5.

Strömstad, 1923.

No era la primera vez que se escapaba de casa. Resultaba tan fácil.

Abrió la ventana, subió al tejado y bajó por el árbol de copa frondosa que había junto a la casa.

Trepar no le costó nada. Aunque, tras mucho sopesarlo, decidió abstenerse de llevar falda, pues le podía dificultar la bajada por el árbol; así que se puso un par de pantalones estrechos por abajo y un poco más amplios por los muslos.

Era como si la arrastrase una gran ola a la que ni podía ni quería oponer resistencia. Sentir una atracción tan fuerte por alguien la aterraba tanto como la complacía, y comprendió que los enamoramientos pasajeros que antes había tomado en serio no habían sido más que juegos de niños. Lo que ahora experimentaba eran sentimientos de una mujer madura y eran más poderosos de lo que jamás pudo sospechar.

Durante las muchas horas de reflexión a las que se había dedicado desde aquella mañana, tuvo la clarividencia suficiente para comprender que era su añoranza del fruto prohibido la responsable de buena parte del ardor que encendía su pecho. Pero, con independencia del porqué, allí estaba el sentimiento y ella no tenía costumbre de negarse nada a sí misma y, desde luego, tampoco pretendía empezar ahora. En realidad no tenía ningún plan. Sólo la conciencia de lo que quería y de que lo quería ya. Jamás había tenido que ocuparse de las consecuencias y las cosas siempre habían tendido a solucionarse, al menos para ella, de modo que ¿por qué no iban a hacerlo también en este caso?

Ni se le pasó por la cabeza que él no la quisiera. Aun no había conocido a un solo hombre que quedase indiferente a su persona. Los hombres eran como las manzanas; ella sólo tenía que extender el brazo para cogerlos, por mucho que estuviese dispuesta a reconocer que aquella manzana entrañaba algo más de riesgo que las demás. Incluso los hombres casados a los que, sin que su padre lo supiera, había besado y en algunos casos incluso les había permitido que fuesen más lejos, resultaban más seguros que el hombre con el que se disponía a encontrarse. En efecto, todos ellos pertenecían a su misma clase social y, si bien en un principio habría sido un escándalo que se conocieran sus citas con alguno de ellos, se habría juzgado con cierta indulgencia casi de inmediato. Pero un hombre de la clase trabajadora…, un picapedrero. Esa idea no se le había ocurrido a nadie. Sencillamente, esas cosas no sucedían.

Sin embargo, ella estaba harta de los hombres de su clase. Pusilánimes, sosos, de mano blanda y voz chillona. Ninguno de ellos era hombre del modo en que lo era aquel al que había conocido aquella mañana. Se estremecía sólo con recordar la sensación de su mano rugosa sobre su piel.

No le fue fácil averiguar dónde vivía. No sin despertar sospechas. A pesar de ello, consiguió la dirección echando una ojeada a las nóminas en un momento en que nadie la veía, y después supo cuál era su habitación mirando discretamente de ventana en ventana.

La primera piedra no provocó ninguna reacción, así que aguardó unos minutos, temiendo despertar a la casera. Pero nadie se movió en el interior. Admiró su propio aspecto a la clara luz de la luna. Había elegido ropa oscura y sencilla para no provocar un contraste demasiado evidente a su lado y, por la misma razón, se había trenzado el cabello y lo había recogido en un moño, uno de los sencillos peinados que solían llevar las mujeres de los trabajadores. Satisfecha con el resultado, tomó otra piedra del sendero de gravilla y la arrojó contra la ventana. Ahora sí advirtió la reacción de alguien que se movía en la oscuridad y, por un segundo, se le paró el corazón. El frenesí de la cacería le subió la adrenalina y sintió cómo se le encendían las mejillas. Cuando él abrió la ventana intrigado, Agnes se ocultó tras las lilas que la cubrían parcialmente y respiró hondo. La caza podía empezar.


