15.

Fjällbacka, 1924.

Agnes odiaba su vida. Incluso más de lo que creía posible el día en que llegó a su nuevo hogar. Ni en sus sueños más desaforados habría podido imaginar que todo sería tan pobre y miserable Y por si no tenía bastante con el entorno, ahora se le había hinchado el cuerpo y se había convertido en un ser torpe y nada atractivo. Sudaba sin cesar bajo el sol del verano en sucias greñas. Lo que más deseaba era que la criatura que la había convertido en aquel ser repugnante saliese cuanto antes, aunque al mismo tiempo le horrorizaba pensar en el parto. La sola idea le producía mareos.

La vida con Anders también era una tortura. ¡Si al menos tuviese agallas! Pero no, iba siguiéndola por todas partes con su triste mirada de cordero mendigando unas migajas de atención. Ella sabía que las demás mujeres la despreciaban porque no seguía su ejemplo, no empleaba sus días fregando su miserable casa y atendiendo al ingrato de su marido. Pero ¿cómo iba ella a hacer tal cosa? Ella era mucho mejor que las demás, procedía de una clase totalmente distinta y había recibido una buena educación. Era absurdo que Anders le pidiese que se pusiera a cuatro patas y restregase los miserables suelos de madera o que se apresurase a la cantera para llevarle la comida. Además, tenía la cara dura de quejarse de su modo de manejar la miseria de dinero que traía a casa. En el estado en que se encontraba, no debería hacer nada de nada. Si le apetecía algo suculento el día que iba a la tienda, ¿qué?; no tendría por qué armar tanto alboroto sólo porque se permitiese algún lujo en lugar de comprar mantequilla o harina.

Agnes suspiró y descansó los pies hinchados en el escabel que tenía delante. Allí sentada junto a aquella misma ventana, cuántas veces había pensado en lo distinta que podría haber sido su vida si su padre no fuese tan terco. De vez en cuando consideraba la idea de volver a Strömstad, arrodillarse ante él y mendigarle que la acogiese por compasión. Si hubiese abrigado la más mínima esperanza en el triunfo de tal empresa, lo habría hecho hace ya tiempo. Pero, para bien y para mal, conocía a su padre y sabía perfectamente que no merecía la pena. Allí estaba y allí seguiría, y hasta que se le ocurriese algún modo de salir de su situación actual, tendría que seguir penando.

Oyó pasos en la entrada y, con un suspiro, adivinó que era Anders, que ya volvía a casa. Si esperaba encontrarse la mesa puesta y la comida preparada, estaba muy equivocado. Teniendo en cuenta los dolores y tormentos que tenía que sufrir por llevar a su hijo en sus entrañas, ya podía ponerse él a hacerle la comida a ella. Aunque, claro, en casa tampoco había mucho que preparar. El dinero se había acabado a la semana de que él llegase con el salario y, hasta el próximo, faltaba una semana entera. Pero puesto que se llevaba tan bien con los Jansson, los de la habitación de al lado, seguro que podría mendigarles un pedazo de pan y algo con lo que hacer una sopa.

– Hola, Agnes -la saludó Anders algo tímido.

Pese a que llevaban casados medio año, con ella no se sentía en casa y se lo veía algo desorientado en el umbral.

– Hola -resopló Agnes con un mohín de desprecio al ver lo sucio que venía-. ¿Tienes que entrar con toda esa mugre? Al menos, quítate los zapatos.

Él obedeció y se sentó en la escalera de la entrada.

– ¿Hay algo de comer? -preguntó.

Esto provocó una expresión tal de asombro en el rostro de Agnes que se diría que le acababa de oír la peor de las maldiciones.

– ¿A ti te parece que yo estoy en condiciones de ponerme a cocinar para ti? Apenas si puedo mantenerme en pie y tú esperas que te reciba con un plato de comida caliente en la mesa cuando llegas a casa. Y, además, ¿con qué dinero iba a comprar comida para la cena? No sueles traer lo suficiente para que podamos comer como la gente decente y ya no nos queda ni un céntimo. Por si fuera poco, el perro pulgoso del tendero ya no nos fía.

