnes reflexionó un instante sobre cómo recibirían la noticia de la separación de sus padres y a su nueva madrastra, pero estaba convencida de que se los ganaría, con algo de tiempo. También ellos, llegado el momento, comprenderían que ella tenía mucho más que ofrecerle a Per-Erik que Elisabeth, su madre.

Observó cómo el bizcocho desaparecía en la boca de su anfitriona, que se sirvió una segunda rebanada. Aquella desvergonzada glotonería la hizo pensar en su hija y tuvo que controlarse para no quitarle de la mano el trozo de bizcocho, tal y como solía hacer con Mary. Se contuvo, le dedicó una sonrisa cómplice y le dijo:

– Bueno, comprendo que te resulte extraño que me presente así, sin avisar, pero es que tengo una mala noticia que darte.

– ¿Una mala noticia? ¿De qué se trata? -le preguntó Elisabeth.

Su tono de voz habría puesto sobre aviso a Agnes si ésta no hubiese estado tan concentrada en lo que se disponía a hacer.

– Pues verás, resulta que… -comenzó deteniéndose para dejar la taza sobre la mesa-, que Per-Erik y yo hemos llegado a…, bueno, a tenernos muchísimo afecto. Y llevamos ya bastante tiempo.

– Y ahora queréis compartir vuestras vidas -completó Elisabeth para alivio de Agnes.

Ésta pensó que todo sería mucho más sencillo de lo que había creído en un principio. Pero entonces miró a Elisabeth y comprendió que algo fallaba. Y el fallo era garrafal. La esposa de Per-Erik la contemplaba con una sonrisa sardónica y un destello frío en la mirada que jamás había advertido en ella.

– Comprendo que te pille por sorpresa… -continuó Agnes penosamente, insegura de que su papel, que tanto se había esmerado en estudiar, tuviese ningún sentido.

– Querida mía, yo conozco vuestra relación prácticamente desde que empezó. Per-Erik y yo nos comunicamos muy bien y la cosa funciona de maravilla para ambos. Pero tú no te habrás creído que eres la primera, ¿verdad? Ni la última -apuntó Elisabeth con un deje de maldad en la voz que despertó en Agnes el deseo de darle una bofetada.

– No sé de qué hablas -replicó desesperada mientras sentía que el suelo se tambaleaba bajo sus pies.

– No me digas que no has notado que Per-Erik ha empezado a perder el interés. Ya no te llama con tanta frecuencia, te cuesta localizarlo cuando quieres verlo y parece distraído cuando por fin os veis. Pues claro que sí, yo conozco a mi marido lo bastante, después de cuarenta años de matrimonio, para saber cómo se comporta en esa situación. Y, además, resulta que me he enterado de cuál es el nuevo objeto de su ardiente deseo: una joven castaña de treinta años que trabaja de secretaria en su compañía.

– Mientes -atajó Agnes tan alterada que veía los rasgos ajados de Elisabeth empañados por una sucia neblina.

– Puedes pensar lo que quieras y puedes preguntarle a Per-Erik. Ahora creo que será mejor que te vayas.

Elisabeth se levantó y se dirigió al vestíbulo con el abrigo de Agnes en la mano, invitándola a marcharse. Aún incapaz de digerir lo que Elisabeth acababa de decirle, la siguió sin pronunciar palabra. Totalmente conmocionada, se quedó en la escalinata a merced del viento, que la mecía de un lado a otro. Poco a poco, sintió esa rabia tan familiar que empezaba a arder en su pecho. Tanto más intensa cuanto se decía que debería haberse dado cuenta. No debió fiarse de ningún hombre. Por ello recibía el castigo de una nueva traición.