* * *

Salió del despacho de Mellberg con pesadumbre y paso cansino. «¡Mierda de tío!», fue la idea madura y bien formulada que acudió a su mente. Sabía perfectamente que el comisario le había impuesto a Ernst sólo por fastidiar. Si no fuese tan terriblemente trágico, sería casi cómico. Así de absurdo.

Patrik entró en el despacho de Martin desvelando con la expresión de todo su cuerpo que las cosas no habían ido como tenían pensado.

– ¿Qué te ha dicho? -preguntó Martin con un mal presentimiento.

– Por desgracia, no puede prescindir de ti. Debes seguir trabajando con el asunto de la liga de ladrones de coches. En cambio, sí que parece que podía prescindir de Ernst sin problemas.

– Estás de broma -dijo Martin en voz baja, puesto que Patrik no había cerrado la puerta al entrar-. ¿Ernst y tú vais a trabajar juntos?

Patrik asintió abatido.

– Eso parece. Si supiéramos quién es el asesino, podríamos mandarle un telegrama felicitándolo. Esta investigación se irá al traste a menos que consiga mantenerlo apartado tanto como pueda.

– ¡Mierda! -exclamó Martin.

Patrik sólo pudo coincidir con él. Tras unos minutos de silencio, se levantó dándose una palmada en los muslos en un intento por concitar algo de entusiasmo.

– En fin, no hay más que ponerse manos a la obra.

– ¿Por dónde piensas empezar?

– Pues lo primero será informar a los padres de la pequeña sobre el curso de los acontecimientos y, con mucha delicadeza, empezar a hacer preguntas.

– ¿Te llevarás a Ernst? -preguntó Martin escéptico.

– Más bien no, pensaba intentar escaparme solo. Espero poder informarlo un poco más tarde de que tiene otro compañero.

Pero cuando salió al pasillo, comprobó que Mellberg había arruinado sus planes.

– ¡Hedström! -le retumbó en los oídos la voz quejosa y chillona de Ernst.

Por un instante sopesó la posibilidad de volver corriendo a esconderse en el despacho de Martin, pero al final contuvo un impulso tan infantil. Al menos uno de los dos policías del equipo tenía que comportarse como un adulto.

– ¡Aquí estoy! -dijo haciendo una seña con la mano a Lundgren, que se acercaba echando humo.

Alto y escuálido, y con una permanente expresión de insatisfacción, no podía decirse que fuese un espectáculo muy agradable. Lo que mejor sabía hacer era lamer traseros y patear cabezas; para el auténtico trabajo policial no tenía ni la capacidad ni la voluntad necesarias. Por si fuera poco, tras el incidente del verano anterior, Patrik lo consideraba directamente peligroso por su temeridad y su deseo de destacar. Y ahora se veía obligado a cargar con Lundgren, así que fue a su encuentro lanzando un hondo suspiro.

– Acabo de hablar con Mellberg. Me dijo que la niña fue asesinada y que tú y yo dirigiremos la investigación.

Patrik se preocupó enseguida. Esperaba de todo corazón que Mellberg no le hubiese engañado.

– Lo que creo que Mellberg te dijo es que yo dirigiría la investigación y que tú trabajarías conmigo. ¿No es eso? -le preguntó Patrik con voz aterciopelada.

Lundgren bajó la mirada, pero no con tanta habilidad como para que Patrik dejase de advertir un destello de odio en sus ojos. Sólo lo había dicho por si colaba.

– Sí, bueno, quizá fue eso lo que dijo -admitió indignado-. En fin, ¿cuándo empezamos…, jefe?

Ernst pronunció la última palabra con un marcado desprecio y Patrik cerró los puños, presa de la más honda frustración. Llevaban cinco minutos trabajando juntos y ya se moría de ganas de estrangular a aquel tipo.

– Vamos a mi despacho.

Patrik entró primero y se sentó ante su escritorio. Ernst se acomodó enfrente y cruzó sus interminables piernas.

