Strömstad, 1923.
No se habría atrevido a decirlo en voz alta, pero a veces pensaba que era una suerte que su madre hubiese muerto cuando ella nació. De ese modo se quedó con su padre para ella sola y, por lo que había oído decir de su madre, no le habría sido tan fácil dominarla. Pero su padre no tenía fuerzas para negarle nada a su hija huérfana de madre. Una circunstancia de la que Agnes era perfectamente consciente y que utilizaba al máximo. Algunos parientes y amigos bienintencionados intentaron hacérselo ver a su padre, pero, aunque el hombre hacía esfuerzos moderados por decirle que no a su princesita, tarde o temprano ganaba la batalla su bello rostro de grandes ojos que tan fácilmente dejaban rodar lagrimones por sus mejillas. Llegado ese extremo, el corazón paterno solía ceder y la joven se salía con la suya.
El resultado fue que en aquel momento, a la edad de diecinueve años, era una joven consentida y muchos de los amigos que había tenido a lo largo de los años se atreverían a decir de ella sin miramientos que tenía un punto de maldad. Por lo general eran las chicas las que solían dejarse caer con semejante aserto. Los chicos, según había notado Agnes, no veían más allá de su bello rostro, sus grandes ojos y la larga y abundante melena que siempre movió a su padre a darle cuanto pedía.
La casa de Strömstad era una de las más fastuosas. Estaba en la cima de la colina, con vistas al mar, y la compraron en parte con la herencia de la fortuna de su madre y en parte con el dinero que su padre había ganado en el negocio de la piedra. Estuvo a punto de perderlo todo en una ocasión, durante la huelga de 1914, cuando los picapedreros se alzaron como un solo hombre contra las grandes compañías. Pero se restauró el orden y, después de la guerra, los negocios volvieron a florecer y la cantera de Krokstrand, a las afueras de Strömstad, trabajaba al máximo para poder hacer sus entregas, ante todo, a Francia.
A Agnes no le interesaba mucho de dónde salía el dinero. Había nacido rica y siempre había vivido como tal, y si el dinero era heredado o ganado con esfuerzo la traía sin cuidado, siempre que le permitiese comprar joyas y vestidos bonitos. No todo el mundo lo veía así y ella lo sabía. Sus abuelos acogieron con horror el día en que su hija se casó con el padre de Agnes. Era un nuevo rico de familia pobre, de esos que no encajaban bien en grandes eventos, sino a los que se veían obligados a invitar en la mayor sencillez, con la sola asistencia de los más próximos a la familia. E incluso aquellas reuniones resultaban vergonzosas. Los humildes no sabían cómo comportarse en finos salones y la conversación resultaba lamentablemente pobre. Los abuelos jamás lograron comprender qué vio su madre en August Stjernkvist, o en Persson, que era su apellido real. Ellos no se dejaron engañar por su intento de ascender en el escalafón social mediante un simple cambio de apellido. Sin embargo estaban felices con su nieta y, desde que su hija había muerto de forma tan repentina en el parto, competían con su padre por mimarla.
– Querida, me voy a la oficina.
Agnes se volvió cuando su padre entró en la habitación. Llevaba un rato tocando el gran piano que había frente a la ventana, más que nada porque sabía que aquella postura ponía de relieve su buen porte. No tenía especial talento para la música; pese a las costosas clases de piano que recibió desde pequeña, apenas era capaz de leer las notas que tenía en la partitura.
– Papá, ¿has pensado en lo del vestido que te enseñé el otro día? -le preguntó con mirada suplicante. Comprobó que su padre se debatía entre el deseo de decirle que no y su incapacidad para ello.
– Bonita mía, si te acabo de traer uno de Oslo…
– Ya, pero está forrado, papá. No querrás que vaya a la fiesta del sábado con un vestido forrado con el calor que hace, ¿verdad?
Agnes frunció el entrecejo, disgustada, a la espera de su reacción. Si, contra todo pronóstico, su padre oponía más resistencia, recurriría al temblor de labios y, si eso tampoco resultaba, las lágrimas solían ganar la partida. En cualquier caso, aquella mañana su padre parecía cansado y no creyó que fuese necesario. Como de costumbre, acertó.
– Bueno, venga, baja a la tienda y encárgalo. Pero que sepas que a tu viejo padre le saldrán canas un día con tus caprichos -le contestó meneando la cabeza, aunque no pudo evitar una sonrisa cuando ella se le acercó dando saltitos para darle un beso en la mejilla.
– Anda, vuelve a sentarte y practica tus escalas. Puede que te pidan que toques algo el sábado, así que mejor será que te prepares.
Encantada y obediente, Agnes se sentó de nuevo en la banqueta del piano y se puso a tocar. Se lo imaginaba perfectamente. Las miradas de todos quedarían prendadas de ella frente al piano, luciendo su nuevo vestido rojo al resplandor vacilante de la luz de las velas.
