Fjällbacka, 1924.
El parto fue peor de lo que nunca habría imaginado. Pasó casi dos días sufriendo y estuvo a punto de tirarse en plancha desesperada hasta que el propio doctor se tumbó sobre su barriga e hizo nacer al mundo al primero de los bebés. Porque eran dos. El segundo niño salió enseguida detrás del otro y, antes de lavarlos y envolverlos en sus mantas, se los enseñaron ufanos a la madre.
Pero Agnes volvió la cabeza. No quería ver a aquellos seres que habían destrozado su vida y que a punto estuvieron de liquidarla. Por lo que a ella se refería, podían regalarlos, tirarlos al río o hacer lo que quisieran. Sus vocecillas chillonas le rompían los tímpanos y, después de haberse visto obligada a escucharlas un buen rato, se tapó los oídos y le vociferó a la mujer que los tenía en brazos que se los llevase lejos. La enfermera obedeció espantada y Agnes oyó que empezaban a murmurar a su alrededor. Pero ya se alejaba el llanto de los niños y lo único que ella quería era dormir; dormir durante cien años y que la despertase el beso de un príncipe que la llevase lejos de aquel infierno y de los dos monstruos exigentes que habían salido a la fuerza de su cuerpo.
Cuando despertó, creyó que su sueño se había cumplido. A su lado había una larga figura que se inclinaba sobre ella en las sombras y, por un instante, creyó ver al príncipe al que esperaba. Pero enseguida se le vino encima la realidad, pues vio la burda cara de Anders. La asqueó lo amoroso de su expresión. ¿Acaso creía que las cosas iban a cambiar entre ellos sólo porque le había dado dos hijos? Por ella, podía quedárselos y devolverle su libertad.
Durante un instante, la idea le animó el corazón. Ya no estaba gorda e informe ni embarazada. Si lo deseaba, podía marcharse y volver a la vida que se merecía y a la que pertenecía. Pero enseguida comprendió que era imposible. Descartada la opción de volver a casa de su padre, ¿adónde iría? No tenía dinero ni posibilidad de ganarlo, salvo vendiéndose como prostituta y, en comparación, hasta la vida que ahora tenía se le antojaba mejor. Al comprender lo irremediable de su situación, volvió la cabeza y se echó a llorar. Anders le acariciaba el cabello despacio y, si hubiese tenido fuerzas, ella habría levantado los brazos para apartar sus manos.
– Son tan hermosos, Agnes. Son perfectos -dijo con voz trémula por la emoción.
Ella no respondió. Se quedó mirando la pared, aislándose del mundo.
Si alguien pudiese venir a llevársela de allí…
Sara seguía sin volver. Mamá le había explicado que no lo haría, pero ella pensó que eran cosas de su madre. ¿Por qué iba a desaparecer Sara así como así? Si eso era verdad, pensó Frida, se arrepentía de no haber sido más amable. No tendría que haberse peleado con ella cuando le quitó los juguetes, tendría que habérselos dejado. Ahora tal vez fuese demasiado tarde.
Se acercó a la ventana y miró al cielo otra vez. Estaba gris y parecía sucio, y, desde luego, Sara no estaría nada a gusto allí.
Luego estaba lo del señor aquel. Claro, le había prometido a Sara que no diría nada, pero de todos modos… Mamá insistía en que siempre había que decir la verdad, y dejar de contar algo era casi como mentir, ¿no?
Frida se sentó delante de su casa de muñecas. Era su juguete favorito. Antes la había tenido su madre, de niña, y ahora la tenía ella. Le costaba imaginar que su madre hubiese tenido su misma edad alguna vez. Mamá era así, adulta.
La casa de muñecas era claramente de los años setenta. Una casa de ladrillo, de dos plantas, decorada en marrón y naranja. Los muebles eran los mismos que tenía su madre. A Frida le parecían preciosos, pero era una pena que no hubiese más cosas rosas y azules. El azul era su color favorito y el rosa el de Sara. A Frida le parecía extraño. Todo el mundo sabía que el rojo y el rosa no combinaban y Sara tenía el pelo rojo, así que no habría debido gustarle el rosa. Pero a ella le gustaba de todos modos. Siempre hacía lo mismo; siempre tenía que hacer lo contrario, vamos.
En la casa había cuatro muñecos. Dos hijas, una madre y un padre. Frida cogió a las dos niñas y las colocó una frente a otra. Por lo general, ella siempre quería ser la que iba de verde porque era la más bonita, pero ahora que Sara estaba muerta, le dejaría ser la verde. Y ella sería la del vestido marrón.
– Hola, Frida, ¿sabes que estoy muerta? -preguntó la muñeca-Sara.
