14.

Fjällbacka, 1924.

Hacía tanto tiempo que no se sentía contento en su trabajo que le parecía un sueño hermoso y lejano.

Ahora, el agotamiento lo había llevado a perder todo entusiasmo y trabajaba de forma mecánica con cada una de las tareas pendientes.

Las exigencias de Agnes parecían inagotables. Y tampoco se las arreglaba con el dinero para llegar a fin de mes, cosa que sí lograban las demás esposas de picapedreros, pese a que por lo general tenían un montón de niños a los que alimentar. En el caso de Agnes, se diría que todo el dinero que él llevaba a casa se le escapaba entre los dedos y, a menudo, se veía obligado a acudir a la cantera muerto de hambre porque no había para comprar comida. Todo ello pese a que él llevaba a casa cada céntimo que ganaba, aunque no era lo habitual. El póquer era uno de los principales entretenimientos de los picapedreros. Sus compañeros dedicaban las noches y los fines de semana al juego y solían llegar a casa decepcionados y con los bolsillos vacíos. Allí los aguardaban sus mujeres, que se habían resignado hacía tiempo, como demostraban los surcos que la amargura había tallado en sus rostros.

La amargura era, por cierto, un sentimiento con el que Anders empezaba a familiarizarse. La vida con Agnes, que no hacía ni un año se le antojaba un hermoso sueño, había resultado ser más bien el castigo por un delito que no había cometido. Lo único de lo que se le podía considerar culpable era de amarla y de plantar en ella la semilla de un hijo; aun así, se veía condenado como si hubiese cometido un pecado mortal. Ya ni siquiera le quedaban fuerzas para alegrarse por el hijo que Agnes llevaba dentro. Su gestación había transcurrido con complicaciones, y ahora que se encontraba en la última fase, era peor que nunca. Se había pasado el embarazo quejándose de calambres y de molestias aquí y allá, y se negaba a realizar las tareas diarias. Lo que significaba que Anders no sólo trabajaba en la cantera desde la mañana hasta muy tarde cada día, sino que, además, debía encargarse de todos los quehaceres que correspondían a una esposa. Y no se lo hacía más llevadero el hecho de saber que los demás picapedreros unas veces se burlaban de él y otras lo compadecían por verse obligado a asumir las obligaciones de una mujer. En cualquier caso y por lo general, estaba demasiado cansado para detenerse a pensar en lo que los demás decían a sus espaldas.

Pese a todo, deseaba que llegase el día del nacimiento de su hijo. Tal vez el amor materno haría que Agnes dejase de verse a sí misma como el centro del universo.

Los bebés exigían que se los tratase como el centro del universo y pensaba que sería una experiencia saludable para su esposa. Porque, en el fondo, se negaba a abandonar la esperanza de que lograrían que su matrimonio funcionase algún día. Él no era de los que se tomaban sus promesas a la ligera, y ahora que habían establecido un lazo según mandaba la ley, no podían romperlo sin más, por difícil que les resultase a veces seguir adelante.

Claro que de vez en cuando al ver a las otras mujeres del barracón, que trabajaban duro sin quejarse jamás, consideraba que había tenido mala suerte en la vida. Pero, al mismo tiempo y en honor a la verdad, era consciente de que no había sido cuestión de suerte, sino que él mismo se lo había buscado. De ese modo perdía todo derecho a quejarse.

Arrastrando los pies, recorría el estrecho camino a casa. Aquel día había sido tan monótono como todos los demás. Se había pasado la jornada tallando adoquines y le dolía el hombro, pues estuvo forzando al máximo todo el día el mismo músculo. Además, le rugía el estómago de hambre, puesto que en casa no había nada de comer para llevarse al trabajo. De no haber sido por Jansson, el de la habitación de al lado, que se compadeció de él y le ofreció la mitad de un bocadillo, no habría probado bocado en todo el día. «No -pensó resuelto-, a partir de hoy dejaré de confiarle el salario a Agnes.» Sencillamente tendría que encargarse de comprar la comida él mismo, igual que había ido asumiendo las demás tareas de su esposa. Anders podía pasar sin comida, pero no pensaba permitir que su hijo muriese de hambre, de modo que había llegado la hora de implantar otras normas en casa.

