13.

Fjällbacka, 1924.

No se dijeron ni una palabra durante el viaje a Fjällbacka.

Después de tantas veladas juntos, después de haberse susurrado al oído noche tras noche, ahora no tenían ni una sola palabra que decirse. Al contrario, estaban tensos como soldaditos de plomo, mirando al frente, cada uno perdido en sus propias cavilaciones.

Agnes sintió que el mundo se derrumbaba a su alrededor. ¿De verdad se había despertado aquella misma mañana en la gran cama de su hermosa habitación, en la flamante mansión en la que había vivido toda su vida? ¿Cómo era posible que ahora se viese en el tren, con una maleta en las rodillas, camino a una vida de miseria con un hombre del que ya no quería saber nada? Apenas soportaba tenerlo delante. En un momento del viaje, Anders hizo un intento de consolarla tomándole la mano, pero ella la rechazó asqueada y esperaba que no volviese a intentarlo.

Cuando, varias horas más tarde, se detuvieron ante el barracón que sería su hogar común, Agnes se negó a bajar del coche en un primer momento. Se quedó allí, incapaz de moverse. Paralizada ante la suciedad que la rodeaba y el griterío de los mocosos mugrientos que correteaban curiosos alrededor del coche. Simplemente, aquélla no podía ser su vida. Por un instante estuvo tentada de pedirle al cochero que la llevase de nuevo a la estación de ferrocarril, pero comprendió que era una empresa imposible. ¿Adónde iría? Su padre le había dejado más que claro que no quería saber nada de ella, y servir en algún sitio era una idea que no habría considerado siquiera, aun sin estar embarazada. Se le habían cerrado todas las puertas, salvo la que conducía a aquella sucia y ruinosa casa.

A punto de echarse a llorar, por fin bajó del coche e hizo un mohín al notar que se le hundía el pie en el barro. Y no mejoraba la situación el hecho de que llevase sus preciosos zapatos rojos con la punta descubierta: la humedad y el barro le mojaron las medias y los dedos. Por el rabillo del ojo vio cómo la gente apartaba las cortinas para permitir que sus ojos curiosos contemplasen el espectáculo. Agnes se irguió. Que mirasen hasta quedarse ciegos, pues. ¿Qué le importaba a ella lo que pensaran y opinaran? Simples siervos, eso es lo que eran, y seguramente no habían visto a una verdadera dama en su vida. En fin, no sería la suya una larga estancia en aquel lugar. Ya se ingeniaría el modo de salir de allí; jamás se había visto antes en una situación de la que no pudiese salir con sus encantos o con mentiras.

Resuelta, tomo la maleta y fue trastabillando hasta el barracón.


* * *

En la pausa matinal, Patrik y Gösta le contaron a Martin y a Annika lo que había pasado el día anterior. Ernst no solía aparecer antes de las nueve de la mañana y Mellberg consideraba que compartir los descansos con el personal podía minar su imagen de jefe, de modo que se quedaba en su despacho.

– ¿Pero esa mujer no comprende que eso es tirar piedras contra su propio tejado? -preguntó Annika-. Debería estar más interesada en que os concentrarais en buscar al asesino en lugar de seguir con esos líos -continuó, como un eco de lo que Patrik y Gösta se habían dicho el día anterior.

Patrik meneó la cabeza y añadió:

– No entiendo si lo que le pasa es que no ve más allá de sus narices o si, sencillamente, está loca. Pero lo mejor es que lo olvidemos. Con un poco de suerte, logramos infundirle cierto temor ayer, así que no volverá a hacerlo. ¿Tenemos algo más con lo que seguir adelante?

Nadie dijo una palabra. La ausencia de pruebas y de pistas con las que trabajar era alarmante.

– ¿Cuándo dijiste que tendríamos los resultados del Instituto Forense? -preguntó Annika rompiendo el tenso silencio reinante.

– El lunes -respondió Patrik.

– ¿La familia está totalmente libre de sospecha? -quiso saber Gösta, que los observaba a todos sin dejar de beber café.

Patrik recordó de pronto el extraño tono de Erica la noche anterior, cuando él sacó a relucir las coartadas de la familia. Además, había algo a lo que él había estado dándole vueltas; ahora sólo faltaba saber de qué se trataba…

– Por supuesto que no -contestó-. La familia siempre se encuentra entre los sospechosos, pero no hay nada concreto sobre lo que indagar.