– Sí, mamá me lo ha contado -contestó la marrón.
– ¿Y qué te ha dicho tu madre?
– Que significa que ahora estás en el cielo y que no vendrás más a jugar conmigo.
– ¡Qué rollo! -exclamó la muñeca-Sara.
Frida asintió moviendo la cabeza de su muñeca.
– Sí, a mí también me parece un rollo. Si hubiera sabido que ibas a morir y que no volverías a jugar conmigo, te habría dejado los juguetes que hubieras querido y no habría dicho nada.
– ¡Qué pena! -dijo la muñeca-Sara-. Que esté muerta, vamos.
– Sí, qué pena -confirmó la marrón.
Las dos muñecas guardaron silencio un instante, al cabo del cual la muñeca-Sara preguntó en tono grave:
– ¿No habrás dicho nada del señor?
– No, te lo prometí.
– Claro, era un secreto.
– ¿Pero por qué no puedo contarlo? Ese señor es malo -protestó la muñeca marrón.
– Justo por eso. El señor me dijo que no podía contarlo. Y a los señores malos hay que hacerles caso.
– Si estás muerta, el señor no podrá hacerte nada, ¿no?
A esa pregunta, la muñeca-Sara vestida de verde no supo qué contestar. Frida dejó las dos muñecas con cuidado y volvió junto a la ventana. ¿Por qué tendría que ser todo tan difícil sólo porque a Sara se le había ocurrido morirse?
Annika ya había vuelto de almorzar y llamó a Patrik, algo ansiosa, cuando lo vio entrar con Ernst.
Patrik le hizo una seña de que la vería más tarde, pero ella insistió, de modo que él se colocó ante su puerta con gesto inquisitivo. Annika lo miró por encima de las gafas. Tenía un aspecto deplorable y estaba tan empapado que parecía un gato ahogado. Pero, claro, entre el bebé y el caso de asesinato, no le quedaba mucho tiempo para el cuidado personal.
Vio la impaciencia en los ojos de Patrik y se apresuró a informarlo:
– Hoy he recibido varias llamadas a raíz de la divulgación en los medios.
– ¿Algo interesante? -preguntó Patrik sin mayor entusiasmo en la voz.
Rara vez recibían de la gente nada de interés, así que no abrigaba demasiadas esperanzas.
– Sí y no -respondió Annika-. La mayoría de las que llaman son, como comprenderás, las chismosas de siempre con información capciosa sobre sus enemigos de toda la vida y algún que otro informante suelto, y en este caso la homofobia ha florecido con todo su esplendor, te lo aseguro. Al parecer, uno es sospechoso de forma automática por ser homosexual y, si eres hombre y te gustan las flores o la peluquería, eres capaz de hacer cosas horribles con los niños.
Patrik cambió el peso de su cuerpo al otro pie, claramente impaciente, y Annika se apresuró a seguir. La joven tomó la primera de las notas que había en el montón y se la dio.
– Esto me pareció que podía dar de sí. Una mujer, se negó a dar su nombre, aseguró que deberíamos echarle un ojo a la historia clínica del hermano menor de Sara. No quiso decir más, pero la intuición me dijo que ahí quizá haya algo. Por lo menos, puede que valga la pena investigarlo.
A Patrik no le pareció ni la mitad de interesante de lo que ella esperaba pero, por otro lado, él no había oído el tono de preocupación de la mujer. Era bien distinto de la vulgar alegría por el mal ajeno que mostraban quienes disfrutaban difundiendo habladurías.
– Sí, bueno, puede que valga la pena comprobarlo, pero no te hagas ilusiones. Las informaciones anónimas no suelen ser muy fructíferas.
Annika fue a decir algo, pero Patrik alzó las manos para detenerla.
– Ya lo sé. Algo te dijo que ésta era distinta. Y te prometo que lo comprobaré, pero tendrás que esperar un poco. Tenemos cosas más urgentes de las que ocuparnos en estos momentos.
– Reunión en la cocina dentro de cinco minutos; ahí contare más -tamborileó con los dedos contra el marco de la puerta a ritmo de marcha y se fue con su nota en la mano.
Annika se preguntaba cuál sería la nueva información que, según Patrik, revestía tanta urgencia.
Esperaba que fuese algo que le diese un giro al caso. El ambiente en la comisaría había sido demasiado depresivo durante los últimos días.