Diez minutos después, Ernst ya tenía toda la información y ambos tomaron sus cazadoras dispuestos a salir rumbo a la casa de los padres de Sara.

El viaje hasta Fjällbacka transcurrió en medio de un incómodo silencio. No tenían nada que decirse. Cuando giraron por la cuesta para acceder a la entrada de la casa, reconoció enseguida el carrito. Su primer pensamiento fue: «¡Mierda!». Pero lo revisó rápidamente. Tal vez fuese positivo para la familia que Erica estuviese allí. Al menos para Charlotte. Ella era la que más le preocupaba, no tenía ni idea de cómo recibiría la noticia de la que era portador. La gente reaccionaba de formas muy distintas. Él incluso se había encontrado con casos en que los familiares opinaban que era mejor saber que la persona que amaban había sido asesinada y no pensar que la muerte le había sobrevenido a consecuencia de un accidente. Eso les proporcionaba un culpable, algo sobre lo que descargar su dolor. Pero no sabía si los padres de Sara reaccionarían así.

Con Ernst pisándole los talones, Patrik llamó a la puerta con discreción. Fue a abrirles la madre de Charlotte, visiblemente indignada. Tenía manchas rojas en la cara y un brillo acerado en los ojos que animó a Patrik a desear no tener nunca ninguna diferencia con aquella señora.

Al reconocer a Patrik, no obstante, la mujer hizo un esfuerzo manifiesto por controlarse y adoptó una expresión inquisitiva.

– ¿La policía? -preguntó al tiempo que se apartaba para dejarlos pasar.

Patrik estaba a punto de presentarle al colega cuando Ernst le interrumpió:

– Ya nos conocemos.

A modo de saludo, Ernst hizo un gesto al que Lilian respondió con otro idéntico.

«Claro -se dijo Patrik-, ¿cómo no? Con la cantidad de denuncias que se han puesto Lilian y el vecino, la mayoría de los policías de la comisaría deben de conocerla a estas alturas.» Aunque hoy el asunto era algo más grave que una desavenencia con el vecino.

– ¿Podemos pasar un momento? -preguntó Patrik.

Lilian asintió y encabezó la marcha en dirección a la cocina, donde hallaron a Niclas sentado a la mesa también con las marcas de la indignación en el rostro. Patrik miró a su alrededor buscando a Charlotte y a Erica. Niclas lo adivinó y explicó:

– Erica está ayudando a Charlotte a ducharse.

– ¿Cómo se encuentra? -quiso saber Patrik mientras Lilian les servía café a él y a Ernst, y ponía las tazas en la mesa.

– Ha estado totalmente ida, pero la visita de Erica ha obrado milagros. Es la primera vez que se ducha y se cambia de ropa desde… -Niclas dudó un segundo-, desde que sucedió.

Patrik se debatía consigo mismo. ¿Debía hablar con Niclas y Lilian a solas y dejar que Erica cuidase de Charlotte? ¿Tendría la madre de la víctima la fuerza suficiente para estar presente?

Se decantó por la segunda opción. Si se había levantado y, además, contaba con el apoyo de la familia, debería ir bien. Y, después de todo, Niclas era médico.

– ¿Qué quieren? -preguntó éste turbado mirando alternativamente a Ernst y a Patrik.

– He pensado que podríamos esperar hasta que Charlotte este presente.

Tanto Lilian como Niclas parecieron contentarse con aquella respuesta, aunque intercambiaron una mirada difícil de interpretar. Transcurrieron cinco minutos en el más absoluto silencio pues, en aquellas circunstancias, no cabía entablar una conversación neutra.

