3.

Strömstad, 1923.

– Agnes, hoy sólo tengo un montón de aburridas reuniones. No tiene ningún sentido que vengas conmigo.

– Pero yo quiero ir contigo hoy. ¡Me aburro tanto! No tengo nada que hacer.

– Ya, pero tus amigas…

– Todas están ocupadas -lo interrumpió Agnes enfurruñada-. Britta está preparando la boda. Laila se iba a Halden con sus padres a visitar a su hermano, y Sonja tenía que ayudar a su madre. Y añadió, con voz tristona: -¡Quién tuviera una madre a la que ayudar!

Clavó una mirada implorante en su padre. Y sí, aquello funcionó, como de costumbre. El hombre dejó escapar un suspiro.

– Bueno, anda, vente conmigo. Pero me tienes que prometer que estarás callada y quieta, y no andarás por todas partes como un torbellino hablando con los empleados. La última vez volviste locos a esos pobres hombres y les llevó varios días recobrar la normalidad.

No pudo evitar dedicarle una sonrisa a su hija. Cierto que era difícil controlarla, pero no había muchacha más hermosa a este lado de la frontera.

Agnes rio satisfecha, pues una vez más había salido vencedora de la discusión, y premió a su padre con un abrazo y una palmadita en la prominente barriga.

– Nadie tiene un padre como el mío -le dijo mimosa, provocando la carcajada complacida del hombre.

– ¿Qué haría yo sin ti? -preguntó August, medio en serio, medio en broma, atrayéndola hacia sí para abrazarla.

– ¡Oh, no te preocupes por eso! No pienso irme a ningún sitio.

– No, al menos no por ahora -respondió él apenado, acariciándole la oscura cabellera-. Pero no falta mucho para que se presente un hombre que te aleje de mi lado. Si es que encuentras a alguno que valga la pena -añadió riendo-. He de decir que hasta ahora has sido muy exigente.

– Bueno, no puedo aceptar a cualquiera -respondió Agnes también entre risas-. Y menos con el modelo que tengo. Así, cualquier joven se vuelve exigente.

– Bueno, bueno, bonita mía, basta de adularme -atajó August orgulloso-. Date prisa, si es que vas a venirte conmigo a la oficina. El director no puede llegar tarde.

Pese a sus palabras de apremio, Agnes tardó casi una hora en estar lista para salir, pues el cabello y la vestimenta exigían mucho trabajo. Sin embargo, cuando Agnes por fin hubo terminado, August sólo pudo admitir que el resultado era excelente. Con media hora de retraso, llegaron por fin a la oficina.

– Disculpen mi tardanza -dijo August recorriendo la sala con la mirada, que fue posando en los tres hombres que lo aguardaban-. Pero espero que me perdonen en cuanto conozcan la razón de mi demora -añadió señalando con la mano a Agnes, que entraba justo detrás de él.

Llevaba un vestido rojo ceñido que resaltaba su estrecha cintura. Pese a que muchas jóvenes se habían dejado llevar por la moda de los años veinte sacrificando su cabello bajo la hoja de las tijeras, Agnes había sido lo bastante sensata como para conservar su generosa y negra melena, que ahora llevaba recogida en un moño en la nuca. Sabía bien cómo sacarle partido a su porte. El espejo de su casa se lo confirmaba siempre y ella lo utilizó al máximo en aquel momento cuando, al detenerse ante los tres señores, se quitó los guantes y les estrechó la mano uno tras otro.

Con gran satisfacción, constató que aquello surtía efecto. Allí estaban sentados uno junto a otro, con una expresión bobalicona de pez boquiabierto, y los dos primeros le retuvieron la mano un poco, sólo un poco más de lo normal. Con el tercero… fue otra cosa. Llena de asombro, Agnes comprobó que le saltaba el corazón en el pecho. Aquel hombre grande y tosco apenas la miró y le estrechó la mano sólo un instante. Las manos de los otros dos le resultaron blandas, casi femeninas; las del otro, en cambio, eran distintas. Sintió las callosidades que le rasparon la palma de la mano y sus dedos eran largos y fuertes. Por un segundo, consideró la posibilidad de no soltarlo, pero se controló y le hizo un gesto comedido con la cabeza. Sus ojos, que no se cruzaron con los de ella más que un instante, eran castaños, de lo que dedujo que por sus venas corría sangre valona.