– ¿Cómo son sus coartadas? -preguntó Annika.

La joven se sentía por lo general bastante al margen de las investigaciones, por lo que solía agradecer los momentos en que tenía la posibilidad de enterarse de lo que pasaba con más detalle.

– Verosímiles, pero por comprobar aún, diría yo -respondió Patrik antes de levantarse para ir a la cocina por más café-. Charlotte se pasó la mañana acostada en la planta baja, pues tenía una crisis de migraña. Stig también estaba dormido, según él mismo dice. Se había tomado un somnífero y no tenía ni idea de lo que pasó. Lilian estaba en casa cuidando del pequeño Albin y despidió y vio salir a Sara. Y Niclas estaba en el trabajo.

– Es decir, que la mayoría de ellos no tiene una coartada segura -dijo Annika secamente.

– Tienes razón -opinó Gösta-. Hemos tenido muchos reparos a la hora de emplearnos duro con ellos, pero sus datos son cuestionables, de eso no cabe duda. Aparte de Niclas, nadie puede confirmar su coartada.

¡Eso! Eso era lo que le había estado corroyendo el subconsciente. Patrik empezó a caminar nervioso de un lado a otro.

– No es posible que Niclas estuviese en su trabajo. ¿No lo recuerdas? -le preguntó a Martin, que lo miraba sin comprender-. No hubo forma de localizarlo aquella mañana. Y tardó casi dos horas en aparecer en su casa. ¿Acaso sabemos dónde estuvo? ¿Y por qué mintió después diciendo que estaba en el centro médico?

Martin no sabía qué responder. ¿Cómo se les había escapado aquello?

– ¿No deberíamos interrogar también a Morgan, al hijo del vecino? Sea verdad o no, hay una serie de denuncias presentadas contra él por merodear y fisgar por las ventanas para ver a Lilian desnuda, según la información. Aunque vete tú a saber por qué alguien querría ver algo así -dijo Gösta dando otro sorbo de café al tiempo que los miraba maliciosamente.

– Esas denuncias son muy antiguas y, como tú insinúas, no habrá mucho de verdad en ellas, especialmente después de lo que ocurrió ayer.

Patrik oía su propia impaciencia. No estaba muy seguro de querer perder el tiempo indagando en las mentiras de Lilian, ni en las antiguas ni en las nuevas.

– Por otro lado, ya hemos constatado que no tenemos demasiado con lo que trabajar… -apuntó Gösta con las palmas de las manos extendidas.

Tres pares de ojos se quedaron mirándolo atónitos, pues no era propio de él tomar la iniciativa.

Pero justo por lo insólito del hecho, tal vez deberían escucharlo. Con la intención de apoyar lo que acababa de decir, Gösta añadió:

– Además, si no recuerdo mal, desde la cabaña del chico se ve la casa de los Florin, de modo que quizá observó algo aquella mañana.

– Tienes razón -admitió Patrik, que no pudo evitar sentirse algo estúpido.

Debería haber pensado en que Morgan podía al menos ser un testigo potencial.

– Bien, haremos lo siguiente: tú y Martin hablaréis con Morgan Wiberg, yo y… -aquí guardó silencio, pero enseguida se obligó a pronunciar el nombre-, y Ernst le echaremos un vistazo más de cerca al padre de Sara y nos veremos todos aquí a primera hora de la tarde.

– ¿Y yo? ¿Hay algo que yo pueda hacer? -preguntó Annika.

– Estate atenta al teléfono. A estas alturas, la prensa ha debido de sacar algo ya y, si hay suerte, alguien llamará para dar información útil.

Annika asintió y se levantó para dejar la taza en el lavaplatos. Los demás la imitaron y Patrik fue a su despacho para aguardar la llegada de Ernst. En primer lugar, tendría una conversación con él sobre la importancia de ser puntual en el trabajo, en especial con una investigación de asesinato en curso.


Mellberg sentía que el destino se acercaba a pasos agigantados. Sólo quedaba un día. La carta seguía en el primer cajón. No había osado volver a mirarla. Además, se la sabía de memoria. Le sorprendía que los sentimientos que abrigaba fuesen tan contradictorios. Su primera reacción había sido de ira, desconfianza y furia. Pero poco a poco también empezó a abrigar una esperanza. Y dicha esperanza lo sorprendió por completo. Siempre había considerado que su vida era casi perfecta, al menos hasta que lo trasladaron a aquel agujero. A partir de ahí, se vio obligado a admitir que le había ido un poco cuesta arriba, pero aparte del ascenso del que se consideraba merecedor, no creía que le faltase nada. Claro que la vergonzosa historia de Irina le proporcionó motivos para pensar que quizá deseara más cosas en la vida, pero no tardó en echar al olvido aquel episodio sin importancia.