Lanzó un suspiro y se detuvo un instante antes de abrir la delgada puerta de madera y entrar a su hogar con su mujer.


* * *

Desde detrás del cristal de la recepción, Annika veía perfectamente a cuantos entraban y salían, pero aquel día la cosa estaba tranquila. El único que seguía en su despacho era Mellberg y nadie había acudido a la comisaría con ninguna urgencia. En cambio, en la recepción, la actividad era febril. La publicación en los medios daba sus frutos en forma de un sinfín de llamadas, aunque aún era pronto para asegurar si había alguna sobre la que mereciese la pena seguir indagando.

Tampoco era su cometido decidir tal cosa. Ella sólo tenía que tomar nota de cuanto le dijesen, así como del nombre y el teléfono del informante. El material lo revisaría más tarde el investigador responsable y, en este caso, Patrik sería el feliz receptor de una sobredosis de habladurías y de acusaciones infundadas, que era en lo que consistía la mayoría de las llamadas, según le decía la experiencia.

No obstante, este caso había provocado más llamadas que de costumbre. Todo lo que implicaba a un niño solía alterar los sentimientos de la gente y nada suscitaba reacciones tan intensas como el asesinato, precisamente. Por otro lado, la imagen de la masa que le ofrecían las llamadas recibidas no era nada halagüeña. Ante todo, la tolerancia de los nuevos tiempos para con los homosexuales no parecía haber arraigado más allá de las grandes ciudades, con lo que le llegaron un montón de acusaciones contra hombres que resultaban sospechosos sólo por su declarada homosexualidad. En la mayoría de los casos, los argumentos presentados eran de una simpleza ridícula. Bastaba con que un hombre tuviese una profesión tradicionalmente femenina para que alguien considerase que, seguramente, sería «uno de esos pervertidos». Según la lógica aldeana, ese individuo podía ser acusado de cualquier cosa. Hasta el momento, las llamadas recibidas implicaban a un peluquero local, al sustituto de una florista, a un maestro que había cometido el error garrafal de que le gustasen las camisas de color rosa y al fenómeno más sospechoso de todos: un hombre que era maestro de guardería. En total eran diez las llamadas que Annika había recibido sobre este último y que, abatida, puso en un montón aparte. A veces se preguntaba si el tiempo había pasado realmente en los pueblos como aquél.

La siguiente llamada, en cambio, resultó algo distinta. La mujer deseaba permanecer en el anonimato, pero la información que le proporcionó era, sin lugar a dudas, muy interesante. Annika se irguió en la silla y fue anotando con detalle cuanto le decía la informante. La pondría la primera del montón. Sintió un estremecimiento, pues intuía que lo que acababa de oír sería importante para la investigación. Eran tan raras las ocasiones en que ella participaba cuando un caso empezaba a aclararse, que no pudo por menos de experimentar cierta satisfacción. Aquélla podía ser una de esas ocasiones. Volvió a sonar el teléfono y Annika atendió la llamada. Otra sobre el florista.


Muy a disgusto, fue colocando los libros de salmos en los bancos. Por lo general, aquella tarea le resultaba muy agradable, pero no era así aquel día. ¡Vaya inventos modernos! Música para el oficio de un viernes por la tarde y, por si fuera poco, ni siquiera era música religiosa. Pura, simple y sencillamente ¡una blasfemia! En la iglesia sólo podía oírse música en los oficios del domingo y, en tal caso, sólo salmos del libro de salmos. Al parecer, hoy en día podían interpretar cualquier cosa y, en algunas ocasiones, la gente se atrevía incluso a aplaudir. En fin, ya podía estar contento de que no fuese como en Strömstad, donde el cura se había dedicado a llevar una larga serie de artistas populares. Esta noche actuaba simplemente un grupo de jóvenes de la escuela de música local, en lugar de esas pandas de cursis de Estocolmo que se dedicaban a hacer turnés por el país con sus cancioncillas y que igual actuaban en la casa de Dios como en los parques públicos ante un montón de borrachos.

Algunos salmos sí que cantarían, después de todo, y Arne se encargó de fijar los números con minuciosa pulcritud en el tablón que había a la derecha del coro. Una vez expuestas todas las cifras, dio un paso atrás para cerciorarse de que estaban derechas. Para él era una cuestión de honor que todo estuviese perfecto hasta en el mínimo detalle.