Después de saludar, se apresuró a sentarse en un rincón con las manos en las rodillas. Vio que su padre dudaba, pues habría preferido que se quedara fuera, pero ella adoptó la expresión más dulce de la que fue capaz y lo miró suplicante. Como de costumbre, su padre la complació. Asintió sin decir nada, indicándole que podía quedarse, y ella decidió, para variar, guardar silencio cual ratón de iglesia para no correr el riesgo de que la mandasen salir como a una mocosa. No querría sufrir tal agravio ante aquel hombre.

En condiciones normales, después de una hora de silenciosa participación habría estado moribunda de aburrimiento, pero no fue así en esta ocasión. Aquella hora pasó sin sentir y cuando terminó la reunión, Agnes estaba segura: quería a aquel hombre más que ninguna otra cosa en el mundo. Y ella solía conseguir lo que quería.


* * *

– ¿No deberíamos visitar a Niclas? -preguntó Asta con voz suplicante, aunque sin advertir el menor indicio de compasión en el rostro pétreo de su marido.

– ¡Ya te he dicho que su nombre no debe volver a mencionarse en esta casa! -masculló Arne con la mirada fría, como de granito, fija en lo que había al otro lado de la ventana de la cocina.

– Pero después de lo que le ha pasado a la niña…

– Castigo de Dios. ¿No te dije que ya lo recibiría algún día? Nada, él es el único culpable. Si me hubiera hecho caso, esto no habría sucedido jamás. A la gente temerosa de Dios no le ocurren estas desgracias. ¡Y ya está bien de hablar de él! -dijo aporreando la mesa con el puño.

Asta suspiró para sus adentros. Claro que ella respetaba a su marido y cierto que él sabía lo que se hacía, pero en este caso se preguntaba si no estaría equivocado. El corazón le decía que no podía ser compatible con la voluntad de Dios que no acudiesen al lado de su hijo ahora que había recibido un golpe tan duro. Claro que ella no había conocido a la pequeña, pero aún así era su carne y su sangre, y los niños pertenecían al reino de Dios, según la Biblia. Naturalmente, aquello no eran más que cosas de una pobre mujer. Arne, que era hombre, era el que sabía. Así había sido siempre, y como en tantas otras ocasiones, se guardó sus ideas y se levantó a quitar la mesa.

Habían pasado demasiados años desde la última vez que vio a su hijo. Sí, a veces se encontraban por ahí, era inevitable ahora que se había mudado a Fjällbacka, pero se cuidaba mucho de pararse a hablar con él. Su hijo sí lo había intentado alguna vez, pero ella apartaba la mirada y se apresuraba a seguir su camino, tal y como le habían dicho que hiciera. Aunque nunca había bajado la vista con la suficiente rapidez como para evitar ver el dolor en sus ojos.

Por otro lado, la Biblia decía «honrarás a tu padre y a tu madre», y lo que sucedió aquel día ya muy lejano era, a su entender, un incumplimiento del mandato de Dios. Y por esa razón no podía abrirle su corazón.

Observó a Arne sentado a la mesa. Pese a que ambos pasaban ya de los setenta, él se mantenía erguido como un pino y con el cabello oscuro tan espeso como siempre, aunque algo encanecido.

Vaya, desde luego las muchachas lo perseguían cuando eran jóvenes, pero Arne nunca había tenido ese tipo de inclinaciones, por así decirlo. Ella no tenía más de dieciocho años cuando se casaron y, por lo que sabía, jamás había mirado a otra mujer. Cierto que tampoco en casa había mostrado mucho interés por lo carnal, pero su madre siempre le dijo que ese aspecto del matrimonio formaba parte del deber de una mujer y no era una fuente de alegría, de modo que Asta se consideró afortunada de no abrigar mayores esperanzas en ese terreno.