Para él siempre había sido una cuestión de orgullo no necesitar a nadie. La única persona con la que había tenido una relación íntima y con la quería tener una relación íntima era su querida madre, y ella ya había dejado este mundo. Pero aquella carta significaba que las cosas tal vez pudieran cambiar.

Sentía su respiración pesada y dificultosa, y también una mezcla de miedo y de impaciente curiosidad. Por un lado, quería que aquel día pasara cuanto antes para que la incertidumbre de hoy se viese sustituida por la certeza de mañana. Sin embargo, al mismo tiempo quería que el día pasara tan despacio que casi se detuviese.

Alguna vez consideró la posibilidad de ignorarlo todo, arrojar la carta a la papelera y esperar que el problema se resolviera solo, pero sabía que no funcionaría.

Con un suspiro, puso los pies sobre la mesa y cerró los ojos. Mejor sería esperar pacientemente y ver qué traía el día de mañana.


Gösta y Martin pasaron con discreción por delante de la gran casa, deseosos de no ser vistos cuando se dirigían a la cabaña. Ninguno de los dos estaba de humor para un enfrentamiento con Kaj y querían tener la oportunidad de hablar con Morgan tranquilos, sin la intervención de los padres. Además, el muchacho era adulto, de modo que no había razón para que ninguno de los progenitores estuviera presente.

Morgan tardó un rato en salir. Tanto, que ya empezaban a dudar de que estuviese en casa. No obstante, finalmente les abrió un hombre pálido y rubio de unos treinta años.

– ¿Quiénes son? -inquirió con voz monótona, sin que su cara mostrase la expresión que solía acompañar a aquella pregunta.

– Somos de la policía -dijo Gösta, presentándose a sí mismo y después a Martin-. Estamos haciendo preguntas por la vecindad acerca de la muerte de Sara.

– Ya -replicó Morgan aún inexpresivo y sin hacer amago de apartarse para dejarlos pasar.

– ¿Podemos entrar para hablar con usted? -dijo Martin, que empezaba a sentirse algo incómodo en presencia del extraño joven.

– Prefiero que no. Son las diez y yo trabajo de nueve a once y cuarto. Luego almuerzo, de once y cuarto a doce; y sigo trabajando de doce a dos y cuarto. Entonces voy a tomar café y galletas a casa de mis padres hasta las tres. Vuelvo al trabajo hasta las cinco. Ceno. Luego son las noticias de las seis en la dos, luego a las siete en la cuatro, luego a las siete y media en la uno y luego otra vez en la dos a las nueve. Y después me voy a dormir.

Seguía hablando en el mismo tono uniforme y como si no hubiese respirado durante la extensa explicación. Su voz sonaba además un tanto alta, chillona, y Martin intercambió una mirada fugaz con Gösta.

– Parece que tiene el horario completo -dijo Gösta-. Pero comprenderá que es muy importante que hablemos con usted, así que le agradeceríamos que se tomase unos minutos.

Morgan pareció reflexionar un instante, pero al final decidió complacerlos. Se hizo a un lado y los dejó pasar, sin ocultar que le molestaba profundamente que alterasen su rutina.

Martin se quedó perplejo al entrar. La cabaña constaba de una única y minúscula habitación que parecía servir de oficina y dormitorio, e incluso tenía un rincón para cocinar. Estaba limpia, pulcra y ordenada salvo por un detalle. Había montones de revistas. Entre las pilas había formado pequeños senderos que posibilitaban el tránsito por la habitación. Un caminito hasta la cama, otro hasta los ordenadores y otro hasta la cocina. Por lo demás, el suelo estaba atestado. Martin observó las portadas y vio que eran revistas de informática de distinto tipo. A juzgar por las portadas, llevaba muchos años coleccionándolas. Algunas parecían nuevas, mientras que otras tenían muchos años de uso.

– Le interesa la informática -comentó Martin.

Morgan lo miró sin responder a tal obviedad.