No conseguía la paz necesaria para trabajar. La imagen del rostro de Sara no lo dejaba tranquilo y la visita matinal de los policías le había puesto a flor de piel la angustia acumulada. Tal vez fuese cierto lo que decían todos, quizá había vuelto al trabajo demasiado pronto. Pero para él era un modo de sobrevivir. Obligarse a pensar en otra cosa distinta de aquélla, concentrarse en úlceras de estómago, durezas en los pies, fiebres víricas y otitis. Cualquier cosa con tal de no pensar en Sara… y en Charlotte. Pero la realidad se había abierto paso implacable y se sintió caer al vacío. Tampoco le hacía encontrarse mejor el hecho de que fuese culpa suya. Para ser sincero, algo insólito en él, ni era capaz de comprender por qué hacía lo que hacía. Era como si una fuerza que llevase muy dentro lo empujase continuamente en pos de algo fuera de su alcance. Pese a que ya tenía tanto. O, al menos, había tenido tanto. Ahora su vida estaba deshecha y nada de lo que dijese o hiciese podía cambiar ese hecho.
Niclas hojeaba abstraído las historias clínicas que tenía delante. Por lo general, detestaba el trabajo administrativo y hoy, precisamente, no podía concentrarse lo suficiente como para terminarlo. Además, con la primera paciente de después del almuerzo, mostró un talante desabrido y antipático, pese a que por lo general era encantador con independencia de quién fuera el paciente. Justo hoy no tuvo paciencia para ser mimoso con otra señora que iba en su busca por un mal imaginario. La paciente en cuestión era una especie de clienta habitual del centro médico, pero dudaba de que volviese. Su sincera opinión acerca de su salud no pareció de su agrado. En fin, aquellas naderías ya no le parecían tan importantes.
Lanzó un suspiro y empezó a reunir todas las historias clínica, hasta que los sentimientos que tanto tiempo llevaba reprimiendo pudieron con él y lo arrojó todo al suelo de un manotazo. Los papeles se esparcieron por el suelo al azar y aterrizaron desordenados. De repente, le entró una prisa incontenible por quitarse la bata. La tiró al suelo, cogió el chaquetón y salió de la consulta como si lo persiguiese el diablo. En cierto modo, así era. Sólo se detuvo un instante para, con la serenidad debida, comunicarle a la enfermera que cancelara todas sus visitas de aquella tarde.
Después salió a la lluvia. Le cayó en la boca una gota de agua salada que le trajo a la memoria la imagen de su hija flotando en las negras aguas del mar, mientras que las ocas flotaban blancas en la superficie danzando alrededor de su cabeza. Y eso le hizo correr aún más deprisa. Con los ojos llenos de lágrimas que se mezclaban con la lluvia, se concentró en huir. Ante todo, deseaba huir de sí mismo.
La cafetera resoplaba y jadeaba sin cesar, pero produjo la misma pez negra de siempre. Patrik optó por quedarse junto al poyete, mientras que los demás se sentaron cada uno con su taza.
Comprobó mentalmente que todos estaban allí salvo Martin y, justo cuando iba a preguntar por él, el colega entró sin resuello.
– Perdonad el retraso. Annika me llamó para decirme que había reunión y yo había ido a…
Patrik lo hizo callar.
– Ya nos lo explicarás después. Tengo algunas novedades que debemos repasar juntos.
Martin asintió y se sentó a la mesa mirando a Patrik con curiosidad.
– Hemos recibido los resultados de los análisis del estómago y los pulmones de Sara. Encontraron algo extraño.
Se mascaba la tensión en el ambiente y el propio Mellberg miró atento a Patrik. Incluso por una vez, Ernst y Gösta parecieron interesados. Annika iba tomando notas con las que, después de la reunión, redactaría un informe para cada uno.
– Alguien la obligó a tragar ceniza.
Si se hubiese caído al suelo un botón, habría sonado como un trueno: tal era el silencio reinante.
Entonces, Mellberg se aclaró la garganta.
– ¿Ceniza? ¿Ha dicho ceniza?
Patrik asintió.
– Sí, estaba tanto en el estómago como en los pulmones. Según la teoría de Pedersen, alguien la obligó a tragar ceniza mientras estaba en la bañera. La ceniza cayó al agua y, cuando la ahogaron, le entró en los pulmones.
– ¿Pero por qué? -preguntó Annika atónita, olvidando sus notas por un instante.
– Esa es la cuestión. Y otra cuestión es si ese dato puede hacernos avanzar de algún modo. Ya he llamado para solicitar un reconocimiento del baño de la familia Florin. Donde quiera que encontremos ceniza, tendremos el lugar del crimen.
– ¿Tú crees de verdad que alguien de la familia…? -Gösta no concluyó su pregunta.
– Yo no creo nada -atajó Patrik-. Pero si aparece otro posible escenario del crimen, también lo reconoceremos exhaustivamente, siempre que la búsqueda de esta tarde no dé ningún resultado. La casa de los Florin sigue siendo el último lugar en que se la vio, así que podemos empezar allí.