Anders apretó los labios al oír lo del crédito en la tienda. Detestaba contraer deudas, pero los últimos seis meses, desde que empezó a vivir con Agnes, ella había comprado montones de cosas fiadas.

– Pues sí, justo estaba pensando en que deberíamos hablar de eso… -dijo dejando la frase inacabada.

Agnes empezó a intuir que habría problemas. Aquello no sonaba nada halagüeño. Anders prosiguió:

– Verás, creo que será mejor que, de aquí en adelante, yo me encargue de administrar el salario.

Lo dijo sin mirarla a los ojos y ella sintió nacer la ira en su corazón.

¿Qué pretendía decir? ¿Pensaba arrebatarle la única alegría que le quedaba en la vida?

Vagamente consciente de la tormenta que desencadenarían sus palabras, él añadió:

– Es que creo que resulta una gran carga para ti tener que bajar a la tienda y luego, cuando nazca el niño, te costará organizarte para salir, así que será mejor que yo me encargue de todo eso.

Agnes estaba tan colérica que no era capaz de articular palabra. Pero al cabo de un rato se le pasó aquella mudez transitoria y le explicó exactamente lo que le parecía la idea. Vio que Anders se retorcía incómodo, consciente de que medio barracón oía los insultos que le decía. Pero a ella no le importaba en absoluto. Le daba perfectamente igual la opinión de aquella chusma trabajadora, lo importante era que Anders tuviese muy claro lo que pensaba de él.

Pese a sus iras y ante su asombro, Anders no cedió. Por primera vez, se mantuvo en sus trece y la dejó gritar cuanto quiso. Llegó un momento en que ella se vio obligada a callar para retomar el aliento, y él aprovechó para decirle tranquilamente que podía gritar hasta que le estallasen los pulmones, pero que estaba decidido.

Agnes empezó a hiperventilar y era tal su rabia que estuvo a punto de marearse. Su padre siempre cedía cuando la veía hipando sofocada, pero Anders la observó en silencio sin hacer amago de ir a consolarla siquiera.

Entonces Agnes sintió una punzada de dolor en el abdomen y calló aterrada. Nada deseaba más que volver a casa de su padre.


* * *

Monica sintió el horror como un puñetazo en el estómago.

– ¿Que la policía ha estado aquí?

Morgan asintió, pero sin mover la vista de la pantalla. Ella sabía que, en realidad, no era buen momento para conversar. Según su horario, ahora tenía que trabajar y entonces no se podía hablar con él. Pero no podía contenerse. Dominada por el desasosiego, desplazaba el peso del cuerpo nerviosamente de un pie a otro. Deseaba acercársele y zarandearlo para que le contase más sin necesidad de hacerle todo el tiempo preguntas detalladas acerca de cada acontecimiento, pero sabía que no tenía sentido. Tendría que hacerlo como siempre, con su habitual paciencia.

– ¿Qué querían?

Él seguía sin apartar la vista de la pantalla y respondió sin que los dedos, que volaban sobre el teclado, perdiesen la agilidad y la rapidez de siempre.

– Me hicieron preguntas sobre la niña muerta.

A Monica casi se le paró el corazón. Con voz enronquecida, continuó:

– ¿Qué te preguntaron?

– Si la había visto salir por la mañana, entre otras cosas.

– ¿Y lo hiciste?

– ¿Si hice qué? -respondió Morgan distraído.

– Si la viste.

El joven obvió la pregunta.

– ¿Por qué vienes a estas horas? Sabes que no se ajusta a mi horario. Normalmente, sólo vienes cuando no trabajo.

Su voz chillona y estridente no expresaba ningún eco de protesta, tan sólo la constatación de un hecho. Ella se había saltado una de sus tareas interrumpiendo su ritmo, y sabía que eso lo desconcertaba. Pero era incapaz de contenerse. Tenía que saberlo.

– ¿La viste salir?

– Sí, la vi salir -respondió Morgan-. Y se lo dije a la policía, respondí a todas sus preguntas, aunque también ellos vinieron a alterar mi ritmo.