– ¿A qué se dedica? -preguntó Gösta para romper el molesto silencio que reinaba en el ambiente.

– Hago juegos de ordenador. Fantasía, más que nada -respondió Morgan antes de dirigirse hacia las computadoras, como buscando refugio.

Entonces Martin se dio cuenta de que caminaba con movimientos nerviosos y torpes; estuvo a punto de tirar alguna de las pilas de revistas junto a las que pasaba, pero de alguna manera logró evitarlo y finalmente pudo sentarse sin incidentes ante uno de los ordenadores. Morgan miraba inexpresivo a Martin y a Gösta que, desconcertados, seguían de pie en medio del desorden preguntándose cómo continuar con el interrogatorio de aquel extraño individuo. Resultaba difícil dar con lo que era, pero algo raro tenía.

– ¡Qué interesante! -exclamó Martin-. Yo siempre me he preguntado cómo se crean todos esos mundos fantásticos. Quienes los hacen deben de tener una imaginación portentosa.

– Yo no invento los juegos. Los hacen otros y yo los codifico. Yo tengo Asperger -añadió Morgan secamente.

Martin y Gösta intercambiaron otra mirada aún más desconcertados.

– Asperger -repitió Martin-. Lo siento, no sé lo que es.

– No, la mayoría no sabe lo que es -aseguró Morgan-. Es una forma de autismo en la que, por lo general, tienes un nivel de inteligencia entre normal y muy alto. Yo lo tengo alto. Incluso muy alto -añadió impasible, sin hacer valoración alguna-. A los que tenemos Asperger nos cuesta entender cosas como las expresiones de la cara, las comparaciones, la ironía y los tonos de voz. Y eso nos dificulta la integración social.

Sonaba como si estuviera leyéndolo en un libro y a Martin le costó seguir su explicación.

– De modo que yo no puedo crear los juegos, puesto que eso implica ser capaz de imaginar los sentimientos de otras personas y esas cosas. Sin embargo, soy uno de los mejores programadores de Suecia -continuó, siempre como una constatación, sin el menor rastro de fanfarronería ni de orgullo.

A su pesar, Martin quedó fascinado. Él jamás había oído hablar de ese síndrome hasta aquel momento, y al escuchar las aclaraciones de Morgan, sintió un vivo interés por el asunto. Sin embargo, habían acudido allí con una misión que cumplir y más les valía ponerse manos a la obra.

– ¿Hay algún sitio donde podamos sentarnos? -preguntó mirando a su alrededor.

– En la cama -respondió Morgan señalando la vieja cama que había contra una de las paredes.

Con mucho cuidado, Gösta y Martin esquivaron los montones de revistas y se sentaron en el borde de la cama. Gösta tomó la palabra en primer lugar.

– Ya sabes lo que ocurrió el domingo pasado en casa de los Florin. ¿Viste algo especial aquella mañana?

Morgan no respondió, sino que siguió mirándolos inexpresivo. Martin cayó en la cuenta de que «algo especial» tal vez fuese demasiado abstracto para él e intentó reformular la pregunta de un modo más concreto. No alcanzaba a imaginar siquiera lo difícil que debía de resultar funcionar en la sociedad si uno no era capaz de interpretar los mensajes implícitos en los procesos de comunicación de las personas.

– ¿Viste cuándo se fue la pequeña? -aventuró con la esperanza de que fuese lo bastante exacto para que Morgan pudiese responder.

– Sí, la vi salir -dijo Morgan sin añadir nada más, pues no era consciente de que se esperase algo más de lo que se preguntaba estrictamente.

Martin había empezado a cogerle la onda y precisó un poco más:

– ¿A qué hora la viste salir?

– Salió a las nueve y diez -respondió Morgan, siempre con la misma voz chillona.

– ¿Viste a alguien más aquella mañana? -preguntó Gösta.

– Sí -dijo Morgan.

– ¿A quién y a qué hora? -intervino Martin para adelantarse a Gösta.

Más que ver, intuía que el colega empezaba a sentir cierta frustración ante tan extraño sujeto.

– Vi salir a Niclas a las ocho menos cuarto -respondió Morgan.

Martin iba anotando cuanto decía, pues no dudó ni por un instante que las indicaciones horarias fuesen exactas.

– ¿Conocías a Sara?

– Sí.