¡Mira que si pudiera poner el mismo orden entre las personas…! ¡Cómo mejorarían las cosas! Si en lugar de inventar tonterías le prestasen atención a él… Todo estaba en la Biblia, todo descrito hasta el menor detalle, sólo había que tomarse la molestia de leerlo.

La amargura de haber dejado pasar la oportunidad de ser sacerdote lo invadió con toda su crueldad. Tras mirar a su alrededor y comprobar que estaba solo, abrió la reja del coro y, lleno de veneración, se acercó al altar. Alzó la vista para contemplar el cuerpo herido y demacrado de Jesús en la cruz. Aquello era la vida: ver la sangre que manaba de las heridas de Cristo, observar cómo se le clavaban las espinas en la cabeza e inclinarse con respeto ante aquel espectáculo. Se dio la vuelta y dirigió la vista hacia los bancos vacíos. En su imaginación, los llenó de gente, sus fieles, sus oyentes. A modo de prueba, alzó las manos y oyó el eco de su débil voz en una de las réplicas de la liturgia: «Que el Señor os ilumine con su semblante…». Vio a la gente imbuida de sus palabras.

Vio cómo recibían la bendición en sus corazones y lo miraban con veneración. Arne bajó las manos despacio y echó una ojeada al púlpito. Nunca había osado subir allí, pero hoy se sentía como si el Espíritu Santo le llenase el alma. Si su padre no se hubiese opuesto a su vocación, habría podido subir al púlpito con el pleno derecho de un sacerdote; habría subido al lugar desde el que, elevado sobre las cabezas de los fieles, habría predicado la palabra de Dios.

Dio unos pasos hacia el púlpito, pero, al poner el pie en el primer escalón, oyó abrirse la pesada puerta de la iglesia. Retiró el pie enseguida y volvió a sus tareas. La amargura le corroía el pecho como un ácido.


La tienda sólo estaba abierta durante los meses de verano o para fiestas importantes, de modo que fueron a buscar a Jeanette al trabajo del que vivía los otros nueve meses del año. Era camarera en uno de los restaurantes de Grebbestad que servían almuerzos en invierno y Patrik notó que le crujía el estómago nada más entrar. No obstante, aún era algo temprano para comer, de modo que no había clientes en el restaurante, sólo una joven que iba preparando las mesas con mucha calma.

– ¿Jeanette Lind?

La muchacha alzó la vista y contestó:

– Sí, soy yo.

– Patrik Hedström y Ernst Lundgren, de la comisaría de policía de Tanumshede. Quisiéramos hacerle unas preguntas, si puede ser.

La joven asintió y bajó la mirada. Por poca capacidad de deducción que tuviese, no le costó suponer qué quería la policía.

– ¿Desean un café? -preguntó.

Tanto Patrik como Ernst asintieron agradecidos. Patrik la observó mientras ella se alejaba hacia la cafetera. Reconocía perfectamente el tipo.

Menuda, morena y de generosas caderas; grandes ojos castaños y una frondosa melena que le caía por debajo de los hombros. Seguramente, la chica más bonita de su clase e incluso la más bonita de su curso en toda la escuela. Muy conocida y siempre en compañía de los chicos más mayores y más guays. Pero, por lo general, con los estudios también terminaba su estrellato. Aun así, solían quedarse en el pueblo, conscientes de que allí, al menos, conservarían cierto estatus mientras que en las grandes ciudades cercanas resultarían simples en comparación con las auténticas hordas de chicas guapas que había. Calculó que Jeanette era bastante más joven que él y, por tanto, también mucho más joven que Niclas. Veinticinco, quizá, o poco menos.

Les sirvió sendas tazas de café y echó hacia atrás la melena al sentarse a la mesa. Seguro que en su adolescencia practicó ese movimiento ante el espejo cientos de veces. Patrik se vio obligado a admitir que lo reproducía a la perfección.

Muy a su pesar, tuvo que reconocer que comprendía qué había podido ver Niclas en ella. Él también había dedicado años a suspirar por las chicas más bonitas de la escuela. Genio y figura.