Entonces Morgan se volvió hacia ella y la observó con su inteligente, aunque extraña mirada.

Siempre tenía los ojos igual, jamás se alteraban, jamás mostraban sentimientos. Al menos, ya no.

Ya había aprendido a tener cierto control sobre su existencia. Cuando era más joven, sufría increíbles accesos de ira, de pura frustración al ver las circunstancias sobre las que no podía influir o las opciones que se le negaban. Podía tratarse de cualquier cosa, desde decidir el día en que tenía que ducharse hasta elegir el menú para la cena. Pero ambos habían aprendido. Ahora, la vida estaba cuadriculada y todas esas opciones, predeterminadas. Se duchaba cada dos días, tenía cuatro menús para la cena que iban rotando, y el desayuno y el almuerzo eran siempre iguales. El trabajo se había convertido en una especie de salvación para él. Era algo que hacía muy bien, en lo que podía derrochar su gran inteligencia y que convenía a la forma de ser tan particular de los enfermos de Asperger.

Era insólito que Monica llegase a una hora inoportuna del horario de Morgan. De hecho, no recordaba la última vez que lo hizo. Sin embargo, ahora que ya lo había molestado, bien podía continuar.

Siguió uno de los caminos entre las pilas de revistas y se sentó en el borde de la cama.

– No quiero que hables más con ellos sin que yo esté presente.

Morgan asintió sin más. Después se volvió del todo hacia ella, a horcajadas en la silla y con los brazos apoyados en el respaldo.

– ¿Tú crees que me habrían dejado verla si se lo hubiese pedido?

– ¿Ver a quién? -preguntó Monica desconcertada.

– A Sara.

– ¿Qué quieres decir?

Monica sintió que todo le daba vueltas. La presión de los últimos días la había desequilibrado y la pregunta de Morgan la hizo perder el control.

– ¿Y por qué ibas tú a querer verla?

No pudo disimular la rabia de su voz, pero, como de costumbre, él no reaccionó. Ni siquiera estaba segura de que Morgan comprendiese que haber elevado el tono significaba que estaba enfadada.

– Para ver su aspecto -respondió él con calma.

– ¿Por qué? -alzó la voz aún más y apretó los puños.

El miedo la tenía atenazada y cada palabra de Morgan era como un paso más hacia una oscuridad que la espantaba.

– Para ver lo muerta que estaba -respondió el joven sin apartar la vista de ella.

Monica empezó a respirar con dificultad y sintió que las paredes de la minúscula cabaña la apresaban. No lo soportó un segundo más, necesitaba aire y, sin decir nada, echó a correr hacia la puerta y la cerró de un golpe al salir. Sintió el escozor del aire gélido en la garganta mientras respiraba hondo y, tras unos minutos, notó que el pulso volvía a ser normal.

Miró disimuladamente por una de las ventanas. Morgan ya se había dado la vuelta otra vez. Le volaban las manos sobre el teclado. Monica pegó la cara contra el cristal y observó su cuello. Lo quería tanto que le dolía.


No había nada que le proporcionase tanto placer como limpiar. Los demás miembros de la familia aseguraban que era una maniática, pero a ella le daba lo mismo. Con tal de que se mantuviesen apartados y no intentasen ayudar, estaba contenta.

Lilian empezó, como de costumbre, por la cocina. Todos los días lo mismo. Limpiar todas las superficies, pasar la aspiradora, fregar el suelo y, una vez por semana, sacar todos los cacharros de los cajones y los armarios, y limpiarlos por dentro. Una vez lista la cocina, limpiaba el vestíbulo, la sala de estar y el porche. La única habitación de la planta baja que no podía limpiar era el pequeño cuarto de invitados, donde dormía Albin. De eso se ocuparía más tarde.

Subió la aspiradora escaleras arriba. Stig habría querido comprarle un modelo más pequeño, pero ella se negó con resuelta amabilidad. Aquélla tenía quince años y aún estaba como nueva. Mucho mejor que las modernas, que se rompían cada dos por tres. Claro que era muy pesada. Iba resoplando mientras subía al distribuidor del piso de arriba. Stig estaba despierto y se volvió a mirarla.