Gösta empezaba a retorcerse de impaciencia y Martin se apresuró a ponerle la mano en el brazo a modo de advertencia. Algo le decía que un arrebato emocional no surtiría un efecto positivo en sus posibilidades de sacarle a Morgan la mayor cantidad posible de información.

– ¿De qué la conocías?

Aquella pregunta no provocó en Morgan más que una mirada vacía, por lo que Martin la reformuló. Jamás antes había reparado en lo difícil que resultaba ser exacto al hablar, ni hasta qué punto confiábamos por lo general en que el interlocutor comprendía lo que queríamos decir.

– ¿Venía a la cabaña de vez en cuando?

Morgan asintió.

– Alteraba mi rutina. Llamaba a la puerta cuando yo estaba trabajando y quería entrar. Tocaba mis cosas. Una vez se enfadó porque le dije que se marchase y tiró uno de mis montones de revistas.

– Es decir, ¿no te gustaba? -preguntó Martin.

– Alteraba mis rutinas. Y tiraba mis pilas -repitió Morgan y, seguramente, no podía expresar nada más próximo a las emociones que en él provocaba la niña.

– Y su abuela, ¿cómo te cae?

– Lilian es una mala persona. Es lo que dice mi padre.

– Dice que tú has estado merodeando por su parcela y mirando por las ventanas. ¿Es cierto?

Morgan asintió sin dudar.

– Sí, es cierto. Sólo quería mirar, pero mi madre se enfadó cuando se lo conté. Me dijo que no podía hacer esas cosas.

– ¿De modo que dejaste de hacerlo? -preguntó Gösta.

– Sí.

– ¿Porque tu madre te dijo que eso no se hace? -preguntó Gösta en un tono burlón que a Morgan le pasó inadvertido.

– Sí, mi madre me dice siempre lo que se puede hacer y lo que no. Solemos practicar cosas que se pueden decir y hacer. Ella me enseña que, cuando la gente dice una cosa, puede estar queriendo decir otra distinta. Si no le hago caso, digo o hago lo que no debo. -Morgan miró el reloj-. Son las diez y media. A esta hora suelo estar trabajando.

– No te molestamos más -dijo Martin poniéndose de pie-. Sentimos haber alterado tu rutina, pero la policía no siempre puede tener consideración con esas cosas.

Morgan pareció contentarse con esa explicación. De hecho, ya había vuelto al ordenador.

– Cerrad bien la puerta al salir -les advirtió-. De lo contrario, el viento la abre.

– ¡Menudo chiflado! -exclamó Gösta mientras cruzaban el jardín en dirección al coche, que habían dejado aparcado en una perpendicular.

– A mí me ha parecido muy interesante -aseguró Martin-. No había oído hablar del Asperger en mi vida, ¿y tú?

Gösta soltó una risita.

– No, desde luego no es algo que existiera en mis tiempos. Ahora hay tantos diagnósticos raros…, pero a mí me basta y me sobra con el diagnóstico de idiota.

Martin lanzó un suspiro y se sentó al volante. Gösta no era ningún humanista, de eso no cabía duda. Algo inquietaba el subconsciente de Martin.

Algo que le hizo dudar de que hubiesen formulado las preguntas adecuadas. Luchó unos minutos con su terca memoria, pero al final tuvo que abandonar. Serían figuraciones suyas.


El centro médico se hallaba envuelto en una neblina gris y en el aparcamiento sólo había un vehículo. Ernst, aún malhumorado por la reprimenda que Patrik le había soltado por sus retrasos, salió del coche y se dirigió hacia la puerta a grandes zancadas. Patrik cerró el coche de un portazo, irritado como estaba, y lo siguió medio a la carrera. ¡Joder, aquello era como tratar con un niño pequeño!

Pasaron por delante de la ventanilla de la farmacia y giraron a la izquierda, hacia el centro de salud. No vieron a nadie y se oía el eco de sus pasos en el pasillo. Por fin se cruzaron con una enfermera a la que preguntaron por Niclas. La mujer les informó de que estaba con un paciente, pero terminaría en diez minutos; los invitó a sentarse. A Patrik le resultaba fascinante lo similares que parecían ser las salas de espera de todos los centros de salud. Los mismos muebles de madera, tan aburridos y con una tapicería horrenda, las mismas reproducciones absurdas en las paredes y las mismas revistas de siempre. Se puso a hojear una que se llamaba Guía de salud y quedó perplejo ante la cantidad de enfermedades que al parecer existían, pero sobre las que Patrik no había oído hablar jamás. Ernst se sentó tan lejos de él como pudo y tamborileaba en el suelo con el pie de un modo enervante. De vez en cuando, Patrik lo sorprendía mirándolo con rabia, pero a él no le afectaba lo más mínimo. Ernst podía pensar lo que le viniera en gana con tal de que cumpliese con su obligación.