– ¿Usted qué dice, Bertil?
Era una pregunta retórica, pues Mellberg no se había interesado en la investigación lo más mínimo hasta el momento, pero todos sabían que apreciaba tener la ilusión de ser el que mandaba.
Mellberg asintió.
– Parece una buena idea. ¿Pero no debería haberse efectuado ya una inspección técnica de su casa?
Patrik tuvo que contenerse para no fruncir el ceño. Ya había tenido bastante con que Ernst hiciera la misma observación un rato antes como para ahora verse obligado a oír lo mismo de Mellberg; se sentía aún peor. Pero, claro, era fácil decirlo a toro pasado. Para ser sincero, hasta el momento no habían tenido ninguna razón plausible para efectuar más que un reconocimiento superficial de la casa de los Florin, así que ni siquiera creía que hubiesen podido conseguir la autorización. No obstante, optó por no mencionar ese detalle. En cambio, respondió de la forma más neutra posible:
– Puede, pero yo creo que es mejor momento ahora que tenemos algo concreto que buscar. En cualquier caso, el equipo de Uddevalla se presentará en la casa hacia las cuatro. Yo pensaba ir y participar en la inspección y, Martin, quisiera que me acompañaras si tienes tiempo.
Patrik miró de reojo a Mellberg al decir aquello. Esperaba que no se empecinase en colgarle a Ernst. Tuvo suerte. Mellberg no dijo nada. Tal vez ya no le importaba.
– Sí, sí puedo ir contigo.
– Bien. La reunión ha terminado, pues.
Annika acababa de abrir la boca para contarles lo de la llamada, pero habían empezado ya a levantarse, de modo que decidió dejarlo. Después de todo, Patrik tenía la nota y seguramente se encargaría de ello lo antes posible.
Y, en efecto, en el bolsillo trasero del pantalón llevaba Patrik la nota manuscrita. Totalmente olvidada.
Stig oyó los pasos subiendo los peldaños y se armó de valor. Había oído las voces de Niclas y Lilian al pie de la escalera y comprendió que estaban hablando de él. Sentía como si mil cuchillos le perforasen el estómago, pero cuando Niclas entró en la habitación, Stig mostró una expresión impasible, inexpresiva. Llevaba grabada en la retina la imagen de su padre en el hospital, indefenso, diminuto, consumiéndose en la fría y aséptica cama, y volvió a prometerse a sí mismo que a él no le pasaría algo así. Aquello era sólo algo transitorio. Se le había pasado en ocasiones anteriores y también se le pasaría esta vez.
– Lilian dice que hoy estás peor -dijo Niclas sentándose en el borde de la cama con expresión de preocupación profesional.
Stig vio que tenía los ojos enrojecidos. Y no era raro que el muchacho llorase. Ningún ser humano debería verse en situación de sufrir lo que él estaba sufriendo: perder a un hijo. El propio Stig echaba tanto de menos a la pequeña que le dolía. Comprendió que Niclas esperaba una respuesta.
– Bah, ya sabes cómo son las mujeres. ¡Todo lo exageran! Debe de ser que he adoptado una mala postura esta noche, pero ahora me siento mejor -aseguró apretando los dientes por el dolor.
Le costaba no dejar ver cuánto sufría. Niclas lo observó suspicaz y sacó sus instrumentos de un maletín muy desgastado.
– No sé si creerte, pero para empezar, te tomaré la tensión y alguna que otra cosa. Y ya veremos.
Le colocó el tensiómetro alrededor del brazo enflaquecido y fue bombeando hasta que estuvo tenso. Observó las agujas mientras bajaban y, finalmente, retiró el aparato.
– La alta quince, la baja ocho, no está tan mal. Desabróchate la camisa para que te ausculte el pecho, anda.
Stig obedeció y empezó a desabotonar la prenda con sus dedos rígidos y reacios. El frío del estetoscopio contra el pecho lo hizo contener la respiración y Niclas le dijo secamente:
– Respira hondo.
Le dolía cada vez que respiraba, pero hizo lo que Niclas le pedía recurriendo a toda su fuerza de voluntad. Después de escuchar un rato, Niclas se quitó el estetoscopio y miró a Stig a los ojos.
– Bueno, la verdad es que no tengo nada concreto por lo que guiarme, pero, si estás peor, debes decirlo. ¿No crees que sería mejor que pasaras un examen a fondo? En el hospital de Uddevalla pueden hacerte algunas pruebas que nos digan si hay algo que no anda bien y que yo no veo así sin más.