Como si caminase sobre las aguas, se movió en dirección al coche, que había dejado aparcado en la calle, un poco más allá de la casa. Sentada al volante, se quedó inmóvil un buen rato. Las ideas cruzaban su mente como laboriosas hormigas, abriendo túneles de odio y de intransigencia. Todos los trapos sucios que había arrumbado en los más recónditos escondrijos de su memoria empezaron a aflorar. Agarraba el volante con fuerza inusitada. Se reclinó sobre el reposacabezas y cerró los ojos. Le vinieron a la memoria imágenes de los horribles años pasados en el barracón de los picapedreros, casi sentía el hedor a cieno y a sudor que despedían los hombres al volver del trabajo. Rememoró los dolores que la hacían ir y venir entre la conciencia y la inconsciencia cuando nacieron los niños. El olor a humo cuando se quemó el edificio de Fjällbacka, la brisa en el barco de Nueva York, el murmullo y el ruido de las botellas de champán al abrirse, los gemidos de placer de los hombres anónimos que la habían poseído, el llanto de Mary abandonada en el muelle, el sonido de la respiración de Áke ralentizándose hasta detenerse, la voz de Per-Erik haciéndole promesas una y otra vez, promesas que no pensaba cumplir. Todo eso y mucho más pasó por su retina, pero nada de lo que veía aplacaba su ira, que iba in crescendo, cada vez más imparable. Había hecho todo lo posible por procurarse la vida que merecía, por recrear la vida para la que había nacido. Pero ésta o quizá el destino siempre le ponían la zancadilla. Todos se habían puesto en su contra y habían hecho cuanto habían podido por arrebatarle lo que le pertenecía por derecho: su padre, Anders, los pretendientes americanos, Áke y, ahora, Per-Erik. Una larga serie de hombres cuyo común denominador era sus diversas formas de utilizarla y traicionarla. Cuando cayó la tarde, todos aquellos ultrajes, reales e imaginarios, se concentraron en un solo punto incandescente del cerebro de Agnes. Con la mirada hueca, retuvo la imagen de la entrada de la casa de Per-Erik y, poco a poco, una inmensa calma la invadió mientras aún estaba sentada en el coche. Era una calma que ya había sentido una vez en su vida y sabía que procedía de la certeza de que ahora sólo le quedaba una posibilidad de actuación.

Cuando los faros del coche de Per-Erik por fin hendieron la oscuridad, Agnes llevaba allí inmóvil tres horas, pero no tenía conciencia del tiempo que había transcurrido. El tiempo ya no tenía la menor relevancia. Todos sus sentidos se concentraban en la tarea pendiente y no le cabía el menor asomo de duda. Toda lógica, toda previsión de las consecuencias, todo quedaba anulado a favor del instinto y el deseo de actuar.

Con los ojos entrecerrados, lo vio aparcar el coche, sacar el maletín, que siempre llevaba en el asiento del acompañante, y salir del vehículo. Mientras lo cerraba, ella arrancó el suyo y metió la marcha. Luego, todo sucedió muy deprisa. Pisó a fondo el acelerador y el coche salió disparado en dirección a su objetivo, que se movía ajeno a la desgracia que lo aguardaba. Atajó por una porción de césped. Per-Erik no sospechó nada hasta que el coche estuvo a pocos metros. Entonces se dio la vuelta. Sus miradas se cruzaron una fracción de segundo. Después, el coche se estrelló contra su diafragma y Per-Erik quedó incrustado en su propio turismo. Con los brazos extendidos, cayó sobre el capó del vehículo de Agnes. Ésta lo vio parpadear un par de veces, hasta que sus ojos dejaron de moverse.

Tras el volante, sonrió. A ella no se la traicionaba impunemente.


* * *

Anna despertó con la misma sensación de desesperanza de todas las mañanas. No recordaba cuándo había sido la última vez que había dormido toda la noche sin interrupciones. Ahora dedicaba las horas nocturnas a pensar en cómo salir de la situación a la que había condenado también a los niños.

Lucas resoplaba tranquilo a su lado. A veces se daba la vuelta sin despertarse y le echaba el brazo por encima. Anna tenía que apretar los dientes para no salir huyendo de la cama muerta de asco. Las consecuencias que tal reacción le acarrearía no valían la pena.