En cualquier caso, tuvieron un hijo. Un niño hermoso, fuerte, rubio, el vivo retrato de su madre, pero muy poco parecido a su padre. Tal vez por eso resultó tan mal. Si hubiera sido más como su padre, tal vez Arne habría cultivado una relación más estrecha con el pequeño. Pero no sucedió así. El niño fue de su madre desde el primer momento y ella lo amó tanto como pudo. Pero no fue suficiente, pues, cuando llegó la hora de la verdad, el día en que se vio obligada a elegir entre el hijo y su padre, ella lo traicionó. Pero ¿qué otra cosa habría podido hacer? Una esposa debe apoyar siempre a su marido, era algo que había aprendido de niña. Aunque a veces, en momentos de flaqueza, cuando apagaba la luz y se quedaba tumbada en la cama pensando, la asaltaban las cavilaciones y se preguntaba cómo podía parecer tan erróneo algo que le habían enseñado como bueno desde siempre. Por eso la tranquilizaba tanto que Arne supiese siempre cómo debían ser las cosas. Él le había explicado muchas veces que el sentido común de las mujeres no era de fiar y que por eso se había asignado al hombre el cometido de guiarla. Y eso le infundía seguridad. Su padre se parecía mucho a Arne, de modo que el único mundo que ella conocía era aquel en el que los hombres decidían. Y es que su Arne era muy sensato. Eso decían todos. Incluso el nuevo pastor había hablado de él en términos laudatorios no hacía tanto. Dijo que Arne era el sacristán más cumplidor con el que había tenido la suerte de trabajar y que Dios podía estar satisfecho de tener siervos como él. El propio Arne se lo había contado, henchido de orgullo, en cuanto volvió a casa. Claro que por algo llevaba veinte años siendo sacristán de Fjällbacka. Bueno, sin contar los años nefastos en que les asignaron como pastor a aquella mujer. Por nada del mundo querría Asta volver a vivir aquello. Gracias a Dios que la pastora terminó por comprender que nadie allí deseaba su presencia y se marchó cediendo el puesto a un pastor de verdad. ¡Lo que el pobre Arne pasó durante aquella época! Por primera vez en sus cincuenta años de casados, lo vio llorar. La idea de ver a una mujer en el púlpito de su amada iglesia casi lo destrozó. Aunque también decía que confiaba en que Dios expulsara de su templo a los mercaderes. Y también en aquella ocasión lo asistió la razón.

Asta sólo deseaba que hallase espacio en su corazón para perdonar a su hijo por lo ocurrido.

Hasta entonces, ella no podría vivir un solo día de felicidad. Sin embargo, era consciente de que si no era capaz de perdonar a su hijo ahora, después de aquella desgracia, no había la menor esperanza de reconciliación.

Si al menos hubiera podido conocer a la pequeña… Ahora ya era demasiado tarde.


Habían transcurrido dos días desde que encontraron a Sara y el ambiente que había reinado aquel primer día remitió inexorablemente, pues se vieron obligados a resolver las tareas cotidianas que no dejaban de existir sólo porque hubiese muerto una niña.

Patrik estaba escribiendo las últimas líneas de un informe sobre un caso de agresión cuando sonó el teléfono. Vio en la pantalla de quién era la llamada y descolgó suspirando. Mejor sería acabar con ello lo antes posible. Oyó la familiar voz del forense Tord Pedersen y se saludaron como de costumbre antes de entrar en materia. La primera señal de que el mensaje no contenía la información que esperaba fue la arruga que se formó en su frente. Unos minutos más tarde, su ceño se acentuó más aún y, una vez que supo cuanto el forense tenía que transmitirle, colgó el auricular con tal ímpetu que rebotó en la base del teléfono. Se tomó unos segundos para calmarse mientras las ideas campaban veloces por su mente. Al cabo de un rato tomó el bloc donde había ido escribiendo mientras hablaba por teléfono y se dirigió al despacho de Martin. En realidad, antes que al de ningún compañero, debería haber ido al de Bertil Mellberg, el jefe de la comisaría, pero necesitaba discutir la información que acababa de recibir con alguien que le inspirase confianza. Por desgracia, su jefe no pertenecía a esa categoría y, de entre sus colegas, sólo Martin encajaba en aquel exclusivo grupo.

– ¿Martin?

El compañero estaba al teléfono cuando Patrik llegó, pero le indicó que tomase asiento. La conversación parecía estar tocando a su fin y Martin la terminó con un críptico y susurrante «mmm…, sí, yo también, mmm…, igualmente», al tiempo que se ruborizaba hasta las cejas.

Pese al tema que lo llevaba al despacho del colega, Patrik no pudo evitar meterse un poco con su joven colega.

– Vaya, ¿con quién hablabas, si puede saberse?