Por fin empezaba a ceder la migraña. La cinta de hierro que le atenazaba la frente se aflojaba poco a poco y ya se veía capaz de abrir los ojos. En el piso de arriba reinaba el silencio. Perfecto.
Charlotte se dio la vuelta en la cama y cerró los ojos, disfrutando al sentir que el dolor daba paso a una relajada sensación en todo el cuerpo.
Después de descansar un rato, se sentó despacio en el borde de la cama y se masajeó las sienes. Aún las tenía un poco doloridas después de la crisis y sabía por experiencia que le duraría un par de horas.
Albin estaría durmiendo la siesta arriba, de modo que podía esperar sin remordimientos antes de levantarse. Bien sabía Dios que necesitaba todo el descanso a su alcance. El creciente estrés de los últimos meses había aumentado la frecuencia de las migrañas, que le absorbían las últimas reservas de energía.
Decidió llamar a su hermana de desgracias para ver cómo estaba. Aunque ella se sentía muy estresada en aquellos momentos, no podía dejar de preocuparse por el estado de Erica. No hacía mucho que se conocían; empezaron a charlar después de toparse varias veces en la calle cuando iban de paseo con los carritos. Erica con Maja y Charlotte con su hijo Albin de ocho meses.
Después de constatar que vivían a un tiro de piedra la una de la otra, se vieron prácticamente a diario, pero Charlotte se sentía cada vez más preocupada por su nueva amiga. Cierto que no la había conocido antes de que tuviese hijos, pero su intuición le decía que la apatía y el abatimiento que ahora sufría casi siempre no le eran propios. Charlotte llegó incluso a abordar discretamente el tema de la depresión posparto con Patrik, pero él rechazó la idea aduciendo que todo se debía al esfuerzo por adaptarse a la nueva situación y que todo se arreglaría en cuanto se iniciara en las nuevas rutinas.
Echó mano del teléfono que tenía en la mesilla y marcó el número de Erica.
– Hola, soy Charlotte.
Erica sonaba adormilada y lánguida, y Charlotte no pudo evitar preocuparse. Algo andaba mal.
– Muy, muy mal.
Después de unos minutos, Erica empezó a hablar algo más animada. También a Charlotte le resultaba muy agradable charlar un rato y posponer unos minutos lo inevitable: subir al piso de arriba y encontrarse con la realidad que la aguardaba.
Como si hubiese intuido lo que sentía, Erica le preguntó cómo iba la búsqueda de vivienda.
– Despacio. Demasiado despacio. Niclas está siempre trabajando, o al menos eso me parece a mí, y nunca tiene tiempo de ir a mirar. Además, tampoco hay mucho entre lo que elegir ahora, de modo que tendremos que quedarnos aquí una temporada más -respondió dejando escapar un largo suspiro.
– Ya verás cómo se arregla.
Erica intentaba consolarla, pero Charlotte no confiaba mucho en su pronóstico. Ella, Niclas y los niños ya llevaban seis meses viviendo en casa de su madre y de Stig, y, tal y como estaban las cosas, se quedarían allí otros seis meses. Charlotte no estaba segura de poder soportarlo. Más llevadero era para Niclas, que trabajaba largas jornadas en el centro médico, de la mañana a la noche; pero para ella, que se pasaba todo el día encerrada en casa con los niños, era insufrible.
En teoría, todo sonó muy bien cuando Niclas lo propuso. Había una vacante de médico de distrito en Fjällbacka y, después de cinco años en Uddevalla, se sentían animados a cambiar de aires.
Además, Albin venía de camino como un último intento por salvar su matrimonio, y pensaron que por qué no dar un giro a su vida y empezar de nuevo. Cuanto más hablaba Niclas del asunto, mejor le parecía. Y lo de contar fácilmente con la canguro ahora que iban a tener dos hijos también resultaba bastante atractivo. Sin embargo, la realidad no tardó en imponerse. A Charlotte no le llevó más de unos días recordar exactamente por qué se había marchado de casa con tanta urgencia. Por otro lado, algunas cosas habían cambiado, tal y como ellos esperaban; pero de eso no podía hablar con Erica por más que quisiera, sino que debía mantenerlo en secreto pues, de lo contrario, destrozaría a toda su familia.
La voz de Erica interrumpió sus pensamientos.
– ¿Y cómo van las cosas con tu madre? ¿Consigue sacarte de quicio?
– Y que lo digas. Todo lo hago mal. Soy demasiado estricta con los niños, soy demasiado blanda con los niños, les pongo demasiada ropa o demasiado poca, los alimento poco o los inflo demasiado, estoy demasiado gorda, soy demasiado dejada… Una lista interminable que me tiene hasta la coronilla.
– ¿Y Niclas?