Los últimos días todo se había ido acelerando. Sus accesos de ira eran cada vez más frecuentes y ella sentía como si estuviesen atrapados en una espiral que, a velocidad creciente, los abocaba al abismo. Tan sólo uno de los dos regresaría. Y ella ignoraba quién. Pero no podían coexistir. No sabía dónde había leído una teoría según la cual existía una tierra paralela donde habitaba un gemelo de cada ser vivo y, si alguien llegaba a conocer a su gemelo, ambos serían destruidos inmediatamente. Eso era lo que les pasaba a Lucas y a ella, salvo que su destrucción era más lenta y más tortuosa.

Llevaban varios días sin salir del apartamento.

Oyó la voz de Adrián, que dormía en el colchón, y se levantó con suma cautela para ir a cogerlo. No merecía la pena arriesgarse a que despertara a Lucas.

Con el niño en brazos, fue a la cocina para preparar el desayuno. Lucas apenas comía últimamente y había adelgazado tanto que la ropa le colgaba por todas partes, pero aun así, exigía que ella pusiera la mesa tres veces al día, a la hora por él determinada.

Adrián se quejaba penoso y no quería sentarse en la trona. Ella intentó acallarlo desesperada, pero el pequeño estaba de muy mal humor, pues también dormía mal por las noches, al parecer víctima de constantes pesadillas. Cada vez lloraba más fuerte sin que Anna pudiese hacer nada por callarlo. Con el corazón en un puño, oyó que Lucas empezaba a moverse en la habitación y, al mismo tiempo, Emma la llamó a voces. El instinto de Anna le aconsejaba huir, pero sabía que no serviría de nada. Lo único que podía hacer era aguantar y, en el mejor de los casos, proteger a los niños.

– ¿Qué coño pasa aquí? -preguntó Lucas en inglés.

Apareció como un gigante en el umbral, con aquella extraña expresión en los ojos. Una mirada vacía, demente y fría que, Anna estaba segura, los abocaría a la destrucción.

– ¿No puedes cerrarles la puta boca a tus niños?

Ahora el tono ya no era ni elevado ni amenazante, sino casi amable; el que más pavor le infundía a Anna.

– Hago lo que puedo -respondió ella en sueco con un hilo de voz.

Adrián empezaba a ponerse histérico en la trona y gritaba golpeando la mesa con la cuchara.

– Comer no, comer no -repetía una y otra vez.

Desesperada, Anna intentaba callarlo, pero el pequeño estaba tan alterado que no podía parar.

– No comas si no quieres, déjalo, no tienes que hacerlo -le dijo ella intentando serenarlo y cogiéndolo en brazos.

– Se va a comer el puto desayuno ahora mismo -dijo Lucas con la misma tranquilidad.

Anna se quedó helada. Adrián seguía pataleando salvajemente, como protesta al ver que no lo dejaba en el suelo tal y como le había prometido, sino que lo devolvía a la trona.

– Comer no, comer no -chillaba el niño a voz en grito mientras Anna hacía acopio de todas sus fuerzas para conseguir sentarlo de nuevo.

Con fría determinación, Lucas tomó una de las rebanadas de pan que Anna había puesto sobre la mesa. Le cogió la cabeza a Adrián con una mano y, con la otra, le aplastó la rebanada contra la boca. El pequeño manoteaba sin cesar, primero de rabia y luego con creciente pánico al ver que el gran trozo de pan le llenaba la boca y le impedía respirar.

Anna se quedó paralizada en un primer momento, pero el inveterado instinto maternal despertó de repente, haciendo que se esfumase el miedo que Lucas le inspiraba. La única idea que tenía en su cabeza era que su progenie necesitaba protección, y la adrenalina empezó a bombear su sistema vascular. Con un primitivo gruñido, apartó la mano de Lucas y a Adrián, que lloraba desconsoladamente, le sacó el trozo de pan de la boca a toda prisa. Luego se dio la vuelta para enfrentarse a Lucas.

Cada vez más rápido, la espiral los arrastraba hacia el abismo.