A modo de respuesta sólo obtuvo el ininteligible murmullo de Martin, cuyo rubor se acentuó aún más.

– ¿Alguien que llamaba para denunciar un delito? ¿Alguno de los colegas de Strömstad? ¿O de Uddevalla? O tal vez Leif G. W., el que estaba interesado en escribir tu biografía…

Martin se retorcía en la silla, pero volvió a murmurar algo más audible:

– Pia.

– Ah, bueno, Pia… Fíjate, jamás me lo habría imaginado. Veamos, ¿cuánto lleváis? Tres meses, ¿no? Eso debe de ser un récord para ti, ¿verdad? -le chinchó Patrik.

Hasta el verano pasado, Martin había sido famoso por ser algo así como un especialista en historias de amor breves y desgraciadas, principalmente por su capacidad infalible de caer enamorado de objetivos ya ocupados que por lo general no perseguían más que una aventura transitoria. Pero Pia no sólo estaba libre, sino que además era una joven encantadora y muy formal.

– Celebraremos los tres meses el sábado -confirmó Martin con un destello en los ojos-. Y vamos a mudarnos a vivir juntos. Justo me llamaba para decirme que ha encontrado un apartamento perfecto en Grebbestad. Iremos a verlo esta tarde.

El rubor iba palideciendo, pero el joven no podía ocultar que estaba enamorado hasta los huesos.

Patrik recordó cómo era entre él y Erica al principio de su relación. PB, prebebé. La amaba con locura, pero aquel enamoramiento arrebatador se le antojaba ahora como un sueño lejano y desdibujado. Al parecer, los pañales llenos de caca y las noches en vela surtían ese efecto.

– ¿Y tú qué? ¿Cuándo vas a convertir a Erica en una mujer decente? No puedes consentir que se pasee por ahí con un hijo ilegítimo…

– Pues sí, mira, eso es para pensárselo -dijo Patrik con una sonrisa socarrona.

De repente su semblante adoptó una expresión más seria, pues recordó que se enfrentaban a algo muy distinto de una broma.

– Acaba de llamar Pedersen. El informe sobre la autopsia de Sara nos llegará por fax, pero me hizo una síntesis de lo que contiene; y esa síntesis implica que su ahogamiento no fue un accidente. La asesinaron.

– ¿Qué demonios estás diciendo? -Martin volcó el lapicero al gesticular presa de la mayor estupefacción, pero no se molestó en recogerlo y centró toda su atención en Patrik.

– Al principio, él también estaba en nuestra onda y pensaba que había sido un accidente. No había lesiones visibles en el cadáver; iba totalmente vestida con ropa adecuada a la estación en que estamos, salvo que no llevaba cazadora, pero se le pudo salir y desaparecer flotando. Lo más importante: cuando examinó los pulmones, encontró agua -dijo antes de guardar silencio unos segundos.

Martin se encogió de hombros y arqueó las cejas inquisitivo:

– Pero, dime, ¿qué encontró en el cadáver que no encajara con el accidente?

– Agua de la bañera.

– ¿Agua de la bañera?

– Sí, sus pulmones no contenían agua del mar, como cabría esperar en una persona que se ha ahogado en el mar, sino agua de la bañera. Quizá deba añadir «probablemente». En cualquier caso, Pedersen halló en el agua restos de jabón y champú, lo que indica que se trata del agua de una bañera.

– O sea que la ahogaron en una bañera -concluyó Martin en tono incrédulo. Estaban tan convencidos de que se trataba de un caso de ahogamiento, trágico pero accidental, que le costaba cambiar de idea.

– Sí, eso parece. Y, además, concuerda con los moratones que había en el cadáver.

– ¿Decías que no había ninguna marca en el cuerpo?

– No, a primera vista no las había. Pero cuando le retiraron el cabello de la nuca y miraron con más detenimiento, vieron claramente unos moratones que bien podrían coincidir con las marcas de una mano. La mano de alguien que le mantuvo la cabeza bajo el agua de forma violenta.

– ¡Joder!

Martin parecía a punto de vomitar. Patrik experimentó la misma sensación cuando oyó la noticia del forense.

– Es decir, nos enfrentamos a un caso de asesinato -dedujo Martin como para convencerse a sí mismo del hecho.