– Terminarás agotada -le dijo con voz débil.

– Mejor eso que pasar el tiempo sentada mano sobre mano.

Era un intercambio de frases habitual entre los dos. Él le decía que se lo tomase con calma y ella le respondía con algún comentario airado. Si ella dejase de ocuparse de todas las tareas del hogar y les cediese a ellos la responsabilidad, otro gallo cantaría. Sin ella, aquella casa se hundiría. Era ella quien mantenía aquello en marcha, y lo sabían. Si al menos mostrasen algo de gratitud de vez en cuando… Pero no, lo que hacían era darle la murga con que se lo tomase con calma. Lilian comenzó a irritarse, como siempre que pensaba en esas cosas. Entró en la habitación de Stig. «Está algo más pálido que de costumbre», se dijo.

– Parece que estás peor -constató.

Le ayudó a levantar la cabeza para sacar el almohadón, lo palmeó para mullirlo y lo colocó de nuevo bajo su cabeza.

– Desde luego, hoy no es buen día.

– ¿Dónde te duele más? -preguntó ella sentándose en el borde de la cama.

– Por todas partes. Al menos, ésa es la sensación que tengo -respondió Stig haciendo un amago de sonrisa.

– ¿No podrías precisar un poco? -repuso Lilian con una mirada exigente al tiempo que, irritada, quitaba las pelusas de la colcha.

– El estómago -obedeció Stig-. Es como un engranaje en marcha, no sé, y de vez en cuando me da una punzada.

– Pues yo creo que ya es hora de que Niclas te eche una ojeada esta tarde cuando llegue a casa. Así no puedes estar.

– Pero nada de hospitales -protestó Stig haciendo aspavientos con la mano.

– Eso no lo decides tú, sino Niclas.

Lilian seguía arrancando pelusilla de la colcha y miró a su alrededor, como buscando algo.

– ¿Dónde está la bandeja del desayuno?

Stig señaló al suelo. Lilian se inclinó sobre él para mirar por encima de la cama.

– ¡Pero si no has comido nada! -dijo disgustada.

– No tenía ganas.

– Tienes que comer, de lo contrario, nunca te pondrás bien. ¿No lo entiendes? Voy a prepararte un poco de sopa de tomate. Tienes que recobrar algo de energía.

Stig asintió sin oponerse. Cuando Lilian se ponía así, no tenía sentido contradecirla.

Así pues, bajó a la cocina con paso airado. ¡Siempre tenía que hacerlo todo ella!


Cuando Martin y Gösta volvieron a la comisaría, no había nadie en recepción. Annika habría salido a comer más temprano. Martin vio que, en su mesa, había un buen montón de notas con su letra. Seguramente con la información facilitada por la gente, que habría empezado a llamar aquella mañana.

– ¿No vas a almorzar ya? -preguntó Gösta.

– Todavía no -respondió Martin-. ¿No podemos comer a las doce?

– Para entonces me habré muerto de inanición, pero lo prefiero a ir a comer solo.

– Vale, entonces quedamos en eso -dijo Martin antes de ir a su despacho.

Por el camino de vuelta de Fjällbacka se le había ocurrido una idea. Miró hasta encontrar lo que buscaba en la guía telefónica.

– Hola, quería hablar con Eva Nestler -le dijo a la recepcionista que lo atendió.

Pero había una llamada en espera anterior a la suya, de modo que se dispuso a aguardar pacientemente. Como de costumbre, amenizaron el ínterin con una música lacrimosa que, no obstante, empezó a gustarle al cabo de un rato. Miró el reloj. Llevaba casi un cuarto de hora esperando. Decidió darle otros cinco minutos antes de colgar y volver a intentarlo. Justo entonces, oyó la voz de Eva en el auricular:

– Eva Nestler.

– Hola, soy Martin Molin. No sé si te acuerdas de mí, pero nos conocimos hace un par de meses en relación con la investigación de un sospechoso de abuso de menores. Te llamo de la comisaría de Tanumshede -se apresuró a añadir.