– Ah, no, Niclas es perfecto a ojos de mi madre. Se pasa el día aleteando a su alrededor, mimándolo y compadeciéndolo por tener una esposa tan poca cosa. Por lo que a ella se refiere, Niclas lo hace todo bien.
– ¿Pero él no se da cuenta de cómo te trata?
– Si él no está nunca en casa, ya te digo. Y, además, ella se porta mejor delante de él… ¿Sabes lo que me dijo ayer cuando se me ocurrió quejarme? «Por favor, Charlotte, ¿no podrías comportarte un poco?» ¡Comportarme! ¿Te das cuenta? Si me esmero un poco más, me aniquilaré del todo. Me enfadé tanto que no le he vuelto a hablar desde entonces. Así que ahora estará en el trabajo compadeciéndose a sí mismo por tener una mujer tan poco razonable. No es de extrañar que esta mañana me despertase con la migraña del siglo.
Un ruido en el piso de arriba la obligó a levantarse sin querer.
– Oye, creo que tengo que ir a encargarme de Albin. De lo contrario, mi madre empezará a soltar su rollo de mártir… Pero me pasaré esta tarde con unos dulces para el café. Me he dedicado a hablar de lo mío y ni siquiera te he preguntado cómo estás tú. Nos vemos luego.
Colgó, se peinó un poco, respiró hondo y subió las escaleras. No era esto lo que ella esperaba.
No era esto lo que esperaba en absoluto. Se había tragado montañas de libros sobre lo de tener hijos y ser padres, pero ninguno la había preparado para la realidad a la que ahora se enfrentaba. Y a decir verdad, sentía que todo lo escrito sobre el tema era más bien parte de un complot. Los autores hablaban de las hormonas de la felicidad y de cómo una flotaba sobre una nube rosa al tener a su hijo en los brazos y, por supuesto, sentía un amor absolutamente subversivo por aquella pequeña criatura nada más verla. Claro que en algún aparte mencionaban la posibilidad de que la nueva madre se sintiera algo mas cansada que antes, pero hasta esa circunstancia venía envuelta en un romántico halo y se presentaba como parte del maravilloso paquete que era la maternidad.
«¡Mentira podrida!», era la sincera opinión de Erica después de dos meses ejerciendo de madre.
Engaños, propaganda y, simplemente, un absurdo. En toda su vida se había sentido tan cansada, irritada, frustrada y desgastada como desde que nació Maja. Y tampoco experimentó ese amor inmenso cuando le pusieron en el regazo aquel bulto rojizo, chillón y, para ser sincera, bastante feo. Aunque los sentimientos maternos empezaron a surgir poco a poco y sin esfuerzo, tenía la sensación de que un extraño había invadido el hogar que compartían ella y Patrik, y había momentos en que lamentaba haber tomado la decisión de tener hijos. Estaban tan a gusto solos…, pero se rindieron al egoísmo humano y al deseo de ver reproducida la excelencia de sus genes, lo que cambió su vida de golpe y la redujo a ella a una máquina de producir leche con servicio de veinticuatro horas.
Cómo podía ser tan glotona una criatura tan pequeña era algo que sobrepasaba su entendimiento. Siempre andaba colgada de los pechos de Erica que, cargados de leche, parecían tener vida propia. Su físico en general no era para tirar cohetes. Cuando llegó a casa del hospital, aún parecía estar embarazada y los kilos no desaparecían con la rapidez que habría deseado. Su único consuelo era que también Patrik había engordado durante el embarazo y comía como una lima, de modo que ahora él tenía, como ella, unos kilos más en la barriga.
Por fortuna, los dolores habían desaparecido casi por completo, pero se sentía sudorosa, fofa y deplorable a todas horas. Sus piernas llevaban varios meses sin ver una cuchilla y necesitaba desesperadamente ir a cortarse el pelo y ponerse unos reflejos que cubriesen el tono grisáceo de su, por lo general, rubia y larga melena. Los ojos de Erica brillaron soñadores hasta que la realidad vino a empañarlos. ¿Cómo demonios iba a hacer tal cosa? ¡Oh, cuánto envidiaba a Patrik! Al menos él podía disfrutar del mundo real, del mundo de los adultos, durante ocho horas al día. Ella, en cambio, últimamente no gozaba más que de la compañía de Ricki Lake y Oprah Winfrey, haciendo zapping con el control remoto mientras Maja chupaba, chupaba y chupaba sin cesar.
Patrik le aseguraba que preferiría estar en casa con ella y con Maja antes que acudir al trabajo, pero sus ojos le decían a Erica que en realidad sentía un gran alivio al poder huir de su pequeño mundo por unas horas. Y lo comprendía. Al mismo tiempo, aquello hacía crecer en ella una sensación de amargura. ¿Por qué iba a tirar sola de una carga tan pesada consecuencia de una decisión común y que debería ser un proyecto común? ¿No debería él soportar tanto peso como ella misma?