Con resuelta vehemencia, Stig mostró su oposición a tal propuesta.
– Que no, ahora me encuentro bastante bien, de verdad. Es totalmente innecesario gastar tiempo y dinero en mí. Será una de esas bacterias dañinas, seguro que no tardo en recuperarme.
– Ya ha ocurrido antes, ¿no? -se le escapó un deje suplicante.
Niclas meneó la cabeza suspirando.
– Bueno, no digas que no te lo advertí. Cuando el cuerpo avisa de que algo no anda bien, todas las precauciones son pocas. Pero, claro, no puedo obligarte. Es tu salud, tú decides. Aunque no me hace ninguna ilusión enfrentarme a Lilian ahora, te lo aseguro. Estaba a punto de llamar a la ambulancia cuando llegué.
– Sí, mi Lilian es una auténtica cascarrabias -dijo Stig con una risotada que una punzada en el estómago acalló enseguida.
Niclas cerró el maletín y dedicó a Stig una última mirada recelosa.
– ¿Me prometes que avisarás si hay algo?
Stig asintió.
– Desde luego.
En cuanto oyó los pasos de Niclas escaleras abajo, volvió a tumbarse retorcido de dolor. Pronto se le pasaría. Con tal de evitar el hospital. Debía evitarlo a cualquier precio.
El rostro de Lilian dejó ver un amplio registro de sentimientos al abrir la puerta. Patrik y Martin estaban allí, seguidos de un equipo de técnicos compuesto de tres personas; para ser exactos, dos hombres y una mujer.
– ¡Vaya! ¿A qué viene este despliegue?
– Tenemos una orden de registro para examinar su cuarto de baño.
A Patrik le costaba mirarla a los ojos. Era curioso lo a menudo que ciertas tareas de su profesión lo hacían sentirse como un cerdo.
Mientras los observaba, la mirada de Lilian era dura como el granito. Sin embargo, tras unos segundos de silencio, se hizo a un lado para dejarlos pasar.
– Procuren no ensuciarlo todo, acabo de limpiar -les espetó.
Aquel comentario provocó en Patrik la reflexión, una vez más, de si no debería haber acometido aquel registro un poco antes. A juzgar por lo que había visto desde principio de la semana, Lilian debía de limpiar casi constantemente. De haber existido allí algún rastro, a aquellas alturas ya estaría más que eliminado.
– Tenemos un baño con ducha aquí abajo. Y otro arriba, con bañera -explicó Lilian señalando la escalera-. Quítense los zapatos -les advirtió de nuevo comprobando que todos obedecían-. Y no molesten a Stig, está descansando.
Airada y con gesto herido, se fue a la cocina, donde empezó a armar jaleo con las cacerolas.
Patrik y Martin intercambiaron una mirada y subieron los primeros, seguidos de los técnicos.
Puesto que no deseaban importunarlos en su trabajo, los dejaron entrar solos en el baño mientras ellos esperaban en el rellano. La puerta de la habitación de Stig estaba cerrada y empezaron a hablar en voz baja.
– ¿Tú crees que esto es correcto? -preguntó Martin-. Quiero decir…, no hay nada que apunte a que el culpable no sea una persona ajena a la familia y… bueno, la familia ya tiene bastante con lo que tiene.
– Cierto -convino Patrik aún en voz muy baja, casi en un susurro-. Pero no podemos descartarlo sólo porque nos resulte desagradable. Aunque a ellos les cueste entenderlo ahora, todo lo que hacemos es pensando en su beneficio. Si los eliminamos de la lista de sospechosos, podremos dedicar todas nuestras energías a investigar por otros derroteros, ¿no es así?
Martin asintió. Sí, claro, sabía que Patrik tenía razón. Pero era tan desagradable. Unos pasos en la escalera llamaron su atención. Era Charlotte, que subía y los miraba extrañada.
– ¿Qué está pasando? Mi madre dice que han venido con todo un equipo para inspeccionar el cuarto de baño. ¿Por qué? -preguntó alzando ligeramente la voz al tiempo que hacía amago de pasar por delante de ellos hacia el baño.
Patrik la detuvo.
– ¿No podríamos sentarnos a hablar un momento? -propuso.
Charlotte echó un último vistazo a los técnicos, a los que veía al fondo, y se dio la vuelta para bajar de nuevo.
– Sentémonos en la cocina -dijo sin mirarlos-. Quiero que mi madre esté presente.
Cuando entraron en la cocina, Lilian seguía trajinando indignada con las cacerolas. Albin estaba sentado en una manta, en el suelo, observando los movimientos de la abuela con grandes ojos atentos. Cada vez que alguien alzaba la voz, el pequeño se estremecía como una liebre asustada.