También Mellberg amaneció con una sensación desagradable, pero por razones mucho más egoístas. Un sueño espantoso lo había despertado abruptamente varias veces durante la noche. Su tema era siempre el mismo: lo despedían sin la menor ceremonia. Y eso no podía suceder. Tenía que haber algún modo de eludir la responsabilidad del desgraciado suceso del día anterior y el primer paso era necesariamente despedir a Ernst. En esta ocasión no había más opciones. Mellberg sabía que había gastado algo de manga ancha hasta ahora en todo lo que concernía a Lundgren, y en cierto modo experimentaba la sensación de que era pariente suyo. Al menos, tenía mucho más en común con él que con el resto de los pavisosos de la comisaría. Pero a diferencia de Mellberg, Ernst había demostrado en esta ocasión una ausencia fatal de criterio que, ciertamente, significó su caída. Cometió un craso error, cuando Mellberg estaba convencido de que sería más listo.

Lanzó un suspiro y bajó las piernas de la cama. Siempre dormía en calzoncillos y se puso a tantearse el bajo vientre, más allá de su enorme barriga, para rascarse y ordenar sus cosas, que se le habían descolocado un poco mientras dormía. Mellberg miró el reloj. No habían dado las nueve. Quizá algo tarde para llegar a tiempo al trabajo, pero, después de todo, el día anterior no había podido marcharse antes de las ocho, puesto que habían tenido que comprobar lo ocurrido. Ya había empezado a perfilar el modo de expresar el informe a sus superiores, y tenía que controlar su lengua y no liarse. Minimización de daños, ése era el lema del día.

Fue a la sala de estar y se quedó un momento contemplando a Simon. Estaba boca arriba roncando en el sofá, con la boca abierta y una pierna colgando. Se le había caído la manta y Mellberg sólo pudo hacerse la orgullosa reflexión de hasta qué punto le había transmitido a su hijo su propio físico. Simon no era uno de esos memos escuálidos, sino un joven de constitución corpulenta que seguramente seguiría los pasos de su padre si se despabilaba un poco.

Dándole con el dedo del pie, le dijo:

– Venga, Simon, es hora de levantarse.

El chico no le hizo el menor caso y se dio media vuelta, con la cara pegada al respaldo del sofá.

Mellberg siguió zarandeándolo sin piedad. Claro que a él también le gustaba quedarse durmiendo por la mañana, pero aquello no era un campamento de verano.

– Venga, te digo que te levantes.

El chico seguía sin reaccionar. Mellberg lanzó un suspiro pensando que tendría que sacar la artillería pesada.

Fue a la cocina y dejó correr el agua del grifo hasta que salió muy fría. Llenó una jarra y volvió a la sala de estar. Con una sonrisa de satisfacción, derramó el agua helada sobre el cuerpo desprotegido de su hijo, que reaccionó tal como él deseaba.

– ¡Qué mierda! -gritó Simon, que se incorporó en un santiamén.

Tiritando de frío, cogió una toalla que había en el suelo y se secó con ella.

– ¿Qué puñetas haces? -le espetó indignado mientras se ponía una camiseta con una calavera y el nombre de un grupo de rock en la pechera.

– El desayuno estará dentro de cinco minutos -respondió Mellberg, que ya se dirigía silbando a la cocina.

Por un instante, olvidó las preocupaciones por su carrera, más que satisfecho con su plan de actividades paterno filiales a las que se dedicarían en lo sucesivo. A falta de locales porno y de salas de juego, se conformarían con lo que había; y lo que había en Tanumshede era el museo de pintura rupestre. No es que a él le interesara mucho ver garabatos pintados en cuevas, pero era algo que podían hacer juntos. Y es que había decidido que ése sería el nuevo tema de su relación: juntos. Se acabó eso de jugar hora tras hora con el videojuego, se acabó la televisión hasta altas horas de la noche, entretenimiento que mataba definitivamente toda comunicación; ahora compartirían cada noche la cena, un diálogo enriquecedor y, quizá, una partida de Monopoli como fin de fiesta.