– Sí, y ya hemos perdido dos días. Tenemos que empezar a hacer una ronda de interrogatorios por el barrio, preguntarle a la familia y a los parientes, y averiguar cuanto podamos de la pequeña y sus más allegados.

Martin hizo un mohín de repulsa y Patrik comprendió su reacción. Las tareas que tenían ante sí no eran nada agradables. La familia estaba ya destrozada y ahora ellos se verían obligados a remover en sus despojos. Con demasiada frecuencia, los asesinatos de niños resultaban cometidos por aquellos que más deberían lamentarlos, de ahí que en esos casos no pudiesen mostrar la compasión que podía esperarse en el trato con una familia que acaba de perder a un hijo.

– ¿Has hablado ya con Mellberg?

– No -confesó Patrik con un suspiro-. Ahora voy. Puesto que fuimos nosotros los que acudimos a la llamada el otro día, pensé que podríamos llevar el caso juntos. ¿Te importa?

Sabía que se trataba de una pregunta retórica, pues ninguno de los dos deseaba ver a los colegas Ernst Lundgren o Gösta Flygare como los responsables de nada más complejo que el robo de una bicicleta.

Martin asintió sin más.

– Vale -dijo Patrik-. Mejor será que termine cuanto antes.


El comisario Mellberg observaba la carta que tenía ante sí como si fuese una serpiente venenosa.

Era de lo peor que podía ocurrirle. Incluso el indignante incidente de Irina del verano anterior palidecía a su lado.

Pequeñas gotas de sudor perlaban su frente, pese a que la temperatura en su despacho era más bien baja. Mellberg se limpió el sudor con la mano y, sin querer, se desbarató el mechón que con tanto cuidado se había enroscado sobre la calva. Justo cuando, irritado, intentaba restituirlo a su lugar, llamaron a la puerta. Le dio a toda prisa el último toque a su obra antes de gritar un enojado:

– ¡Entre!

Hedström se mostró impertérrito ante el tono de Mellberg, pero éste advirtió que su semblante delataba una gravedad inusual. Por lo general y a juicio del comisario, Patrik era más bien demasiado graciosillo para su gusto. Él prefería trabajar con hombres como Ernst Lundgren, que siempre trataba a sus superiores con el respeto que merecían. Con Hedström siempre tenía la sensación de que era capaz de sacarle la lengua en cuanto se diese media vuelta. Pero el tiempo separaba la paja del grano, se decía Mellberg con amargura. Gracias a su dilatada experiencia en la policía, sabía que los endebles y los bromistas solían ser los primeros en caer.

Por un segundo logró olvidar el contenido de la carta, pero cuando Hedström se sentó al otro lado del escritorio, se dio cuenta de que quedaba claramente visible para él, por lo que se apresuró a guardar la misiva en el primer cajón. Llegado el momento, se encargaría de aquel asunto.

– Bien, ¿cuál es el problema?

Mellberg oyó el temblor de su propia voz, pues aún estaba afectado por la conmoción, y se esforzó por estabilizarla. No dar nunca muestras de debilidad, ése era su lema. Si les ofrecías el cuello a tus subordinados, te clavaban los dientes sin pensarlo.

– Un asesinato -dijo Patrik sucintamente.

– ¿Qué ha pasado ahora? -suspiró Mellberg-. ¿Alguno de los bestias de nuestros viejos amigos le ha arreado a la parienta en la cabeza con más ímpetu que el de costumbre?

El semblante de Hedström no se alteró.

– No -respondió-. Se trata del ahogamiento accidental del otro día. Resulta que, después de todo, no fue un accidente. A la niña la ahogaron.

Mellberg soltó un leve silbido.

– No me diga, no me diga -contestó impreciso mientras las ideas se cruzaban por su mente con notable confusión.

Por un lado, siempre le indignaban los crímenes cometidos contra niños; por otro, intentaba dilucidar en qué medida tan inesperado suceso podía afectarle en calidad de jefe de la policía de Tanumshede. Había dos maneras de considerarlo: o bien como un montón de exceso de trabajo y de papeleo, o bien como un ascenso en el curso de su carrera y la vuelta a Gotemburgo y a verse en el ojo del huracán. Claro que no tenía otro remedio que admitir que las dos exitosas investigaciones de asesinato en las que había participado hasta aquel momento no habían surtido el efecto deseado, pero, tarde o temprano, algo convencería a sus jefes de que su lugar estaba en la oficina de la capital. Y quién sabía si no sería éste el caso que lo restituiría a su puesto.