– Si tienen que desmontar algo, doy por sentado que volverán a montarlo -observó Lilian con la voz como la escarcha.
– No puedo prometer nada, puede que haya que llevarse alguna pieza. Pero siempre tienen todo el cuidado posible, eso se lo garantizo -aseguró Patrik antes de sentarse.
Charlotte tomó a Albin y se sentó con él en las rodillas. El pequeño se acurrucó en su regazo. La mujer había perdido bastante peso y tenía ojeras grandes y pronunciadas. Se diría que llevaba una semana sin dormir. Y, seguramente, así era. Patrik se dio cuenta de que intentaba contener el llanto al preguntar:
– ¿Cómo es que de pronto aparece aquí un grupo de policías en lugar de estar por ahí buscando al asesino de Sara?
– Lo único que pretendemos es descartar todas las posibilidades, Charlotte. Verá…, tenemos cierta información nueva. Me pregunto si usted tiene alguna idea de por qué alguien habría obligado a Sara a tragar ceniza.
Charlotte lo miraba como si hubiese perdido el juicio. Apretó a Albin más fuerte y el pequeño protestó.
– ¿A tragar ceniza? ¿Qué quiere decir?
Patrik le explicó lo que le había contado el forense mientras la veía palidecer paulatinamente.
– Quien haga algo así, debe de estar loco. Y en ese caso, aún entiendo menos que pierdan el tiempo aquí.
Sus últimas palabras sonaron como un grito y, al sentir lo alterada que estaba su madre, Albin empezó a llorar. Ella comenzó a calmarlo enseguida hasta que logró que callase, pero sin dejar de mirar a Patrik.
Él repitió lo que le había dicho a Martin hacía un momento.
– Para nosotros es importante poder descartarlos de la investigación. No hay nada en absoluto que los implique en la muerte de Sara, pero no estaríamos haciendo nuestro trabajo si no investigásemos esa posibilidad. Se han dado casos, usted lo sabe; por esa razón, no siempre nos es fácil tener la consideración que desearíamos.
Lilian resopló displicente desde el fregadero, dando a entender con su actitud lo que pensaba sobre lo que Patrik acababa de decir.
– Sí, claro, en cierto modo lo comprendo -aseguró Charlotte-. Pero me inquieta que pierdan un tiempo que podrían invertir de forma más útil.
– Trabajamos al cien por cien para investigar todas las posibilidades, se lo garantizo.
En un impulso, se inclinó sobre la mesa y le tomó la mano. Ella no la retiró y lo miró con tal intensidad que parecía que quisiera verle el alma y comprobar con sus propios ojos que decía la verdad. Patrik no apartó la vista, permitiéndole indagar en su interior. Al parecer, la satisfizo lo que vio pues, finalmente, bajó la mirada y asintió levemente.
– Supongo que he de confiar en ustedes. Pero creo que tienen suerte de que Niclas no esté en casa.
– Estuvo en casa hace un rato -dijo Lilian sin volverse-. Vino a ver a Stig, pero después se marchó.
– ¿Para qué vino? ¿Y por qué no me lo dijo?
– Supongo que estabas dormida. Y tampoco sé por qué vino a casa en pleno medio día. Me figuro que necesitaba tomarse un descanso. Bueno, yo ya le dije que me parecía que era demasiado pronto para volver al trabajo, pero ese muchacho tiene tal sentido del deber que va más allá de lo imaginable, y es de admirar…
Charlotte interrumpió el discurso de Lilian con un elocuente suspiro. La mujer volvió a concentrarse en los platos con frenesí. Patrik pensó que la tensión podía palparse en el ambiente.
– En cualquier caso, él también tiene que enterarse, así que llamaré al centro médico.
Charlotte dejó a Albin en el suelo, sobre la manta, y llamó desde el teléfono que había en la pared de la cocina. Nadie habló mientras llamaba, pero Patrik sintió deseos de desaparecer. Tras unos minutos, Charlotte colgó el auricular.
– No está allí -anunció extrañada.
– ¿No está allí? -repitió Lilian dándose la vuelta-. Y entonces, ¿dónde está?
– Aina no lo sabe. Le dijo que se tomaba libre el resto de la mañana. Suponía que se había venido a casa.
Aún de espaldas a los demás, Lilian frunció el ceño.
– Pues aquí no ha estado más de un cuarto de hora. Reconoció a Stig durante unos minutos y se fue otra vez. A mí me dio a entender que volvía al trabajo.
Patrik y Martin intercambiaron una mirada. Ellos dos intuían adónde había ido a buscar consuelo por su pérdida aquel padre.