Lleno de entusiasmo, le expuso sus planes a Simon durante el desayuno, aunque hubo de admitir que la reacción del muchacho lo decepcionó bastante. Entonces le explicó que su intención era hacer lo posible para que llegasen a conocerse. Él renunciaba a lo que le gustaba y se sacrificaba llevándolo al museo y, en lugar de agradecérselo, Simon guardaba silencio y miraba con cara agria su tazón de cereales. Un consentido, eso era. Su madre lo había mandado con él justo a tiempo para que le diese la educación que necesitaba.

Mellberg suspiró resignado y se marchó al trabajo. Ser padre era una gran responsabilidad.


Patrik llegó al trabajo a las ocho de la mañana. Él también había dormido mal y, en suma, se pasó la noche esperando a que llegase el día para ponerse manos a la obra. Lo primero era averiguar si la llamada telefónica de la noche anterior había acarreado algún cambio. Con mano trémula, marcó de nuevo el número, que ya conocía de memoria.

– Hospital de Uddevalla.

Dio el nombre del médico con el que quería hablar y aguardó paciente mientras lo localizaban. Tras unos minutos que se le hicieron eternos, lo pasaron con él.

– Hola, soy Patrik Hedström. Hablamos anoche. Quería saber si la información que le facilité ha sido de alguna utilidad.

Escuchó expectante la respuesta del médico e hizo un gesto de triunfo con el puño. ¡Tenía razón!

Cuando colgó el auricular, se aplicó a abordar las tareas que requería el hecho de que sus suposiciones fuesen correctas. Tendrían mucho, mucho que hacer aquel día.

La segunda llamada, al fiscal. Ya se había puesto en contacto con él el año anterior para hacerle exactamente la misma petición y, puesto que lo que solicitaba era bastante insólito, esperaba que al fiscal no le diese un infarto.

– Sí, has oído bien, necesito licencia para una exhumación. Otra vez, sí. No, no es la misma tumba. Aquélla ya la abrimos una vez, ¿no? -Patrik le hablaba claro y despacio, intentando no impacientarse-. Sí, también en esta ocasión es urgente y te agradecería que te encargases de ello inmediatamente. Estoy enviando por fax toda la documentación necesaria, seguramente ya la habréis recibido. Por cierto, la solicitud es doble: una exhumación y otro registro domiciliario.

El fiscal parecía persistir en su actitud algo reacia y Patrik empezó a irritarse. Con voz ya más terminante, le dijo:

– Tenemos entre manos el asesinato de una niña y está en juego otra vida. No es una solicitud que te hago para distraerme, sino el resultado de una reflexión seria. Y la presento convencido de que la investigación lo requiere, de modo que doy por sentado que movilizarás todos los recursos para despachar el asunto lo más rápidamente posible. Quiero una respuesta para ambas solicitudes antes del almuerzo.

Dicho esto, colgó el auricular con la esperanza de que su pequeña explosión no tuviese el efecto contrario y actuase como freno. No le quedaba otro remedio que correr ese riesgo.

Una vez zanjada la cuestión más espinosa, hizo una tercera llamada telefónica. La voz de Pedersen denotaba cansancio:

– Hola, Hedström -lo saludó el forense.

– Buenos días. Parece que has tenido turno de noche.

– Sí, la cosa se complicó de lo lindo a última hora, pero ya empezamos a verle el final. En cuanto termine con el papeleo, podré irme a casa.

– Suena bien -dijo Patrik con cierto remordimiento, pues llamaba para apremiarlo después de un turno al parecer terrible.

– Supongo que quieres preguntar por los resultados de la ceniza hallada en el jersey y el buzo. Resulta que me llegaron ayer tarde, pero la cosa se complicó tanto que… -se lamentó agotado-. ¿Es cierto que el buzo es de tu hija?

– Sí, lo es -respondió Patrik-. Sufrimos un incidente horrible anteayer, pero por suerte a ella no le hicieron ningún daño.

– Vaya, me alegro -aseguró Pedersen-. Claro, comprendo que estés nervioso por conocer el resultado.