Así, todos los días controlaba la hora a la que le había dicho que volvería a casa. Con que se retrasara sólo cinco minutos, hervía de irritación y, si sobrepasaba ese tiempo, Patrik podía contar con una buena bronca. En cuanto entraba por la puerta, le soltaba a Maja en los brazos y su llegada a casa coincidía con una de las escasas interrupciones de los pases de la niña colgada del pecho, así que Erica caía rendida en la cama y se ponía unos tapones en los oídos para no tener que oír el llanto durante un rato.
Erica lanzó un suspiro con el teléfono aún en la mano. Era desastroso. De todos modos, los ratos de charla con Charlotte suponían siempre un bienvenido paréntesis en medio de tanto aburrimiento. Como madre de dos hijos, ella constituía un fuerte apoyo y siempre sabía tranquilizarla. Y por vergonzoso que fuese, también le resultaba un consuelo oírle contar sus desdichas en lugar de concentrarse en las propias.
Claro que en su vida había otras fuentes de preocupación: su hermana Anna. Desde que Maja nació, sólo había hablado con ella en contadas ocasiones y tenía la sensación de que algo andaba mal. La notaba apagada y distante cuando hablaban por teléfono, pero Anna le aseguraba que todo iba bien. Y Erica estaba tan inmersa en su propia niebla que no tenía fuerzas para sonsacar a su hermana. Pero estaba convencida de que algo no marchaba.
Removía la sopa con energía. En aquella casa, ella tenía que hacerlo todo. Cocinar, limpiar y cuidar de los niños. Por lo menos Albin al fin se había dormido. Su semblante se dulcificó al pensar en el nieto. Era una criatura adorable; apenas se la oía. No como su hermana, desde luego. En su frente se perfiló una arruga y removió con renovada determinación, hasta el punto de que la sopa salpicó fuera de la olla, cayó en los fogones, chisporroteó y se quemó.
Lilian ya había preparado una bandeja con un vaso, un plato hondo y una cuchara. Retiró la olla del fuego con cuidado y volcó el caldo en el plato. Aspiró el aroma del humo y sonrió satisfecha.
Sopa de pollo, era la favorita de Stig. Esperaba que comiese con apetito.
Con mucho cuidado, subió las escaleras haciendo equilibrio con la bandeja y abrió la puerta con el codo. Aquel eterno subir y bajar escaleras, pensó irritada. Un día se caería y se rompería una pierna; entonces se darían cuenta de lo difícil que era prescindir de ella, que era la que lo hacía todo, como una esclava. En aquel momento, por ejemplo, Charlotte estaba en el piso de abajo haciendo el vago, con la débil excusa de su migraña. Así que migraña… Si alguien tenía migraña allí era ella. Sencillamente, no comprendía cómo aguantaba Niclas. Todo el día trabajando sin parar en el centro médico y haciendo cuanto podía por mantener a la familia para luego llegar a casa, al piso de abajo, donde parecía que hubiesen dejado caer una bomba. Que estuviesen allí temporalmente no significaba que no hubiese que tener las cosas limpias y ordenadas. Y además Charlotte tenía el descaro de pedirle a su marido que le ayudase con los niños al llegar a casa, cuando lo que debía hacer era dejarlo descansar ante el televisor tras una larga jornada laboral y mantener a los niños apartados en la medida de lo posible. No era de extrañar que la niña mayor fuese tan imposible; claro, cuando veía la falta de respeto con que su madre trataba a su padre, no podía ser de otra manera.
Subió con paso decidido el último tramo de escaleras hasta el piso de arriba y entró en el cuarto de invitados con la bandeja. Allí había instalado a Stig cuando se puso enfermo, pues resultaba imposible tenerlo en el dormitorio quejándose y lamentándose toda la noche. Para poder cuidarlo como debía, ella tenía que procurar dormir bien.
– ¿Querido? -dijo empujando la puerta despacio-. Ya está bien de dormir; aquí te traigo un poco de sopa. Tu favorita sopa de pollo.
Stig respondió con una débil sonrisa.
– Ahora no tengo hambre, quizá más tarde -le respondió agotado.
Ella le ayudó a incorporarse un poco en la cama y se sentó en el borde, a su lado. Le fue dando de comer como si se tratase de un niño, limpiándole de vez en cuando las gotas de la boca.
– ¿Ves? ¿A que no está nada mal? Yo sé exactamente lo que necesitas, cariño, y, si te alimentas bien, no tardarás en recuperarte.
Una vez más, Stig respondió con la misma sonrisa indiferente. Lilian le ayudó a acostarse de nuevo y le tapó las piernas con la manta.
– ¿Y el médico?
– Pero, querido, ¿lo has olvidado? Ahora el médico es Niclas; tenemos al doctor en casa. Seguro que esta noche viene a verte. Además, me dijo que iba a revisar de nuevo tu diagnóstico y a consultarlo con algún colega de Uddevalla, así que pronto estará todo arreglado, ya verás.