– Sí, claro. Trabajas con Patrik Hedström -recordó Eva-. Con él sí he tenido más contacto, pero tú y yo también nos hemos visto alguna vez.

Hubo unos segundos de silencio.

– ¿En qué puedo ayudarte?

Martin se aclaró la garganta.

– ¿Tienes idea de algo que se llama Asperger?

– El síndrome de Asperger, sí, lo conozco.

– Verás, tenemos un… -Martin se interrumpió, sin saber cómo expresarlo, pues Morgan no era susceptible de ser clasificado como sospechoso exactamente, sino más bien como una posibilidad interesante. Y recomenzó-: Nos hemos encontrado con un enfermo de Asperger en el caso que estamos investigando y necesitaría saber más sobre lo que supone la enfermedad. ¿Tú podrías ayudarme con ese tema?

– Pues… -respondió Eva dudosa- necesitaría algo de tiempo para refrescarme la memoria. -Martin oyó que hojeaba algo, la agenda, seguramente-. En realidad, me había tomado una hora libre después del almuerzo para hacer algunos recados, pero, en fin, por la policía… -la mujer seguía hojeando-. De lo contrario, no tendría ningún hueco hasta el martes que viene.

– Me viene bien hoy -se apresuró a contestar Martin.

En realidad confiaba en haber podido hacerlo por teléfono, pero no era tanta molestia ir a Strömstad.

– Bien, en ese caso nos vemos dentro de tres cuartos de hora más o menos, ¿de acuerdo?

– Claro -respondió Martin. De pronto se le ocurrió una idea-: ¿Te parece que lleve algo para almorzar?

– Sí, ¿por qué no? No está mal recuperar parte de los impuestos a través de la policía… Es broma, hombre -añadió enseguida, preocupada por que Martin malinterpretase sus palabras.

– No te preocupes -rio él-. ¿Quieres que invierta el dinero de tus impuestos en alguna preferencia culinaria concreta?

– Algo ligero. Una ensalada, quizá. La mayoría de la gente intenta adelgazar para el verano, pero yo se ve que lo he entendido al revés y procuro perder peso de cara al invierno.

– Bien, pues entonces ensalada -prometió Martin antes de despedirse.

Cogió la cazadora y se detuvo ante la puerta de Gösta.

– Oye, nos saltamos el almuerzo. Me voy a Strömstad a hablar con Eva Nestler, la psicóloga a la que solemos recurrir. -El gesto de Gösta lo obligó a añadir-: Por supuesto que puedes venir conmigo, si quieres.

Por un instante pareció que Gösta estuviese dispuesto a aceptar, pero en ese momento vio que empezaba a llover fuera y cambió de idea.

– Qué va, déjalo. Me quedaré aquí. Llamaré a Patrik y a Ernst a ver si pueden traerme algo comestible.

– Como quieras. Entonces, me voy.

Gösta ya se había dado media vuelta y no respondió siquiera. Martin vaciló un instante antes de salir, se subió el cuello de la cazadora y echó a correr hacia el coche. Pese a que estaba aparcado a tan sólo unos metros, llegó empapado.


Media hora después se detenía junto al arroyo, a unos metros del lugar donde Eva tenía su despacho. Estaba situado en el mismo edificio que la policía de Strömstad y Martin supuso que colaboraban a menudo. La policía necesitaba con frecuencia los servicios de un psicólogo; por ejemplo, cuando la víctima de una agresión necesitaba ayuda concluida la investigación. No eran muchos los psicólogos en ejercicio en el municipio y Eva era uno de ellos. Tenía muy buena reputación y se la consideraba una profesional muy competente. Patrik sólo hablaba de ella en términos positivos y Martin confiaba en que pudiese ayudarle.

En realidad no estaba muy seguro de para qué quería hablar con Eva. Morgan no era sospechoso, pero sentía curiosidad por saber más sobre el origen de una conducta y una actitud tan extrañas. El Asperger era algo totalmente desconocido para él y nunca estaba de más informarse.