Patrik miró a su alrededor. Era una cocina agradable, pero claramente gobernada por una perfeccionista de proporciones desmesuradas. Todo estaba de un limpio reluciente y en perfecto orden riguroso. Un poco diferente de la cocina de su casa, acertó a pensar, en cuyo fregadero solía reinar ahora el caos más absoluto y cuyo cubo de basura rebosaba de paquetes de comida rápida para preparar en el micro. Entonces oyó que se abría una puerta y apareció Erica con Maja durmiendo en brazos seguida de Charlotte, recién duchada. La expresión de sorpresa de Erica cedió enseguida a otra de preocupación, mientras Charlotte se apoyaba en el brazo que tenía libre su amiga y, con su ayuda, se dirigía a una de las sillas de la cocina. Patrik no sabía cuál era el aspecto de Charlotte justo antes, pero ahora tenía algo de color en las mejillas, su mirada era clara y no parecía perturbada por las pastillas.

– ¿Qué hacen aquí? -preguntó con voz aún ronca tras varios días de alternar entre el llanto y el silencio.

Miró a Niclas, que se encogió de hombros indicando que tampoco él sabía nada.

– Queríamos esperar a que llegase antes de… -explicó Patrik torpemente al tiempo que buscaba la mejor manera de exponer lo que tenía que decir.

Por suerte, Ernst no dijo nada y dejó que Patrik se encargase de todo.

– Hemos recibido nueva información en relación con la muerte de Sara.

– ¿Algo sobre el accidente? ¿Qué? -preguntó Lilian alterada.

– Parece que no fue un accidente.

– ¿Cómo que parece? ¿Fue o no fue un accidente? -inquirió Niclas con un tono de manifiesta frustración.

– No, no fue un accidente. Sara murió asesinada.

– ¿Asesinada? ¿Cómo? Pero si se ahogó… -Charlotte estaba desconcertada y Erica le agarró la mano.

Maja seguía durmiendo en el regazo de su madre, ignorante de lo que sucedía a su alrededor.

– La ahogaron, pero no en el mar. El forense no encontró agua del mar en sus pulmones, tal y como era de esperar, sino agua dulce, seguramente de una bañera.

El silencio que se apoderó de la estancia fue como una explosión.

Patrik miró nervioso a Charlotte mientras Erica buscaba inquieta su mirada. Patrik comprendió que la familia se hallaba en estado de absoluta conmoción y comenzó a hacer preguntas para, poco a poco, devolverlos a la realidad, pues pensaba que era lo mejor en aquellos momentos. O, al menos, así lo esperaba. En cualquier caso, era su trabajo y se veía obligado, tanto por Sara como por su familia, a iniciar el interrogatorio.

– En fin, el caso es que necesitamos revisar los datos de que dispongan en relación con el horario de todo lo que hizo Sara aquella mañana. ¿Quién de ustedes la vio por última vez?

– Yo -respondió Lilian-. Yo fui la última en verla. Charlotte estaba en el sótano descansando y Niclas se había ido a trabajar, así que yo me quedé con los niños un rato. Poco después de las nueve, Sara dijo que se iba a casa de Frida. Ella misma se puso el abrigo y se despidió antes de salir -refirió Lilian en un tono vacío y mecánico.

– ¿Podría precisar algo más ese «poco después de las nueve»? ¿Eran las nueve y veinte? ¿Las nueve y cinco? ¿Más o menos cerca de las nueve? Cada minuto puede ser importante -advirtió Patrik.

Lilian hizo memoria.

– Creo que eran más o menos las nueve y diez, pero no puedo asegurarlo.

– De acuerdo, comprobaremos con los vecinos si alguno la vio por si podemos precisar la hora -dijo mientras anotaba algo en su bloc. Luego prosiguió-: Y a partir de aquel momento, ninguno de ustedes la vio.

Todos negaron sin decir nada.

Ernst irrumpió bruscamente con una pregunta:

– ¿Qué estaban haciendo los demás a esa hora?

Patrik lanzó para sí una maldición por los métodos tan poco diplomáticos del colega.

– Ernst quiere decir que, por pura rutina, hemos de preguntarles lo mismo a usted, Niclas, y también a Charlotte. Pura rutina, ya digo, sólo para poder descartarles de la investigación lo antes posible.