Con un último y expeditivo tirón de la manta, Lilian arropó a su paciente, tomó la bandeja con el plato vacío y se encaminó a la escalera. Iba meneando la cabeza: ahora, además, se veía obligada a hacer de enfermera, encima de todo lo demás que ya tenía a su cargo.
Unos golpecitos en la puerta anunciaron una visita y se apresuró a bajar.
La mano cayó pesadamente sobre la puerta. A su alrededor, el viento arreciaba a velocidad sorprendente hasta cobrar la fuerza de un vendaval. Sobre ellos caían finas gotas como de lluvia, aunque no venían de arriba, sino por detrás; era una delgada capa de agua que el viento racheado había azotado a tierra desde el mar. Todo se había vuelto gris a su alrededor. El cielo tenía un claro tono plomizo veteado de nubes más oscuras, y el color parduzco del mar, que poco tenía que ver con el azul resplandeciente del verano, aparecía ahora salpicado aquí y allá de blancos rizos de espuma. «Ocas blancas nadando por el mar», solía decir la madre de Patrik.
Les abrieron la puerta y tanto Patrik como Martin respiraron hondo, intentando hallar la reserva de fuerzas que les quedase. La mujer que tenían ante sí era un palmo más baja que Patrik, muy, muy delgada, y llevaba el cabello corto y permanentado, teñido de un castaño indefinible. Tenía las cejas demasiado depiladas y las había sustituido por un par de trazos de lápiz de ojos, lo que le otorgaba un aspecto un tanto cómico. Sin embargo, la situación a la que se enfrentaban no tenía nada de cómica.
– Hola, somos de la policía. Buscamos a Charlotte Klinga.
– Es mi hija. ¿De qué se trata?
Tenía la voz demasiado chillona para resultar agradable. Erica le había hablado bastante a Patrik sobre la madre de Charlotte, de modo que comprendía lo estresante que debía de resultar estar oyéndola todo el día. Sin embargo, todas aquellas futilidades no tardarían en carecer de importancia.
– Quisiéramos que fuese a buscarla.
– Sí, claro, ¿pero qué ha pasado?
Patrik insistió.
– Queremos hablar con ella primero. ¿Nos haría el favor de…?
Unos pasos en la escalera lo interrumpieron y, un segundo después, vio asomar por la puerta el rostro familiar de Charlotte.
– ¡Hombre, hola, Patrik! ¡Qué agradable sorpresa! ¿Cómo tú por aquí? -El rostro de la mujer se ensombreció de pronto-. ¿Le ha ocurrido algo a Erica? Acabo de hablar con ella y me dio la impresión de que estaba bien…
Patrik alzó la mano para tranquilizarla. Martin aguardaba en silencio detrás de él, con la vista fija en un agujero de la madera del suelo. Por lo general, amaba su profesión, pero en aquel momento maldecía el instante en que la había elegido.
– ¿Podemos pasar?
– Me estás preocupando, Patrik. ¿Qué ha pasado? -Una idea la asaltó de pronto- ¿Es Niclas? ¿Ha tenido un accidente con el coche?
– Será mejor que entremos primero.
Puesto que ni Charlotte ni su madre parecían capaces de moverse de donde estaban, Patrik tomó el mando y entró el primero en la cocina. De cerca lo seguía Martin que, distraído, notó que no se habían quitado los zapatos y seguramente iban dejando huellas de pisadas mojadas y sucias.
Pero tampoco la suciedad tendría ahora mayor importancia.
Patrik les indicó a Charlotte y Lilian que se sentasen frente a ellos a la mesa de la cocina, y ellas obedecieron sin rechistar.
– Lo siento, Charlotte, pero tengo… -Patrik dudaba-. Tengo una noticia terrible que darte.
A duras penas podía hablar y sentía que se había equivocado en la forma de expresarse nada más empezar, aunque ¿había alguna manera adecuada para decir lo que tenía que decir?
– Hace una hora, un pescador de langostas encontró a una pequeña ahogada. Lo siento tanto, Charlotte, lo siento tanto…
A partir de ahí no fue capaz de continuar. Pese a que las palabras estaban en su cerebro, eran tan horrendas que se negaban a salir de su boca. Sin embargo, no fue preciso decir más.
Charlotte inspiró angustiada, emitiendo un silbido gutural. Se agarró al tablero de la mesa con ambas manos, como para mantenerse derecha, y se quedó con la mirada perdida y los ojos desorbitados, fijos en Patrik. En el silencio reinante en la cocina, aquella respiración resonó con más intensidad que un grito y Patrik tragó saliva para contener el llanto y hacer que su voz sonase firme.
– Debe de tratarse de un error. No puede ser Sara…
Lilian posaba la mirada atónita ya en Patrik, ya en Martin, pero Patrik meneó la cabeza levemente, sin decir nada.