Comprendió que Hedström esperaba algún otro tipo de reacción por su parte y se apresuró a añadir:

– ¿Quiere decir que alguien ha matado a una niña? Bueno, ese miserable no escapará -dijo cerrando el puño como para marcar el peso de sus palabras, aunque sólo consiguió provocar un destello de preocupación en los ojos de Patrik.

– ¿Tiene alguna pregunta sobre la causa de la muerte? -preguntó Hedström para guiarlo un poco.

Su tono de voz le pareció a Mellberg de lo más irritante.

– Por supuesto, justo a eso iba ahora mismo. A ver, que dijo el forense al respecto?

– Que se ahogó, pero no en el mar. Sólo encontraron agua dulce en sus pulmones y, puesto que estaba mezclada con restos de jabón y cosas así, Pedersen dedujo que probablemente fuese agua de la bañera. Es decir, la niña, Sara, fue ahogada en el interior de una casa, en una bañera, y luego trasladada al mar, donde la arrojaron para que pareciese un accidente.

El panorama que el relato de Hedström suscitó en su imaginación lo llevó a olvidar sus posibilidades de ascenso por un segundo. Consideraba que, en sus años de servicio, había visto de todo, pero los asesinatos de niños no dejaban impasible a nadie. Lo de emprenderla con una niña pequeña era algo que sobrepasaba los límites de toda decencia y la indignación que en él suscitaba un caso como aquél no era, por inusual, menos desagradable.

– ¿Algún sospechoso claro? -preguntó. Hedström negó con la cabeza.

– No, no sabemos de ningún problema con la familia y tampoco tenemos otros casos de agresión a niños en Fjällbacka. Nada como esto. De modo que supongo que tendremos que empezar hablando con la familia, ¿no? -inquirió Patrik tanteando el asunto.

Mellberg comprendió enseguida lo que pretendía. Y por él, no había objeción. En otras ocasiones había funcionado bien dejar que Hedström hiciese todo el trabajo preliminar y después, cuando todo estuviese aclarado, colocarse él en medio de los focos. Tampoco era nada de qué avergonzarse. No en vano, la clave de un liderazgo de éxito precisamente consistía en saber delegar.

– ¿Se diría que quiere dirigir esta investigación?

– Bueno, la verdad es que ya he empezado, puesto que fuimos Martin y yo quienes acudimos a la llamada de emergencia cuando dieron la alarma y ya hemos hablado con la familia y eso.

– Bien, me parece una buena idea -dijo Mellberg con un gesto de aprobación-. Pero procure mantenerme informado.

– De acuerdo -respondió Hedström también satisfecho-. Entonces, Martin y yo nos pondremos manos a la obra.

– ¿Martin? -preguntó Mellberg con insidia.

Seguía irritándolo el tono irrespetuoso de Patrik y en ese momento vio la oportunidad de ponerlo en su sitio. A veces Hedström se comportaba como si fuese el jefe de la comisaría y aquélla era una ocasión ideal para demostrarle quién mandaba allí.

– No, no creo que pueda prescindir de Martin por ahora. Ayer lo puse a investigar una serie de robos de vehículos, seguramente una liga de los países bálticos que opera en la zona, así que creo que tiene más que de sobra. En cambio, Ernst -dijo retardando las palabras y disfrutando de la expresión torturada de Patrik-, no tiene mucho que hacer en estos momentos, así que lo ideal es que los dos trabajen con este caso.

El policía se retorcía ante él como si lo estuviesen torturando y Mellberg sabía que había puesto el dedo en el lugar adecuado, justo en la llaga. No obstante, resolvió paliar ligeramente el padecimiento de Hedström.

– Pero lo nombro a usted responsable de la investigación, de modo que Lundgren tendrá que informarlo directamente.

Aunque Ernst Lundgren era un colega mucho más agradable, Mellberg no era tan imbécil como para ignorar que el hombre tenía sus limitaciones. Sería una insensatez tirar piedras contra el propio tejado… En cuanto Hedström se marchó y cerró la puerta, Mellberg volvió a sacar la carta y a leerla, seguramente por décima vez.