– Pues sí, no te lo voy a negar, aunque no esperaba que los tuvieses tan pronto. En fin, ¿qué dicen?

Pedersen carraspeó un poco para aclararse la garganta.

– Pues…, vamos a ver… Sí, no parece que quepa la menor duda. La composición de la ceniza es idéntica a la hallada en los pulmones de la niña.

Patrik respiró aliviado y, al hacerlo, comprendió lo tenso que estaba hacía un instante.

– Es seguro, vamos.

– Sí, es seguro -confirmó Pedersen.

– ¿Habéis podido concretar algo más sobre la procedencia de la ceniza? ¿Si es animal o humana?

– Por desgracia, no podremos determinarlo. Son residuos demasiado dañados, todo está deshecho. Con una muestra mejor conservada, quizá lo habríamos conseguido, pero…

– Estoy esperando una orden de registro y el primer punto de la lista es buscar ceniza. Si encontramos más, te la mando enseguida para que la analicéis. Tal vez hallemos partículas de mayor tamaño -dijo Patrik esperanzado.

– Sí, pero no cuentes con ello -le advirtió Pedersen.

– Yo ya no cuento con nada, pero tengo esperanza.

Patrik golpeteaba impaciente con los pies en el suelo. Una vez terminadas las formalidades y antes de que obtuviesen la documentación, no tenía mucho que hacer. Sin embargo, sabía que no podría pasar dos horas sentado mano sobre mano.

Oyó que, uno tras otro, iban llegando los demás, y resolvió convocar una reunión. Todos debían ser informados de lo que pasaba y seguro que más de uno enarcaría las cejas al oír lo que había puesto en marcha durante la noche y aquella misma mañana.

Y tenía razón, hubo muchas preguntas. Patrik respondió lo mejor que pudo, aunque aún quedaban muchos aspectos por aclarar. Demasiados, a decir verdad.


Charlotte se frotaba los ojos para ahuyentar el sueño. Lilian y ella durmieron en sendas camas del hospital, en una pequeña habitación próxima a la unidad donde atendían a Stig, pero ninguna de las dos logró conciliar bien el sueño. Puesto que Charlotte no se había llevado nada de casa, se acostó con la ropa y, cuando se sentó en la cama y mientras se estiraba, sintió que necesitaba cambiarse.

– ¿Tienes un peine? -le preguntó a su madre, que también se había incorporado en la cama.

– Sí, creo que tengo uno -respondió Lilian rebuscando en el bolso, que parecía bien cargado.

Al cabo de un rato, sacó un peine de las profundidades y se lo dio a su hija.

Charlotte se escrutó en el espejo del baño con mirada crítica. La luz era de una intensidad inexorable y revelaba con toda claridad las profundas ojeras y el cabello alborotado en una disposición extraña y psicodélica. Muy despacio, empezó a peinar los mechones más enredados hasta conseguir un resultado que se aproximaba a su peinado habitual. Al mismo tiempo, todo lo relacionado con su aspecto externo se le antojaba ahora absurdo. Sara flotaba constantemente en el límite de su campo de visión y su recuerdo le tenía el corazón encogido.

Su estómago protestaba de hambre, pero antes de bajar a la cafetería, quería localizar a algún médico que le dijese cómo seguía Stig. Durante la noche, se despertó cada vez que oyó pasos en el pasillo, preparada para recibir la visita de un doctor que, con expresión grave, les diese una mala noticia. Sin embargo, nadie fue a despertarlas, de modo que supuso que la ausencia de novedades era, en este caso, indicio de buenas noticias. De todas formas, quería informarse, así que salió al pasillo preguntándose desorientada dónde buscar al médico. Una enfermera que pasaba por allí le indicó cómo hallar la sala de personal.

Consideró un instante si no debería encender el móvil y llamar a Niclas para preguntar por Albin, pero decidió esperar hasta haber hablado con el médico. Probablemente, padre e hijo aún estarían durmiendo y no quiso arriesgarse a despertarlos, pues sabía que Albin se pasaría todo el día molesto si lo arrancaban del sueño antes de tiempo.