– Lo siento -repitió-. Acabo de ver a la pequeña y no hay duda de que es Sara.
– Pero si iba a jugar a casa de Frida -dijo Lilian-. La vi dirigirse hacia allí. Tiene que ser un error. Seguro que está jugando.
Como una sonámbula, Lilian se levantó y se acercó al teléfono que había fijado a la pared.
Comprobó un número en la agenda que colgaba al lado y lo marcó decidida.
– Hola, Veronika, soy Lilian. Oye, ¿está Sara ahí?
Tras escuchar un segundo, soltó el auricular, que quedó suspendido del cable, balanceándose de un lado a otro.
– Sara no ha estado allí -anunció.
Se dejó caer otra vez en la silla, mirando desesperada a los policías que tenía enfrente.
El grito resonó como nacido de la nada y tanto Patrik como Martin se sobresaltaron. Charlotte gritó sin más, sin moverse y con los ojos como ciegos. Un alarido primitivo, alto y estridente, que hacía erizarse la piel por el dolor implacable del que nacía.
Lilian se abalanzó hacia su hija intentando abrazarla, pero Charlotte la apartó bruscamente.
Patrik quiso neutralizar el grito.
– Hemos intentado localizar a Niclas en el centro médico, pero no estaba allí, así que le dejamos un mensaje diciéndole que volviese a casa lo antes posible. Y el pastor está en camino.
Hablaba dirigiéndose más a Lilian que a Charlotte, que estaba fuera de todo posible contacto.
Patrik comprendió que no lo habían hecho bien; debería haber pensado en ir acompañado de un médico que le administrase algún tranquilizante, pero el problema era que la niña era hija del médico de Fjällbacka y que no habían logrado dar con él. Se volvió hacia Martin.
– Llama al centro médico a ver si pueden enviar a una enfermera inmediatamente. Y que traiga tranquilizantes.
Martin hizo lo que le pedía, aliviado ante la posibilidad de salir de aquella cocina un instante. Diez minutos después entraba sin llamar Aina Lundby. Le dio a Charlotte un tranquilizante y, con ayuda de Patrik, la condujo a la sala de estar donde la tumbó en el sofá.
– ¿Y yo? ¿No me va a dar algún tranquilizante a mi también? -rogó Lilian-. Siempre he estado fatal de los nervios y algo así…
La enfermera, que parecía tener la misma edad que Lilian, resopló despectiva y se dedicó a abrigar a Charlotte con solicitud maternal, pues la mujer tiritaba destrozada en el sofá.
– Usted se las arreglará sin tranquilizantes -le espetó mientras recogía sus cosas.
Patrik le preguntó a Lilian en voz baja:
– Tendríamos que hablar con la madre de la amiga con la que Sara iba a jugar. ¿Cuál es su casa?
– La de al lado, de color azul -respondió Lilian sin mirarlo a los ojos.
Cuando, unos minutos después, el pastor llamó a la puerta, Patrik pensó que él y Martin no podían hacer nada más. Se marcharon del hogar que habían dejado sumido en el dolor con su noticia y se sentaron en el coche, sin arrancarlo enseguida.
– ¡Joder! -exclamó Martin.
– Sí, joder -convino Patrik.
Kaj Wiberg miraba por la ventana de la cocina que daba a la entrada de los Florin.
– ¿Qué se le habrá ocurrido ahora a esa mujer? -preguntó irritado.
– ¿Qué pasa? -le gritó Monica, su esposa, desde la sala de estar.
El hombre se volvió a medias hacia donde estaba su mujer y le contestó:
– Hay un coche de policía aparcado ante la puerta de los Florin. Me apuesto lo que quieras a que algún jaleo se traen. Esa mujer es como un castigo.
Monica entró inquieta en la cocina.
– ¿Tú crees que tiene algo que ver con nosotros? Si no hemos hecho nada…
Monica estaba peinándose su lisa melena corta, pero se detuvo con el peine a medio camino para mirar también por la ventana. Kaj resopló.
– Pues explícaselo a ella. Bueno, espera y verás que el juzgado me da la razón en lo del balcón; entonces se quedará con un palmo de narices. Sólo deseo que le cueste bien caro derribarlo.
– Ya, pero, Kaj, ¿tú crees que lo hemos hecho bien? Quiero decir que, en realidad, sólo sobresale unos centímetros sobre nuestro césped y la verdad es que no molesta en absoluto. Y ahora que el pobre Stig está enfermo y todo…
– Sí, claro, enfermo, sí, sí. Yo también habría caído enfermo si me hubiera visto obligado a vivir con esa bruja. Y las cosas como son: si construyen un balcón que se mete en nuestra propiedad, tendrán que pagar por ello o derribar el maldito balcón. Ellos nos obligaron a talar el árbol, ¿no? Nuestro precioso abedul, que acabó hecho leña sólo porque Lilian Florin se empeñó en que le tapaba parte de las vistas al mar. ¿O no fue así? ¿Acaso no tengo razón? -gritó volviéndose bruscamente hacia su mujer, indignado ante el recuerdo de todas las injusticias cometidas durante los diez años de vecinos con los Florin.