– El doctor ya está libre -anunció la enfermera.

Les indicó el camino a la consulta en la que Niclas aguardaba tras una mesa atestada de papeles.

Parecía agotado. Se levantó y les estrechó la mano, intentado exhibir una sonrisa de bienvenida.

Sin embargo, la sonrisa jamás llegó a expresarse en sus ojos, sino que se congeló en un gesto de angustia.

– ¿Alguna novedad en la investigación? -preguntó.

Patrik negó con la cabeza.

– Estamos trabajando a toda máquina, pero por ahora no ha dado mucho fruto. Aunque lo dará -dijo con la esperanza de infundirle confianza.

En su interior, no obstante, la incertidumbre crecía cada vez con más fuerza. En esta ocasión estaba lejos de sentirse seguro de conseguir nada.

– ¿Qué puedo hacer por ustedes? -preguntó Niclas cansado, pasándose la mano por el rubio cabello.

Patrik reparó en que el hombre que tenía ante sí parecía hecho para la portada de cualquiera de esas novelas románticas sobre amables enfermeras y médicos guapos. Incluso en estas circunstancias, conservaba el encanto y Patrik no podía más que figurarse la atracción que ejercería sobre las mujeres. Por lo que le había oído decir a Erica, ese hecho no había influido positivamente en su relación con Charlotte.

– Tenemos algunas preguntas que hacerle sobre dónde se encontraba usted el lunes pasado por la mañana.

Fue Patrik quien tomó la palabra, pues Ernst seguía mudo y enojado; además, hizo caso omiso de las miradas de Patrik animándolo a ser un poco más participativo.

– ¿Ah, sí? -preguntó Niclas aparentemente impasible.

Sin embargo, Patrik creyó advertir cierto nerviosismo en su mirada.

– Nos dijo que estaba en el trabajo.

– Sí, salí a las ocho menos cuarto, como de costumbre -confirmó Niclas.

En esta ocasión fue imposible no percibir un eco de preocupación en su voz.

– Pues eso es lo que no acabamos de explicarnos -continuó Patrik en un último intento por involucrar a Ernst.

Éste, no obstante, seguía mirando fijamente la ventana que daba al aparcamiento.

– Nosotros estuvimos intentando localizarlo aquella mañana durante un par de horas. Y no estaba aquí. Seguramente podremos comprobarlo con la enfermera -sugirió Patrik al tiempo que señalaba la puerta con la mano-. Supongo que tiene anotado su horario y que podrá confirmar que usted estaba aquí la mañana en cuestión.

Niclas se retorcía nervioso en la silla y ya empezaba a correrle el sudor por las sienes. Pese a todo, se esforzaba por parecer impertérrito y Patrik hubo de reconocer que hizo un buen trabajo cuando, con bastante calma, respondió:

– Sí, exacto, ahora lo recuerdo. Me tomé un par de horas libres para ir a ver unas casas que había en venta. No le dije nada a Charlotte para darle una sorpresa.

Aquella explicación habría sonado verosímil de no haber sido por la tensión que Patrik percibió bajo la calma con que la expuso. Ni por un instante creyó las palabras de Niclas.

– ¿Podría ser un poco más preciso? ¿Qué casas estuvo viendo?

En el rostro de Niclas se dibujó una sonrisa forzada, como si quisiera ganar tiempo.

– Tendría que mirarlo, no me acuerdo exactamente -dijo alargando la frase.

– No creo que haya tantas casas en venta al mismo tiempo en esta zona. Al menos sabrá en qué barrios estuvo, ¿no?

Patrik seguía presionándolo con sus preguntas y notó que Niclas se ponía cada vez más nervioso. No sabía qué habría estado haciendo aquel lunes por la mañana, pero desde luego no había ido a ver casas.

Siguieron unos minutos de silencio. Era evidente que la mente de Niclas hervía pensando cómo salvar la situación. De pronto, Patrik se percató de que se relajaba y se venía abajo. Ahora tal vez consiguiesen algo.