Aunque, claro, Patrik jamás tuvo la menor oportunidad. Era delgado, larguirucho y con buenas notas; terminó clasificándose entre los mediocres y admirando a distancia a los chicos duros que se saltaban las clases de matemáticas para irse al rincón de los fumadores con un cigarrillo en la comisura de los labios. Claro que a muchos de ellos los había conocido después más a fondo, en el ejercicio de su profesión. Algunos podían considerar como su segunda casa el calabozo para borrachos de la comisaría.

– Acabamos de hablar con Niclas Klinga y… -Patrik no sabía cómo decirlo-… salió a relucir su nombre.

– Vaya, ¿no me diga? -respondió Jeanette sin el menor rubor por el contexto en que sabía se la habría mencionado.

La joven observaba a Patrik con total tranquilidad, a la espera de que continuase con sus preguntas.

Ernst seguía sentado y en silencio como de costumbre, bebiendo a sorbitos el café caliente. Las miradas que le lanzaba a Jeanette no eran propias de alguien que pudiera ser su padre. Patrik le clavó los ojos, irritado, y tuvo que contenerse para no darle una patada en la espinilla por debajo de la mesa.

– Sí, según él, ustedes estuvieron juntos el lunes por la mañana, ¿es eso cierto?

Antes de asentir, la joven volvió a sacudir su cabellera con ese deje suyo tan profesional.

– Sí, así es. Estuvimos en mi casa. Yo libraba el lunes.

– ¿A qué hora llegó Niclas a su casa?

Jeanette se miró las uñas mientras reflexionaba. Las llevaba largas y muy cuidadas, y a Patrik le sorprendió que pudiese trabajar con ellas.

– En torno a las nueve y media, diría. No, espere, ahora que lo pienso estoy segura, porque yo había puesto el despertador a las nueve y cuarto, y cuando Niclas llegó, estaba en la ducha.

La joven soltó una risita y Patrik empezó a sentir cierto desprecio por ella. Él veía ante sí a Charlotte, a Sara y a Albin, pero estaba claro que a Jeanette eso no le preocupaba.

– ¿Cuándo se marchó?

– Almorzamos a las doce y él tenía que estar en el centro médico a la una, así que se iría unos veinte minutos antes, supongo. Yo vivo en Kullen, de modo que tiene el trabajo cerca -explicó con otra risita.

En esta ocasión, Patrik tuvo que contenerse de verdad para que el desprecio no le aflorase a la cara. Ernst, en cambio, no parecía tener ese tipo de objeciones que oponer a la muchacha. Su mirada se volvía cada vez más cálida.

– ¿Y estuvo en su casa todo el tiempo? ¿No salió a hacer ningún recado?

– No -respondió ella con calma-. No fue a ninguna parte, se lo aseguro.

Patrik miró a Ernst y le preguntó:

– ¿Tienes alguna pregunta qué hacer?

Ernst respondió con un gesto y Patrik se guardó el bloc.

– Seguramente volveremos a hacerle más preguntas, pero por ahora eso es todo.

– Bueno, espero haber sido de ayuda -dijo Jeanette al tiempo que se levantaba.

Durante la conversación, no mencionó siquiera el hecho de que la hija de su amante hubiese muerto, que alguien hubiese matado a una niña mientras que ella se acostaba con su padre… Su falta de empatía era espantosa.

– Sí, descuide -respondió Patrik mientras se ponía la cazadora que había colgado en el respaldo de la silla.

Cuando salían por la puerta, vio que la joven volvía a la tarea de preparar las mesas. Lo hacía tarareando una cancioncilla, pero Patrik no pudo oír cuál.


Iba de un lado a otro, como sin rumbo, por la planta baja en la que llevaban meses viviendo. El dolor en el pecho la llenaba de desasosiego y la obligaba a mantenerse en constante movimiento.

Sentía remordimientos por no ser capaz de encargarse de Albin; se lo dejaba a su madre la mayor parte del tiempo. Pero en medio de tanto dolor, no había espacio para él. En la sonrisa y en los ojos azules del pequeño, Charlotte sólo veía a Sara. Se parecía tanto a su hermana cuando ella tenía su edad, que le dolía mirarlo. También le dolía ver hasta qué punto Albin era un niño angustiado y temeroso. Era como si Sara hubiese absorbido toda la energía que debería haberse repartido entre los dos hermanos y no le hubiese dejado nada a Albin. Pero Charlotte sabía que no era ésa la causa. El secreto le socavaba el pecho, pero tenía la esperanza de poder reparar los errores.