– Sí, Kaj, claro que tienes razón -respondió Monica bajando la mirada, consciente de que la retirada era la mejor defensa cuando su marido se ponía así.
Lilian Florin era para él lo que una capa roja para un toro, y era imposible hablar con Kaj de razón y sentido común cuando ella salía a relucir en la conversación. Aunque Monica no podía por menos de admitir que no era sólo culpa de Kaj que hubiesen tenido tantas disputas. Lilian no era fácil de tratar y, si los hubiera dejado en paz, jamás habrían acabado así. Sin embargo, los llevó a los tribunales por una división de parcelas que estaba lejos de ser errónea, por un sendero que cruzaba su jardín por la parte trasera de la casa, por un pequeño cobertizo que, según ella, estaba construido demasiado cerca de su propiedad y, desde luego, por el hermoso abedul que se vieron obligados, a talar hacía dos años. Y todo empezó cuando comenzaron a construir la casa en la que ahora vivían. Kaj acababa de vender su empresa de material de oficina por varios millones y decidieron jubilarse anticipadamente, vender la casa de Gotemburgo y establecerse en Fjällbacka, donde siempre habían pasado los veranos. Sin embargo, no fue mucha la paz de que gozaron desde su llegada. Lilian opuso mil objeciones a las obras y organizó listas de protesta y reclamaciones para intentar impedirlas. Al no lograr detenerlas, empezó a discutir con ellos por todo lo que se le ocurría. En combinación con el temperamento irritable de Kaj, la disputa entre vecinos fue aumentando más allá de todo lo razonable. El balcón que habían construido los Florin era la última arma en la batalla, pero el que pareciese que los Wiberg podían ganar el juicio le proporcionaba a Kaj una ventaja que él se complacía en utilizar.
Kaj susurraba indignado mientras miraba desde detrás de la cortina.
– Ahora acaban de salir de la casa dos muchachos, se han sentado en el coche de policía. Ya verás como vienen y llaman a nuestra puerta en cualquier momento. Bueno, sea lo que sea, oirán lo que ha pasado en realidad. Y Lilian Florin no es la única que puede poner una denuncia. ¿No gritaba improperios por encima del seto hace dos días amenazándome con que tendría mi merecido? Amenazas ilícitas, creo que se llama eso. Yo creo que eso está penado con la cárcel…
Kaj se relamió de excitación ante la inminente lucha y ya se armaba para el combate.
Monica lanzó un suspiro, se retiró a su lugar en el sofá de la sala de estar, cogió una revista y empezó a leer. Ya no tenía fuerzas para implicarse.
– ¿No crees que deberíamos ir y hablar con la amiguita ahora mismo? Ya que estamos aquí…
– Sí, claro -suspiró Patrik mientras metía la marcha atrás.
En realidad, no tenía sentido coger el coche, sólo tenían que ir unos metros más allá, a la derecha; pero no quería bloquear la salida del garaje de los Florin por si el padre de Sara regresaba.
Con expresión grave, llamaron a la puerta de la casa azul, la tercera más allá. Abrió la puerta una niña aproximadamente de la misma edad que Sara.
– ¡Hola! ¿Tú eres Frida? -preguntó Martin con voz amable.
La niña asintió y se apartó para dejarlos pasar. Y allí estuvieron un rato, sin saber qué hacer, mientras Frida los observaba desde debajo del flequillo. Algo incómodo, Patrik le preguntó:
– ¿Está tu mamá en casa?
La niña no pronunció una palabra, sino que echó a correr por el pasillo y giró a la izquierda, hacia lo que Patrik supuso era la cocina. Se oyó un murmullo y apareció una mujer morena de unos treinta años. Con mirada nerviosa e inquisitiva, observaba a los dos hombres que aguardaban en su vestíbulo. Patrik cayó en la cuenta de que no sabía quiénes eran.
– Somos de la policía -explicó Martin, que también lo advirtió-. ¿Podríamos entrar y hablar a solas en algún lugar? -preguntó mirando a Frida.
La mujer palideció al pensar por qué la policía no consideraba adecuado que su hija oyese lo que tenían que decirle.
– Frida, vete a jugar a tu habitación.
– Pero, mamá… -protestó la niña.
– Sin rechistar, vamos. Vete a tu habitación y quédate allí hasta que te llame.
La niña parecía animada a insistir, pero el timbre de acero que resonó en la voz de la madre le indicó que no iba a ganar aquella batalla. Disgustada, se fue arrastrando los pies escaleras arriba y, de vez en cuando, arrojaba una mirada amenazadora a los adultos para ver si habían cambiado de opinión. Nadie se movió hasta que llegó al último escalón y oyeron cerrarse la puerta de su habitación.