– Esto nos llevará un par de horas -dijo el técnico responsable asomando la cabeza por la puerta-. Tendréis los resultados en cuanto acabemos.
Patrik y Martin se levantaron, un tanto incómodos, y les hicieron un gesto a Charlotte y a Lilian.
– Bien, pues entonces nosotros nos vamos. Y si se les ocurre algo relacionado con la ceniza, ya saben dónde estamos.
Charlotte asintió, pálida como la cera. Lilian, aún ante el fregadero, se hizo la sorda y no se dignó mirarlos siquiera.
Los dos policías salieron sin decir nada y se dirigieron al coche.
– ¿Podrías llevarme a casa? -preguntó Patrik.
– Pero si tienes el coche en la comisaría. ¿No vas a necesitarlo el fin de semana?
– Es que ahora no tengo fuerzas para volver allí. Y de todos modos, había pensado pasar el sábado y el domingo a trabajar un poco. Iré en autobús y así después me llevo el coche.
– Creí que le habías prometido a Erica que estarías libre el fin de semana -le recordó Martin con la mayor sutileza.
Patrik hizo un mohín.
– Sí, lo sé. Pero cuando lo hice no contaba con que se nos vendría encima una investigación de asesinato.
– Yo también pensaba trabajar este fin de semana, así que, si puedo hacer algo, dímelo.
– Gracias, creo que necesito revisar tranquilamente todo lo que tenemos.
– Sí, bueno, pero piensa lo que haces -dijo Martin sentándose en el coche.
Patrik se acomodó en el asiento del acompañante pensando que no estaba muy seguro de saber lo que hacía.
Por fin se libraba de su suegra. Erica no podía creerlo. Todas las amonestaciones, perogrulladas y acusaciones veladas habían agotado por completo sus reservas de paciencia y ya contaba los minutos que faltaban para que Kristina se metiese en su pequeño Ford Escort y se marchase a su casa. Si tenía poca confianza en sí misma como madre antes de que llegase su suegra, ahora había empeorado. Al parecer, nada de lo que hacía estaba bien. No sabía vestir bien a Maja, no sabía alimentarla bien, no tenía la suficiente delicadeza, era demasiado torpe, era demasiado perezosa, debería descansar más… Sus defectos eran infinitos y, en aquellos momentos, sentada con la pequeña en su regazo, sentía que lo mejor sería tirar la toalla. Jamás lo conseguiría. Por las noches soñaba que dejaba a Maja con Patrik y se iba de viaje lejos, muy lejos. A algún lugar donde tuviese paz y tranquilidad, sin llantos ni responsabilidades ni exigencias. A algún lugar donde pudiese acurrucarse, ser pequeña y dejar que alguien la cuidase.
Al mismo tiempo, un afán contradictorio la impulsaba en sentido totalmente opuesto. Un instinto protector y la certeza de que jamás podría abandonar al bebé que tenía en su regazo. Era tan impensable como cortarse una pierna o un brazo. Ahora, ella y la pequeña eran uno y estaban obligadas a pasar juntas por aquello. Pese a todo, había empezado a pensar en lo que tanto le había repetido Charlotte antes de que ocurriese la tragedia de Sara: tal vez debería hablar con alguien que comprendiese cómo se sentía. Quizá no se encontraba como debía. Quizá no fuese normal estar así.
Lo que la movió a empezar siquiera a considerarlo fue, justamente, la muerte de Sara. Situó su propia desventura en la perspectiva adecuada, la hizo ver que ella, a diferencia de Charlotte, se hallaba inmersa en unas tinieblas susceptibles de disiparse. Charlotte se veía obligada a vivir con su dolor el resto de sus días. Ella, en cambio, tal vez podía hacer algo por mejorar su situación.
Pero antes de ir a hablar con alguien, probaría los métodos de Anna Wahlgren. Que Maja se durmiese en otro sitio, no encima de ella, sería todo un logro. Lo único que necesitaba era reunir un poco de coraje antes de ponerse manos a la obra. Y, sobre todo, librarse de su suegra.
Kristina entró en la sala de estar y miró a Erica y a Maja con preocupación.
– ¿Le estás dando el pecho otra vez? No puede hacer más de dos horas que comió. -La mujer no esperaba ninguna respuesta, sino que continuó incansable-: En fin, al menos yo he intentado ayudaros poniendo algo de orden aquí. No he dejado ropa que lavar, y no había poca, dicho sea de paso. No queda nada por fregar y he limpiado casi todo el polvo. Ah, sí, también he frito unos filetes y los he metido en el congelador, para que no viváis sólo de esos horribles precocinados. Tenéis que comer bien, compréndelo. Patrik también, por supuesto. Él se pasa los días trabajando y ya he visto que tiene que hacerse cargo de Maja hasta la noche, así que necesita estar bien alimentado. La verdad es que, cuando lo vi, me impresionó su aspecto, tan pálido y tan acabado: horrible.