Charlotte lamentaba haberle revelado a Erica sus inquietudes el día anterior. Niclas y ella deberían estar unidos y su desconfianza lo empeoraba todo. Sabía que él también sufría y, si lo sucedido no los hacía buscarse el uno al otro, no les quedaba ninguna esperanza.

Desde que salió del sopor de los medicamentos, esperaba que Niclas se convirtiera en el que ella siempre supo que podía ser: tierno, solícito y cariñoso. Había visto atisbos de esos rasgos en él y por ellos lo amaba. En estos momentos, nada deseaba más que poder recostar la cabeza en su hombro, que él fuese el fuerte de los dos. Sin embargo, no había sido así hasta ahora. Niclas se había encerrado en sí mismo, volvió al trabajo en cuanto pudo y la dejó allí, sola, entre los despojos de su vida en común.

Su pie se topó con algo. Charlotte fue a agacharse para recogerlo, pero se quedó a medio camino. Le había pedido a Niclas que retirase de su vista todas las cosas de Sara y él dedicó una mañana entera a guardarlo todo en cajas que luego llevó al desván. Pero se le quedó atrás un juguete. Su viejo osito de peluche estaba medio oculto debajo de la cama y con él había tropezado el pie de Charlotte. Lo cogió despacio y se vio obligada a sentarse en el borde de la cama, pues todo empezó a darle vueltas. Notó la aspereza del peluche en sus manos; Sara se había negado a que lo lavaran y parecía que hubiese participado en una pelea callejera. Además, tenía un olor muy extraño, seguramente el mismo que Sara no quería que se malograse en la lavadora al ser sustituido por el perfume de Ariel. Le faltaba un ojo y Charlotte empezó a tironear de las hilachas que quedaban en su lugar. Hacía dos horas que no lloraba, el período más largo hasta aquel momento desde que la policía le trajo la noticia de la muerte de Sara. Pero ahora el llanto empezaba a agolparse de nuevo en su pecho. Charlotte se abrazó al osito y se tumbó en la cama. Entonces, las lágrimas pudieron con ella.


– Milagro de milagros -dijo Pedersen al teléfono-. Por primera vez en la historia mundial, hemos obtenido el resultado de un análisis antes de la fecha indicada.

– Espera que aparque a un lado -le respondió Patrik buscando un lugar apropiado.

Ernst le señaló un estrecho sendero en el bosque que tenían a la derecha y Patrik pensó que los sacaría del apuro.

– Ya está, ya he dejado de constituir un peligro para el tráfico. ¿Y bien? ¿Qué dicen las pruebas? -preguntó sin abrigar la menor esperanza.

Lo más probable era que hubiesen averiguado lo que Sara había desayunado aquel día y, en cuanto al agua de los pulmones, él había estado investigando por su cuenta y constató con horror que no parecía haber muchas posibilidades de comprobar la marca de los restos de jabón.

Pedersen se lo confirmó enseguida.

– El agua, como ya os dije, es agua del grifo y la proporción que presenta de diversas sustancias pone fuera de toda duda que se trata de agua de la zona de Fjällbacka. Por desgracia, no hemos podido relacionar los restos de jabón con ninguna marca específica.

– Bueno, pues eso no es mucho con lo que seguir avanzando -suspiró Patrik abatido, con la sensación de que el caso se le escapaba de las manos.

– No, al menos no con lo que encontramos en los pulmones -observó Pedersen en tono misterioso.

Patrik se irguió en el asiento.

– ¿Tienes alguna otra cosa? -le preguntó conteniendo la respiración mientras aguardaba la respuesta.

– Sí, aunque no sé lo que significa -respondió el forense-. Los análisis del contenido del estómago confirman lo que la familia dijo que había desayunado, pero… -Pedersen hizo aquí una pausa durante la cual Patrik estuvo a punto de gritar de impaciencia-, había algo más. Parece que la niña ingirió ceniza.