Sacudió la cazadora antes de colgarla en el guardarropa. También se le había mojado la camisa y la humedad le hizo sentir un escalofrío. En una bolsa llevaba dos ensaladas que había comprado al pasar por Kaffedoppet. Era evidente que la recepcionista estaba al corriente de su llegada, pues nada más verlo, le señaló la puerta del despacho de Eva, cuyo nombre se leía en una placa.

Tras llamar discretamente, oyó la voz de la psicóloga:

– Adelante.

Al verlo, Eva Nestler miró el reloj.

– Hola. ¡Qué rapidez! Espero que no hayas sobrepasado ningún límite de velocidad para venir aquí -le dijo con una mirada de fingida amonestación que hizo reír a Martin.

– No, qué va, no te preocupes. Además, da la casualidad de que sé que la policía hoy tenía otras cosas que hacer -respondió él en voz baja, como conspirando, y con un guiño.

Recordaba que Eva Nestler le cayó bien desde el día en que la conoció, pues tenía la virtud de conseguir que la gente se sintiese relajada en su presencia. Para alguien de su profesión, debía de ser una suerte.

Martin puso el almuerzo en una mesita que había en el despacho.

– Espero que te guste la ensalada de gambas.

– Es perfecta -respondió Eva.

Abandonó la silla tras el escritorio y se sentó en una de las cuatro que tenía para las visitas.

– En realidad -continuó mientras ponía toda la salsa en la ensalada-, una se engaña a sí misma.

Una vez que bañas las verduras con toda la grasa de la salsa, igual puedes comerte una hamburguesa. Pero, desde un punto de vista psicológico, te sientes mejor con la ensalada. Así consigo convencerme de que bien puedo permitirme un bizcocho por la tarde -terminó riendo de tan buena gana que le temblaba el pecho.

Martin comprobó por su figura regordeta que la psicóloga conseguía convencerse de lo uno y de lo otro. Pero vestía de un modo elegante y llevaba el cabello gris en un peinado corto de aspecto moderno que, al mismo tiempo, iba bien con su edad.

– O sea que querías saber algo más sobre el síndrome de Asperger -le dijo.

– Sí, hoy ha sido la primera vez que lo he oído en mi vida y, la verdad, más que nada siento curiosidad -confesó Martin mientras pinchaba una gamba con el tenedor.

– Bueno, yo lo conozco, aunque no he tenido contacto con ningún paciente con ese diagnóstico, de modo que tuve que hacer alguna consulta antes de que llegaras. ¿Qué quieres saber exactamente? Hay mucho que decir al respecto.

– Pues… -Martin se tomó unos segundos para pensar su respuesta-. Si pudieras explicarme lo que caracteriza a una persona con Asperger… ¿Cómo se sabe que sufre justo ese síndrome?

– En primer lugar, se trata de un diagnóstico que empezó a establecerse no hace tanto. Se comenzó a hablar de él en serio unos quince años atrás, aunque existe documentación anterior. Es una limitación funcional que recibió su nombre de Hans Asperger. Algunos investigadores aseguran hoy que él mismo padecía el síndrome.

Martin asintió, invitándola a continuar.

– Es una forma de autismo, pero quien lo sufre suele tener una inteligencia entre normal y muy alta.

Martin ya lo sabía, pues Morgan lo había mencionado.

Eva prosiguió:

– Lo que complica la descripción del síndrome de Asperger es que sus síntomas varían de un individuo a otro, y ello obliga a clasificarlos en varios subgrupos. Algunos se encierran en sí mismos, presentando un comportamiento más similar al del clásico autista, mientras que otros son muy activos. Es raro que se detecte pronto. Los padres pueden sentirse preocupados porque su hijo se comporta de un modo anómalo, pero sin saber decir exactamente en qué consiste la desviación. Y el problema es, ya te digo, que puede haber grandes diferencias entre un niño y otro. Algunos niños con Asperger empiezan a hablar muy pronto, otros extraordinariamente tarde.