Morgan estiró los dedos y los hombros antes de sentarse delante de la pantalla del ordenador. Sabía que a veces se perdía por completo en aquel mundo y que podía permanecer en la misma postura durante horas y horas. Comprobó exhaustivo que tenía cuanto necesitaba para no tener que levantarse hasta que no fuese del todo necesario. Sí, allí estaba todo, una botella de Coca-Cola grande, una chocolatina Dajm grande y una chocolatina Snickers grande. Con ello se mantendría un buen rato.

El archivador que le había dado Fredrik y que ahora tenía sobre las rodillas era pesado. Todo aquel mundo fantástico que él era incapaz de crear estaba reunido entre las pastas duras del archivador, a la espera de convertirse en unos y ceros. Eso sí era algo que él dominaba. Por algún misterio de la naturaleza, los sentimientos, la imaginación, los sueños y los cuentos no tenían cabida en su cerebro; en cambio, dominaba lo lógico, lo fácilmente predecible de los unos y los ceros, los pequeños impulsos eléctricos del ordenador que se hacían visibles en la pantalla.

A veces se preguntaba qué se sentiría cuando, como Fredrik, uno era capaz de sacarse de la cabeza otros mundos, crear y vivir los sentimientos de otras personas. Por lo general, aquellas cavilaciones no lo llevaban más que a encogerse de hombros y a desecharlas como algo carente de importancia, pero en los períodos de depresión profunda que a veces sufría, podía sentir todo el peso de su limitación y desesperar al saberse tan distinto del resto de la gente.

Al mismo tiempo, era un consuelo saber que no estaba solo. Solía entrar en páginas web para gente como él y había intercambiado correos electrónicos con algunos de ellos. En una ocasión incluso llegó a aceptar una cita en Gotemburgo, pero se trataba de una experiencia que no deseaba repetir. El hecho de que fueran tan esencialmente distintos de las demás personas les dificultaba la relación entre sí y el encuentro constituyó un fracaso de principio a fin.

Sin embargo, fue un alivio saber que había más como él. Esa certeza le bastaba. En realidad, no sentía la menor nostalgia de participar en esa comunidad social que tan importante parecía para las personas normales. Como más a gusto estaba era solo, en su pequeña cabaña, con la única compañía de los ordenadores. De vez en cuando toleraba la presencia de sus padres, pero eran los únicos. Le infundía seguridad verse con ellos. Había tenido muchos años para aprender e interpretar el complejo lenguaje gestual, en forma de expresiones faciales y corporales, y otras miles de pequeñas señales para cuyo manejo su cerebro simplemente no parecía estar construido. También ellos aprendieron a adaptarse a él, a hablar de un modo tal que él comprendiese, al menos relativamente.

La pantalla vacía parpadeaba ante él. Le gustaba aquel instante. La gente normal tal vez diría que amaban un instante así, pero él no sabía exactamente qué significaba amar. Aunque quizá fuese justo lo que él sentía en aquel momento: aquella honda sensación de satisfacción, de estar en casa, de ser normal.

Morgan empezó a escribir deslizando sus ágiles dedos por el teclado. De vez en cuando bajaba la vista hacia el archivador que reposaba sobre sus rodillas, pero por lo general tenía la mirada fija en la pantalla. Nunca dejaba de sorprenderlo que los problemas que tenía para coordinar su cuerpo y sus dedos desapareciesen como por milagro cuando se ponía a trabajar. Entonces, de repente, era tan ágil y se sentía tan seguro con la mano como siempre debería estarlo.

Dificultades del aparato motor, llamaban a los problemas que tenía para hacer obedecer a sus dedos cuando quería atarse los zapatos o abotonarse una camisa. Era parte del diagnóstico, lo sabía. Y sabía perfectamente qué lo distinguía de los demás, pero no podía hacer nada por cambiarlo. Además, consideraba erróneo calificar a los otros de normales y a los de su clase de anormales. En realidad, eran sólo las normas sociales las que hacían que el fallo fuese suyo. Él era, sencillamente, distinto. El hilo de su pensamiento se movía en otras direcciones, eso era todo. No necesariamente peores, sólo diferentes.

Hizo una pausa para dar un trago a la Coca-Cola, directo de la botella, antes de volver a deslizar sus dedos con rapidez por el teclado.

Morgan estaba satisfecho.

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