A juzgar por la reacción general, su intento de parecer algo más suave que el colega surtió efecto.

Tanto Niclas como Charlotte respondieron sin la menor alteración de ánimo, tras aceptar la explicación de Patrik a una pregunta tan incómoda.

– Yo estaba en el centro médico -aclaró Niclas-. Empecé a trabajar a las ocho.

– ¿Y Charlotte? -preguntó Patrik.

– Como ha dicho mi madre, estaba abajo, en el sótano, descansando. Tenía migraña -respondió Charlotte con asombro, como si le sorprendiese que, un par de días antes, la migraña le hubiera parecido un gran problema en su vida.

– Stig también estaba en casa. Estaba durmiendo arriba. Lleva un par de semanas guardando cama -puntualizó Lilian, que parecía seguir ofendida por el hecho de que Patrik y Ernst se hubiesen atrevido a preguntar qué estaban haciendo los miembros de su familia cuando desapareció la pequeña.

– Ah, sí, Stig. También tendremos que hablar con él más adelante, aunque por ahora puede esperar -dijo Patrik, que se vio obligado a admitir que había olvidado por completo al marido de Lilian.

Se hizo un largo silencio interrumpido por el llanto de un niño, procedente de una de las habitaciones. Lilian se levantó para ir a buscar a Albin que, como Maja, llevaba todo el rato durmiendo. El pequeño estaba aún medio adormilado y llegó a la cocina con su habitual expresión de gravedad, en brazos de Lilian. La abuela volvió a sentarse y dejó que el niño jugase con la cadena de oro que llevaba puesta.

Ernst hizo amago de volver a preguntar, pero una mirada amenazadora de Patrik lo frenó y Patrik continuó con la misma discreción.

– ¿Hay alguien, cualquiera que sea, que se les ocurra que pudiera querer dañar a Sara?

Charlotte lo miró atónita y preguntó a su vez, con la voz siempre ronca:

– ¿Quién habría querido hacerle daño a Sara? ¡Sólo tenía siete años! -en este punto se le quebró la voz, pero logró dominarse con un visible esfuerzo.

– O sea, que no se les ocurre ningún móvil, nadie que deseara perjudiciales, nada por el estilo…

La última pregunta movió a Lilian a pronunciarse de nuevo. Las manchas rojas de ira que salpicaban su rostro cuando los policías llegaron volvieron a aflorar.

– ¡Alguien que quiera perjudicarnos! Desde luego que sí. Sólo hay una persona que encaje en esa descripción: nuestro vecino Kaj. Odia a nuestra familia y lleva años haciendo todo lo posible por convertir nuestra existencia en un infierno.

– Mamá, no seas tan simple -la reconvino Charlotte-. Kaj y tú lleváis muchos años de desavenencias, pero ¿por qué iba él a querer hacerle daño a Sara?

– Ese hombre es capaz de cualquier cosa. Es un psicópata, que lo sepas. Y si no, fíjate en su hijo Morgan. No está bien de la cabeza y la gente como él puede hacer cosas inimaginables. Mira la que están organizando todos esos locos que han soltado de los manicomios. Si aquí hubiese alguien con sentido común, él también debería estar encerrado.

Niclas posó una mano en su brazo para calmarla, aunque sin el menor éxito. Albin gimoteaba inquieto al oír el tono de sus voces.

– Kaj me odia sólo porque, por fin, ha dado con alguien capaz de contradecirlo. ¡Se cree muy importante porque ha sido director ejecutivo y porque tiene dinero, y por eso cree que él y su mujer pueden mudarse aquí a que los tratemos como una especie de personajes de la realeza! ¡Y, además, no tiene la menor consideración, así que a mí no me extraña nada de lo que pueda ocurrírsele a ese hombre!

– Déjalo ya, mamá -intervino Charlotte con la voz firme y recriminando a su madre con la mirada-. ¡No es el momento de dar un espectáculo!