Asomó la cabeza por la puerta que le había indicado la enfermera y tosió discretamente para llamar la atención. Había un hombre alto que hojeaba el periódico mientras tomaba café. Por lo que Niclas le había contado, el que un médico tuviese tiempo de sentarse a leer el periódico era un fenómeno insólito, y se sintió un poco cortada al pensar que lo molestaría. Pero recordó lo que había ido a preguntar y volvió a carraspear un poco más alto. En esta ocasión, el hombre la oyó, alzó la vista y preguntó:

– ¿Sí?

– Verá…, mi padrastro, Stig Florin, ingresó ayer y no sabemos nada desde anoche. Quería preguntar cómo está.

¿Fueron figuraciones suyas o detectó una expresión extraña en el semblante del doctor? En cualquier caso, el hombre se rehízo enseguida y su gesto desapareció tan rápido como había asomado a su rostro.

– Stig Florin. Sí, hemos estabilizado su estado durante la noche y ahora está despierto.

– ¿De verdad? -dijo Charlotte muy contenta-. ¿Podemos pasar a verlo? Mi madre también está aquí.

Una vez más advirtió la misma expresión extraña. Charlotte empezaba a preocuparse pese a lo alentador de la noticia. ¿Le estaría ocultando algo el médico?

Al facultativo parecía costarle contestar:

– Pues…, yo creo que no es muy conveniente. Aún está bastante débil y necesita descansar.

– Ya, pero al menos mi madre podrá entrar a verlo un rato. No creo que resulte perjudicial, más bien al contrario, con lo que se quieren…

– Sí, claro, me lo imagino -respondió el médico-. Pero me temo que deben tener paciencia. En estos momentos, Stig no puede recibir visitas.

– ¿Por qué?

– Tendrán que esperar -dijo el médico bruscamente.

Charlotte empezaba a irritarse. ¿Acaso nadie les enseñaba durante la carrera cómo tratar a los familiares de los enfermos? El comportamiento de aquel hombre rayaba en la impertinencia. Ya podía agradecerle a su buena estrella que fuese ella y no Lilian la que había ido a hablar con él. Si hubiese tratado así a su madre, se le habrían caído las orejas con el sermón. Charlotte, en cambio, era consciente de lo blandengue que podía llegar a ser en ocasiones como aquélla y, en efecto, volvió enseguida al pasillo susurrando una vaga respuesta antes de salir.

Se preguntaba qué le diría a su madre. La actitud del médico había sido bastante extraña. Algo no iba bien, pero no tenía la menor idea de qué estaba pasando. Tal vez Niclas pudiera explicárselo. Decidió correr el riesgo de despertarlos y marcó el número de casa en el móvil. Esperaba que Niclas supiese tranquilizarla. De hecho, ya empezaba a pensar que habían sido figuraciones suyas.


Después de la reunión, Patrik cogió el coche y se dirigió a Uddevalla. Le resultaba imposible sentarse a esperar sin más. Algo tenía que hacer. Se pasó todo el camino sopesando las distintas opciones. Todas le parecían igual de desagradables.

Le habían indicado el camino hasta la unidad en cuestión, pero aun así se perdió varias veces hasta encontrar el sitio. ¡Qué difícil era siempre dar con lo que uno buscaba en un hospital! Claro que seguramente se debería a su pésimo sentido de la orientación. Erica, en cambio, era la intérprete de mapas de la familia. A veces le daba la impresión de que tuviese un séptimo sentido para saber cuál era el camino que debían tomar.

Encontró a una enfermera en el pasillo y le preguntó:

– Estoy buscando a Rolf Wiesel. ¿Dónde puedo encontrarlo?

La mujer señaló al final del pasillo. Él vio a un hombre alto con una bata blanca que se alejaba en dirección contraria. Patrik dijo en voz alta:

– ¿Doctor Wiesel?

El hombre se dio media vuelta.

– ¿Sí?

Patrik se le acercó y le dio la mano.

– Patrik Hedström, de la policía de Tanumshede. Hablamos anoche.