– ¿Ceniza? -preguntó Patrik como pasmado.

– Sí -respondió Pedersen-. Y después de encontrarla en el estómago, el laboratorio hizo un nuevo test del agua de los pulmones y también encontraron pequeñísimas porciones de ceniza que no habían detectado en el primer análisis.

– ¿Cómo demonios llegó a ingerir ceniza?

Patrik vio por el rabillo del ojo que Ernst daba un respingo y se lo quedaba mirando fijamente.

– Eso no podemos saberlo con seguridad, pero después de revisar los datos y el informe de la autopsia, mi teoría es que alguien la obligó a comer ceniza, porque también encontramos pequeñas cantidades en la boca y en el esófago, aunque la mayor parte se debió de disolver en el agua.

Patrik no decía una palabra, pero mil ideas le bullían en la cabeza. ¿Por qué iba alguien a obligar a la niña a comer ceniza? Intentó concentrarse y pensar en todo lo que debería preguntarle a Pedersen.

– Y la ceniza de los pulmones, ¿cómo llegó allí si la obligaron a tragársela?

– Una vez más sólo son teorías mías, pero, por un lado, la ceniza pudo irse por el conducto equivocado cuando la obligaron a tragársela, y, por otro, si ya estaba en la bañera cuando se la hicieron comer, parte de la ceniza pudo caer al agua en la que luego la ahogaron y así fue a parar a los pulmones.

Patrik evocó la escena en su imaginación con claridad aterradora. Sara en una bañera y una figura desconocida, amenazadora, que la obligaba a meterse en la boca un puñado de ceniza antes de taparle la boca y la nariz con las manos para que se la tragase. Las mismas manos que después le hundieron la cabeza en el agua hasta que dejaron de subir burbujas a la superficie y todo quedó en silencio.

Un crujido procedente del bosque junto al que se habían detenido rompió el denso silencio. Patrik le preguntó a Pedersen en voz baja:

– ¿Nos enviarás todo eso por fax?

– Ya está enviado. Y el laboratorio seguirá analizando la ceniza para ver si pueden encontrar algo interesante. Pero no querían esperar a obtener esos resultados porque pensaron que era mejor que tuviésemos esta información cuanto antes.

– Sí, han hecho bien. ¿Cuándo crees que podremos saber algo más sobre la ceniza?

– A mediados de la semana que viene, diría yo -respondió Pedersen antes de preguntar amablemente-: ¿Cómo os va a vosotros? ¿Habéis encontrado algo?

No era frecuente que el forense hiciese preguntas sobre la marcha de una investigación, pero a Patrik no le sorprendió. La muerte de Sara parecía conmover a tanta gente… Incluso a los más curtidos. Se tomó un segundo de reflexión antes de responder.

– No mucho, me temo. Si quieres que te sea sincero, no tenemos ninguna pista que seguir, pero espero que esto nos lleve a algún sitio. Y no es que ahora tenga claro cómo, pero es lo bastante extraño como para que le dé un empujón a la investigación.

– Esperemos que sea así -dijo Pedersen.

Patrik le resumió a Ernst lo que le había dicho el forense. Ambos permanecieron un rato en silencio, sentados en el coche, mientras fuera seguían resonando los crujidos. Patrik casi esperaba ver salir un alce corriendo hacia ellos, pero seguramente serían sólo unos pájaros o alguna ardilla que rebuscaba entre las hojas secas, de un rojo otoñal.

– ¿A ti qué te parece? ¿No deberíamos inspeccionar de cerca el baño de los Florin?

– ¿No deberíamos haberlo hecho ya? -preguntó Ernst.

– Puede que sí -respondió Patrik con acritud, consciente de que Ernst tenía parte de razón-. Pero no lo hicimos, y más vale tarde que nunca.

Ernst no replicó. Patrik sacó el móvil e hizo las llamadas necesarias para obtener la orden y contar con el equipo técnico de Uddevalla. Con las palabras de Ernst resonándole en los oídos, apremió el proceso tanto como le fue posible hasta que le prometieron que acudirían aquella misma tarde.

Con un suspiro, arrancó el motor y metió la marcha atrás. Le rondaban la cabeza mil ideas de ceniza… y de muerte.

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