La irrupción de su hija la hizo callar, aunque con los labios apretados de indignación. Sin embargo, no osó contradecir a Charlotte.

– En fin -terció Patrik vacilante y algo impresionado por el estallido de Lilian-. Aparte de su vecino, ¿no conocen a nadie que tenga nada contra su familia?

Todos dijeron que no y Patrik cerró el bloc.

– Bien, en ese caso, no tenemos más preguntas por el momento. De nuevo, siento mucho lo ocurrido y lamento su pérdida.

Niclas asintió y se levantó para acompañar a los policías a la puerta. Patrik se volvió hacia Erica.

– ¿Te quedas o quieres que te llevemos?

Sin apartar la mirada de Charlotte, le respondió:

– Me quedaré aquí un rato más.

Ya fuera de la casa, Patrik lanzó un hondo suspiro.


Oía las voces, cuyo volumen subía y bajaba en la primera planta. Se preguntaba quién o quiénes serían. Como de costumbre, nadie se molestó en informarle de lo que sucedía. Aunque quizá fuese mejor. A decir verdad, no estaba seguro de tener fuerzas para enfrentarse a todos los detalles de lo ocurrido. En cierto modo, era más agradable estar allí acostado, como en una concha, y dejar que el cerebro procesara tranquilamente todos los sentimientos que había desatado en él la muerte de Sara. Su enfermedad, curiosamente, hacía que le resultara más fácil enfrentarse a ese dolor. El padecimiento físico reclamaba su atención en todo momento, relegando parte del sufrimiento del alma.

Stig se dio la vuelta en la cama con mucho esfuerzo y clavó la mirada perdida en la pared. Amaba a aquella niña como si hubiese sido su propia nieta. Claro que su carácter podía resultar difícil, pero nunca cuando iba a verlo a él. Era como si, de forma instintiva, la pequeña intuyese la enfermedad que lo aniquilaba poco a poco y le mostrase respeto por ello. Seguramente, ella era la única que sabía lo grave que era. Ante los demás, siempre se esforzaba por no mostrar hasta qué punto sufría. Tanto su padre como su abuelo paterno habían arrastrado una muerte deplorable y humillante en una habitación abarrotada de hospital, un destino que él pensaba hacer lo imposible por evitar. De ahí que, ante Lilian y Niclas, se las arreglase siempre para reunir las últimas reservas de energía y exhibir una fachada más o menos temperada. Y se diría que la enfermedad colaboraba para ayudarle a mantenerse lejos del hospital. De vez en cuando se recuperaba, tal vez algo más cansado y débil de lo normal, pero del todo capaz de funcionar en el día a día. Luego recaía otra vez y tenía que guardar cama un par de semanas. Niclas se mostraba cada vez más preocupado, pero por suerte Lilian había logrado convencerlo de que estaba mejor en casa.

Su mujer era, en verdad, un regalo divino. Claro que habían tenido sus enfrentamientos durante los seis años largos que llevaban casados y que podía ser una mujer muy dura, pero era como si lo más dulce y lo mejor de su persona saliese a relucir cuando lo atendía y lo cuidaba a él. Desde que enfermó, vivieron una relación de perfecta simbiosis. A ella le encantaba cuidarlo y a él que ella lo cuidase. Ahora le costaba creer que hubiesen estado a punto de tomar caminos separados.

Aunque no había mal que por bien no viniese, solía decirse a sí mismo. Pero eso fue antes de que les sobreviniese el peor de todos los males posibles. En la desgracia presente, no podía hallar ningún beneficio.

La pequeña había comprendido cuál era su estado. Aún podía sentir el calor de su dulce mano en la mejilla. Solía sentarse al borde de la cama y charlar sobre lo que le había sucedido durante el día, y él iba asintiendo atento a su discurso. No la trataba como a una niña, sino como a un igual.

Y ella lo agradecía.

No alcanzaba a comprender que ya no estuviese.

Cerró los ojos y dejó que el dolor lo transportase sobre una nueva y poderosa ola.

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