Kristina no cesaba en su letanía y Erica tuvo que morderse la lengua para reprimir el impulso de taparse los oídos y empezar a cantar, como una niña. Era verdad que había disfrutado de algún que otro rato libre mientras su suegra estuvo en casa, no podía negarlo, pero las desventajas superaban claramente los beneficios. A punto de llorar, miraba fija y tozudamente la pantalla del televisor. ¿Por qué no se iba ya?
Su plegaria fue escuchada, pues Kristina colocó la maleta en el vestíbulo y empezó a ponerse el abrigo.
– ¿Estás segura de que os arreglaréis?
Haciendo un esfuerzo, Erica desplazó la vista del televisor y logró articular:
– Sí, muchísimas gracias por tu ayuda.
Esperaba que Kristina no percibiese la falsedad que encerraban sus palabras. Al parecer, fue así, pues la suegra asintió magnánima y declaró:
– Bueno, siempre es un placer ser de alguna utilidad. No tardaré en volver.
«Pero vete ya de una vez, por favor», se dijo Erica angustiada, haciendo un enorme esfuerzo por animarla a salir por la puerta. Como por un milagro, funcionó y, una vez cerrada la puerta, Erica lanzó un hondo suspiro de alivio. Sin embargo, no le duró mucho la sensación. En el silencio propiciado por la partida de Kristina y con la apacible respiración de Maja de fondo, volvió a surgir el recuerdo de Anna. Seguía sin localizarla y tampoco ella la había llamado. Con un sentimiento de frustración, marcó el número del móvil de su hermana, pero como en tantas otras ocasiones durante las últimas semanas, sólo pudo hablar con el contestador. Por enésima vez dejó un breve mensaje y colgó. ¿Por qué no contestaba? Erica empezó a meditar un plan tras otro para averiguar qué pasaba con su hermana, pero todos se venían abajo al enfrentarse a su enorme cansancio. Se pondría a ello otro día.
Lucas decía que salía a buscar trabajo, pero ella no lo creía ni por asomo. Mal vestido, sin afeitar y sin peinar; de ninguna manera. No se imaginaba qué iría a hacer a la calle, pero era lo bastante sensata para no preguntar. No era bueno preguntar. Preguntar merecía un castigo. Preguntar implicaba duros golpes que dejaban en ella marcas visibles. La semana anterior no había podido llevar a los niños a la guardería. Se le notaban tanto los cardenales de la cara que incluso Lucas comprendió que sería temerario hacerla salir.
Anna no dejaba de pensar en cómo acabaría aquello. Todo se había malogrado tan rápido que, al recordarlo, le daba vueltas la cabeza. El tiempo pasado en el apartamento de Ostermalm con Lucas, siempre bien vestido y sereno, despidiéndose para ir a su trabajo como agente de bolsa…, se le antojaba tan remoto. Recordaba que también entonces deseaba huir, pero ahora le costaba comprender por qué. En comparación con su actual existencia, no sabía cómo pudo parecerle tan mala aquella otra. Cierto que también entonces la golpeaba de vez en cuando, pero también hubo buenos momentos y todo era bonito y estaba bien organizado. Ahora, al verse en aquel pequeño piso de dos habitaciones, se sentía vencer por el peso de la desesperanza. Los niños dormían en colchones extendidos en el suelo de la sala de estar y había juguetes esparcidos por todas partes. No tenía fuerzas para recogerlos. Si Lucas volvía a casa antes de que hubiese logrado reunir la energía necesaria para ello, las consecuencias serían terribles. Pero ya ni le importaba.
Lo que más la aterraba era ver en los ojos de Lucas que no había rastro de vitalidad, que mentalmente los había abandonado. El indicio de humanidad que antes reflejaban se había esfumado, dando paso a algo mucho más oscuro y peligroso. Lo había perdido prácticamente todo, y nada era tan peligroso como un ser humano que no tenía nada que perder.
Por un instante, consideró la posibilidad de salir e ir a buscar ayuda. Recoger a los niños de la guardería, llamar a Erica y pedirle que fuese a buscarlos. O llamar a la policía. Pero no pasó de ahí. Nunca sabía cuándo volvería Lucas y, si llegaba justo cuando ella intentaba salir de su cárcel, jamás tendría otra ocasión de huir ni quizá incluso de vivir.
De modo que se sentó en el sillón junto a la ventana a mirar el patio. Poco a poco, iba dejando que su vida se perdiese en el ocaso.