– Yo… -se le entrecortó la voz y comenzó de nuevo-. Yo no quisiera que Charlotte se enterase.

– No podemos prometerle nada, pero las cosas tienden a salir a la luz tarde o temprano. De este modo tiene la oportunidad de dar su versión antes de que oigamos la de otra persona.

– Pero… es que no lo comprenden. Destrozaría a Charlotte si…

Volvió a quebrársele la voz y, pese a que Patrik sospechaba por dónde iban los tiros, no podía dejar de sentir cierta compasión por Niclas.

– Ya le digo, no podemos prometer nada.

Aguardó a que Niclas venciese su angustia y se animase a continuar. De pronto le vino a la mente el recuerdo de la dulce y linda Charlotte, y la compasión se mezcló con un sentimiento de rechazo. A veces se avergonzaba de pertenecer al género masculino.

– Yo… -comenzó Niclas con un carraspeo- he conocido a una persona.

– ¿Y quién es esa persona? -preguntó Patrik.

Ya había renunciado a la esperanza de que Ernst interviniese en la conversación, aunque el colega había dejado de observar la ventana para centrar todo su interés en el objeto del interrogatorio.

– Jeanette Lind.

– ¿La propietaria de la tienda de regalos de Galärbacken? -preguntó Patrik evocando la figura de una mujer morena, menuda y con muchas curvas.

Niclas asintió.

– Sí, esa Jeanette. Llevamos… -una vez más, la misma vacilación en la voz de Niclas-, llevamos un tiempo viéndonos.

– ¿Cuánto es «un tiempo»?

– Un par de meses, quizá tres.

– ¿Y cómo se las han arreglado? -preguntó Patrik con auténtica curiosidad.

Jamás logró explicarse que la gente que tenía aventuras amorosas encontrase tiempo para ello.

Ni que se atreviesen a hacerlo. Sobre todo en un pueblo tan pequeño como Fjällbacka, donde bastaba que un coche estuviese aparcado ante una puerta más de cinco minutos para que empezasen a circular rumores.

– A veces a la hora del almuerzo. Otras, yo decía que me quedaba a hacer horas extras. En alguna ocasión aducía una visita urgente a casa de un enfermo…

Patrik tuvo que contenerse para no darle una bofetada, pero los sentimientos personales no tenían cabida en aquellas circunstancias. Estaban allí para aclarar la cuestión de su coartada.

– Y el lunes pasado sencillamente se tomó un par de horas libres por la mañana para ir a ver a… Jeanette.

– Sí -respondió Niclas con voz ronca-. Dije que iba a hacer una ronda de visitas a domicilio que había ido retrasando, pero que estaría localizable en el móvil por si se presentaba alguna urgencia.

– Pero no lo estaba. Hicimos varios intentos de dar con usted a través de la enfermera y no contestaba al móvil.

– Me había olvidado de ponerlo a cargar. Se apagó poco después de que saliera del centro médico, pero no me di cuenta.

– ¿Y a qué hora se fue del centro médico para verse con su amante?

El término surtió el mismo efecto que un latigazo en la cara, pero no protestó, sino que, pasándose las manos por el cabello, respondió dejando entrever su cansancio:

– Justo después de las nueve y media, creo. Tenía horario de atención telefónica de ocho a nueve y luego estuve adelantando trabajo administrativo durante media hora más o menos. Así que salí de aquí entre y media y menos veinte, diría yo.

– Y lo localizamos cerca de la una. ¿Fue entonces cuando volvió al centro médico?

Patrik se esforzaba por mantener un tono neutro, pero no podía evitar imaginarse a Niclas en la cama con su amante mientras su hija estaba muerta en el mar. Lo mirase como lo mirase, la situación no le ofrecía una imagen amable de Niclas Klinga.

– Sí, así es. Debía empezar a pasar consulta a la una, así que volví sobre la una menos diez.

– Comprenderá que tendremos que hablar con Jeanette para verificar lo que acaba de decirnos -le advirtió Patrik.

Niclas asintió resignado y reiteró su ruego:

– Procuren mantener a Charlotte fuera de todo esto, la destrozaría por completo.

«¿Y no deberías haber pensado en ello antes?», se dijo Patrik, aunque para sus adentros.

Seguramente, Niclas ya lo habría pensado más de una vez en los últimos días.

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