– Sí, claro -dijo el médico agitando con vehemencia la mano de Patrik-. Que sepa que llamó justo a tiempo. No teníamos ni idea de qué tratamiento aplicar y, sin dar con el adecuado, me temo que lo habríamos perdido.

– Me alegro -respondió Patrik.

Se sentía turbado y, al mismo tiempo, orgulloso ante el entusiasmo del médico: después de todo, uno no salvaba una vida todos los días.

– Entre, podemos hablar aquí -le dijo el doctor Wiesel señalando con la mano la puerta de la sala de personal.

El médico entró primero, seguido de Patrik.

– ¿Quiere un café?

– Sí, gracias -respondió.

Había olvidado tomarse una taza en la comisaría. Tenía tantas cosas en la cabeza que incluso algo tan fundamental en sus rutinas matinales había caído en el olvido.

Se sentaron ante la mesa de la cocina, pegajosa y llena de restos, y saborearon el café, que resultó ser casi tan malo como el de la comisaría.

– Lo siento, me temo que está recalentado -dijo el doctor Wiesel.

Patrik le hizo un gesto para indicarle que no tenía importancia.

– Bueno, dígame, ¿cómo llegó a la conclusión de que nuestro paciente estaba siendo envenenado con arsénico? -preguntó el médico lleno de curiosidad.

Patrik le explicó que, mientras veía el programa de Discovery de la noche anterior, relacionó lo que en él se decía con cierta información que tenía.

– Ya, verá, lo de los envenenamientos no es de lo más habitual, por eso nos estaba costando identificarlo -explicó el doctor Wiesel meneando la cabeza.

– ¿Cuál es ahora el pronóstico?

– Sobrevivirá. Claro que tendrá secuelas de por vida. Lo más probable es que lleve mucho tiempo ingiriendo arsénico sin saberlo, y parece que la última vez la dosis fue masiva. Pero todo eso lo veremos más adelante.

– ¿Analizando el pelo y las uñas? -preguntó Patrik, que había pillado algún que otro dato durante el programa de televisión.

– Exacto. El arsénico se sedimenta en el cuerpo justo en las uñas y en el pelo, y si analizamos la cantidad y la comparamos con la rapidez a la que crecen el pelo y las uñas, podemos establecer con bastante exactitud cuándo ha ingerido el arsénico e incluso la magnitud de las dosis.

– ¿Han evitado que lo vean?

– Sí, desde anoche, en cuanto constatamos que, en efecto, estaba siendo envenenado con arsénico. Nadie puede verlo salvo el personal médico pertinente. Por cierto, su hijastra vino hace un rato a preguntar por él, pero le dije que se encontraba estable y que no podían visitarlo aún.

– Bien -convino Patrik.

– ¿Saben quién…? -preguntó el médico intentando ser discreto.

Patrik reflexionó un instante antes de responder.

– Sí, bueno, tenemos nuestras sospechas y espero verlas confirmadas a lo largo del día de hoy.

– Claro, es importante que una persona capaz de hacer algo así no ande suelta. El envenenamiento por arsénico presenta síntomas especialmente dolorosos previos a la muerte. Implica un sufrimiento indecible para la víctima.

– Eso he visto -respondió Patrik-. Creo que existe una enfermedad que puede confundirse con los efectos del arsénico.

El médico asintió:

– Sí, la de Guillain-Barré. El propio sistema inmune empieza a atacar los nervios del cuerpo y destruye la mielina. El resultado son unos síntomas muy parecidos a los del envenenamiento por arsénico. Si no hubiera llamado, es bastante probable que hubiéramos dado ese diagnóstico.

Patrik sonrió.

– Sí, a veces uno tiene suerte. -Pero enseguida recobró la gravedad de su semblante-. En fin, ya le digo, procure que nadie entre a verlo mientras nosotros hacemos nuestro trabajo esta tarde.

Se estrecharon la mano y Patrik salió al pasillo. Por un instante, le pareció distinguir la figura de Charlotte al fondo. Después, la puerta se cerró tras él.

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