Lo mismo ocurre con cuándo empiezan a caminar y con otros aspectos del desarrollo. Por lo general, los problemas no empiezan a hacerse realmente patentes hasta que no alcanzan la edad escolar, aunque entonces suelen recibir el diagnóstico de TDAH o de DAMP.

– ¿Y cuáles son los síntomas entonces?

Martin se olvidaba de comer, hasta tal punto lo fascinaba el tema, Antes de solicitar su admisión en la Escuela Superior de Policía, estuvo acariciando la idea de estudiar psicología y a veces se preguntaba si no habría errado su elección final. Nada le resultaba más interesante que la psique humana y las anomalías de algunas de sus manifestaciones.

– El síntoma más claro es probablemente la dificultad de interacción social. Se comportan constantemente de un modo inapropiado, no comprenden las reglas comunes y, por ejemplo, tienen tendencia a decir la verdad claramente, lo que, como es natural, dificulta su relación con las demás personas. Existe también un rasgo de marcado egocentrismo. Les cuesta tener en cuenta los sentimientos y las vivencias de los demás, y solo procuran satisfacer sus propias necesidades. Por lo general, tampoco precisan relacionarse con otras personas. Si, pese a todo, juegan con otros niños, pretenden decidirlo todo o, algo más habitual entre las niñas con ese síndrome, se someten por completo a la voluntad de los demás niños. Otro indicio claro es que desarrollen un interés tal por algún campo del saber que lo dominen por completo. Los niños con Asperger tienen la capacidad de interesarse muchísimo por los detalles y suelen aprenderlo todo sobre su tema favorito. Al principio, para los adultos puede resultar interesante escuchar los conocimientos de los niños, pero son tan estrechos de miras y obsesionados por su especialidad que los demás niños no tardan en perder el interés. Al alcanzar la edad escolar, suelen empezar a notarse las obsesiones tanto de pensamiento como de acción. Tienen que hacer las cosas de un modo concreto y obligan a su entorno a hacer lo mismo.

– ¿Y desde el punto de vista del lenguaje? -preguntó Martin recordando la forma tan extraña de expresarse de Morgan.

– La lengua es otro indicador importante -dijo Eva apurando los últimos restos de ensalada que quedaban en el recipiente de plástico antes de continuar-: Es una de las grandes dificultades a las que las personas con Asperger se enfrentan en lo cotidiano. Cuando nos comunicamos, expresamos por lo general mucho más de lo que denotan puramente las palabras. Utilizamos el lenguaje corporal, las expresiones faciales, cambiamos el tono de la frase, acentuamos de forma distinta y utilizamos tranquilamente metáforas y comparaciones. Todo esto constituye una dificultad para una persona con Asperger. Una expresión como «tendremos que saltarnos el café» puede ser interpretada textualmente, es decir, entienden que lo que se proponen es saltar por encima de una taza de café. Incluso cuando ellos mismos hablan, les cuesta comprender cómo suena su discurso en comparación con el de los demás. A veces hablan muy bajito, casi en un susurro; en otras ocasiones chillan y hablan muy alto. Y, por lo general, con una cantinela monótona.

Martin asintió. La voz de Morgan encajaba con la segunda descripción.

– La persona a la que yo he conocido, se movía además de un modo extraño. ¿Es normal?

Eva asintió.

– Sí, la motricidad es otra fuente de indicios claros. Puede ser torpe y brusca, rígida o minimalista. También los hay estereotipados.

Al ver la expresión de Martin, comprendió que debía aclararle aquel punto.

– Movimientos estereotipados que se repiten; por ejemplo, leves movimientos de la mano.

– Si la persona que sufre Asperger tiene problemas con la motricidad, ¿hace esos movimientos constantemente?

Martin recordó los dedos de Morgan volando ágilmente sobre el teclado.

– No, lo cierto es que no. Es muy frecuente que, en el campo que les interesa o en cualquier otro que provoque su fascinación, presenten una motricidad fina muy bien desarrollada.

– ¿Cómo son los adolescentes con Asperger?

– Sí, bueno, eso es un tema aparte. Pero, dime, ¿quieres un café antes de continuar? Es demasiada información. Por cierto, ¿no sería mejor que tomases notas? ¿O es que tienes muy buena memoria?