– Podemos ir a la cocina.
La mujer los guió hasta una amplia y agradable cocina donde se veía que ya había comenzado a preparar el almuerzo.
Se estrecharon la mano educadamente y se presentaron antes de sentarse a la mesa. La madre de Frida empezó a sacar tazas del armario, sirvió café y pastas en una bandeja. Patrik vio que le temblaban las manos mientras trajinaba y comprendió que quería retrasar el momento de saber qué los había llevado allí. Pero, finalmente, no había vuelta atrás y la mujer se dejó caer pesadamente en la silla que había frente a ellos.
– Algo le ha ocurrido a Sara, ¿verdad? Si no, ¿por qué iba Lilian a llamar y a colgar como lo hizo?
Patrik y Martin guardaron silencio unos segundos, pues ambos deseaban que empezase el otro, y la confirmación que su silencio significaba hizo aflorar el llanto a los ojos de Veronika.
Patrik se aclaró la garganta.
– Sí, por desgracia debo comunicarle que Sara apareció ahogada esta mañana.
Veronika contuvo la respiración, pero no dijo nada.
Patrik prosiguió:
– Parece un accidente, pero queremos hacerle unas preguntas para ver si averiguamos cómo ocurrió exactamente.
Miró a Martin, que estaba preparado con el bloc y el bolígrafo.
– Según Lilian Florin, hoy Sara tendría que haber venido aquí a jugar con su hija Frida. ¿Era algo que las niñas hubiesen acordado de antemano? Además, es lunes, de modo que ¿por qué no estaban en el colegio?
Veronika tenía la vista clavada en la mesa.
– Las dos estuvieron enfermas el fin de semana, así que Charlotte y yo decidimos que se quedasen en casa, pero no nos pareció mal que jugasen un rato. Sara iba a venir por la mañana.
– Pero no lo hizo.
– No, no vino.
Veronika no continuó y Patrik se vio obligado a seguir preguntando para obtener más detalles.
– ¿No le extrañó que no apareciese? ¿Por qué no llamó para saber de ella, por ejemplo?
Veronika vaciló unos segundos.
– Sara es un poco…, ¿cómo decirlo…?, especial. Hacía más o menos lo que le daba la gana. No era la primera vez que no aparecía, pese a que así lo hubiéramos acordado. De repente se le ocurría que quería hacer otra cosa. Las niñas se han enemistado de vez en cuando por ese motivo, creo, aunque yo no he querido mezclarme. Tengo entendido que Sara tiene uno de esos problemas con las letras y, claro, no hay que empeorar las cosas…
Mientras hablaba, la mujer rompía una servilleta en trocitos que iba acumulando en una pequeña montaña blanca.
Martin alzó la vista del bloc con el ceño fruncido.
– ¿Un problema con las letras? ¿A qué se refiere?
– Sí, ya sabe, eso que ahora parece que tiene un niño de cada dos: DAMP [1], TDAH [2], síndrome de Rett y todos esos nombres que le dan.
– ¿Qué le hace pensar que Sara tenía ese problema?
Veronika se encogió de hombros.
– Eso dice la gente. Y a mí me parecía que sí. Sara podía resultar intratable, así que o bien era por eso, o bien nadie se había molestado en educarla debidamente.
Se estremeció al oírse hablar a sí misma de aquella manera sobre una niña que acababa de morir y bajó enseguida la mirada. Acto seguido volvió a concentrarse con más ahínco en romper la servilleta, de la que pronto no quedaría mucho.
– ¿De modo que no ha visto a Sara esta mañana? ¿Ni tampoco ha sabido de ella por teléfono?
Veronika negó con la cabeza.
– Y está segura de que Frida tampoco, ¿no?
– Mi hija ha estado en casa todo el tiempo y, si hubiese hablado con Sara, me habría dado cuenta. Además, estuvo enfurruñada un buen rato porque Sara no había venido, así que estoy completamente segura de que no han hablado.
– Ya, bueno, en ese caso no tengo mucho más que añadir.
Con voz temblorosa, Veronika preguntó:
– ¿Cómo está Charlotte?
– Como es de esperar dadas las circunstancias -fue lo único que Patrik pudo decirle.
En los ojos de Veronika vio abrirse el abismo que deben de vivir todas las madres que, por un instante, se imaginan que la desgracia se ceba en sus propios hijos. Sin embargo, también vio el alivio porque esa desgracia había recaído sobre el hijo de otra persona y no sobre el suyo. Y no se lo reprochaba. Él mismo había pensado en Maja más de una vez durante las últimas horas y la visión de su blando cuerpo inerte le paraba el corazón. También él sentía una gratitud inmensa ante la idea de que fuese el hijo de otro y no el suyo. No era muy digno, pero sí humano.