Martin señaló la pequeña grabadora que había colocado sobre la mesa.

– Mi ayudante se encarga de eso. Pero sí me tomaría un café.

Aún le rugía un poco el estómago: normalmente él no almorzaba sólo ensalada y sabía que, a buen seguro, tendría que parar por el camino en algún quiosco de perritos.

Unos minutos después apareció Eva con sendas tazas de café humeante. Se sentó antes de continuar:

– A ver, ¿dónde estábamos? Ah, sí, la adolescencia. En esa etapa vuelve a resultar difícil diagnosticar el Asperger si no se ha detectado antes. Aparecen muchos de los problemas propios de la adolescencia, pero reforzados, exacerbados a causa del Asperger. La higiene, por ejemplo, se convierte en un gran caballo de batalla. Muchos descuidan su higiene diaria, son reacios a ducharse, a cepillarse los dientes o a cambiarse de ropa. La escuela se convierte en un inconveniente. Les cuesta comprender la importancia del esfuerzo y, además, persisten los problemas de integración social con los compañeros y con otras personas de su edad. Eso dificulta, cuando no imposibilita, la realización de los trabajos en grupo, cada vez más habituales en secundaria y bachillerato. Es frecuente la depresión, así como complicaciones de comportamiento antisocial.

Esto despertó un interés especial en Martin.

– ¿En qué consiste ese comportamiento?

– Pues delitos violentos, robos, incendios provocados…

– Es decir, que entre las personas con Asperger existe una mayor inclinación a cometer actos violentos, ¿es así?

– Pues… yo no diría que los Asperger sean más proclives a la violencia que otros grupos, pero sí, hay muchos. Ya te dije, tienen un marcado egocentrismo y dificultades para comprender situaciones y sentimientos ajenos. La falta de empatía es un rasgo característico. Simplificando, podría decirse que los afectados de Asperger carecen de sentido común.

– Si una persona… -Martin vaciló un segundo-, si una persona con Asperger apareciese relacionada con un caso de asesinato, ¿habría alguna razón para investigarla a fondo?

Eva se tomó su pregunta en serio y dedicó un buen rato a meditar su respuesta.

– No puedo contestar a eso. Claro que existen, ya te digo, ciertas características en el diagnóstico que bajan el umbral de lo que a nosotros nos impide cometer actos violentos. Pero, al mismo tiempo, hay muy pocos afectados por el síndrome que lleguen al extremo del asesinato. Y, bueno, leo los periódicos y sé a qué caso te refieres -dijo reflexiva, dándole vueltas a la taza de café entre las palmas de las manos-. Según mi opinión, muy personal por cierto, sería peligroso dejarse seducir en ese sentido, no sé si me explico.

Martin asintió. Sabía perfectamente a qué se refería. A lo largo de la historia, muchos inocentes habían sido acusados sólo por ser diferentes. Pero el conocimiento era poder y, pese a todo, tenía la sensación de que le resultaría muy valioso tener más nociones acerca del mundo de Morgan.

– No sabes cómo te agradezco que me hayas dedicado tu tiempo. Espero que los recados que dejaste de hacer por mi causa no fuesen muy importantes.

– Qué va -aseguró Eva mientras se levantaba para acompañarlo a la salida-. Era sólo una renovación del armario, que ya la voy necesitando. En otras palabras, nada que no pueda hacer la semana que viene.

Fue con él hasta el guardarropa y esperó a que se pusiese la cazadora, que ya estaba algo más seca.

– Vaya porquería de tiempo para salir -comentó Eva.

Los dos veían por la ventana el chaparrón, que formaba grandes charcos en la plaza.

– Sí, podemos jurar que es otoño -respondió Martin mientras le estrechaba la mano para despedirse.

– Gracias por el almuerzo, por cierto. Y si tienes más preguntas, llama cuando quieras. Me ha encantado refrescar lo que sabía sobre el tema. No es frecuente toparse con ese síndrome.

– Claro, si nos hace falta, te doy un toque. Gracias otra vez.

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